No era para nada similar a Takahiro.

Era más bajo, insolente y hablaba con tanta ligereza que llegaba a impresionarle lo ordinario que era. El cómo se vestía con lo que tenía a mano y no se preocupaba por mancharse las manos cuando comía.

Era un niño, al final de cuentas, de dieciocho y se comportaba como lo esperable para un joven de esa edad.

Quizás era cosa suya; de quien fue obligado a crecer demasiado en poco tiempo. En el panorama que se le fue trazado, nunca existió una adolescencia burda, sencilla, y vulgar. Salidas con amigos, malas notas o preocupaciones banales.

Y Misaki era tan niño. Tan honesto. Tan diferente.

No como Takahiro, que siempre tenía los pies en el suelo, a pesar de hablar maravillas de la madurez de su hermanito. De una experiencia que recaía en las labores cotidianas, esenciales, manuales.

Sin darse cuenta, cuando despegó la vista del artículo que debía escribir, se le ocurrió una idea. Tomó un cuaderno y apuntó con rapidez una historia.

Una nueva novela, de un chico común, sencillo e inocente, que sin querer, era obligado a crecer rápidamente.

Quería que fuera distinto a Misaki, pero le costó tantísimo comenzar a destacar las diferencias antes que las similitudes.


Misaki continuaba sin comprender como era que Usami pasaba tanto tiempo sumergido en esa marea incomprensible de caracteres. Con solo ver la primera plana, ya se perdía por completo, toda la cabeza le reclamaba a patadas para que se detuviera.

Era una cosa absurda, casi primitiva.

Usami por un instante despegó la mirada de la computadora, tiró del cuello de la camisa y alzó una ceja al notar la atención que Misaki le dedicaba desde el recoveco de la puerta.

—¿Qué ocurre? ¿Hay algo que no comprendes?

Los ojos de Usami se veían un poco más grandes detrás de los lentes cuadrados de pasta negra y, vestido siempre de traje, Misaki no dejaba de pensar en lo pequeño que se sentía en ese ambiente. En esa comparativa que dejaba al descubierto toda la juvenil inexperiencia.

Tenía miles de preguntas, así que ocupó una de las tantas dudas para justificar su presencia in fraganti.

No quería que Usami supiera que lo único que hacía era verlo escribir tan concentrado, porque de alguna manera sentía envidia de la manera en que las palabras de Usami caían y se formaban en preciosas frases que expresaba con claridad en papel.


Misaki llegaba a las cuatro, se instalaba en el escritorio del lado y empezaba a estudiar.

Él le explicaba la materia, mientras se martirizaba de manera constante del pasado. Aunque Misaki no lo notara, solía dejar un espacio de distancia entre ambos y se ceñía a la labor de profesor.

A veces pensaba en el primer encuentro. En ese primer encuentro, y un escalofrío lo hacía recordar que Misaki, dijo aquello presa del pánico. Ahora, que lo miraba mientras escribía afanoso, Usami se percataba de la fragilidad del cuerpo de Misaki (extremidades delgadas, hombros y caderas estrechas); por lo que le avergonzaba un poco haber ejercido tanta fuerza en contra.

Aunque también rememoraba la energética actitud que Misaki le dedicó. Una forma de expresarse pedante y enfurecida, que no iba de acorde a la boca que trasmitía esas palabras. En ese instante, Akihiko igual se volvió presa del pánico, porque no lograba asumir que una cosa tan vana, pudiera llegar a ser tan díscola.

Terminó por suspirar, al ver que Misaki se demoraba demasiado en resolver un ejercicio. Era contenido sencillo, que Usami no comprendía como Misaki no sabía. Le explicaba tantas veces que él mismo comenzaba a marearse entre funciones y kanjis.

Y aunque tuvo la oportunidad de desertar no lo hizo.

—Si se te hace muy pesado… dime, Usagi-san—le susurró Misaki, en la sexta repetición de un ejercicio—. Comprenderé que no quieras volver a enseñarme.

La voz del muchacho era rozagante, con los últimos gallos de la adolescencia, rasposa, pero respetuosa. Misaki quería que no se le notara la frustración, aunque tenía los ojos inundados en lágrimas.

—Deja el lápiz —ordenó y Misaki obedeció—, mírame.

Misaki fruncía el cejo para que no le prestara atención a los ojos llorosos. Le hizo un gesto con el propósito de que levantara los brazos y así ocurrió.

—Estírate… así no —gruñó Usagi, al verlo agitar los brazos. Decidió ponerse de pie junto a Misaki y lo ayudó a relajar el cuerpo.

Cuando regresaron al asiento, le entregó el lápiz y Misaki logró hacer el ejercicio.

—¿Ves? Es cuestión de prueba y error.

Misaki le sonrió.

Usami se quedó dudoso ante el motivo de esa sonrisa; quizás era de agradecimiento, aunque le gustaba más pensar que era de orgullo por sus propios logros.

Ambas opciones eran buenas.


Jueves 18 de mayo de 2023.

23:17 p.m.