Capítulo 169. Poder ilimitado
Ni Ilión ni Alexer querían una batalla larga, por eso actuaron como actuaron.
El Señor del Invierno conjuró el Impacto Azul, descargando una esfera de energía, de la misma altura de un hombre, contra el enemigo. El trono de huesos se cristalizó al instante, alcanzando el cero absoluto. Quien allí se sentaba se vio cubierto por un ataúd de hielo del que no debería poder salir de ninguna forma.
—Si no puedo matarte, te sellaré por toda la eternidad, demonio.
—¿Por segunda vez?
La respuesta de Ilión vino desde todos los rincones de aquel espacio, tercer nivel de la Máquina de Rodas, infectado por el dunamis del dios del miedo. Solo entonces Alexer comprendió el gran error que había cometido desde un principio, cuando se sentó en el Trono de Hielo. ¡El lugar escogido por la Suma Sacerdotisa para esconder el ánfora de Atenea, fue empleado por las maquinaciones de quien allí se hallaba cautivo!
Huir fue una orden que recibieron todos los guerreros bajo el mando de Alexer. Este, además, dirigió una mirada a quienes había venido a proteger. Llegaron a tiempo de salvar a Julian Solo de las llamas, y ahora dos telquines se encargaban de cuidarlo, de nuevo armados con sus báculos. Puesto que los asientos que había antes en ese lugar, de la misma madera que los bastones, habían desaparecido, Alexer concluyó que estaban relacionados de algún modo. Así mismo, recordó los problemas que uno de los telquines había causado en Bluegrad. No debía subestimar a esos magos, ni a sus herramientas.
El tercer mago debía ser Damon, sin duda, pues sentía mucho poder en él, así como en la esfera que flotaba sobre su mano abierta, revelando todo un universo en miniatura junto a nueve esferas, las Otras Tierras. En qué concentraba sus fuerzas el Rey de la Magia, Alexer no podía saberlo. Sellar la conexión entre el universo y las Otras Tierras, tal vez. Detener lo que Ilión pensaba hacer, quizás, o puede que quisiera ir más lejos, purgarlo por completo de la Máquina de Rodas, con tal de conservarla.
Fuera como fuese, el último Señor del Invierno pronto debió pensar en sus propios problemas. Los cosmos de los guerreros azules y los fantasmas decrecieron de pronto hasta una décima parte, momento en el que los más débiles entre las fuerzas originales de Alexer empezaron a convulsionarse, muriendo antes incluso de caer al suelo. De las bocas de los cadáveres y de los vivos, guerreros de gran fuerza y fama que se encogían sosteniéndose un estómago que ardía como el infierno, surgió un humo negro. Corrientes de oscuridad nacieron de miles de gargantas, recorriendo el aire tóxico hasta Ilión, quien sonreía bajo el hielo irrompible. Todo había salido según sus deseos.
—Es cierto —habló la criatura de sombras, al tiempo que un nuevo cuerpo nacía desde la más profunda oscuridad, elevando su voz por sobre el sonido del hielo rompiéndose y los huesos creciendo bajo una piel invulnerable—. Sellar el ánfora de Atenea en el Trono de Hielo fue una estrategia brillante, sobre todo si además se impide a los Astra Planeta actuar en la Tierra —apuntilló, mirando por un momento a Julian Solo. La pupila seguía siendo violeta, pero ahora era un ojo humano, no un orbe de luz flotando entre tinieblas—. Hice que vierais al Rey de la Magia como un enemigo para llegar a este momento. El Trono de Hielo usado como arma, el ánfora de Atenea revelada. Ha sido muy fácil destaparla, llegados a este punto. Debo agradecer que la diosa de la guerra y la sabiduría no fuese la encargada de sellarme.
Ilión se alzó de aquel sitial de calaveras como un hombre, aunque estaba lejos de ser humano. La sonrisa, los ojos despiadados bajo el cabello plateado, eran los de Caronte de Plutón, el noveno astral, renacido. El trono tras de sí estalló en mil pedazos, miles de rodillas se clavaron en el suelo y hasta el propio Alexer trastrabilló, preso de un aura capaz de arrebatar la vida a todos los seres vivos. Una barrera equivalente a la que protegía el territorio Heinstein en la pasada Guerra Santa cubría ahora todo el tercer nivel de la Máquina de Rodas, por obra y gracia de su campeón.
