Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 22

Medio apoyada sobre el alféizar interior de la ventana, contemplaba las antorchas del otro lado del Adarve, los ojos doloridos y cansados con la presión de lágrimas que se negaban a caer.

Deseaba poder llorar, pero era como si el hilo que me conectaba a mis emociones hubiese sido cortado. No era que la muerte de Yamato no doliera. Dios, era una agonía palpitante cada vez que pensaba en su nombre siquiera, pero eso era casi todo lo que había sentido en la última semana y media desde su muerte. Un agudo dolor que cortaba a través de mi pecho. No pena. No miedo. Solo dolor e ira… tantísima ira… A lo mejor era porque no había ido a su funeral. No había conseguido ir a ninguno de los funerales, y había habido tantos muertos que se celebraban más de diez al mismo tiempo. O eso me había contado Matsuri. No había sido elección mía no asistir a los servicios. Había estado dormida. Había dormido mucho esa semana. Días enteros simplemente desaparecidos en un borrón de sueño y conciencia drogada. Ni siquiera recordaba que Matsuri me ayudara a lavarme toda la sangre y la mugre, ni cómo había llegado a la cama. Sabía que me había hablado entonces, pero no podía recordar ni una sola palabra de lo que había dicho. Tenía la extraña impresión de que no había estado sola mientras dormía. Recordaba la sensación de unas manos callosas contra mi mejilla, dedos que retiraban el pelo de mi cara. Tenía el tenue recuerdo de Indra hablándome, susurraba cuando la habitación estaba iluminada por los rayos del sol y también cuando la noche se apoderaba de ella. En estos mismos momentos, aún sentía el roce de sus dedos contra mi cara, mi pelo. Había sido la única conexión real con el mundo mientras dormía.

Cerré los ojos con fuerza hasta que esas sensaciones fantasmales desaparecieron, y entonces volví a abrirlos.

No fue hasta unos cuatro días después del ataque al Rito que supe que Indra había utilizado no sé qué punto de presión en mi cuello para dejarme inconsciente. Me había despertado algo más tarde en mi habitación, incapaz de usar mi voz. Los gritos… habían desgarrado mi garganta. Indra había estado ahí; también Matsuri, la duquesa y un curandero. Me ofrecieron un brebaje que me haría dormir y por primera vez en mi vida, lo acepté. Tal vez hubiese seguido tomándolo, de no ser porque Indra se había llevado los polvos de mi habitación hacía cuatro días. Fue entonces cuando me enteré de que el ataque al Rito no había sido el único de esa noche. Los Descendentes habían prendido fuego a varias de las opulentas casas de Radiant Row para atraer a guardias del Adarve y del castillo. Ahí es donde había ido Indra después de salir del jardín, lo cual explicaba el hollín que manchaba su cara.

Los incendios habían sido una jugada inteligente por parte de los Descendentes. Eso tenía que reconocérselo. Con los guardias distraídos, los Descendentes pudieron desplazarse por la noche y eliminar a los efectivos que quedaban apostados alrededor del castillo antes de que supieran siquiera que estaban ahí. Pudieron empezar una masacre a gran escala antes de que los guardias que habían ido a Radiant Row pudieran regresar.

Nadie sabía qué mensaje pretendían enviar con el ataque al Rito, ni siquiera si buscaban alguno. Las fuerzas del castillo no habían capturado a ninguno de los Descendentes vivos esa noche, y los pocos que habían escapado se habían vuelto a ocultar entre las sombras. Los Ascendidos habían hecho lo que la duquesa había dicho que harían. Se habían ensuciado las manos, pero su ayuda había llegado demasiado tarde. La mayoría de los que se habían quedado en esa sala habían muerto. Solo unos pocos habían sobrevivido, pero tan traumatizados que ni siquiera eran capaces de recordar lo que había ocurrido. Habían muerto bastante más de cien personas esa noche. Por todos los dioses, preferiría estar dormida que despierta.

Al menos, cuando dormía, no veía al duque quemándose donde lo habían colgado y empalado. No pensaba en el único ojo azul de Dafina, ni en cómo Loren había intentado volver con su amiga, solo para acabar igual que ella. No recordaba lo que sentí al gatear por encima de gente muerta o moribunda, incapaz de hacer nada por ayudarlos. Las máscaras lobunas de metal no atormentaban mis sueños. Tampoco lo hacía esa sonrisa que Yamato me había regalado, ni cómo me había dicho que estaba orgulloso de mí. Dormida, no pensaba en cómo las últimas palabras que había pronunciado eran una súplica para que lo perdonara por no haberme protegido. Y no podía recordar cómo mi don me había fallado cuando más lo necesitaba.

