LINK
Siete años después
El bosque estaba cubierto en sombras. Aún no había anochecido del todo, pero el sol hacía que las siluetas de los árboles parecieran más largas de lo que realmente eran. Al menos sería una noche cálida. El viento no soplaba con demasiada fuerza, y las ramas susurraban a nuestro alrededor.
No había tanta calma como parecía, sin embargo. Ella caminaba a mi lado, y las hojas secas del suelo crujían bajo sus botas nuevas. Se las había comprado hacía unos días porque me había mirado con un gesto suplicante que me había resultado terriblemente familiar, y no había podido resistir. Zelda me había torturado con eso durante una semana entera.
Fuera como fuese, a ella le gustaba el bosque. Había ido a recoger setas con Zelda varias veces, así que ya lo conocía. No era del todo sigilosa, aunque tampoco tenía por qué serlo. Ni siquiera había cumplido los siete años todavía. Contemplaba las copas de los árboles, y estuvo a punto de chocar con un tronco. Se apartó antes de que yo pudiera hacer un movimiento, por suerte, y sentí un diminuto atisbo de orgullo.
—¿Qué fue lo primero que te enseñé?
Ella ponía una cara muy graciosa cuando pensaba. Fruncía el ceño y se mordía el labio, pese a que algunos dientes no le hubieran crecido del todo.
—No me cuerdo.
Clavó la vista en el suelo justo después y soltó un suspiro triste. El corazón se me detuvo al pensar que podría haberla molestado de alguna forma, aunque en el fondo sabía que intentaba fingir para que no me enfadara con ella.
—No pasa nada. A mí también se me olvidan las cosas —dije. Ella me mostró una sonrisa enorme que podría derretir el pico más helado de Hebra. Se adelantó unos pasos, dando saltitos sobre las hojas secas—. Lo primero que te enseñé fue que nunca puedes distraerte.
Se detuvo en seco. Se irguió de golpe, muy seria, y me recordó a Zelda. Abrió la boca, aunque dudó un momento, y supe que estaba buscando las palabras que necesitaba. Solía ocurrirle.
—No estoy distraída.
Asentí para indicarle que lo había dicho bien y sus ojos se iluminaron un poco más.
—¿Recuerdas lo segundo que te enseñé?
—Buscar un fugio —dijo como si fuera lo más obvio del mundo. De nuevo, se pareció a Zelda.
—Refugio —corregí con cuidado. Sabía que la frustraba no hablar tan bien como los demás. Pero había mejorado. Señalé el bosque a nuestro alrededor—. Elige uno.
—¿Yo?
—Tú.
Rio, entusiasmada, y empezó a buscar. Zelda me llamaba debilucho. Decía que tenía el corazón muy blando y que nuestros hijos nunca crecerían si los trataba como si fueran oro precioso y perfecto. Pero no podría remediarlo ni aunque quisiera.
Arwyn se detuvo al cabo de un rato y me miró con la nariz arrugada. Siempre lo hacía cuando se enfadaba. De nuevo, era igualita a Zelda.
—¡No hay nada! —exclamó. Empezaba a perder la paciencia, y eso nunca era bueno.
—Mira bien. Mira lo que hay a tu alrededor.
Había un árbol de tamaño considerable que podría cobijarnos a los dos justo a nuestra derecha, pero no quise decírselo.
No tardó mucho en darse cuenta, por suerte. Señaló el árbol y yo asentí. Mientras lo preparaba todo, ella se abrazó al tronco.
—Me gusta este ábol —suspiró—. Es bonito.
—Eso está lleno de bichos.
—Me gustan los bichos. Son mis migos.
Solté un bufido, aunque me lo creía. Le gustaba estar en el jardín y le agradaba la presencia de los grillos, sobre todo. A Zelda no le hacía ninguna gracia que los metiera dentro de casa.
—¿Ahora qué? —le pregunté.
Ella se separó del árbol y examinó el campamento de forma minuciosa, como si pensara que faltaba algo. O como si tuviera que dar el visto bueno. Al final sonrió.
—Encender una guerra.
—Hoguera —le recordé.
—Hoguera —repitió ella.
Se sentó a mi lado y arrugó la nariz cuando le dije que no encendería ella el fuego. Tenía seis años y unas pocas lunas, y con solo pensar en ella quemándose esas manos tan pequeñas y suaves sentía un dolor agudo por dentro. Pero odiaba que se enfadara conmigo, y Arwyn lo sabía y lo usaba a su favor. Tenía una mente tan afilada como la de su madre, aunque Arwyn lo escondía mejor.
Acabé cediendo y le enseñé a encender un fuego porque me sentía culpable. No obstante, pasarían unos cuantos años hasta que la dejara encender su propia hoguera. Cuando la madera prendió, ella dejó escapar una exclamación ahogada.
—¿Qué es lo último que hay que hacer? —le pregunté.
Ella me mostró una sonrisa amplia.
—La cena.
Le devolví la sonrisa y saqué dos manzanas. Zelda les había puesto miel, y no tardaron en tostarse junto al fuego. Luego partí una en trocitos porque para Arwyn era más fácil comérsela así. Durante un rato, solo se oyó el suave sonido que ella hacía al masticar. También canturreaba algo para sí misma. Se lo había oído a Zelda varias veces.
Más tarde, ella se empecinó en ver una estrella fugaz, sin importar lo mucho que le dijera que aquella noche no habría estrellas fugaces. De modo que se hizo un ovillo sobre mí, envuelta en la capa de Zelda. No habíamos encontrado nada que no le quedara demasiado grande, así que Zelda lo había mandado todo al infierno. Sabía que la capa era cálida, pero pese a ello extendí otra manta sobre los dos. Por si acaso.
—¿Crees que mamá me echa de menos? —preguntó.
—Seguro que sí.
—¿Y Artty?
Solté una risotada.
—Artty no sabrá qué hacer sin ti.
—¿Y Melada?
Mermelada era su yegua favorita. Era joven todavía, y había sido un regalo de Impa. La teníamos en los establos cerca de casa. Ella estaba ansiosa por montar, pero Mermelada era muy grande para Arwyn.
—Mermelada —le recordé.
—Memerlada —dijo. Luego arrugó la nariz—. Mermelada. Mermelada.
—Seguro que Mermelada te echa mucho de menos.
Ella rio, y eso fue todo durante un rato. Ya había anochecido del todo, y solo se oía el canto de los grillos y el murmullo lejano de la aldea.
—Este es el más mejor mejor día de todos los días —sonrió de pronto.
Me descubrí sonriendo también. Era afortunado por tenerla, y lo menos que podía hacer era cuidar de ella y darle felicidad.
—¿El más mejor mejor?
—El más mejor mejor —asintió Arwyn.
