CAPÍTULO 22

— ¿Disfrutando el inicio del festival? –dijo una voz muy conocida—. Aunque aún no haya empezado, digo.

— ¡Yasuo! –exclamó, y tan pronto como lo soltó, se tapó la boca. Bajó la voz y se acercó a él, susurrante—. Te liberé de prisión, tendrías que estar buscando a Riven. ¿Qué haces aquí? Si Sett te ve...

— Relájate. –la tranquilizó—. No pasará nada.

Tan pronto lo dijo, Sett emergió de la tienda con una cara seria que se ensombreció más al ver al samurái. Encajó la mandíbula y, situándose delante de Elda, lo miró con desdén.

— ¿Qué haces aquí, criminal? –espetó.

— Sett...

— Tranquila. –Yasuo asintió, calmado. Luego alzó la cabeza y lo miró—. Tengo tanto derecho a estar aquí como tú. En la fosa o fuera, también le has quitado la vida a mucha gente. No pretendo hacerle daño a nadie, al menos, durante esta noche.

— ¿Y eso debe impedirme arrestarte o acabar contigo?

El samurái resopló, cansado.

— Si mi palabra no es suficiente espero que, al decirte que estoy protegido, cedas en tus intentos de echarme el guante.

— ¿Ah, sí? –inquirió Sett, incrédulo. Se cruzó de brazos y esbozó una media sonrisa a modo de burla—. ¿Y quienes son tus protectores? ¿Los pájaros? ¿El alcohol? Apestas a licor.

Era verdad, pese a que Elda no se había percatado de ello en un principio. Los ojos del hombre se oscurecieron. Le había molestado el sarcasmo de aquel coloso arrogante y temperamental, al punto de estar a nada de perder la paciencia. Ambos se habían olvidado de la presencia de la muchacha, quien asistía impotente a la riña que se desarrollaba, que vio así cómo dos figuras se aproximaban detrás de Yasuo y se situaban a los lados. El hombre vastaya le puso un brazo alrededor de los hombros al samurái en señal de "posesión", cosa que no le pasó desapercibida a Sett.

— Buenas de nuevo, chico. –habló, refiriéndose al mestizo—. ¿Algún problema con nuestro afiliado?

— Querido. –dijo la mujer de largas orejas—. Es nuestro socio, no nuestro afiliado. Está apoyando nuestra causa esperando beneficios monetarios. Si fuera afiliado, sería partidario de los ideales que defendemos.

— Bueno, pero está con nosotros, ¿verdad? ¿Qué más da el nombre que le pongamos?

— Rakan, cariño, no pienso discutir una estupidez así contigo.

Sett se echó hacia atrás, comprendiendo lo que sucedía. La madre apareció en ese preciso instante, ilusionada de verlos.

— ¡Habéis venido! –aplaudió efusivamente. Miró a la chica y sonrió—. Xayah, Rakan, esta es Elda.

Los dos centraron su atención al unísono, produciendo reacciones opuestas a su vez.

— Es humana. –dijo con desdén. Rakan, al contrario, soltó una carcajada.

— Vamos Xayah. ¡Yasuo también lo es! –trató de aligerar el ambiente—. Seguro que tiene mucho que ofrecer.

— ¿Confiarás de nuevo en ellos? –la vastaya se dirigió a la madre, seria, ignorando a su pareja—. ¿No aprendiste de tu error?

— Eh. –gruñó Sett, dando un paso adelante—. Ese error me dio la vida a mí. Agradecería que mostraras un poco más de respeto por mi madre y por esta criatura o...

— ¿O qué? –le retó—. ¿Vas a matarme a golpes como haces con tus subordinados? Tu parte humana te nubla el juicio, mestizo.

— Y el odio y el rencor a ti, arpía emplumada.

— Vale, basta. –anunció Elda—. Estoy cansada de que habléis de mí como si no estuviera delante. Sí, soy humana. Sí, hay motivos para despreciarme... despreciarnos. Pero yo no fui la que invadió Jonia o la que pervierte la magia de los bosques. Me dijeron que esta noche iba a ser una tregua entre dos razas en la que la diversión difuminaría las diferencias. –sin darse cuenta, abrazó a Sett—. ¿Podríamos al menos fingir que lo intentamos?

Xayah les dio un rápido vistazo antes de abandonar su postura defensiva y resopló.

