Capítulo 6. Buenas ideas

Era su padre quién la estaba llamando. Zelda levantó la mirada del libro para responder a su petición. Estaba en el jardín, sentada bajo el gran árbol. Su padre salió de la cocina, con un trapo en las manos. Había un sonido, un ruido extraño. Zelda trató de recordar, ese sonido lo conocía. Era el mismo que hacía el gran reloj de Términa, día y noche. Un interminable clac clac que la volvía loca. Su padre volvió a llamarla, y Zelda le preguntó que qué quería. Le pidió algo que ella, por más que le decía que lo repitiera, no le entendía. Tuvo que levantarse, dejar el libro atrás y gritarle qué quería que hiciera. El ruido del reloj se hacía más y más fuerte.

– Vamos, bebe… – le dijo su padre, con voz de mujer.

Zelda entreabrió los ojos. No veía gran cosa, porque estaba muy oscuro. Alguien le acercó un frasco a su boca y derramó un poco de un líquido. Sabía a rayos, pero estaba fresco, y Zelda bebió. Después, por más que lo intentó, no pudo hablar ni levantarse, mucho menos abrir los ojos otra vez. Volvió a quedarse dormida, profundamente. La siguiente vez, en su sueño, estaba volando en el lomo de Kaepora Gaebora. El búho le hablaba, pero de nuevo, el sonido del reloj de Términa le impedía escuchar. Alzó la vista, y vio una figura alada en el cielo, que sobrevolaba sobre ella. Después, escuchó a Link que la llamaba, una y otra vez, pero el sonido del reloj, tan fuerte que le hacía temblar los oídos, se lo impidió.

Un grito, que sonó al de un niño, le hizo abrir los ojos.

Tenía un rostro de un pájaro a pocos centímetros del suyo: era un ave, con un gran pico redondeado en vez de puntiagudo. Dio otro de esos gritos, que se parecía al de un niño jugando, e inclinó la cabeza. Era del mismo tamaño que la suya, pero no se trataba de un orni. Zelda intentó rehuirlo. Al hacerlo, le dolió mucho un punto en su estómago. Se apretó con una mano y trató de alejarse, arrastrándose por el suelo hasta toparse con una pared.

Estaba en una cueva. Había un fuego ardiendo a pocos metros de ella. Vestía una túnica blanca que le venía grande, y el gran pájaro no le quitaba el ojo. Movió la cabeza de un lado a otro, y luego se acercó a Zelda, un poco más.

– No sé qué eres… pero… – logró decir Zelda con un susurro. Pensaba en darle un golpe al pájaro, para alejarlo. Era lo suficientemente grande para acabar con su vida, pero el animal, una vez Zelda no pudo moverse más, se limitó a rozar con su pico el rostro de la chica, y soltar algo que parecía un murmullo. Levantó la mano para acariciarlo, y entonces el pájaro agachó la cabeza, para darle un golpecito en la palma, como invitando o exigiendo a Zelda que le tocara. Tenía un plumaje de color violeta, muy suave y que olía a hierbas –. Ah… Que quieres saludarme… Bien, encantada de conocerte…

Una vez hechas las presentaciones, Zelda, con cuidado y sin más remedio que usar el lomo del pájaro como apoyo, logró ponerse en pie. Estaba descalza, cubierta de vendas en piernas, brazos y por supuesto el estómago. No recordaba nada de lo que había pasado una vez quebró la esfera. La pared y el suelo estaban helados. Regresó a donde había estado tumbada, un saco hecho con mantas y una estera. El campamento estaba bien provisto: una olla ardía en el fuego, había enseres de cocina, otra manta en un rincón, estirada, una gran mochila cerrada, una especie de montura, demasiado pequeña para un caballo...

Pero había algo que faltaba. Zelda miró alrededor, buscando. No encontró la Espada Maestra. "Eso no puede ser bueno". Intentó caminar, y logró dar un par de pasos antes de caer de rodillas. ¿Dónde estaba su espada, y su ropa? ¿Quién le había traído hasta allí?

La salida de la cueva estaba cubierta por ramas y troncos. Zelda le dijo al pájaro que, por favor, la ayudara a llegar hasta allí. El pájaro la miró, otra vez inclinando la cabeza, pero entendió porque empezó a caminar hacia allí. Zelda tocó las plumas, las acarició para darle las gracias, y se preguntó si podría usarlo para salir de allí y regresar al campamento. Se imaginaba el enfado y la preocupación de Link, y susurró:

– Va a estar subiéndose por las paredes, y tengo que regresar para darle la razón.

Las ramas se apartaron, y apareció una persona alta, ancha. Se cubría con una capa de tela gruesa, cubierta por nieve. En los brazos, llevaba troncos, tantos como podía abarcar. Zelda la miró, inclinando la cabeza atrás porque era más alta que ella. El fuego iluminó el rostro, uno de una hylian de piel negra y grandes ojos oscuros que se clavaron en Zelda con sorpresa. El pájaro, en lugar de retroceder, agitó las alas y soltó otro de sus gritos de niño. El ala golpeó a Zelda justo en el estómago y el dolor la hizo caer al suelo.

– Pero… ¿Qué haces levantada? ¿No la habrás despertado tú, Gashin?

