Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer

La historia es mía

.

Canciones del Capítulo:

You got me Colbie Caillat

I've got you under my skin Frank Sinatra

.

Capítulo 15: Me tienes

—En dos horas más paso por ti —dice Edward poniéndose a mi altura a través de la ventana del auto.

—Está bien —contesto sonriendo como idiota ante la visión que tengo frente a mis ojos: Edward, solo llevando un bóxer blanco, dejándome en la puerta de su casa, después de haberme cogido como los dioses en la ducha y prepararme un suculento y delicioso desayuno.

—No te vayas a acosar a otros hombres —advierte divertido. Lo fulmino con la mirada, quiero que el asiento me trague—. Mira que no quiero ir reclamándote como un neandertal por todo Río o en el peor de los casos, tener que ir a rescatarte a las favelas, por culpa de los líos en los que te mete tu loca cabeza.

—No se preocupe doctor Cullen…, después de que sus «adorables» perros casi me comieran, he renunciado —mi voz destila sarcasmo.

Edward se carcajea sin ningún rastro de culpa.

—Bueno, te tendrás que acostumbrar a mis adorables perros, porque ellos nos esperan en Búzios.

—¿¡Qué!? ¿No están aquí? —chillo incrédula, «¡Maldito y malévolo hombre!»—. ¡Y yo que ayer me bajé del auto, aterrorizada de encontrarme con esas abominables bestias!

—Te avisé que no estarían. Eso te pasa, por no creer en nada de lo que digo.

—La nota, solo decía que no me preocupara por ellos…—mi voz va disminuyendo hasta que se apaga, al darme cuenta de lo que sucede aquí—. ¡Me estabas espiando! —Lo acuso furiosa—. Edward Cullen, vete solo a Búzios… —enciendo el auto totalmente cabreada.

Pero mi enojo tan rápido como viene, se esfuma cuando la cabeza de Edward se cuela por dentro de la ventana y me da un profundo, juguetón y mordelón beso.

—No te enojes, chica loca —sus labios acarician los míos—. No sabes lo linda que te ves cuando estás nerviosa y como disfruto de ver, todos tus atolondrados movimientos. Como me pone caliente, ver como muerdes ese labio inferior…—dice con esa voz salida de las mismas profundidades del infierno.

«¡Madre de todos los cielos! ¿Quién se puede enojar después de eso?», otra vez estoy flotando entre nubes de algodón.

—Nos vemos, linda. Conduce con cuidado…—acaricia mi mejilla con dulzura y besa mi frente.

—Hasta más rato —solo puedo musitar y atontada, comienzo a manejar dejando atrás el castillo del príncipe sexo.

Llego al hotel sonriendo como una boba. Sonriendo, porque me siento viviendo en un jodido cuento de hadas, donde yo, soy la cachonda Bella Durmiente y Edward es el príncipe Felipe que cabalgando en su blanco corcel desde remotas comarcas, ha llegado para despertarme del letargo sexual que hasta hace unos pocos días gobernó mi vida. Aunque pensándolo bien debería ser Bella, porque Edward es una verdadera bestia en la cama. ¡Hasta el estúpido de Jacob obtendría un papel! El musculoso sin cerebro de Gastón, le quedará como anillo al dedo; un imbécil narcisista que se cree mortalmente guapo y candente, cuando calienta menos que el sol de invierno.

Sonrío aún más, imaginando a Edward vestido de príncipe, ¡se ve tan adorable con corona!

Bueno el punto y volviendo al tema, es que sea la princesa que sea, ni en mis mejores fantasías me hubiese imaginado esto. O sea, una cosa era abrigar la idea de que tal vez podría cogerme a Edward hasta el cansancio y otra muy distinta —abismalmente distinta—, es la situación en la que me encuentro ahora; a punto de irme de vacaciones con él, sin tener la más mínima idea dónde diablos queda Búzios o si quiera lo que es, por tiempo indefinido y además con Edward asegurando que no sabe qué le he hecho, pero que está incapacitado para separase de mí, o dejar de cogerme, o cogerme el día entero. Bueno, como sea…

«El punto es… ¿qué es lo que él te está haciendo a ti, Isabella Swan? ¿Ya lo notaste, verdad?».

Ese comentario de mi estúpida conciencia, definitivamente lo voy a ignorar, no estoy para que la idiota con sus arranques de reflexiva realidad, venga a estropear mi creciente felicidad.

—Buenos días —saludo al recepcionista—. Soy Isabella Swan y quisiera cancelar mi cuenta por favor, ya que en unas horas más dejaré el hotel —informo con voz cantarina, tamborileando mis dedos en la brillante cubierta, evocando una de las canciones que bailé anoche.

—Buenos días —responde alegre y sonriente el joven chico—. ¿Disfrutó de su estadía en Río, señorita Swan? —pregunta con la vista fija en la pantalla del ordenador y tecleando rápidamente, quién sabe qué cosa.

—Sí, mucho —«No sabes cuánto», pienso y sonrío como una maldita pervertida. Y, ¿cómo no? Si en tan solo tres días, he cogido más de lo que he cogido en toda mi vida.

—¿Necesita que le pida un taxi, para cuando se retire del hotel? —Me ofrece frunciendo el ceño, aún con la mirada clavada en el monitor.

