ZELDA

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Siete años? Seguro que tú llevas la cuenta del tiempo mejor que yo. A mí se me pasa muy deprisa. Sea como sea, todavía recuerdo la última vez que hablé contigo. Te pedí fuerzas y protección. Ya no necesito nada de eso. Puedo tenerlo sin tu ayuda. Vas a reírte, pero ahora solo pido tiempo.

»Con los años, me he dado cuenta de que el tiempo es una espada de doble filo. El tiempo cura, pero también hiere. Te enseña y también te hace olvidar. Te ayuda a levantarte y luego te derriba sin pensárselo dos veces y te deja cicatrices por todas partes. Lo odio casi tanto como te odio a ti.

»El tiempo es cruel, pero más cruel soy yo por pedírtelo. Así que si te quedan energías para escucharme, dame algo de tiempo. No me importa cuánto.

Abrí los ojos para encontrarme con el rostro frío y pétreo de la estatua. Estaba en un rincón apartado y silencioso de la aldea. Rezar no había entrado en mis planes al salir de casa aquella tarde, pero mientras me alejaba de la tienda de suministros, había visto que nadie se encontraba junto a la efigie, y los pies me habían llevado hasta allí.

La estatua estaba cubierta de polvo y tierra, pero había ofrendas a su alrededor. Objetos de madera con símbolos que no supe reconocer, flores y telas. Tuve cuidado de no rozar nada mientras me ponía en pie. Ya no podía correr tan deprisa como antes por culpa de la herida de flecha que había recibido en la pierna hacía tantos años. No me importaba demasiado, sin embargo. Una de las primeras cosas que habían aprendido mis hijos era que debían tener cuidado con su padre. Saltar sobre él estaba prohibido. Eran cuidadosos con Link, y por lo tanto habían aprendido a ser cuidadosos conmigo también.

Recogí la cesta. Era pesada; había salido en busca de suministros para el viaje a Kakariko. Sería corto, pero ya no éramos solo Link y yo en los caminos. Había pensado bien lo que necesitábamos. Esperaba no haber olvidado nada. Por eso había ido yo a la tienda. A Link siempre se le olvidaba algo.

Las calles estaban atestadas de gente, como era natural a aquellas horas. Casi todos me saludaban. Había intentado aprender sus nombres, pero tantos vivían en Hatelia ahora que era casi imposible. La aldea había crecido muy deprisa, como si los hylianos hubieran estado esperando a reunirse de nuevo. Algunos incluso se referían a ella como la capital. No tenía nada que ver con la Ciudadela pero, con el tiempo, crecería aún más. Y sería una gran capital para el nuevo Hyrule, aunque solo los hylianos la llamaran así.

Una anciana me detuvo cerca del punto donde el camino se desviaba hacia nuestra casa. Ella vivía al otro lado del puente y nos traía mermelada de frutas que su hijo hacía en las granjas. Arwyn había metido tres grillos en su casa una vez, aunque la mujer no la había pillado, gracias a algún milagro. Estaba medio ciega y medio sorda, por lo que me habían contado.

—Zelda, querida —dijo, sonriendo. Su rostro entero se arrugaba cuando sonreía—, no esperaba verte hoy por aquí.

—Tenía que buscar algunas cosas.

—Lo mismo digo —repuso ella, mostrándome su propia cesta—. ¿Cómo están tus pequeños? Hace unas semanas que no los veo. Link me abrió la puerta hace unos días, cuando llevé la mermelada, pero a ellos no los he visto.

—Están bien —le aseguré yo—. Crecen muy deprisa.

—Oh, dímelo a mí, niña. Parece que fue ayer cuado mi pequeño llegó llorando al mundo por primera vez. Ahora ya tiene hijos propios y dice que estoy vieja. —Suspiró, y yo contuve la risa—. ¿Hiciste lo que te dije con la sopa?

La anciana me había aconsejado que añadiera unas gotas de limón a la sopa. Y así lo había hecho. A Link no le había importado, Artyb lo había odiado más que de costumbre y Arwyn ni siquiera se había dado cuenta de que había algo distinto en la sopa.

—Fue un éxito —mentí, porque gracias a las quejas de Artyb no volvería a intentarlo—. Quedó tan bien como dijiste.

Buscó mi hombro con manos temblorosas.

—Zelda, niña, ¿podrías hacerme un favor?

Parecía más seria que de costumbre, así que asentí sin dudarlo.

—¿Qué favor?

—Sabes que para entrar a mi casa hay que subir unas escaleras, ¿no? —Yo asentí, recordando los escalones diminutos. Había estado a punto de tropezar allí en cierta ocasión—. Estoy mayor de verdad. Cada vez se me hace más difícil subirlos. He hablado con el alcalde para que nos deje hacer unos arreglos, pero él... Bueno, él no quiere. Y no quiero contárselo a mi hijo todavía. No sé qué haría si lo supiera.

—¿Por qué se ha negado? —quise saber. La ira ya empezaba a crecer. Me imaginaba cuál sería su respuesta.

—Rupias. Dijo algo sobre rupias —contestó la anciana. Contuve una carcajada amarga. Tal y como había sospechado. Todo se reducía a las malditas rupias para aquel hombre—. No va a escucharme, Zelda. No debería pedirte esto porque seguramente tú ya tienes muchas preocupaciones, pero ¿podrías hablar con él? Seguro que lo conoces bien. Solo si tienes un rato libre.

—Claro que hablaré con él —le aseguré—. Tengo que pasar unos días fuera, pero en cuanto vuelva pienso hacer que te escuche.

La mujer sonrió con calidez.

—Gracias, Zelda. Eres una buena chica. Le diré a mi hijo que te traiga la mejor mermelada que tengamos.

Fui a decirle que no era necesario, pero ella se marchó canturreando para sí misma antes de que tuviera oportunidad.

Maldije al alcalde de Hatelia una vez más. Lo maldecía cada día. No soportaba a aquel hombre. No soportaba su envidia, sus comentarios estúpidos cada vez que me veía, o la forma en que miraba a Link, como si fuera un monstruo vestido con sedas gerudo. Tenía que llevarme la contraria en todo, sin importar lo justa que fuera mi posición, y solía empeorar cada asunto que tocaba. Y él era el líder de los hylianos. Yo y Link hablábamos por ellos, pero ese bastardo los lideraba. O algo parecido.