El pájaro respondió, con un quejido que sonó a culpable. La chica, porque no parecía mayor que la propia Zelda, soltó el haz de leña que llevaba, y se giró para tapar la entrada.

– Te dije que no la molestaras, que necesita descanso – una vez terminada la tarea, se giró. Zelda había entendido que no quería hacerle daño, pero su instinto la obligó a moverse otra vez hacia atrás, para rehuirla –. Espera, espera… Te vas a abrir la herida, y no estás en condiciones de ir a ningún lado, no con esta tormenta…

Se agachó, la levantó como si Zelda fuera una muñeca y la dejó de nuevo en el lecho donde había estado. Todo lo hizo rápido, pero con delicadeza, como solía hacer quien controlaba la fuerza. Porque esta chica era fuerte, tanto que le bastó una mano para sostener a Zelda, y que no volviera a levantarse, mientras rebuscaba en la mochila hasta conseguir un frasco. Estaba casi vacío.

– Vamos, tienes que tomarte esto. Es para tus heridas – la mujer le tendió el frasco para que Zelda misma lo cogiera –. Si te puedes poner en pie, podrás comer. Ahora te doy un cuenco con guiso. Pero no te muevas. Hace frío y solo te he podido prestar esta camisa. La herida de tu estómago está cerrada pero los puntos aún se pueden abrir. También tienes quemaduras. Las peores, en los brazos y en el rostro. El frasco que te he dado te ha regenerado la piel, no tendrás consecuencias…

– ¿Y mis…? – Zelda empezó a preguntar, pero la mujer le hizo un gesto para que bebiera. Fue tan elocuente la mirada de sus ojos que Zelda entendió que no iba a decirle nada más hasta que bebiera. Obedeció, tomó un sorbo y le vino el recuerdo del sabor fresco de la medicina. Ya la había tomado antes. Mientras lo hacía, la mujer retiró la mano del hombro y fue hasta el fuego. Sacó un trozo de carne de la olla y se lo lanzó al pájaro, que esperaba paciente en un rincón. Lo cazó al vuelo y se lo comió con huesos y todo. "Mira, es carnívoro..."

– Tus cosas… Destrozadas, lo siento. La armaste a lo grande en el arca. No creo que puedan arreglarla, no sin unos cuantos viajes… – la mujer removió la olla con una cuchara de madera y luego, tomó un cuenco. Mientras hacía esto, miraba a Zelda de reojo. La chica no se había tendido, siguió sentada, aunque la herida en el estómago le tiraba.

– ¿Cómo te llamas? – preguntó Zelda.

– Ah, claro, disculpa… Mi nombre es Kandra Valkerion. Sé quién eres, por eso no te he preguntado tu nombre. Eres la primer caballero de Hyrule, la que el rey actual llama traidora… Zelda Esparaván, el Caballero Zanahoria. Eres muy famosa en todo Hyrule.

– Me alegro, pero no entiendo aún quién eres tú, dónde están mis cosas, y por qué me has ayudado… Ni qué hacías en el arca.

Kandra sirvió un cuenco con el guiso y lo acercó a Zelda. Lo cogió. Olía bien, y la carne que flotaba entre trozos de hierbas parecía gruesa y dura. Kandra le tendió una cuchara, y le dijo que debía comer más despacio y masticando bien, que llevaba tiempo sin alimentos.

– ¿Cuánto tiempo?

– Una semana – fue la respuesta de Kandra. Zelda casi escupe la comida –. Te he mantenido con vida gracias a ese tónico y que conozco técnicas de curación muy buenas. Aun así, estabas al borde de la muerte. Rompiste el núcleo del arca, chica. La ola de fuego cronomiano casi te borra de la existencia, por suerte para ti, fui la primera de la clase en tecnosanación…

– ¿La primera en qué? – Zelda dejó de tragar para mirar de nuevo a Kandra. Esta pareció sonrojarse, pero no respondió a esta pregunta. En su lugar, mientras ella se comía su estofado con la mano, le dijo a Zelda:

– No llevabas encima muchas cosas, solo esa espada, y la mochila con semillas. Te sacamos de allí Gashin y yo. Había mucha gente, algo que parecían seres voladores y otras cosas, luchando entre sí, uno de ellos intentó seguirme, pero le di esquinazo en las nubes, aprovechando la tormenta. Por desgracia, perdí la dirección de vuelo, y no sé dónde hemos aterrizado… En una montaña helada. Encontré esta cueva, y te he estado cuidando.

Al ver que Zelda había terminado de comer, le preguntó si quería repetir, a lo que Zelda respondió levantando el cuenco. Cuando recibió otro, lleno hasta arriba de carne, dijo:

– Kandra, por favor, ¿qué ha sido de mi espada? También tenía un medallón, y un collar con una especie de escama… No los tengo…

Ahora que veía mejor, que sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, observó las ropas de la chica. Llevaba una túnica de color púrpura, con unos pantalones negros de cuero y unas buenas botas, grandes y con unos remaches de metal. Por la forma de moverse, tenía una cota de mallas, y Zelda sintió envidia. Debió llevarse la suya, pero para la infiltración tenía que ir ligera. Quizá, de haberla llevado, no habría resultado tan malherida.

