Capítulo 14: Los ojos del general
Xue Yang acaba de tirar toda sensación de límite por la ventana. Ha visto lo que Song Zichen es capaz de hacer y sabe que esa es la única manera de hacerlo derribar sus murallas.
Pero no es sólo eso, Xue Yang.
No todo es un plan absurdo de manipulación para cumplir los deseos de Jin Guangyao, porque los deseos de quien todavía es su amo no le interesan más que en la medida de su supervivencia. No es tan ingenuo como para creer que Jin Guangyao no lo reclamará, pero, quizá, pueda encontrar una vía de escape. Quizá.
No hay engaño, en realidad.
La manera en que las uñas de Song Zichen se hunden en el cuerpo de Xiao Xingchen, tímidas y cuidadosas al principio, pero como si siempre hubieran estado destinado a marcar su piel. La manera en que puede jalar su cabello. La mirada. «Por favor…». Xue Yang consideraba hermosas las súplicas de Xiao Xingchen, pero la manera en que se las dirigía a Song Zichen era hasta pecaminosa, humillante. «Por favor». De rodillas. «Por favor».
Ah, Daozhang, si pudieras verte.
En sus ojos se escondía un deseo que siempre había estado allí, un deseo primigenio aflorando entre la vergüenza más absoluta.
Si a Xue Yang había conseguido que lo mirara a los ojos entregándole su dolor y su placer en un momento, Song Lan apenas atisbaba de lo que Xiao Xingchen era capaz.
Quizá necesita más desvergüenza, general.
—Xue Yang —advierte Song Zichen.
—Usted y yo sabemos de lo que es capaz. —Luego voltea a ver a Xiao Xingchen, que está muy callado, con los ojos muy abiertos, atento—. Daozhang quizá lo atisba, porque lo pide. Lo pides —corrige, mirándolo—. Pero ah, general, usted y yo. Sabemos lo que se siente, sabemos qué es adictivo. —Lo encara otra vez, le sonríe de nuevo, a medias, taimado—. Quizá la pregunta es, ¿desea castigarme, general?
Puede ver los nudillos apretados de Song Zichen, blancos de pura tensión.
—Podemos fingir, general, que nada ha pasado, si quiere. Podemos fingir que no sabemos lo que sabemos del otro. De Daozhang. ―Sus ojos siguen fijos en Song Zichen, no dispuesto a darle tregua alguna―. Pero no podrá esconderse siempre tras las faldas de su esposa, general. Yo sé de qué están hechos sus deseos, general, y podría cumplírselos.
Y luego, el silencio.
Dura apenas un momento, aunque pareciera extenderse por la eternidad.
Lo rompe un golpe furioso, una palma extendida que aterriza en la mejilla de Xue Yang. Es una reacción desesperada, incluso sorpresiva.
Xiao Xingchen lo mira furioso, humillado. La sombra de una lágrima se asoma por sus ojos. La mano que acaba de golpearlo lo empuja contra la pared y lo hace chocar con los libros.
―Xue Yang. ―Pareciera que Xiao Xingchen quiere proferir una amenaza, pero el tono de su voz es de súplica―. Puedes hacerme lo que quieras. Aceptaré aquello que me des, placer, dolor, desesperación, como lo aceptaré de Zichen. Puedes humillarme si quieres. ―Aprieta los dientes y Xue Yang nota lo mucho que le cuestan las palabras en ese momento―. Pero… Zichen… a Zichen… No puedes humillarlo, Xue Yang. No a mi esposo.
Qué tanto entiendes, Daozhang. Y que poco a la vez.
―Déjalo en paz, Xue Yang.
«Por favor». No tiene que pronunciarlo para que sea oído entre sus labios.
―Xingchen… ―intenta interrumpir Song Zichen, sin lograrlo, porque Xue Yan se le adelanta.
―Ah, Daozhang, ¿y tu marido quiere que lo deje en paz?
No estoy hablando de humillarlo, Daozhang. Si tu marido quisiera, me arrodillaría ante él y le rendiría pleitesía.