Alexer se sobrepuso, sin embargo, generando por doce veces consecutivas el Impacto Azul. Una tras otra, las esferas golpearon al nuevo enemigo con el poder capaz de detener el movimiento atómico de cualquier cosa en el universo. Las explosiones eran destellantes, nocivas para la vista, pero si bien muchos miembros de su ejército apartaron la mirada, él no lo hizo, como tampoco lo hicieron Bor y otros tan tercos como él. Así evitaban guardar falsas esperanzas, así guardaban en sus retinas la odiosa visión de un ser en apariencia invencible, sobreviviendo indemne a tan tremenda sucesión de ataques. Al final, solo quedó una densa niebla de todo el cosmos desplegado, la cual se iba deshaciendo según avanzaba el astral.
Las botas de Caronte pisaron la tierra con un sonido metálico, revelando lo que la niebla apenas ocultaba. Alexer sintió un escalofrío. En la pasada guerra, el regente de Plutón había luchado desprotegido, y aun así había hecho gala de un poder sin igual, requiriéndose el cosmos de Atenea contenido en el Santuario para sellarlo. Ahora, el noveno astral iba cubierto por una armadura desde los pies a la cabeza, sin un solo palmo de piel revelándose a la luz del desagradable sol de aquel espacio. El yelmo solo dejaba ver los ojos, tan brillantes e inhumanos como los que ostentaba como Ilión. Los dedos eran ahora garras de tres articulaciones, acabadas en las más afiladas cuchillas. Todo ostentaba el mismo color, encarnación misma de la desesperanza, como una grieta en la más profunda oscuridad, o quizás lo único que merecía ser llamado oscuridad. Hechizado por ese terror primigenio, Alexer tardó en distinguir las líneas plateadas que, como las venas de un cuerpo humano, cruzaban el alba de Plutón.
—He regresado —anunció Caronte—. ¡Con todo mi poder!
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Algún tiempo antes, Baldr llegó a la Máquina de Rodas, siéndole sencillo llegar hasta el segundo nivel de aquel espacio henchido de poder. Allí, por un momento, se imaginó luchando de nuevo con la legión de Leteo, pues incontables fantasmas de la antigua raza de los Mu giraban por el cielo, en torno al círculo en el que podía contemplarse al rey Alexer encarando al demonio que había traído la ruina a Bluegrad. Ilión, al parecer.
Ninguno de los Mu lo atacó, y aun así, Baldr no sintió deseos de ascender al tercer nivel. Se adentró en la réplica de Bluegrad, sintiendo el magnífico cosmos detrás de su construcción, así como la magia que le servía de base, con cada paso que daba.
—¿No piensas ayudarles? —dijo una voz, la voz de Bluegrad. Femenina, sin duda, aunque distinta a cualquiera que Baldr hubiese escuchado antes. No era como la de Katyusha, impredecible y a veces iracunda, como una tempestad, sino de una serenidad indiferente a cualquier emoción humana, semejante a un páramo cubierto de nieve tras una tormenta. Sí, en verdad sobrehumana, divina.
—Yo no he venido aquí a luchar —aclaró Baldr, sonriendo ante tal ironía. Todavía sostenía la espada Balmung por sobre esas calles de brillante azul, las cuales iban a juego con los zafiros que orbitaban tras su cabeza—. Cuando este asunto de la Tierra termine, regresaré a mi mundo. Los míos ya deben de haberlo hecho.
—Suelta esa espada, si no vas a usarla.
—¿Quieres mi tesoro, diosa?
—No soy digna.
—¿Y yo lo soy?
—Sí, eres de la sangre de Bolverk, primer rey de Bluegrad.
—Vaya, sí que era libertina la familia real de Midgard.
Baldr rio, sin dejar de andar. No tendría que sorprenderle tanto que hubiera una gota de sangre real en él como que aquel ser de voz femenina conociese todo el árbol familiar de los reyes de Midgard, incluyendo a los bastardos. ¿Era posible que el Trono de Hielo no solo hubiese acogido el cosmos de los guerreros azules, sino también el de los Lores de Midgard? No debería, durante siglos, las dos líneas familiares en que se dividió la descendencia de Bolverk estuvieron separadas, no por un océano, sino por el tiempo y el espacio. Cada una creció en un mundo diferente, sin ninguna conexión.
