Mañana será otro día

Cuando entra en el local, su pelo rubio es lo primero que le llama la atención. Está solo en un rincón. Bebiendo whisky. Ajeno a los gritos, las risas, el ambiente festivo de un pub en el centro de Londres un viernes por la noche. Pero de cierta manera, es como si detectara su presencia, porque alza la mirada y la encuentra allí, parada en el umbral. Sus miradas se encuentran: ojos ámbar contra ojos grises, dorado versus plata, como si volvieran a ser niños de once años a los que el destino ha situado en bandos rivales.

Hermione se decide a entrar, franquea la puerta y encuentra otro lugar solitario, exactamente en la esquina opuesta a la de él. El camarero se acerca y ella pide una ginebra, sola. Necesita sentir el ardor traspasando su garganta, algo que la recuerde que sigue viva. Apura el primer vaso de un solo trago y pide otro; instintivamente, siente su mirada clavada en ella, como si sus pupilas tuvieran el poder lanzar un rayo a través del salón atestado y taladrarle la cabeza. Se pregunta brevemente si, íntimamente, mientras paladea su whisky estará regodeándose en verla así, en sus horas más bajas, ahogando las penas en ginebra, sola, un viernes por la noche. Aunque detesta los cotilleos y habladurías no es estúpida: es consciente de que su divorcio ha sido la comidilla de la prensa mágica durante los últimos meses. Hermione Granger, heroína de guerra y subsecretaria del departamento de Aplicación de la ley Mágica, la bruja más brillante de su generación y, probablemente, la más competente de todo el Ministerio, ha sido incapaz de salvar su matrimonio. Difícilmente admisible: el suyo era el marido perfecto, Ronald Weasley su compañero en tantas aventuras, eterno escudero de Harry Potter, sangre limpia, Gryffindor valiente, carismático, divertido, con una carrera brillante cómo comentarista de Quidditch. ¿Cómo es que ella no ha sabido satisfacer sus necesidades, ser una buena esposa, sacar el matrimonio adelante? Pese a caminar con paso seguro, la cabeza erguida y un gesto digno, Hermione es consciente de los murmullos a su alrededor en el Ministerio: es demasiado ambiciosa, no ha sido capaz de entender a su marido, de darle su lugar, siempre opacándolo tras sus brillantes logros. Debería haber sido más comprensiva, priorizar el bienestar conyugal sobre el de su carrera, haber rechazado aquel viaje diplomático a Bruselas que coincidía con su aniversario, haber accedido a hacer el amor aquella noche, aunque estaba cansada después de una jornada laboral de 16 horas, haberle dado aquel hijo que tanto deseaba pese a que, a sus treinta años, aún no se sentía preparada para ser madre. No necesita mirar a Draco Malfoy para saber lo que su sonrisa burlona le está susurrando desde la otra punta del pub.