Si me cuenta sus secretos, Daozhang, besaré sus pies.
La mano furiosa golpea de nuevo; esta vez, sin demasiada convicción. La mejilla de Xue Yang arde, pero no le quita los ojos de encima a Xiao Xingchen hasta que se marcha. Sus ojos se dirigen hasta Song Zichen, que no permite que las emociones traspasen su mirada. Aquel cruce dura tan solo unos momentos, pero Song Zichen nunca le entrega nada más que aquellos ojos estoicos, acostumbrados a ocultarse.
Y después, se marcha tras Xiao Xingchen.
Xue Yang, en la soledad, se lleva una mano a la mejilla. Arde.
Xue Yang vive en una habitación que da a un patio solitario, donde los soldados no se aparecen demasiado. Xiao Xingchen se encarga de decirle qué hacer, porque, como Song Zichen repite siempre, nadie en la fortaleza del norte puede comer si no ayuda a la subsistencia. Están en medio del desierto: los inviernos son apenas soportables y los veranos la vida languidece al mediodía, cuando las guardias tienen dificultad para permanecer en sus puestos y quienes pueden buscan el reflejo de las sombras. Los pozos se vacían y a los más desgraciados les toca el turno de acarrear el agua tras el sol insoportable del mediodía.
Xiao Xingchen no se aparece en el patio y la luna se pone noche tras noche mientras Xue Yang languidece en la soledad.
Song Zichen aparece tras casi siete lunas en lo alto del sol, cuando Xue Yang intenta escapar de sus rayos.
―Los inútiles no comen en mi fortaleza, Xue Yang ―dice. Se queda parado a una distancia razonable, donde no pueda ser alcanzando y pueda mantener ese su porte de general―. Ven. ―Song Zichen se da la vuelta, pretendiendo encabezar la marcha.
―Soy un hombre libre, no sigo órdenes, general.
―Todos los hombres de mi fortaleza son hombres libres, Xue Yang ―responde Song Zichen, sin volverse―; pero, como dije, los inútiles que holgazanean no comen en mi fortaleza. Vamos.
Lo lleva bajo el insoportable sol del verano. Xue Yang apenas si pestañea caminando entre la arena, acostumbrado a las horas que los Wen lo obligaron a permanecer bajo el sol, arrodillado en la sal, dejando sus rodillas en carne viva. La vez que Wen Chao, resentido porque Wen Rouhan le dio sus deberes a Xue Yang con un simple «hasta un esclavo es capaz de algo tan simple» dirigido a su hijo, lo hizo sostener dos cubos de agua sobre los hombros en el sol del verano hasta que Xue Yang se desmayó.
Todos se acostumbran al clima inclemente, de una manera u otra.
El río no corre cerca de la fortaleza y está más alejado que Jinlintai del agua dulce. El sol en insoportable, pero Xue Yang se las arregla para seguirle el paso a Song Zichen hasta donde corre el río. El camino de vuelta se hace cuesta arriba, pero Xue Yang nunca pierde la compostura.
Al entrar de nuevo a la fortaleza y refugiarse en la sombra antes de tirar el agua en el pozo, Xue Yang se detiene, mira directo a la espalda del general.
―¿Fue un castigo?
―No ―responde Song Zichen―. Quería ver de lo que estabas hecho. ―Se da la vuelta y en su mirada Xue Yang jura que puede ver una amenaza―. Si Xingchen vuelve a llorar por tu culpa, juro que me pedirás piedad, así tenga que despellejarte centímetro a centímetro, Xue Yang.
Sólo alcanza a tragar saliva.
Ah, general, si me lo pidiera, le suplicaría piedad sin que me hiciera nada.
Xue Yang le dedica una sonrisa torcida.
―No volverá a pasar, general, si le explica a Daozhang lo que quiere hacerme. Lo veo en su mirada ―responde. Deja el cubo de agua en el suelo―. General. ¿Tanto miedo le da admitir que me quiere a sus pies?