Pero no iba a pensar en él ahora. Tenía mucho por hacer, y ya estaba atardeciendo.

Link estaba yendo de un lado a otro cuando entré en casa. Bajó las escaleras con una velocidad sorprendente, aun con los brazos cargados de cosas. Lo detuve y le arrebaté la mitad de lo que sostenía, porque aquella torre precaria se derrumbaría en cualquier momento.

—Te dije que me esperaras —le recordé.

—Se está haciendo tarde, Zelda. No podía seguir esperando.

Lo miré con una pizca de irritación. Tampoco había tardado tanto. Tal vez me había entretenido un poco frente a la estatua, pero eso era todo.

—En ese caso, ni se te ocurra quejarte esta noche de que te duelen las rodillas.

Me di la vuelta, aunque lo escuché reír a mi espalda.

—Gracias por recordármelo. No sabes cuánto me duelen las rodillas.

—Eres un crío. ¿Dónde están tus hijos?

Metí los suministros que Link había llevado en la alforja. Tendríamos que llevar varias, y era mejor empezar cuanto antes.

—Fuera. Con los caballos.

Me detuve en seco y me giré para mirarlo de nuevo.

—Dime que es una broma.

Soltó un bufido. Se acercó a mí y metió su pila de cosas en la alforja.

—Todo el mundo apesta a caballo, Zelda —masculló—. Déjalos divertirse. Son solo niños.

—Pueden divertirse todo lo que quieran —repuse—. Pero ayer les di un baño a los dos. Ahora estarán llenos de paja y mugre y a saber qué más.

—Pues se darán otro baño.

—Oh, para ti es fácil decirlo. Soy yo quien tiene que perseguirlos para que se den el baño. Perseguirlos, Link. No te imaginas lo difícil que es.

Me miró con una sonrisa, para mi desconcierto. No había cambiado mucho en aquellos siete años. Tenía la misma sonrisa y el mismo brillo en los ojos. Seguía sin dejarse crecer la barba, aunque sí se dejaba crecer el pelo. Se lo cortaba una vez al año, dos si había suerte y sus hijos lograban convencerlo por mí. Incluso tenía más músculo que antes, pese a no usar armas durante tanto tiempo. Solía pasar horas y horas entrenando, cuando la noche había caído y creía que nadie lo estaba viendo.

—Yo lo haré —dijo, sacándome de mis pensamientos. Me costó recordar que estábamos hablando de dar baños a nuestros hijos y no de los músculos de Link. Seguía sin ser el hombre más robusto del mundo, pero no estaba nada mal—. Esto es culpa mía, así que yo les daré el maldito baño a los dos.

Me descubrí sonriendo.

—Qué valiente por tu parte.

Él hizo una mueca. Fue escaleras arriba y, cuando regresó, traía más alforjas. Se detuvo a mi lado y se frotó las rodillas con un gemido.

—En realidad sí que me duelen las rodillas —murmuró.

—Suenas como un viejo —reí—. Y ni siquiera tienes treinta años todavía.

—Lo sé.

Le di un beso en los labios para que se sintiera mejor. Sabía que no lo sorprendía tener secuelas por sus heridas, aunque lo odiaba de todas formas. Pero solo empeoraría con los años, y Link era fuerte. No se dejaría vencer por el dolor.

—Esta noche te haré una buena taza de té —le dije—. Te sentirás mejor.

Él sonrió de nuevo. Se quedó cerrando la primera alforja mientras yo salía de casa e iba hacia los establos. No me sorprendió oír sus vocecitas agudas. Y enfadadas.

—¡No la toques!

—¡No es tuya!

Apreté el paso y me asomé a los establos. Ellos estaban en la cuadra de Mermelada, como era de esperar. Arwyn se había encariñado de Mermelada muy deprisa. Debía ser por el color extraño que tenía, casi rosado. No había visto muchos caballos así. Y Mermelada era apacible, serena, y nunca había dado una sola coz.

—¡Papá dice que es mía!

Artyb intentó acariciar a Mermelada, pero Arwyn lo apartó de un manotazo. Él la miró con el ceño fruncido.

—Papá no dice eso.

—¡Sí lo dice! ¡Tú no lo oyes!

Di un paso más hacia el interior, maldiciendo a Link por querer tener tantos caballos. Oveja relinchó a mi lado, y le di unas palmaditas en el hocico. Oveja. Vaya nombre más estúpido para un caballo. Pero había sido idea de Artyb, así que ninguno se había negado. Oveja tenía el pelaje gris y espeso. Según Artyb, se parecía a una oveja.

Por no hablar de Caballo. Ese sí había sido idea de Link. Caballo tenía manchas. Nada especial. Link había decidido llamarlo Caballo una noche en que había bebido demasiado conmigo. Me había reído entonces, pero cuando a la mañana siguiente dijo que de verdad pensaba llamar al caballo Caballo, empecé a preocuparme por su cordura.

—¿A qué vienen esos gritos? —intervine.

Ellos se volvieron al instante. Arwyn corrió en mi dirección y se refugió en la falda de mi vestido.

—Artty no deja a Melada en paz —dijo.

—¿Artyb?

Él soltó un suspiro largo y dramático y se giró en mi dirección.

—Sí la dejo en paz.

—¡Mentira! Melada quiere domir.

—Es Mermelada, Wynnie —le recordé—. Y también dormir.

No estaba preocupada por sus problemas al hablar. Ella mejoraba con el tiempo. Cuando tenía la edad de Artyb, apenas habíamos podido entenderla. Ahora, sin embargo, era capaz de hablar con claridad. A veces se le escapaba alguna palabra mal dicha, pero yo siempre la corregía rápidamente.

—Mermelada no quiere dormir, Wynnie —dijo Artyb.

Miré a Mermelada, que olisqueaba el heno que Link había dejado aquella mañana. No parecía estar prestándonos mucha atención.

—Mermelada puede estar con Artyb también —le dije a Arwyn. Me arrodillé para poder mirarla a los ojos—. Yo dejo que estés con Calabaza. Papá deja que juguéis con Viento. Y nadie se enfada, ¿a que no?