Enterré la nariz en sus rizos dorados. Ella siempre, siempre olía de maravilla. Probablemente aún era demasiado joven para darse cuenta, pero cuando hacía un mal día y caía lluvia de las nubes y las cicatrices me dolían más que de costumbre, solía abrazarla con fuerza. Extrañamente, ella era más curativa que la medicina sheikah.
Arwyn me tiró del pelo con tanta brusquedad que se me escapó un quejido. Podía ser curativa, pero también era capaz de hacer daño.
—Papá —dijo con un tono de voz tan parecido al de su madre que tuve que contener la risa—, no puedes domir antes que yo. ¿Te cuerdas?
—Me acuerdo —murmuré.
Me miró con aprobación. Luego examinó sus alrededores. El bosque estaba oscuro salvo por la hoguera que había encendido, y las luces de la aldea no eran visibles desde nuestra posición. Y sabía por experiencia que un bosque cubierto de oscuridad podía ser aterrador. Por eso, me preocupé cuando vi como su labio temblaba ligeramente.
Lo cierto era que no soportaba ver a mis hijos llorar. Acababa llorando yo también, sin importar lo mucho que luchara contra las lágrimas. Zelda solía ser quien llevaba las riendas en situaciones así. Por ello, me había preparado antes de salir de casa aquella mañana. Me había dicho que inspirara hondo y que contara hasta once. Solo hasta once, ni uno más, ni uno menos. Y eso hice.
—Wynnie —le dije en voz baja, con calma. Arwyn se daba cuenta muy fácilmente de cuándo estaba tranquilo y cuándo no—, ¿quieres que te cuente cómo me hice amigo de una morsa del desierto?
La tristeza se esfumó, e incluso pareció olvidar que estaba en un bosque oscuro, a la intemperie.
—Bebés de arena —dijo, entusiasmada—. ¿Podemos tener bebés de arena en casa?
Había visto morsas del desierto en los libros de su madre. Arwyn no apreciaba tanto la lectura como Artyb, pero a veces se interesaba. Había visto dibujos de las crías de morsa y por alguna razón había pensado que todas serían iguales. Zelda la corregía siempre que la escuchaba, pero a mí me resultaba divertido.
—Deja que te cuente la historia y luego hablaremos de eso.
Ella asintió y se puso cómoda de nuevo. La arropé con la manta y sentí sus piececitos cálidos moviéndose sin parar. Ella irradiaba energía por todas partes y a todas horas. Era agotador verla. Pero aquellos seis años me habían enseñado a hacer que se durmiera.
—Una vez, hace unos años, fui al desierto con mamá —empecé en voz baja, acariciándole los rizos con lentitud—. Una mañana, mamá tenía cosas que hacer, así que salí al desierto para esperar a que ella volviera. Así que caminé y caminé por el desierto hasta que me encontré con una morsa.
—Bebé de arena —me corrigió ella con la nariz arrugada. Había sacado la nariz de Zelda, por suerte.
—Bebé de arena —asentí yo. No se quedaría tranquila hasta que lo aceptara—. Era un bebé de los grandes, Wynnie. De los que pueden llevarte por el desierto muy, muy deprisa. Nunca lo había probado, así que decidí intentarlo. Me acerqué, pero la morsa estuvo a punto de irse corriendo.
—Bebé de arena —bostezó.
Sonreí mientras la veía esforzarse por mantener los ojos abiertos. Con Zelda no se dormían tan deprisa. Solían hacer preguntas y a Zelda le encantaba responder.
—Tenía que hacerme amigo suyo —proseguí—. Así que le di una manzana. Y funcionó, porque tuve que darle más. —Aquello era una mentira, pero Arwyn no tenía por qué saberlo—. Luego le pedí que me llevara y la morsa dijo que sí. Puede que algún día la veas si vas al desierto.
Esperé a que me corrigiera por haber dicho morsa, pero no lo hizo. La miré y, una vez más, me sorprendió lo mucho que había crecido. Todavía recordaba cuando era un bebé. De hecho, aún recordaba cuando Zelda la llevaba dentro y estábamos buscando un nombre para ella.
—¿Qué tal Zelda? —le había dicho, porque desde el principio había tenido la sensación de que sería una niña.
Lo había propuesto a modo de broma, aunque si ella quería seguir con la tradición y llamar a su hija Zelda, no emitiría una sola queja.
—Por encima de mi cadáver —fue su respuesta, y no volví a proponerlo después de eso.
La idea de llamarla Arwyn había sido de Zelda. Y yo no me había visto capaz de negarme, como era lógico. Además, aquel nombre le quedaba bien, y Zelda parecía opinar lo mismo.
Ella se había preocupado hasta rozar niveles casi enfermizos durante las lunas antes de que el bebé naciera, sobre todo al llegar al final. Le había dado miedo parecerse a su propio padre, sin importar lo mucho que intentara convencerla de lo contrario. Lloraba cada día y no dormía por las noches. Cuando conseguía conciliar el sueño, tenía pesadillas. Solía preguntarme si no tenía miedo de lo que estaba por llegar. Y lo cierto era que estaba aterrado, pero me había obligado a ser fuerte por ella. Un hijo no podía ser peor que el Gran Cataclismo. Además, siempre había estado muy seguro de que, en cuanto el bebé naciera, las cosas irían mejor. Zelda se olvidaría de sus dudas y todo sería felicidad, como todo el mundo me había contado.
No podía haber estado más equivocado, por desgracia.
La situación solo empeoró después de que el bebé llegara. Zelda lloraba aún más que antes, pero Arwyn lloraba el doble. Y Zelda no soportaba estar cerca del bebé, así que tenía que ser yo quien cuidara de ella. Incluso había dejado el trabajo desatendido, y eso sí era raro en Zelda. De modo que me había ocupado de aquello también. No me quejaba, sin embargo. Ni me quejaría nunca. La quería, y quererla conllevaba acompañarla en lo bueno y en lo malo. De modo que me ocupaba de ella y me ocupaba de Arwyn y del trabajo. Cuando el bebé berreaba porque tenía hambre y me veía obligado a llevársela a Zelda, era casi doloroso ver como ella no podía mirarla ni tocarla siquiera. Habían sido dos semanas muy largas.
No obstante, las cosas acabaron mejorando. Zelda fue a visitar a Prunia una mañana, cuando ella todavía tenía su laboratorio, y pasó fuera todo el día. Cuando regresó por la noche, sostuvo al bebé con cuidado entre los brazos y me mandó a dormir. Recordaba haberme despertado para verla sonreír por primera vez en mucho tiempo, aún acunando a su hija en brazos. Por esa época ella no era más que un bulto rojizo, siempre envuelto en mantas, que lloraba y berreaba y apenas había abierto los ojos todavía.
—La quiero, Link —me había susurrado Zelda con los ojos brillantes, como si acabara de hacer un gran descubrimiento—. Nunca he querido tanto a algo. ¿A ti te pasa lo mismo?
Su sonrisa aún era pequeña, pero en ese momento había sabido que íbamos por buen camino.