Kandra dejó delante de Zelda lo que parecía un fragmento de metal retorcido, un trozo de escama de Valú que apenas brillaba, y, lo único que Zelda tocó, una empuñadura de metal azul. La tomó, y la levantó delante de sus ojos. Era la Espada Maestra, lo que quedaba de ella.

– No, no… No…

No hacía falta preguntar más: esto era lo único que conservaba.

– Lo siento, parecía una gran espada – dijo Kandra.

– Es más que eso. Es la Espada Maestra. La espada del héroe, la que…

Zelda se llevó la mano al estómago. De repente, la herida le quemaba. Se encogió, y todo se volvió oscuro. Solo sabía que tenía en su puño cerrado el resto de la empuñadura. Kandra la llamó, sintió que la ayudaba a tenderse. Zelda apenas la escuchaba. Solo podía pensar en que esa espada debía estar para los siguientes portadores, que, si no, ¿cómo podrían volver a derrotar al señor del Mundo Oscuro, cuando resurgiera?

– Pero… ¿Otra vez levantada?

Kandra estaba sentada al fuego. A juzgar por el frío y por la escasa luz del exterior, Zelda suponía que había estado otro día durmiendo. Al despertar, vio la empuñadura de la Espada Maestra cerca de su mano. Kandra estaba sentada de espaldas a ella. A su lado, el ave llamada Gashin dormía hecha un ovillo, como si fuera un perro. Zelda encontró una pluma morada en su cabello. Supuso que el animal había intentado despertarla, pero no lo había logrado.

– Tengo hambre – admitió Zelda, con una mano en el estómago. Era cierto, y también que, a pesar del tirón de la herida, se sentía un poco más fuerte. Avanzó despacio hasta llegar al fuego. Tenía frío, también.

– Pues estás de suerte. He conseguido pescar unos peces muy jugosos – la chica levantó uno, ensartado en un palo. Se lo tendió a Zelda, y está, aunque el pescado era algo que no le gustaba mucho, lo aceptó.

– Te doy las gracias, Kandra, por cuidar de mí y por ayudarme… Pero tengo unas cuantas preguntas – Zelda dio un mordisco tentativo. La carne de este pescado estaba muy jugosa. Sin decir nada, la chica le tendió una taza con un líquido humeante. Zelda miró la taza y a su extraña aliada. Las ropas, ahora que podía mirarlas mejor, eran extrañas. Sí, era una túnica, pero tenía remates de metal que brillaban de colores según les daba la luz del fuego, unos colores apagados entre verdes y azules. Además, no llevaba espada. Zelda estuvo buscando con la mirada un arma, cualquiera, que le hubiera servido para cazar, para cortar ramas, para pescar y para destripar estos peces, para cortar la carne… Sin embargo, lo único que vio fue un objeto parecido a un palo, que colgaba del cinturón de la chica.

– Adelante. Sin problemas, Zelda Esparaván – sopló sobre el pescado que aún se estaba haciendo al fuego, levantando algunas escamas.

– ¿Qué hacías en el arca? – fue la pregunta.

– Directa al grano – Kandra sonrió. Tenía unos dientes blancos, muy rectos y alineados. Los ojos le brillaban, como si tuviera una llamita encendida en ellos, y, además, unas pestañas largas y espesas. El cabello era liso, recogido en trenzas de varios tamaños –. Y no te puedo responder, no de momento. Solo decirte que perseguíamos lo mismo, es decir, tener el control del arca. Está en malas manos – Kandra dio un buen bocado a su pez, sin importarle las escamas ni las espinas. Las escupió, sin problemas, mientras que Zelda tenía que apartarlas. No las soportaba, por eso rara vez comía pescado.

– No me has respondido, realmente…

– Te contaré más, pero cuando te reúnas con tu Link – Kandra la observó por encima de las llamas –. No has dejado de llamarle, mientras estabas herida.

– Esa persona, la que llevaba esa máscara tan fea… Se parece a Link V Barnerak, el rey de Hyrule.

– Supongo que, si todo el mundo cree que es el rey, será porque se parecen – fue la respuesta de Kandra –. En realidad, se llama Zant. Él ha sido quién ha desenterrado el arca.

– Es un hechicero, desde luego, uno bueno. Me he enfrentado a otros antes, pero este… Me pilló desprevenida – Zelda dio otro mordisco. Con la boca llena, dijo –: Y, ¿esa esfera que reventé, qué era?

– El núcleo, el motor del arca – respondió Kandra.

– Mo… tor… Ni idea de lo que es eso…

– Es lo que mantenía el arca flotando. Al romperla, obligaste a Zant a usar su poder mágico para moverla. Tardará tiempo en repararla, mucho más en crear otro núcleo.

– ¿Cómo es que sabes tanto de esa arca?

– Las estudié. Son artefactos de una civilización muy antigua, pero del lugar de donde vengo, son más comunes.

– ¿Y de dónde vienes? ¿O eso no me lo vas a contar?

– No, porque no te va a sonar de nada… – Kandra tomó un tercer pescado, pero en lugar de comerlo, se lo tendió a Gashin. El pájaro había levantado la cabeza, y miraba el pescado con ojos golosos.

