Título: Helium
Resumen: Cada segundo de vida de Kagome estaba minuciosamente estudiado. Desde pequeña había sabido en todo momento qué podía hacer y qué no. ¿Improvisar? Eso no estaba en su vocabulario. Pero entonces InuYasha entró en su vida como suave rayo de luz, alterándola y confundiéndola por completo… y de pronto, ya nada tuvo sentido. [AU] [Flufftober 2021]
Disclaimer: Esta historia, con los personajes de Ramiko Takahashi y la trama de mi invención, sigue el reto de Flufftober 2021, con una temática diferente por capítulo pero todos siguen el mismo hilo argumental. En total son 31 capítulos, uno por día, e intentaré por todos los medios que haya actualización diaria.
Nota: Dedicada a mi querida Aida Koizumi, o Magus, porque fue quién me hizo conocer el reto y la que después aguantó mis desvaríos con la historia sin hartarse de mi (espero). Amiga, muchas gracias por las palabras tan bonitas que me dedicas siempre, te regalo esta historia con todo mi cariño.
Ahora sí,
¡Espero que os guste!
Día 1.
Eye contact.
Kagome suspiró, recogiéndose el pelo mechón de pelo que se había soltado del moño tras la oreja, y le dio un sorbo a la lata de refresco que sostenía en su mano mientras, impaciente, esperaba entre la multitud en el andén 12. Maldita sea, como el tren no arribase pronto, llegaría desastrosamente tarde a casa, y lo único que necesitaba en ese día para hacerlo completo después de tantas y tantas horas de ensayo era escuchar los ladridos de su padre.
Por enésima vez en los últimos cinco minutos miró su reloj de muñeca y gimió para sí misma cuando descubrió que, efectivamente, habían pasado 15 minutos de las ocho, lo que significaba que el tren llegaba casi media hora tarde.
Maldita sea.
Hoy… justo hoy tenía que ser… justo cuando su padre le había dicho que tendrían compañía para la cena y le había dejado bastante claro que no toleraría retrasos porque se trataba de alguien muy importante que debía conocer.
Un murmullo bajó escapó de sus labios.
Las prácticas con el piano se le habían alargado más de la cuenta y aunque le había dicho a Myoga que debía terminar la lección más temprano este día, el hombre, como cada vez que entraba en contacto con la música, se olvida de todo y de todos y le exigía hasta lo inimaginable. Y pobre de ella si osaba cortarlo en medio de sus soliloquios o de las tareas que le mandaba. Al final, había tenido que alegar un dolor en la muñeca derecha -tampoco había mentido mucho- para que la dejase marchar y Kagome había tenido que correr como una loca hasta la estación.
Todo el estrés y las prisas para para nada. Ella seguía llegando tarde, y su padre se cabrearía muchísimo.
Kagome tiró la lata de refresco ya vacía en la papelera que había a su lado mientras oía las quejas de los que le rodeaban. Se restregó la mano por los ojos, cansada y exasperada con el mundo, y casi se puso a llorar allí en medio como una niña pequeña cuando, minutos después, el pitido que anunciaba la llegada del tren se escuchó por todo el andén.
Gracias, gracias, gracias, susurró para sí misma, pasando a golpes y codazos, sintiendo los empujones de los demás cuando todos se apresuraron a subir al vagón. Tres minutos después, el vehículo se puso en marcha y como cada vez, Kagome pensó en una lata de sardinas, porque así es como se sentía ella entre tantos codos, rodillas y espaldas. Al menos había tenido suerte y le había tocado en una esquina y frente a ella había una colegiala que parecía perdida en sus pensamientos escuchando música desde sus auriculares.
El camino de media hora hasta la estación más cercana a su casa lo sintió como toda una vida y en el momento que, finalmente, pudo escapar de la muchedumbre -a empujones, codazos y sorteamientos-, soltó una risa de puro alivio al salir al aire libre, aunque no pudo regodearse mucho en la sensación de felicidad. El enorme reloj que había en el edificio que estaba frente por frente a la estación se burlaba de ella mostrándole los cuarenta y cinco minutos de retrasos que llevaba.
Agradeció profundamente su -nula- capacidad de recordar poner a cargar su móvil cada día porque ese era el motivo por el que su padre no le estaba acribillando a llamadas. ¿Lo malo? Que cuando llegara sería peor todo, mucho peor.
Apretando los dientes y conteniendo una maldición, apresuró el paso -prácticamente corriendo por medio de la calle- y en su cabeza no dejaba de pensar en cientos de escusas que podría decirle. Todas y cada una de ellas, estaba segura, no servirían para nada a la hora de la verdad, pero había que tener esperanza.
Ralentizó el paso conforme se iba acercando a la enorme casa de paredes blancas y fachada inmaculada en la que había crecido, y resolló en el umbral casi sin aliento, con las manos apoyadas en las rodillas e intentando normalizar la respiración.
La noche iba a ser un desastre, ya no solo por su maravillosa entrada, sino porque no quería imaginarse la pinta que debía tener después de media hora apretada en el vagón y la carrera que se había pegado.
Definitivamente, ese no era su día…
Mientras metía la llave en la cerradura, Kagome tragó saliva. Las manos le temblaban. Su corazón iba a mil por hora. Abrió la puerta lentamente y un inquietante silencio le dio la bienvenida. La joven por un par de segundos se quedó bajo el marco de madera, sin saber qué hacer o qué decir.
Entonces, escuchó unos pasos inconfundibles que se acercaban.
—Kagome— bramó su padre en un tono bajo, comedido, apareciendo por la puerta del salón.
—Hola, padre, lo siento, yo…
Él entrecerró los ojos y Kagome enmudeció súbitamente. Hablaremos después, decía perfectamente. Ahora, compórtate por una vez en tu vida y no me vuelvas a dejar en mal lugar.
La joven dejó la mochila a un lado y lo siguió por el pasillo cabizbaja. Entraron en el salón y Kagome escuchó el repiqueteo de unos tacones. Curiosa por saber de una vez quién era el misterioso invitado, alzó la mirada y se encontró con unos profundos ojos preciosamente enmarcados por una línea de rímel. La mujer, de la edad de su padre o un poco más joven y que iba elegantemente conjuntada, le sonrió con amabilidad.
Aunque Kagome no pudo apartar la mirada de ella por un par de segundos, de pronto, un movimiento por encima del hombro de la mujer llamó su atención, haciendo que su vista recayera en otra persona. Detrás de la desconocida -que se estaba acercando a ella-, sentado un poco de cualquier manera en uno de los elegantes sofás de cuero que su padre había traído de París, había un chico. Un chico, de más o menos su edad, con cabello largo y oscuro y mirada dorada, que se encontraba mirándola con atención.
Ella se quedó viéndolo de vuelta, sorprendida, curiosa, avergonzada…
Aquella fue la primera vez que se encontraron cara a cara… y ninguno de los dos fue consciente en ese momento del cambio brusco que estaba a punto de ocurrir en sus vidas.
