Capítulo 8. La biblioteca
El sol entraba por las ventanas, situadas en lo más alto de la pared. Un rayo dio de lleno en el rostro de Zelda, y esta se despertó. Lo último que recordaba es que había hablado con Link, y que le había contado qué había pasado con la Espada Maestra, aunque no quiso escuchar ningún detalle. Esperaba, al despertar, encontrarse al rey a su lado, pero estaba sola, en la gran sala.
El lugar parecía haber cambiado. Estaba muy recogido, no había asientos cerca del fuego, ni yetis pululando arriba y abajo. En su lugar, vio pasar a un niño. Vestía con ropajes de abrigo, pero elegantes. Pasó llevando una bandeja con algo que humeaba. Zelda se incorporó y le llamó, pero su voz salió ahogada, sin apenas soltar un susurro. Al ponerse en pie, se dio cuenta que era ligera, como si no llevara ya las pesadas prendas de lana que le habían puesto los yetis, ni las vendas apretadas para curarle el resto de las heridas de su encuentro con Zant en el arca. Tampoco tenía la quemadura en el brazo que le hizo el guardián, al disparar directamente contra el escudo.
Llamó a sus acompañantes, pero nadie le respondió. El niño se escurrió por una puerta, y después, salieron más personas. Al igual que el niño, parecía que ignoraban a Zelda. Esta movió los brazos, trató de llamarlos, pero pasaban sin inmutarse. Uno de ellos vestía una pesada armadura. Era un hylian, de piel morena y ojos avellana, con el cabello rapado. Llevaba un yelmo bajo el brazo, uno de una forma extraña, con dos cuernos. Preguntó, a una de las figuras, dónde se encontraba una persona, pero no escuchó el nombre. La respuesta sí que le llegó:
– El señor está en la biblioteca.
El hombre del yelmo entonces se giró hacia Zelda y le dijo:
– Vamos a buscarle.
Al mismo tiempo que Zelda se rebullía en sueños, Link se despertó. Él lo hizo en la realidad, una realidad donde la tormenta había tapado el sol, donde los yetis hacían ruido mientras comían unas raciones que olían tan bien que hicieron rugir el estómago no solo de Link, sino también el de Leclas. Este se incorporó de un salto y dijo que podían dejar a los demás durmiendo, que no había problemas. Link miró su mano, aun sosteniendo la de Zelda.
Aunque tenía hambre, por encima, sentía una sensación extraña. Por eso, cogió el carcaj con la flauta de la familia real y caminó detrás de Leclas hacia donde venían los olores más fuertes. Era la cocina. Los yetis habían reutilizado las cocinas y despensas de este enorme castillo. Link dijo, antes de entrar, que quería lavarse un poco, pero el shariano no le escuchó. Entró y se perdió tras las puertas batientes. El rey miró hacia otra puerta, una en un rincón. A través de la ajada madera, podían verse unas escaleras que ascendían.
Link dejó atrás a los yetis, el calor de la chimenea y la voz de Leclas preguntando si tenían algo más fuerte que el té, y se adentró en estas escaleras. Ascendió varias plantas, donde iba descubriendo los distintos grados de podredumbre de este lugar. Debió de ser inmenso, y albergar a muchas personas en él. Para eso, debían de tener una reserva de grano, de alimentos, de madera y carbón también grande. Link trataba de recordar si en algún momento alguien le habló de esta fortaleza, pero solo recordaba las palabras de Saharasala. Era probable que hubiera llegado como Kaepora, y que lo hubiera mantenido en silencio para usarlo como base secreta. Los yetis habían tocado pocas cosas, quizá no habían explorado todo el castillo.
Al llegar a una planta, se detuvo de repente. Hacía más frío, pero no tanto como en el exterior. Se había dejado la capa abajo, y por un segundo pensó en Zelda, en su voz al contarle que había roto la Espada Maestra. No, no importaba… ¿O quizá sí? "Aprisionó a Ganon, y en el futuro deberá guiar de igual manera a los otros héroes que surgirán cuando sea necesario… Pero si está rota..."