Y, en esa ocasión, no me había equivocado. Ella no tardó en encariñarse tanto con Arwyn que no podía estar mucho tiempo lejos de ella. Cuando Arwyn rio por primera vez, fue porque Zelda había puesto una cara rara. Cuando dijo su primera palabra, Zelda fue la única que estaba delante. Y, cuando dio sus primeros pasos, yo la sostenía, pero Zelda la guiaba. Por supuesto, las cosas habían sido mucho más fáciles años después, con Artyb.
Cuando Zelda y yo hablamos de lo ocurrido más tarde, después de que las heridas se curaran, ella me dijo que se había sentido como una extraña en su propio cuerpo. Y, por extraño que pareciera, la entendía. Aquella sensación no me era del todo desconocida. La había experimentado al despertar en aquella cueva oscura hacía tantos años, solo y sin recuerdos.
Miré a Arwyn, que dormía a mi lado. El fuego no chisporroteaba con tanta energía como antes, así que me moví con cuidado para avivarlo. No creía que Arwyn fuera a notar que estaba moviéndome, de todas formas. Ella era como su madre; otro Cataclismo podía desatarse sobre el mundo —las Diosas no lo quisieran— en medio de la noche, y ella seguiría durmiendo. A pesar de ello, si Arwyn se despertaba aquella noche, quería que viera la luz del fuego para que no tuviera miedo.
Intenté acomodarme sobre el suelo con un gruñido. Dormir a la intemperie no era lo mismo que antes; siete años atrás podría haberme dormido en cualquier parte de Hyrule para sentirme de maravilla al día siguiente. Ahora, sin embargo, cada músculo protestaba con los movimientos que hacía, y sabía que cuando me despertara estaría más magullado que de costumbre. Pero Arwyn llevaba semanas queriendo pasar su primera noche en un bosque, así que había decidido llevarla al bosque cercano a la aldea. Zelda se había quedado en casa con Artyb porque él no quiso acompañarnos.
Escuché como un búho ululaba y flexioné los dedos. Echaba de menos tener una espada cerca. Estaba casi seguro de que aquella necesidad nunca se iría del todo. Pero había aprendido a vivir con ella. Estreché a Arwyn con más fuerza, y ella murmuró algo que sonó a Mermelada, aunque no estaba del todo seguro.
A la mañana siguiente, la desperté con el desayuno ya preparado. Ella era peor que Zelda para madrugar. Le hice cosquillas con cuidado hasta que abrió los ojos. Eran azules, aunque bajo la luz del sol tenían reflejos verdosos. Me miró con la nariz muy arrugada.
—Papá tiene hambre —le dije. Luego le hice cosquillas en el estómago diminuto, y ella estalló en carcajadas—. Y tú también.
Olisqueó el aire y los últimos rastros de sueño desaparecieron de su rostro. Se puso en pie de un salto, examinó la cacerola y luego regresó a mi lado.
—Nieve —dijo, señalando la niebla que se arremolinaba en el bosque.
—Eso no es nieve. Es niebla. Como la que aparece en el jardín a veces.
Ella pareció sorprendida y miró la niebla con el ceño fruncido durante un rato. Le hice cosquillas otra vez para llamar su atención.
—¿No tienes hambre, Calabacita?
Arwyn se separó de mí y arrugó la nariz. También frunció el ceño, y eso nunca era buena señal. No querías hacerla enfadar el doble de lo que normalmente se enfadaba.
—Calabacita no me gusta. Es de bebés. No soy un bebé.
La atraje en mi dirección de nuevo, aunque ella se debatió débilmente. Llevaba un tiempo enfadándose siempre que la llamaba Calabacita. No sabía de dónde había salido lo de que era para bebés, y Zelda se reía cuando le expresaba mi frustración. Artyb la había oído decir que Calabacita era para bebés y ahora se dedicaba a repetir lo mismo.
—Lo sé. No me acordaba. Lo siento, Wynnie.
Arwyn me miró con expresión grave.
—Cuérdate la próxima vez.
Contuve la risa para no hacerla enfadar otra vez.
—Me acordaré.
Ella sonrió y luego tiró de mí hasta la cacerola. Tras el desayuno, me ayudó a recoger el campamento, y emprendimos el camino de vuelta a la aldea. Me sentía tan magullado como había esperado. Zelda tenía un té en casa que ayudaba con el dolor. Lo cierto era que la echaba de menos. Era ridículo, tanto que me sentía como un niño enamorado otra vez. Solía ocurrir cuando tenía que viajar sin ella.
Pero aquello ni siquiera había sido un viaje. Solo había pasado la noche fuera con mi hija mayor. Me pregunté entonces si Artyb le habría dado muchos problemas. Ella era más severa que yo en lo que a problemas se refería, así que en realidad no tenía por qué preocuparme. Pero lo hacía de todas formas.
—¿Papá? ¿Vamos a casa?
—Vamos a casa —asentí yo—. ¿Te ha gustado el bosque?
Ella se adelantó unos pasos. Las hojas secas crujían bajo sus botas.
—El bosque es lo más mejor mejor. ¿Podemos venir otra vez?
El cuerpo entero me dolía con solo pensarlo. Comprendí con horror que me estaba haciendo viejo.
—Otro día —respondí—. Mamá y Artty te echan de menos.
—¿A quién echas más de menos tú?
La miré con el ceño fruncido. Era Artyb quien hacía las preguntas raras normalmente, pero al parecer ella también había decidido unirse.
—A los dos —dije—. Os quiero a los tres, Wynnie.
—Yo echo más de menos a mamá.
—¿A Artty no?
Sacudió la cabeza, y los rizos desordenados se movieron con ella.
—Artty pisó un grillo mío. No es mi migo.
Contuve un gruñido. Había olvidado lo ocurrido antes de la noche que pasamos fuera de casa. Los gritos aún me retumbaban en los oídos.
—Seguro que te pedirá perdón.
—Papá, pisó mi grillo —repitió ella muy despacio, como si no la hubiera entendido.
Aquello me sorprendió. Arwyn no le guardaba rencor a nadie, mucho menos a su hermano, aunque tuvieran discusiones más a menudo de lo que me gustaría. Arwyn siempre se disculpaba primero, sin importar que Artyb hubiera empezado. De hecho, él solía ser el más rencoroso de los dos.
—Lo sé —respondí, eligiendo mis palabras con cuidado—. ¿Estás segura de que no hiciste nada para que Artty pisara tu grillo?
Arrugó la nariz, frunció el ceño y su rostro entero enrojeció. Me recordó a mis discusiones con Zelda. Habíamos tenido algunas durante aquellos últimos años. Normalmente solo pasábamos una noche sin hablarnos y luego lo resolvíamos juntos. Ella se quedaba con la cama y yo dormía en el suelo. Y dormir en el suelo no era bueno para mí, así que agradecía que las discusiones duraran tan poco y fueran escasas.
