Tan sólo duró unos segundos. Se separaron en cuanto oyeron las voces de sus amigos a través de la puerta, acercándose junto al conserje. Helga no se enteró de qué expresión tenía Arnold en el rostro, pues desvió la mirada a la puerta esperando que se abriera abruptamente de par en par.
¿Qué acaba de pasar?. Se sentía completamente fuera de lugar.
Una semana y media después —en las que su mente parecía no conectar ideas y su corazón no paraba de latir confuso—, llegó el día de su decimosexto cumpleaños. Recibió felicitaciones y regalos en la escuela. Un libro de ficción histórica de parte de Phoebe, una gorra de parte de Patty, humectante labial de parte Rhonda, flores de parte de Brainy, Lila y Sheena, y cupones para malteadas y cafés de parte de los demás. Acordaron con Phoebe, Patty y Lila, en almorzar juntas el sábado para celebrar sin la presión de tener deberes y reportes pendientes. Probablemente Brainy aparecería de casualidad. Así que se fue a casa después de las clases.
Decidió caminar en vez de tomar el bus, pues ya era primavera y el día había estado despejado y cálido. Se encontraba de buen humor. No se había permitido ser evidente al respecto ante los demás, pero había sentido cierta calidez en el pecho ante las atenciones de sus compañeros; así que no le importó mucho que sus padres no hubiesen mencionado nada al respecto.
Su hermana no demoró en llamarle por teléfono en cuanto llegó a casa, prometiéndole traerle todo tipo de accesorios cuando les visitara. Estaba hablándole sin parar, mientras Helga le daba toquecitos con el dedo a su lagarto distraídamente, cuando sonó el timbre. Razón perfecta para despedirse de Olga.
Al abrir la puerta de entrada, Arnold se encontraba de pie frente a ella. Le brillaban los cabellos dorados, parados y desordenados bajo el sol. Sostenía un obsequio plano envuelto en papel blanco con rosas dibujadas.
—¡Arnold! —se le escapó por la sorpresa— ¿Qué haces aquí, cabeza de balón, ya se aburrieron de ti tus amigos? —dijo con burla, intentando recuperar la compostura a pesar de la sensación de aturdimiento que se apoderaba de ella al tenerlo cerca desde aquél día en el almacén deportivo.
—Helga —contestó Arnold suavemente, con una sonrisa y mostrándole el paquete—. Feliz cumpleaños.
—Sí, ya me lo dijiste en la escuela —murmuró la joven, apoyándose en el marco de la puerta y mirando el objeto sin hacer amago de agarrarlo.
—Vine a darte esto —enfatizó el rubio cordialmente, aun estirando el brazo—. Por un momento pensé que no te encontraría, que estarías con Phoebe.
—Celebraremos el fin de semana —replicó ella, con voz átona, aún sin moverse.
—Ahm... ¿y con tu familia, harás algo hoy?
Helga soltó una risotada. Arnold bajo los brazos.
—¿No has conocido a mi familia, camarón con pelos? Estoy segura de que te habrás topado con el gran Bob un par de veces. Ya te imaginarás cómo son las cosas.
Arnold la analizó unos segundos. Helga quiso encogerse. Él le ganaba ya varios centímetros en altura y los hombros se le veían más anchos. Helga ya no se sentía tan imponente.
—¿Tienes tiempo ahora? —le preguntó el chico— ¿para ir a pasear o comer algo?
Lo pensó un milisegundo. Era su cumpleaños, al fin y al cabo. Diablos, estaba bien ser caprichosa un día.
—Tengo tiempo ahora.
—Bien —dijo Arnold sonriéndole sincero otra vez y enseñándole el obsequio nuevamente—. Deja esto adentro. Te espero.
Helga tomó el regalo y evaluó al chico antes de girarse. Le reflejaban los ojos verdes. Se veía relajado. Siempre compuesto y amable.
Subió las escaleras desarmando el envoltorio y entró a su habitación abriendo la cajita que venía dentro. Había una libreta rosada empastada con tapa dura y un bolígrafo de tinta líquida violeta.
¿Cómo supo?.
Y ella se había prometido no escribir más acerca de él.
Sintió la frustración formarse en el estómago, hacerse pesada en su pecho y atorarse en su garganta. No se permitió llorar. Puso la caja sobre su mesa de noche, se puso los zapatos y bálsamo de labios. Agarró una chaqueta ligera por si corría viento más tarde. El corazón latía nervioso.