Abrió una puerta pequeña, y se encontró en un pasillo. Tenía las paredes con grandes ventanales, intactos a pesar del tiempo. El abandono de este lugar fue pacífico, se dijo, porque no había rastros de destrucción. Caminó por el ancho pasillo, pensando que, si no fuera por los yetis o por el frío, debía de estar igual que lo estuvo en el tiempo pasado. Le costó poco imaginar a los antiguos habitantes. Puede que hubieran pasado siglos, pero Hyrule no había avanzado gran cosa desde tiempos antiguos. Usaban las mimas ropas, las mismas armas, y tenían las mismas costumbres…
Como poner el símbolo del Triforce por todas partes.
Estaba en los escasos tapices que decoraban las paredes. El sol tamizado por las nubes iluminaba los detalles, polvorientos, de antiguas batallas. Link vio en uno de esos tapices una figura femenina, con corona, de la que salían rayos de poder. Seguro que una antepasada suya, de la familia real. A su lado, había seis hombres, todos con túnicas largas. Los sabios. En frente a ellos, había una figura más pequeña. Lo único reconocible en ella era que llevaba una espada. "El Héroe del Tiempo" se dijo Link, pero se corrigió. No, no podía ser. Sabía que el Héroe del Tiempo había vivido hacía 300 años, y estos tapices eran mucho, mucho más antiguos. Al tocarlos, podía sentir como un milenio entero había pasado desde que una persona se sentara delante de un telar y empezara a componer la escena.
Al final del pasillo, había una puerta con doble hoja. Link tuvo que empujar con las dos manos, usando toda la fuerza de sus brazos, para lograr que las oxidadas bisagras crujieran y por fin cedieran. Nada estaba cerrado con llave. Al cruzar el umbral, tuvo que retroceder, buscar una antorcha en la pared que pudiera alcanzar, y encenderla con una semilla ámbar que llevaba en un bolsillo. Leclas había insistido en que todos las llevaran, aunque no supieran usarlas con la maestría que tenía Zelda.
Con esta luz, pudo entrar en la oscura estancia, pero se arrepintió de llevar fuego enseguida. Todas las paredes estaban cubiertas de cientos de libros, puede que miles. Alzó la antorcha, y la luz no alcanzó ni a iluminar una parte, el techo muy lejos.
No lo pudo evitar: se le escapó una carcajada. Había pedido, hacía mucho, tener una biblioteca con conocimiento extenso. Y acababa de encontrarla. Era gigantesca, y por la época en la que pensaba que la fortaleza fue abandonada, quizá llena de libros con conocimientos antiguos, perdidos después de siglos de abandono. Con mucho cuidado de no acercar la antorcha, Link cogió un tomo cualquiera, uno más a mano. La biblioteca estaba cerrada y oscura, fresca. El frío había mantenido los materiales, no había insectos ni alimañas que hubieran destrozado las páginas, y era obvio que los yetis no habían encontrado este lugar o, de haberlo hecho, no conocían su uso y habían preferido no tocarlo. Link miró, asombrado, los grabados y las letras en hyliano antiguo, tan bien conservadas que parecía haber sido escrito el día anterior.
Sintió recorrer por todo el cuerpo un cosquilleo familiar, una alegría que hacía meses que no sentía. Pronto, encontró un sitio donde había un candil, que encendió, y a partir de ahí, empezó a registrar la biblioteca. Tenía muy claro por donde comenzar...
Los ojos le brillaban igual que el fuego.
Zelda seguía en su sueño. En él, acompañaba al tipo del yelmo. Este a veces parecía querer decirle algo, pero se callaba. Estaba segura de que podía verla, que en este sueño loco ella era un fantasma, pero no para este hombre. Ahora que se fijaba, tenía un tatuaje en la frente: una especie de triángulo invertido en la frente. En el yelmo que portaba había grabado otro símbolo, este un ojo con una lágrima.
– Eres un sheikan – dijo la chica.
– Lo fui, sí. Calla y observa. Es importante – dijo el hombre, sin mirarla.
Atravesaron varios pasillos, llegaron a uno muy ancho decorado con tapices. Unos obreros estaban intentando colgar uno nuevo, y estuvieron a punto de caerse. El hombre del yelmo les sujetó la escalera, y una de las operarias, una chica con el cabello corto, una humana, dijo:
– Gracias, maese Killian.