—No, muchas gracias, ya tengo quien venga por mí.

—¿Isabella Swan, cierto?

—Sí. ¿Por qué? ¿Hay algún problema? —pregunto impaciente por terminar este trámite e ir a hacer mis maletas.

—Señorita Swan, su cuenta… ha sido cancelada…

—¿Qué? —grito sin poderlo evitar, ¿de qué diablos está hablando este niño? Obviamente, llamo la atención de todas las personas que se encuentran en el lobby del hotel—. ¡Eso es imposible! Si yo…, yo…, yo… —mi voz se desvanece al tener la certeza de quién ha sido—. ¡Maldito hombre! ¿Quién diablos se ha creído que es? —gruño agitando mis manos al aire y luego golpeo la cubierta de la recepción.

El pobre chico de un salto se esconde debajo del mesón, solo sus ojos celestes se ven detrás de la lustrosa madera.

—¿Ne-ne-necesita algo más, señorita Swan? —pregunta tartamudeando, casi lo veo sacando la bandera blanca cual dibujo animado, rogándole paz a la desquiciada que tiene parada en frente de él. Me hubiese muerto de la risa si no estuviese tan furiosa.

—¿Tengo algo que firmar? —«Inhala negro, exhala rosa, el chico no tiene la culpa», repito mentalmente en un pobre intento de calmarme.

—No, nada señorita. Su cuenta ha sido enviada a Cullen Plastic Surgery.

—Como imaginaba…—mascullo y chasqueo la lengua—. Bueno, entonces aquí están las llaves del auto, ¿por qué supongo que su alquiler también fue pagado, no?

—Supone bien, señorita Swan —contesta incorporándose, al ver que he logrado controlar mi furia.

—Está bien —inspiro profundo—. Disculpa y muchas gracias.

Camino hacia los ascensores sintiendo que me sale humo por las orejas de la rabia que siento. Pincho el botón de llamada con saña. «¿Quién se cree que es para venir a pagar mi cuenta? ¡Mi cuenta!», repito en mi cabeza. Cierro los puños a mis costados de la inmensa frustración que siento, ingreso al elevador cuando la campanilla de aviso suena y apoyo mi frente en el frío espejo.

«¡Maldito, hombre, controlador! ¡No le voy a aguantar que venga a pagarme las cosas como si yo fuera una puta!», porque una cosa es que me guste que el muy jodido folle como animal en celo, que sea dominante en la cama y que posiblemente se sepa el kamasutra de memoria; y otra cosa completamente distinta, es que yo le permita dirigir mi vida. He luchado mucho por llegar hasta donde estoy para que un hombre, que apenas conozco, venga a tomar decisiones por mí. ¡Cómo si yo fuese una tonta sin cerebro! Está bien, lo admito, quizá bastante loca; pero sin cerebro, ¡jamás!

Ya se las verá conmigo, Edward Cullen. Primero, esos horripilantes perros y ahora esto. Por lo tanto, en cuanto aparezca por aquí su divina humanidad, esta vez sí que me va a escuchar.

Entro a la habitación y de inmediato comienzo a guardar mis pertenencias, lo extraño es que a pesar de que estoy enojada y no quiero que se me haga tarde, lo hago con una maniática y desconocida prolijidad; aunque para ser honesta, debo reconocer que no quiero que Edward vea que en mi vida todo es un desastre, como la disputa que comienzo con mi conciencia, mientras coloco la ropa dentro de una de las maletas…

«¿Pretendes arruinar tus perfectas vacaciones con Miembro-Man, porque has sacado conclusiones absurdas y te estás dejando guiar por enfermizas y tontas convicciones feministas? ¿No estabas cansada de pagarle todo al bueno para nada de Jacob? ¿A qué mujer no le gusta que le paguen?».

Sí, pero…

«Porque el marido que tienes es un hombre poco detallista y no tiene ni idea de cómo se debe tratar a una mujer, ¿piensas que Edward te está tratando como a una cualquiera? ¿Te ha hecho sentir así, tomando en cuenta las circunstancias en las que se conocieron?».

No, pero…

«¡Pero nada! Contéstate a ti misma, Isabella Swan. ¿Quién fue el primer hombre que te ha regalado rosas?».

Edward.

¡Dios! Fue tan tierno y perfecto…

Y en este preciso momento, metida en el baño, cuando guardo mis cosméticos en el neceser, es que me descubro sonriendo y suspirando frente al espejo como una tonta enamorada… Tanto, que tengo sentarme en la orilla de la tina.

—¡Demonios, Edward Cullen! ¿Qué me has hecho…? —susurro aterrorizada, con el rostro entre mis manos por el abrumador descubrimiento.

Estoy más confundida que un borracho bebiendo champú.

Inspiro varias veces intentando aclarar mi mente. «Esto no es más que un simple enamoramiento, nada más. Sí, nada más que eso, nada más que eso…Tranquila, Bella Swan».

Repito las palabras como un mantra, para así dejar mis inquietantes revelaciones atrás, este sentimiento es uno con el cual no me puedo encariñar. No puedo permitir que la situación escape de mis manos, porque estas vacaciones, definitivamente las voy a disfrutar.

