Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 21

El duque de Masadonia estaba muerto.

Asesinado.

Era incapaz de apartar la mirada de él, ni siquiera cuando sentí que Yamato se colocaba a mi lado. Dijo algo, pero no pude oírlo por encima de los latidos de mi propio corazón.

Al duque lo habían apuñalado en el pecho del mismo modo que había que matar a un maldito o un Demonio: con madera sacada de un árbol que había crecido en el Bosque de Sangre.

Con la misma vara que a menudo había acariciado con afecto justo antes de que silbara por el aire para magullarme la espalda, a veces incluso rompiéndome la piel.

Medio aturdida, me pregunté cómo habría podido alguien clavar la vara en el pecho del duque. Los extremos no eran afilados, sino romos y redondeados. El esfuerzo y la fuerza necesarios para hacer algo así… Por no mencionar que el duque se habría resistido, a menos que hubiese sido incapacitado antes.

Solo un atlantiano hubiese podido hacerlo.

Yamato me tocó el brazo y, despacio, aparté los ojos de los restos del duque.

—Está muerto —dije— De verdad está muerto.

Una risita muy inapropiada bulló en mi garganta y cerré la boca con fuerza mientras me volvía otra vez hacia donde el duque estaba empalado.

No creía que fuera gracioso. Para nada. El hombre no me gustaba. Para ser sincera, lo odiaba con toda mi alma. Pero un atlantiano se había colado en el castillo de Teerman una vez más, y eso daba miedo. Esa era la razón de que aquello no fuese gracioso.

Tampoco era triste.

Por todos los dioses, sí que era indigna, y seguramente una persona horrible, pero suspiré en silencio, un sonido de… alivio salió por mis labios. No más lecciones. No más miradas lascivas ni manos impúdicas. No más dolor. No más vergüenza pesada y pegajosa. Mis ojos se deslizaron hacia donde un alto Ascendido de pelo moreno se reunía con la duquesa. No más lord Shimura.

Sin el duque, tenía poca influencia sobre mí. Casi sonreí de nuevo.

Un movimiento a mi izquierda me llamó la atención. Me giré y vi a Matsuri que se abría paso entre un grupo de Ascendidos y los lores y damas en espera. Cruzó la sala a toda prisa, sus ojos muy abiertos detrás de su antifaz. Varios rizos rebotaron contra su cara cuando sacudió la cabeza.

—No puedo creer lo que estoy viendo —Me agarró las manos sin perder de vista el estrado. Con un estremecimiento, se giró hacia mí— Esto no puede ser real.

—Es real —Miré al estrado de nuevo. Unos guardias estaban intentando bajar al duque, pero estaba muy alto en la pared— Necesitan una escalera.

—¿Qué? —susurró Matsuri.

—Una escalera. No van a poder llegar hasta él —señalé. Notaba los ojos de Matsuri sobre mí— ¿Crees que ha estado ahí arriba durante el Rito entero? ¿Todo el rato?

—Ni siquiera sé qué creer —Se giró de modo que le daba la espalda al estrado— Para nada.

—Al menos sabemos por qué no apareció —comenté.

—Saku —exclamó en voz baja.

—Perdón —Observé cómo la duquesa se volvía hacia el lord, movía los labios a toda velocidad— La duquesa no parece demasiado afectada, ¿verdad?

Yamato tuvo que intervenir entonces.

—Creo que es hora de que te lleve de vuelta a tus aposentos.

Supuse que lo era, así que asentí y empecé a dar media vuelta…

Un cristal se hizo añicos y me giré hacia el sonido mientras una lluvia de pedazos volaba por el aire. Era una de las ventanas que daban al jardín. Matsuri apretó la mano sobre mi brazo. Se rompió otra ventana, esta vez a nuestra izquierda, y las dos nos giramos para ver fragmentos de cristal volar y cortar a través del grupo que había ahí de pie, el grupo con el que había estado Matsuri. Los gritos de sorpresa dieron paso enseguida a otros de dolor cuando las afiladas esquirlas empezaron a clavarse y a cortar piel. Una chica salió tambaleándose de entre el grupo que se desperdigaba. Le temblaban las manos al levantarlas hacia su rostro ensangrentado. Numerosos cortecitos surcaban sus mejillas y su frente. Era Loren. Se dobló por la cintura, chillando, mientras la chica rubia que tenía delante se giraba despacio. Un fragmento de cristal sobresalía de su ojo, una cascada roja resbalaba por su cara.

Se desplomó como un fardo.

—¡Dafina! —gritó Matsuri, al tiempo que soltaba mi brazo y hacía ademán de correr hacia ella.

Salí de mi estupor y me lancé a por ella. La agarré del brazo justo cuando un lord en espera caía de rodillas y luego hacia delante. ¿Lo habría herido también un cristal? No estaba segura. Matsuri giró la cabeza hacia mí.

—¿Qué? Tengo que ir con ella. Necesita ayuda…

—No —Tiré de Matsuri hacia atrás mientras Loren acudía al lado de su amiga e intentaba que se levantara, que se moviera. Otra ventana saltó por los aires— No puedes acercarte a las ventanas. Lo siento. No puedes.