Killian… En Hyrule, ese nombre era conocido, pero en el sueño Zelda no podía recordar de qué le sonaba. Siguió caminando a su lado, sin hacer preguntas. Maese Killian abrió una puerta, y entró en una gran estancia, con el techo tan alto que Zelda tuvo que mirar echando todo el cuello hacia atrás. Al final de este elevado techo, había un ventanal de cristal por donde se veía el sol, pero no hería a la vista. Un conjunto de cuerdas bajaba por la pared, hasta una especie de cordón que colgaba al lado de la puerta. Killian lo señaló con la barbilla, pero después caminó a través de la gris estancia, recorriendo pasillos llenos de libros y más libros. Zelda y el maestro llegaron ante un escritorio. Sentado a él, había un hylian encorvado, con gafas, que miraba atentamente un libro abierto.
– Buenos días, maese Killian – saludó el anciano. Tenía unos ojos azules muy parecidos a los de Link. Una cicatriz le cruzaba parte del rostro, casi cerrando el ojo derecho. El cabello cano era abundante, largo hasta los hombros. Algo en este hombre hizo que Zelda le mirara con más atención. ¿De qué le sonaba?
– Señor… – maese Killian hizo el mismo signo de respeto entre los soldados hylianos: tocarse el hombro derecho e inclinar la cabeza –. Me envían para saber cómo lleva la investigación de la Espada Maestra.
– Nada nuevo, pero algo he encontrado. Ven, rápido – el hombre hylian hizo un gesto a Killian, pero este se quedó quieto. Zelda esperó que obedeciera, pero en su lugar, el maese fue como si se hubiera convertido en estatua.
– No tenemos ya tiempo, vas a despertar, Heroína de Hyrule – dijo el anciano. Zelda le miró. ¿De qué le sonaba esa cara? ¿Quién era? Y esa voz...
– ¿Puedes verme? ¿Qué magia es esta?
– No importa ahora, escucha: debes ayudarle a encontrar el libro, el que tiene la respuesta que necesitas en este momento. Tu mundo, y el de todos, está pendiente de un hilo. Heroína de Hyrule, ayuda al líder de los sabios – y el anciano levantó el libro de la mesa para enseñar su portada. La cubierta era dorada, tenía una gema azul en el lomo y el dibujo del Triforce en él. El anciano dijo entonces –. Tienes que desayunar, estás muy débil…
Zelda parpadeó. Estaba sentada, en el suelo, cubiertas las piernas con una pesada manta. Quién así le había hablado era Medli. La princesa watarara le tendía una taza con té.
– ¿Dónde está? – preguntó. Medli insistió de que bebiera, pero Zelda lo rechazó. Se puso en pie, olvidando que tenía el cuerpo molido. Miró alrededor: la chica orni y ella eran las únicas que estaban allí.
– Hace un rato se fue con Leclas a la cocina. Los demás han ido también, para tomar algo. Yo he preferido quedarme a cuidar de ti – Medli señaló el vientre de Zelda –. He tocado la canción de la curación, creo que ha hecho un poco más de efecto en ti. La herida no se abrirá más.
– Gracias, Medli. Necesito ver a Link, es importante... – Zelda se puso en pie.
Los yetis le habían dado esas ropas extrañas. Esta raza apenas usaba prendas, pero tenían lanas y fabricaban mantas y ponchos para vender en algunas poblaciones del norte. No eran las más cómodas, pero estaba calentita. También le habían dado calcetines y ya no tenía frío en los pies. Zelda corrió hacia la puerta de la cocina, seguida por Medli. Abrió de golpe las puertas batientes, sin importar el gesto de susto y sorpresa de los allí presentes. Los yetis susurraron que era una maleducada. Leclas, con los dos carrillos llenos de comida, alzó la mirada. Kafei se giró y dijo que debía comer algo.
– No está aquí… ¿Dónde está Link? – volvió a preguntar.
– Dijo que iba a asearse… Hace un rato ya – dijo Leclas. Kafei se puso en pie y preguntó:
– ¿No está con vosotras? Creí que había vuelto a tu lado, estaba preocupado por ti anoche…
Zelda soltó una especie de bufido, como un gato, y dejó atrás las cocinas. Se paró un momento, miró alrededor y entonces vio la puerta entreabierta y los escalones. Los mismos que, en su sueño, había subido acompañando al maese Killian. Agradeció a Medli, que la seguía de cerca, por su buen hacer: ya no sentía ningún dolor. De hecho, estaba en plena forma. Subió los escalones de dos, y obligó por esto a la princesa watarara a moverse dando saltos rápidos y hasta usar sus alas. Había puertas, entreabiertas y polvorientas, pero Zelda las ignoró. Al llegar al quinto piso, con el sonido de los resoplidos de Leclas y de Medli, Zelda abrió la puerta y entró en la última planta del castillo. Recorrió el pasillo con una seguridad propia de una persona que estuviera en su propia casa. Kafei se puso a su lado, y dijo que algunos tapices que estaban dejando atrás tenían el símbolo del Triforce, de los sheikans y otras figuras extrañas. Zelda negó con la cabeza, agitando sus rizos rebeldes.
