N/A: Holaaa, holaaa pues como lo prometido es deuda, aquí va un nuevo capítulo. Después de éste, ya sólo quedarían 2 capítulos para el final (qué emoción).

Como, siempre, muchísimas gracias a las que seguís al pie del cañón leyendo esta historia. Millones de gracias a las que habéis dejado un review: Ashaya, Ali TroubleMaker, NoraCg, Mickky, Amatiste (¡bienvenida!) y Guest.

Y sin más, os dejo con el capítulo, poco a poco,resolvemos las incógnitas...


Lo que esconde tu interior

XXI

Toppy y Millie estaban preocupados por el amo Draco. Se había pasado toda la semana transcurrida tras la marcha de la señorita Hermione encerrado en la sala prohibida, solo, sin querer hablar con ellos, saliendo de allí únicamente para reemplazar una botella de whisky vacía por otra llena. Para horror de Millie, la situación se había agravado porque en los últimos días se negaba a probar bocado y Toppy dudaba que un cuerpo humano fuera capaz de soportar tanto alcohol concentrado en su interior: cuando sugirió a su señor la posibilidad de afeitarse y darse un baño que lo despejara, la respuesta había sido una botella estrellándose en la pared justo por encima de su cabeza. Los elfos estaban tremendamente preocupados.

Por lo cual, no fue de extrañar el sobresalto que les causó la irrupción, a través de la chimenea, del mismísimo Ministro Shacklebolt acompañado de una brigada de media docena de aurores.

–¿Dónde está? –rugió el Auror que parecía al mando, mostrando ostensiblemente a los asustados elfos la insignia dorada que prendía en la solapa de su túnica– ¿Dónde está ese hijo de puta de Malfoy?

Toppy comenzó a temblar incontrolablemente, mientras que Millie, con los brazos en jarras y situándose directamente en frente del auror, lo increpó con voz chillona.

–¡Nadie habla así del amo en su propia casa!

El Ministro Shacklebolt lanzó una mirada de advertencia al auror e hincó una rodilla en tierra para que sus ojos se situaran a la misma altura que los de Millie.

–Escucha, somos conscientes del aprecio que tenéis a vuestro amo –explicó con voz pausada–, por eso, si queréis lo mejor para él, es preciso que nos ayudéis y nos digáis dónde está. No le va a pasar nada malo si colabora con nosotros.

Millie señaló con un dedo vacilante al pasillo y entre sollozos, admitió:

–¡Está en la sala prohibida! Por favor ¡no le hagan daño!

El Ministro se puso en pie e hizo un gesto afirmativo a sus hombres; luego, pidió a los elfos, con amabilidad pero severamente, que lo condujeran a la sala. Toppy lideró la marcha; seguía nervioso, pero había recuperado la mayor parte del aplomo que su cargo exigía. Una vez se hallaron frente a la puerta requemada de la sala, Gawain Robards, el Auror Jefe hizo un gesto a un miembro de su equipo, que lanzó un poderoso bombarda, arrancando la puerta de sus goznes.

El espectáculo que encontraron en el interior de la estancia era dantesco: Draco yacía en un rincón, con sus largas piernas espatarradas y aferrado a una botella de whisky medio vacía. Tenía los ojos entrecerrados, la mirada velada, estaba despeinado y con la ropa sucia. A su alrededor, había platos con restos de comida, botellas y fragmentos de cristal. El único gesto que delató que reconocía la presencia de los visitantes fue que giró mínimamente la cabeza hacia ellos, arqueando la ceja.

–Señor Malfoy –el Ministro se mostró indiferente a su lamentable estado–. Me temo que tiene usted que acompañarnos.

–¿Y por qué iba yo a ir con unos gilipollas como vosotros? –Malfoy arrastraba las palabras, su vista se notaba nublada y tuvo que apoyarse en una mesa cercana para ponerse en pie, tambaleándose.

–Lo que el Ministro quiere decir es que estás detenido, ¡escoria! –exclamó un auror.

Con la mano, Kingsley hizo un gesto conciliador hacia sus hombres.

–Por favor, señor Malfoy, lo mejor será que nos acompañe usted por su propia voluntad.