Al instante me arrepentí de haber dicho nada. No debería haber hecho que Arwyn se enfadara. Iba a arreglarlo, pero ella se adelantó. Me sorprendió clavando la vista en el camino que llevaba hasta la aldea, como si ya no pudiera mirarme.
—No le hice nada a Artty —dijo en voz baja. Era una mentirosa tan mala como yo, así que me di cuenta enseguida de que no decía la verdad.
Recordaba haber oído algo relacionado con grillos y con las botas de Artyb, pero no quise insistir. Sabía que se solucionaría en casa.
Hatelia había cambiado mucho durante los últimos años. Era tres veces más grande, tenía guardias apostados en la entrada y también habían erigido una empalizada a su alrededor. Tenían más tiendas, aunque las viejas seguían estando en el mismo sitio. Por ello, más y más viajeros llegaban a Hatelia para comerciar y pasar la noche.
Zelda no era la alcaldesa, ni yo tampoco. El hombre al que habíamos conocido como el alcalde de Hatelia seguía en el mismo puesto. Al principio había aceptado nuestra posición e incluso había accedido a trabajar a nuestro lado. Sin embargo, durante los últimos dos años la tensión había empezado a crecer. Todo el mundo parecía tenernos algo de afecto, especialmente a Zelda. Ella hablaba mejor que yo, aunque por primera vez podía decir que había mejorado.
El alcalde solía tener más roces con Zelda, porque normalmente fingía que yo era inexistente. Ella decía que podía manejarlo, que el hombre solo estaba haciéndose viejo. Y aun así me entraban escalofríos siempre que veía la forma en que nos miraba. Con el paso de los años me había dado cuenta de que no quería a mis hijos cerca de él.
Por lo demás, las cosas estaban yendo bien. Había tres nuevas aldeas y la cuarta, en Akkala, estaba en plena construcción. Tendría que viajar allí antes del próximo cambio de luna. Solía ser yo quien viajaba; a Zelda no le gustaba ir sola, aunque los caminos fueran más seguros. Así que solo iba de viaje si un grupo la acompañaba. No viajábamos juntos muy a menudo porque uno de los dos tenía que quedarse en casa, con los niños. Ambos habíamos estado de acuerdo en que no los dejaríamos solos a menos que no pudiéramos evitarlo. Nunca tendrían que soportar la ausencia de sus padres.
También existía un concilio con representantes de cada raza. Al principio habían sido reuniones tensas en las que nadie se ponía de acuerdo. Pero poco a poco las cosas habían mejorado. Volvía a haber carros, viajeros y comerciantes en los caminos; las postas eran más amplias y apenas quedaban ruinas. Salvo el castillo, por supuesto. Habíamos dejado aquella parte del Centro de Hyrule a un lado. Se habían enviado partidas de exploradores en busca de todo lo que fuera de valor y aún permaneciera intacto. El tesoro de la Corona le vendría bien a Hyrule. Pero eso había sido todo. Y, mientras Zelda no quisiera poner un pie allí, yo tampoco lo haría.
Los guardias apostados junto a la entrada de la aldea nos saludaron con la cabeza. Mientras recorríamos las calles, intentaba devolver el saludo a todo el mundo, aunque había tanta gente fuera que era casi imposible. Por suerte, Arwyn hacía el trabajo por mí. Sonreía a quien nos saludaba. Siempre decían que ella debía ser una delicia como hija. Y lo era. Hasta que pisabas uno de sus grillos.
Cruzamos el puente para llegar a casa. Era más grande ahora; nos habíamos visto obligados a ampliarla y a hacer arreglos después de que Zelda quedara encinta. Antes de eso había sido suficiente para los dos. Me había asegurado de reforzarlo todo, y lo revisaba varias veces al año. No quería correr riesgos.
También habíamos comprado la pequeña porción de tierra que se encontraba detrás de la casa. Había pertenecido a mi familia cuando mi padre era caballero, aunque después del Gran Cataclismo había caído en abandono. Allí, Arwyn encontraba sus grillos y yo plantaba mis manzanos, para desgracia de Artyb.
Zelda cultivaba flores en el jardín. Incluso había conseguido que algunas Princesas de la Calma crecieran. Cuando ella no podía ocuparse del jardín, Artyb lo hacía. Arwyn no era delicada con las flores y a mí siempre se me olvidaba encargarme de ellas. Los establos eran más amplios también. Teníamos seis caballos: Viento, Calabaza, Mermelada, Barro, Oveja y Caballo.
La puerta se abrió de golpe y escuché voces y pasos acelerados. Atrapé a Artyb en el aire antes de que se estampara contra mí.
—Alguien me ha echado de menos —dije, sonriendo.
Él me abrazó con fuerza. Tenía el pelo tan desordenado como de costumbre, y me hacía cosquillas bajo la nariz. Sacaba a Zelda de quicio.
—No puedes irte tanto tiempo —murmuró él.
—Ha sido solo una noche. Y te dije que vinieras con nosotros, pero tienes la cabeza tan dura como tu madre.
Alzó la vista y me miró con un peligroso ceño fruncido. Artyb no era tan fácil de leer como su hermana. Tenía cuatro años y medio, pero era de los mejores mentirosos que conocía. Ni Zelda ni yo sabíamos de dónde había sacado aquella habilidad para engañar a todo el mundo.
—Mamá no tiene la cabeza dura.
Me lo cargué al hombro y él empezó a debatirse. Era pequeño y escurridizo, pero conseguí mantenerlo atrapado. Acabó riendo a carcajadas.
Vi a Zelda bajo el umbral de la puerta. Arwyn hablaba sin parar, y ella escuchaba con atención. Sonreí al ver como intentaba arreglarle los rizos. Tampoco sabíamos de dónde había sacado aquellos rizos, aunque probablemente fuera gracias a mi familia.
—¿No saludas a tu hermana?
Artyb dejó de reír y se encerró en un silencio sepulcral. Zelda decía que se parecía a mí, pero yo no estaba de acuerdo. Era imposible que yo fuera tan frustrante.
—Artyb —insistí, intentando imitar el tono severo que Zelda utilizaba cuando él no quería comer sus zanahorias. Debió funcionar porque conseguí que hablara.
—Puso un grillo en mis botas.
—¿Y por qué puso un grillo en tus botas?
—Porque es muy mala.
Suspiré y fui con él hasta la puerta. Arwyn calló de golpe y se quedó mirando a Artyb con la nariz arrugada. Él se debatió de nuevo, así que lo dejé en el suelo. Luego entró en casa, seguido de Arwyn, que caminaba con la cabeza bien alta. Me recordó a su madre.
Zelda y yo nos quedamos solos en el jardín. Sabía que la paz no tardaría mucho en romperse, así que aproveché los instantes de calma que nos quedaban.
—Bienvenido de vuelta —me dijo ella con una sonrisa.