—No —dijeron al unísono. Él tenía una diminuta sonrisa de triunfo, y le dirigí una mirada de advertencia.

—Entonces todos podemos compartir. ¿Qué tal suena eso?

Ellos se miraron. Arwyn podía ser tan aterradora como su padre cuando se enfadaba. Artyb no lo era tanto, pero era fácil saber cuándo estaba de mal humor. Arwyn había heredado el color de mi pelo y mi nariz, según Link, pero eso era todo. Y Artyb... Artyb era Link, pero tres veces más pequeño. Tenía su pelo, sus ojos, y su maldito ceño fruncido. Si no lo hubiera llevado dentro de mí durante tantas lunas, me habría preocupado.

Al menos él apreciaba los libros que le leía. Me di cuenta de lo mucho que había crecido cuando empezó a ser capaz de leérmelos a mí en voz alta. Por dentro era más parecido a su madre. Ese era mi único consuelo.

Arwyn era una mezcla. Le gustaba estar fuera y no podía estarse quieta. Quería montar a caballo y correr, y sonreía siempre que veía un grillo. O cualquier otro insecto, a decir verdad. Era más inocente que Artyb, pese a ser la mayor.

—Ten cuidado con... con Mermelada —dijo Arwyn, y sonreí con orgullo cuando pronunció el nombre.

Artyb suspiró de nuevo.

—Mermelada es buena. Yo también.

Ella no parecía del todo convencida, así que intervine antes de que empezaran a discutir otra vez.

—Papá os necesita en casa. Creo que tiene una sorpresa.

El rostro de Arwyn se iluminó, y casi podía oír como Artyb intentaba averiguar de qué se trataba la sorpresa. Me sentí algo culpable, aunque la peste a caballo me llegaba desde allí. Ellos odiaban darse baños. No recordaba haber sido así de niña.

Arwyn echó a correr hacia la salida, y Artyb se apresuró a ir tras ella, supuse que para no llegar el último.

Ellos dejaron la puerta abierta, así que yo la cerré al entrar en casa. Escuché risitas. Probablemente no estaban dejando a Link terminar con las alforjas, de modo que me apresuré a ayudarlo.

Él bajó las escaleras con uno en cada hombro. No sabía cómo demonios podía sostenerlos a los dos al mismo tiempo, pero entendía por qué se quejaba tanto del dolor. Él se lo buscaba solito, sin embargo. Lo miré con desaprobación cuando vi como cargaba también con una pila de cosas. Ropa, supuse.

Me suplicaba ayuda con la mirada, y decidí apiadarme de él. Cogí la pila que llevaba y la dejé junto a las alforjas.

—¿Papá? Mamá dice que tienes una sopesa.

Link me miró con el ceño fruncido. Si les hubiera dicho que iban a darse un baño, jamás habrían entrado en casa por voluntad propia.

—Sorpresa —dije, corrigiéndola.

La escuché murmurar sorpresa varias veces.

—Hay que ir al jardín —dijo Link—. Pero hay que cerrar los ojos hasta que yo lo prepare todo.

Ellos asintieron. Link se acercó a mí antes de salir.

—Buena suerte —le susurré, conteniendo la risa.

—Si no vuelvo, recuerda que te quiero. Hay cuatro mil rupias debajo de la cama.

Ahogó mis carcajadas con un beso. Artyb alzó la vista con mala cara.

—No le hagas eso a mamá —dijo.

—No le hagas eso a mamá —repitió Link con voz aguda.

Arwyn rio, pero Artyb lo miró con el ceño fruncido. No le convenía tener a uno de los dos enfadado antes de darse un baño, pero esperaba que él supiera lo que estaba haciendo.

Le prometí que seguiría con las alforjas y luego ellos salieron de casa. Inspiré hondo mientras iba hacia la mesa donde estaban las alforjas. Olía a madera y a la sopa de calabaza que Link había hecho aquella mañana. Había una ventana abierta, y un ligero olor a flores se colaba por allí. Aquello era un hogar. El lugar en el que crecerían nuestros hijos. Y no lo cambiaría por nada del mundo, ni siquiera por una casa donde el suelo no se rompiera cada tres lunas. Mucho menos lo cambiaría por los lujos del castillo. El castillo nunca había olido a hogar, de todas formas.

Por una vez, las cosas iban bien. Había una reunión del concilio dentro de cinco semanas, y la reconstrucción se movía muy deprisa. Link visitaría Akkala pronto y se quedaría un tiempo para ayudar con los trabajos de construcción. Hyrule había cambiado mucho en aquellos últimos años, y no se parecía nada al Hyrule de hacía un siglo. Pero eso era lo mejor que había podido ocurrir.

Dejé las alforjas casi cerradas para el viaje. Tampoco llevábamos tantas cosas; serían solo cuatro días, cinco como mucho. Pero no era lo mismo viajar sola con Link a viajar con Link y dos niños. Había aprendido por la fuerza que debíamos ir preparados.

Cuando Link regresó, estaba preparando la cena. Cocinaba mejor que antes, aunque él solía ocuparse de esas cosas. Pero habían tardado más de lo esperado, y no quería que los niños se fueran tarde a la cama.

Link estaba empapado, como si ellos lo hubieran metido de cabeza en el baño. Artyb tenía el ceño fruncido y Arwyn lo miraba con mala cara. Link decía que ella se parecía a mí cuando se enfadaba, pero yo no era capaz de ver ninguna similitud. Él tomó asiento con un gruñido y se cubrió el rostro con las manos. Al menos ellos parecían haberse dado un baño de verdad.

—¿A qué vienen esas caras? —pregunté mientras removía el contenido de la cacerola.

—Papá es un mentiroso.

—Como Artty —añadió Arwyn, como si no supiera lo que era un mentiroso y pensara que sus palabras me ayudarían a entenderlo.

Artyb no lo negó. Fingió que no lo había escuchado.

—Era un baño. No era una sorpresa.

—Papá sabía que necesitabais un baño.

—Yo huelo bien.

—Yo soy buena.

Me acerqué a ellos y arreglé los mechones húmedos de Artyb, aunque su pelo era indomable.

—¿Os cuento un secreto? —susurré. Ellos se acercaron más para oírlo—. Olíais un poco mal. A caballo.