—Pero… —Los ojos de Matsuri centelleaban.

Algo silbó por el aire, golpeó a un lord. El impacto lo hizo girar en redondo y Matsuri soltó un grito. Una flecha se le había incrustado en el ojo. Era un Ascendido, pero cayó como un fardo, muerto antes de tocar el suelo. La sangre se arremolinó a su alrededor.

Los Ascendidos podían morir. Su cabeza y su corazón eran tan vulnerables como los de cualquier mortal… Y quienquiera que hubiese disparado esa flecha lo sabía muy bien.

Con la espada corta desenvainada, Yamato nos empujó a Matsuri y a mí detrás de él mientras la duquesa, rodeada por guardias reales, gritaba:

—¡Sacadla de aquí! ¡Ahora! ¡Sacad…!

Una flecha atravesó al guardia real que tenía delante. Un chorro de sangre brotó de su cuello mientras levantaba las manos hacia la flecha y su boca se abría y cerraba sin hacer ni un ruido.

Por todos los dioses…

Choqué contra Matsuri cuando Yamato nos hizo dar media vuelta para empujarnos hacia la entrada. Empezamos a abrirnos paso entre la gente y alargué la mano hacia la daga de mi muslo… Los alaridos que provenían del exterior del Gran Salón interrumpieron todo durante unos segundos. Los sonidos… Dolor. Terror. Muerte.

Entonces un mar de gente llegó al Gran Salón a la carrera. Ascendidos y mortales, plebeyos y Regios, todos al unísono, corrían hacia nosotros. Los vestidos y las túnicas de algunos eran ahora de un rojo más oscuro, sus rostros desprovistos de color y salpicados de carmesí. Algunos cayeron antes de llegar a las escaleras, flechas y… cuchillos clavados bien hondo en sus cuerpos. Otros cayeron por las escaleras en el frenesí de su huida.

Estaban a punto de arrollarnos.

Ni siquiera desenvainé la daga. No podía luchar contra ellos. Ellos no eran el enemigo.

—Mierda —gruñó Yamato. Se volvió hacia mí mientras Matsuri se quedaba paralizada. Mis ojos se cruzaron con los de Yamato y supe lo que estaba a punto de suceder. Se me cayó el alma a los pies— ¡Proteged a la Doncella! —gritó.

Agarré a Matsuri de los dos brazos y tiré de ella hacia mí. Envolví los brazos a su alrededor y la sujeté lo más fuerte que pude. Los brazos de Yamato se cerraron en torno a mí. Llegaron guardias a la carrera y, debido a lo fuerte que abrazaba a Matsuri contra mi cuerpo, se vieron obligados a formar una barricada alrededor de las dos.

—Tengo miedo —susurró Matsuri contra mi mejilla.

—No te preocupes, todo irá bien —mentí, mientras obligaba a mis ojos a abrirse aunque quería cerrarlos. Mi corazón aporreaba contra mis costillas. Durante un breve instante, recé a los dioses: recé por que Indra no estuviese por ahí cerca. Que hubiese ido a desahogarse un poco y estuviese ahora mismo en la ciudad— Mantente firm…

Fue como ser golpeados por una avalancha de piedras.

Decenas de cuerpos se estrellaron contra los guardias, parecía que llegaban de todas las direcciones, los aplastaron contra Matsuri y contra mí. Empuñaduras de espadas impactaron contra costillas y otros huesos. Codos se hincaron en carne. Jarrones se hicieron añicos. Personas se rompieron. La presión de la masa, de los centenares de personas que habían huido del Gran Salón y ahora volvían era demasiado… Fue como si nos golpeara una ola enorme, un tsunami. Arrancó a un guardia del cordón, luego a otro y a otro, hasta que sentí que las manos de Yamato se aflojaban. Y entonces desapareció y algo duro, alguien, impactó contra mí, se estrelló contra Matsuri y contra mí. La arrancaron de mis brazos, arrastrada por la ola de gente que gritaba y chillaba, mientras huían de lo que fuera que los hubiera asustado.

Ese fue mi último pensamiento antes de que la sala diera la impresión de ponerse patas arriba. Mis pies abandonaron el suelo y experimenté un momento de ingravidez flácida. Vi a los dioses pintados en el techo, los rostros desfigurados por el terror y sangre y espuma. Volví a bajar, resbalé y me abrí las rodillas contra el duro suelo.

Intenté levantarme, consciente de que no podía quedarme ahí abajo.

—¡Matsuri! —grité. Busqué a mi alrededor, frenética, pero todo lo que vi fue rojo… por todas partes.