Deseaba no haber dicho nunca lo que había dicho en ese jardín.

Deseaba… deseaba no haber ido nunca al Rito ni haber estado debajo del sauce.

Si hubiese estado en mi habitación, donde se suponía que debía estar, no nos habríamos visto envueltos en el grueso del ataque. Se hubiese producido de todos modos y hubiese muerto mucha gente, pero quizás Yamato estaría aún aquí. Sin embargo, una vocecilla susurraba en el fondo de mi cabeza que en el instante en que Yamato se hubiese enterado de lo que estaba sucediendo, habría ido ahí abajo de todos modos. Y yo habría ido tras él. La muerte había venido en su busca, y esa vocecilla también susurraba que la muerte lo habría encontrado.

En los días que había pasado perdida en esa profunda vaciedad, no era capaz de pensar en lo que le había hecho a lord Shimura ni en cómo me sentía al respecto. O en cómo no me sentía. No sentía ni un ápice de arrepentimiento. Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Lo haría de nuevo. Por todos los dioses, desearía poder hacerlo, y eso me inquietaba. Cuando estaba noqueada, no pensaba y no me preocupaba por nada.

Pero ahora estaba despierta y todo lo que tenía eran mis pensamientos, el dolor y la ira.

Quería encontrar a todos y cada uno de los Descendentes y hacerles lo que le había hecho al lord. Lo había intentado la segunda noche que pasé despierta. Me había puesto la capa y la máscara y había agarrado la espada corta que Yamato me había dado hacía años, puesto que mi daga había quedado perdida en el caos de aquella habitación la noche del Rito. Había planeado hacerle una visita a Agnes. Ella lo había sabido. Nada podía convencerme de lo contrario. Lo había sabido y sus intentos por advertirme no habían sido suficientes. La sangre que había sido derramada esa noche manchaba sus manos. La sangre de Yamato manchaba su piel. Mi mentor y amigo, que había bebido su cacao caliente y la había consolado. Ella podía haber impedido todo esto.

Indra me había alcanzado a mitad de la Arboleda de los Deseos y prácticamente me había arrastrado de vuelta al castillo. En ese momento, se habían llevado el baúl de armas de mi cuarto y habían bloqueado el acceso de servicio desde las escaleras.

Así que ahí estaba. Sentada. Esperando.

Había pasado las noches despierta, esperando a que la duquesa me hiciese llamar. A que me impusiese mi castigo. Porque había hecho algo prohibido de manera tan expresa que hacía que todo lo que había hecho antes no fuese más que secundario. Había matado a un Ascendido. Doncella o no, tenía que haber algún tipo de castigo para eso.

Tenían que encontrarme indigna.

Una llamada a la puerta desvió mi atención de la ventana. Se abrió y por ella entró Indra, que la cerró a su espalda. Llevaba el uniforme de los guardias, todo negro excepto por la capa blanca de la Guardia Real. Nadie había ocupado el puesto de Yamato todavía. No sabía por qué. A lo mejor, después de ver de lo que era capaz, la duquesa pensaba que ya no necesitaba tanta protección. Aunque protegerme a mí misma sería más bien difícil sin acceso a ningún arma. O tal vez se debiera a que ya había tenido tres guardias distintos en un año. O quizás fuese porque habían muerto tantos durante el ataque que estaban cortos de efectivos.

Mi espalda se tensó mientras Indra y yo nos miramos desde extremos opuestos de la habitación. Las cosas habían estado raras entre nosotros. No estaba segura de si se debía a lo ocurrido en el jardín y luego con Yamato o si era por lo que había hecho en esa habitación después de la muerte de Yamato. Podía ser por todo ello. Pero estaba muy callado en mi presencia y no tenía ni idea de lo que sentía o pensaba. Mi don estaba bien oculto detrás de un muro tan grueso que no podía ni agrietarse.

No dijo nada. Se limitó a quedarse ahí plantado, cruzar los brazos delante del pecho y mirarme. Había hecho eso mismo una vez o quinientas desde que me desperté. Seguramente, porque cuando trataba de hablar conmigo, todo lo que yo hacía era mirarlo. Supuse que era por eso que las cosas estaban raras.

Entorné los ojos mientras el silencio se extendía entre nosotros.

—¿Qué?

—Nada.

—Entonces, ¿a qué has venido? —exigí saber.

—¿Necesito una razón?

—Sí.

—No.

—¿Has venido a asegurarte de que no haya encontrado una forma de salir de esta habitación? —lo desafié.

—Sé que no puedes salir de esta habitación, princesa.

—No me llames así —espeté.

