Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 28

Como si no lo supiera ya.

—No me llames así.

Me puse de pie y las cadenas entrechocaron sobre el suelo de piedra. Hice caso omiso del tirón que dio la piel tierna alrededor de mi herida. Estar de pie dolía, pero no pensaba dejar que él lo notara.

—Creí que te gustaba.

—Estabas equivocado —repuse y él esbozó una sonrisita— ¿Qué quieres?

Indra ladeó la cabeza y pasaron unos instantes.

—Más de lo que podrías imaginar jamás.

No tenía idea de lo que quería decir con eso y no me importaba. Ni lo más mínimo.

—¿Has venido a matarme?

—¿Por qué querría hacerlo? —preguntó.

Levanté las manos y meneé las cadenas.

—Me tienes encadenada.

—Cierto. —Su respuesta anodina me provocó un arrebato de furia.

—¡Todo el mundo ahí fuera quiere verme muerta!

—Es verdad.

—Y eres un atlantiano —escupí— Eso es lo que hacéis. Matáis. Destruís. Maldecís.

—Qué irónico —comentó con un resoplido desdeñoso— viniendo de alguien que ha estado rodeada de Ascendidos toda su vida.

—Ellos no asesinan a inocentes ni convierten a las personas en monstruos…

—No —me interrumpió— Solo fuerzan a las jovencitas que los hacen sentir inferiores a dejar su piel al descubierto para la vara y les hacen solo los dioses saben qué más. Sí, princesa, son unos verdaderos ejemplos de todo lo que es bueno y correcto en este mundo —Aspiré una brusca bocanada de aire y entreabrí los labios. No. Me estremecí. Era imposible— ¿Creías que no iba a averiguar en qué consistían las lecciones del duque? Te dije que lo haría.

Di un paso atrás. La humillación de que Indra supiera eso me abrasó por dentro, peor que cualquier paliza que me hubiese dado el duque.

—Utilizaba una vara sacada de un árbol del Bosque de Sangre y te obligaba a desnudarte parcialmente —Indra agarró los barrotes mientras mi corazón aporreaba contra mis costillas— Y te decía que te lo merecías. Que era por tu propio bien. Pero en realidad, todo lo que hacía era satisfacer su enfermiza necesidad de infligir dolor.

—¿Cómo? —susurré.

Un lado de sus labios se curvó hacia arriba.

—Puedo ser muy convincente.

Aparté la mirada y, de repente, vi al duque en el ojo de mi mente, los brazos abiertos a los lados y la vara incrustada en el corazón. Me sacudió un intenso escalofrío y mis ojos volaron de vuelta hacia Indra.

—Tú lo mataste.

Entonces Indra sonrió, y fue una sonrisa que jamás le había visto. No fue una sonrisa de labios apretados esta vez. Incluso desde donde estaba, pude ver asomar sus colmillos. Otro escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

—Así es —admitió— Y nunca he disfrutado más contemplando cómo la vida se escapa de los ojos de alguien que cuando observé morir al duque —Lo miré pasmada— Se lo merecía, y créeme cuando digo que su muy lenta y muy dolorosa muerte no tuvo nada que ver con que fuese un Ascendido. Con el tiempo me hubiese encargado también del lord —añadió— Pero de ese bastardo enfermo te encargaste tú misma.

No… no sabía qué pensar de todo aquello. Había matado al duque y hubiera matado al lord porque…

Dejé esos pensamientos a un lado y sacudí la cabeza. No podía entender por qué había sentido la necesidad de hacer lo que había hecho cuando ahora estábamos en esta situación. Tampoco necesitaba entenderlo. Al menos, eso fue lo que me dije. No importaba. Como tampoco importaba esa parte de mí, oculta en lo más profundo de mi ser, que estaba encantada de saber que había una posibilidad de que lo que el duque me había hecho hubiese desempeñado cierto papel en su final.

—Que el duque y el lord fuesen horribles y malvados no te hace mejor que ellos —le dije— Eso no convierte a todos los Ascendidos en culpables.

—No sabes nada de nada, Saku.

Cerré los puños con fuerza para resistirme a las ganas de chillar, pero entonces Indra abrió la puerta. Todos mis músculos se pusieron en tensión. Le lancé una mirada asesina cuando entró en la celda. Deseé tener algún tipo de arma, a pesar de que sabía que aunque estuviese armada hasta los dientes, podría hacer muy poco. Era más rápido, más fuerte, y podía acabar conmigo con un simple gesto de muñeca.

En cualquier caso, estaba dispuesta a caer peleando.

—Tenemos que hablar —afirmó, mientras cerraba las puertas a su espalda.

—No, no tenemos que hacer nada.

—Bueno, en realidad no tienes elección, ¿no crees? —Sus ojos se posaron en los grilletes que rodeaban mis muñecas. Dio un paso hacia mí y luego se paró. Abrió las aletas de la nariz al tiempo que las pupilas de sus ojos se dilataban— Estás herida.

Mi sangre. Había olido mi sangre. Con la boca seca, di un paso atrás.

—Estoy bien.

—No, no lo estás —Me miró de arriba abajo, sus ojos se detuvieron a mitad de camino— Estás sangrando.

—Apenas —le informé.

En un abrir y cerrar de ojos, estaba justo delante de mí. Con una exclamación ahogada, me tambaleé contra la pared. ¿Cómo había disimulado esa velocidad hasta entonces? Alargó la mano hacia el borde inferior de mi túnica y mi pánico explotó.

—¡No me toques! —Esquivé sus manos. Hice una mueca cuando el dolor irradió por mi costado. Indra se puso tenso, la vista clavada en mí mientras el corazón martilleaba contra mis costillas— No lo hagas.