Fueron al parque primero, aprovechando que el sol cada día se quedaba hasta más tarde y calentaba con más fuerza. Arnold nuevamente intentó indagar en su rutina y Helga se permitió contarle cómo era su día a día. Conversaron sobre sus talleres extracurriculares y las dificultades del año escolar. Arnold se mostraba muy atento a lo que ella le contase y le confesó haber asistido a uno de sus encuentros del club de debate. La alagó por su desempeño y tenacidad. Metiche. O quizás ella de verdad le parecía interesante. Y tenaz.
Helga no le hizo preguntas a él directamente. Realmente ella no quería saber. No quería que él le mencionara nada sobre vínculos con animadoras o parejas de proyectos o compañeras de clases.
Cuando se sintió el frío, Arnold le ofreció entrar en un café. Ella pidió café negro y él, café con leche y crema e insistió en pagar.
—Claro que vas a pagar tú, melenudo; yo soy la festejada —le indicó la rubia divertida. Arnold se rio con ella.
—Lo que tú digas, Helga. ¿Quieres algo para comer? —agregó al ver la hora en su reloj de muñeca— Es la hora de la cena ya.
Se pidieron unos sándwiches y se sentaron en unas sillas altas junto a una mesa redonda. El lugar estaba decorado con maderas y muebles oscuros, y luces tenues.
Estuvieron unos minutos en silencio que ella consideró agradables. En silencio no hay riesgo de enterarse de nada. De recibir otro golpe de realidad. De sentir el pecho oprimido y frustrarse con su inmadurez.
—¿Te molestaría si te vuelvo a invitar por un café, Helga? —dijo Arnold, rompiendo el silencio. Porque él siempre tenía algo que decir, algo que preguntar, algo que hacer.
—¿Para qué? —respondió el impulso, manos bien afirmadas del tazón.
—O tal vez una malteada, cuando llegue el verano —continuó él ignorando su pregunta.
—¿Por qué me invitarías a nada, cabeza de balón? —insistió.
Él recostó su amplia espalda en su silla. Inspiró y miró al rededor.
—Nos conocemos hace mucho, Helga, ¿por qué no?
—No es como que hayamos interactuado mucho últimamente —se quejó, atenta a su café. Excepto por un par de incómodos besos.
Hubo una pausa en el aire.
—Helga —le llamó el chico, pero ella no le miró—, mi pregunta era si te importaría que te invitase a salir de nuevo —le repitió lentamente.
—No, no me importa nada de lo que haces —remató, acabándose el café. Apoyó la cabeza en su mano para mirarlo con la mayor indiferencia posible. Él la observaba con una sonrisa calculadora.
—Bien, entonces.
—Pero MI pregunta es por qué lo harías.
—¿Podríamos decir que... por el furor del momento? —y entonces no sólo le sonreía con los labios, sino que con la mirada también. Y el ambiente tenso que Helga había creado pareció desvanecerse.
—Dijiste que ya no podíamos usar esa excusa —le acusó en una exhalación.
—Está bien —dijo Arnold sobre el borde de su tazón—, pensaré en otra entonces —y le sonrió con todos los dientes.
La mente de Helga se estancó en la imagen de Arnold sonriéndole cálidamente.
—Te acompaño a tu casa —le avisó el chico, sacándola del trance.
Se levantaron y salieron al aire nocturno. Como Helga lo previó, corría viento fresco.
—¿No tienes frío, cabeza de balón? —preguntó la chica cerrándose la chaqueta—. ¿Aceleramos el paso? No se te vayan a congelar las ideas de salvar el mundo.
—No, Helga —le respondió contento, sujetándole la muñeca para que no se apurara—. Estoy bien. Gracias.
Helga se sonrojó. Siguieron caminando muy cerca el uno del otro. Arnold respiraba profundo, y mantenía su amplia sonrisa. La chica tuvo cierta dificultad para seguirle el paso tan pausado.
Al llegar a su pórtico, la chica se adelantó a subir un escalón.
—Ya, Arnoldo, gracias. No estuvo tan mal —le dijo quedamente.
—Me alegro de que hayas tenido una buena tarde, Helga. No se te olvide abrir tu regalo.
Helga se sintió sonrojar.
—Sí, gracias —respondió bajito.
Se había volteado para subir hasta la puerta, cuando Arnold posó la mano en su hombro.
—Helga.
Ella se giró a mirarlo. Él se acercó vacilante y la besó.
Efímero.
Olía y tenía sabor a café.
Se alejó un poco y por tres segundos ninguno se movió.
Nada se movió. No pasaron coches. No corrió más viento. No se escuchó ruido.
—Por tu cumpleaños —se excusó Arnold con actitud reservada, antes de que Helga pudiese pensar en preguntar nada. No había ni pestañeado—. Nos vemos —anunció el muchacho, soltándole y caminando hacia atrás atolondradamente—. Mañana. En la escuela —se giró robóticamente y emprendió el camino a su casa—. Adiós, Helga.
