CAPÍTULO 21

El día había llegado. Al fin, siendo sábado, la tan esperada festividad se desarrollaría esa misma noche cuando los últimos rayos de sol iluminaran el bosque del norte. Según le había contado la madre, mucha gente, vastaya y humanos contribuían en su construcción: Los más ágiles colgaban los toldos que hacían las veces de tiendas por encima de los árboles, mientras que los que no lo eran tanto se encargaban de clavar los postes bajo las telas y a montar las mesas donde la gente comería y bebería lo que quisieran.

Y no sería solo un día. La fiesta abarcaba el fin de semana al completo. Gracias a la colaboración de ambas razas —puesto que absolutamente todos aportaban los alimentos y el alcohol a fin de que fuera equitativo para la gente—, cada año sucedía algo nuevo en el festival, desde mercaderes misteriosos, adivinos y pitonisas hasta comerciantes de animales y especias de muchas partes del mundo.

Cuanto más le contaba la madre de Sett, más se le iluminaban los ojos a Elda. Tenía pinta de ser algo magno, una unión entre dos culturas diferentes y, en cualquier caso, divididas a causa de la desconfianza y el odio.

— ¿Qué deberíamos llevar? –preguntó la chica, emocionada—. ¿Carne? ¿Hay que ir al mercado? ¿Y qué me pongo? Mi ropa no es la adecuada para...

— Querida. –le puso las manos sobre los hombros—. Tranquila. Llevamos mucho tiempo realizando estos eventos, tenemos las cosas planeadas, incluyendo tu atuendo.

Sett apareció por la puerta, perlado de sudor y señalando la puerta.

— El carruaje está listo, he dado de beber a los caballos y me he cerciorado de que no faltase nada en las cajas. –anunció—. Después de comer nos pondremos en marcha, aunque no recomiendo llenarse el estómago demasiado si queréis dejar sitio para la noche. Oh. –dijo al verlas tan juntas—. ¿Ocurre algo?

— Elda está nerviosa, solo eso. –sonrió la vastaya—. Cariño, ¿podrías traerle el vestido de la bolsa?

El hombre gruñó por lo bajo y volvió a salir de la casa. Elda se quedó mirando el lugar por el que se había ido, extrañada.

— ¿Parece... molesto? –se atrevió a decir.

— El vestido lo ha escogido él. –y siguió al ver la cara de sorpresa de la muchacha—. Fuimos al mercado, donde lo obligué a meterse un poco en asuntos de mujeres. Está acostumbrado a regalar prendas y joyas sin importarle los gustos de las demás pero en tu caso, —suspiró—, en tu caso se bloquea.

— Vaya. –Elda bajó la vista, avergonzada.

Sett no dejaba de asombrarla día tras día. En unos segundos pasaba de ser un bruto ególatra a una colegiala furra enamorada, ¡madre mía!

El semi vastaya volvió y le lanzó la bolsa al pecho a la chica, quien apenas tuvo tiempo de cogerla y que no se cayera.

— Mira a ver si te queda bien. Si no, te aguantas. –murmuró, sin mirarla. Luego se largó otra vez fuera, pisando fuerte. Era más que obvio que odiaba la situación.

Las dos mujeres se encogieron de hombros y la madre le dio la vuelta, empujándola escaleras arriba.

— ¡Vamos! –la apremió—. ¡Pruébatelo!

— ¡Voy! ¡Voy! –farfulló, encerrándose en la habitación.

Dicho y hecho. Elda sacó el vestido de la bolsa y lo estiró sobre la cama, soltando una exclamación de sorpresa que distaba mucho de ser negativa. La prenda era preciosa: El vuelo de la falda llegaba a media pierna, ligera pero con unas enaguas debajo que pese a que dejaban un gracioso vuelo al girar, evitaba que se le levantara demasiado. Las mangas –dos cintas ceñidas a medio brazo— caían graciosas bajo los hombros, sin incómodos tirantes de los que preocuparse, y el color tenía una base color vino y un diseño floral que se extendía a lo largo y ancho del atuendo. Además, contaba con unos zapatos planos granate que conjuntaban a la perfección.

Elda no se lo podía creer. ¡Sett tenía gusto para la moda! Y no solo eso, había escogido una ropa bonita y a su vez cómoda que no le impidiera moverse con naturalidad. ¿Quién lo diría? Una vez puesto, se miró en el espejo. Le quedaba relmente bien, se sentía hermosa y delicada por primera vez en mucho tiempo, lejos del salvajismo de los mares y los arapos del barco. No es que le entusiasmara la ropa –solo servía para protegerse de las inclemencias meteorológicas—, pero ese vestido... Ese vestido se había convertido en algo más.

Un par de golpes en la puerta la sacó de su ensoñación.

— Adelante.

Sett con su inmensidad emergió del otro lado y, mirándola de arriba abajo, silvó.

— Nada mal. –dijo, apoyándose en el marco—. No has tenido ningún problema.

— ¿Cómo sabías mi talla? –quiso saber.