– Me importan un bledo, hay un tema más importante ahora – fijó su vista al final del pasillo, a unas puertas grandes abiertas por una rendija. Zelda corrió, terminó de abrirlas y observó la oscura estancia. Al final del todo, había un resplandor, el de una pequeña vela.
Zelda se giró, rebuscó en la pared y encontró un cordón. Tiró de él, con firmeza. En algún lugar sonó un crujido, y después, poco a poco, el sol entró en la gran sala desde una claraboya que estaba en lo más alto. Iluminó primero el centro de la estancia, el lugar donde estaba la luz que habían visto antes. Era un escritorio. Igual que en el sueño, había una persona allí con un libro abierto, pero no era el anciano (¿habían dicho su nombre en el sueño?), sino el rey de Hyrule, Link V Barnerak. Leía con la Lente de la Verdad, y solo desvió los ojos hacia arriba para mirar la luz pálida del sol del mediodía.
– Normal. De lo más normal – dijo Zelda, con una ceja levantada –. Si te pierdes, solo hay que seguir el olor a libro viejo, y te encontraremos.
Link sonrió.
– Buenos días. Pareces mejor, me alegro. Ven, que te enseño esto – Link regresó a la lectura.
El grupo se acercó, sorprendido. Oreili y Vestes soltaron varios gorjeos, y Medli respondió con otro. Los dos ornis se quedaron atrás, en las puertas. Medli avanzó, con el arpa atada en la espalda, mirando todo con los ojillos de pájaro bien abiertos.
– Los ornis no tenemos libros, usamos la tradición oral para pasar nuestros conocimientos e historia – dijo la princesa orni.
– Sois un pueblo nómada, es lógico. Cuando vivía con mis padres en la carreta tampoco tenía libros, aprendí a escribir en la tierra – dijo Kafei.
Leclas solo dijo que tanto libro le daba hambre y cansancio. Zelda no dejaba de mirar a Link. Caminó a grandes zancadas, y se colocó en el mismo sitio donde, en su sueño, se había parado el tal maese Killian.
– ¿Cómo has encontrado la biblioteca? – preguntó Zelda.
– No sé – Link dejó el libro que estaba leyendo. Tenía las tapas negras, con un dibujo en la tapa, pero sin título. Lo trataba con cuidado, como si en vez de papel, estuviera hecho de cristal –. De repente, he sentido… No sé describirlo, como si hubiera algo importante que debía ver.
– Como si te llamara – dijo Zelda, mirando alrededor.
– Hay algo de poder mágico en este lugar, pero no mucho más que en el resto del castillo – Medli miró alrededor –. Vivió aquí un gran hechicero, alguien con poder, y también… Creo que era un guerrero.
– Sé lo que tienes que buscar – dijo Zelda, ignorando a Medli y fijando sus ojos verdes en los de Link –. Es un libro dorado, con el dibujo del Triforce completo en la tapa. Ah, y tenía una gema azul en el lomo...
– ¿Cómo sabes eso? – preguntó Link –. ¿Y cómo sabías lo de la trampilla para el techo?
– Lo he visto, en un sueño. No, no sé… no parecía un sueño premonitorio, como el que una vez tuvimos a la vez, el del templo del Tiempo – Zelda recordó cómo había tenido la visión de su padre convertido en un monstruo, y como Link también había visto lo mismo –. Era como si estuviera de verdad aquí, hace mucho tiempo. Vi al dueño de este lugar, y me dijo que debíamos buscar un libro…
Zelda describió a todos lo que había visto. Kafei preguntó si eso era posible. Link no dijo nada, escuchó con atención, incluso el nombre de Killian provocó en él la misma reacción que en Zelda: le sonaba, pero no recordaba de qué.