— Bien. –murmuró.

— ¿Bien?

— Sí, bien. Vete a corretear por ahí igual que los demás y desaparece de mi vista. –se giró, contrariada y empezó a caminar hacia la tienda de la que había salido Sett. Rakan les dedicó una profunda reverencia, guiñó el ojo a Elda y siguió a su compañera.

Yasuo dejó escapar un hondo suspiro. La tensión del momento parecía al fin disipada con la partida de los vastaya.

— Ya que hemos aclarado lo necesario... —se situó al lado de Sett y lo miró de reojo, desafiante—. Hagamos el favor de mantener las apariencias y no volvamos a cruzarnos, o la próxima vez que me vea en peligro por tu culpa te atravesaré esa sucia garganta con mi espada. Quién sabe, quizá hasta me lleve a Elda después.

— ¿Es una amenaza, humano? –chistó, visiblemente cabreado.

— No. –le contestó—. Es una advertencia.

La cantidad de testosterona que se respiraba en el ambiente podría llenar una ciudad entera. Yasuo se fue, montando guardia delante de la tienda mientras que los tres (junto a un Sett que mantuvo cara de póker lo que tardó en repartir los alimentos), fueron saludando y conversando aquí y allí. Al caer la noche cerrada, la aglomeración de gente se notó de buena gana.

La música retumbaba en los cándidos pechos de los asistentes, algunos de los cuales bailaban y cantaban alrededor de la inmensa hoguera. Otros, los mayores, aplaudían al son de la melodía y comían y reían sin parar. La madre de Sett charlaba animada con otras mujeres y el propio Sett, pobre diablo, se mantenía ocupado espantando a los pretendientes que lo acechaban. Pretendientes, en plural, porque tanto hombres como mujeres intentaban llamar su atención de formas cada vez más estrafalarias.

Al principio era saludándolo. Un ligero gesto, un intercambio de palabras... hasta algún que otro golpecito coqueta en el hombro. Al ver que nada de eso sacaba de su ensoñación al vastaya, los incansables interesados bailaban a su alrededor en lo que ellos creían que era un acto sensual, pero que en realidad no dejaba de contemplarse con desagrado por Sett.

El hombre se sentó, creyendo que así dejaría claro que no deseaba seguir con el cortejo. Los pretendientes, extrañados de la reacción, se sentaron a su alrededor y conversando alegres, sin dejar de hacerle ojitos. ¿Qué era? ¿El patio de un colegio?

Elda no sabía cómo sentirse. Por un lado, esa gente le producía gracia. Estaban tan desesperados... Jamás conocerían a Sett al mismo nivel que ella porque su compañero ya había escogido en quien confiar, a quien amar. Que el mayor seductor de féminas, el casanova de Navori no prestara atención a nadie... uf. Gran golpe. Por el otro lado, se notaba insegura. Creía en Sett, se fiaba de él y aún así el temor de que se lo quitaran no la dejaba disfrutar de la velada. Quería ser como ellos, estar a su lado y hablarle al mismo nivel... Ah, tan cerca y a la vez, tan lejos.

Un movimiento brusco delante de la hoguera captó su atención, junto a los gritos de sorpresa que lo precedieron. Rakan, el vastaya de colores vivos, danzaba de una manera espectacular. Sus plumas reflejaban el crepitar del fuego, los hipnóticos movimientos llamaban a bailar con él, a reír y gritar. Elda se vio a sí misma atraída hacia allí, ¡las piernas se le movían solas! De un momento a otro estaba sacudiendo el esqueleto como nunca. ¿Lo mejor? Le encantaba.

Rakan se dio cuenta, porque aminoró la marcha y fue a su encuentro.

— ¿Al final te has animado? –le preguntó, entretenido.

— ¿Es cosa tuya? ¿Qué nos has hecho? –se hizo oír la muchacha por encima del griterío. El vastaya le cogió una mano y la hizo girar.

— ¡Se llama magia! –explicó—. ¡Mi raza convive con ella desde el principio de los tiempos!

— ¡Lo sé! –le hizo saber—. ¡La madre de Sett me ha ayudado con eso!

— ¿Tienes magia? –olfateó el aire—. Claro que tienes. ¿Por qué no me di cuenta antes?

— Te propongo un trato.

Ahora sí que contaba con su plena atención.