Helga se quedó parada siete minutos en su pórtico.
Dos semanas más tarde, Arnold la alcanzó mientras ella salía de la escuela y efectivamente la invitó a ir por una malteada ese fin de semana.
Fue una salida corta, pero agradable. Él parecía haberse peinado y se veía bien arreglado para una salida tan casual. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones tan limpios que Helga pensó que habrían sido nuevos.
Conversaron de sus planes para el verano; sería el último antes de empezar a estresarse con aplicaciones a la universidad. Helga planeaba acudir a diversas exhibiciones, obras de teatro y musicales con Phoebe, Patty y Lila. También habían hablado de ir a Dinoland con los chicos. Debían reservar entradas pronto o se agotarían. Y quizás ir a las maquinitas algunas tardes, antes de ver lo último de su infancia desvanecerse.
Arnold quería continuar practicando básquetbol —Helga le dijo que no necesitaba exigirse tanto, pues era un jugador bastante decente para un camarón de su tipo—, pero también quería retomar la armónica y hacer música junto a su abuela en la azotea, mientras ella tocaba el piano. Por sobre todo, quería pasar tiempo con sus abuelos. Le confesó sentir cierta ansiedad cuando pensaba en universidades lejos de Hillwood.
Además, Arnold se había inscrito en un taller botánico que sería por cuatro fines de semana durante el verano e iba acudir a una charla gratuita de antropología.
Entre las cosas que le mencionó, no parecía existir ningún abierto interés por alguna chica, y eso tranquilizó a Helga.
Otro día, la invitó al cine. Nuevamente él se veía bastante ordenado para la ocasión, y esta vez Helga hizo el esfuerzo también de verse menos hogareña. Luego de una cena ligera, disfrutaron de una película de terror y el camino a la casa de los Pataki estuvo exclusivamente dedicado a comentar la película con asombro, risas y griterío. Esa noche, Arnold la tomó de la mano al despedirse con un beso en la mejilla. Helga no podía dejar de recordar la sensación en su piel y lo bien que olía su cuello cuando se le acercó.
Al iniciar las vacaciones, Helga se aseguró de responderle las llamadas y mensajes, a diferencia del verano anterior. Se ponía nerviosa, pero no volvería a arrancarse. Se abstenía de fantasear y crearse expectativas, sin embargo, decidió confiar en la actitud persistente y consecuente del chico. Arnold no daba indicios de querer limitar ni reducir sus interacciones a menos que amigos. Sino que todo lo contrario. Y cuando estaban juntos, era atento, paciente ante su actitud esquiva y siempre parecía en un estado de sosiego que se había vuelto contagioso.
Fueron por un helado un día, y se les unieron sus demás amigos para ir a las maquinitas en la tarde. Tal vez ella se había aprovechado un poco y le había tocado el brazo o chocado sus hombros más de lo normal.
Una mañana, Arnold la invitó a jugar básquetbol con él en el parque.
—Sigo siendo mejor que tú en béisbol y con eso me basta —le respondió la rubia, mientras él celebraba al balón recién encestado.
Arnold se rio— Me complace que pierdas con dignidad, Helga, pero deberías aprender a felicitar a tus contrincantes —le aconsejó acercándose donde ella estaba cruzada de brazos.
Helga se quedó quieta inspirando el aroma del joven potenciado por el sudor.
—Creo que me pides demasiado —le replicó enarcando una ceja—, ¿quieres que te dé una medalla acaso? Porque no pasé por la tienda de artículos para melenudos antes de venir.
—No —respondió Arnold divertido, con los ojos brillantes y una sonrisa traviesa—, recuerdo que el verano pasado celebramos la victoria de otra manera —y pasando dos dedos por la trabilla del short de la chica, la haló hacía sí y sin perder la determinación, la besó. Profundamente. Y Helga, en ese momento, se permitió sentirse libremente feliz.
La semana siguiente fueron a Dinoland. Todos los besos y abrazos fueron excusados como parte de la emoción de los juegos.
Cuando fueron a la feria artesanal que se había instalado en el muelle; besarse y cogerse de manos se justificaba ante la necesidad de no desentonar con las demás parejas que también paseaban muy afectuosas disfrutando del atardecer.
Empezaron onceavo grado y a ellos se les desbordaba la inventiva por excusas para besarse en las tardes. Cada vez más prolongado, más cerca, más apretados.