—Ayer por la noche no tuviste ningún problema con que te tocara —comentó, arqueando una ceja.

Sentí que el calor subía por mis mejillas, mis labios se retrajeron en una mueca de asco.

—Eso fue un error.

—¿Ah, sí?

—Sí —bufé— Desearía que no hubiese pasado nunca.

Por todos los dioses, eso era verdad. No había nada que deseara más que olvidar cómo lo que habíamos hecho me había parecido precioso, algo que te cambiaba la vida, algo increíblemente correcto. Era tonta.

Indra apretó la mandíbula y pasó un largo momento.

—Sea como fuere, sigues estando herida, princesa, y me vas a dejar echar un vistazo.

Me costaba respirar, pero aun así levanté la barbilla desafiante.

—¿Y si no lo hago?

Su risa me recordó al pasado, pero ahora estaba teñida de una diversión fría.

—Como si pudieras impedírmelo —sentenció con suavidad. Y la verdad de lo que había dicho me llegó al alma— Puedes permitir que te ayude o…

Me hormigueaban los dedos de lo fuerte que tenía cerrados los puños.

—¿O me obligarás a hacerlo?

Indra no dijo nada. Empecé a notar un ardor en el pecho mientras lo miraba sin pestañear. Lo odiaba y me odiaba por sentirme como había prometido que no volvería a sentirme jamás.

Impotente.

Podía negarme y hacer esto muy difícil, pero ¿de qué serviría al final? Indra me inmovilizaría y todo lo que habría conseguido sería empeorar mis heridas. Estaba lo bastante furiosa para hacer justo eso, pero tampoco era estúpida.

Aparté la mirada y forcé una larga bocanada de aire a salir de mis pulmones.

—¿Por qué te importa siquiera si muero desangrada?

—¿Por qué crees que querría verte muerta? Si fuese así, ¿no crees que hubiese accedido a lo que pedían ahí afuera? —preguntó. Mi cabeza voló de vuelta hacia él— Muerta no me sirves de nada.

—O sea que ¿soy tu rehén hasta que llegue el Señor Oscuro? Planeáis utilizarme contra el rey y la reina.

—Chica lista —murmuró— Eres la Doncella favorita de la reina —No sabía por qué, y no quería saberlo, pero la idea de que quería curar mi herida solo porque planeaba utilizarme me dolió en lo más hondo— ¿Dejarás que vea la herida ahora?

No contesté nada porque lo que había dicho Indra en realidad no era una pregunta. No tenía elección. Pareció satisfecho de que lo hubiese entendido porque estiró una mano hacia mí y, esta vez, mi cuerpo se puso todo rígido, pero no me moví. Las manos de Indra se cerraron en torno al borde de la oscura túnica. Levantó la tela y yo me mordí el carrillo por dentro cuando el dorso de sus nudillos rozó contra mi bajo vientre y mi cadera. ¿Lo habría hecho a propósito? Contemplé sus lustrosas ondas oscuras mientras él seguía levantando la camisa poco a poco. Se detuvo justo debajo de mis pechos, tras exponer lo que probablemente dejase otra cicatriz más. Si es que vivía lo suficiente. Porque después de que sirviera para lo que fuese que tenían en mente, dudaba mucho de que fuesen a liberarme. Eso no tendría ningún sentido.

Indra me miró, estudió el corte sanguinolento y rezumante durante demasiado tiempo. Se me aceleró el pulso y recordé de manera muy nítida la sensación de sus dientes… no, sus colmillos, contra mi piel. Me estremecí. ¿Era de asco? ¿De miedo? ¿Los restos de una sensación indeseada que mi memoria había despertado? Quizás todas ellas. No tenía ni idea.

—Por todos los dioses —murmuró, su voz gutural. Levantó sus tupidas pestañas y sus ojos se cruzaron con los míos. Sus pómulos parecían ahora más afilados, perfilados por sendas sombras— Casi acabas destripada.

—Siempre has sido muy observador.

Hizo caso omiso de mi comentario y me miró como si no fuese más que una niña tonta.

—¿Por qué no has dicho nada? Esto podría infectarse.

—Bueno —empecé, haciendo un esfuerzo supremo por mantener los brazos a los lados— en realidad no hubo mucho tiempo, dado que estabas ocupado traicionándome.

—Eso no es excusa —repuso, con los ojos entornados.

Solté una carcajada ronca, más como un ladrido, y me pregunté si ya empezaba a tener fiebre.

—Por supuesto que no. Tonta de mí por no darme cuenta de que a la persona que participó en el asesinato de gente que me importaba, la que me traicionó e hizo planes con el que ayudó a masacrar a mi familia para utilizarme a mí con algún propósito malvado le hubiese importado que estuviera herida.

Esos ojos oscuros se volvieron luminosos y se llenaron de un fuego rojo. Sus facciones se endurecieron y se me puso toda la carne de gallina. Se me congeló la sangre en las venas ante el lento recordatorio de que Indra no era lo que siempre había supuesto. Mortal.

Me negué a amilanarme, aunque tenía unas ganas terribles de echar a correr.

—Siempre tan valiente —murmuró.

Soltó mi camisa y dio media vuelta. Llamó a Iruka, que parecía no haberse ido demasiado lejos, pues se plantó delante de la celda en cuestión de segundos.