Una rodilla conectó con mis costillas, me sacó todo el aire de los pulmones. Una bota aterrizó sobre mi espalda y me estampó contra el suelo. Un dolor atroz recorrió mi columna. Me arrastré a ciegas por encima de comida tirada, rosas destrozadas y, madre mía… qué espanto, por encima de cuerpos mojados y calientes, desesperada por levantarme. Algo enganchó mi falda y me hizo caer hacia delante. Me di de bruces con Dafina y fue como si el tiempo se detuviera mientras miraba su precioso ojo azul, abierto y vidrioso. Esa máscara suya, tan llamativa como la de Loren, cubierta completamente de rojo ahora que estaba empapada de sangre. Estiré la mano con la intención de limpiar la sangre de los cristalitos… Entonces vi a Loren, hecha un ovillo detrás de Dafina, los brazos por encima de la cabeza. Gateé hasta ella y la agarré de un brazo. Levantó la cabeza de golpe. Viva. Estaba viva.

—Levántate —le ordené, tirando de ella mientras yo misma forcejeaba por ponerme en pie, aunque algo me retenía. Miré hacia atrás y deseé no haberlo hecho. Era un cuerpo. Agarré mi falda y la desgarré. Me volví hacia Loren justo cuando me llegaba un ligerísimo aroma a algo sulfúrico, algo acre. Se me cayó el alma a los pies— Levántate. Levántate. ¡Levántate!

—No puedo —lloró— No puedo. No puedo…

Grité cuando alguien cayó sobre mí, pero aun así agarré a Loren del vestido, del brazo, del pelo… de cualquier cosa a la que pudiese aferrarme y la arrastré por encima de Dafina. Mi don se había abierto de par en par y me llegó terror y dolor de ella, de todas partes. Conseguí volver a enderezarme y tiré de Loren hasta ponerla en pie. Vi una columna y me decidí por ella.

—¿Ves la columna? —le pregunté a Loren— Podemos quedarnos ahí. Nos agarraremos a ella.

—Mi brazo —boqueó— Creo que está roto.

—Lo siento.

Moví mis manos para ponerlas alrededor de su cintura.

—Tengo que ir con Dafina —protestó— Tengo que ayudarla. No puede quedarse así. Tengo que recuperarla.

Se me hizo un nudo en la garganta, pero no dejé de tirar de Loren hacia la columna. No podía pensar en Dafina y en esa máscara y ese único ojo precioso. No podía pensar en los cuerpos que estaba pisoteando. No podía.

—Ya casi estamos.

Alguien se estrelló contra nosotras, pero no perdí el agarre, Loren tampoco, y ya casi habíamos llegado. Solo unos pocos pasos más y estaríamos fuera de la marabunta. Estaríamos…

Loren dio una sacudida y algo mojado y caliente salpicó el lado derecho de mi cara y mi antifaz. El brazo de Loren se aflojó, pero la atrapé, su peso repentino tiraba de la tierna piel de alrededor de mis costillas.

—Aguanta —le dije— Casi hemos llegado…

Bajé la vista y la miré, porque se estaba cayendo y no podía sujetarla. Cayó y no podía creerme lo que estaba viendo. Parecía imposible. Me negué a digerirlo, mientras me zarandeaban a la izquierda y luego hacia la derecha. No podía haber una flecha incrustada en la parte de atrás de su cabeza, las plumas vibrando.

—Casi habíamos llegado —susurré.

Un agudo silbido resonó en el exterior, seguido de otro y otro. Despacio, levanté la barbilla y miré hacia las sombras del jardín, unas más oscuras y densas que otras. Se acercaban. Acababa de estar ahí fuera con Indra. ¿Le habría dado tiempo a marcharse? ¿O lo habrían derribado con…? No podía pensar de ese modo. Debía de haberse marchado. Seguro que se había marchado.

Alguien me agarró del brazo y me hizo girar en redondo.

—La entrada lateral. —La cara del comandante Akatsuki surgió ante mí— Tenemos que llegar a la entrada lateral ahora, Doncella.

Parpadeé despacio, medio embotada.

—Yamato, Matsuri. Tengo que encontrarlos…

—Ellos no importan ahora mismo. Tengo que sacarte de aquí. Maldita sea —masculló, cuando me giré para escudriñar a la desesperada masa de gente en busca de las personas que me importaban. Intentó agarrarme, pero mi brazo estaba demasiado resbaladizo. Perdió el agarre y eché a correr hacia la violenta multitud.

—¡Matsuri! —grité, abriéndome paso a empujones por al lado de un hombre más mayor— ¡Yamato! ¡Matsuri!

—¡Saku! —Unas manos se aferraron a mi espalda y di media vuelta. Matsuri me tenía sujeta, su máscara desaparecida y el pelo desgreñado— ¡Oh, dios, Saku!

Abrazada a ella, miré por encima de su hombro para toparme con la mirada gélida de lord Shimura.

—Es bueno ver que todavía estás viva —comentó.

Antes de que pudiera responder, Yamato se interpuso entre nosotros y me apartó de Matsuri.

—¿Estás herida? —gritó, limpiando la sangre de mi cara— ¿Estás herida?

Entreabrí los labios. Vi a la duquesa detrás de nosotros, rodeada de guardias. Un poco más allá, vi al duque.

Unas voraces llamas trepaban por sus piernas, las lamían, subían por su pecho y se extendían por sus brazos.