—Papá sigue siendo un mentiroso —dijo Artyb con el ceño fruncido.

—¿Verdad que sí, papá? —añadió Arwyn.

—Papá está llorando —musitó Link.

Ella se detuvo a su lado con gesto preocupado, aunque Artyb no se movió de su sitio. Se limitó a mirar a Link con los ojos entornados, como si sospechara algo.

—Papá, no estés triste.

Él le apartó los rizos húmedos del rostro.

—Me llamaste cara de rana.

Contuve la risa. Recordaba habérselo oído a Artyb el día anterior. Sabía que, en el fondo, Link tenía un corazón muy blando, sobre todo con sus hijos. Nunca lo había visto enfadado con ellos durante más de una hora. No estaba segura de cómo afectaría eso a su crecimiento, pero prefería que no discutieran a que la situación se pareciera a la que había existido con mi padre. Me costaba recordar una sola conversación que no hubiera acabado en reproches y palabras hirientes.

—No tienes cara de rana —le aseguró Arwyn. Le tocó el pelo con torpeza, como nosotros solíamos hacerle a ella—. Eres el más mejor mejor.

El corazón se me hizo más grande. Nunca había pensado que era posible querer tanto a alguien. En ocasiones me preguntaba cómo había podido mi padre ser tan distante. Solo con pensar en hacerles lo mismo a mis propios hijos empezaba a sentirme enferma. No podría seguir sus pasos ni aunque lo intentara con todas mis fuerzas.

—Los baños de mamá son mejores —intervino Artyb con el ceño fruncido.

Link lo miró con el ceño fruncido también, y por un instante fue como si se hubiera duplicado y cada réplica estuviera en un extremo de la mesa. Eran tan parecidos que daba miedo.

—¿Qué tienen de malo los míos?

—Mamá lo hace mejor.

Link soltó un bufido de desdén, pero la conversación acabó allí. Artyb se quejó cuando le dijimos que iríamos de viaje a Kakariko, aunque Arwyn se entusiasmó al instante. Sabía que en el fondo ambos estaban igual de entusiasmados. Ojalá yo también lo estuviera. No quería despedirme de Impa. Sabía que aquel día llegaría tarde o temprano, pero aun así había intentado por todos los medios no pensar en ello.

Aquella noche, después de llevar a los niños a la cama, me di cuenta de que Link no estaba por ninguna parte. Salí al jardín, haciéndome una idea de lo que él podía estar haciendo, y solo con oír el susurro de la hierba bajo sus pies supe que mis sospechas eran ciertas.

Él aún se movía con destreza, como si estuviera bailando. Cada paso era calculado, tanto que daba miedo. Esgrimía una espada larga, y la reconocí como la de su padre. No era la Espada Maestra ni lo sería jamás, y eso Link lo sabía mejor que nadie. Y a él todavía le dolía la pérdida. Yo misma lo sentía, pese a que Link no hablara mucho de ello. Había un vacío profundo en el lugar en que había estado la voz de la espada, acompañándolo. Probablemente no desaparecería jamás, aunque Link lo soportaba mejor con los años.

Al principio se había resistido a acercarse a una espada. Se quedaba muy rígido cuando alguien mencionaba sus habilidades como guerrero. Había estado convencida de que nunca volvería a tocar un arma. Sin embargo, tres años después de devolver la Espada Maestra, lo encontré afilando la espada de su padre. Y, dos noches más tarde, ya practicaba en el jardín, como hacía ahora.

Link decía que no le gustaba, pero que al mismo tiempo no quería perder la práctica. Él llevaba años sin luchar contra nada; ya no había monstruos y nadie necesitaba su ayuda para deshacerse de pequeños grupos de bandidos. De hecho, a aquellas alturas muchos ni siquiera recordaban que él había sido un guerrero antes de la reconstrucción. Lo habían aceptado como voz de los hylianos.

Se movía igual de bien que hacía siete años. No había un atisbo de duda ni de torpeza. Y me alegraba que fuera así.

La puerta crujió cuando la abrí del todo para salir. Link se sobresaltó y se detuvo en seco. Cuando me vio bajo el umbral, casi pude oír el suspiro de alivio.

—Diosas, no me asustes así, Zelda.

—Ya sé que no soy tan bella como cuando tenía dieciocho años, pero podrías disimular un poco. Tampoco es que tenga cara de moblin.

Él sonrió. Hacía frío fuera, así que me abracé a mí misma. Habíamos tenido muchas noches cálidas últimamente, tantas que había empezado a preguntarme si no habría vuelto a vivir en el Centro de Hyrule.

—No digas tonterías. Tenías más cara de moblin a los dieciocho años que ahora, Zelly.

—Idiota. Tú tienes cara de rana.

Soltó una risotada, y yo reí con él. Después vi como sopesaba la espada entre las manos, y mi sonrisa desapareció poco a poco.

—Se han ido a la cama ya, ¿verdad? —me preguntó en voz baja.

Contuve un suspiro y me apoyé contra el umbral de la puerta.

—No tienes que esconderte de tus hijos, Link.

—No estoy escondiéndome de mis hijos.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué nunca has sacado esa espada a plena luz del día? ¿Por qué nunca entrenas cuando ellos pueden verte? Si vas a esconderte de mí también, tendrás que esforzarte más. No soy una niña.

Me miró con un destello de irritación en los ojos. Bajó la espada hasta que la punta rozó el suelo.

—No estoy escondiéndome de ti —dijo—. Y... puede que esté escondiéndome de mis hijos, pero es solo para protegerlos.

Lo examiné con atención, y él me sostuvo la mirada. Solo hablábamos de la espada cuando Link estaba dispuesto a hacerlo, y eso no sucedía muy a menudo. Nunca había querido presionarlo con preguntas. Sin embargo, ahora veía que tal vez había cometido un error.

—¿Protegerlos de qué?

Él se acercó más a mí, aunque ambos estábamos expuestos al frío todavía.

—No quiero que ninguno siga mis pasos, Zelda —admitió en voz baja—. No quiero que aprendan lo que yo sé hacer. Me los imagino cubiertos de cicatrices y... como yo soy ahora y me siento enfermo.

Se estremeció, aunque no creía que fuera por el frío.