Voy hasta mi maleta y busco la ropa para el viaje, un corto y colorido vestido en tonos lilas, escote en V, amarrado al cuello y sandalias bajas a juego; un sombrero de ala ancha da el toque final y glamuroso a mi veraniego atuendo.

Una vez que estoy lista —duchada, vestida, peinada y perfectamente maquillada— aún faltan veinte minutos para que llegue Edward, así que me siento a esperarlo en el living de la habitación y aprovecho el tiempo para revisar qué ha pasado en Seattle, luego que dejé atrás a Isabella Black.

Busco mi relegado iPhone al final de la cartera y lo enciendo.

—¡Mierda! —siseo al ver la cantidad de llamadas perdidas y los mensajes.

Al parecer el mundo no puede seguir prescindiendo de mi presencia, o en el peor de los casos, no puedo arrancar de él, como había imaginado. Tengo sesenta y cinco llamadas perdidas de Jacob, veintitrés de mi madre, treinta y siete de Mike, quince de J. Jenks —mi abogado—, y tres de mi padre. Los mensajes no distan mucho con la cantidad de llamadas; Mails, tan solo tengo diez. Decido partir por lo menos engorroso.

La mayoría, no son la gran cosa, casi todos recordándome el pago de cuentas como tarjetas de crédito y los suministros de la casa. Facturas que por supuesto no pagaré. Ya quiero ver al detestable Maní sin poderse lavar su ínfima porción de carne; aunque para hacerlo, el muy idiota solo necesita unas pocas gotas, así que dudo que sufra mucho sin el vital elemento.

Los otros correos son tan improbables como ciertos y, si mis ojos no los estuviesen viendo, no lo creería, porque son del mismísimo Maní en persona. La curiosidad me gana, semejante acontecimiento no puedo dejarlo pasar; sus súplicas son patéticas y rezan así:

"Nena, por favor perdóname, no quise decir ninguna de las cosas que te dije, solo estaba muy enojado por tu reacción, si no estás conforme con lo nuestro, juro que juntos buscaremos una solución. Quiero ser ese hombre que tanto deseas, me pondré una prótesis, lo que tú quieras. Te extraño, por cierto, ¿cancelaste mis tarjetas de crédito?"

¿Puede ser más desgraciado y estúpido? La respuesta es: No, definitivamente, no. El muy maldito, solo extraña mi dinero.

Ni siquiera me detendré a pensar en esto, no vale un segundo más de mi tiempo, ya lo he enterrado para siempre y tengo que dar gracias a Dios, que ya no me duele; es más, creo que hasta me podré reír un buen rato, contándole a Edward el asunto de la prótesis. Como es de tarado Jacob, pensando que con semejante tontería me recuperará. ¿Y yo para qué carajos querría un pene reparado, después de haber conocido los encantos de Miembro-Man?

«Una prótesis», rio al imaginarlo, ¿sería como el Frankenstein de los penes? Ya me parece que puedo ver la parte vieja y la nueva unida por unos feos y oxidados corchetes, «Frankenpene». Hombre iluso, aunque se ponga una prótesis del tamaño de un actor porno, jamás logrará tener la destreza que tiene en la cama mi chico de Ipanema. Bien dicen que una cosa es poseerlo y otra cosa es saber usarlo y ese hombre…, ese hombre… ¡Madre mía que sabe usarlo! Si ese infernal movimiento de caderas que posee, no es de este mundo, no señor. Mis bragas se humedecen de solo imaginar el ondulante vaivén de su cuerpo en el mío, como le gusta mirar la unión de nuestros cuerpos al muy pervertido. Aprieto mis piernas para contener el delicioso y a la vez doloroso espasmo, que reclama desde mi intimidad.

«¿Cuánto falta para que llegue Edward? —Muerdo mi labio inferior e impaciente miro el reloj—. Diez minutos», diez minutos que me parecen una eternidad.

Sacudo mi cabeza intentando volver a la realidad…

Los correos de mi abogado, son para explicarme cómo van de avanzados los trámites del divorcio y advertirme que aún no es necesaria mi presencia, aunque más pronto que tarde, lo será. También para informarme que el señor Black ha aparecido por su despacho, para exigir el cese del papeleo que le ha estado llegando a casa, y para reclamar nuestros bienes como bienes familiares, amenazando que no dejará la vivienda y que yo no podré quitarle absolutamente nada, porque nuestras pertenencias fueron adquiridas en comunidad, después de nuestro matrimonio. Hecho para el cual tiene tanta razón como descaro, ya que yo compré y pagué absolutamente todo lo que tenemos; aunque en mi defensa debo decir que, una cosa fue pagarle todo al muy inútil y otra muy distinta, ser una idiota y poner todo a su nombre en vez del mío.

Mi respuesta para el señor Jenks es: J, véndalo todo, continúe con los trámites, estaré en Seattle cuando lo disponga.

Lo siguiente que hago es reportar mi humanidad, pero ni muerta llamo a Renée, suficiente he tenido de ella y sus reclamos del por qué dejé a Jacob, por ende solo me queda Charlie. El tono no alcanza a sonar dos veces, cuando ya me ha contestado…

—¿Bells? —Sonrío al escuchar la voz de mi viejo.

—¡Hola, papá!

—¡Por Dios, hija! Me puedes explicar, ¿qué haces en Brasil en un tugurio, bailando en una dudosa posición, con un hombre que parece una escoba invertida?