—Me voy a tomar un segundo para recordarme que esto es un progreso.

—¿Progreso con qué? —pregunté, con el ceño fruncido.

—Contigo —contestó— No estás siendo demasiado agradable, pero al menos hablas. Eso es un progreso.

—No estoy siendo desagradable —me defendí— Es solo que no me gusta que me llames así.

—Ajá —murmuró.

—Lo que sea.

Aparté la mirada de él. Me sentía… No sabía lo que sentía. Me retorcí, incómoda, y no tenía nada que ver con lo dura que era la piedra debajo de mí. No estaba enfadada con Indra. Simplemente estaba enfadada con… todo.

—Lo pillo —dijo con voz queda.

Cuando lo miré, vi que se había acercado. Y yo ni lo había oído. Ahora estaba casi a mi lado.

—¿Ah, sí? —Arqueé las cejas— ¿Lo entiendes?

Me miró y, en ese momento, sentí algo distinto a la ira y el dolor. La vergüenza quemó a través de mí como ácido. Por supuesto que Indra lo entendía, al menos hasta cierto punto. Aun así, era probable que lo entendiese mejor que mucha otra gente.

—Lo siento.

—¿El qué? —La dureza se había esfumado de mi tono.

—Ya te dije esto antes, poco después de todo, pero no creo que me oyeras —explicó. Pensé en esas vagas sensaciones de él a mi lado— Debí volver a decírtelo antes de hoy. Siento todo lo que ha sucedido. Yamato era un buen hombre. A pesar de las últimas palabras que intercambiamos, lo respetaba y siento no haber podido hacer nada.

Cada músculo de mi cuerpo se bloqueó.

—Indra…

—No sé si estar ahí, como debería de haber estado, hubiese cambiado el resultado final —continuó— pero siento no haber estado. Siento que ya no hubiera nada que hacer cuando por fin llegué. Lo siento…

—No tienes de qué disculparte —Me levanté del alféizar de la ventana, tenía las articulaciones rígidas después de haber pasado tanto tiempo ahí sentada— No te culpo de lo ocurrido. No estoy enfadada contigo.

—Lo sé —Miró por encima de mí, fuera de la ventana y hacia el Adarve— Pero eso no cambia que desearía haber hecho algo que pudiera haber impedido todo esto.

—Hay muchas cosas que yo desearía haber hecho de otro modo —reconocí, la vista fija en mis manos— Si hubiese vuelto a mi habitación…

—Si hubieses vuelto a tu habitación, todo esto habría pasado igual. No te culpes —Un segundo más tarde noté sus dedos debajo de mi barbilla. Levanté la vista hacia su rostro— Tú no tienes la culpa de esto, Saku. Para nada. Si acaso, yo… —Se interrumpió con una maldición entre dientes— No cargues con culpas que pertenecen a otros. ¿Lo entiendes?

Sí, lo entendía, pero eso no cambiaba nada.

—Diez —dije en cambio.

Indra frunció el ceño.

—¿Qué?

—Diez veces me has llamado Saku.

Un lado de sus labios se curvó hacia arriba. Apareció el más leve indicio de hoyuelo.

—Me gusta llamarte así. Pero me gusta más llamarte princesa.

—Idiota —repuse.

Agachó la cabeza.

—Está bien, ¿sabes?

—¿El qué?

—Todo lo que sientes —explicó— Y todo lo que no sientes.

El aire se me atascó en los pulmones cuando mi pecho se comprimió, y no era solo de dolor. Era algo más ligero, más cálido. Que supiera cómo me sentía era prueba de que, de algún modo, había estado donde estaba yo ahora mismo. No supe si me había movido yo o lo había hecho él, pero de pronto tenía los brazos a su alrededor, y él me abrazaba con la misma fuerza que lo abrazaba yo. Tenía la mejilla pegada a su pecho, debajo de su corazón, y cuando su barbilla bajó para apoyarse en mi cabeza, me estremecí del alivio. Ese tierno abrazo no arregló el mundo. El dolor y la ira seguían ahí, pero Indra era tan dulce y su abrazo era… por los dioses, parecía transmitir esperanza, como una promesa de que no siempre me sentiría de este modo.

Nos quedamos ahí un rato antes de que Indra se apartara y, cuando lo hizo, retiró unos mechones de pelo despistados de mi cara. Sentí un escalofrío de aceptación.

—Sí que había venido con un cometido concreto —reconoció— La duquesa necesita hablar contigo.

Parpadeé. O sea que había llegado la hora.

—¿Y has esperado hasta ahora para decírmelo?

—Pensé que lo que teníamos que decirnos nosotros era mucho más importante.