—Te he echado de menos.
Puso los ojos en blanco.
—Qué tonto eres a veces.
Le di un corto beso en los labios. Seguía sintiendo el mismo cosquilleo que hacía siete años cuando la tenía tan cerca, aunque al mismo tiempo era diferente. No era un cosquilleo de urgencia o de anticipación. Era uno de seguridad y de familiaridad. De saber que la tendría allí pasara lo que pasase. Una confianza así solo se ganaba con el paso de los años, o eso había aprendido.
—¿Ha pasado algo mientras yo no estaba? —le pregunté.
Zelda hizo una mueca cuando empezaron a llegarnos voces del interior de la casa.
—Tu hijo sigue enfadado. Me ha costado horrores que se comiera cualquier cosa que le pusiera delante. Verdaderos horrores, Link. No lo digo a la ligera. También he echado de menos a Arwyn porque alguien decidió robármela.
Solté un bufido.
—¿A mí no me has echado de menos?
—¿A ti? —Fingió que se lo pensaba un momento—. Un poco. Ayúdame a hacer pastel de fresas esta noche y te habré echado de menos aún más.
Sacudí la cabeza con una sonrisa. Ella había cambiado, aunque en muchos aspectos seguía siendo la misma. Se había vuelto más dura para las reuniones con el concilio, aunque también había aprendido a no estar tan tensa en presencia de los líderes. Tenía más paciencia, sobre todo después de que Artyb naciera. Y, gracias a eso, nuestras discusiones se habían vuelto cada vez más escasas. El pelo ya no le llegaba por la cintura, sino que ahora acababa un poco más abajo de la mitad de su espalda. Se lo apartaba del rostro con un pañuelo, y estaba maravillosa. Siempre lo estaba.
—Me lo pensaré —repuse—. ¿Ha pasado algo más?
—No mucho —dijo ella, encogiéndose de hombros—. El alcalde es un bastardo, como siempre. Los zora quieren más apoyo de los hylianos para las reparaciones del embalse. Tenemos que visitar la aldea de Akkala cuanto antes, los orni siguen poniendo pegas al sistema de envío de cartas y también... —Se detuvo y su expresión se tornó más grave—. Ha llegado una carta de...
Se interrumpió de nuevo cuando empezaron a oírse gritos procedentes del interior de la casa. Maldije en voz baja, y Zelda resopló.
—Hoy no estoy de humor para esto —masculló ella—. ¿Vamos con la estrategia de padres estrictos?
—Si no funciona...
—Si no funciona, cambiamos a la estrategia de padres comprensivos. ¿Qué te parece?
—Suena bien.
Ella asintió y fue hacia el interior. Yo la seguí, cerrando la puerta a mi espalda. Dejé las alforjas a un lado, y al instante me sentí más magullado todavía. Quería tomar el té que solo Zelda sabía preparar, el que siempre me aliviaba el dolor, y luego quería sentarme junto a la chimenea con mis hijos y mi esposa, estar bajo mi propio techo y tener paz y tranquilidad. Pero las cosas eran muy distintas.
—¡Eres el peor!
—¡Cara de rana!
Cara de rana. Ese era nuevo. Artyb tenía una gran imaginación, especialmente para inventarse insultos. Nunca dejaría de sorprenderme.
Zelda inspiró hondo y se adentró en la casa. Sus pisadas resonaban con fuerza contra el suelo de madera. Los encontramos cara a cara al otro lado de la mesa.
—Se acabó —sentenció Zelda—. Vais a acabar con esta tontería ahora mismo o ninguno saldrá de esta casa en una semana. ¿Ha quedado claro?
—¿Una semana? —protestó Artyb.
—Yo soy buena. Artty pisó mi grillo.
—Porque ella puso un grillo en mis botas. Es muy mala, mamá.
—¡Porque él tiró mis manzanas!
—¿Quién ha tirado qué? —intervine, pero ellos estaban tan enzarzados en su discusión que no dieron señales de haberme escuchado.
—¡Eso es mentira!
—¡Es vedad!
—¡Tú no sabes hablar!
—¡Artyb! —dijimos Zelda y yo al mismo tiempo.
Hubo silencio por un instante maravilloso, y Artyb pareció arrepentido de verdad. Luego Arwyn rompió en sollozos y corrió en mi dirección. La cogí en brazos, y ella se escondió en mi hombro. Ya no pesaba lo mismo que un bebé, aunque era pequeña y menuda, así que todavía podía sostenerla.
—Pídele perdón a tu hermana —dijo Zelda.
—Pero...
—Nada de peros. No me hagas tener que repetirlo.
Artyb se acercó y le pidió perdón en voz baja. Ella aceptó sus disculpas, como siempre hacía. Me miró con los ojos enrojecidos por las lágrimas, y las Diosas sabían cuánto odiaba verla así. No me hizo falta decirle nada para que ella se disculpara también.
—Wynnie —dijo Zelda—, ¿por qué no vamos a darte un baño? Empiezas a oler como tu padre.
Ella me miró con una sonrisa, pese a que aún había rastros de lágrimas en sus mejillas.
—Papá huele bien.
—No —dijo Artyb, tan honesto como siempre.
—No digas eso, Artty —le reprendió ella, imitando la voz de su madre.
Él frunció el ceño, aunque no dijo nada. Zelda se los llevó a ambos fuera para que se dieran un baño. El silencio fue extraño. Ensordecedor. No solía haber tanta calma, e incluso había dejado de gustarme.
Aquella tarde, Zelda tenía una reunión con el alcalde. Me ofrecí a acompañarla, pero ella dijo que podía encargarse sola. Así que me quedé en casa con Arwyn y con Artyb. Ella ya había olvidado lo sucedido, aunque Artyb estaba más callado que de costumbre. Él no era un generador constante de energía como su hermana, pero le costaba más olvidar las discusiones. Sabía que al final del día ya se le habría pasado, sin embargo. Extrañamente, en ocasiones él parecía ser mayor que Arwyn. Artyb había aprendido a leer y escribir casi antes de aprender a hablar. Entendía más de lo que un niño de cuatro años debería entender.
Zelda regresó un rato después. Nada más verla supe que la reunión no había ido bien, como de costumbre. Quise preguntarle qué había ocurrido, pero Arwyn se empecinó en hacer el pastel de fresas del que había hablado su madre, y Artyb estuvo de acuerdo. Zelda estuvo un tiempo con nosotros, aunque luego se marchó escaleras arriba, supuse que para trabajar. En mi opinión, trabajaba demasiado. Incluso cuando era mi turno y le decía que se tomara el día libre, ella solía ayudarme o supervisar lo que hacía. En más de una ocasión había acabado con un dolor de cabeza horrible.
Después de la cena, fui a buscar a Zelda. Ella estaba escribiendo algo en sus notas. Se sobresaltó cuando puse una mano sobre su hombro.