Me apoyé contra la pared, callada mientras Indra esperaba a que Iruka regresara con los artículos que le había pedido. El hecho de que mantuviera la espalda hacia mí durante tanto tiempo me dejó bien claro todo lo que necesitaba saber sobre si me veía o no como una amenaza. Iruka apareció con una cesta que hizo que me preguntara exactamente por qué ese tipo de cosas se tenían a mano. Mis ojos recorrieron la celda. ¿Eran aficionados a mantener sanos a sus prisioneros? Mejor aún, ¿sería aquí donde habían acabado todos los Ascendidos y el lord de la fortaleza?

Cuando Indra se volvió hacia mí, estábamos solos de nuevo.

—¿Por qué no te tumbas en…? —Miró a su alrededor por la celda. Sus ojos se posaron en el escueto jergón como si acabara de darse cuenta de que no había cama— ¿Por qué no te tumbas?

—Estoy bien de pie, gracias.

La impaciencia bulló justo por debajo de la superficie, pero aun así caminó despacio hacia mí, la cesta en la mano.

—¿Prefieres que me ponga de rodillas? —Una terrible sonrisa malvada tironeó de mis labios cuando hice ademán de aceptar su oferta…— No me importa —Bajó la vista al tiempo que se mordía el labio de abajo— Hacerlo me pondría a la altura perfecta para algo que sé que te gustaría. Después de todo, siempre estoy hambriento de miel.

El shock me sacó de golpe todo el aire de los pulmones, pero la ira lo sustituyó casi al instante. Me aparté de la pared y me apresuré hacia el jergón. Me senté más despacio que al levantarme y le lancé una mirada gélida.

—Eres repulsivo.

Se rio entre dientes, vino hacia mí y se puso en cuclillas.

—Si tú lo dices.

—Lo sé.

Esbozó una media sonrisa mientras dejaba la cesta en el suelo. Un rápido vistazo me mostró que había vendas y pequeños frascos. Nada que pudiese hacer las veces de arma ineficaz. Indra me hizo un gesto para que me tumbase y, después de mascullar una palabrota, hice lo que me pedía.

—Ese lenguaje —musitó. Cuando alargó la mano hacia mi túnica otra vez, la levanté yo misma— Gracias.

Rechiné los dientes. Apareció una sonrisita en su cara y se arrodilló para sacar una botellita clara de la cesta. Desenroscó la tapa y un aroma acre y punzante inundó el aire húmedo.

—Quiero contarte un cuento —dijo Indra, el ceño fruncido mientras examinaba la herida.

—No estoy de humor para cuentecitos… —Contuve la respiración cuando echó mano de mi camisa. Le agarré la muñeca con ambas manos, apenas sentí el frío de la cadena contra mi estómago— ¿Qué estás haciendo?

—La maldita espada casi te arranca la caja torácica —comentó. Sus ojos volvieron a brillar de un dorado impío— El corte sube por el lado de tus costillas —La herida no era tan mala, aunque sí que subía por mi costado— Me da la sensación de que esto ocurrió cuando te quitaron la espada, ¿verdad? —preguntó.

No le contesté y, como no le solté la muñeca, esperaba que se limitara a zafarse de mi agarre. En lugar de eso, suspiró.

—Lo creas o no, no estoy intentando desnudarte para aprovecharme de ti. No estoy aquí para seducirte, princesa.

Lo que debía de haber sido un alivio tuvo el efecto opuesto. El ardor de mi pecho trepó hasta mi garganta y me formó un nudo con el que apenas podía respirar. Lo miré pasmada. Por supuesto que no trataba de seducirme. No cuando ya lo había conseguido la noche anterior, cuando no solo había logrado que bajara la guardia, sino también que confiara en él. Me había abierto a él, había compartido con él mis sueños de convertirme en algo distinto, mi miedo de regresar a la capital y… oh, por todos los dioses… mi don. Había compartido mucho más que solo palabras. Lo había dejado entrar en mi habitación, en mi cama, y luego dentro de mí. Indra había susurrado que mi contacto lo consumía y había adorado mi cuerpo, mis cicatrices. Me había dicho que me hacían aún más bella y… A mí me había gustado. Había hecho más que solo gustarme.

Por todos los dioses, me había rendido a él aunque estaba prohibido. Me había rendido a él lo suficiente como para saber, en lo más profundo de mi ser, que él había desempeñado un papel crucial en mi decisión de decirle a la reina que rechazaría mi Ascensión. Un temblor recorrió mis dedos mientras el ardor de mi garganta llenaba mis ojos.

—¿Algo de lo nuestro fue verdad? —La pregunta brotó de mi interior con una voz ronca que apenas reconocí, y en el mismo momento que pronuncié las palabras, tuve ganas de retirarlas porque lo sabía… ya sabía la respuesta.

Indra se quedó tan quieto como las estatuas que habían adornado el vestíbulo del castillo de Teerman. Aparté las manos a toda velocidad. Un músculo se tensó en su mandíbula, sus labios permanecieron apretados con firmeza. Un sollozo seco y tembloroso trepó por mi garganta y me costó un esfuerzo supremo mantenerlo en mi interior. Hizo muy poco por aliviar la vergüenza que se había instalado en el centro de mi pecho como una brasa ardiente.

No lloraré.

No lloraré.

Incapaz de mirarlo por más tiempo, cerré los ojos. Eso tampoco ayudó. Al instante, vi cómo me había mirado, los labios hinchados y brillantes. La ira y la vergüenza y un profundo dolor que no había sentido jamás quemaron mis párpados. Entonces sentí que Indra movía las manos. Levantó la túnica con cuidado, paró justo antes de descubrir todo mi pecho. Esta vez, sus nudillos no rozaron mi piel y, como antes, incluso a la tenue luz, supe que las zonas más pálidas, casi brillantes, de piel cicatricial eran visibles, sobre todo para los ojos de un atlantiano. La noche anterior me había desnudado delante de él, le había dejado mirar todo lo que quisiera y me había creído todo lo que me había dicho. Había sido muy convincente, y se me revolvió el estómago al imaginar lo que debió de pensar en realidad. Lo que debió de sentir en realidad cuando tocó las cicatrices, cuando las besó.