–¿Y por qué haría yo eso? –con la mano temblando, Draco trataba en balde de sacar la varita del bolsillo exterior.

–Porque hay una Orden Mágica Internacional de detención contra ti, ¡idiota! –Robards se adelantó y, con un hábil movimiento de varita, conjuró unas esposas doradas que se enroscaron en torno a las muñecas de Draco. Luego, metió la mano en su bolsillo y se hizo con su varita–. Y esto me lo quedo, no se te ocurra hacer ninguna tontería.

Acto seguido, los aurores y el Ministro se agruparon en torno al detenido. Uno de ellos extrajo un reloj de pulsera para emplear como traslador. A la de tres, todos pusieron el dedo índice en el traslador y en un abrir y cerrar de ojos, se desaparecieron, llevándose a Draco Malfoy con ellos.

Millie emitió un sonoro sollozo al ver la sala vacía, sin rastro de su amo.


Draco despertó en una superficie dura, con la boca reseca, pastosa y un persistente y molesto dolor de cabeza, semejante a un taladro abriéndose paso en su cráneo. Parpadeó confuso y la potente luz blanca le hizo más mal que bien a su cerebro resacoso.

«Joder, ¿dónde estoy?»

Se encontraba tumbado en un frío y duro suelo de hormigón pulido: a su alrededor, el exiguo mobiliario se componía de una silla y una mesita de madera, un retrete y un minúsculo lavabo. Pero lo que más destacaba en la estancia eran los gruesos barrotes que separaban la sala en la que estaba Draco de un estrecho pasillo con una puerta metálica al fondo.

«Genial» pensó el rubio «no sé qué cojones he hecho, pero estaba tan borracho que me he dejado detener por esa panda de inútiles». Si no le doliera tanto, se hubiera dado cabezazos contra la pared por su propia torpeza.

Pasó largos minutos –u horas, no sabía decirlo–, en la celda, sin que ni un reloj ni una ventana lo orientaran sobre el paso del tiempo, ocupado en revolcarse en su propia auto-conmiseración. Un ruido metálico denotó que la puerta del pasillo se abría para dejar paso al Ministro de Magia, acompañado de Gawain Robards, que fueron directos a la celda de Draco y se situaron al otro lado de los barrotes, con una expresión que no auguraba nada positivo.

–¿Sabe por qué está aquí, señor Malfoy? –inquirió el Ministro con aquel tono de voz suave que tanto detestaba porque era increíblemente similar al de Albus Dumbledore.

–¿Porque el Ministerio de Magia no se cansa de encontrar formas de joder al niño-mortífago? –replicó Draco, que había encontrado la postura más cómoda posible, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas frente a él; cruzando los brazos en una muestra de aburrido desprecio.

–Será… –Robards hizo amago de sacar su varita, con gesto amenazador, pero la mano de Shacklebolt en su muñeca lo detuvo.

–Se halla usted encerrado en una de las celdas de máxima seguridad de los sótanos del Ministerio de Magia –atajó el Ministro–. Para que sea consciente de lo grave de su situación, señor Malfoy, voy a hacerle un breve resumen de los cargos que ahora mismo se le imputan: intento de asesinato masivo, adulteración de medicamentos, delitos contra la salud pública, obstrucción a la justicia, ¿quiere que siga?

Draco cruzó las piernas en un gesto decadentemente aristocrático.

–No tengo ni idea de lo que me está contando.

El ministro se aferró a uno de los barrotes de la celda con tanta fuerza, que sus nudillos se volvieron blancos.

–¡Hermione Granger está al borde de la muerte, maldita sea!

Aquello provocó una especie de descarga eléctrica en el cerebro de Draco.

¿Qué?

–¿Qué? –fue lo único que se vio capaz de preguntar, con un hilillo de voz.