—Trabajas demasiado —le dije por enésima vez—. Ibas a tomarte el día libre, ¿recuerdas? Se suponía que yo tenía que hacer todo eso.
—Lo sé —suspiró ella, frotándose los ojos—. Lo siento. Estaba enfadada. Mañana podrás trabajar todo lo que quieras.
Presioné en sus hombros, que estaban tensos. Ella suspiró de nuevo y se relajó por fin.
—Tus hijos quieren que les cuentes una historia antes de dormir.
Zelda sonrió.
—Siento haberte dejado solo con ellos toda la tarde.
—No te disculpes por eso. Echaba de menos a Artty.
Artyb había muerto de su enfermedad poco antes de que nuestro hijo naciera. No había vuelto a Hatelia; había permanecido en el campamento de Karud, cerca de la segunda aldea que se había construido. Él decía que se iba feliz, y ese fue todo el consuelo que necesité. El campamento nunca volvería a ser lo mismo sin él, de todas formas. Habría dado casi cualquier cosa por haberlo tenido a mi lado unos años más, pero en el fondo había estado preparado desde que él empezó a empeorar. La idea de llamar a nuestro hijo Artyb también había sido de Zelda, y yo no me negué. Como a Arwyn, a Artyb le quedaba bien aquel nombre.
—No puedes estar lejos de tus hijos durante más de una hora —rio ella.
—Y eso si hay suerte. Pero tú eres igual que yo, Zelly.
—No lo niego. —Se puso en pie. Echó un vistazo por la ventana y luego me encaró con el ceño fruncido—. Diosas Doradas, Link. ¿Cuántas veces te he dicho que no pueden estar despiertos hasta tan tarde?
—No es tan tarde —mascullé.
—Es tarde para ellos. Y mañana estarán insoportables si se duermen tarde. Sobre todo Artyb.
Gruñí para no tener que darle la razón. Zelda solo soltó un bufido y fue escaleras abajo. Ellos protestaron cuando Zelda les dijo que era hora de irse a la cama, aunque sospechaba que era solo por llevarnos la contraria. Arwyn ya bostezaba y, cuando los cogí en brazos a ambos, ella se frotó los ojos y hundió el rostro en mi hombro. Artyb, en cambio, estaba mucho más despierto. Siempre escuchaba las historias de su madre hasta el final. Se dormía con las mías porque, según él, eran aburridas.
Zelda encendió dos velas mientras yo dejaba a cada uno en su cama y los arropaba con las mantas. Tenían una habitación. No era muy grande, aunque era suficiente para los dos, y estaba en la parte de abajo de la casa. Eso era lo que más me molestaba. Si querían llegar hasta nosotros, tendrían que subir las escaleras en medio de la oscuridad. Había tenido pesadillas con aquello, especialmente cuando empezaron a dormir en su propia habitación. Por ello, tenía la costumbre de dejar una vela encendida abajo. La colocaba en el lugar exacto para que lo iluminara todo pero para que ninguno de mis hijos pudiera alcanzarla. Se lo había prohibido, de todas formas, y por una vez había sido muy claro en mis instrucciones.
Zelda les contó la historia de un niño al que le gustaba escalar árboles. Y, como a los árboles no les gustaba que los pisaran y doblaran sus ramas, las Diosas habían decidido convertir al niño en árbol y hacer que otros niños escalaran por su tronco. Arwyn se durmió cerca de la mitad. Artyb tenía el ceño fruncido, pese a que la historia poseía un final feliz. Debía sospechar que aquel cuento iba dirigido a él. Le gustaba escalar árboles, y Zelda lo odiaba. Había intentado hacer que se olvidara de escalar por todos los medios, pero nada había funcionado. Sin embargo, no se había rendido, por lo que veía.
—Me gusta escalar árboles —dijo cuando la historia terminó.
—A los árboles no les gusta que escales —repuso Zelda, acariciándole el pelo desordenado. Me di cuenta entonces de lo mucho que le había crecido, y me descubrí sonriendo. Zelda decía que Artyb se parecía más a mí, aunque nunca me lo había creído del todo. Ahora, sin embargo...
—Eso es mentira. A los árboles les da igual. No pueden hablar.
—¿Cómo estás tan seguro de eso, jovencito?
Artyb no dijo nada. Frunció el ceño todavía más, y su nariz también se arrugó un poco. Se quedó mirando al techo fijamente.
—No te enfades —le dije—. Mamá solo se preocupa por ti.
—Sé escalar bien —murmuró él.
—Eso ya lo veremos. Todavía no me has visto escalar a mí.
Él me miró con un brillo de molestia en los ojos, y Zelda me asestó un codazo.
—No lo empeores, Link —me susurró.
Contuve la risa, aunque no dije nada más. Zelda tarareó algo que solía cantar cuando eran más pequeños, y él no tardó en dormirse.
—Tú puedes cantar eso pero yo no puedo llamar a mi hija Calabacita porque es para bebés —mascullé.
Zelda rio en voz baja.
—No es culpa mía, Linky.
—En el fondo sí lo es. Los pones en mi contra.
—Nunca sería capaz de eso.
Sonreí, pese a todo, y ella se apoyó en mi hombro. Por unos instantes, solo se oyó la respiración lenta de nuestros hijos. Nuestros hijos. Me pregunté si aquello dejaría de sonar surrealista en algún momento. Por alguna razón, lo dudaba.
—¿Has visto algo raro en ella? —preguntó Zelda en un susurro. Le apartaba a Arwyn los rizos de la cara.
Se me escapó un largo suspiro. Odiaba aquella conversación. Siempre pendía sobre nosotros, como un monstruo a punto de saltar. Nunca se iba del todo. Y no me gustaba la idea de discutirlo delante de ellos.
—Ya hemos hablado de esto, Zelda —murmuré.
—Lo sé —repuso ella. Vi que cerraba los ojos—. Tú solo dime si lo has visto o no.
Miré a Arwyn, que permanecía ajena a todo. Ojalá pudiera estar así para siempre. Feliz, segura, sin tener ninguna preocupación por nada. Sin cargar con ningún peso imposible sobre sus hombros.
—No he visto nada raro —dije. Zelda se relajó de nuevo—. Es una niña como todas las demás. No tiene ningún poder extraño ni empieza a brillar de repente. No hay nada de eso, Zelda. Ni lo habrá nunca.
—Tú no lo sabes —dijo con un hilo de voz—. Ninguno de los dos lo sabe. Y lo peor es que no solo es hija mía. También es hija tuya, Link. Tiene más posibilidades todavía.
Sentí la ira burbujeando por dentro, aunque no iba dirigida hacia Zelda. No iba dirigida hacia nadie, a decir verdad. Ellos eran inocentes. Los dos. No eran más que niños, y no quería arrebatarles eso por ser hijos míos. Una de las pocas cosas que me hacían pensar que todo había valido la pena era la certeza de que mis hijos no se verían obligados a aprender a defenderse contra los monstruos. Ni siquiera tendrían que enfrentarse a un monstruo jamás. Habían crecido sin conocer el miedo, y esperaba que siguiera siendo así.