De repente, Indra habló en el silencio. Me sobresalté.

—Puede que esto escueza.

Pensé que su voz sonaba más ronca de lo normal, pero entonces noté que se inclinaba sobre mí y el primer chorro de líquido tibio cayó sobre la herida. Solté un bufido con los dientes apretados cuando un dolor abrasador alanceó el lado derecho de mi estómago y subió por mis costillas. Un amargo olor astringente emanó de mi piel a medida que el líquido burbujeaba dentro del corte. Casi me sentí agradecida del escozor, porque pude concentrarme en él en lugar de en el palpitante dolor de mi pecho.

Eché la cabeza atrás y mantuve los ojos cerrados mientras caía más líquido en la herida, creando más espuma y provocando otra oleada de dolor que se extendió por todo mi tronco.

—Lo siento —musitó Indra, y casi le creí— Tendrá que empapar bien para quemar cualquier infección que pueda haber empezado ya a atacar la zona.

Genial. Tal vez quemara a través de mi estúpido corazón.

Se hizo el silencio, pero no duró demasiado.

—Los Demonios fueron culpa nuestra —dijo. Di un respingo— Su creación, quiero decir. Todo esto. Los monstruos de la neblina. La guerra. En lo que se ha convertido esta tierra. Tú. Nosotros. Todo empezó con un absurdo acto de amor de una desesperación increíble, muchísimos siglos antes de la Guerra de los Dos Reyes.

—Ya lo sé —lo corté, tras aclararme la garganta— Conozco la historia.

—Sí, pero ¿conoces la verdadera historia?

—Conozco la única historia.

Abrí los ojos y aparté la vista de las cadenas y los huesos retorcidos.

—Conoces solo lo que los Ascendidos han hecho que todo el mundo crea. Y no es la verdad —Alargó la mano para agarrar la cadena que cruzaba parte de mi estómago. Me puse tensa, pero se limitó a apartarla con sumo cuidado— Mi gente vivió en armonía con los mortales durante miles de años, pero entonces el rey O'Meer Madara…

—Creó a los Demonios —lo interrumpí— Como he dicho…

—Estás equivocada —Se echó hacia atrás para sentarse, una pierna levantada y el brazo apoyado sobre la rodilla— El rey Madara se enamoró perdidamente de una mujer mortal. Su nombre era Katsuyu. Hay quien dice que fue la reina Mikoto la que la envenenó. Otros dicen que fue una amante despechada del rey la que la apuñaló, porque parece que él tenía bastante fama de infiel. Sea como fuere, Katsuyu recibió una herida mortal. Como he dicho, Madara estaba desesperado por salvarla y cometió el acto prohibido de Ascenderla. Lo que vosotros conocéis como la Ascensión.

Mi corazón se atoró en algún lugar de mi garganta, al lado de ese enmarañado nudo de emoción. Indra levantó los ojos hacia los míos.

—Sí. Katsuyu fue la primera en Ascender. No vuestro rey y reina falsos. Ella se convirtió en la primera vampry.

Mentiras. Viles e inverosímiles mentiras.

—Madara bebió de Katsuyu. Solo paró cuando sintió que su corazón empezaba a fallar y entonces compartió su propia sangre con ella —Ladeó la cabeza, sus ojos dorados centellearon— Tal vez si vuestro acto de Ascensión no estuviese tan rodeado de misterio, los detalles más precisos no serían una sorpresa para ti.

Hice ademán de levantarme, pero recordé la herida y el líquido efervescente.

—La Ascensión es una bendición de los dioses.

—Dista mucho de ser eso —me corrigió con una sonrisita— Es más bien un acto que puede crear la cuasi inmortalidad o hacer que las pesadillas se hagan realidad. Nosotros los atlantianos nacemos casi mortales. Y permanecemos así hasta el Sacrificio.

—¿El Sacrificio? —pregunté, antes de poder evitarlo.

—Es cuando cambiamos —Su labio superior se retrajo un poco y la punta de su lengua tocó un afilado colmillo. Eso lo sabía. Estaba en los libros de historia— Aparecen los colmillos, que se alargan solo cuando nos alimentamos, y cambiamos de… otras maneras.

—¿Cómo?

La curiosidad se había apoderado de mí y pensé que todo lo que lograra averiguar podría ayudarme si conseguía salir de ahí.

—Eso no es importante —Alargó la mano hacia un paño— Puede que cueste más matarnos que a los Ascendidos, pero sí se nos puede matar —prosiguió. Eso también lo sabía. Que se podía matar a los Atlantianos, igual que a los Demonios— Envejecemos más despacio que los mortales y, si nos cuidamos, podemos vivir miles de años.

Quería decirle que todo era importante, sobre todo las otras maneras en que cambiaban los atlantianos, pero la curiosidad tomó el control.

—¿Cuántos… cuántos años tienes?

—Más de los que aparento.

—¿Cientos de años? —insistí.

—Nací después de la guerra —contestó— He visto pasar dos siglos enteros.

¿Dos siglos? Madre mía…

—El rey Madara creó al primer vampry. Son… una parte de todos nosotros, pero no son como nosotros. A nosotros no nos afecta la luz del día. No como a ellos. Dime, ¿a cuál de los Ascendidos has visto jamás a la luz del día?