– Hay mucho de lo que hablar: tienes que explicarme qué le pasó a la Espada Maestra, y también quién es la chica que te ha ayudado. Después, buscaremos el libro. Dorado con una gema azul no será tan difícil de ver…
La empuñadura de la Espada Maestra estaba guardada en un bolsillo del mantón de lana que llevaba. Zelda la dejó en el centro del escritorio, y todos los presentes miraron la hoja quebrada. Zelda también mostró lo que quedaba de la escama de Lord Valu, y el trozo de metal retorcido que ella pensaba que era parte de la hoja de la espada.
– Bien, no es tan grave… Se puede volver a forjar la hoja, no es la primera vez que se hace – dijo Leclas, tocando el metal.
– Sí que lo es. La Espada Maestra no es una espada cualquiera, solo el elegido por las diosas, el portador del Triforce del Valor, puede usarla – Zelda estrechó los ojos. Pasó a contar cómo fue la infiltración en el arca, su encuentro con Zant y cómo, herida, confundida pero dispuesta a frenar el arca, golpeó la bola de metal. En el relato de la lucha contra Zant, vio que Kafei se encogía de dolor.
– Tu también lo viste, una vez, ¿verdad?
– Sí, y también me dejó bastante maltrecho. Él se llevó lo suyo, gracias a la intervención de Nabooru y los gorons… Puede que este tiempo nos haya dejado tranquilos porque estaba herido – Kafei tembló de miedo y pidió a Zelda que continuara.
Después, les contó que había conocido a Kandra Valkerion, que fue ella junto con la pelícaro Gashin quienes la sacaron del arca y la habían mantenido con vida. Leclas dijo que eso explicaba las plumas y las mierdas que encontraron en la cueva.
– Cuando llegamos aquí, Kandra volvió a curarme, pero me dijo que debía ver dónde estaban los guardianes y se marchó. Yo no estaba en condiciones de ir tras ella, tenía pensado hacerlo… Y entonces llegasteis vosotros.
Estaba sentada en una silla frente al escritorio, mientras los demás habían escuchado de pie. Leclas se había apoyado en una de las grandes estanterías, las manos en el cogote y los brazos sobre su cabeza. Kafei le contó a Zelda que, tras el fallido ataque al arca, apareció el ejército de Lord Brant, señor de Rauru, y que habían recuperado Términa. Los habitantes volvieron a la ciudad, y ellos decidieron venir a buscarla. También fue el encargado de contarle cómo habían encontrado su rastro, y entonces Link le tendió a Zelda el medallón del águila.
Fue un momento curioso. Zelda había escuchado muy seria, y sus ojos se desviaban a la empuñadura de la Espada Maestra, con una mezcla de vergüenza y tristeza. Sin embargo, cuando Link le tendió el medallón de plata, lo agarró, cerró el puño alrededor de él, y sonrió:
– Pensé que lo había perdido para siempre…
– Lo encontramos abierto, los cabellos que había dentro, los de tu madre… – empezó a decir Link.
– Sí, bueno… Es una lástima, pero tenemos asuntos entre las manos más importantes – Zelda hizo un nudo en la cadena, como había hecho en el pasado muchas veces hasta que podía cambiarla. Después, se lo volvió a poner en el cuello.
Link le contó entonces su encuentro con los guardianes, como se quedaron parados. Zelda solo dijo que le parecía raro, que no parecían tan fuertes entonces.
– Bien, nos hemos puesto al día todos – Leclas dio una palmada –. Es hora de empezar a hacer cosas. Lo primero: ni Zelda ni Link han comido. Deberíais hacerlo. Mientras, los que hemos descansado podemos registrar esta biblioteca, buscando el libro. Cuando terminéis, venís a echar una mano.
– Tienes razón, dejad que nos ocupemos de esto mientras vosotros coméis – Kafei miró alrededor. Las estanterías estaban colocadas siguiendo un dibujo con forma de asterisco. Medli dijo que podían dividirse por estanterías, y que los ornis podrían registrar los estantes más altos, mientras ellos se ocupaban de los más bajos. Leclas dijo que le había parecido ver una escalera en alguna parte.
– De acuerdo… Me encantaría llevar ropas más normales, y unas buenas botas – se quejó Zelda –. Quizá los habitantes de este castillo dejaron algo de eso detrás… Y también necesito armas.