—¿Por qué tiene que ser ella? —susurré—. ¿Por qué no él? ¿O los dos? ¿O ninguno?
—Tú sabes por qué. El poder se hereda solo entre las mujeres de mi familia. Se pasa a la hija mayor. Y ella es nuestra hija mayor.
Reprimí un escalofrío.
—Ni siquiera tienen diez años. Además, puede que el poder nunca despierte en ella. Quedan muchos milenios para que el Cataclismo pueda romper el sello. No necesita el poder.
Zelda no dijo nada sobre lo equivocado que probablemente estaba. Los miró a los dos con una pizca de tristeza.
—Nunca me he arrepentido de tenerlos —dijo—. Nunca. Y no me arrepentiré jamás. Pero esto me da miedo, Link. Me da tanto miedo... Odio decirlo, pero algún día tendremos que contarles la verdad.
Me quedé muy quieto, intentando imaginar aquella situación en mi cabeza. Sonaba terriblemente mal y egoísta, pero nada me gustaría más que ellos siguieran viviendo en la ignorancia durante el resto de sus días. Que no tuvieran que preocuparse por el pasado jamás, por algún linaje muerto o por una maldición. Aquel era uno de los motivos por los que Zelda y yo más discutíamos. Y, en el fondo, ella tenía razón. Les debíamos la verdad. Cuando intentaba ponerme en su piel e imaginaba que mis padres me hubieran ocultado algo así... Bueno, si yo fuera ellos, no encajaría el golpe nada bien. Y odiaría que se sintieran engañados o, peor aún, que sintieran como si no conocieran a sus propios padres.
—No tienen ni diez años todavía —repetí—. No podemos contárselo ahora. No nos creerían. Ni siquiera lo entenderían, Zelda.
Ella suspiró.
—Lo sé —murmuró—. Pero cuanto más tarde se lo contemos, peor será.
Puse una mano sobre su mejilla para que me mirara. Tenía los ojos húmedos y parecía agotada. Habíamos hablado de aquello muchas veces, durante mucho tiempo. Poco a poco la ira había desaparecido y se había convertido en cansancio y aprensión.
—Lo entenderán —susurré—. Sabrán ver por qué esperamos tanto. Y tal vez ella no herede el poder. Todavía es muy pronto para hacer nada. Confía en mí esta vez.
Ella acarició la enorme cicatriz en la palma de mi mano. Me había jurado a mí mismo que mis hijos no quedarían cubiertos de feas cicatrices.
—Está bien —suspiró al final—. Te creo.
Ya no le quedaban fuerzas para discutir por eso. Y a mí tampoco. Después de unos instantes en silencio, ella se puso en pie.
—Te prepararé algo de té —me dijo en tono más animado—. Sé que te estás muriendo de ganas. Llevo todo el día viendo como te quejas del dolor.
Sonreí a medias.
—Eres la mejor, Zelly.
Me levanté con un gruñido, y ella sacudió la cabeza, divertida.
—Pareces un viejo.
—Lo sé —murmuré con una mueca.
Las heridas y cicatrices sí me habían dejado secuelas, después de todo. Y no me sorprendía. Casi todos los curanderos a los que conocía me lo habían advertido nada más conocerme.
Apagué las velas mientras Zelda se despedía de Arwyn y de Artyb. Cuando terminó, dejé que saliera primero y luego cerré la puerta con suavidad.
Me ofrecí a ayudarla a preparar el té, pero ella me obligó a sentarme junto a la mesa y un momento después ya estaba yendo de un lado a otro. Observé como su vestido para dormir nuevo se movía con ella. Tenía curvas mucho más definidas que antes. Y era perfecta.
—Deja de mirarme —dijo ella sin darse la vuelta siquiera—. Me sacas de quicio.
—Eso te queda muy bien.
—Conozco de sobra tus opiniones sobre mis vestidos. Llevas unos cuantos años dejándolas muy claras.
Me descubrí sonriendo. La conversación que habíamos tenido hacía un rato ya empezaba a desaparecer, como si no hubiera sido más que un sueño lejano.
—Soy tu marido. Es mi trabajo.
Se volvió y me mostró una sonrisa amplia. Esperé en silencio a que ella terminara y, cuando regresó, llevaba dos tazas de té humeante en las manos. Las dejó sobre la mesa, y el olor ya era tranquilizador.
—Esta mañana dijiste que había llegado una carta.
Zelda alzó la vista, y su sonrisa decayó un poco.
—Era de Kakariko.
Solo con eso empecé a hacerme una idea del contenido de aquella carta, pero dejé que ella lo explicara.
—Dicen que tenemos que ir de visita cuanto antes. Con los niños, si es posible. Es... es Impa. No deja de decir que le queda poco tiempo. Dice que quiere vernos por última vez.
Suspiré y sentí una punzada dolorosa por dentro. Impa llevaba unos años sin apenas salir de la cama. Pay había tomado su puesto como líder de los sheikah; era su heredera. Todavía no se había hecho oficial, sin embargo. Zelda decía que era parecido a una regencia.
—¿Quién firmaba?
—Pay.
—¿Cuándo iremos? —le pregunté.
—¿En dos días? —Hice una mueca, y Zelda se dio cuenta—. Quiere vernos cuanto antes, Link. Y no quiero que... que se vaya sin habernos visto. No después de todo lo que ha hecho por nosotros.
Lo último que me apetecía era estar fuera durante tanto tiempo, aunque acabé aceptando. Serían solo unos días. No era la primera vez que viajábamos a Kakariko con Arwyn y con Artyb. Les vendría bien estar fuera.
Zelda no tardó mucho en cambiar de tema. Me preguntó por Arwyn, pese a que seguramente ella ya le había contado lo que habíamos hecho con todo lujo de detalles. Iba solo por la mitad del té y ya me sentía mucho mejor.
—¿Hubo lloriqueos? —quiso saber.
—Casi. No llegó a derramar una sola lágrima gracias a mí.
—Has superado mis expectativas, Linky.
Sonreí. Pese a todo lo malo, estaba muy convencido de que nunca había sido más feliz. Y sabía que a Zelda le ocurría lo mismo.
—Tú no pudiste dormir, ¿verdad?
—¿Cómo lo has adivinado?
Ella resopló y sacudió la cabeza. Tomó un último sorbo de su té.
—Acábate eso. Es hora de irse a la cama para ti también.
—¿No quieres divertirte antes, Zelly?
Me dirigió una mirada plana.
—Lo último que me apetece es que te duermas encima de mí. Imagínate lo incómodo que sería tener que ocuparme de tu amiguito y luego quitarte de encima.
—Yo nunca...