—No caminan al sol porque los dioses no lo hacen —contesté— Así es como los honran.

—Vaya, qué conveniente para ellos —La sonrisita de Indra se volvió engreída— Puede que los vamprys estén bendecidos con la cosa más parecida a la inmortalidad, como nosotros, pero no pueden caminar a la luz del día sin que su piel empiece a descomponerse. ¿Quieres matar a un Ascendido sin ensuciarte las manos? Enciérralo fuera sin refugio posible. Estará muerto antes de mediodía.

Eso no podía ser verdad. Los Ascendidos elegían no salir al sol.

—También tienen que alimentarse, y por alimentarse me refiero a sangre. Necesitan hacerlo con frecuencia para vivir, para evitar que vuelvan las heridas o enfermedades que sufrían antes de Ascender. No pueden procrear, no después de la Ascensión, y muchos experimentan una intensa sed de sangre cuando se alimentan, con lo que a menudo matan a mortales en el proceso —Empezó a dar toquecitos con el paño sobre la herida, con cuidado de no ejercer demasiada presión mientras empapaba el líquido asentado— Los atlantianos no se alimentan de mortales…

—Lo que tú digas —espeté cortante— ¿De verdad esperas que me crea eso?

—La sangre mortal no nos proporciona nada de verdadero valor —explicó, mirándome a los ojos— porque nunca fuimos mortales, princesa. Los wolven no necesitan alimentarse, pero nosotros sí. Nos alimentamos cuando lo necesitamos, de otros atlantianos.

Sacudí la cabeza. ¿Cómo podía esperar que creyera eso? La forma en que trataron a los mortales, cómo los habían utilizado casi como ganado, fue lo que empujó a los dioses a abandonarlos y a la población mortal a sublevarse.

—Podemos utilizar nuestra sangre para curar a un mortal sin convertirlo, algo que un vampry no puede hacer, pero la diferencia más importante es la creación de los Demonios. Un atlantiano no ha creado nunca a ninguno. Los vamprys, sí. Y por si no has seguido bien el hilo de la historia, los vamprys son lo que conoces como Ascendidos.

—Eso es mentira.

Cerré los puños con impotencia a los lados.

—Es la verdad —Frunció las cejas, concentrado mientras examinaba la herida. Solo levantó la vista hacia mí cuando dejó el paño a un lado— Un vampry no puede hacer a otro vampry. No pueden completar la Ascensión. Cuando agotan a un mortal, crean un Demonio.

—Lo que estás diciendo no tiene ningún sentido.

—¿En qué no tiene sentido?

—Porque si algo de lo que estás diciendo fuera verdad, quiere decir que los Ascendidos son vamprys y que no pueden hacer la Ascensión —Una intensa ira quemó a través de mi pecho, peor que el líquido que Indra había empleado para limpiar mi herida— Si eso fuese verdad, ¿cómo han hecho a otros Ascendidos? Mi hermano, por ejemplo.

—Porque no son los Ascendidos los que entregan el don de la vida —Su mandíbula se endureció, sus ojos se volvieron glaciales— Están utilizando a un atlantiano para hacerlo.

Tosí una carcajada áspera.

—Los Ascendidos jamás trabajarían con un atlantiano.

—¿No me he explicado bien? Creo que no. He dicho que están utilizando a un atlantiano. No trabajando con uno —Eligió otro frasco y desenroscó la tapa— Cuando los aristócratas del rey Madara descubrieron lo que había hecho, abolió las leyes que prohibían el acto de Ascender. A medida que se crearon más vamprys, muchos fueron incapaces de controlar su sed de sangre. Agotaron a muchas de sus víctimas, lo cual creó la pestilencia conocida como Demonios, que se extendieron por el reino como una plaga. La reina de Atlantia, la reina Mikoto, intentó detener aquello. Prohibió la Ascensión de nuevo y ordenó que se destruyera a todos los vamprys en un intento de proteger a la humanidad.

Observé cómo metía la mano en el frasco y luego lo dejaba a un lado. Una sustancia espesa, blanca como la leche, cubrió sus largos dedos. Reconocí el olor. Era el mismo ungüento que me habían aplicado otras veces.

—¿Milenrama?

—Entre otras cosas —Asintió— Cosas que ayudarán a acelerar la curación.

—Yo puedo…

Di un respingo cuando el ungüento helado tocó mi piel. Indra extendió la mezcla por mi estómago, calentando el bálsamo y mi piel. Y luego a mí. Me empezaron a doler los nudillos cuando un indeseado escalofrío de sensaciones recorrió mi piel. Te traicionó, me recordé. Te engañó. Lo odiaba. Lo hacía. El nudo de mi garganta se expandió al tiempo que un calor embriagador me recorría de la cabeza a los pies.

Indra parecía concentrado por completo en lo que estaba haciendo y eso era una bendición. No quería que viera cómo me afectaba su contacto.

—Los vamprys se rebelaron —continuó, después de sacar algo más de ungüento— Eso es lo que desencadenó la Guerra de los Dos Reyes. No fue una guerra de mortales contra crueles e inhumanos atlantianos, sino de vamprys rebeldes.

Mis ojos volaron de su mano a su rostro. Parte de lo que decía me sonaba familiar, pero era una versión más oscura y retorcida de lo que conocía como la verdad.

—El número de muertos en la guerra no se exageró. De hecho, mucha gente cree que las bajas fueron mucho más numerosas. No nos derrotaron, princesa. El rey Madara fue depuesto, se divorció y lo exiliaron. La reina Mikoto volvió a casarse y el nuevo rey, Uchiha, replegó sus fuerzas, llevó a su gente de vuelta a casa y puso fin a una guerra que estaba destruyendo este mundo.