—No creo que la duquesa opine lo mismo —le dije, y la expresión de su cara indicaba que no le importaba lo más mínimo— Es hora de que averigüe cómo voy a ser castigada por… por lo que le hice al lord, ¿no?

Indra frunció el ceño en mi dirección.

—Si creyera que te estoy llevando a recibir un castigo, no te llevaría.

Una sensación de sorpresa se avivó en mi interior, lo cual demostraba que era otra emoción que era capaz de sentir.

—¿Adónde me llevarías?

—A algún lugar lejos de aquí —dijo. Y le creí. Haría lo que nadie más, ni siquiera… ni siquiera Yamato— La duquesa quiere verte porque han llegado noticias de la capital.

Me sentí extraña cuando Matsuri llegó para ayudarme con el velo, llevarlo otra vez después de todo lo ocurrido… incluso más extraño fue constatar que el castillo estaba igual que antes del ataque. Todo excepto el Gran Salón, que tenía ahora una barricada delante, por lo que pude ver. Un breve vistazo a la habitación en la que había muerto Yamato reveló que la puerta había sido sustituida. Eso era todo lo que necesitaba saber.

La duquesa iba de blanco, como yo, pero mientras yo llevaba la ropa de la Doncella, ella llevaba el color del luto. Estaba sentada detrás del escritorio del duque, estudiando una hoja de papel. No era el escritorio que había estado en la oficina más privada del duque. Si nos hubiésemos reunido ahí, no tenía ni idea de lo que habría hecho. Todavía no podía creer cómo habían matado al duque. Seguro que lo del arma había sido una coincidencia, pero seguía despertando ciertos sentimientos en la parte de atrás de mi mente.

La duquesa levantó la vista cuando la puerta se cerró detrás de nosotros. Parecía… diferente. No era el color de su ropa, ni el hecho de que llevara el pelo recogido muy tenso en un sencillo moño. Era otra cosa, pero no conseguí identificarlo mientras pasaba por delante de los bancos. Había otras dos personas en la sala: el comandante y un guardia real.

Me miró de arriba abajo y me pregunté si notaría que me había dejado el pelo suelto debajo del velo.

—Espero que estés bien. —Hizo una pausa— O al menos mejor que la última vez que te vi.

—Estoy bien —confirmé, aunque me pareció que no era mentira ni verdad.

—Bien. Por favor. Toma asiento —Señaló al banco e hice lo que me pedía. Matsuri se sentó a mi lado, pero Indra permaneció de pie a mi izquierda. Hice todo lo que estaba en mi mano para no pensar en cómo Yamato pertenecía a ese lugar— Han pasado muchas cosas mientras has estado… descansando —empezó la duquesa— La reina y el rey han sido informados de los últimos acontecimientos.

Dio unos golpecitos con un largo dedo sobre el pergamino. A la capital habrían enviado el mensaje por paloma mensajera, pero solo un cazador entregaría un mensaje real aquí. Debía de haber cabalgado día y noche, cambiando de caballos por el camino, para llegar de vuelta tan pronto. Solían tardar varias semanas en viajar semejante distancia.

—Después del intento de secuestro y el ataque al Rito, creen que ya no es seguro que permanezcas aquí —anunció la duquesa— Han decidido que regreses a Carsodonia.

Me lo esperaba. Desde el intento de secuestro. Había aceptado que había muchas posibilidades de que la reina me hiciera volver a la capital, y sabía que eso significaba una Ascensión más temprana de lo previsto. Era probable que esa fuese la razón de que no estuviese sorprendida, pero no explicaba la falta de miedo y temor. Todo lo que sentía era… aceptación. Quizás incluso un poco de alivio, porque este castillo era ahora mismo el último sitio donde quería estar, y no estaba pensando en lo que ocurriría cuando llegara a la capital. Ni siquiera pensaba en ver a Sasori otra vez. Sin embargo, sí sabía qué más sentía. Y era confusión.

—Perdón —farfullé— ¿Cómo es que no se me castiga?

Indra se giró hacia mí y, sin necesidad de mirarlo, supe que era casi seguro que tendría la misma expresión en la cara que hubiese tenido Yamato.

La duquesa tardó un buen rato en responder.

—Supongo que te refieres a lo de lord Shimura —dijo al fin. Se me hizo un nudo en el estómago, pero aun así asentí. La duquesa ladeó la cabeza— ¿Crees que deberías ser castigada?

Empecé a responder como lo hubiese hecho hacía dos semanas, antes del ataque, allá cuando seguía haciendo unos esfuerzos tremendos por ser lo que empezaba a pensar que jamás estuve destinada a ser.