—No sabes si seguirán tus pasos o no —repuse—. Tienes que dejarlos elegir.

—Querrán que les enseñe a blandir una espada. Cualquier niño lo querría. Y sé que ya no hay un ejército, pero si son buenos alguien se los llevaría. Tal vez algún comerciante los ponga de escoltas. O puede que...

—Oh, Link, creo que te estás yendo muy lejos —dije con una pequeña sonrisa—. Ni siquiera tienen diez años.

Él suspiró.

—Tendrán diez años algún día —murmuró—. Y no quiero obligarlos a seguir mi camino porque vengan de una familia de caballeros. Por Hylia, eso sería horrible.

—No es tan distinto de lo que te pasó a ti, ¿a que no? —susurré con una mano en su mejilla.

Se me quedó mirando a los ojos por unos momentos.

—No —dijo por fin—. Y tampoco quiero que mi legado sea una maldita espada.

—¿Qué quieres que sea?

Señaló nuestro alrededor prácticamente a oscuras.

—Esto. Hyrule. El nuevo Hyrule.

—Entonces así será —le dije—. Pero no te escondas de ellos. Es lo peor que podrías hacer.

Él abrió la boca, aunque luego vaciló. Sabía que yo no era la más indicada para darle consejos. Ni siquiera me atrevía a utilizar el poder delante de mis hijos. Yo también me escondía. Sin embargo, no tenía ganas de discutir aquella noche, y Link tampoco. No cuando la discusión acabaría en lo mismo de siempre. En el mismo pozo oscuro y vacío. Así que se limitó a asentir en silencio.

—Vamos adentro —le dije—. Es tarde. Y me estoy congelando aquí fuera.

—No es para tanto —masculló él con una diminuta sonrisa.

Lo miré con mala cara. Link me hizo caso y regresó al interior. La chimenea estaba encendida, aunque algo del frío se había colado dentro. Me maldije a mí misma por haber dejado la puerta abierta y me acerqué más al fuego para entrar en calor. Link desapareció bajo las escaleras. Allí había una diminuta habitación que usábamos para almacenar. Sabía que dejaba la espada en una caja y luego escondía esa caja bajo una pila de más cajas. No dije nada, pese a todo, y esperé en silencio a que regresara.

Aquella noche, conseguí aliviar el dolor de sus rodillas mientras él me contaba lo sucedido durante el baño.

—Deberías haber oído como gritaban —dijo—. No sé cómo lo haces, Zelda.

—Con práctica —respondí, sonriendo—. Yo me encargaré de los baños. Está claro que tú no estás hecho para eso.

Link se mostró de acuerdo, como era de esperar.

Más tarde, me descubrí pensando en lo que habíamos hablado en el jardín, pese a que hubiéramos decidido silenciosamente discutirlo en profundidad más adelante.

—A veces siento que les estamos ocultando demasiadas cosas —susurré en medio de la oscuridad.

Sus brazos me rodearon con más fuerza. Todos decían que el amor se volvía más débil con el paso de los años en un matrimonio, hasta casi convertirse en una simple amistad. Pero a nosotros nos había pasado justo lo contrario. Tal vez él ya no me daba besos tan espectaculares ni me decía te quiero cada día, pero no hacía falta nada de eso. Siempre habíamos trabajado bien en equipo. Y eso nunca cambiaría.

Sabía que Link no iba a abandonarme. Estábamos atados, y me quedaban muchos años a su lado. Ojalá fuera otro siglo entero para compensar la eternidad que habíamos pasado separados. Y veía en sus ojos el amor que me profesaba siempre que miraba en mi dirección. Si aquel brillo había permanecido en el mismo sitio durante ocho años, podría sobrevivir otros cincuenta.

—Lo sé —susurró él también—. Pero algún día se lo contaremos. Y lo entenderán. Ya lo verás.

*

Kakariko era una de las pocas partes de Hyrule que apenas había sufrido cambios durante aquellos últimos años. Había más viajeros, por supuesto, y los sheikah estaban más abiertos a recibir miembros de otras razas porque existían menos prejuicios hacia ellos. Sin embargo, el número de sheikah que vivían allí se mantenía prácticamente igual.

Llegamos una mañana tras dos días de viaje. Artyb había montado conmigo en Calabaza, mientras que Arwyn había montado con Link. Prefería a Viento porque era más rápido. Se llevaría una enorme decepción cuando montara sola con Mermelada. Ella tenía un carácter más parecido al de Calabaza que al de Viento. Artyb no había dejado de quejarse en todo el viaje, y todavía estaba de malhumor.

Debían haber estado esperándonos en la aldea, porque se llevaron a los caballos a los establos justo después de desmontar. Mientras íbamos hacia la posada, me di cuenta de que había un aire de solemnidad en Kakariko. El silencio era denso. Como si ya estuvieran llorando una gran pérdida. Esperaba no haber llegado demasiado tarde.

El posadero nos reconoció al instante. Link pagó por la mejor habitación que tenían y, una vez estuvimos allí, dejamos las pesadas alforjas a un lado. Vi a Arwyn, que tenía las ropas sucias por el viaje. Compartía una mirada con Link y él se dirigió a Artyb.

—Wynnie —le dije. Ella apartó la mirada de la ventana y se centró en mí—, ¿por qué no te pones uno de esos vestidos tan bonitos?

Ella hizo una mueca de disgusto. Link decía que se parecía a mí cuando ponía expresiones como aquella por algo de la nariz, aunque yo no veía el parecido por ninguna parte.

—Los vestidos son tontos.

—No son tontos. Y te quedan muy bien. Hazme caso.

Ella permitió que le pusiera un vestido azul y limpio. Le aparté el polvo del rostro y de las botas, y luego me dispuse a cepillarle el pelo. Nunca era fácil porque aquellos rizos eran prácticamente indomables. Pero no los cambiaría por nada del mundo. No me imaginaba a mi hija sin sus rizos dorados.

Ella se quejó cuando di un tirón sin querer. Intentaba ser delicada, y así se lo decía cada vez que recibía un tirón.

—¿Vamos a ver a la abuela Impa? —me preguntó con su vocecita aguda.