—Por ahora no ha pasado. Nunca es una palabra muy fuerte.
Se me escapó una risotada. Me terminé el té, sintiéndome mucho mejor. Y sabía que al día siguiente me sentiría mejor aún, si conseguía dormir. Dejé una vela encendida abajo y luego fui escaleras arriba con Zelda.
Ella masajeó mis músculos doloridos. Todo el mundo hablaba maravillas de los masajes gerudo, pero eso era porque nunca habían probado los de Zelda.
—¿Has sangrado? —le pregunté en un susurro más tarde, cuando todo estaba oscuro y en silencio.
Ella se tomó unos instantes para responder, y esperé con nerviosismo.
—No —respondió por fin. Sentía su sonrisa contra mi pecho.
Sonreí también.
—Sé que hay algo ahí dentro —susurré mientras deslizaba una mano hasta su vientre.
—Todavía es muy pronto para saber nada —suspiró ella—. Pero ojalá haya algo de verdad. Y ojalá este se parezca más a mí. No sabes lo harta que estoy de ver repeticiones tuyas corriendo por mi casa. Y encima también estás tú. Te veo por todas partes.
—No exageres —murmuré—. Y hay algo, Zelda. Nunca me equivoco con esto.
—Te equivocaste con Arwyn.
—No me equivoqué. Sabía que algo pasaba desde el principio. Olías diferente.
Ella rio.
—Déjame adivinar. ¿A vómito y a leche?
—Era un olor bueno —reí también.
Hubo silencio durante un rato. Le acariciaba el pelo, pensando que ya se había dormido. Sin embargo, Zelda habló de nuevo.
—De verdad espero que haya algo.
—Lo hay —susurré, y eso fue todo.
Me despertaron ruidos en medio de la noche. Pisadas. Contuve un gruñido cuando escuché como subían la escalera. Supuse que sería Artyb. Arwyn hacía mucho más ruido.
—¿Papá? —susurró, sacudiéndome el brazo con más fuerza de la necesaria—. ¿Papá? Papá, despierta.
—Estoy despierto —mascullé.
Abrí los ojos, dispuesto a mandarlo de vuelta a la cama. Sin embargo, me detuve en seco cuando vi los rastros de lágrimas en sus mejillas.
—¿Qué te pasa? ¿Has visto algo? ¿Y tu hermana?
Me deshice del abrazo de Zelda con cuidado y me senté sobre las mantas, buscando y buscando. No sabía el qué. Artyb aún se aferraba a mi brazo, con tanta fuerza que apenas podía moverlo.
—Un sueño malo —susurró él con voz pequeña.
El corazón se me encogió al ver como temblaba. Ellos no solían hablarnos de pesadillas, así que me gustaba pensar que no las tenían. Me puse en pie lentamente para no despertar a Zelda, aunque ella debió sentir que algo iba mal.
—¿Link? —murmuró.
Le aseguré que volvería enseguida y ella se durmió de nuevo. Cogí a Artyb en brazos y lo estreché con fuerza mientras me lo llevaba escaleras abajo. Arwyn permanecía en su cama, ajena a todo, así que recuperé mi capa y fuimos al exterior.
La noche era cálida, por suerte. Pero Artyb seguía temblando junto a mí, de modo que lo cubrí con la capa. Nos sentamos sobre la hierba. Me di cuenta entonces de que él estaba cubierto de un sudor frío, y agradecí que el viento no fuera tan cruel como en otras noches. Durante un rato solo se oyó su respiración acelerada.
—Yo también tengo pesadillas a veces —le dije en voz baja—. No pasa nada. Dan miedo, pero son solo pesadillas.
—¿Qué son pa... pesa...?
—Sueños malos.
Él sorbió por la nariz y me miró con los ojos enrojecidos.
—¿Tú tienes sueños malos?
—Todo el mundo tiene sueños malos, Artty.
—¿Y mamá?
—Claro que sí.
Se escondió en mi hombro de nuevo, como si así pudiera protegerse de todo. Ojalá fuera cierto. Daría lo que fuera por que no volviera a tener una pesadilla.
—No me gustan los sueños malos —dijo, y su voz sonó ahogada contra mi camisa.
—A nadie le gustan.
—¿De eso hablas con mamá?
Fruncí el ceño.
—¿Cuándo?
—Antes.
Me quedé muy quieto. Artyb era muy listo, y entendía más de lo que un niño de cuatro años debería entender.
—¿Cuánto has oído?
—No lo sé —dijo él, encogiéndose de hombros—. Algo de Wynnie. ¿Qué le pasa a Wynnie?
—No estábamos hablando de Wynnie —murmuré, sintiendo algo de alivio—. Y no está bien escuchar a mamá y papá a escondidas cuando hablan de cosas así.
Artyb me miró con el ceño fruncido. En el fondo había sido culpa nuestra por hablar delante de ellos, pero no iba a darle esa satisfacción a Artyb. Al menos él parecía estar olvidándose de su pesadilla.
Me sorprendió lo pequeño que parecía. Había nacido una semana antes de tiempo, así que era más pequeño y menudo que los otros niños de su edad. Pese a ello, en ocasiones tenía la sensación de que él era el mayor, y no Arwyn. No solo porque Artyb no tenía tantos problemas al hablar. No, eso era lo de menos. Se debía a que él tenía la mente más afilada en ocasiones, aunque Arwyn solía tomar las decisiones más maduras y sensatas.
—¿Link? —dijo él de pronto.
Lo cogí en brazos como si fuera un bebé para obligarlo a mirarme. Artyb había descubierto hacía solo unas semanas que sus padres tenían nombre. Se había mostrado desconcertado, como si aquello fuera algo imposible.
—Pues claro que tienen nombe, tonto —le había dicho Arwyn—. Todos tienen nombe.
Me había reído, él se había dado cuenta y ahora lo usaba en mi contra.
—Llámame Link otra vez y te juro que verás zanahorias y manzanas por todas partes durante una semana entera.
Artyb hizo una mueca de disgusto y empezó a debatirse entre carcajadas para que lo soltara. Sabía que aquello no lo ayudaría a dormirse más deprisa, pero prefería oírlo reír a que se durmiera con lágrimas de terror en los ojos.
—Linky —dijo él.
Aquello me dejó boquiabierto.
—¿Dónde has oído eso?
—Mamá lo dice.
Así que era cierto que quería poner a mis hijos contra mí.
—¿Sabes cómo llamo yo a mamá?
—¿Cómo? —dijo con los ojos brillantes, y ya no era por las lágrimas.
—Zelly —susurré, como si alguien fuera a oírnos—. No le digas a nadie que te lo he contado.
Él rio con un destello malicioso en los ojos y asintió.
Permanecimos fuera hasta que el cielo empezó a volverse más claro y me vi obligado a llevarlo de vuelta a casa. De lo contrario, estaría insoportable a la mañana siguiente.