—Por todos los dioses —exclamó Matsuri. Creí que había visto lo mismo que yo, pero entonces me di cuenta de que estaba mirando hacia la entrada.

Me giré. Estaban de pie en la entrada y ante las ventanas rotas, docenas de ellos, vestidos con la ropa ceremonial del Rito, sus rostros ocultos por máscaras plateadas. Wolven. Sus cubiertas faciales habían sido diseñadas con las características de los lobunos: orejas, hocicos, largos colmillos. Los que estaban a la entrada iban armados con dagas y hachas de guerra. Los de las ventanas eran los que habían disparado las flechas. Lo más probable era que hubiese Descendentes, incluso atlantianos, entre los enmascarados.

Solo entonces me di cuenta.

Habían estado entre nosotros toda la noche. Pensé en Agnes, en lo que había dicho y lo nerviosa que parecía, y cómo Yamato había tenido la sensación de que había más cosas, cosas que no nos había contado. ¿Lo había sabido y había tratado de advertirme? No a los guardias y plebeyos que yacían heridos y muertos en el suelo. No a los Ascendidos que habían caído. No a Loren ni a Dafina, que no habían hecho daño a nadie jamás.

Cerré los puños con fuerza.

—De sangre y cenizas —gritó uno de ellos. Seguido de la voz de otro:

—¡Resurgiremos!

—¡De sangre y cenizas! —chillaron varios más, mientras empezaban a bajar las escaleras— ¡Resurgiremos!

Yamato me agarró y yo me aferré a la mano de Matsuri.

—Tenemos que movernos deprisa —dijo.

Le hizo un gesto afirmativo al comandante, que ahora estaba al lado del lord. Los guardias reales rodearon a la duquesa y a nosotros mismos, y empezaron a abrirse paso entre la multitud. Cada parte de mí se sintió enferma mientras nos guiaban a través del gentío hacia la puerta principal abierta, donde estaban empujando a la gente hacia atrás. Estábamos escapando y a ellos los estaban reteniendo en el interior.

—Esto no está bien —empecé. Después lo grité por encima de los alaridos mientras me sacaban a rastras por la puerta— ¡Los van a masacrar!

Delante de mí, la cabeza de la duquesa se giró y sus ojos negros se cruzaron con los míos.

—Los Regios se ocuparán de ellos.

Normalmente, me hubiese echado a reír. ¿Los Regios? ¿Los Ascendidos que nunca parecían mover ni un dedo se ocuparían de ellos? Pero había algo en los ojos de la duquesa… casi donde estarían sus pupilas si pudiera verlas. Era como una brasa ardiente.

Salimos por la puerta… y otros entraron en el Gran Salón. No eran guardias. Eran Ascendidos, hombres y mujeres. Sus ojos llevaban esa misma luz tenebrosa. Sin dejar de correr, miré hacia atrás hasta que la última Ascendida cruzó las puertas, su vestido carmesí ondeando como una capa. Un guardia real cerró la puerta tras de ella y plantó la espalda contra la madera, sus espadas cortas cruzadas delante del cuerpo. Empezaron a pasar guardias a la carrera por nuestro lado mientras cruzábamos el vestíbulo y girábamos en torno a las estatuas. Miré a cada uno de ellos con la esperanza y el temor de ver a Indra. Cada rostro que pasaba por mi lado me resultaba desconocido.

Y entonces los gritos del Gran Salón cesaron.

Mis pasos vacilaron. Matsuri también miró hacia atrás. Los gritos simplemente habían… parado.

—Vamos, Saku —me apremió Yamato.

Entramos en tromba en la sala de banquetes. Un guardia vino corriendo hacia nosotros, la cara y el brazo salpicados de sangre.

—Están en la puerta de atrás, rodean todo el maldito castillo. La única manera de salir es a través de ellos.

—No —se opuso la duquesa— Esperamos a que ataquen. Aquí. Esta sala valdrá —Avanzó unos pasos— No llegarán hasta nosotros.

—Excelencia… —empezó Yamato.

—No —La duquesa se volvió hacia él, con ese mismo fuego extraño que había visto antes en sus ojos— No llegarán hasta nosotros —Sus ojos volaron hacia mí— Trae a Sakura.

La piel de alrededor de la boca de Yamato se tensó e intercambiamos una mirada. Negó con la cabeza. Yo me aferré a la mano de Matsuri mientras cruzábamos la sala y entramos en una de las salas de recepción. En algún lugar de mi mente, me alegré de que al menos no fuese la misma habitación en donde habían asesinado a Malessa. Porque había bastantes opciones de que todos fuéramos a morir ahí dentro.

El comandante se quedó fuera, la espada desenvainada, y supe que iba a regresar al Gran Salón. Mi daga casi quemaba contra mi muslo. Cuando la puerta se cerró a nuestra espalda, solté la mano de Matsuri y miré a nuestro alrededor. Había solo una ventana, pero era demasiado pequeña para que nadie excepto un niño se colara por ella.

La duquesa se dejó caer en un sofá, los labios apretados en una fina línea. Lord Shimura acudió a su lado y vi que varios guardias reales se habían quedado dentro.