—¿Y qué pasó con Madara e Katsuyu? —pregunté, aunque no me creía gran parte de lo que había dicho.

—Vuestros archivos históricos dicen que Madara fue derrotado en batalla, pero la verdad es que nadie lo sabe. Él y su amante simplemente desaparecieron —explicó Indra. Volvió a tapar el frasco—. Los vamprys se hicieron con el control de las tierras restantes, nombraron sus propios reyes, Zetsu e Ileana, y rebautizaron el reino como Solis. Se autodenominaron Ascendidos y utilizaron a nuestros dioses, que hacía mucho que se habían ido a dormir, como razón para haberse convertido en lo que se habían convertido. En los centenares de años transcurridos desde entonces, han conseguido borrar la verdad de los libros de historia: que la inmensa mayoría de los mortales en realidad luchó en el bando de los atlantianos contra la amenaza común de los vamprys.

No pude ni hablar durante lo que pareció un minuto entero.

—Nada de eso suena creíble.

—Supongo que es difícil de creer que perteneces a una sociedad de monstruos asesinos, que se llevan a los terceros hijos e hijas durante el Rito para alimentarse de ellos. Y si no los dejan secos, se convierten en…

—¿Qué? —exclamé. Mi incredulidad se convirtió en ira— Llevas todo este tiempo contándome solo falsedades, pero ahora has ido demasiado lejos.

Indra puso una venda limpia sobre la herida y estiró bien los bordes hasta que se adhirió a mi piel.

—No te he dicho nada más que la verdad, igual que hizo el hombre que arrojó la mano de Demonio.

Me senté y me bajé la camisa.

—¿Estás afirmando que todos los entregados al servicio de los dioses son ahora Demonios?

—¿Por qué crees que todo el mundo tiene prohibido entrar en los templos excepto los Ascendidos y aquellos a los que controlan como los sacerdotes y las sacerdotisas?

—Porque son lugares sagrados en los que incluso la mayoría de los Ascendidos no entran —contesté.

—¿Has visto alguna vez a un niño que haya sido entregado a los dioses? ¿A uno solo, princesa? ¿Conoces a alguien aparte de un sacerdote o una sacerdotisa o un Ascendido que diga haber visto a alguno? Eres lista. Sabes que nadie lo ha hecho —me retó— Eso se debe a que la mayoría muere antes incluso de aprender a hablar.

Me quedé boquiabierta.

—Los vamprys necesitan una fuente de alimento, princesa, una que no levante sospechas. ¿Qué mejor forma que convencer a un reino entero de entregar a sus hijos con el pretexto de honrar a los dioses? Han creado una religión alrededor de ello, una religión que hace que los hermanos se vuelvan unos contra otros si alguno de ellos se niega a entregar a un hijo. Han engañado a un reino entero, han empleado el miedo a lo que han creado en contra de la gente. Y eso no es todo. ¿Has pensado alguna vez en lo raro que es que muchos niños pequeños mueran de un día para otro de una misteriosa enfermedad de la sangre? Como la familia Tulis, que perdió a su primer y a su segundo hijo a causa de ella. No todos los Ascendidos son capaces de atenerse a una dieta estricta. Para un vampry, la sed de sangre es un problema muy real y muy común. De noche son ladrones que roban niños, mujeres y maridos.

—¿De verdad piensas que me creo algo de lo que dices? ¿Que los atlantianos son inocentes y que todo lo que me han enseñado es una mentira?

—En realidad, no, pero merecía la pena intentarlo. No somos inocentes de todos los crímenes…

—Como el asesinato y el secuestro —le lancé, a modo de ataque.

—Entre otras cosas. No quieres creer lo que digo. No porque suene demasiado absurdo de creer, sino porque hay cosas que ahora te cuestionas. Porque significa que tu querido hermano se está alimentando ahora de inocentes…

—No.

—Y los está convirtiendo en Demonios.

—Cállate —gruñí.

Me levanté de un salto. El brusco y repentino movimiento apenas me causó ningún dolor. Indra se levantó con un movimiento fluido y se alzó enseguida por encima de mí.

—No quieres aceptar lo que estoy diciendo, por lógico que suene, porque significa que tu hermano es uno de ellos, y la reina que tanto te cuidó ha asesinado a miles de…

No me paré a pensar en lo que hice a continuación. Solo que estaba furiosa y tenía miedo porque Indra estaba en lo cierto, lo que había dicho había dado lugar a preguntas. Como por qué jamás se veía a ninguno de los Ascendidos durante el día, o por qué nadie excepto ellos entraba en los templos. Pero, peor aún, planteaba la pregunta de por qué habría Indra de inventarse todo esto. ¿Cuál sería el objetivo de inventar esta mentira tan elaborada cuando tenía que saber lo mucho que le costaría convencerme?

No, no pensé en nada de eso. Me limité a actuar.

La cadena resbaló por el suelo cuando me giré hacia Indra, mi puño cerrado con fuerza. Indra levantó su mano como una exhalación para atrapar la mía antes de que conectara con su mandíbula. Por todos los dioses, se movía a una velocidad imposible. Me retorció el brazo y me hizo girar. Me dio un tirón hacia atrás, hacia el muro de su pecho, y mi brazo quedó atrapado entre nosotros mientras él agarraba mi otra mano. Un alarido de frustración subió por mi garganta y brotó por mi boca al tiempo que hacía ademán de levantar la pierna.