—No creo que pueda responder a esa pregunta.

—¿Por qué no? —La curiosidad resaltó sus facciones.

—Porque… la cosa venía de lejos —opté por decir, consciente de cómo Matsuri se movió para apretar su pierna contra la mía. Respiré hondo— Sé que debería ser castigada.

—Deberías —convino la duquesa— Era un Ascendido, uno de los más veteranos del castillo —Indra irradiaba tensión y sentí que se movía un pelín de nada hacia mí— Lo cortaste en pedazos como hubiese hecho un carnicero con un trozo de carne —continuó. Debería de haber sentido horror o asco; cualquier cosa menos la oleada de satisfacción que me inundó por dentro— Pero estoy segura de que tienes tus razones.

Me quedé boquiabierta. La duquesa se echó hacia atrás y agarró una pluma.

—He conocido a Danzo durante muchos, muchos años y hay muy pocas cosas de su… personalidad que no sepa. Esperaba que se hubiese comportado de otro modo contigo, dado lo que eres. Parece ser que estaba equivocada.

—¿Usted…? —empecé, inclinándome hacia delante.

—Yo no haría esa pregunta —me interrumpió, sus ojos imperturbables se clavaron en los míos— No te gustaría mi respuesta y no la entenderías. Tampoco esperaría que lo hicieras. Tómate esto como una lección muy necesaria, Sakura. Algunas verdades no hacen nada más que destruir y estropear lo que no son capaces de borrar. Las verdades no siempre liberan a la persona. Solo un tonto al que han alimentado toda la vida con mentiras creerá eso.

Con el pecho agitado, cerré la boca y me eché hacia atrás. La duquesa lo sabía. Siempre había sabido lo del lord y el duque. Tal vez no lo que habían hecho exactamente, pero lo sabía. Hinqué los dedos en la falda de mi vestido.

—Eres la Doncella —continuó— Esa es la razón de que no vayas a ser castigada. Da gracias y no vuelvas a hablar del tema jamás —Un músculo se contrajo debajo de su ojo— Y hazte un favor. No pierdas ni un segundo en pensar en ninguno de ellos. Sé bien que yo no lo haré.

La miré mientras relajaba la mano en torno a la pluma, sus nudillos blancos empezaron a recuperar el color. Entonces se me ocurrió. Si el duque me había tratado del modo que lo hacía, ¿por qué había dado por sentado que trataría a su mujer de un modo diferente? Después de todo, jamás había visto una muestra de cariño entre ellos, y no solo se debía a la naturaleza fría de los Ascendidos. Jamás los había visto tocarse. Ser un Ascendido no significaba que ya no pudieran abusar de ti o maltratarte.

Bajé la vista y asentí.

—¿Cuándo… cuándo parto hacia la capital?

—Mañana por la mañana —respondió— Partirás al amanecer.

—No voy a dejar a Matsuri aquí —sentencié, encarándome con Indra— Ni hablar.

—No viene con nosotros. —Sus ojos centelleaban de un ámbar fogoso— Lo siento, pero no.

Estábamos en mis aposentos no más de treinta minutos después de salir de la oficina de la duquesa. Celebrábamos nuestra propia reunión. Matsuri estaba presente, al igual que el comandante, pero era como si ni siquiera estuvieran en el mismo edificio.

Indra y yo llevábamos discutiendo diez minutos.

—Qué suerte que no seas tú el que está al mando —destaqué. Me giré hacia el comandante— Necesito…

—Lo siento, Doncella, pero yo no voy con vosotros —El comandante Akatsuki entró en la habitación desde el umbral de la puerta— Va solo un grupo pequeño, pero Indra es tu guardia real personal. Él estará al mando.

—¿Cómo es posible que él esté al mando? —casi grité— Ni siquiera lleva tanto tiempo como mi guardia real.

—Pero es tu único guardia real.

Esa afirmación dolía, así que me encaré con Indra de nuevo e hice la única cosa completamente inmadura que podía hacer: tomarla con él.

—¿En serio esperas que la deje aquí? ¿Donde hay Descendentes asesinando a gente a diestra y siniestra?

—¿En serio esperas que la lleve fuera del Adarve?

Matsuri dio un paso adelante.

—Si puedo…

—¡Sí! —exclamé— Me vas a llevar a mí fuera del Adarve.

—Exacto. Solo pueden asignarnos unos pocos guardias para escoltarte. Todos ellos estarán centrados en mantenerte a ti a salvo. No a ella.