—Querida niña, parece que estés a punto de desmayarte del miedo —le dijo la duquesa a Matsuri— Aquí estaremos bien, te lo aseguro. Ven —Dio unas palmaditas en el asiento— Siéntate a mi lado. —Matsuri me miró y yo asentí con discreción. Aspiró una pequeña bocanada de aire y luego se reunió con la duquesa, que se volvió hacia el lord— Danzo, ¿por qué no nos sirves un whisky?

Cuando el lord se levantó para obedecer a la duquesa, me volví hacia Yamato.

—Esto es una solemne estupidez —susurré. Apretó los dientes— Si logran entrar aquí, somos presas fáciles —Mantuve la voz baja— Es decir, si no nos quemamos vivos a causa del duque en llamas.

Yamato asintió y se giró un poco para que la duquesa no lo viera.

—¿Estás armada?

—Sí.

—Bien —Tenía los ojos fijos en el suelo— Si alguien logra entrar aquí, no dudes en utilizar lo que te he enseñado —Levanté los ojos hacia los suyos en ademán inquisitivo— No me importa quién te vea —susurró— Defiéndete.

Solté el aire despacio y asentí. Y entonces solo quedó el tintineo de cristal contra cristal y luego nada más. Los guardias no le quitaban el ojo a la puerta y yo me quedé al lado de Yamato. Miraba a Matsuri a cada rato, pero ella mantenía la vista al frente, la copa virtualmente olvidada en la mano. Cada vez que lo comprobaba, el lord me estaba mirando a mí.

Qué injusto que él aún respirara cuando tantos otros habían dejado de hacerlo.

No me importaba lo indigno que pudiese ser ese pensamiento. Lo creía de verdad. No supe cuánto tiempo pasó, pero mis pensamientos volvieron con Indra. El miedo se coló en mi sangre como si fuese hielo.

Rocé la espalda de Yamato y esperé a que se girara hacia mí.

—¿Crees que Indra estará bien? —susurré.

—Se le da bien matar —contestó. Volvió a centrarse en la puerta— Estoy seguro de que está perfecto.

A muchos de los guardias que habían caído se les daba bien matar. Todo el talento del reino no significaba nada cuando llegaba una flecha salida de la nada.

Me obligué a respirar hondo, despacio. El duque estaba muerto. Masadonia se había convertido en la siguiente mansión Goldcrest. Pero Matsuri estaba bien. Igual que Yamato. Y Indra también tenía que estarlo. Esto… esto no iba a acabar como la noche en que nos habían atacado los Demonios, cuando mi madre…

Algo se estrelló contra la puerta e hizo que Matsuri soltara una exclamación ahogada. Se plantó las manos delante de la boca. Yamato se llevó un dedo a los labios. Contuve la respiración. Podía haber sido cualquier cosa. No había necesidad de asustarse. Sí, éramos como peces en un barril, pero estábamos… La puerta se sacudió con el siguiente impacto, las bisagras se estremecieron. Matsuri se levantó de un salto, igual que la duquesa. Los guardias se posicionaron para bloquear la entrada, sus espadas desenvainadas.

La madera se agrietó y se astilló cuando el letal filo de un hacha de guerra atravesó la puerta.

—¿Qué habías dicho, Excelencia? —preguntó el lord con un suspiro— ¿Que no lograrían llegar hasta nosotros?

—Cállate —bufó ella— Estamos bien.

Cayó un trozo de madera.

No estábamos bien.

Yamato giró la cabeza hacia mí. Nuestros ojos se cruzaron y solté el aire que había estado reteniendo. Roté en el sitio, planté un pie en el asiento de una silla vacía y me remangué la falda…

—Vaya, esto se está poniendo interesante —comentó el lord.

Mis ojos se cruzaron con los suyos mientras desenvainaba la daga. Deseé con toda mi alma poder clavársela en el corazón. Debió de percibirlo en mi mirada, porque abrió mucho las aletas de la nariz.

—Sakura —exclamó la duquesa— ¿Qué estás haciendo con una daga? ¿Y debajo de tu falda nada menos? ¿Todo este rato?

Una aguda risita de pánico escapó de detrás de la mano de Matsuri, que todavía cubría su boca. Abrió los ojos como platos.

—Lo siento. Lo siento.

La duquesa de Teerman sacudió la cabeza.

—¿Qué estás haciendo con una daga, Sakura?

—Hago todo lo posible por no morir —le dije.

Se quedó boquiabierta.

Consciente de que tendría que aguantar su bronca más tarde, si es que había un más tarde, me volví hacia la puerta. Todo había quedado en silencio. No parecía moverse nada al otro lado del tajo en la madera. Uno de los guardias reales avanzó con sigilo y se agachó para mirar hacia fuera. Apartó la cabeza a un lado con brusquedad.

—Mierda —exclamó— ¡Atrás!