–Está ingresada en San Mungo por una intoxicación de acónito, muy grave –explicó el Ministro con voz cansada, frotándose el puente de la nariz. Robards no quitaba ojo de ni uno solo de los movimientos de Malfoy–. La poción contra la maldición sensorem estaba adulterada con restos de la misma tipología de acónito encontrada en el cuerpo de la señorita Granger. Los primeros pacientes a los que se les ha suministrado han sido también envenenados

Cuando al fin se vio capaz de reaccionar, Draco se arrastró por el suelo de la celda hasta situarse a menos de un metro de Shacklebolt, con los barrotes actuando de frontera entre ellos.

–E-ella, ¿cómo está? –preguntó Draco, los efectos de la resaca abandonando su cuerpo con rapidez–. ¿Vivirá?

–Se encuentra en coma, señor Malfoy, no le voy a engañar: ahora mismo su situación es crítica. Se teme por su vida y la de los demás intoxicados…

Draco dejó de escuchar «se teme por su vida…». Granger podía morir. Aquello tenía que ser otra de sus pesadillas. «Por favor Merlín, ella no. Ella también, no».

–Así que lo mejor, señor Malfoy, es que colabore con nosotros. Cuéntenos por qué adulteró usted la poción. Y por qué envenenó a la señorita Granger. Porque es obvio que ella tomó el acónito en su casa y comenzó a sentirse mal al poco tiempo de llegar a Londres…

–Vas a pudrirte en Azkaban por esto, chico –intervino el Robards–. Así que dinos por qué lo hiciste y cuál es el antídoto, si no quieres que, además, se te condene al Beso del Dementor.

–Señor Malfoy, me encuentro francamente decepcionado con usted –admitió el Ministro–. Tenía fe en que, con la influencia de la señorita Granger y su portentosa habilidad para las pociones, fuera usted capaz de crear algo bueno, por primera vez en su vida, algo que fuera capaz de expiar los crímenes de su pasado. Está claro que estaba equivocado. La señorita Granger también. Por lo que me consta, ella creía en usted, en su capacidad para hacer el bien y…

Draco quería gritar, quería que ese par se callara, que le dejaran en paz, que lo sacaran de allí y lo llevaran junto a Granger para poder estrecharla entre sus brazos, decirla que todo estaría bien, que encontraría una cura para ella, que se pondría buena…

–Así que vuelvo a aconsejarle, lo mejor es que ahora se ponga en las manos del ministerio y…

–¡CÁLLENSE! –estalló finalmente Draco–. ¡No tienen ni idea, ni puta idea de lo que están hablando! ¡Yo no la haría daño nunca! ¿Me oyen? ¡Nunca! –el Ministro y el Auror Jefe habían enmudecido ante el inesperado arrebato del, habitualmente, imperturbable Draco Malfoy–. Tienen un asesino y un envenenador ahí fuera, han pasado meses y siguen sin saber dónde cojones buscar. Pueden intentar cargarme el muerto a mí, pero tengan por seguro que jamás haría nada que provocara dolor en un solo pelo de la cabeza de Hermione Granger, así que ¡muevan sus malditos culos burócratas y hagan algo útil por primera vez en la vida!

Cuando terminó de hablar, Draco tenía la respiración agitada, un mechón de pelo le caía sobre la frente y en sus ojos había un brillo salvaje, peligroso. El Ministro movió negativamente la cabeza, con tristeza y Robards le dedicó una última mirada de desprecio, antes de que los dos se giraran para marcharse, con las capas ondeando tras ellos.


Pasó mucho tiempo hasta que Draco recibió una nueva visita. Durante esas horas, le llevaron la comida –un engrudo indescriptible que ni siquiera tocó–, se rompió la cabeza pensando quién podía haber envenenado a Hermione y las posibilidades más efectivas de un antídoto. Sus meditaciones se vieron interrumpidas por Ronald Weasley, que apareció bramando por el pasillo, con el rostro tan rojo como su pelo.

–¡Maldito bastardo! –gritó cuando estuvo frente a él, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Hizo un gesto extraño, mezcla de sorpresa y horror, al que Draco ya comenzaba a acostumbrarse en las personas que veían por primera vez sus cicatrices– ¿Cómo has podido hacerle esto? ¡Te voy a matar!

Draco comenzaba a cansarse de las acusaciones y de que nadie pensara hacer nada verdaderamente útil por ayudar a Granger.