— ¿Implica sorprender a esta gente y ponernos en peligro? No necesariamente en ese orden. –Elda asintió—. Venga, cuenta.

Más que decírselo, lo hizo. Notó el viento acudir en su ayuda y lo redirigió al cuerpo de Rakan, el cual se elevó unos centímetros en el aire. Cuando estuvo a una altura prudencial, el vastaya empezó a reírse y a dar vueltas sobre sí mismo.

— ¡Es la primera vez que veo una magia tan pura en un humano! –le comentó, asombrado.

— ¡Te dije que estaba bien enseñada! Ahora, ¡a bailar!

No había coreografía, era simple y llano talento por parte de ambos. Mientras Elda lo movía de aquí allí, subiéndolo y bajándolo, Rakan danzaba más libre que nunca. En un momento dado, el vastaya estuvo a punto de tocar el fuego con la punta del pie... Pero volvió a elevarse en un giro magistral, arrancando sonoras exclamaciones de sorpresa.

La chica lo seguía, intentando que no se cayera. Sett, por su parte, asistía al espectaculo maravillado, olvidando a los pesados pretendientes. La sinergía de ambos, lejos de hacerle sentir envidia o celos, le resultaba encantadora. En todos sus años de asistencia en aquella fiesta, era la primera vez que veía algo parecido.

Y por una vez, creyó. Creyó que la convivencia entre humanos y vastaya podría ser posible, que ambas razas estaba hechas para coexistir en paz, puesto que con los conocimientos ancestrales de unos y la perseverancia de los otros, lograrían hacer frente a los noxianos y poner a un lado sus diferencias de una vez por todas. ¿Cómo sería una Jonia unificada?

La canción llegó a su fin. Elda depositó a Rakan lo más suavemente posible sobre el suelo y este acabó el baile con una reverencia que exponía las plumas de su ala. Ambos jadeaban.

— ¡Ha sido alucinante! –exclamó el vastaya, cogiéndole la mano y sacudiéndosela con frenesí—. Tendré que darle la enhorabuena a la madre de Sett por instruirte. Los humanos suelen hacer una gran malversación de la magia, no saben usarla. Pero tú... tú eras una con el viento, lo he visto y lo he sentido. El elemento te obedecía libre, sin ataduras.

— Sorpresa. –masculló, intentando recuperar el aliento—. Si estuviera aún en Noxus quizá mi magia habría sido diferente.

La cara de Rakan cambió. Su usual sonrisa se tornó en una mueca indescriptible y los ojos se le abrieron como platos.

— Demacia. –rectificó a toda prisa la chica—. Quería decir Demacia. Estaba pensando en Noxus por lo que le ha hecho en este lugar y me ha salido el nombre...

— Criatura. –la llamó Sett, caminando hacia ella. Se detuvo a su lado, las manos en la cintura—. Ha sido lo más... lo más... estoy sin palabras.

Elda enrojeció y le sonrió.

— Gracias. –miró hacia atrás, donde la gente que iba detrás del semi vastaya la examinaban con odio—. Creo que no les caigo bien.

— Ni falta que hace.

— Ha sido un placer, chicos –habló Rakan, despidiéndose—. Nos mantendremos en contacto, ¿de acuerdo?

Y así, se fue junto a Xayah. Sett alzó un poco la cabeza por encima del hombro y volvió a centrar su vista en Elda.

— Quédate aquí un segundo, voy a deshacerme de esta gente y estaré por ti.

— Vale.

Se quedó sola, otra vez. Lejos de querer estarse quieta, recorrió los puestecitos de comida y bebida, interesada en los diferentes manjares y alcoholes que se servían. No probó nada, tenía el estómago cerrado por haber usado tanta magia, y eso que le ofrecieron probar cosas en cada sitio en el que paraba. Llegó entonces a la caseta más alejada del mercado. Era una tienda diferente junto a la de la "resistencia", como llamaba la muchacha al grupo de "anti—humanos", oscura y envolvente.

— ¿Hola? –dijo, entrando.

En el centro de la estancia se hallaba una mesa con una bola de cristal. En un extremo, una figura encapuchada la miraba serena, como si ya hubiera esperado que viniera.

— Elda, ¿verdad? –preguntó. Su voz era tan clara y suave que la chica se sintió irremediablemente atraída por ella—. Ven, siéntate.

— ¿Cómo sabes...?