Le aparté dos mechones de pelo del rostro y luego los uní con cuidado detrás de su cabeza. A veces Link hacía lo mismo con su propio pelo, aunque no solía esforzarse tanto. Según él, iba a despeinarse de nuevo hiciera lo que hiciese, así que ¿para qué molestarse?

—Claro que sí. La abuela Impa nos está esperando.

Ella sonrió. Tampoco cambiaría su sonrisa por nada del mundo. Era luminosa y radiante. Y siempre, siempre era sincera. Hacía que mi corazón aumentara todavía más. Explotaría en cualquier momento si continuaba así.

—Tengo a mi grillo —anunció con una sonrisa orgullosa.

—¿Que tienes qué? —Ella se mantuvo firme, y yo suspiré—. Arwyn, ya hemos hablado de los grillos.

—¿Y si la abuela Impa quiere verlos? Me dijo que me cordara de traerlos.

—No recuerdo que dijera algo así.

—¡Lo dijo! —exclamó. Se dio la vuelta, y los rizos volaron con ella. Me miró con desaprobación—. Yo no digo mentiras. Ese es Artty.

—Está bien. No tienes que gritarme, Wynnie. —Ella se giró de nuevo, esa vez con más lentitud—. Le preguntaremos a Pay si puedes llevar tu grillo.

Arwyn volvió a sonreír.

—Eres la más mejor mejor, mamá.

Le aparté los rizos que se habían quedado sueltos y besé su pelo.

—¿Lo ves? —le dije—. Te queda de maravilla, Wynnie. Créeme.

Ella se revolvió un poco el pelo y se alisó el vestido.

—¿Papá? Mira mi vestido.

Link alzó la vista desde el otro lado de la habitación.

—Los vestidos son tontos —dijo Artyb.

—¡Tú eres más tonto todavía!

Link le dio un ligero tirón en el pelo a Artyb, y él se quejó, como era natural. Sin embargo, no siguió con la discusión.

—Es muy bonito, Wynnie —dijo Link—. Te pareces a tu madre.

Ella me miró con una sonrisa amplia. Sentí calor en el rostro, como si fuera una niña otra vez. Link sonreía como un idiota, aunque eso no era nada nuevo. No había perdido aquella costumbre durante los últimos años.

—¿Puedo salir fuera, mamá? Hay un abusto de color raro. También quiero ver las gallinas. ¿Puedo ir, mamá?

Contemplé su vestido limpio y precioso, y su pelo, que por una vez no parecía despeinado. Estaba segura de que debía negarme, pero sus ojos suplicantes me decían lo contrario. Por Hylia, era peor que Link.

—No te alejes mucho. Y nada de gallinas.

Ella asintió y corrió hacia el exterior. Unos instantes después, podía verla por la ventana, examinando el arbusto del que me había hablado. Sabía que en Kakariko estaba a salvo y que ella salía a jugar a veces con otros niños de Hatelia, pero aun así me costaba apartar la vista.

—Debilucha —me dijo Link.

—Tú habrías hecho lo mismo.

Él no lo negó. Mientras observaba a Arwyn, escuché como Link murmuraba algo al otro lado de la habitación.

—¿Qué te parece?

Hubo silencio por un momento.

—Raro.

Me arriesgué a mirarlos. Link le había atado el pelo como él mismo solía hacer con su propio pelo. Reprimí una sonrisa. Ahora se parecían aún más.

Artyb se dio cuenta de que lo estaba mirando e intentó revolverse el pelo, pero Link lo detuvo.

—Es muy molesto si no lo llevas así y quieres dejártelo crecer. Tengo veinte años más que tú. Hazme caso.

Él me miró, indeciso, y me permití sonreír.

—Te queda bien, Artty. Hazle caso a tu padre.

Artyb acabó asintiendo. Link lo cogió en brazos y le hizo cosquillas.

—Seremos los mejores de toda la aldea, ya lo verás.

Nos dirigimos a la casa de Impa un rato después. Había dos sheikah guardando la entrada. Tenía guardias nuevos porque los más veteranos ya se habían retirado.

—Maestro Link. Señora Zelda.

Me sentía terriblemente vieja siempre que me llamaban señora Zelda. Habían abandonado alteza y princesa después de que yo renunciara al trono. Saludaron a los niños con la cabeza. Arwyn les devolvió el gesto con una sonrisa, aunque Artyb se escondió detrás de las piernas de Link.

Prunia nos recibió bajo el umbral. Le había dejado el laboratorio a Symon y había vuelto a Kakariko para ayudar a Impa, y especialmente a Pay. Había crecido; ahora tenía el aspecto de una jovencita de diecisiete años.

—¡Linky! ¿Eso que veo es un pelo gris? —exclamó después de haberme abrazado—. No puedo creer que ya seas un viejo saco de huesos como Rotver.

—¿Quién es Torver? —intervino Arwyn.

—Un viejo casi tan gruñón como tu padre —respondió Prunia. Luego la cogió en brazos—. Oh, por Hylia, cuánto has crecido. ¿Quién te ha dado permiso para crecer tanto?

—Tía Punia, mira. —Arwyn sacó un frasco. Dentro había un grillo dando saltos frenéticos. Link había cedido y la había dejado llevar sus grillos, aunque le había hecho prometer a Arwyn que no los soltaría por la casa de Impa.

Prunia examinó al grillo con atención. Me fue imposible saber si era fingido o si de verdad estaba interesada en grillos.

—Hay grillos muy grandes en Hatelia —murmuró. Luego miró a Arwyn con una sonrisa—. Tú y yo vamos a hacer una investigación esta tarde, jovencita.

—¿Qué es eso? —preguntó Arwyn, aunque ella también sonreía.

—¿Tu madre no te lo ha dicho? —Prunia me miró con desaprobación. No había tenido la oportunidad de enseñarle nada. Los grillos no eran lo mío—. Ya lo verás esta tarde.

Prunia dejó a Arwyn en el suelo para saludar a Artyb. Él era más tímido, y solo dejó de esconderse cuando Link lo animó a salir. En el fondo le gustaba Prunia, aunque él decía que hablaba muy alto y muy deprisa. Pero ¿a qué niño no le gustaría Prunia?