—¿Qué…? —Es la única palabra que mi cerebro es capaz de procesar. «¿Cómo diablos lo sabe?».

—Lo que escuchas, niña. No te hagas la tonta que te he visto con mis propios ojos, esta mañana en la sección de espectáculos del Washington Post, además de esa revista de chismes que le llega quincenalmente a tu madre. Hermoso reportaje tuve que leer: «Isabella Black, la escritora erótica del momento, fue vista bailando con un sexy desconocido, en una concurrida discoteca de Brasil. ¿Será que sabe de esto su esposo, Jacob Black?». —Me informa parafraseando, lo que supongo es el periódico.

—¿Pero cómo…? —«¡Demonios! ¿Cómo es posible? ¿Qué ya no existe la puta privacidad? ¡Malditos periodistas chismosos!», comienzo a avergonzarme de ser una.

—Bells… —escucho a Charlie suspirar cansado—. ¿Cuándo te comenzarás a ver con claridad? ¿Cuándo te darás cuenta de que ya no eres una persona anónima en este mundo?

—Por favor, papá, no es para tanto —intento restarle importancia al asunto—. No es como para que no pueda salir a la calle y caminar, además que yo sepa nadie me ha reconocido hasta ahora…—«Excepto Alice», recuerdo—. Ni siquiera me he registrado en el hotel como Isabella Black, jamás pensé que algo como esto sucedería.

—Bueno, pero pasó y la prueba fehaciente, está en el periódico que descansa encima de mi escritorio. Todo esto es culpa del idiota ese de Jacob Black —refunfuña sin disimular su desprecio—, si el muy maldito no llevase años destruyendo tu autoestima, te aseguro que estarías mil por ciento segura de quién eres y te cuidarías bastante más.

«¡Jacob Black!», ni siquiera me he acordado de él, por culpa de la desconcertante noticia. ¡Maldita suerte la mía! Ahora el estúpido Maní, sabrá cuál es mi paradero; gracias a Dios, nos vamos de Río. Solo espero que este impase, no me traiga malas consecuencias.

—¿Y bien? —pregunta Charlie, exigiendo una explicación. El jefe de la policía de Forks, sale a relucir en todo su esplendor.

—¿Y bien qué…?

—El baile, hija. El chico con cabellos de escobillón…—rio de mi padre y sus analogías—. No es que no esté contento que al fin te hayas deshecho de ese bueno para nada, pero tampoco quiero que salgas de un estúpido, para caer con otro. Bells, solo hace unos días que lo dejaste y tal vez no es…

—Tranquilo, papá —lo corto—. Es solo un amigo, nada más…—mi corazón da un salto al pronunciar «amigo», como si la palabra no fuera la indicada, quizás no lo suficiente.

—Seguro… —suelta sardónico—, con ese baile, ya no quiero ni pensar en qué tipo de amigo.

—Charlie —le advierto.

—Está bien, Bells, no diré nada más. Siempre has sido independiente y llevada a tus ideas, solo quiero que seas feliz… Lo bueno es que al fin, has dado el primer paso.

—Papá…—susurro emocionada.

Así es mi viejo, simple al igual que yo, por lo que sé que sea cual sea mi decisión, Charlie siempre estará ahí para apoyarme; más aún si a eso le sumamos que Jake, jamás fue una de sus personas favoritas.

—¿Y mamá? —pregunto con algo de temor, con doña Renée, es otra cosa.

—Ya sabes cómo es tu madre, lleva días transmitiendo que no entiende la razón por la cual dejaste a Jacob. Aunque esta mañana… —agrega en tono cómplice—, la vi suspirando y sonriendo secretamente cual quinceañera, mirando al cabeza de escoba, así que supongo que sobrevivirá.

Recuerdo con enternecida nostalgia a mis padres, cuando unos ligeros toques en la puerta llaman mi atención; golpes que hacen latir como un loco mi corazón.

—Llaman a la puerta. Lo siento, papá, pero me tengo que ir…

—¿Hasta cuándo estarás por allá, Bells?

—No lo sé…

—¿Cómo que no sabes?

—¡Papá! —Resopla resignado.

—Está bien. Solo llama de vez en cuando, para saber cómo estás.

—Lo prometo. Te quiero, papi. Adiós.

—Y yo a ti, mi pequeña.

Guardo el teléfono en mi cartera, de un salto me pongo de pie y a paso presuroso voy al encuentro de mi chico de Ipanema; solo dos horas he pasado sin él, pero comienzan a parecerme una eternidad.

No alcanzo a abrir la puerta cuando Edward ya se ha abalanzado sobre mí, a devorarme con sus labios y con sus manos, que abrasadoras las siento sobre mi cuerpo. Besos y caricias que devuelvo con la misma y necesitada urgencia, mientras de un manotazo cierro la puerta.

—Si te pones ese pequeño vestido que pide a gritos «fóllame, hasta que pierda la conciencia», no saldremos jamás de Río —ronronea en mis labios, apresándome con algo de violencia, entre su enorme anatomía y el muro.

—Por favor…, hazlo… —suplico enredando mis manos en su cabello y rodeándole la cadera con mi pierna derecha, deseosa de un mayor contacto.