—Siempre la hubo —corrigió la voz de Bluegrad—. Solo que era muy débil.
—Lo seguirá siendo, diosa —insistió un impaciente Baldr—. Folkell se casará con Katyusha, mas como un hombre más de este planeta. Nada atará a Asgard y la Tierra.
—¿Es una propuesta?
—Puede.
El azar quiso que los andares de Baldr lo llevaran al centro de la ciudad, donde la encarnación de Bluegrad, o más bien, del cosmos contenido en el Trono de Hielo, se manifestó en forma de una esbelta mujer de cabellos claros. Una corona de laurel azulada ceñía su cabeza, por sobre unos ojos de pupilas rojas como la sangre, mas carentes de ningún instinto asesino. Baldr no pudo sino contemplar, enmudecido, aquel dominio absoluto de las emociones, el perfecto opuesto de un berserker.
—¿Qué esperas obtener de esto? —cuestionó la de ojos rojos. La túnica blanca que vestía era en verdad la de una diosa, pero ella no lo era.
—Un rey necesita una reina —advirtió Baldr, caminando hacia ella.
—Ni tú eres un rey, ni yo soy una reina.
—Entonces, ¿qué somos?
—Sombras.
—¿A la luz de quienes?
Ya frente a aquella mujer, Baldr tendió su mano. Había ido a la Tierra para este momento, eso lo tenía claro. Cualquier molestia que le supusiera la victoria de Folkell sobre él se extinguió por completo, quedando solo un resquicio de alegría porque el único hombre que pudo llamar amigo alcanzara la felicidad, así fuera una tan mansa.
—Tú eres la sombra de tu hermano, yo soy la sombra del Trono de Hielo. Tu verdadero yo murió por tu propia mano, mi verdadero yo yace en el río de las lamentaciones, aun si nada lamenta, aun si volvería a cometer los mismos errores, como tú volverías a cometer fratricidio. Somos el hilo que une el pasado con el futuro. Midgard con Asgard, la primera portadora de Acuario con quienes le sucedieron.
—No lo dices con desprecio.
—Tampoco con alegría.
—Porque todavía no me has dado la oportunidad de demostrártelo. No somos sombras, ni luces, sino seres humanos, capaces de brillar como un sol para todo un pueblo.
Como para dar fe de sus palabras, se cubrió de un cosmos tan rojo como los ojos de aquella mujer. Grande, enorme, el aura pareció hacer temblar la ciudad entera, pero era otra la fuerza responsable del cataclismo. Arriba, en el cielo sobre las cabezas de ambos, Caronte era cubierto por el alba de Plutón, condenando a una muerte inminente a toda la Máquina de Rodas. Los Mu, pese a sus números, se sobrecogieron de dolor. Lloraron con amargura su suerte, sin dejar de volar en torno a aquel círculo de imágenes desgarradoras, como almas mortales arrastradas por los ríos del infierno. En comparación a aquello, el gesto de Baldr parecía ridículo, pero él no dejó de arrojar sobre la Ciudad Azul la luz sanguinolenta de su aura, de encender con los fuegos de Muspelheim los hielos de Niflheim. Esa era su manera de unir las líneas familiares.
—Tus palabras no cambiarán nada —insistió la de ojos rojos, sin la menor muestra de asombro—. Sombras somos, sombras seremos por siempre.
—Que sean mis actos los que cambien eso —clamó Baldr, cuyo cosmos llegó hasta el círculo en el firmamento como el pilar que une el cielo y la tierra—. Abandonemos nuestros nombres de sombras y empecemos una vida nueva. ¡No seré más Baldr de Alcor, idéntico en cuerpo a Baldr de Mizar, mas no en alma, no en determinación! ¡Conóceme como Drbal, Sumo Sacerdote de Asgard, hijo del pasado, señor del futuro!
Todavía sin impresionarse, la encarnación del Trono de Hielo se animó a tomar la mano que Baldr le tendía. Clavó en ella sus ojos, mientras todo temblaba, abocándose a la destrucción más absoluta. Tras estudiarlos por un minuto, dijo:
—En verdad, tu alma no debería ser llamada como Baldr, dios de la luz. Por tu ambición y astucia, el nombre que mereces es el de Loki, dios del engaño.