–Weasley, ¡menuda sorpresa! –le dirigió una mirada maliciosa–. Las últimas noticias que tenía de ti eran que te dedicabas a vender pedorretas de broma; me extraña que ésas sean cualificaciones suficientes para acceder a una celda de máxima seguridad del Ministerio. Aunque supongo que el carnet de perrito faldero de Harry Potter es capaz de abrir muchas puertas.

–¡Eres despreciable, Malfoy! ¡Como a ella le pase algo yo…!

–Ahórrate las amenazas, Weasley, ya las he escuchado del Ministro y si él no me ha intimidado… –le dirigió una mirada socarrona, de arriba abajo–. En fin…

–¿Por qué lo has hecho, Malfoy? Hermione… ella es la persona más llena de bondad del mundo…

–Escúchame bien, Weasley –Draco se aferró a los barrotes con ambas manos–, porque es la última vez que lo voy a decir. Yo-jamás-haría-daño-a-Hermione-Granger –pronunció cada sílaba con rabia, enseñando los dientes–. Todo lo contrario, de hecho. No sé quién es el culpable, pero el Ministerio debería estar barriendo las calles buscándolo y no entretenido conmigo.

–No me engañas, serpiente manipuladora, tú la odias, tú…

–Yo ¿qué, Weasley? Llevo meses conviviendo con ella, ¿tienes idea de las cosas que podría haberle hecho si verdaderamente la odiara y sin necesidad de ponerlo en el conocimiento del Ministerio? ¿Eh? Puedo ser muchas cosas, pero ambos sabemos que no soy un idiota. Si esa panda de inútiles de ahí fuera hubieran puesto a trabajar a un par de investigadores mínimamente competentes, se hubieran dado cuenta que es imposible que yo lo hiciera. ¿Prestaste atención a las clases de Snape, Ro-Ro? –las comisuras se sus labios se elevaron ligeramente–. La toxicología del acónito es extremadamente rápida: si la hubiera envenenado yo en Francia, para cuando Granger hubiera puesto un pie en Inglaterra, habría estado ya al límite del paro cardíaco, ¿fue así, Weasley?

En el rostro de Ron se dibujó un asomo de duda.

–Pues… no, la encontraron inconsciente en su despacho a los dos días de regresar –cambio de tono en cuanto vislumbró un rastro de expresión triunfal en Draco–. Pero eso no tiene nada que ver, ¡tú eres un experto en pociones! –rebatió– ¡puede que encontraras un modo de retrasarlo! ¡Los aurores se habrían dado cuenta si tu argumento fuera cierto!

–¿Los mismos aurores que dejan pasar a un vendedor de artículos de broma a una celda de máxima seguridad? –Draco arqueó una ceja–. Escúchame, Weasley, yo no envenené esas pociones, no tenía ningún móvil para hacerlo: si hubiera querido provocar el desastre me hubiera quedado con los brazos cruzados observando cómo avanzaba la maldición, no tenía ninguna necesidad de emplear meses de trabajo para crear esa poción –conforme Draco hablaba, la duda volvía a instalarse en la expresión de Ron–. Esas pociones debían ponerse en custodia del Ministerio tan pronto como Granger las trajera a Londres, así que el que las ha adulterado tiene que ser alguien de dentro y probablemente es la misma persona que la ha envenenado a ella.

–No puedo creerte, no…

–Sácame de aquí y busquemos al culpable juntos. Si tienen un topo dentro, a los aurores les va a resultar muy complicado cazarlo.

–¡Já! ¡Lo sabía, Malfoy! –exclamó Ron–. ¡Todo es una treta de las tuyas! ¡Estás manipulándome para que te deje escapar e irte de rositas! ¡Estás loco si crees que te voy a dejar salirte con la tuya!

Malfoy resopló exasperado.

–Mira, Weasley, el tiempo corre en nuestra contra, el acónito es un agente muy rápido y si el envenenador es alguien de dentro del ministerio, no sabemos donde más puede actuar: en el agua, los servicios públicos, alimentación…

–Estás muy lejos de ser una persona generosa y desinteresada, Malfoy, ¿por qué querrías hacer algo por los demás? Es responsabilidad de los aurores detener al culpable, puedes simplemente dejar que lo atrapen y escurrir el bulto.