—Yo puedo…

—Sé que puedes protegerte sola. Todo el mundo en esta habitación lo sabe, créeme, pero vamos a ir ahí afuera, princesa. Más allá del Adarve. ¿Sabes el trayecto que tenemos por delante? —preguntó— Tendremos que cruzar las Llanuras Desoladas y el Bosque de Sangre.

—Lo sé.

El nerviosismo hizo que se me revolviera el estómago.

—Y también vamos a viajar por zonas con una densa población de Descendentes. No va a ser una excursión fácil y no pondré en riesgo tu seguridad —concluyó, mientras me fulminaba con la mirada.

El Indra que con tanta fuerza y ternura me había abrazado hacía tan solo unas horas había desaparecido. Sustituido por… Sustituido por un guardia real del que Yamato hubiese estado orgulloso. No había forma de evitar esa punzada de dolor. Indra no era mi amigo ni… ni lo que fuese que era para mí en ese momento. Era un guardia real que había jurado mantenerme con vida y entregarme sana y salva al rey y la reina.

Bajó la barbilla, con los ojos clavados en los míos.

—Si llevamos a Matsuri con nosotros, muy bien podríamos enviarla por delante y utilizarla como cebo para los Demonios.

Lo miré boquiabierta.

—Es posible que esa haya sido la afirmación más absurda de la historia.

—No más absurdo que estar aquí discutiendo con la mitad de tu cara —replicó.

Levanté las manos por los aires.

—Eso suena a problema tuyo, no mío.

Con todos los músculos de la mandíbula en tensión, me miró y soltó una breve carcajada ronca. Luego se giró hacia donde estaba Matsuri.

—Sé que quieres acompañarla. Lo entiendo, pero esto no va a ser una caravana normal. No habrá docenas de guardias y no nos vamos a alojar en las mejores posadas. Nuestro ritmo será rápido y constante y hay muchísimas posibilidades de que el Rito no sea el último derramamiento de sangre que veas.

Me giré hacia Matsuri, pero antes de que pudiera decirle nada, empezó a hablar.

—Lo sé. Lo entiendo —Se acercó a mí— Agradezco que quieras que vaya contigo, Saku, pero no puedo…

Una mera pluma podría haberme derribado en ese momento.

—¿No… no quieres venir?

Había estado tan emocionada por ver la capital… Pero si yo no estaba aquí, su tiempo volvería a ser suyo, al menos la gran mayoría. Apreté los labios.

—Sí quiero. Me encantaría —Se detuvo delante de mí y me agarró las manos— Y espero de todo corazón que me creas, pero la idea de salir ahí de este modo me aterra.

Quería… quería creerle.

Se llevó nuestras manos unidas al pecho.

—No solo eso, sino que lo que ha dicho Indra es verdad. Tantos guardias han… se han ido. Y los que vayan contigo no pueden ocuparse de mí. Yo no sé luchar. No como tú. Yo no puedo hacer lo que hiciste tú —¿Lo que hice yo? ¿Se refería a cuando me defendí… o a lo que le había hecho al lord?— No puedo ir —susurró.

Cerré los ojos y solté un suspiro tembloroso. Tenía razón. Indra también. Sería irresponsable e ilógico que Matsuri viajase con nosotros. Y aunque estaba preocupada por dejarla atrás en una ciudad en semejante estado de agitación, estaba discutiendo porque… porque… Iba a dejar atrás todo lo que me era familiar. Habían sucedido tantas cosas. Tantas pérdidas. Y aunque no tenía espacio en el cerebro ni la capacidad emocional para preocuparme por la posibilidad de que la Ascensión se adelantase o que los dioses pudiesen encontrarme indigna, no estaba preocupándome hoy por lo que sucedería mañana. Era solo que las cosas no dejaban de cambiar, y Matsuri… era lo último que me quedaba de lo que solía ser. ¿Y si no volvía a verla nunca?

Aspiré una temblorosa bocanada de aire. No podía permitirme pensar de ese modo. No podía dejar que Matsuri creyera eso. Abrí los ojos.

—Tienes razón.

—Odio tener razón. —Se le anegaron los ojos de lágrimas.

—Gracias a los dioses que hay alguien racional en esta habitación —musitó Indra.

Mi cabeza voló en su dirección.

—Nadie ha pedido tu aportación.

El comandante Akatsuki silbó bajito.

—Bueno, ya la he hecho, princesa —Indra esbozó una sonrisilla cuando solté las manos de Matsuri y me giré hacia él. Se dirigió a la puerta, donde se paró un instante— Ah, tengo algo más que aportar. Viajaremos ligeros de equipaje. Y no te molestes en llevar ese maldito velo. No lo vas a usar.