Link sonrió. Le tendió la mano y dijo:
– Nosotros tenemos algo más para ti.
Sin tanta lana encima, Zelda parecía más normal. Maple había ayudado a aprovisionarse de víveres y objetos, y ella había escogido una túnica verde, pantalones de cuero, botas gruesas y una camisa blanca. Link había llevado a propósito las hombreras, pero no la cota de mallas, por ser demasiado pesada. Mientras Zelda daba buena cuenta de un desayuno hecho a base de huevos, queso y trozos de calabaza, Link tomó té y bizcocho. Alabó la buena cocina de Blanca.
– Estamos consumiendo sus recursos, y en este lugar tan inhóspito y helado no debe ser fácil encontrarlos… Ojalá pudiéramos compensarlos… – dijo Link.
– Durante la primavera y el verano, en el valle de abajo, tenemos frutos y mucha caza. Recolectamos y guardamos cantidades de comida para alimentarnos a nosotros y cinco familias de yetis más, no tenéis que preocuparos. Intercambiamos la lana que fabricamos con cabras salvajes por harina, trigo, sal, y conservas – Blanca echó un poco más de agua hirviendo en la taza de Link –. Es muy agradable conocer a gente educada, como vosotros.
– ¿Hace mucho que encontrasteis este sitio? ¿Sabéis algo de los anteriores habitantes? – pregunto Zelda.
Blanca les contó que ellos habían estado viviendo en cuevas durante mucho tiempo, caminando desde lejanas cordilleras. Al llegar a la región de Hebra, les sorprendió una tormenta de nieve como a ellos, y, buscando refugio, encontraron el castillo. Estaba cerrado a cal y canto. Uno de sus hijos, el más pequeño, se coló por una ventana estrecha y pudo abrir desde dentro. No sabían nada de los habitantes. Grandor había estado en algunas estancias de la parte de arriba, ayudado por un mapa que encontraron, pero no se había aventurado más.
– Había lobos en algunas plantas, y mi marido dice que hay fantasmas. Con esta primera planta, las cocinas y el sótano tenemos suficiente.
Link quería regresar a la biblioteca. Tenía el temor, así se lo dijo a Zelda, que se impacientaran y empezaran a arrojar los libros al suelo.
– Ahora mismo, es la mayor colección de libros que hay en Hyrule, sin contar con la del monasterio de la Luz. Debemos protegerla… Lo que se pueda – Link se puso en pie y Zelda dijo entonces:
– ¿Te preocupa más que se destruyan esos libros que la Espada Maestra? No pareces muy enfadado con ese tema…
– No, porque ya has oído a Leclas: se puede reparar.
– Y tú no me has escuchado a mí: no es una espada corriente y moliente. Contenía el Mundo Oscuro, y debe estar disponible para el futuro elegido. No debí usarla… No debí subir al arca. He puesto a todo el mundo en peligro.
– Además de que te hirieron – Link le tocó la mejilla, al ver que Zelda había vuelto a bajar la mirada –. Zelda, te comprendo. Estuve allí cuando la liberaste y entramos en el Mundo Oscuro. Sé lo que es haber sido el elegido y sentirse inútil ahora, sin los poderes que teníamos en el pasado. Estoy seguro de que los antiguos habitantes del castillo quieren ayudarnos, y por eso nos han conducido a la biblioteca. Encontraremos juntos una solución, y lo arreglaremos – Link se acercó un poco más a la muchacha, que seguía sentada. Le tocó la otra mejilla para tener su rostro enmarcado en las manos –. Estás muy acostumbrada a hacer las cosas por tu cuenta, pero eso se acabó. Nos tienes a todos nosotros, me tienes a mí. Pase lo que pase, a partir de ahora, lo solucionaremos juntos.
– Ah, ¿sí?
– Por supuesto, y si no me crees, cree esto – y Link se inclinó para besarla.
Del otro lado de la cocina escucharon un suspiro, y los dos chicos se separaron. La yeti Blanca sonreía, con los ojos brillantes:
– Ah, disculpad… Os dejo solos… Es que sois encantadores, qué pareja más bonita – la yeti suspiró –. El primer amor, que cosa tan hermosa…
– Tenemos que aprender a hablar a solas – dijo Zelda. Le dio un beso rápido en los labios, antes de levantarse y decir: – Bien, Blanca, ¿dónde está su marido? Quiero que me enseñe ese mapa.