Una de sus enormes manos se aferra al muslo que rodea su cuerpo y la otra, licenciosa se cuela por debajo de mi vestido y viaja sin ningún pudor hasta mi intimidad. Sus largos dedos coquetean un momento con tela de mis bragas, Edward suelta un sexy gruñido de aprobación, al comprobar lo húmeda que estoy, las hace a un lado y los hunde en mi interior; deliciosas caricias que me impulsan a que impaciente desabroche su bermuda, para despojarlo de las molestas ropas que retienen su gloriosa erección. Necesito sentirlo dentro de mí, ahora.

—A pesar de todo lo que te he follado… —gime sobre mis labios cuando logro mi objetivo y apreso su larga, dura y enorme polla, y codiciosa la masajeo —, aún estás tan apretada, Isabella…—sus ojos flamean como dos calderos del mismo infierno, mientras sus dedos continúan entrando y saliendo deliciosamente de mi húmedo y necesitado centro.

—Edward…, te necesito… —ruego derritiéndome en sus lujuriosas caricias y que es inmediatamente atendido, cuando Edward me despoja de mis bragas rasgándolas de un tirón.

«¡Oh, mi Dios! Que haga eso siempre por favor», pienso sintiéndome a punto de morir de una combustión espontánea.

Edward me alza para que lo rodee con ambas piernas por la cintura, y tomándome con ambas de manos del trasero, me penetra de una sola, dura y certera estocada, comenzando así un ritmo demencial y profundo.

Arremete contra mí sin compasión, y yo solo puedo aferrarme a su divina humanidad con piernas y brazos subyugada por completo a su dura, ardorosa y experta labor, intentando corresponder a sus besos que finalmente, se convierten en extasiados gemidos y jadeos sobre los labios del otro.

—Vente conmigo, Bella… —gruñe con esfuerzo—. Vente para mí, preciosa…—sus ardientes y demandantes palabras son el detonante de todo, no lo puedo aguantar más y me dejo ir, permitiendo que Edward, otra vez me lleve a tocar el cielo con mis manos; cielo que él también alcanza, logrando que juntos explotemos en un delicioso orgasmo.

Edward continúa moviéndose lentamente, prolongando así nuestro clímax.

—Al menos ahora, no me tendré que ir manejando a trescientos kilómetros por hora, para llegar a Búzios… —ronronea despacito, su nariz juega con la mía—. Ahora me iré, solo a doscientos…, creo que puedo aguantar una hora más sin volver a tenerte… —besa sonoramente mis labios y se detiene.

—¡Doscientos! —exclamo aferrándome a él, con terror—. ¿Qué no le tienes miedo a las multas, a quedar estampado en algún árbol o algo por el estilo?

—No —contesta riendo travieso como niño pequeño—. ¿Mi loquita le tiene miedo a la velocidad? Es algo contradictorio, después de que te vi volar por los aires como un mono araña.

—Mera sobrevivencia nada más y no es gracioso Cullen, si te vas a doscientos no iré a ninguna parte contigo…—Edward se separa de mi con delicadeza y no me suelta hasta que siente que mis pies están firmes en el piso.

—Irás y no me iré tan rápido. Ahora a la ducha, Swan —me da una nalgada, me toma de la mano y me arrastra con él, hacia el baño.

Luego de una ducha rápida, estamos listos para comenzar nuestro viaje. Edward como siempre caballero, cuelga mi bolso de mano a su hombro derecho, con la misma mano lleva mi maleta y con su mano libre me toma de la mía entrelazando nuestros dedos; así es como salimos del hotel, donde justo en la entrada, nos espera estacionado su Ferrari de furioso color carmesí.

Abre la puerta del auto para mí y embobada me siento en la negra butaca de cuero, para observar todos sus movimientos. Lo guapo que se ve con su bermuda color caqui y su camiseta azul, como me pone el cinturón de seguridad, como besa mi frente con aquellos sonoros besos que me encantan y como arregla mi sombrero, asegurando que me veo hermosa.

Luego guarda mis maletas en el capot, para después sentase junto a mí, se coloca unos lentes de sol, que ni siquiera vi de donde los sacó, porque ¡Dios! se ve tan guapo, que disimuladamente me tengo que pellizcar el brazo, para convencerme una vez más, que esto que estoy viviendo es realidad y no voy sentada al lado de una divinidad. Edward enciende el auto apretando un botón rojo ubicado en la parte baja del volante y el motor del Ferrari vuelve a la vida rugiendo de manera impresionante, en perfecta sincronización con el compás de una vieja canción.

—¿Frank Sinatra? —pregunto alzando una ceja algo incrédula, disfrutando de la música, mientras nos comenzamos a alejar del hotel.

—Ni una palabra sobre Frank…—dice sonriendo con aquella sonrisa torcida que por más que la veo, todavía no la puedo superar; cada vez que aparece en su masculino rostro de ángel, parece que me derrito aún más.

«¿Hay algo más jodidamente macho, que Edward manejando un Ferrari y escuchando Sinatra?», definitivamente esto es una explosión de testosterona, para cual y gracias a Dios yo soy la única espectadora; sino, tendríamos una cola de mujeres locas intentando cogerse a mi comestible chico de Ipanema y para locas, estoy más que de sobra, yo.