– Gashin… ¿Qué es? Nunca había visto un animal así…

– Es una pelícaro – Kandra le dio el pescado, que Gashin comió de un bocado –. En el lugar de donde vengo, cuando eres muy joven, te encargan la cría de uno. Si eres diligente y estableces un vínculo con él, será un compañero para toda la vida. Gashin es una fiel y valiente pelícaro, muy lista y una de los más veloces. Aunque… No la más veloz, ¿verdad, querida? – y Kandra le dio unos suaves toques en la cabeza.

– Parece un gato gigante con plumas – fue el comentario de Zelda. Gashin levantó la cabeza y miró a Zelda, con un trozo de pescado colgando de su pico. La expresión de enfado fue tan elocuente, que añadió –. Disculpa, Gashin, no pretendía ofenderte. Gracias a las dos por ayudarme –. Zelda dejó el resto del pescado. La pelícaro la miró, Kandra le dijo que no fuera glotona, que ya le había dado dos más antes, pero Zelda asintió, y el animal, con solo alargar el cuello un poco, atrapó el resto de la comida de Zelda y se lo comió de un bocado.

– Eh, que deberías comer más. No estás en condiciones…

– Estoy estupendamente. ¿Se salvó algo de mi ropa? No puedo irme descalza.

– No, si quieres conservar los pies – Kandra se levantó. Se limpió de mala manera en los pantalones la grasilla del pescado. Retiró una de las ramas para que Zelda viera el exterior. La chica se asomó solo un poco, pero enseguida retrocedió.

Cuando vio a Kandra por primera vez, tenía nieve en los hombros. Cerca de Términa, había toda una cordillera siempre nevada, según le había dicho el alcalde. Lo había preguntado, preocupada porque el enemigo tratara de llegar por esa zona. La respuesta del alcalde fue rotunda: solo un loco se atrevería a cruzar Hebra. En primavera, quizá, pero el resto del año la temperatura extrema y la falta de vida en la zona hacía imposible la supervivencia. Sin embargo, allí estaba, comiendo pescado y guisos de carne, en una cueva acogedora.

Aunque Kandra había sobrevivido de algún modo, Zelda no podría hacer nada. Estaba descalza, y solo vestida con una camisa blanca y una manta.

– No es buena idea salir, aunque tuvieras ropa de abrigo – Kandra regresó a su sitio –. Tengo otros pantalones, montar en Gashin los desgasta mucho, y con esa camisa y una manta podría hacerte un poncho, pero no tengo otro par de botas, y tampoco nada que te proteja la cabeza y la cara de los vientos.

– Entonces, ¿sugieres que nos quedemos aquí hasta la primavera? – aceptó los pantalones que la chica le tendió.

– Aunque he encontrado un par de venados y también el lago helado, no podemos confiar en que haya alimentos para las tres todos los días. Tenía pensado partir en Gashin en cuanto el viento arreciera, pero la tormenta sigue y sigue… Apenas he sido capaz de explorar más allá del valle donde está esta cueva. Lo siento, Zelda, pero puede que tengas razón y tengamos que esperar al deshielo – Kandra tomó una manta y se la tendió a Zelda. Ella negó con la cabeza. Los pantalones le quedaban largos, tanto que le cubría los pies. "Menuda imagen doy, una gran heroína"

Su mirada se dirigió a lo que quedaba de la Espada Maestra. Sí, el título le quedaba grande, a pesar de todo lo que había conseguido… Aunque si miraba atrás, siempre había contado con ayuda. Puede que, al final, ella no hubiera hecho gran cosa. Recordó al Héroe del Tiempo, al chico que conoció en el desierto. Él también parecía perdido, y desilusionado, pero dispuesto a seguir adelante. Ella también debería hacerlo. Pensó en Maple, y en su determinación en continuar con su vida ayudando a los demás, y cocinando. Quizá la señora Suterland tuviera más en común con el héroe legendario que ella…

– Bien, no pienso quedarme quieta – Zelda fue hacia la puerta. Tranquilizó a Kandra, para que no le impidiera salir –. Estoy bien, me duele menos. Solo quiero ver dónde estamos, y ver si se me ocurre alguna idea. Dos cabezas piensan mejor que una, ¿cierto?

– Sí, verdad – Kandra se apartó –. Aun así, por favor, no salgas.

La chica parecía algo asustada. ¿Por qué, si ella ya había estado cazando y pescando? ¿Qué podía haber en el exterior que la asustara así? Por ese motivo, Zelda solo miró un poco. Sí, había una gran tormenta de nieve fuera, una tremenda. El cielo no se veía, y todo alrededor de la cueva era de color blanco y gris, a la luz de una lejana luna. Quizá cuando amaneciera, terminaría lo peor de la tormenta.

Regresó, y Kandra pareció tranquilizarse.

– Oye, tengo una pregunta más, a ver si esta me la puedes responder – Zelda regresó al fuego. Se puso una manta sobre los hombros y se quitó un poco de nieve que se había quedado pegada a sus rizos. Tenía el pelo revuelto, más que nunca –. ¿Dónde tienes tus armas? Luchaste contra ese tal Zant, y también has cazado y pescado… ¿Sin ni siquiera una daga? ¿Cómo lo haces?

La chica tomó el palo de su cinto. Lo levantó en el aire, a cierta distancia de Zelda. Algo hizo, que no vio, porque de repente el palo, tras un silbido, se transformó en una especie de espada larga, con el filo azul. Era un haz de luz, pero al mismo tiempo, parecía sólida.