—No lo hagas. —Su voz fue una suave advertencia en mi oído, una que provocó que un escalofrío bajara por mi columna.

No lo escuché.

Indra gruñó cuando el talón de mi pie conectó con la parte de delante de su pierna. Levanté la mía otra vez y lancé una patada hacia atrás. De repente, me encontré aplastada contra la pared con Indra a mi espalda. Forcejeé, pero no sirvió de nada. No había ni un centímetro de espacio entre él o la fría y húmeda pared.

—He dicho que no lo hagas —Su aliento cálido rozó mi sien— Lo digo en serio, princesa. No quiero hacerte daño.

—¿Ah, no? Ya me has hecho dañ… —Me interrumpí.

—¿Qué?

Movió mi brazo de modo que ya no estuviera atrapado entre nosotros. Aunque no me soltó. En vez de eso, apretó mi mano contra la pared, igual que hacía con la otra. Cerré la boca con fuerza. Me negaba a decirle que ya me había hecho daño. Reconocerlo significaba que había algo con lo que hacerme daño, algo que explotar, y él ya tenía bastantes cosas para utilizar contra mí.

—Sabes que no puedes herirme de gravedad —dijo.

Apoyó la mejilla contra la mía. Yo me puse tensa.

—Entonces, ¿por qué estoy encadenada?

—Porque aun así, que te den patadas, puñetazos y arañazos no es agradable —replicó— Y aunque los otros han recibido órdenes de no tocarte, eso no significa que vayan a ser tan tolerantes como yo.

—¿Tolerantes? —Intenté empujar para apartarme de la pared, pero no llegué a ninguna parte— ¿A esto le llamas ser tolerante?

—Si tenemos en cuenta que acabo de pasar un tiempito limpiando y vendando tu herida, yo diría que sí. Y un «gracias» sería bienvenido.

—No te pedí que me ayudaras —bufé.

—No. Porque eres, o bien demasiado orgullosa, o bien demasiado insensata para no hacerlo. Te hubieses dejado pudrir en lugar de pedir ayuda —comentó— O sea que no voy a recibir un «gracias», ¿verdad?

Dar un cabezazo hacia atrás fue mi respuesta. Sin embargo, él se anticipó y no conseguí golpearlo. Pegó mi mejilla a la pared y la mantuvo ahí. Yo me retorcí y forcejeé en un intento de escapar de su agarre.

—Tienes un talento excepcional para ser desobediente —gruñó Indra— Solo superado por tu talento para volverme loco.

—Has olvidado otro talento más.

—¿Ah, sí?

—Sí —escupí entre dientes— Mi talento para matar Demonios. Supongo que matar atlantianos será casi lo mismo.

Indra soltó una risa grave y noté el sonido por toda la espalda.

—Nosotros no estamos consumidos por el hambre, o sea que no se nos puede distraer tan fácil como a un Demonio.

—Aun así, se os puede matar.

—¿Eso es una amenaza?

—Tómatelo como quieras.

—Sé que has pasado por mucho —dijo, después de un momento de silencio— Y sé que lo que te he contado también es mucho para asimilar de golpe, pero es todo verdad. Cada parte, Saku.

—¡Deja de llamarme así! —Me retorcí en su agarre.

—Y tú deberías dejar de hacer eso —comentó, con su voz más grave, más profunda— Aunque bueno… por favor, continúa. Es el tipo de tortura perfecto.

Durante un instante, no entendí a qué se refería, pero entonces lo sentí contra la parte baja de mi espalda y se me cortó la respiración mientras me invadía una oleada de bochorno.

—Estás enfermo.

—Y soy retorcido. Perverso y oscuro —La áspera pelusa de su barbilla rozó mi mejilla y mi espalda se arqueó en respuesta. Indra pareció acercarse más aún, estiró los dedos por encima de los míos— Soy muchas cosas…

—¿Un asesino? —susurré, sin tener muy claro si se lo estaba recordando a él o a mí misma— Mataste a Yamato. Mataste a todos los otros.

De pronto, se quedó muy quieto, y al instante siguiente, empujó su pecho contra mi espalda.

—He matado, sí. Igual que lo han hecho Iruka y Naruto. Tanto yo como el que llamas Señor Oscuro tuvimos que ver en las muertes de Hannes y de Kankuro, pero no en la de esa pobre chica. Eso fue obra de uno de los Ascendidos, probablemente obnubilado por su sed de sangre. Y estoy dispuesto a apostar que fue, o bien el duque, o bien el lord.

El lord. Que había olido a las flores que Malessa llevaba en las manos más temprano ese mismo día.

—Y ninguno de nosotros tuvo nada que ver con el ataque al Rito y lo que le sucedió a Yamato.

Por todos los dioses, quería creerle. Necesitaba creer que no me había acostado con el hombre que había tomado parte en la muerte de Yamato.

—Entonces, ¿quién fue?

—Fueron aquellos a quienes llamas los Descendentes. Nuestros seguidores —explicó, su voz apenas más alta que un susurro— Sin embargo, no hubo ninguna orden de atacar el Rito.

—¿De verdad pretendes que crea que la cosa a la que siguen los Descendentes no les ordenó que atacaran el Rito?

—Solo porque apoyen al Señor Oscuro no significa que estén encabezados por él —contestó— Muchos de los Descendentes actúan por su cuenta. Saben la verdad. Ya no quieren seguir viviendo con el miedo de que conviertan a sus hijos en monstruos o sean robados para alimentar a otros. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Yamato.

Me estremecí. Lo que había dicho acerca de su implicación me convencía, y no estaba segura de por qué. En cualquier caso, dirigiese el Señor Oscuro a los Descendentes o no, seguía siendo la causa de la muerte de Yamato. Ellos habían adoptado su causa y habían actuado en consecuencia.