— Pues... he calculado sobre la de mi madre y la he multiplicado por dos. En realidad... apenas me hizo falta. –le puso las manos en la cintura, aprovechando el momento—. Recuerdo la medida de tu cuerpo casi a la perfección.

Elda enrojeció. Intentó deshacerse del agarre del hombre, avergonzada, sin éxito y se rindió abrazándolo a su vez.

— Acabarás siendo un gurú de la moda. –le dijo. Él se apartó un poco.

— Ah no, ni hablar. –espetó, molesto.

— Va, ¿qué hay de malo en entender de estos temas? Tú mismo pareces sacado de una pasarela...

— Retira eso. –empezó a hacerle cosquillas—. Retíralo.

— ¡N—! ¡HAHA—! ¡NUNC—! ¡AH! –gritó, riéndose abrumada, intentando zafarse de la tortura a la que estaba siendo sometida.

— Si lo retiras, será más fácil para los dos.

— ¡NO—! ¡ARGH! ¡VA—! ¡VALE! ¡Lo retiro, LO RETIRO! ¡PARA! –le suplicó, desesperada. Sett, que era un "caballero" de honor, paró y la dejó en la cama, completamente floja y cansada. Alzó la vista y lo señaló con un dedo acusador—. Si esto se arruga será por tu culpa.

Sett puso los ojos en blanco y casi al instante olisqueó el ambiente.

— Quítate el vestido.

Elda le lanzó un cojín a la cabeza que no le llegó a tocar. El hombre levantó el brazo, sin mirarla, y lo atrapó.

— ¿Qué haces?

— ¿En serio me pides que me desvista? –lo acusó.

— Me refiero a que la comida está lista, idiota. No querrás mancharlo de porquería, ¿verdad?

Elda puso mala cara y luego sonrió.

— Podrías haber empezado por ahí...

O.o.O.o.O

Tras una comida bastante pobre en consideración a lo que estaba por venir, los tres se subieron al carruaje (la madre condujo) y se pusieron en marcha. La vastaya llevaba un bonito kimono violeta adornado con flores sakura mientras que Sett... bueno, seguía siendo él, con el pecho al descubierto y el pelaje rodeándole el cuello. Ni se había molestado en buscar algo más.

— Ya verás. –le decía la mujer—. Tengo que presentarte a unos amigos.

— ¿A quienes?

— Una es escéptica y bastante cabezota. Es joven e ingenua, y piensa que el peso de nuestro futuro recae en ella y solo en ella. El otro... es especial. Solo la sigue porque la ama y cree en su causa. Son una combinación la mar de pintoresca.

— ¿Por qué quieres que los conozca? ¿No pertenecerá al grupo de vastaya que odian humanos, verdad? –preguntó Elda. La madre suspiró.

— Desgraciadamente, así es. Están en esta fiesta porque es también un encubrimiento de sus planes, hay personas con las que deben hablar. Además... —sonrio—. Al chico le gusta la marcha.

— Demasiado. –añadió Sett, quien se había recostado entre las cajas y fingía dormir con el traqueteo del carro—. Está bien, pero él lo lleva a otro nivel. Te obliga a bailar. A bailar hasta que se te duermen los pies, te pesan los párpados y tus pulmones están a punto de exhalar su último respiro. –se estremeció.

— Ugh. –dijo la chica—. Bailar no se me da demasiado bien.

— Ni a mí. –abrió un ojo y la miró—. Procura alejarte de él si empieza a dar vueltas.

Elda asintió, de pronto se sentía nerviosa. ¿Qué clase de gente asistía a tal evento? ¿No habría prácticas prohibidas o era un libre albedrío en su estado más puro?

— ¿Por qué quieres que me conozcan? –la pregunta le seguía rodando por la cabeza y no se quedaría tranquila hasta que la mujer se lo explicara.

— Vivimos en una época turbulenta –dijo—. No podemos permitir andarnos con chiquitas ni tonterías relacionadas con la raza y las divisiones que ellas ocasionan. Todos tenemos un corazón que late, estamos vivos... Y si no confiamos, será nuestra perdición.

— Te refieres a que, al presentarme, ¿les "obligas" a aceptarme en mi condición de humana? ¿Crees que es tan fácil?

— No. –la mujer negó con la cabeza—. Pero por algo se empieza, ¿no es así?

Lástima tener tan poco tiempo. Ese día aprovecharía al máximo cada momento que tuviera, aunque se pasara la noche y el día siguiente bailando hasta que, como decía Sett, le sangraran los pies.

El ocaso los alcanzó. A lo lejos, entre algunos árboles, Elda vislumbró un par de lámparas de aceite colgadas a ambos lados de dos robles altos. El corazón le comenzó a latir fuerte después de escuchar algunas voces provenientes del interior del bosque y de la música elevándose por encima de las frondosas copas.

Esto va a ser un desastre, pensó ella, sobrecogida. Humanos y vastaya, dos razas que se odiaban y envidiaban por igual, reunidas en una fiesta. ¿Cómo es que la bomba nunca había estallado? La madre leyó sus pensamientos porque, tras detenerse en la linde, le puso una mano encima de la suya.