—Sé mi Sigyn, entonces, para poder acompañarme en mis triunfos y derrotas.
Tal propuesta no pudo ser respondida. Las calaveras de incontables muertos decoraron los cielos del segundo nivel de la Máquina de Rodas. Uno tras otro, los Mu caían muertos sin oponer resistencia, deshaciéndose las túnicas y quebrándose las máscaras.
Baldr echó un vistazo al punto en el firmamento en el que su cosmos abrió una brecha. Los siete zafiros y Balmung anhelaban dirigirse allí, él dudaba.
El poder que lo esperaba estaba más allá de toda razón.
—Un rey necesita a una reina —comentó la mujer a la que había decidido llamar Sigyn. No le había soltado la mano—. Ambos necesitan un reino para ostentar tal título. No habrá Reino de Asgard si Caronte de Plutón puede acceder a tu mundo.
—¿Y tú? —preguntó Baldr. El cosmos del Sumo Sacerdote los cubría a ambos, los dos iban a ir a una muerte segura—. ¿Qué esperas obtener de esto?
—Sneyder será el último santo de Acuario. Mi tarea en este planeta ha concluido. Aun si soy solo una sombra de lo que fui, deseo ver el mundo que Pirra creó para mí.
—Pirra, no la señora Pirra, ni Atenea. Solo Pirra. Serás una compañera interesante.
Los dos se miraron un instante. Después, Sigyn fue la primera en desaparecer, como un dragón de puro hielo recorriendo en espiral la columna del más ardiente fuego. Había escuchado un llamado que no podía desoír por ninguna razón. La ciudad bajo los pies del Sumo Sacerdote empezó a difuminarse, el poder empleado para crearla volvía al último Señor del Invierno, para la batalla definitiva.
—Interesante, orgullosa e indomable —alabó Baldr—. Era a ti a quien buscaba.
El Sumo Sacerdote no tardó mucho en abandonar el segundo nivel de la Máquina de Rodas. Para entonces, la mitad de los Mu ya había muerto.
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Mientras aquellos dos guerreros, quizá los más grandes en la historia milenaria de Midgard y Bluegrad, sellaban un pacto decisivo, Alexer enfrentaba lo imbatible.
Elevando el puño a los cielos, llenos de imágenes de los cráneos de su gente, a buen seguro dañadas por aquel demonio insaciable, Alexer conjuró una versión titánica del Impacto Azul. Cien veces más grande, la esfera destellaba como una estrella frente a la cual los doce ataques previos apenas se le antojaban cerillos. Sin dudar un solo instante, el rey de Bluegrad hizo descender tamaña hecatombe sobre el enemigo del mundo. Damon se había encargado de alejar al ejército del peligro, teletransportándolo.
Caronte detuvo el avance del Gran Impacto Azul con un solo dedo. Acto seguido, empero, los dos metros y medio que representaba una vez vestida el alba de Plutón, más un nuevo cuerpo que una simple armadura, se cubrió de una gruesa capa de hielo.
—Necesitarás una temperatura inferior —dijo Caronte, destacando la voz por sobre el hielo estallando—. Infinitamente inferior, para congelar el alba de Plutón.
Lejos de desfallecer, Alexer aplicó sobre el Gran Impulso Azul todo lo que sabía de telequinesis. La esfera fue impulsada con tal brío que Caronte optó por destruirla con un movimiento superlumínico que no tomó desprevenido a Alexer. Estaba abierto al Octavo Sentido y también él podía trascender la velocidad de la luz. Incontables rayos surgieron desde el Gran Impulso Azul, perdiendo una fracción de su energía a cambio de alcanzar al enemigo por todos los ángulos posibles en busca de un punto débil.
Uno tras otro, aquellos ataques destructores de toda materia y finos como agujas chocaron contra cada milímetro del cuerpo inmenso del enemigo, sin llegar a alcanzar su piel. En ese punto Alexer descubrió que ni tan siquiera los ojos de Caronte estaban desprotegidos. Y eso no era en lo único que superaba a las armaduras que Alexer conocía: todas ellas, sin riesgo de equivocación, tenían un punto de rotura.
El alba de Plutón no tenía ninguno. Ni un solo palmo de esta quedó sin ser golpeado para cuando su portador, despreocupado, partió con sus garras el Gran Impulso Azul.