– Es una espada de guardián. Es mucho mejor, pesa poco y más fácil de ocultar que una hoja de acero, como llevabas tú. Además, tengo esto también – Kandra se tocó el antebrazo, a uno de los remaches de color de su ropa. De ahí surgió un haz de luz, del mismo azul que la espada, que formó un círculo frente a Kandra. Volvió a tocar la gema, y el escudo brillante despareció.

La heroína de Hyrule la miraba con los ojos tan abiertos que no parecía la misma persona. Se echó a reír, mientras que Zelda se llevaba la mano al costado y volvía a sentarse frente al fuego, a su lado.

– Es la primera vez que ves algo así, ¿cierto? Es más común en el lugar de donde vengo… – Kandra le tendió el palo. Le dijo a Zelda que la hoja salía de la parte superior, que tuviera cuidado. Añadió después – Y no es solo una espada, te lo enseño.

El palo tenía una parte que era el mango, con una cubierta suave de cuero. Un poco más arriba, casi en el centro, había un ligero arco de metal, fijo en la madera. En este aro, Kandra le señaló unos botones, a la par que recitaba cada uno de los "módulos" que tenía su arma: una espada, el hacha, el cuchillo, y la lanza. Le advirtió a Zelda de que tenía que mantener la parte superior del palo, una zona que parecía plana hacia arriba y lejos del cuerpo, y de cualquier persona a la que no quisiera hacer daño. Le invitó a probar cada botón, y Zelda los fue apretando. Apareció ante sus ojos la misma espada azul, una hoja más grande con forma de hacha, un cuchillo, y el último botón, que no funcionó.

– Disculpa. El módulo de la lanza no está operativo. Se rompió cuando llegué, en mi primer combate, y no he podido arreglarlo – dijo Kandra. Zelda movió la hoja del cuchillo, y después probó de nuevo a hacer aparecer el hacha. Miró la gran hoja azul, y después, a su brazo.

– ¿Módulo, opera qué? Y después dicen que yo hablo raro por usar labrynness – susurró Zelda –. No pesa nada…

– Otra ventaja más – Kandra sonrió, y Zelda apagó el hacha. Le devolvió el palo.

– ¿El escudo es igual? – preguntó Zelda, a lo que Kandra contestó que podía hacerlo más grande o pequeño, según necesitara, pero solo con forma redonda. Zelda entonces preguntó cómo de grande podía hacer el escudo.

– Todo lo grande que permita el cristal…Una vez conseguí que nos protegiera a mí y a Gashin – Kandra observó el rostro de Zelda. A la luz del fuego, la expresión de la chica había pasado de la sorpresa a cierta malicia – ¿En qué estás pensando?

– En que no necesito llevar zapatos, solo saber en qué dirección marcharnos de esta montaña.

Había pasado otra noche, las dos durmiendo a cada lado de Gashin. El animal resultaba ser una excelente fuente de calor, y no le importaba compartirla con las otras dos. El sueño fue profundo, en el caso de Zelda más corto. Se despejó a tiempo para echar otro tronco al fuego, mirarlo, observar a su aliada, que dormía a pierna suelta. Las ropas que llevaba parecían protegerla del frío, porque no usaba mantas. Zelda se tuvo que echar la manta por los hombros y, tras asegurarse de que sus pies no se habían congelado, echó un vistazo al exterior. Tenía un problema, uno no tan grave como la Espada Maestra rota, pero sí uno acuciante y que le absorbía toda su atención.

Tenía que ir al baño.

En otras ocasiones, no era tan pudorosa. Le bastaba con encontrar algún rincón tranquilo en el bosque o al fondo de una cueva. A veces le daba tiempo a cavar un hoyo, como le había explicado su padre que había que hacer para evitar que los animales le siguieran el rastro. Sin embargo, en esa pequeña cueva le parecía muy feo dejar un regalo, y más si tenía en cuenta que Kandra había estado cuidando de ella esos días.

Por otra parte, si salía descalza, se iba a quedar sin pies. Y los quería mucho, los necesitaría para poder luchar otra vez con ese tal Zant, y dejarle la cara tan deformada que no volviera a parecerse a Link nunca más.

Tras meditar, no mucho porque no solía ser su estilo, Zelda le quitó las botas a Kandra. Temió que, al tirar de las botas, estas se quedaran atascadas y al final los empujones despertaran a la chica. Sin embargo, no pasó ninguna de estas dos cosas. Kandra siguió durmiendo, y las botas, hechas de un material suave, se deslizaron con facilidad, tras quitar Zelda una hebilla que había en sus tobillos.

La chica era más alta que Zelda, pero calzaban casi el mismo número. No se detuvo a abrocharse ella las hebillas: salió corriendo de la cueva, buscó un sitio alejado, y terminó su tarea. Hacía mucho frío, pero al menos ya no soplaba ese viento infernal. En algún lugar al este, el sol se estaba levantando. Solo le llegaban los rayos de luz de una forma lejana, el resto del cielo estaba oscuro, sin estrellas. El paisaje blanco parecía hermoso. Era como ver el mundo en dos colores, y uno muy brillante y luminoso. Zelda terminó la faena, enterró lo que había dejado bajo un montón de nieve, y después observó alrededor.