— Sé muchas cosas. –le explicó—. Y también puedo saber, con un solo roce, tus más oscuros pensamientos.

Elda retrocedió. ¿Quería ponerse en peligro por una adivina vastaya? Los ojos ambarinos de la mujer la apremiaron a sentarse y obedeció.

— Dame la mano. –le pidió. La suya era larga y fina, y sus uñas, relucientes. La vio de cerca: una trenza azabache le caía por delante, abundante. Marcas claras le adornaban las mejillas, dándole un aspecto salvaje y a la vez, delicado.

— ¿Y bien? –dijo, impaciente. Sett la estaría esperando.

— Mañana –empezó—. No lo matarás, ¿verdad?

— ¿Perdón?

— Al hombre que ocupa tus pensamientos. Al mestizo que el mundo odia y quiere a la vez. A Sett.

Elda se quedó petrificada e intentó retirar la mano, sin éxito. La vastaya era fuerte.

— Relájate. –le pidió—. Estoy aquí para ayudarte, no para delatarte.

— ¿Cómo...?

— Eso es lo de menos. Veo en tu interior que lo amas.

— Con... —tragó saliva—. Con todo mi ser.

— Eso es bueno. –sonrió ella, mostrando unos dientes tan blancos que casi podía verse reflejada en ellos—. Pero la misión que te encomendaron, no tanto. Y lo que harás, aún peor.

— ¿Qué alternativa me queda? –inquirió, compungida—. He agotado mis opciones.

— ¿Segura?

— ¿Qué quieres decir?

La encapuchada se levantó y se puso de espaldas.

— Tienes amigos que te apoyarán, pero él... —se calló. Cuando creyó que no volvería a hablar, dijo—. Estás en la cuerda floja, Elda, un paso en falso y cavarás tu propia tumba. Tienes la posibilidad de hacer mucho daño, pero también el poder necesario para sanarlo. El tiempo decidirá tu lugar en este divino plan.

La chica pensó en ello, confusa. Entendía las referencias, vaya que si las entendía, y no le gustaba ni un pelo lo que significaban.

— Vete ahora, chiquilla. –le ordenó—. La noche es joven, diviértete.

Elda asintió y salió y Ahri frunció el ceño.

— Habrá que prepararse para una segunda invasión. –dijo, solemne—. Qué pena, unos recuerdos demasiado personales y puros no son buen alimento.

Mientras, fuera, la muchacha bajó un poco la cabeza ante el deslumbramiento que sufrió hasta acostumbrarse a la claridad de nuevo. Vio a Sett a lo lejos, acercándose a ella, cosa que le ocasionó un sentimiento de rechazo absoluto. El mestizo la examinó: estaba pálida como el papel de arroz y tensa, a juzgar por sus hombros. De pronto, dio media vuelta y se internó en el bosque, corriendo. Sett no se lo pensó dos veces y la siguió, preocupado.

O.o.O.o.O

No podía más. Ya estaba harta. ¿Por qué salir de Noxus? ¿Por qué buscar un futuro que acarrearía dolor a otros por su culpa? ¿Por qué no le dijo desde un principio quién era? ¿Por qué tuvo que nacer siendo ella? ¿Por qué? Ignoraba cuánto había caminado, pero al cabo de un rato llegó al borde de una extensa cala, cuyo mar que se perdía en la distancia, más allá del horizonte.

Era hermoso, iluminado por la luna como si cientos de brillanes cristales se tratara. Las luciérnagas sobrevolaban la superfície, tranquilas. Quién pudiera ser una de ellas. Se acercó al borde y se agachó, observando el reflejo de sí misma sin mucho interés: Estaba más delgada, las ojeras le adornaban las cuencas y el sentimiento de culpa que vio en sus ojos la asqueó. Tuvo ganas de vomitar. Ganas de gritar. De chillar y llorar. Sin embargo, golpeó el agua tantas veces y con tanta fuerza que únicamente paró al sentir la sal marina entrar por las heridas de los nudillos.

— ¿Qué estoy haciendo? –se dijo. No pensaba con claridad, estaba histérica—. Cíñete al plan. Mañana te vas. Mañana.

Pero... es que no quería irse. No quería tener que hacerlo.