La energía ni siquiera explotó. Fue borrada, sin más. Eliminada de la existencia.
—No soy el mismo que luchó en la guerra entre el Hades y la Tierra —aseveró Caronte. Avanzando a paso lento—. Tampoco soy ese ser al que Damon podía destruir con un solo pensamiento —añadió, exponiendo los intentos del Rey de la Magia por alterar la sustancia que conformaba el alba de Plutón. En todo momento, Damon trataba de transmutarla, manipulando las partículas que la conformaban, sin éxito—. Ilión es mi recuerdo, una copia de las memorias de Plutón, en el fondo de un sinfín de temores humanos. Yo poseo las memorias, el alba y la Esfera de Plutón, ¿sigues creyendo tener alguna posibilidad, rey de Bluegrad? Si te retiras, puede que perdone a tu ciudad.
—Si no destruyes el Trono de Hielo, no podrás salir de aquí —decidió Alexer—. El ánfora de Atenea ha sido abierta en este lugar donde reina el olvido, eso no tiene por qué significar que esté abierta en el mundo de los hombres, el mundo de los recuerdos.
—Aquí no reina el olvido, sino el miedo, el caos.
—Ya mi pueblo despojó tus memorias de un caparazón. ¡Yo lo haré de nuevo!
La carga del rey ya había iniciado cuando terminó de hablar. Si no le era posible congelar los átomos que conformaban el alba de Plutón, los destruiría. Con esa determinación golpeó el peto de Caronte con todas sus fuerzas, hiriéndose a sí mismo.
Miró con asombro el puño sangrante sobre el irrompible metal, pero acertó a dar un salto hacia atrás para esquivar el contraataque, movido por instinto. Con todo, debió generar una barrera frente a su yugular para que las garras de Caronte no lo decapitaran. Gracias a esta tuvo tiempo de teletransportarse a la espalda del enemigo, pero ni tan siquiera pudo pensar una nueva táctica antes de que las garras de Caronte volvieran a caer sobre su cuello. Una vez más, se vio obligado a desaparecer y aparecer en otro lugar, cediendo terreno. Todo lo contrario a lo que debería hacer.
No alzó ilusiones, estas no servirían con quien jugó el papel de ilusionista por tanto tiempo. No persistió en congelarlo, pues el alba de Plutón estaba más allá de toda alteración. No se decidió por simples golpes, pues estaba claro que el poder bruto no bastaba. Descartó cada truco con el que contaba hasta percibir un cambio en el tercer nivel de la Máquina de Rodas. La fuerza que se estaba apoderando de ella, tan desagradable para el espíritu de los hombres, se retiraba merced de una voluntad ajena al miedo. Alexer tomó aquello como una buena señal, y antes de encontrar una mejor solución para el combate, placó de nuevo a Caronte de Plutón.
En lugar de intentar destruir el alba con un golpe decisivo, optó por acumular daño, sabiéndose sonreído por la suerte. De repente, el azar, la probabilidad y hasta las leyes que regían ese espacio se pusieron en contra de Caronte, lo que permitía a Alexer atacar y distanciarse sin recibir daños. Creó portales para alargar y desviar la distancia en momentos cruciales, construyó barreras para bloquear por un instante fugaz aquellas garras y poder ejecutar más de un golpe, formó barras de energía y gruesas capas de hielo para limitar los movimientos del enemigo un poco, solo un poco… Hasta que al fin sintió un crujido, el de su propia armadura desgarrada, a la altura del abdomen.
—El que nace mortal, debe quedarse como mortal —sentenció Caronte, barriendo con una onda de choque tanto las veinticuatro lanzas de hielo formadas alrededor de él como a quien las conjuró. Alexer fue empujado hasta los pies de Damon, quien se ocupaba de defender, junto a Oribarkon y Calcón, a Julian Solo de cualquier percance—. Tu magia no hará que tu campeón deje de ser débil, Rey de la Magia.
—No es mi campeón —repuso Damon—. Es el hombre que sobrevivió a tu ataque.
Alexer solo oía a medias cuanto decían aquellos dos. El dolor lacerante en el estómago le recorría todo el cuerpo, inundándole los oídos de un desagradable zumbido. Se trató de levantar, no obstante, y tras una visión borrosa, contempló estelas de luz cayendo sobre Caronte. El ejército del rey tratando de frenar al invasor.