—No diré nada, a mí también me gusta, me recuerda a mi niñez, a Forks…, y a mi papá… —contesto con sinceridad, preguntándome, «¿qué es lo que tienen los hombres y Frank Sinatra?».

—A mí también…—concuerda, acariciando mi mejilla con su dedo pulgar.

.

.

Al son de la antigua música comenzamos a dejar Río, con Edward manejando a unos prudentes ciento veinte, aunque en algunos tramos rectos de la carretera, se entretiene corriendo su juguete hasta un poco más de los ciento ochenta, ilegal velocidad que rápidamente disminuye mirándome con su mejor cara de santo, cuando mi vista quita la atención al camino y viaja sin ningún disimulo a mirar el marcador del kilometraje.

—Lo siento, estaré algo loca, pero no olvides que fui criada por el jefe de policía de un pequeño pueblo —digo restándole importancia, reanudando mi escrutinio del camino.

—¿Va a arrestarme agente Swan? —pregunta desafiándome, aumentando considerablemente la velocidad.

—Solo si es necesario, y así como vas, te lo estás ganando a pulso... ¿Si no, para qué crees que traje las esposas? ¿Para apresarte y dejarte amarrado a la cama a mi merced, como mi juguete sexual? No puede estar más equivocado, doctor Cullen… —contesto con toda la seriedad de que soy capaz, pero al fin, solo termino riendo junto con Edward.

—Saca los grilletes Swan, soy tu prisionero, soy tuyo… —dice soltando el volante y juntando las muñecas hacia mí en gesto de rendición.

—¡Edward! —grito con terror y tapo mi rostro con ambas manos esperando estamparnos en un árbol, pero solo escucho su masculina risa.

Você é muito bonita… tão especial…(1) —susurra en mi oído en aquel idioma sexy, acaricia mi cabello, me quita las manos del rostro, deja su mano derecha puesta en mi pierna y retoma la atención del camino; cosa que yo también hago, sintiendo como mi corazón se salta un par de latidos y mis ojos pican, al tener la certeza de lo que significan esas palabras.

El paisaje es lindo, de verdes campos, cielo azulado, y algo despoblado, a veces se ve una que otra casa, más parecida a una hacienda de la época de la colonia, pintadas de colores pasteles, aquellas que te llevan a soñar con elegantes y amplios vestidos, elaborados y altos peinados e impresionantes joyas; amos siniestros y sus látigos castigando a sus pobres y miserables esclavos.

De solo pensarlo, la imagen de Edward vestido con una romántica camisa blanca llena de vuelos abierta en el pecho, pantalones de montar y botas chantilly, con látigo en mano se me viene a la cabeza, conmigo gritando: «¡Sí, cógeme amo, cógeme por favor!».

La aterciopelada voz de Edward, explota mi ensoñación. Hechicera voz, que me cautiva con cada verso entonado, como si fuera un perfecto acto de seducción…

I've got you…, under my skin…(2) —canta sonriendo con esa sonrisa coqueta y mirándome de reojo, al mismo tiempo que acaricia la piel expuesta de mi pierna con la yema de los dedos—. I have got you…, deep in the heart of me…—se acerca a dejar un fugaz y juguetón beso en mis labios—. So deep in my heart, so really you part of me…(3)

Cada estrofa que interpreta arrullando las palabras, tiene impreso un mensaje subliminal, uno que declara que yo, Isabella Swan me he metido profundamente bajo la piel de este hermoso hombre; hecho improbable que me hace suspirar como una tonta enamorada y preguntarme, «¿dónde nos llevará ésta loca aventura? ¿Será como la letra de la canción? ¿Terminará bien este affaire?».

Because I've got you under my skin…(4) —levanta sus lentes de sol y los apoya en su cabeza, deja un nuevo y efímero beso en mis labios y pregunta mirándome con esos ojos abrasadores, aquellos que parecen que adivinan mis más profundos pensamientos—: ¿Sed?

—¿Qué? —pregunto parpadeando abrumada por su mirada, por la situación, por mis preocupaciones, por todo.

—Si tienes sed, pequeña…—dice indicando con uno de sus dedos hacia adelante, donde a lo lejos se ve una estación de servicio.

—Eh,… sí… —asiento con un hilo de voz, sintiéndome como una verdadera estúpida.

Edward se estaciona en una enorme terminal —que más bien parece un pequeño mall— junto a una gran fila de autos. «Oasis Graal», reza en su entrada enmarcada con un enorme cartel azul, una estrella amarilla de varias puntas está instalada entremedio de las dos palabras.

—Estamos a menos de una hora de Búzios —anuncia ofreciéndome su mano, para ayudarme a descender del Ferrari.

—¿En serio? ¡Genial! —contesto animada, pensando cómo es posible que me llevara tan embobada, que ni siquiera se me he ocurrido preguntar qué tan lejos vamos. Definitivamente este hombre, provoca que mi cerebro funcione muy mal.

—Sí, tan solo son ciento sesenta y siete kilómetros —informa tomándome de la cintura para atraerme hacia él y entramos al local.

El establecimiento, equipado con un restaurant de autoservicio, un pequeño Mini Marquet y una decena tiendas para comprar suvenires de artesanía local, está repleto de viajeros de todas las nacionalidades, lo que es común para la época del año, me cuenta Edward; ya que en enero y en febrero, se viven las vacaciones de verano por este lado del continente. Búzios es considerada para algunos turistas, la Saint-Tropez brasileña.