Como buena labrynnessa, no tenía mucho aprecio a la nieve. La primera vez que la vio fue en el refugio del bosque, y, aunque el primer día se puso muy contenta y le pareció todo muy bonito, pronto se cansó de ella. Urbión y Leclas le quitaron la ilusión. La nieve era un gran problema en el bosque. Traía con ella frío, días más cortos en los que era más difícil encontrar comida, y niños que se ponían enfermos con mayor rapidez. No, la nieve era un elemento tan amado, respetado y temido como el mar en Labrynnia o el desierto para las gerudos.

Además, la nieve tenía una ventaja y una desventaja, además del frío. En su superficie, las huellas se quedaban más tiempo y eran más fáciles de seguir. Zelda vio las suyas, saliendo del refugio. Pudo seguirlas de vuelta, y las fue borrando tras ella por si acaso. Recordó que Kandra parecía asustada ante la idea de salir.

Vio entonces más huellas. Zelda se acercó y las observó, pero por más que lo hizo, no supo identificarlas. Eran como tres palos, una forma estrellada, pero hondas, como si la criatura que las hizo pesara mucho. No podía ser Gashin. Era grande, pero no parecía tan pesada.

Zelda regresó a la cueva, y se encontró con Kandra en la entrada. La muchacha la agarró del brazo antes de que ella le dijera buenos días y tiró para que Zelda entrara. Después, miró alrededor, con la mano puesta en el palo que era cuatro armas en una y volvió a poner la cubierta de madera para ocultar la entrada.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Necesitaba hacer pis. Encima de que no quería despertarte ni dejar mal olor en la cueva – respondió Zelda, molesta porque el tirón le había hecho recordar la herida del estómago. Se agachó y se quitó las botas –. No me ha visto ningún animal, tranquila. De todas formas, si aparecen lobos, somos dos. No serían mucho problema.

– ¿No has visto nada? ¿Qué tiempo hace?

Le dijo que parecía que el tiempo había mejorado, pero que no se veían estrellas, por lo que iba a haber tormenta en breve. Al final, mientras se enrollaba los pies en la tela gruesa que había cortado de los pantalones, dijo:

– No sé qué tipo de animales hay en esta región, pero he visto unas huellas alrededor del refugio, con una forma extraña… – Zelda terminó de ponerse los calcetines improvisados, y no vio la expresión de Kandra.

– ¿Tienen forma de estrella? – Kandra no esperó la respuesta de Zelda, se alejó de la entrada y empezó a recoger todos los enseres en la tienda. Dio un silbido y Gashin se puso en pie de inmediato. La pelícaro miró un poco enfadada, quizá esperaba su desayuno.

– Veo que ya sabes lo que es – Zelda se agachó a ayudarla. Ella tenía todo lo que poseía en ese momento encima: el resto de la escama de Lord Valú, el metal retorcido, y la empuñadura de la Espada Maestra, todo metido en los bolsillos del pantalón o colgado del cinturón.

– Ayer parecía que tenías un plan para salir de aquí, ¿de qué se trata? No quiero volar, Gashin no aguantaría ese viento tan fuerte otra vez, si se nos viene encima una tormenta…

Zelda se lo explicó, mientras apagaba el fuego. Kandra puso la montura en el lomo de Gashin, y ató las cinchas, sin mirar, aunque los bufidos que soltaba eran elocuentes.

– Mi escudo es bueno, y resistente, pero no sé…

– La otra solución es cortar un par de árboles y hacernos un trineo, pero no tenemos tantas cuerdas, ni tiempo, ¿verdad? – Zelda cruzó los brazos. El refugio ya estaba recogido –. Otra opción es que me lleves a caballo, pero al final podríamos morir las tres por el frío, y encima agotadas. ¿Qué opinas tú, Gashin? ¿Estás de acuerdo conmigo?

La pelícaro movió la cabeza y soltó un graznido. Kandra susurró que menuda traidora estaba hecha.

Al final, cuando salieron, Kandra puso en marcha el plan loco de Zelda: Arrojó en la nieve el brazalete que usaba para hacer aparecer el escudo de luz, lo pulsó, manteniendo fijo un buen rato el botón. Apareció el escudo, el mismo halo azul, en el suelo. Se creó una superficie de un par de metros, los suficientes para que Kandra y Zelda fueran sentadas en él. Ataron una cuerda al lomo de Gashin, que sería el perro de trineo, y, por último, Kandra ayudó a Zelda llegar al escudo, llevándola en brazos. Tenía, además de los improvisados calcetines y poncho, la otra manta alrededor de los pies, para taparlos bien, y se metió las manos bajo el poncho, cerca del cuerpo. Había recogido plumas de Gashin y también se las había puesto en los pies y bajo la ropa, buscando un aislante.

En el exterior, el cielo estaba nublado. Había una neblina que surgía del mismo suelo nevado, y hacía que todo se viera como si estuvieran metidas dentro de un río o un lago, con el agua turbia. Zelda notaba en el rostro sequedad y al mismo tiempo frío, y, a medida que Gashin iba cogiendo velocidad, menos podía ver. El cielo estaba cada vez más oscuro, aunque aún quedaban muchas horas para el atardecer.

– ¡Se nos echa encima la tormenta! – gritó Kandra. La chica, en lugar de quedarse sentada como Zelda, estaba de pie, sosteniendo la cuerda con la que habían enganchado el escudo a Gashin.