Fracasada

Pero tampoco es que él esté en una situación mucho más boyante. Puede que no sea amiga de los cotilleos, pero es difícil sustraerse a ellos cuando páginas y páginas de sociedad se han hecho eco de lo mismo, horas de programas rosas en la radio mágica, conversaciones entre señoras de mediana en la cola de cualquier comercio del Callejón Diagon: Draco Malfoy, propietario de una de las mayores fortunas de la Inglaterra Mágica –aún después de haberse hecho cargo de las cuantiosas multas e indemnizaciones de guerra–, empresario del año según Wizards Enterpreneur, Mago más atractivo de Europa en la lista de Corazón de Bruja durante 5 años consecutivos y protagonista de gran parte de la política económica británica de posguerra, ha sido abandonado por su esposa, que le ha sido infiel con su mejor amigo. La boda de Malfoy y Astoria Greengrass también dio mucho que hablar en su momento: aunque hija menor, de una buena familia sangrepura, los Greengrass estaban muy lejos de la relevancia social y el poderío económico de los Malfoy. Además, Astoria era conocida por sus ideas notablemente progresistas –abogaba por la total independencia de las brujas casadas respecto de la familia de su esposo y defendía una posición mucho más igualitaria de la mujer en caso de divorcio–, lo que la colocaba en las antípodas de lo que Lucius hubiera deseado para esposa de su hijo. Suerte que Lucius se hubiera convertido en un cero a la izquierda en lo que las opiniones de su hijo se refería. La boda fue clandestina, inesperada, celebrada ante 3 testigos en Nueva York y anunciada a través de una escueta nota de prensa. Malfoy loco de amor fue uno de los titulares de la época. Hermione recordaba vagamente varias de las fotografías publicadas en aquel entonces: una pareja impecable, vestida de gala y atrayendo todas las miradas, a bordo de un yate de vacaciones en la Riviera, conduciendo un flamante vehículo último modelo. Y pocos años después saltó el escándalo: Astoria Malfoy en un minúsculo bikini besando apasionadamente a Blaise Zabini en la cubierta de un lujoso yate –¿sería el mismo?–. Los periodistas se arremolinaron como tiburones en torno a una presa ensangrentada. Que tu mujer te ponga los cuernos con tu mejor amigo es un chisme irresistible para cualquiera, cuando además eres rico y famoso, la carnicería está garantizada. La pobre esposa descuidada, él dedicaba demasiado tiempo a sus negocios, debería haberla cuidado mejor, darle más cariño, consentirle más caprichos. Cuando una no tiene algo en casa, pues ya se sabe, tiene que buscarlo fuera… Pero él era Draco Malfoy, letal hombre de negocios –pese a guardarle aún un rastro de rencor por su truculento pasado adolescente, Hermione no puede dejar de admitir que su inicial aventura empresarial, transformada en un imperio de telecomunicaciones, es sencillamente genial (y terriblemente sorprendente que a nadie hasta entonces se le haya ocurrido adaptar la tecnología telefónica muggle al mundo mágico)–, así que Draco Malfoy se limitó a mirar a todos con su expresión más altiva, una de esas miradas que hacían a la gente bajar la cabeza acobardados y el ingenioso redactor que, apenas unos minutos antes pensaba que el ingenioso título El cornudo de Gran Bretaña le haría vender millares de ejemplares, se contentó con hacer una sucinta referencia al divorcio en un pequeño recuadro en la sección de sociedad. Al fin y al cabo, puede que estuviera loco de amor, pero Draco Malfoy conservó la cordura necesaria para introducir una capitulación matrimonial por la cual, en caso de divorcio cada cónyuge conservaría íntegro el patrimonio que padecerá antes de la boda.

Definitivamente, Hermione no tiene nada por lo que avergonzarse ni agachar la cabeza. No obstante, cuando sus miradas vuelven a encontrarse, la de Malfoy no es burlona ni despectiva; ligeramente irónica, eso sí, y con un rastro de lo que, a ojos de la bruja, parece ligera curiosidad. Malfoy esboza una sonrisa torcida y extiende hacia ella su vaso en una sarcástica parodia de brindis y Hermione se limita a reconocer el gesto con un asentimiento de cabeza.

Por fin él, se acerca en su tercera ginebra –imposible saber si para él es el cuarto o quinto whisky–. Son las once pasadas y el pub está mucho más lleno, lo que complica bastante mantener dos mesas para una sola persona conservando un mínimo de espacio vital. Malfoy se limita a cruzar el salón y acodarse con su vaso en la mesa de Hermione, sin pedir disculpas ni permiso. En otros tiempos, ella hubiera soltado una exclamación indignada, le hubiera exigido que se fuera o, al menos, fulminado con la mirada, pero es viernes, está cansada y bastante achispada y al volver a casa únicamente la espera una cama solitaria. Distraídamente, sus ojos se fijan en las manos de Malfoy: extraño, han estado siete años compartiendo clase de pociones y jamás hasta ese momento se había parado a mirar sus manos. Son bonitas, de dedos largos y finos y Hermione no puede evitar preguntarse si serán también tan hábiles como parecen – definitivamente ha pasado de achispada a borracha–. Después de cinco minutos, Malfoy parece aburrirse del silencio incómodo que los oprime en medio de las conversaciones ajenas y suelta un simple:

–¿Cómo van las cosas Granger?