Me aparté de un salto, igual que Yamato, pero dos de los guardias no fueron bastante rápidos. La puerta salió volando de sus goznes y se estampó contra ellos, derribando a uno mientras el ariete se estrellaba contra el pecho del otro. Oí un crujido enfermizo. Yamato columpió su espada, cortó a través de tejidos y hueso. El ariete cayó al suelo, junto con un brazo. Un hombre gritó, se tambaleó hacia atrás mientras la sangre manaba a borbotones de la extremidad cercenada. Cayó hacia un lado y entonces llegaron en tromba, engullendo a Yamato y a los guardias. No hubo tiempo de ceder al pánico o al miedo cuando uno de los Descendentes avanzó, columpiando su hacha de guerra en la mano. No tenía ni idea de si estaban ahí por mí o solo para provocar un derramamiento de sangre, pero con la máscara y cómo iba vestida, no podían saber que yo era la Doncella.

El hombre de detrás de la máscara de lobo se rio entre dientes.

—Bonita daga.

De lo que no tenía ni idea era de que sabía usarla.

Levantó el hacha de guerra y me dio la impresión de que la duquesa gritaba. A lo mejor fue Matsuri. No estaba segura, pero los sonidos que hicieron se fundieron con el resto mientras dejaba que el instinto tomara el control. Esperé a que el hacha bajara silbando por el aire y entonces me impulsé hacia delante, me colé por debajo del brazo del hombre, giré en redondo justo cuando él empezaba a darse la vuelta e incrusté la daga en la parte de atrás de su cuello, en el punto exacto que solía usar para terminar con los malditos. Estaba muerto antes de poder darse cuenta siquiera de que lo había matado.

Mientras caía hacia delante, vi a la duquesa mirarme boquiabierta.

—Detrás de ti —gritó Matsuri.

Giré sobre mí misma y me tiré al suelo mientras otra hacha cortaba por el aire. Lancé una patada y barrí las piernas del hombre de debajo de él. Cayó justo cuando Yamato se giraba, su espada dibujó un gran arco para acabar con él. Me levanté de un salto al tiempo que un Descendente iba directo a clavar una daga en la espalda de Yamato. Grité una advertencia y Yamato lanzó un violento codazo que le dio al tipo debajo de la barbilla. Su cabeza dio un latigazo hacia atrás.

Un Descendente se abalanzó sobre mí, un hacha en alto. Salté hacia la izquierda justo cuando algo… un vaso… se estrellaba contra la máscara de metal del Descendente. Miré hacia atrás para ver a Matsuri sin vaso, aunque no se quedó con las manos vacías mucho tiempo. Agarró el decantador y lo sujetó como si fuese una espada. Me lancé a por el hombre y clavé la daga bien hondo en su pecho. El Descendente cayó, pero me arrastró con él. Aterricé encima de él con un gruñido y empecé a levantarme. Un pie enfundado en una bota llegó volando para estrellarse contra mi mano. Sentí un intenso dolor y la daga se me escapó de entre los dedos.

La agonía me sacó todo el aire de los pulmones. Por todos los dioses, cómo dolía. Me eché hacia atrás, pero caí sentada. Levanté la vista y retrocedí por el suelo a toda prisa. Mi mano herida rozó contra el mango de un hacha.

Por encima de mí, el Descendente levantó una espada con las dos manos, preparado para clavármela. Se me encogió el corazón en el pecho.

—¡Es la Doncella! —chilló la duquesa— ¡Es la Elegida! ¿Qué dem…?

El Descendente vaciló. Cerré la mano en torno al mango del hacha y arremetí contra él, arrastrando la pesada arma por los aires. El hombre intentó retroceder, pero le di en el estómago. Brotó sangre por doquier mientras gritaba y dejaba caer el arma para agarrarse la tripa, su… Se me llenó la garganta de bilis, pero aun así bajé el hacha sobre su cuello para poner fin a lo que seguro hubiese sido una muerte dolorosa por destripamiento.

Con la mano dolorida, agarré el hacha con más fuerza cuando un Descendente derribó a uno de los guardias y luego se dirigió hacia Matsuri, con la espada empapada de sangre. Levanté el hacha por encima de mi cabeza e hice justo lo que Yamato me había enseñado. Me aseguré de que la hoja estuviese perfectamente recta al echarla hacia atrás por encima de mi cabeza y columpiarla hacia delante de nuevo para tirarla. Voló por el aire y se clavó en la espalda del Descendente. El hombre cayó de bruces, su espada repicó contra el suelo.

—Por todos los dioses —murmuró lord Shimura, mirándome con los ojos como platos.

—Recuérdelo —le advertí, al tiempo que me agachaba a toda velocidad para recoger la espada caída, ligera y de doble filo— Y esto —escupí.

Le corté el cuello al siguiente Descendente.

Resollando, me giré hacia la puerta justo cuando Yamato atravesaba con su espada al último Descendente. Solo otro guardia permanecía en pie. Bajé la espada. Me faltaba el aire, pero aun así pasé por encima del cuerpo y… partes de cuerpos.

—¿Eso es todo?

Yamato asomó la cabeza por la puerta.

—Eso creo, pero no deberíamos quedarnos aquí.