Habían establecido el rumbo más lógico: hacia abajo, intentando buscar la forma de descender la montaña. Zelda se arrepentía ahora de no haberse llevado la brújula, como no se llevó la cota de mallas ni las hombreras de metal.

– ¡Continuemos! – gritó la guerrero, aunque para hacerlo tuvo que obligar a su mandíbula a dejar de temblar.

La neblina alrededor se hizo más densa, y entonces, de repente, Kandra tiró de la cuerda y Gashin se detuvo. El escudo siguió unos metros más, y el pelícaro estiró sus alas y aterrizó en el interior.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué has parado? – preguntó Zelda. Kandra le hizo un gesto de silencio. La chica se agachó, con Gashin al lado. Zelda se acercó a ella, y entonces el escudo desapareció, y se encontró arrodillada en la nieve.

– Escuchas eso, ¿verdad? – preguntó Kandra en un susurro.

Sí, por encima del viento que arreciaba más, Zelda escuchó un sonido. Le recordó, por un segundo, al ruido que había escuchado en sueños, al que se parecía al reloj de Términa, solo que allí era rítmico. Siempre igual, la misma cadencia, clanc–clanc–clanc. Pero el que el viento arrastraba hacia ellos era distinto. A veces sonaba dos clanc, luego uno, y de repente se escuchaban cuatro. Zelda estrechó los ojos. Ya veía algo, entre la neblina.

Una forma cuadrada, o más bien ovalada. Se deslizaba sobre la nieve, y el sonido lo hacían las patas, algo parecido a las de una araña, largas y flexibles. Un soplo de viento le permitió ver a las dos chicas por fin lo que se estaba acercando. Una criatura hecha de metal, con un enorme ojo brillante de cristal que era azul. Sin girar el cuerpo, solo una parte superior, parecido a una cabeza, se movió para concentrarse en ellas. Kandra tomó del suelo el escudo, se lo colocó y ordenó a Gashin:

– ¡Llévatela, lo más lejos que puedas!

– No, puedo luchar… – Zelda se puso en pie. Kandra no le respondió. Al mismo tiempo que accionó el escudo, apretó uno de los botones de su bastón, para convertirlo en el hacha. La criatura de metal empezó a parpadear. Zelda vio un rayo de color rojo, muy fino, que se dirigió al pecho de Kandra. Sin embargo, no era dañino, porque la chica no hizo ningún gesto de dolor. En su lugar, gritó un "¡Ahora, Gashin!" y encendió el escudo, con un tamaño normal.

La pelícaro intentó obedecer, pero Zelda se escapó. No era lo más lógico. No estaba armada, no tenía ni siquiera unas buenas botas. Sentía la nieve a través de las telas con los que se los había cubierto y las plumas de Gashin. Al mismo tiempo que Zelda se escurría de Gashin, un rayo azul salió disparado del mismo ojo que la criatura de metal, e impactó en el escudo de Kandra. La superficie tembló, la chica dio un grito de dolor, pero el rayo se dispersó. Sin mirar atrás, Kandra empezó a correr hacia la criatura.

– ¡Corred! – gritó. Lanzó a Zelda el brazalete, y siguió su loca carga contra la criatura de metal. Zelda vio que la chica rodaba por la nieve, para esconderse bajo el cuerpo de metal, y empezaba a golpear aquellas patas.

La criatura tenía ahora sus ojos puestos en Zelda. De hecho, a la chica le pareció que aquella criatura cambiaba de color, de un azul normal a uno más oscuro. También sintió que podía verla, que estaba más interesado en acabar con Zelda que en atacar a Kandra, aunque la chica le estuviera tratando de cortar una de sus patas.

Zelda se puso en pie, le pidió a Gashin que se quedara detrás. Tocó el brazalete, y encendió el escudo. Recordó como Kandra lo había usado para aumentar el tamaño, y consiguió crear uno tan grande como para protegerla a ella y al ave. El rayo azul salió disparado del ojo, y entonces Zelda, en un acto reflejo movió el brazo igual que si tuviera aún la Espada Maestra. El rayo impactó, y rebotó en el escudo. En todo su cuerpo sintió la potencia del golpe, y estuvo a punto de caerse de espaldas. Resistió con toda la fuerza de sus piernas. Gashin estaba agachada tras ella.

Kandra había cortado una de las patas, y volvía a gritar para que salieran huyendo. La criatura de metal se inclinó, pero podía moverse aún. Usó otra de sus patas para atacar a Kandra. La agarró del torso y la levantó en el aire. Zelda apretó los dientes. No iba a dejar a la chica sola, en mitad de la nieve con un enemigo así. El ojo de la criatura volvía a estar parpadeando en su dirección. Iba a soltar otro de esos rayos, y Zelda sintió, más que ver, que el haz iba dirigido a su frente. Apretó los dientes, alzó el escudo, que era ahora más pequeño, y esperó.

Cuando luchó con el fantasma en el templo del bosque, y también con las brujas Koume y Kotake, consiguió desviar sus hechizos y golpes, ayudada por el Triforece, la Espada Maestra y el Escudo Espejo. Podía lograrlo, aunque Kandra gritaba que se fuera, que no debía intervenir más.