Edward deja pacientemente, que curioseé por todas las tiendas. Me admiro de unas hermosas y trabajadas figuras talladas en madera en forma de animales y de gente típica brasileña, pensando en que definitivamente a Charlie le gustarían las con forma de pez, y las mermeladas y la conservas a Renée, aunque lo más probable es que esas me las confisquen llegando al aeropuerto de Seattle, por lo que al fin opto por comprarles chocolates. «Garoto», está impreso con letras cursivas y rojas en su caja amarilla, golosinas que de seguro yo terminaré comiéndome, antes de que lleguemos a Búzios. Luego pasamos por el Mini Marquet por nuestras gaseosas, donde como siempre al llegar a la caja no lo puedo resistir, y tengo que aumentar mi ración de glucosa.

—¿Esto es en serio? —pregunta Edward, todo seriedad—. ¿A ver qué tenemos aquí pequeña…, m&m's, Skittles de sabor tropical y Twix?

—¿A quién se le picaran los dientes, a ti o a mí? —Lo desafío alzando una ceja—. Te seguro que apenas nos subamos al auto me comenzarás a pedir y yo no te voy a dar, y no soy pequeña —contesto enfurruñada, quitándole mis dulces. ¿Quién se cree que es? Hace mucho tiempo que he demostrado que me puedo cuidar y mantener perfectamente sola—. De seguro la plástica de tu exnovia solo se comía una rama de apio al día, por eso es que era una idiota y ya no tenía neuronas…, comida de pajarito, para cerebro de pajarito…

Edward sonríe, con aquella sonrisa capaz de detener el tráfico, mostrándome todos sus blancos y relucientes dientes, niega con la cabeza sin prestarme atención y continúa:

—Claro que lo eres…—ríe sacado la billetera del bolsillo trasero de su bermuda—. Eres una enana… ¿Cuánto mides, un metro sesenta con suerte?

—Y tres. Además, no es mi culpa que tú parezcas un árbol. ¿Cómo está el aire por allá arriba, señor Cullen? —mascullo haciéndole un mohín. Edward ríe de nuevo.

Justo en este momento, con mi vista fija en su cartera, es cuando cruza por mi cabeza la mejor de las ideas. ¿No le gusta pagar cuentas al doctor Cullen? Pues ahora, comenzará a pagar hasta la más mínima cosa, partiendo por mis dulces. Trato de contener mis carcajadas, que dentro de mi mente suenan malvadas.

Finjo que no encuentro el monedero dentro de mi bolso, revuelvo todo, con la cabeza casi metida dentro de este…

—¡Oh, maldición! —exclamo con pesar.

—¿Qué pasa, Bella?

—Mi billetera, se quedó dentro de la maleta… —chasqueo la lengua para demostrar frustración.

—No importa, pequeña. De todas maneras, no pensaba dejarte pagar. Me ofendes, ¿qué clase de caballero crees que soy?

—Pero es que Edward, ya pagaste la cuent…—trato de decir con fingida aflicción, pero él no me deja continuar, parando mi verborrea con uno de sus largos dedos.

—Shhh…—pone su rostro a mi altura y sus ojos brillan con dulzura—. Yo te invité a que vinieras conmigo, por lo tanto…, yo pago —deja un casto beso en mis labios que prácticamente, echa mis vengativos planes por tierra.

«¡Maldito hombre jodidamente tierno!», pienso comenzando a sentirme mal, por mis deshonestas intenciones.

Quanto?(5) —pregunta a la cajera que nos mira atenta y sin entender ni una palabra de nuestra superflua discusión, aunque a decir verdad, ella está más que encantada babeándose mientras mira a Edward.

Sessenta e quatro reais, Senhor(6) —contesta parpadeando más de la cuenta.

Edward paga, la chica guarda todos mis dulces y nuestras bebidas en una bolsa, él le agradece por los dos y salimos de la tienda al igual como entramos, con Edward ciñéndome por la cintura; gesto por lejos posesivo.

—Te perdonaré si me das Twix y m&m's —susurra a mi oído.

—¿De qué? —pregunto sin entender.

—De los malévolos planes que pasan por tu loca cabecita. ¿Crees que no sé que esta mañana, estabas furiosa porque pagué tu cuenta?

—¿Yo? —Intento hacerme la desentendida.

«¡Diablos! ¿Cómo lo hace para enterarse de todo? ¿Hay algo que se le escape al megalómano Edward Cullen?».

—Sí, tu… —dice pegándome a su cuerpo de un rápido movimiento y apuñando con ambas manos, la tela de mi vestido en mi espalda baja—. Cuando lleguemos a Búzios… —gruñe en mis labios—, te tendré que castigar por ser tan obtusa y desconfiada, para que entiendas de una vez por todas cuando un hombre te está tratando con cariño y para bien. Pequeña, no es porque seas enana sino porque me vuelve loco, como encaja a la perfección tu pequeño cuerpo con el mío, como si hubieses sido hecha para mí; pero por sobre todas las cosas, lo que más me gusta es como puedo ponerlo a mi disposición, para follarte a mi antojo…, profundo…, duro...