Con los ojos cerrados y la barbilla levantada hacia el sol naciente, me regodeé en la sensación del fresco aire mañanero que besaba mi frente y mis mejillas desnudas mientras esperaba al lado de los muros negros del Adarve. Era una nimiedad, pero habían pasado años desde que el sol y el viento habían tocado hasta el último rincón de mi cara. La piel me hormigueaba de un modo muy agradable, e incluso la razón por la que era capaz de hacer esto no empañó el momento. El velo me convertía en una diana móvil muy obvia en nuestro viaje hacia Carsodonia. La mejor forma de evitar a los Descendentes y al Señor Oscuro era asegurarnos de que ninguna persona con la que tuviéramos contacto se diera cuenta de quién era yo. Esa era la razón de que nuestro grupo se estuviese reuniendo cerca del Adarve y yo llevara una anodina capa marrón con un grueso jersey debajo y mi único par de pantalones y botas. No tenía ni idea de lo que pensaría la gente cuando me viera, pero seguro que no pensarían en la Doncella.

Esa también era la razón de que me hubiese despedido de Matsuri en mi habitación. Alguno de los escasos trabajadores del castillo que estarían en pie a esa hora podría reconocer a Matsuri como mi acompañante y Indra no quería correr ningún riesgo ignorando la posibilidad de que todavía pudiera haber algún Descendente entre el personal. Eso hizo aún más difícil despedirme de Matsuri. Podría pasar cualquier cosa entre ahora y el momento en que por fin se reuniera conmigo en la capital, y yo no tendría ni idea hasta que alguien se decidiera a contármelo. Eso hizo que se me retorciera el estómago de la impotencia, porque no podía hacer nada al respecto de ninguna de esas cosas. Solo podía desear verla de nuevo. Podía creer que lo haría.

Pero no rezaría. Los dioses jamás habían respondido a mis plegarias. Y ya no me parecía correcto pedirles nada… cuando ya no podía negar lo que había dicho Yamato.

Que quería que me encontraran indigna.

Suspiré, concentrada en la sensación del viento, que levantaba mechones de pelo alrededor de mi frente y de mi sien.

La duquesa no había ido a despedirse. No me sorprendía. Tampoco me dolía como antes. Ni siquiera sentía desilusión, y no estaba segura de si eso era bueno o malo.

—Da la impresión de que estás disfrutando.

Abrí los ojos al oír la voz de Indra, me di la vuelta y casi deseé haber mantenido los ojos cerrados. Indra, de pie al lado de un enorme caballo negro, no iba vestido como un guardia. Sus oscuros pantalones de montar marrones ceñían sus largas piernas y resaltaban la fuerza de su cuerpo. Llevaba una túnica gruesa de manga larga, adecuada para el frío, igual que la capa forrada de piel. A la luz del sol, su pelo era del color de las alas de un cuervo. De algún modo, estaba aún más guapo vestido de plebeyo. Y me observaba, con una ceja levantada, mientras yo… bueno, yo solo lo miraba con cara de pasmo.

Me puse roja.

—Es agradable.

—¿Que el aire toque tu cara? —preguntó, en un intento por deducir a qué me refería. Asentí— Supongo que sí —Sus ojos se deslizaron por mi rostro— Prefiero mil veces esta versión.

Me mordí el labio y estiré la mano para acariciar con suavidad un lado del hocico del caballo.

—Es precioso. ¿Tiene nombre?

—Me han dicho que se llama Aoda.

—¿Como el caballo de batalla de Theon? —pregunté con una sonrisa. Aoda empujó mi mano para obtener más caricias— Tiene un gran ejemplo al que emular.

—Es verdad —repuso Indra— Supongo que no sabes montar.

Negué con la cabeza.

—No me he subido a un caballo desde… —Mi sonrisa se ensanchó— Por todos los dioses, fue hace tres años. Matsuri y yo nos colamos en los establos y conseguí encaramarme en uno antes de que Yamato llegara —Mi sonrisa se apagó y dejé caer la mano. Di un paso atrás— Así que no, no sé montar.

—Esto va a ser intrigante —Hizo una pausa— Y una tortura, ya que vas a montar conmigo.

Mi corazón trastabilló consigo mismo.

—¿Y por qué es eso intrigante? —pregunté, mirándolo— ¿Y una tortura?

Un lado de sus labios se curvó hacia arriba. Apareció el hoyuelo.

—¿Aparte del hecho de que me va a permitir mantenerte vigilada muy de cerca? Usa tu imaginación, princesa.

Mi imaginación no me falló.

—Eso es inapropiado —lo regañé.