No lo consiguió. El segundo rayo impactó en el escudo, no logró hacer que rebotara, y además, la hizo caer de espaldas, El dolor irradió por todo el cuerpo. La vista se le nubló, y solo escuchaba el grito de Kandra y el viento. Logró sentarse otra vez, y Gashin le dio un golpe en la espalda, y Zelda se espabiló. Podría hacer caso a Kandra, y salir huyendo. Bastó con mirar como la chica trataba de cortar el brazo que la había aprisionado, ahora contra el suelo. Como la cosa esa de metal usara todo su peso, iba a partir en dos a la chica.

– ¡Eh, tú, mierdecilla con patas! Estoy aquí, ven a por mí – tomó lo único que tenía como arma: la nieve alrededor. Lanzó una buena bola de nieve, directa al ojo, y por fin la criatura empezó a caminar en su dirección. Zelda le dijo a Gashin –. Ve a por ella, no te preocupes por mí.

La cota de mallas había protegido a Kandra, porque vio que se ponía en pie y recuperaba su arma. Corría tras la criatura, apenas lograba verla por la nieve que levantaba y el enorme cuerpo que se acercaba. Ahora que estaba enfrente, Zelda vio detalles que no había podido ver antes: la criatura parecía más un sombrero enorme, al que le habían salido patas. De una especie de pedestal salía lo que ella llamaba ojo. Solo tenía uno, y era capaz de mirar también hacia atrás y a cualquier lado porque giraba la cabeza sin mover la otra parte del cuerpo. Tuvo un recuerdo, de las estatuas tan raras que había en la torre de los Dioses. De hecho, estaban hechas de un material parecido a la piedra y tenían ese brillo azulado. Otra cosa que pudo ver, antes de darse cuenta de que el ojo volvía a parpadear en su dirección, es que tenía los mismos garabatos que vio en el arca.

La criatura disparó. Zelda aguantó un segundo más con el escudo levantado, reducido ahora a la mitad. Lo hizo sin pensar, pero algo en su instinto le pidió aguantar hasta sentir que el rayo daba en el escudo. Fue entonces que hizo el movimiento más rápido, y esta vez, el rayo regresó hacia el ojo, con la misma fuerza destructora. Zelda vio el ojo partirse como un globo de cristal, y también el humo negro que salió del interior de la cosa. Kandra entonces golpeó una de las patas, con su hacha de luz. La criatura se tambaleó y acabó tumbada en el suelo, con la panza al descubierto. Zelda vio que tenía una especie de punto de luz en el centro mismo. Kandra atacó con el hacha, sin parar, hasta que también ese punto acabó igual que el ojo, roto, y con humo saliendo.

Kandra gritó que se alejara. Gashin estaba de nuevo tras ella, y Kandra saltó a la grupa de la pelícaro. Zelda obedeció. No hacía falta que se lo dijera: aquella cosa empezó a soltar más y más humo, y, a través de las inscripciones, brillaba aún más fuerte. Estalló en mil pedazos, y sobre las dos chicas cayeron piezas redondas de metal, tornillos y clavos. Uno se clavó en la mano de Zelda, y otro en su espalda, pero eran pequeños. Se los quitó y chupó la herida de la mano, mientras trataba de incorporarse. Sentía la nieve húmeda a través de todo el cuerpo. Iba a morirse congelada antes que de una infección.

Kandra se acercó, renqueando. Por su gesto, parecía que la cota le había protegido bien, pero algún daño se había llevado en las costillas y en el brazo izquierdo, por la postura. Aun así, caminó hasta Zelda.

– Volvamos a la cueva. Está lejos, pero es un lugar seguro…

– ¿Qué… qué era eso? – preguntó Zelda, mientras lograba ponerse en pie. Si Kandra, que había recibido un golpe directo, podía moverse, ella no podía ser menos.

– Un guardián. Viene del mismo sitio que el arca… – Kandra se quedó callada. Miraba a Zelda, más bien, a un punto en su vientre –. Se ha abierto la herida.

Sí, podía sentir ahora un líquido caliente en su cuerpo. Zelda se miró. No le dolía, y no recordaba si eso era bueno o era malo. Kandra se acercó corriendo, y la sostuvo justo cuando Zelda empezó a temblar y se le doblaron las rodillas. La chica empezó a murmurar, una entonación dulce y melodiosa, como un cántico.

– Eso es…

– Sí, la canción de la curación. Deja que termine.

Gashin dio un grito de pájaro, y elevó las alas. Kandra dejó el cántico, y las dos chicas miraron hacia donde miraba Gashin. La pelícaro agitaba las alas y daba gritos y saltos. Zelda temió que fuera otro guardián. No sabía si iban a poder enfrentarse de nuevo con uno, no con tantas heridas.

Era una especie de oso blanco, enorme, que se sostenía sobre dos patas. El rostro, sin embargo, no era de oso, sino que parecía humano. Al hombro, llevaba una ristra de peces atados en hatillo. Tenía ojos y nariz, y una boca enorme llena de dientes, que mostraba porque estaba sonriendo.

Kandra se llevó la mano a su arma, para volver a sacar el hacha, pero Zelda le dijo que no hacía falta, que era un yeti. Antes de desmayarse por el dolor, le dio tiempo a decir:

– Buenos días – y dejó caer la cabeza en la nieve.