– ¿No vienes a la biblioteca? – preguntó Link.
– Sí, iré, pero antes quiero comprobar si en este lugar dejado de la mano de las diosas hay algo parecido a una armería…
Horas después, el grupo que había estado buscando en la biblioteca se reunió otra vez en el escritorio. Habían estado trayendo al centro todos los libros dorados que habían encontrado, pero ninguno tenía una gema azul ni el dibujo del triforce en la tapa.
– Sería más fácil si Zelda hubiera visto el título – dijo Kafei. Habían encontrado un mueble al otro lado de la estancia, que Link les dijo que era el catálogo. Estuvo ojeando, buscando por títulos relacionados con el triforce, pero sin encontrar nada. Hizo la observación de que los libros antiguos no solían llevar títulos, que solían llamarse por el escritor, por las primeras frases o por el tema.
Al cabo de varias horas, Zelda apareció. Estaba tarareando una de las canciones de Labrynnia, de las que solía cantar cuando estaba de buen humor. Avanzó entre las estanterías, sonriendo un poco. Claro que estaba de mejor humor: ya no le dolía la herida, se podía mover, y había podido quitarse las vendas de las manos y pies. Tenía la piel ya regenerada. Además, Grandor le había enseñado dónde estaba la armería, usando el mapa del castillo. Zelda temió que ya hubiera sido saqueada, pero no, estaba en perfectas condiciones. Escogió una espada de hoja larga, de un buen acero, algo basta pero funcional. Se llevó también una ballesta pequeña, que podía llevar atada al cinto, guantes, protectores en los brazos y unas rodilleras de metal. A falta del escudo espejo, que Link había dejado al cargo de Saharasala, la labrynnesa tomó uno de color azul, con el símbolo de la familia real en él. Así pertrechada, entró llevando con ella una jarra de agua, vasos, y una bolsa llena de panecillos que Blanca le había dado.
– Anda, dejadlo un momento y descansad – anunció, dejando los víveres en la mesa. Se presentó a Vestes y Oreili. Oreili seguía herido, por lo que se había unido al grupo para examinar las estanterías a nivel de suelo. Vestes y Medli se ocupaban de las más altas. El esfuerzo, sin embargo, había sido infructuoso.
– Quizá, si en vez de estar de compras, te hubieras dignado a ayudarnos – dijo Leclas, con la boca llena de dos panecillos que se había metido de golpe.
– Perdonad, pero esa armería… Para llevar siglos cerrada, estaba bastante bien provista. Se me ha ocurrido pedir a los yetis que vigilen desde las almenas, por si ven acercarse a los guardianes. En cuanto encontremos ese libro, quiero ir a buscar a Kandra – Zelda se acercó a uno de los montones. No, ninguno de los que estaban allí era el que le enseñaron en el sueño –. Una gema azul… Eso es raro para encuadernar un libro, ¿no? ¿Cuántos libros hay con joyas?
– No muchos, es cierto – Link dejó la Lente de la Verdad.
Aunque la misión era buscar el libro dorado, el rey había estado separando algunos libros, con cubiertas de otros colores. Leclas le había regañado varias veces porque, en cuanto encontraba un libro que le parecía interesante, se ponía a leerlo, usando la lente de la verdad. Leclas tenía razón, tenía que contenerse las ganas de empezar a leer, había otras tareas importantes...
– Un libro con una gema sería una edición rara, única. Quizá muy valioso, demasiado para estar en un estante abierto… – Link miró alrededor.
– Bueno, encontraste el Libro de Mudora en la biblioteca de Kakariko. Seguro que encuentras este – Zelda preguntó por dónde podía empezar ella, y entonces Medli le indicó un pasillo sin revisar aún.
Habían encontrado algunas escaleras, pero no había para todos. Zelda sacaba los libros dorados que veía, pero era un poco un engaño: muchos tenían el lomo dorado pero la portada de otro color. Intentó ir lo más rápido que pudo, y, aunque logró adelantar a Kafei y a Oreili, que eran los más rápidos, no encontró nada. Tenía la sensación de que estaban haciendo algo mal, que no debía ser así.
El sol se iba poniendo, y empezaba a ser difícil ver los libros. Leclas sugirió encender antorchas, pero Link dijo que no se podían acercar a los libros con fuego.