»Puede pretender que es venganza a lo que hago con su marido, si quiere, a cuando está de rodillas y se atraganta conmigo, general. Puede pretender lo que quiera.
»Yo sé lo que desea, Song Zichen.
Cuénteme sus secretos, general. Los usaré bien.
Xue Yang es quien va a buscarlo. Lo encuentra, de nuevo, en la biblioteca. Tiene un libro que no es de vieja poesía en las manos. Xiao Xingchen prácticamente parece un hereje con los viejos tratados que escribió Wei Wuxian, el Yiling Lazou, entre sus manos.
―Daozhang ―llama Xue Yang, con una sonrisa a medias.
No sabe disculparse porque nunca nadie lo ha hecho con él. «Lo siento» son dos palabras que están completamente fuera de su vocabulario.
Nadie se disculpa con un esclavo.
Nadie comete un error con uno.
Xue Yang aprendió rápido que eran bienes y que viajaban con las alfombras, las vasijas y los caballos. No le importaban a nadie. Vio a esclavos caer en la arena, desmayados de hambre y vio sus cadáveres perderse entre las dunas, él simplemente se aferró a la vida.
―Xue Yang.
Cierra el libro de un golpe.
―¿Te castigará tu marido ―pregunta― si te encuentra con eso en las manos?
―¿Deseas tanto verme humillado?
―Siempre, Daozhang.
Siempre, princesa, esposa del general del norte.
No quita la sonrisa de lado, taimada. Xiao Xingchen se levanta, quizá para intentar ahuyentarlo, pero Xue Yang sigue su camino, empujándolo hasta la pared, hasta el alféizar más escondido entre las pilas de libros. Nadie va allí nunca. No realmente. La mayoría de los jóvenes soldados no pasan de las primeras mesas de estudio, nunca osan traspasar más allá, donde se encuentran los libros prohibidos.
―¿Disfrutaste golpeando a un esclavo, Daozhang? ―Xue Yang sabe que la pregunta es cruel, y justamente por eso la hace―. ¿Disfrutaste suplicarle, Daozhang?
―Xue Yang…
―Ah, Daozhang ―lo interrumpe. La mano en el hombro del príncipe cae tan fuerte que no le queda más que acabar de rodillas. Xue Yang se sienta en el alféizar. No tienen un libro entre las manos. No fue allí a leer―. Si te humillas ante mí, te contaré todo lo que deseo que haga tu marido ―confiesa.
Song Zichen es demasiado cobarde en ese respecto. Lo hará demasiado tarde.
―Quién sabe, Daozhang, otros podrían vernos. ¿Te imaginas? La imagen de la esposa del general del norte de rodillas ante un simple esclavo. ―No le cuesta deshacerse de la ropa que sobra, abrir las piernas, sonreír de lado ante la expresión todavía sorprendida de Xiao Xingchen―. No hagas ruido, Daozhang, y quizá te cuente cómo le besaría los pies a tu marido. Ah, Daozhang, si quisiera, el general podría humillarme. ―Se ríe―. Estoy acostumbrado, Daozhang. Y, sin embargo, Song Zichen tiene cara de ser de los que pide permiso.
»No hagas ruido, Daozhang.
¿No los escuchas? Ya hay otros en la biblioteca; ninguno de los soldados sabe que estás aquí.
―Si haces ruido, Daozhang, nos descubrirán.
Y lo ve contener el gemido, los ojos llenos de lágrimas, el dolor en el rostro. El placer. Posa sus dedos en su sien.
―Aunque, Daozhang, si nos descubre tu marido, quizá entonces sí me castigue. ―Ladea la cabeza; todavía tiene la sonrisa de lado―. ¿No te gustaría eso, Daozhang?
En sus entrañas, se imagina los ojos del general. ¿No quiere destrozarme, Song Zichen?
Notas de este capítulo:
1) No tengo demasiadas cosas que decir, salvo que este capítulo me costó lo imposible. En serio. No sé ni cómo lo hice.
2) El siguiente capítulo es un fest de toxicidad, pero bueno. No sé más de él que eso.
Andrea Poulain