El primer impulso de Hermione es soltarle un ¡Como si te importara! Al fin y al cabo, él la odia, a ella y a los que comparten su estatus de sangre; pero luego cae en la cuenta de que, después de todo, él se encuentra en un bar muggle y lleva los últimos diez años aprendiendo lo suficiente de la cultura muggle como para transponerla al mundo mágico. Demasiado para algo que desprecias. Así que se limita a encogerse de hombros y responder, sin demasiado convencimiento:

–No me puedo quejar.

–Leí tu propuesta de ley contra la venta de productos sin garantía de trazabilidad de origen.

Eso la sorprende porque, aparte de ella misma, su secretaria y Edward Lindon, su becario, con Draco Malfoy hacen un total de cuatro personas las que han leído el documento. Tal vez sea mentira y sólo sea un modo de acercarse a ella y tratar de sonsacar información. Decide ponerlo a prueba:

–¿Qué te pareció el capítulo dedicado a los pesticidas usados en ingredientes de pociones críticas?

Otra vez esa sonrisa torcida: irritante y sexy a partes iguales.

–Granger, o me pasaron una versión desactualizada o no había ningún capítulo sobre pesticidas. Aunque sería una propuesta interesante, conozco a más de un pocionista que estarían dispuesto a apoyarla –tamborilea con los dedos en la mesa, su mano apenas a unos centímetros de la de Hermione, que sostiene el vaso como medio de defensa contra una amenaza desconocida–. El artículo dedicado a componentes de varitas, sin embargo, creo que es especialmente necesario, sobre todo en los últimos años después de que…

Y ahí es cuando la presa se rompe: Hermione no deja escapar la ocasión y expone su punto de vista, Malfoy está de acuerdo en algunas cosas, pero rebate muchas otras. Resulta que sí, que se ha leído la propuesta y aunque disiente en algunos aspectos, es refrescante hablar con alguien fuera del trabajo que parece interesado en lo que ella hace. Los ojos de Malfoy brillan mientras expone sus argumentos, tal vez sea efecto del alcohol, lo que no evita que Hermione responda con una ligera caída de pestañas.

Más tarde, no sabría decir cómo ocurrió: Malfoy toma el último trago y deposita el vaso en la mesa, tan cerca del de ella que sus meñiques se tocan. Después, sus cabezas giran prácticamente a la vez y luego todo son labios, dientes y lengua. Al principio, Malfoy besa tan dominante y autoritariamente con hace todo lo demás, pero Hermione es una leona y no está dispuesta a arredrarse, así que toma el control, su lengua acariciando el interior de la boca de Malfoy mientras que él se aferra a su cintura y la pega contra su cuerpo. El beso va despertando más y más sensaciones, como si fuera aceite caliente que de su boca se extendiera al resto de su cuerpo: Hermione marca el ritmo y él se deja llevar, toma lo que ella está dispuesta a darle y, poco a poco, va exigiendo más: cuando la bruja alza un poco más los brazos para rodearle el cuello y comienza a juguetear con los cabellos de su nuca, Malfoy le muerde el labio inferior arrancándola un gemido necesitado y adelanta las caderas hasta que sus pelvis se rozan y ella es capaz de notar su creciente erección a través de todas las capas de ropa.

Es entonces cuando Hermione se aparta: tiene los ojos nublados por el deseo y Malfoy, con una mueca contrariada por la pérdida de contacto, no hace ningún intento por retenerla.

–Malfoy… –la voz de la bruja, normalmente aguda y segura de sí misma, suena ahora entrecortada, jadeante–. No podemos… aquí no. Sigamos con esto en otra parte.