—¿Ah, sí? —Bajó la barbilla— Aquí fuera no eres la Doncella. Eres Saku, sin velo y sin cargas.

Mis ojos se cruzaron con los suyos y la oleada de anticipación y alivio demostró que, por debajo del dolor y la ira, bullían otras emociones.

—¿Y qué pasa cuando llegue a la capital? Volveré a ser la Doncella.

—Sí, pero eso no es ni hoy ni mañana —dijo. Dio media vuelta hacia una de las alforjas de su caballo— Te he traído algo.

Esperé, preguntándome qué podría ser, cuando lo único que me había dejado empacar había sido ropa interior y dos túnicas-jersey adicionales. Indra abrió una de las alforjas de cuero, metió la mano y sacó algo envuelto en un trapo. Lo desenvolvió mientras se giraba hacia mí. Se me paró el corazón y luego retomó su actividad al doble de velocidad cuando vi lo que sujetaba en la mano. Reconocí al instante el mango marfileño y la hoja negra rojiza.

—Mi daga —Se me hizo un nudo en la garganta— Creí… que se había perdido.

—La encontré más tarde esa noche —Había una funda debajo de ella— No quería dártela cuando tenía que preocuparme porque te escaparas para utilizarla, pero la necesitarás para este viaje.

El hecho de que se estuviera asegurando de que estuviese equipada para defenderme en el caso de necesitar hacerlo significaba un mundo para mí. Pero el hecho de que hubiese encontrado la daga y la hubiera guardado para mí…

—No sé qué decir —Me aclaré la carraspera de la garganta mientras me la entregaba. En cuanto mis dedos se cerraron en torno al mango, solté un suspiro tembloroso— Yamato me la regaló en mi cumpleaños número dieciséis. Siempre ha sido mi favorita.

—Es un arma preciosa.

El nudo de mi garganta se disipó y todo lo que pude hacer fue asentir mientras envainaba la daga con cuidado y luego la aseguraba a mi muslo derecho. Me costó un momento hablar.

—Gracias.

Indra no respondió. Cuando levanté la vista, vi que se acercaba un pequeño grupo. Dos hombres desconocidos a caballo y otros seis hombres, que conducían a sus caballos de la mano hacia nosotros. Reconocí a dos de los guardias de inmediato. Había jugado a las cartas con ellos en la Perla Roja. Phillips, y creí recordar que el otro se llamaba Airrick. Si ellos me reconocieron, no se notó cuando me saludaron con un gesto seco de la cabeza. Ninguno de los dos me miró a los ojos. Me hormigueaban las cicatrices, pero me resistí a la tentación de tocarlas o girarme para que no fuesen visibles.

Me sorprendió verlos, pues sabía que no eran cazadores, pero supuse que no había guardias suficientes para unirse a nosotros y sí que me alegré de ver a Phillips. Era alguien que se había enfrentado a Demonios una y otra vez y seguía en pie.

—La partida ha llegado —murmuró Indra y después, en voz más alta, empezó a hacer las presentaciones. Soltó una ristra de nombres. La mayoría casi ni los registré, aparte de los dos que conocía, pero entonces dijo otro nombre que resonó en mi memoria— Este es Naruto. Vino de la capital conmigo y conoce la ruta por la que vamos a viajar.

Era el guardia que había llamado a la puerta la noche de la Perla Roja. Era como una reunión, pensé cuando por fin tuve la oportunidad de verlo. Parecía más o menos de la misma edad que Indra, su pelo rubio cortado casi al rape. Sus ojos eran de un impactante tono azul pálido que me hizo evocar al cielo durante el invierno, un sorprendente contraste con su cálida piel beige, que me recordó a Matsuri.

—Un placer conocerte —dijo Naruto, mientras se montaba en su caballo.

—Lo mismo digo —murmuré. Me fijé en que tenía el mismo ligero acento que Indra, un deje que todavía no lograba ubicar.

Miró hacia Indra, los ángulos de su rostro marcados y más que agradables a la vista.

—Tenemos que ponernos en marcha si queremos tener alguna posibilidad de cruzar las llanuras antes del anochecer.

Indra se volvió hacia mí.

—¿Lista?

Miré hacia el oeste, hacia el centro de Masadonia. El castillo de Teerman se alzaba muy por encima del Distrito Bajo y la Ciudadela, una inmensa estructura de piedra y cristal, de recuerdos preciosos y pesadillas tortuosas. Por algún sitio del interior rondaba Matsuri, y la duquesa había asumido el control de la ciudad. En algún sitio del interior, mi presente se había convertido en el pasado. Me giré hacia el Adarve.

En algún sitio ahí afuera, aguardaba mi futuro.