–Granger.

–¿Qué pasa con ella? –inquirió Ron, con algo de recelo.

–Ella… yo… –Draco se mostraba reacio a elaborar; la expresión interrogante del pelirrojo le obligó a añadir– Ella y yo tenemos… algo.

Ronald seguía perplejo, pero cuando las palabras de Malfoy se abrieron paso en su mente y fue capaz de procesarlas compuso una mueca asqueada.

–¡Tú! ¡Ella! ¡No! ¡No puede ser! ¡Eres… Draco Malfoy!

–Tan brillante como siempre, Weasley. Ahora que tienes claras mis motivaciones, ¿me dejarás salir?

La expresión desconfiada regresó al rostro de Ron.

–¿Cómo puedo estar seguro de que no es uno de tus trucos? ¿Cómo sé que no te has inventado lo de Hermione para engañarme?

Draco emitió un gruñido y, de repente, sacó un brazo por uno de los huecos de los barrotes, dejando la palma de la mano abierta hacia arriba.

–Juramento inquebrantable –declaró.

–¿Eh?

–Juramento inquebrantable, Weasley; si Granger muere, yo muero. Si pronuncio el juramento, ¿me ayudarás?

–¿Estás…? ¿Estás seguro de lo que estás diciendo Malfoy?

Draco alzó la ceja, con cara de circunstancias.

–Pero… –balbuceé Ron–. No tenemos testigo…

–El testigo sólo es necesario para invocar la eficacia del hechizo frente a terceros, pero no es imprescindible para su validez.

–De acuerdo… Esto, eh… –Ron rebuscó entre su túnica hasta dar con su varita, luego emitió un carraspeo nervioso– Bien, eeeh… esto…

Ron extendió la mano y Draco la estrechó con fuerza, después, el pelirrojo apuntó con su varita a sus manos unidas y preguntó:

–¿Juras que, todas tus acciones, al salir de esta celda, estarán encaminadas a proteger a Hermione Granger y mantenerla con vida, sana y salva?

–Lo juro –respondió Draco.

De la varita de Ron salió una llamarada que se enroscó alrededor de sus manos entrelazadas, emitió un latido de luz más intensa y después de extinguió, para dar finalmente por formalizado el acuerdo. Luego, el gryffindor apuntó con la varita a la cerradura de la celda, que se abrió con un chasquido.

–Fascinante el concepto de "alta seguridad" del Ministerio –puntualizó Draco mientras examinaba la cerradura chamuscada.

Ron se adelantó por el pasillo con Draco siguiéndolo de cerca. Por suerte, el resto de celdas estaban vacías, así que nadie cuestionó la presencia de un detenido fuera de la suya. Cuando el pelirrojo llegó hasta la puerta metálica, asomó la cabeza y se cercioró que no había nadie por los alrededores.

–¡Vamos! –susurró.

Ambos salieron al corredor principal; Ron iba directo hacia los ascensores cuando Draco lo retuvo:

–¿Adónde vas, Weasley?

–A los ascensores: estamos en el sótano, Malfoy. Aquí sólo hay celdas –aclaró–, no creo que haya nada que merezca la pena investigar.

–Bien, ¿dónde se podrían guardan los objetos de alta seguridad?

–Mi padre me ha contado alguna vez que en la planta quinta existe un almacén de tránsito en el que se guardan los objetos valiosos antes de enviarlos a Gringotts.

–Puede que guardaran allí las pociones que trajo Hermione, ¡iremos por las escaleras!

–Pero… ¡son siete plantas hasta allí!

–Weasley, soy un prófugo de las justicia, ¿recuerdas? No puedo pasearme por los ascensores del Ministerio de Magia como por el salón de mi casa.


N/A: Y bien, ¿qué os ha parecido? ¿Tenéis alguna sospecha sobre quién puede ser el culpable? Me encantaría leer vuestras teorías...

Capítulo XXII el viernes que viene (trataré de publicar algún avance en FB durante la semana).

¡Nos leemos!

¡Buen finde!