La expresión de Malfoy, que comenzaba a mostrar signos de derrota, prácticamente se ilumina al escuchar esta última frase y, tomándola de la mano, la conduce a través de los cuerpos del local atestado directamente hacia la salida. Una vez fuera, ella no le da opción: lo toma de las solapas de la americana, lo conduce a un callejón a salvo de miradas indiscretas y los desaparece directamente a su apartamento.

Es un lugar pequeño su nido de divorciada –probablemente el salón de Malfoy sea como toda su casa entera–, pero es suyo y está secretamente orgullosa de él. Los libros cubren las paredes y también algunos rincones del suelo y… Malfoy no parece ni lo más remotamente interesado en la decoración porque, tan pronto como sus pies tocan el suelo, la toma de las caderas y la estampa contra la pared. Ahora es él quien lleva la iniciativa del beso: con una mano hundida en su pelo y la otra, rodeándole la cintura, la besa con sed, con hambre, como si deseara robarle una pizca de su hálito vital a través de su boca. Hermione se aferra a su espalda, introduciendo las manos bajo su chaqueta, arrugando a su paso la camisa, otrora perfectamente planchada. Malfoy abandona su boca y está a punto de protestar cuando él centra todo su interés en su cuello, encontrando un punto particularmente sensible en la unión con la clavícula. Él sigue dibujando un camino de besos hasta toparse con su jersey y suelta una maldición entre dientes, Hermione se aparta lo justo para sacarse la prenda por la cabeza y Malfoy aprovecha la pausa para desprenderse de la chaqueta: ambas prendas terminan en un lugar inidentificado del salón.

Los dos retoman el asalto, Hermione suspira agradecida cuando nota un muslo de él colándose entre los suyos y disfruta de la fricción, los labios de él están de nuevo en su escote, en el valle entre sus pechos. Sus manos vagan por su espalda, produciendo escalofríos en su columna vertebral hasta oprimir las nalgas, acercándola a él. Está muy duro, su pene se siente rígido contra su bajo vientre y ese contacto pronto se antoja insuficiente: ambos llevan demasiada ropa. Malfoy parece leerle la mente porque empieza a desabotonarse la camisa, pero el tiempo apremia y la paciencia se agota, por los que la bruja simplemente tira de la camisa a ambos lados, los botones vuelan por los aires y por fin logran deshacerse de ella. La camisa comparte destino con chaqueta y jersey. Hermione se permite un momento para admirar a Malfoy: siempre lo hubiera creído lampiño –tampoco es que hasta ese día haya dedicado demasiado tiempo a pensar en Malfoy sin ropa–, pero nada más lejos de la realidad: su torso, esbelto y fibroso, está cubierto por una capa de vello rubio, casi invisible en la penumbra del salón, pero de lo más estimulante al acariciarlo. La bruja cede a un repentino impulso y hunde la nariz en su pecho; Malfoy huele bien: a madera, pergamino y cierto toque a menta. Deja un reguero de besos a su paso por el esternón, se entretiene dándole un pequeño mordisco en su tetilla plana y es ahí donde Malfoy se desata, la impulsa a rodearle la cintura con los muslos, y entre dientes murmura la pregunta, ¿dormitorio? En una posición muy poco digna, aferrada a él como un koala, Hermione se las apaña para señalar una puerta a su espalda. Malfoy se abre paso con un tirón brusco del picaporte: el cuarto es diminuto y la cama de matrimonio lo ocupa en su práctica totalidad. La arroja sobre la colcha y él se tumba encima, descansando su peso en los antebrazos; Hermione tiene una breve visión de los restos de su Marca Tenebrosa en el antebrazo izquierdo, convertido en un borrón de tinta desvaída pero rápidamente su atención se desvía mientras Malfoy reclama de nuevo su boca. Están así un buen rato, besándose lánguidamente, disfrutando de sus sabores entremezclados, whisky y ginebra. Sus caderas se mueven rítmicamente buscando el punto de unión, las manos de Hermione se hunden en el pelo de él: los mechones pálidos, lisos y suaves, tal vez demasiado perfectos. De repente, nota los dedos de Malfoy en el broche de su sujetador y se tensa involuntariamente. Entonces, sale a la superficie la parte racional de su conciencia, de vacaciones hasta aquel momento.