Y entonces llegó el cumpleaños decimoséptimo de Arnold. Sus abuelos lo motivaron a hacer una junta con sus amigos en la azotea; que rápidamente se convirtió en una fiesta a donde se presentaron no sólo sus amigos y compañeros de equipo; sino que chicos de otros cursos y conocidos de otras escuelas también.
Helga estaba disfrutando junto con Phoebe, Gerald y Brainy, hasta que una discusión entre Rhonda y Harold cambió la energía del evento y pareció volverse el tema central de la ocasión. Los asistentes empezaron a centrarse más en discutir entre sí de lado de quién estaban y, entre los chismes, se vieron también involucrados Patty y Curly. Helga, tras intentar disolver el asunto sin éxito, se metió a la habitación de Arnold a esperar unos minutos que se cansaran del tema.
Arnold apareció por el tragaluz quince minutos después.
—Hola —le saludó mientras bajaba por la pared hasta su cama.
—¿Ya se arreglaron, el niño rosa y la princesa? —preguntó la joven desde donde se encontraba sentada en el piso, curioseando la colección de música del rubio.
Arnold cerró la ventana, amortiguando el ruido de las conversaciones— ¿Por eso te metiste aquí? —Helga asintió y Arnold se sentó a su lado— Intenté conversar con ellos para que se calmaran antes de tomar decisiones drásticas, pero no insistí porque no creo que me corresponda entrometerme demasiado en temas de pareja.
—¿Tú? —exclamó la chica con exagerada incredulidad— ¿Dándote por vencido ante un problema frente a tus narices?
—No lo veo como un problema, en realidad —contestó Arnold, ofreciéndole una semi sonrisa y apoyando su mano en el muslo de la rubia—. Las relaciones humanas son experiencias, no problemas. Cada una es distinta y tiene su propio origen y desarrollo y propósito.
—Veo que tu cerebro de balón sigue rayado con esa charla de antropología —le sonrió ella también, dejando los discos dentro de su caja—. Bueno, Arnoldo, bien por ti, por no continuar cargando con el mundo sobre tus hombros —añadió, posando su mano sobre la que él mantenía en su pierna.
Arnold lanzó una carcajada—Gracias, Helga.
—¿Y qué haces aquí abajo, si tu celebración es allá arriba?
—Vine por mi regalo de cumpleaños.
—Ya te lo di.
Le había dado dos: un libro sobre flora de América Central y un librillo antiguo de segunda mano sobre flora autóctona de Hillwood.
Arnold le rodeó la cintura con sus brazos— Muy agradecido —respondió, tirando de ella para sentarla encima en su regazo—. Estaba esperando otro.
—Qué codicioso —replicó Helga abrazándole el cuello.
Se besaron despacio y exhaustivamente, hasta que Helga susurró en sus labios media hora después— Van a empezar a preguntar por ti allá arriba, Shortman.
Arnold sólo emitió un ruido gutural. Se despegaron uno del otro, desenredando brazos y piernas. Helga se puso de pie y se dirigió a la cama con un suspiro. Lo miró antes de decidirse a subir. Él seguía sentado en el suelo, espalda apoyada contra la pared, camisa y cabellos desarreglados. Observándola muy complacido.
—Tal vez deberías ordenarte un poco.
—Tú también —respondió el cumpleañero sin moverse.
Helga, aún sobre la cama, se alisó el vestido y se sacó la coleta para peinarse el cabello con los dedos— ¿No te vas a levantar?
—Estoy un poco preocupado —le confesó sin rastros de angustia.
—Y cuándo no, cabeza de balón —se cruzó de brazos la rubia, sonriéndole irónica—. Creí que recién habíamos superado tu complejo de redentor. ¿Qué atormenta ese cerebrito de camarón ahora?
—Se nos van a acabar las excusas, Helga.
La joven Pataki se rio un poco. La verdad es que se sentía irradiar buen humor y optimismo— No subestimes mi ingenio y capacidad creativa, Arnoldo.
Arnold le respondió con una gran sonrisa— Lo que tú digas, Helga.
Pero había sido ella quien subestimó el ingenio del chico.
Tres noches después, tras besarse largamente en el pórtico de su casa, Arnold le susurró sobre su boca:
—Sé mi novia, Helga —Ella retrocedió un poco, incierta de haber oído bien. Él la miraba con una sonrisa socarrona—. Creo que sería la excusa perfecta.
Fin.
Nota de la autora:
Gracias por sus reviews.
Es segunda vez que me atrevo a escribir algo inspirado en Hey, Arnold. Hace muchísimos años me había dado por vencida, asumiendo que no era muy buena para esto; pero estoy bastante contenta con cómo resultaron la historia anterior (Descarado) y ésta.
Espero hayan disfrutado.