— Por un par de noches, las diferencias y las agresiones que se hayan sufrido quedan olvidadas. No hay gente inferior o raza superior, es una época de perdonar y olvidar. Confía más en ti, no tienes nada malo.

Podría enumerarte las razones por las que estás equivocada, el sarcasmo hizo acto de presencia en su mente. Se encogió de hombros y asintió. Solo un par de noches.

— ¿Nos quedaremos hasta el cierre del festival? –preguntó. Sett, quien se había bajado del carro para ayudar a su madre, negó.

— Con una noche es suficiente. –le explicó—. Yo tengo que volver a trabajar y si no estoy sobrio, poco puedo hacer. Además, mi madre necesita descansar.

— Comprendo.

Caminaron un rato por el camino que se abría ante ellos, con la carretilla de Sett delante a modo de guía hacia un lugar completamente desconocido para Elda. Las voces y el griterío aumentaron de intensidad, y pronto la chica fue testigo de una de las cosas más hermosas del mundo: Todo lo que la madre había descrito era cierto. Desde los coloridos toldos de las abundantes tiendas, pasando por los bellos grabados en la de los estandartes que diferenciaban las castas más ricas, hasta la hoguera que crepitaba en el centro. Niños vastaya y humanos correteaban de aquí allá sin temor los unos de los otros, mientras los padres y las madres ayudaban a montar el decorado. Una gran marmita adornaba un extremo del gran círculo, invitando a los asistentes a tomar el delicioso vino frutal que había en ella.

Fueron tales las emociones que sintió, que se emocionó.

— ¡Sett! ¡Mira eso! ¡Y...! ¡Y aquello! – fue diciendo, sin saber realmente el qué. El hombre soltó una carcajada, le rodeó los hombros con un brazo y la reclinó contra él.

— ¿Te gusta? –dijo, sonriendo.

— ¿Gustarme? Creo que no abarca lo que estoy viviendo ahora mismo. ¿Encantarme? ¿Apasionarme, quizá? Es todo tan... luminoso y...

— Pues espera y verás. –le aconsejó, pegando la boca a su oreja a fin de que lo oyera mejor, y arrancándole de paso un escalofrío a la muchacha—. No es ni la mitad de lo que será.

Elda reprimió un saltito. Sería la mejor noche de su vida, estaba segura de ello.

Conforme pasaban por delante de las tiendas, la gente los iba saludando. Los que eran humanos les sonreían y sacudían las manos, mientras que los vastaya ejecutaban una profunda reverencia y en ocasiones, hacían un leve gesto que indicaba que los habían visto. Fueron repartiendo aquí y allí provisiones que consistían en trozos de queso, hogazas de pan, vino y, por si fuera poco, fruta, uno de los alimentos más caros del mercado.

— ¿Sabes que algunos marineros acaban muriendo a causa del escorbuto por culpa de una dieta baja en vitamina c? ¿Por qué, si Jonia es la mayor exportadora de fruta del planeta, eleva tanto los precios para los locales? No lo entiendo. –dijo Elda. Sett paró de repartir y la miró, extrañado.

— Buena pregunta. Oferta y demanda quizá, hay abundancia, encarecen los precios.

— ¿No debería ser al revés? Quiero decir, supongo que en parte por los aranceles que pagamos aquí se vuelve todo más caro pero...

— ¿Has estado estudiando mis papeles? –inquirió, alzando una ceja—. ¿Y cómo sabes lo de los marineros?

Oh, oh. Había hablado de más.

— Vine aquí en barco, ¿recuerdas? –dijo rápidamente—. Las personas hablaban, yo escuchaba.

Sett pareció quedarse conforme, porque asintió y siguió repartiendo cajas. Llegaron a una tienda algo diferente. Era grande y honda, y abarcaba a un gran número de vastaya según vislumbró entre el revoloteo de la puerta de tela. No llevaban ningún puestecito, solo estaban... allí.

— Sett. –lo llamó. El hombre se inclinó para oírla—. ¿Quienes son esta gente? Me parecen de todo menos ciudadanos normales y corrientes.

— ¿Te acuerdas de lo que mi madre explicó acerca de ser una fiesta de razas iguales? Bien, esta gente, –dijo, señalándolos sin disimulo—, esta gente tiene mucho que decir contra los humanos.

— ¿Quieres decir que no soy bienvenida? –entendió.

— Quédate aquí un segundo, voy a entrar. –dicho y hecho. El semi vastaya desapareció en el interior, dejándola ahí delante, sola.

No es que fuera un problema –y miedo era lo último que sentía— sin embargo, nunca estaba de más extremar las precauciones, por lo que se aferró a las cajas y descansó. Así que gente que odiaba a los humanos... Bien había visto en la fosa las miradas de ambos bandos hacia Sett: El temor y el asco se entrelazaban casi a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo, algo que en realidad no le preocupaba al semi vastaya. Hacía mucho tiempo que dejó de importarle.