¿Qué estás haciendo?

Ron había sido su único compañero sexual y Hermione nunca se había creído capaz de practicar sexo sin amor. Evidentemente, no está enamorada del Malfoy, que es la última persona en el mundo con la que, hasta hace dos horas, se plantearía tener sexo. Entonces ¿qué están haciendo allí, en su cama, semidesnudos? Por otro lado, ha sentido una suerte de conexión con él, una chispa mientras hablaban en el pub y él se reía –una risa de verdad, divertida, no las carcajadas burlona que usaba en el colegio– y, siendo sincera consigo misma, está muy cachonda, Malfoy está como un tren y besa como un dios y hace tiempo que no…

Las manos de él se han retirado en el mismo instante que ha notado la incomodidad de Hermione, se alza sobre ella con una expresión – ¿preocupada? – y musita:

–¿Estás bien? Podemos dejarlo si no te apetece.

Y es esa mirada, esa pregunta lo que la decide, estira el brazo para rodear su cuello e instarle a que vuelva a besarla al tiempo que, con la mano libre, se desprende del broche del sostén, que cae descartado en la cama. Y luego está la sensación de sus pezones contra el vello de su pecho que es… simplemente gloriosa.

Las manos de Hermione se entretienen vagando por sus pectorales, trazando los contornos firmes de su vientre, hasta que la ropa vuelve a ser demasiada. Tironea nerviosa de la hebilla de su cinturón –ahora que lo piensa, Malfoy lleva un atuendo muy muggle– y en sus fútiles intentos, sus manos rozan su miembro, notándolo duro como una roca aun por encima los pantalones.

–Joder, Granger…

Él acude en su auxilio, desabrocha la hebilla, los pantalones y se toma un momento para sentarse en la cama y deshacerse de los zapatos y calcetines. Hermione puede aprovechar esos momentos para quitarse sus propios pantalones, pero la visión de Malfoy desnudándose ha captado toda su atención. Su cuerpo es largo y esbelto, de líneas finas y elegantes, pero bajo sus omóplatos, en la uve que forman sus ingles se perciben músculos poderosos, bien definidos. Sus muslos transmiten fuerza, ha debido seguir practicando quidditch durante todos estos años después de la etapa escolar. Malfoy no se entretiene demasiado y, una vez se queda en calzoncillos, vuelve a ella; Hermione cede a la tentación y cuela la mano bajo el elástico de la ropa interior: ahí está, duro, caliente, pesado, con la piel sorprendentemente suave. Lo acaricia de abajo a arriba, pasa el pulgar por la punta, lo que se gana un siseo y que él aparte sus manos, tomándola de las muñecas.

–Basta, Granger o terminaremos antes de empezar.

A ella se le escapa una risita que se ve acallada por un nuevo beso, y va bajando, va bajando, hasta su esternón y desvía su camino a la derecha. Sopla sobre su pezón, lo que hace que a Hermione le sobrevenga un escalofrío, luego lame la areola como interludio antes de metérselo en la boca.

–Dios, Malfoy.

Él se ríe entre dientes y sigue besando, succionando, raspando levemente con los dientes. Hermione se retuerce, se siente morir, su pezón izquierdo en llamas sin nadie que se ocupe de él. Malfoy parece leer su mente, porque libera una mano –aún la tenía aferrada por ambas muñecas– y pellizca la punta rosada, entre el índice y el pulgar, mientras la otra mano va bajando sinuosamente por su vientre, describe una caricia en torno a su ombligo hasta que finalmente se detiene en el botón metálico de sus vaqueros.

–Oh, por favor.