Ella nos guió hasta el interior. Allí había un fuerte olor a hierbas y especias. Impa no estaba en su lugar habitual sobre los cojines. En cambio, allí solo vimos a Pay. Su rostro se había endurecido aún más desde la última vez que la vimos.

—Oh, gracias a las Diosas —suspiró mientras se ponía en pie e iba en nuestra dirección—. La abuela no deja de hablar de vosotros. Me preocupaba que fuerais a llegar demasiado tarde.

Su expresión se ensombreció inmediatamente después de haber dicho aquello. Yo sentí una punzada de dolor por dentro, e incluso el parloteo de Prunia y las risas de los niños cesaron de golpe.

—¿Tan malo es? —susurré.

—Hay... hay poco tiempo. Eso dicen los sanadores. Y ella también lo dice.

Link cogió mi mano, y yo la sostuve con fuerza. Impa no podía marcharse. Impa, que había estado allí cien años atrás y que había permanecido a mi lado incluso después de que todo se hiciera pedazos. Impa, que nos había acogido a Link y a mí y que había cuidado de nosotros con verdadero cariño. Era lo más cercano a una madre que había tenido después del Cataclismo.

—¿Mamá? —dijo Arwyn desde el suelo. Permanecía junto a Prunia—. ¿Qué pasa?

Compartí una fugaz mirada con Link. Él forzó una sonrisa para su hija, aunque en el fondo de sus ojos había dolor.

—¿Quieres enseñarle ese grillo a la abuela Impa, Wynnie?

Ella sonrió, aunque su expresión decayó un poco cuando vio que nadie más sonreía. Prunia y Pay insistieron en que fuéramos solos porque eso era lo que Impa quería.

Miré de reojo a Pay, que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella no se creía capaz de liderar a los sheikah y lo cierto era que tal vez no estuviera del todo preparada aún. Impa le había enseñado todo lo que necesitaba saber, pero para ser un buen líder había que ser firme e implacable en ocasiones. Pay no podía permitirse vacilar. Y, por desgracia, vacilar era un mal hábito suyo.

Prunia había decidido quedarse en Kakariko para ayudar a Pay en lugar de Impa. Apreciaba su gesto. Pay se abrumaría y acabaría perdida si no contaba con alguien a su lado.

Link subió las escaleras sin soltar mi mano. Artyb estaba sumido en un silencio sepulcral, y Arwyn alternaba la mirada entre los tres, con aspecto confundido. Intenté sonreír para hacerla sentir mejor, pero eso solo la confundió más.

El olor a hierbas se hizo más fuerte en las habitaciones de Impa. Ella estaba sentada sobre la cama, apoyada en cojines. Y también estaba despierta. Nos recibió con una sonrisa.

—Os esperaba.

No me atrevía a hablar porque de allí solo brotaría un sollozo, y no quería derrumbarme frente a mis hijos. Ellos no comprendían la muerte todavía. Eran jóvenes, y no habían tenido que vivirla aún, gracias a las Diosas.

—Abuela Impa —dijo Arwyn—, he traído un grillo.

Corrió en su dirección antes de que pudiéramos detenerla. Se quedó junto a la cama y le mostró a Impa el frasco con el grillo, como si estuviera orgullosa de ello. Probablemente lo estaba.

—Oh, mi pequeña. Cuánto has crecido —murmuró Impa, acariciándole una mejilla. Su voz era débil, como las últimas hebras de un hilo a punto de ser cortado—. Estás radiante.

—Mira mi grillo —insistió Arwyn.

Impa rio, aunque su risa pronto se convirtió en un ataque de toses violento. Ella llevaba unos años así. Sabía que Prunia no había vuelto a Kakariko solo por Pay; también quería estar con su hermana. Rotver había visitado en pocas ocasiones porque, según él, estaba viejo y era muy feliz en Akkala, con su esposa.

Impa examinó el grillo con atención, hasta que Arwyn se mostró satisfecha.

—¿Y tu hermano? —le preguntó entonces.

Artyb asomó la cabeza. Me sorprendía lo tímido que podía ser. En casa iba tan directo al grano como Link. Acabó yendo hasta Impa, sin embargo, y él fue mucho más cuidadoso que Arwyn. Impa le acarició el pelo rubio oscuro.

—Ya eres todo un hombrecito. Oh, te pareces mucho a tu padre.

Él le dirigió una rápida mirada a Link, pero no dijo nada. Impa le tocó el rostro para llamar su atención de nuevo.

—Escuchadme bien los dos —empezó, bajando tanto la voz que tuve que esforzarme para oírla—. Tenéis que ser fuertes. Llegará el día en que las cosas no sean tan fáciles. Por eso debéis cuidar el uno del otro. El amor es importante.

Ellos se miraron. Artyb hizo una mueca.

—¿Cuidarla a ella?

—Me temo que sí —rio Impa—. Sois muy jóvenes todavía. Pero acordaos de esto. Guardadlo aquí. —Puso una mano temblorosa sobre el corazón de cada uno—. Lo entenderéis cuando seáis más mayores.

—Yo soy mayor —dijo Arwyn, orgullosa.

—Pero tienes que ser aún más mayor. Y ahora dadle un abrazo a la abuela Impa.

Fui a decirles que tuvieran cuidado, pero no hizo falta. Ellos estaban acostumbrados a tener cuidado con su padre. Y tuvieron cuidado con Impa también.

Prunia vino para llevárselos a jugar un rato después. Impa los observó alejarse con una sonrisa triste. La puerta se cerró tras ellos, y el silencio se hizo pesado de pronto.

—No os quedéis ahí. No voy a morder.

Corrí en su dirección y me senté en el borde de la cama. Link se acercó también, sin soltar mi mano. Supuse que ninguno de los dos se atrevía.

—Oh, Impa —susurré con voz temblorosa—, no puedes irte. No puedes.

—Créeme, Zelda. A veces pienso que ojalá tuviera cien años más por delante. Ojalá las Diosas me concedieran ese favor. Pero luego me doy cuenta de que os vería morir a todos vosotros. Los hylianos tenéis vidas muy cortas, y por mucho que Prunia fanfarronee, no puede vivir otro siglo. Así que prefiero marcharme ahora que quedarme sola para siempre.

Apreté el puño que tenía libre.