«¡Dios mío! He muerto de un infarto gracias a Edward «boca sucia» Cullen… ¿Acaso se puede ser más grafico?».

—Así que por mientras señorita Swan, su castigo será alimentarme de m&m's y Twix, cada vez que yo quiera hasta que lleguemos a Búzios —suelta mi vestido, toma de mi mano y prácticamente me arrastra hasta el auto.

.

.

—Ahora una rojo… —ordena el amo Cullen, que me lleva de su esclava servidora de m&m's. Edward abre la boca, deposito el dulce encima de su lengua y deja un juguetón beso en la yema de mis dedos.

—Eres un niño —lo acuso—. ¿Qué es esto de la elección de colores? —Él se encoge de hombros restándole importancia y esta vez reclama por uno azul—. ¿Vienes muy seguido a Búzios? —pregunto repitiendo la operación.

—Cada vez que tengo algo de tiempo libre, pero no tanto como me gustaría —contesta mascando el dulce, gimiendo de placer al sentir el chocolate derretirse en su boca—. Te encantará Búzios, Bella. Es la perfecta combinación de todo un poco, puedes descansar, salir, disfrutar de la playa y el mar…

—Estoy ansiosa por conocerlo. ¿Es grande? —investigo cada vez más curiosa.

—No, es pequeño y es eso lo que lo hace perfecto, aunque tiene muchas playas; te llevaré a conocerlas todas.

—Me encantaría…—afirmo pensado, «Mientras sea junto a ti, creo que sería capaz de ir a conocer hasta el fin del mundo, si me lo pidieras».

Edward se detiene en un cruce de caminos, dobla a la izquierda y una sonrisa sincera se estampa en sus labios.

—Llegamos, pequeña… —anuncia feliz, entrelaza nuestros dedos y deja un suave beso en mis nudillos.

Y tal como dijo Edward a unos doscientos metros, se divisa la entrada al balneario, enmarcada por un pintoresco y amarillo pórtico, coronado de tejas coloniales. Cuando lo atravesamos, una plataforma central de césped divide la carretera en dos; ambas laderas están decoradas con banderas de diversos países. Solo avanzamos unos cuantos metros e inmediatamente a nuestra izquierda, se divisa el mar; hermoso, tranquilo y de un impresionante color celeste turquesa, que te invita a disfrutar en el durante horas.

A una velocidad prudente nos empezamos a internar en la pequeña ciudad, de edificaciones rústicas que no superan los dos pisos, donde el material predominante es la madera y los grandes ventanales, las calles confeccionadas de cemento, adoquines y piedra laja; una mezcla discordante y desordenada que al a vez me parece perfecta. La gente camina con aspecto relajado de aquí para allá.

No avanzamos mucho, cuando Edward de nuevo vira a la izquierda hacia un sector que se vislumbra de casas de veraneo, prácticamente escondidas o que parecen vivir dentro de la frondosa y verde naturaleza. Unos diez minutos avanzamos entre subidas y bajadas por unas pequeñas colinas, desde donde también se divisa el océano Atlántico, hasta que ingresamos a una propiedad, flanqueada por un cerco natural.

Quiero observarlo todo, quiero absorber todo el mundo de mi chico de Ipanema, sin embargo, no puedo ver nada más que la femenina figura, que está sentada en los escalones del vestíbulo de la entrada. Es hermosa, de piel nívea que asemeja a una muñeca de porcelana, tan hermosa que su presencia puede eclipsar al más bello de los ángeles; su dorada, lisa y brillante cabellera le llega hasta la cintura. Cuando nos ve, se pone de pie dejando ver en todo su esplendor su monumental figura, enfundada en un diminuto vestido blanco; es casi tan alta como Edward y sus ojos azules como el cielo, refulgen colmados de furia y traición.

Finalmente, el Ferrari se detiene frente a ella y escucho a Edward murmurar, unas palabras que no logro descifrar. Se baja del auto, cierra la puerta con algo de fuerza, lo rodea y abre la mía para ayudarme a descender. Toma de mi mano y sin soltarla, me da una mirada que me sabe a disculpa y cuando juntos la enfrentamos, masculla con irrefutable desdén:

—¿Qué demonios haces aquí…, Kate?


Nota del Autor:

1. Favelas: Favela es el nombre dado en Brasil a los asentamientos precarios o informales que crecen en torno (o dentro mismo) de las ciudades grandes del país. Son asentamientos que carecen de derechos de propiedad, y constituyen aglomeraciones de viviendas de una calidad por debajo de la media. Sufren carencias de infraestructuras básicas, de servicios urbanos y equipamientos sociales y/o están situadas en áreas geológicamente inadecuadas o ambientalmente sensibles.

2. Você é muito bonita… tão especial: Eres tan especial…, tan linda…

3. I've got you… under my skin…: Te tengo, bajo mi piel

4. I have got you…, deep in the heart of me…so deep in my heart so really you part of me…: Te tengo, tan profundo en mi corazón…Tan profundo en mi corazón que eres realmente una parte de mí.

5. Because i've got you under my skin…: Porque que te tengo bajo mi piel.

6. Quanto?: ¿Cuánto es?

7. Sessenta e quatro, senhor: Sesenta y cuatro reales, señor.