Interpretando la súplica de Hermione como que esta vez, el permiso está garantizado de antemano, desabrocha los vaqueros, mientras ella le ayuda a bajárselo por las caderas. Están ajustados los malditos. Y los baja por sus muslos. Con un movimiento hábil, él le quita las deportivas, pie derecho, pie izquierdo, los calcetines y no se demora demasiado en hacer desaparecer también los odiosos vaqueros. Se lanza sobre ella, como un lobo hambriento. Me he puesto las bragas más feas. Y lo son: color carne, de algodón, porque no esperaba esto, no esta noche; pero a él no parece importarle, porque hunde la cara en su entrepierna, aún por encima de las bragas.

–Merlín, Granger, estás empapada…

Y ella comprueba con horror que es así, tiene la ropa interior completamente mojada, la humedad ha calado hasta las sábanas. Se sonroja, por el calentón y la vergüenza que la mortifica, pero Malfoy engancha los pulgares en el elástico, baja las bragas, se relame como un gato ante un plato de leche…

–OH, DIOS MÍO.

Hermione nunca había sido particularmente aficionada al sexo oral: Ron siempre lo practicaba a regañadientes, obligado por el principio de reciprocidad y tampoco es que fuera especialmente diestro en ello que resultaba ser una mezcla de fluidos y babas más que otra cosa pero esto…. La bruja comienza a entender que las escritoras de novela romántica picante que tanto fascinaban a Lavender y Parvati durante sus tiempos de Hogwarts no exageraban en lo más mínimo. Siente como si las estrellas se estuvieran quebrando y el polvo brillante la cubriera con su luz. La lengua de Malfoy gira sobre su clítoris y ella corcovea hacia él, se aferra a sus cabellos manteniéndolo en su lugar, entre sus piernas.

–Sí, sí, sí, Malfoy, por favor.

Él alterna el ritmo, besa sus labios, da pequeños mordisquitos, empujando, más y más hasta que la estrella más grande, la supernova estalla y Hermione se convierte en una bola de luz.

Malfoy serpentea por su cuerpo, de abajo a arriba, dejado un rastro de humedad brillante por su muslo, su vientre, su pecho, hasta que sus bocas vuelven a fusionarse de nuevo: sabe a él y a ella mezclados. Hermione abre más las piernas, lo acoge entre la cuna de sus muslos, una mano de Malfoy sigue ahí abajo, apaciguándola, acariciando las réplicas de su orgasmo, luego nota un dedo inquisitivo, curioso y sus caderas se alzan a su encuentro, abriéndose a él. Añade un nuevo dedo, extiende la humedad, emprende una búsqueda a ciegas, hasta dar con el lugar que desea. Dedos largos y pálidos. Joder aún más habilidosos de lo que parecía. Vuelve a subir hacia la cima. Hermione jamás lo hubiese imaginado: que el prepotente y arrogante Draco Malfoy fuera un amante tan generoso en la cama, capaz de darle un orgasmo, a punto del segundo, antes de obtener su propio placer.

–Malfoy, por favor.

–¿Qué quieres‽ ¿Qué deseas, Granger? –un gruñido, su polla se frota contra sus pliegues mojados–. Todo lo que quieras tomar de mí, es tuyo.

–Tú, todo tú, dentro de mí.

Malfoy se yergue sobre ella, los ojos velados por el deseo.

–¿Segura?

–Oh, por favor –como muestra de su deseo alza la cadera, aprieta el agarre de sus muslos contra las de él, lo atrae hacia sí–. Hazlo ya.