—Es tan injusto —murmuré—. Ahora que todo ha terminado y las cosas van bien, te... te marchas. Tú también te merecías ser feliz, Impa.

—Y lo he sido. No sabes cuánto. Lo soy ahora también, con Pay. Incluso mi hermana ha vuelto. Y con saber que Hyrule es libre por fin tengo suficiente.

Me tragué los sollozos que luchaban por salir y me sequé las lágrimas. Llorar solo empeoraría las cosas.

—Te echaré de menos —dijo Link.

—Y yo a ti, muchacho. Pero no lloréis por mí. Los tres sabemos que esto no es para siempre.

Miré a Link. Él sabía más del futuro que yo. Decía que la Espada Maestra le había mostrado visiones antes de dejarla en el bosque. Él me acarició los nudillos, pero no dijo nada.

—Nos volveremos a ver —dijo Impa—. En otra vida.

—No será lo mismo —murmuré yo.

Me sentía como una niña asustada otra vez. Di gracias por que Prunia se hubiera llevado a los niños. Habrían acabado llorando si me hubieran visto así. Y, por Hylia, no estaba acostumbrada a mostrarme tan débil después de que ellos nacieran.

—Gracias por todo, Impa —le dije, sonriendo aun con los ojos llenos de lágrimas—. Ojalá pudiera recompensártelo de alguna manera.

—Es suficiente con que estéis aquí.

Hubo silencio por un rato. Miré a Link de nuevo. Él estaba más callado que de costumbre. Le pregunté en silencio si algo iba mal, y él solo apretó los labios.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Impa.

Él sacudió la cabeza, aunque luego miró a Impa y se le humedecieron los ojos. Fui a decir algo, pero entonces la anciana nos abrazó a los dos.

—No lloréis por mí —repitió—. Sé que Hyrule está en buenas manos. Y eso es todo lo que importa.

*

La hierba me hacía cosquillas bajo los pies. Habíamos parado en una llanura cercana a la posta, a un día de Hatelia. Había empezado a hacerse tarde, pero los niños insistieron en salir de la posta. Y lo cierto era que me apetecía estar al aire libre. Sabía que todos me reconocerían al entrar en la posta, y aún estaba intentando hacerme a la idea de que no volvería a ver a Impa.

Me concentré en sus carcajadas mientras jugaban. Link y yo nos habíamos prometido que les daríamos la infancia que nosotros nunca tuvimos. Había sido mi única condición para traer un hijo al mundo. Y, a juzgar por lo felices que parecían, estábamos cumpliendo aquella promesa con creces.

Link tenía los ojos cerrados sobre mi regazo. Le aparté el pelo del rostro, y él sonrió.

—¿Es verdad que tienes un pelo gris? —pregunté mientras buscaba entre su pelo.

—No tengo ningún pelo gris —masculló él.

Lo besé hasta que empezó a sonreír de nuevo. Él había hecho verdaderos avances. Hacía unos años, no habría podido estar tan tranquilo al aire libre sin un arma encima.

—Algún día lo tendrás —susurré—. Los dos tendremos el pelo gris.

Abrió los ojos y jugó con un mechón de mi pelo.

—Te quedaría bien.

Solté un bufido, pero antes de que pudiera decir nada más, escuché pasos acercándose. Link soltó un gruñido cuando sus hijos se dejaron caer sobre él.

—Tened cuidado con papá —les recordé con severidad, aunque nadie pareció oírme.

Link les hizo cosquillas y ellos estallaron en carcajadas. Lo miré con desaprobación y él me mostró una sonrisa.

—Estoy bien, Zelda —susurró—. No soy frágil.

—Ya sé que no eres frágil.

Su sonrisa se hizo más amplia, aunque no le dio tiempo a replicar. Arwyn llamó nuestra atención con brusquedad.

—Artty dice que soy tonta porque no sé el final de la historia de mamá.

—¿Qué historia? —preguntó Link.

—La del ábol.

—No te pierdes nada —dijo Link—. El final era aburrido.

—Eso no es verdad —intervine—. ¿A que no, Artty?

Él me miraba con los ojos brillantes. Le gustaban mis historias, aunque la del árbol no lo había entusiasmado.

—Haz una mejor —dijo él en tono suplicante.

—¿Por qué nunca me lo pedís a mí? —dijo Link—. Yo también sé contar historias.

Artyb lo miró de arriba abajo, como si no se lo creyera.

—¿Tú?

—Claro que sí. Puedo hacer una demostración. —Arwyn se acercó a él, expectante, así que Link carraspeó—. Había una vez un hombre que decidió ir a Eldin para visitar a los goron. Pero como no llevaba elixires contra el fuego, ardió con solo poner un pie en Eldin. Fin.

Artyb resopló, aunque Arwyn lo miraba con horror. La atraje en mi dirección antes de que estallara el desastre.

—No le hagas caso a papá. No habla en serio —le susurré—. Yo os contaré una historia de verdad.

—¿La del ábol? —dijo Arwyn.

—No —respondí yo. Miré a Link, que sonreía, tal vez adivinando mis intenciones. Le devolví el gesto—. Creo que sé de una historia mucho mejor.

—FIN—


Y así llegamos al final! Espero que les haya gustado esta historia. Puse todo mi esfuerzo en escribirla, y ojalá se haya reflejado en el resultado final.

Gracias de corazón a todos los que se hayan tomado el tiempo para leer aunque sea un poco. En esta plataforma es difícil publicar historias en español y que lleguen a mucha gente, pero el número de lecturas (que no sé si es mucho o poco, sinceramente, pero no me importa) es abrumador, en mi opinión. Así que muchísimas gracias.

Pronto estaré publicando la secuela de esta historia, Luz dorada y espadas olvidadas. Tanto Cicatrices como su secuela fueron escritas antes de la salida de Tears of the Kingdom, por si algún viajero del futuro está confundido :)

Solo me queda recordar que tanto Cicatrices como mis otras historias se encuentran completas en Wattpad, ao3 y esta plataforma. Tienen más información sobre mis redes en mi perfil. Siempre estoy obsesionada con esta saga, así que no sean tímidos y pásense por ahí para hablar de lo que sea. Y por supuesto, kudos/comentarios/reviews son siempre bienvenidos c:

De nuevo, mil gracias por leer.