– Son muy valiosos, como haya un incendio aquí… Se perderá el conocimiento de estos libros.
– Me pregunto qué pasaría si alguna vez Link tuviera que escoger entre salvar un libro o a nosotros, y no sé si quiero saber la respuesta – comentó Leclas, que en ese momento estaba con Zelda en el mismo pasillo.
– Casi le empalan por la mitad por el de Mudora, así que no lo dudes – Zelda soltó una ligera carcajada, pero se puso seria enseguida. Recordó la preocupación que tuvo entonces, cómo Reizar logró contener la herida de Link y lo enfermo que estuvo después.
Medli se ofreció a usar un conjuro de luz, y funcionó un rato, pero la princesa orni gastaba parte de su energía para mantenerlo. Era ya pasada la medianoche cuando, agotados sin haber registrado ni la mitad de la biblioteca, bajaron de nuevo a la Sala de los Comunes. Comieron el plato de asado que Blanca les había dejado en la cocina, y se marcharon a dormir en el mismo rincón. Antes, Medli repitió su hechizo de curación para que la herida de Oreili se fuera cerrando. Link observó los movimientos, y escuchó la melodía, que conocía. Tomó la flauta y él también tocó, pero sintió que los yetis se rebullían en su sueño y no quería molestar a sus anfitriones. Encima que les habían ocupado una parte del castillo y ni siquiera les ayudaban en las tareas…
A la hora de dormir, Zelda estiró la manta, y observó a Link. Este quiso ir a su lado, pero le dio vergüenza, rodeado por todos. Se quedó en un lado con Oreili, Kafei y Leclas, mientras Medli, Vestes y Zelda se tendieron en fila, en perpendicular al fuego. Antes cubrirse con la manta, Zelda le guiñó el ojo, y Link, todo colorado, le sonrió. Esperó un rato, a que la respiración de los demás se acompasara, para incorporarse otra vez. Al hacerlo, se encontró con Zelda caminando agachada, en su dirección.
– Hazme un hueco, rápido – susurró.
Link levantó su manta, y dejó que Zelda se acurrucara a su lado. La chica dijo que hacía un frío de mil demonios, pero que él estaba calentito. Link la rodeó con los brazos y aspiró el olor de sus cabellos.
– ¿Estos yetis se parecen al que conociste, en la montaña de Nayru? – preguntó Link.
– Sí, solo que Yato era un solitario. Me contó que solían viajar en manadas, pero que él había perdido la suya en el tiempo del reinado de tu madre, y que desde entonces estaba solo – Zelda sonrió. Su novio olía igual que los libros que habían estado sacando de las estanterías –. Me sorprende que te acuerdes, te lo conté hace la tira de años…
– Fui yo el que te mandó a investigar esa montaña. Ojalá te hubiera acompañado – Link sonrió ante el recuerdo de su pequeño palacio, de aquellas cenas alrededor de la chimenea, con Zelda explicando (de forma muy suya, exagerando un poco, hasta gesticulando en el aire con el cuchillo) cómo había encontrado al yeti que tenía aterrorizados a los viajeros y cazadores de la zona, solo que el pobre Yato intentaba que los humanos no se acercaran a una cueva donde había un petrarok de hielo, muy peligroso. Zelda, con la ayuda de Yato, acabó con la amenaza. Había otras historias, como la lucha contra el Moldora con las gerudos, o cuando Zelda tuvo que ir al camino del oeste para atrapar a una banda de goblins que asaltaban a los caminantes, pero la del yeti siempre le pareció de las más divertidas.
– Lo mismo pienso…
Zelda empezó a darle besos muy suaves, en el cuello, hasta llegar a la boca. Link correspondió, con delicadeza. Dijo que debían tener cuidado, para no despertarles. Zelda le dio un último beso en la punta de la nariz y respondió que tenía ganas de volver a tener su propia tienda. Le deseó buenas noches, y apoyó de nuevo la cabeza en su hombro. Antes de quedarse dormido, con el calor de Zelda junto al suyo, Link pensó si podría recuperar esos tiempos en los que Zelda y él habían podido cenar tranquilamente, mientras la chica le contaba sus aventuras. Fue una calma entre dos épocas oscuras. Como ese verano, otra calma más feliz incluso… Se preguntó si volvería.
Y cuanto duraría.