Mientras Malfoy se deshace de sus calzoncillos, Hermione estira el brazo hacia la mesilla de noche, toma su varita y, apuntando hacia su vientre murmura un rápido hechizo anticonceptivo. Ron lo odiaba recuerda fugazmente ¿es que nunca vas a encontrar el momento para tener hijos conmigo?. Pero Ron no está ya en su vida, destierra el estúpido pensamiento tan rápido como ha llegado y cuando alza la vista se encuentra con Draco Malfoy, totalmente desnudo, la cabeza de su pene apuntando orgullosamente hacia ella. Se inclina para besarla, y ella lo acoge entre sus brazos, la penetra suavemente, con una lenta embestida y se queda quieto ahí unos instantes, enterrado en ella. Hermione inspira hondo, dando un momento a sus músculos para estirarse. Ha pasado tiempo: lleva diez meses divorciada y en los últimos tiempos apenas lo hacían –un mero trámite automático y aburrido–. Y Malfoy es grande. Muy grande. Cuando se encuentra cómoda, hace un pequeño giro con la cadera. Él parece captar el mensaje, porque sale muy lentamente de ella para volver a entrar. Una y otra vez. Una y otra vez. Todo sin dejar de besarla: sus labios, sus párpados, sus mejillas. Vuelve a demorarse en ese lugar particularmente agradable en su cuello y sigue besando mordisqueando, susurrando palabras sueltas.

–Eso es, joder Granger, un poco más, eres perfecta, tan perfecta…

Hermione siente el polvo estelar de nuevo arremolinándose en sus miembros, Malfoy se aferra a una de sus caderas, instándola a rodearle la suya con la pierna, con la otra mano retoma la tortuosa caricia de su clítoris y se siente….

–Ufff

Paulatinamente, él ha ido acelerando el ritmo; Hermione lo abraza con manos y piernas, sus uñas raspando la piel perfecta de su espalda. Mañana tendrá marcas piensa en un arrebato de cruel satisfacción. Los arañazos cubrirán al día siguiente su piel pálida, perfecta e inmaculada, un recordatorio de que no fue un sueño, de que Hermione Granger estuvo allí. Sus piernas lo abrazan por la cintura, los talones clavándose en su baja espalda, espoleándolo.

–Más…

–¿Más qué, Granger? –su voz suena ronca, antinatural– ¿Más rápido? ¿más fuerte? –apuntala cada pregunta con una estocada– ¿O más fuerte?

–Más… de ti.

Y es entonces cuando se pierden: Malfoy acelera el ritmo de su mano ahí abajo, se inclina para tomar un pecho en su boca, la alza para que su pelvis esté orientada de un modo especial, justo para que golpee…

–Ah, Draco, sí.

Y no sabe si su perdición es la de ella o su nombre en sus labios, pero Draco se deja ir, todo en ella, por ella. Sin que quede nada de él dentro de sí mismo.

Se deja caer desplomado sobre ella, su cabeza entre sus pechos. Rodeándola la cintura con los brazos. Hermione titubea: no tiene ninguna experiencia en ello, pero asumía que aquello terminaba en cuanto él se corría, que se levantaría de la cama, recopilaría su ropa esparcida por el apartamento y se marcharía. Así tenía entendido que ocurría con los polvos de una noche. Pero parece que no, han pasado ya cinco minutos y lejos de levantarse, Malfoy se ha acomodado aún más en su postura: ha rodado sobre su espalda, atrayéndola consigo, de forma que es ella la que está ahora sobre él, la cabeza en su pecho, sus pensamientos acompasados por los latidos de su corazón ralentizándose. Sus piernas están enredadas y Malfoy los ha cubierto con la sábana después de que sus cuerpos, perlados de sudor, comenzaran a enfriarse.

Aquello tampoco lo habría imaginado nunca: además de amante generoso, Malfoy es de los que les gustan acurrucarse después del sexo ¿quién lo hubiera dicho?

A Hermione le invade un repentino desasosiego al pensar que no tiene ni idea de qué hacer si a la mañana siguiente sigue ahí ¿invitarlo a desayunar? ¿hacer como si nada y marcharse a trabajar? A pesar de ser la bruja más brillante de su generación la respuesta se le antoja compleja y está cansada y la respiración de Malfoy, lenta y profunda, sus brazos cálidos en torno a ella se antojan muy relajantes, así que lo mejor sería pensarlo al día siguiente. Al fin y al cabo, ¿cómo decían en aquella película? Ah, sí.

Mañana será otro día.