—Pero lo de los otros lo admites. Tú los mataste. Reconocerlo no cambia las cosas.

—Tenía que ocurrir —Su barbilla se separó de mi mejilla— Igual que tú tienes que entender que no hay forma de salir de esta. Me perteneces.

—¿No querrás decir que pertenezco al Señor Oscuro? —pregunté, girando la cabeza despacio.

—Quise decir lo que he dicho, princesa.

—No le pertenezco a nadie.

—Si crees eso, entonces sí que eres tonta —se burló. Volvió a pegar la cabeza a la mía antes de que pudiese lanzarle un golpe— O te estás mintiendo a ti misma. Pertenecías a los Ascendidos. Lo sabes muy bien. Es una de las cosas que odiabas. Te tenían dentro de una jaula.

Jamás debí contarle nada.

—Al menos esa jaula era más cómoda que esta.

—Es verdad —murmuró. Pasaron unos instantes— Pero nunca has sido libre.

—Sea verdad o no —y era una verdad dolorosa— eso no significa que vaya a dejar de luchar contra ti —le advertí— No pienso someterme.

—Lo sé.

Había un tono extraño en su voz, uno que sonaba a… admiración. Aunque eso no tenía sentido.

—Y sigues siendo un monstruo —añadí.

—Lo soy, pero no nací así. Me hicieron así. Preguntaste por la cicatriz de mi muslo. ¿La miraste bien, o estabas demasiado ocupada contemplando mi pen…?

—¡Cállate! —grité.

—Debiste darte cuenta de que era el escudo real grabado a fuego en mi piel —dijo y yo solté una exclamación ahogada. Sí que me había parecido el escudo real— ¿Quieres saber por qué tengo unos conocimientos tan íntimos sobre lo que ocurre durante vuestra jodida Ascensión, Saku? ¿Cómo es que sé lo que tú no? Porque me retuvieron en uno de esos templos durante cinco décadas y me hicieron cortes y tajos y se alimentaron de mí. Mi sangre se vertía en cálices dorados de los que bebían los segundos hijos e hijas después de ser agotados por la reina o el rey u otro Ascendido. Yo era el maldito ganado.

No. No podía creer aquello.

—Y no solo me utilizaban como alimento. Les proporcionaba todo tipo de entretenimientos. Sé exactamente lo que es no tener elección —continuó, y sus siguientes palabras me causaron un profundo horror— Fue tu reina la que me marcó a fuego, y si no hubiese sido por la insensata valentía de otro, todavía estaría ahí. Así es como me hice esa cicatriz.

Sin previo aviso, sus manos resbalaron de las mías y se apartó de mí. Me quedé ahí temblando, sin moverme. Tardé un largo momento en hacerlo. Cuando por fin me di la vuelta, Indra ya estaba fuera de la celda.

Si lo que había dicho era cierto… No, no podía serlo. Por todos los dioses, no podía ser.

De repente, sentí un frío insoportable y me abracé a mí misma, cruzando las cadenas. Indra me miró a través de los barrotes.

—Ni el príncipe ni yo queremos que sufras ningún daño. Como ya te he dicho, te necesitamos viva.

—¿Por qué? —susurré— ¿Por qué soy tan importante?

—Porque tienen al verdadero heredero al trono del reino. Lo capturaron cuando me liberó.

Creía que el Señor Oscuro era el único heredero al trono atlantiano. Si lo que Indra decía era verdad, solo podía significar que…

—¿El Señor Oscuro tiene un hermano?

Indra asintió.

—Eres la favorita de la reina. Eres importante para ella y para el reino. No sé por qué. Quizás tenga algo que ver con tu don. Quizás no. Pero te devolveremos a ellos si ellos devuelven al príncipe Itachi.

Todo lo que había dicho tardó unos segundos en registrarse en mi mente.

—Planeáis utilizarme como rescate.

—Es mejor que enviarte de vuelta en pedacitos, ¿no crees?

Me invadió una oleada de incredulidad, seguida de cerca por ese dolor palpitante procedente de mi pecho.

—Has pasado todo este rato contándome que la reina, los Ascendidos y mi hermano son, todos ellos, malvados vamprys que se alimentan de mortales y ¿te vas a limitar a enviarme ahí de vuelta una vez que liberes al hermano del Señor Oscuro?

Indra no dijo nada. Una risa rota brotó por mis labios, sonó demasiado mojada. Si lo que decía era verdad, confirmaba lo que ya iba siendo evidente. Mi seguridad o mi bienestar no le importaban lo más mínimo, más allá de asegurarse de que aún respirara cuando llegara el momento de hacer el intercambio.

Me llevé una mano al pecho para aliviar el dolor mientras otra carcajada subía por mi garganta. Indra apretó la mandíbula.

—Se te proporcionará una cama más cómoda —No sabía cómo contestar a eso, pero lo que estaba claro era que no le iba a dar las gracias. Indra levantó la barbilla— Puedes optar por no creer nada de lo que te he contado, pero deberías, para que lo que estoy a punto de decir no te sorprenda. Pronto partiré para reunirme con el rey Uchiha de Atlantia e informarle de que te tenemos —Levanté la cabeza de golpe— Sí. El rey vive. Igual que la reina Mikoto. Los padres de aquel al que llamas Señor Oscuro y del príncipe Itachi.

Alucinada, fui incapaz de reaccionar. Indra dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo un momento.

—No todo fue mentira, Saku —dijo, sin mirar atrás— No todo.