Se quitó la ropa, furiosa, y la lanzó a un lado. Saltó directamente al agua, donde braceó hasta que se le entumecieron las extremidades, a una distancia prudencial de la costa donde pudiera hacer pie. Si no podía calmarse, el agua fría lo haría. Ojalá supiera cual era su lugar en el mundo, estaba perdida.

Un chapoteo a su espalda la puso sobre aviso. Se giró lo justo para ver la imponente figura de Sett entrar en el agua, desnudo de pies a cabeza, igual que ella. No dijo nada cuando este se colocó a su lado, observando el gran astro sobre sus cabezas.

— Buena noche para tomar un baño. –dijo él, rompiendo el hielo—. Un poco fría y demasiado profunda para alguien como yo que no sabe nadar.

— Se piensa mejor así. –le contestó, encogiéndose de hombros—. ¿Qué haces aquí?

— Me rehuías al salir de la tienda de la adivina y quería saber por qué.

Elda calló un segundo.

— Dime, Sett. –empezó—. ¿Qué tengo de especial para ti? ¿Qué hizo que tu interés por mi llegara a más?

El semi vastaya lo meditó.

— Eres fuerte y honesta, sabes cómo alegrar las veladas y mi humor. Y me conoces mejor que nadie, criatura, te lo dije. Es verdad que a veces nos peleamos, no llegamos a entender lo que quiere el otro, pero es una parte importante en una relación y nosotros tenemos toda la vida para comprendernos.

La chica se mordió el labio evitando echarse a llorar.

— Toda mi vida, querrás decir. Es innegable que vas a sobrevivirme, ¿y después? ¿Qué harás? ¿Seguirás igual que ahora?

— Primero, no hay constancia de mestizos que duren tanto como los vastaya. Es más, la mayoría no superan los doscientos. Hubo uno que logró llegar a los quinientos, y provenía de una raza mucho más antigua que mi madre.

— Aunque así fuera, seguirías solo mucho tiempo. No quiero hacerte pasar por eso. –la joven negó, triste. Sintió los brazos de Sett posarse sobre sus hombros y lo miró, confusa.

— Elda. –dijo, suave. Un escalofrío le recorrió la espalda y la clavó ahí, atraída por los orbes ambarinos del hombre—. Te quiero. Te amo. Si mi larga vida es un impedimento para estar juntos, no la quiero. Si tengo que pasar un mísero segundo de mi existencia sin ti, prefiero disfrutar primero el tiempo que me quede contigo, y si ese tiempo no es suficiente –que no lo será—, te prometo que cuando me llegue la hora, seguiré amándote en el más allá y en la siguiente vida.

Elda no aguantó más. Se abrazó al hombre y dejó salir sus sentimientos, el estrés, el dolor y la tristeza que sentía y también, el profundo amor por Sett. Este la acunó hasta que sus sollozos no fueron más que leves hipidos débiles. Le quitó las últimas lágrimas de las mejillas y le besó los párpados, para después colmar sus labios de atenciones. Al notar la urgencia de sus emociones decidió alzarla en brazos, salir del agua y depositarla sobre la hierba bajo él.

La vio nerviosa, la duda y el miedo reflejados en su rostro, la expresión de alguien que había reservado su virtud bajo llave. Quizá debería reprenderse a sí mismo por estar orgulloso de algo así pero en realidad, era un verdadero honor ser él quien tuviera la oportunidad de hacer suya a la persona que amaba. Le repasó con los dedos la línea de la mandíbula, mirándola.

— Eres preciosa. –susurró, arrancándole un suspiro y un nuevo rubor en las mejillas.

Fue distinto a cualquier momento de intimidad que hubiera tenido con alguna mujer, es más, no había punto de comparación ni jamás lo habría. Cuando sus cuerpos se unieron, Elda estaba preparada. Si bien el dolor era de los que quitaban el aliento y hacían chirriar los dientes, la chica le restó importancia diciéndole que por esa noche, lo permitiría, dejaría que le hiciera daño. Descubrió un lado de Sett que no pensó que vería, un lado amable y dulce que se manifestaba en cada vaivén, en cada caricia y exhalación, fruto de la pasión y el afecto por ella.

Las dudas se le disiparon. El miedo se esfumó y juró que pasara lo que pasase, seguiría adelante. Sobre la hierba, sudorosos y con las respiraciones entrecortadas, intercambiaron votos, juramentos de amor de los que solo la luna fue testigo. Ella y nadie más.