No tenía ninguna intención de quedarme en esa habitación. La duquesa y el lord podían hacer lo que les viniera en gana. Me volví hacia Matsuri.

—¿Cómo? —preguntó la duquesa, sus manos y su ropa limpios de sangre y restos cuando yo nadaba en ellos— ¿Cómo es posible? —exigió saber, contemplando el desastre a su alrededor— ¿Cómo?

—Yo la entrené —contestó Yamato. Me quedé pasmada— Jamás me he alegrado tanto de haberlo hecho como ahora mismo.

—No creo que necesite ningún guardia real —comentó el lord con tono seco. Arrugó la nariz al quitarse algo de la túnica— Pero es muy impropio de una Doncella.

Estaba a dos segundos de enseñarle cuán impropia podía ser. Yamato me tocó el brazo para llamar mi atención. Después, me dijo, solo con los labios.

—Vamos —Miró a Matsuri— Esto no es seguro.

—¿En serio? —susurró Matsuri, todavía aferrada al decantador cuando se acercó a nosotros— Jamás me hubiese dado cuenta.

Los ojos de Yamato volvieron a mí y, aunque sus mejillas estaban más rojas que doradas, sonrió.

—Estoy orgulloso de ti.

Había querido tirarle algo a la cabeza mientras estábamos en el jardín, pero ahora quería abrazarlo. Di un paso hacia él justo cuando Matsuri gritó.

El tiempo se ralentizó para avanzar a paso de tortuga, pero aun así no fue suficiente para impedir nada de lo que estaba sucediendo. Yamato rotó por la cintura, miró hacia la puerta, hacia donde un Descendente herido se había puesto en pie, la espada en alto. Silbó por el aire, la hoja brillante de sangre.

—¡No! —grité, pero era demasiado tarde.

La espada encontró su objetivo.

El cuerpo de Yamato dio una sacudida, su espalda se arqueó cuando la espada se incrustó en su pecho, justo por encima del corazón. La sorpresa invadió sus facciones cuando bajó la vista. Yo también miré, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo. El Descendente recuperó su espada y mi propia arma resbaló de mi mano mientras intentaba atrapar a Yamato. No podía caer. No podía sucumbir. Se tambaleó y envolví mis brazos a su alrededor, su boca se abrió y luego se cerró. Sus piernas cedieron bajo su peso y se desplomó. Cayó. No recordaba haberme agachado junto a él, pero apreté ambas manos contra la herida. Levanté la vista, intenté pedir ayuda.

Sin previo aviso, la cabeza del Descendente salió volando en dirección contraria a su cuerpo y vi a Indra ahí plantado, sus ojos de un ónix ardiente, las mejillas salpicadas de sangre y… hollín. Detrás de él había más guardias. Sus ojos escudriñaron la habitación, se posaron en nosotros y ahí se detuvieron. Vi la expresión en su rostro, en sus ojos dorados mientras bajaba su espada ensangrentada.

—No —le dije. Indra cerró los ojos— No. No. No —Me dolía la garganta mientras apretaba la mano sobre la herida de Yamato. La sangre no dejaba de brotar bajo la palma, resbalaba por mi brazo— No. Por todos los dioses, no. Por favor. Estás bien. Por favor…

—Lo siento —dijo Yamato con voz ahogada.

Puso su mano sobre la mía.

—¿Qué? —exclamé— No puedes sentirlo. Te vas a poner bien. Indra —Levanté la vista hacia él— Tienes que ayudarlo.

Indra se arrodilló al lado de Yamato, puso una mano sobre su hombro.

—Saku —dijo con dulzura.

—Ayúdalo —exigí. Indra no dijo nada, no hizo nada— ¡Por favor! Ve a buscar a alguien. ¡Haz algo!

La mano de Yamato se apretó sobre la mía y cuando bajé la vista vi que el dolor se instalaba en sus facciones. Sentí su dolor a través de mi don. Estaba tan consternada, tan afligida, que ni siquiera se me había ocurrido usarlo. Intenté quitarle el dolor, pero no era capaz de concentrarme, no era capaz de encontrar esos recuerdos felices y cálidos. No era capaz de hacer nada.

—No. No —gimoteé.

Cerré los ojos. Tenía ese don para algo. Podía ayudarlo. Podía quitarle el dolor y eso ayudaría a calmarlo hasta que llegara ayuda…

—Saku —murmuró, con voz sibilante— Mírame —Abrí los ojos, me estremecí por lo que vi. La sangre oscurecía las comisuras de sus labios demasiado pálidos— Siento no… no… haberte protegido.

Su rostro se enturbió mientras lo miraba. La sangre no manaba ya con la misma intensidad de la herida.

—Claro que me has protegido. Todavía lo harás.

—No lo… hice —Sus ojos se deslizaron por encima de mi hombro hacia donde estaba lord Shimura— Yo… te fallé… como hombre. Perdóname.

—No hay nada que perdonar —lloré— No has hecho nada mal.

—Por favor —suplicó, sus ojos cada vez más apagados fijos en mí.

—Te perdono —Me incliné hacia delante, apoyé la frente en la suya— Te perdono. De verdad. Te perdono —Yamato se estremeció— Por favor, no —susurré— Por favor, no me dejes. Por favor. No puedo… no puedo hacer esto sin ti. Por favor.

Su mano resbaló de la mía.

Aspiré una bocanada de aire, pero no fue a ninguna parte. Levanté la cabeza y lo miré. Busqué, frenética, por su cara. Tenía los ojos abiertos, los labios separados, pero no me veía. Ya no veía nada, nunca más lo vería.

—¿Yamato? —Presioné la mano contra su pecho, intenté sentir su corazón, solo un latido. Era todo lo que necesitaba sentir. Solo un latido. Por favor— ¿Yamato? —Alguien susurró mi nombre con suavidad. Era Indra. Puso su mano sobre la mía. Lo miré y sacudí la cabeza— No.

—Lo siento —dijo. Levantó mi mano con ternura— Lo siento muchísimo.

—No —repetí. El aire me llegaba ahora en jadeos cortos y rápidos— No.

—Creo que nuestra Doncella ha cruzado cierta línea roja con sus guardias reales. No creo que sus lecciones fuesen demasiado eficaces.

Una oleada de hielo me inundó, entró por la coronilla y bajó por mi columna, mientras Indra levantaba la vista hacia el lord. Su boca se movió y quizás dijera algo, pero el mundo simplemente se apagó. No podía oír a Indra por encima del zumbido de mis oídos, por encima de la más absoluta ira ardiente que latía por mis venas.

Perdóname. Te fallé.

Perdóname. Te fallé.

Empecé a moverme. Mi mano encontró metal. Me levanté del charco de sangre. Giré en el sitio. Vi a lord Shimura ahí de pie, con apenas una gota de sangre sobre él, apenas un mechón de pelo descolocado.

Me miró.

Perdóname.

Sonrió.

Te fallé.

—Eso sí que no voy a olvidarlo pronto —dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia Yamato.

Perdóname.

El sonido que brotó de mi interior fue como un volcán de furia y dolor que cortó tan profundo que fisuró algo en mi interior de manera irrevocable. Fui rápida, justo como Yamato me había enseñado a ser. Columpié la letal espada. Lord Shimura no estaba preparado para el ataque, pero se movió tan deprisa como podía hacerlo cualquier Ascendido. Su mano salió disparada en su intento de atrapar mi brazo y apuesto a que creyó que podía hacerlo. La sonrisa seguía ahí, pero la ira fue más rápida, más fuerte, más letal. La furia era potencia pura y ni siquiera los dioses podían escapar de ella, no digamos ya los Ascendidos.

Corté a través de su brazo, a través de tejido, músculo y luego hueso. El apéndice cayó al suelo, inútil como el resto de él. La oleada de satisfacción fue una bendición, mientras él aullaba como un patético animal herido. Contempló la sangre que brotaba como un géiser del muñón justo por encima de su codo. Sus ojos oscuros se abrieron de par en par. Hubo chillidos y gritos, muchísimos gritos, pero no paré ahí. Bajé la espada contra su muñeca izquierda y corté la mano que había inmovilizado la mía contra el escritorio del duque, despojándome del último resto de modestia que me quedaba mientras el duque hacía caer la vara sobre mi espalda.

Te fallé.

El lord se tambaleó hacia atrás contra la silla y retrajo los labios cuando un sonido diferente salió por ellos, uno que recordaba al viento cuando llegaba la neblina. Di la vuelta a la espada y la columpié en un gran arco. Esta espada, la espada de Yamato, encontró su objetivo.

Perdóname.

Cercené la cabeza de lord Danzo Shimura de sus hombros. Su cuerpo se deslizó al suelo mientras yo levantaba la espada y la clavaba en su hombro, su pecho. No paré. No lo haría hasta que no fuese más que pedazos. Ni siquiera cuando los gritos y alaridos se convirtieron en todo mi mundo.

Un brazo se cerró a mi alrededor desde atrás, me apartó del lord caído mientras me arrancaban la espada de las manos. Capté un aroma a pino y bosque y supe quién me sujetaba, supe quién me apartaba de lo que quedaba del lord. Pero forcejeé. Arañé y me retorcí y lancé golpes a diestra y siniestra. El agarre era férreo.

—Para —dijo Indra. Apretó la mejilla contra la mía— Por todos los dioses, para. Para.

Le di una patada en la espinilla, luego en el muslo. Me retorcí hacia atrás e hice que trastabillara.

Perdóname.

Indra cruzó los brazos a mi alrededor, me levantó en volandas y luego me bajó de modo que mis piernas quedaran atrapadas debajo de mí.

—Para. Por favor —insistió— Saku…

Te fallé.

Los gritos eran tan fuertes que me hacían daño a los oídos, la cabeza, la piel. En un rincón lejano y aún funcional de mi cerebro, sabía que era yo la que gritaba de ese modo, pero no conseguía parar.

Un fogonazo de luz explotó detrás de mis ojos y el olvido vino en mi busca.

Me sumí en la nada más absoluta.