—¡No! —quiso gritar a Alexer.
Fantasmas y guerreros azules acometieron contra el enemigo, bajo la máxima de que la suma de tantas fuerzas sería devastadora hasta para alguien como él. Pero lo poderoso que fuera el ejército en conjunto poco importaba. Muchos habían caído después de que Caronte se liberara a sí mismo del Trono de Hielo y los supervivientes solo poseían la décima parte de su poder. Caronte, además, ni siquiera necesitaba tocarlos para matarlos de grupo en grupo. Aquellos guerreros que ni siquiera dominaban el Séptimo Sentido parecían colapsar sobre sí mismos ante la sola presencia del alba de Plutón.
Cientos murieron, miles prefirieron acumular fuerzas en la retaguardia, a lo que Caronte, sabedor de las numerosas técnicas que tamaño ejército podría dominar, generó un centenar de brazos oscuros, terminados también en garras demoníacas. En conjunción, el ejército tal vez habría podido bloquearlos, pero cada que un guerrero azul era tocado por la oscuridad, se vaporizaba sin poder siquiera gritar; cada que un fantasma trataba de golpear aquellas tinieblas solidificadas, alma y carne se separaban, solo para ser ambas incineradas por un fuego semejante a las Llamas del Purgatorio.
La furia dio a Alexer las fuerzas que necesitaba para levantarse, pero no sintió que pudiera llegar hasta Caronte antes de que todo su ejército fuera diezmado. Alzó montañas de hielo alrededor del enemigo, dando tiempo para la retirada a sus hombres, pagando la deuda que había contraído con ellos. Acto seguido, creó cien manos de energía glacial antes de que las montañas se derrumbaran por el mero paso de Hekatonkheires, la técnica de Caronte, para repelerla.
Se inició así, en la distancia que separaba al rey de Bluegrad y el invasor, un sinfín de golpes y contragolpes a velocidad imposible. El espacio-tiempo no tardó en distorsionarse por la fuerza desplegada, generando un agujero negro que pronto los alcanzó a ambos, llevándolos a algún punto del infinito.
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Alexer no tardó en oír la voz de Damon, avisándole de que había cerrado la grieta en el tejido dimensional y que seguían hallándose en la Máquina de Rodas. Sintió alivio solo el tiempo que tardó en ver a Caronte enfrente de él. Hekatonkheires seguía activa. Solo una quinta parte de los brazos había sido destruida y ya se estaban reparando, por no hablar de los dos que recubría el alba de Plutón, letales como siempre.
Tomó distancia, sabiendo que en el cuerpo a cuerpo no tendría ninguna posibilidad. Descargó hasta cien veces el Impulso Azul para ello, reservando buena parte de sus fuerzas para una nueva jugada. En la lejanía, una nova capaz de arrasar ejércitos enteros llenaba el punto donde estuvo Caronte de Plutón, pero no se engañaba, ese ser seguía vivo. Alzó los puños, llenos de cosmos, voluntad y desafío hacia las leyes del mundo.
—Te haré conocer una temperatura en la que ni siquiera el fuego de tu existencia inmortal podrá arder —clamó Alexer, alzando ambos puños hacia un cielo tan negro como cualquier punto en ese infinito. Dos estrellas se formaron allí, a partir de su cosmos, el Doble Gran Impacto Azul. El rey de Bluegrad concentró todo el poder de su mente para hacer que las dos esferas colisionaran allá donde localizaba a Caronte.
Vio las estrellas chocar, percibió la temperatura descender hasta el cero Absoluto. Más allá, incluso, pues la materia del cielo obedecía reglas ajenas al universo conocido por los hombres. El noveno astral se resistió, desde luego, pero fue ese el momento escogido por Damon para intervenir, incrementando la presión sobre Hekatonkheires hasta que los brazos se retorcieron sobre sí mismos, desapareciendo enseguida. Una vez cayó aquel obstáculo, las estrellas se fundieron, consumiéndolo todo.
La explosión resultante le obligó a cerrar los ojos.
Cuando los abrió, Caronte de Plutón estaba enfrente de él.
—Insuficiente —afirmó el noveno astral, apenas cubierto de escarcha.
Después le encajó un puñetazo en el rostro, reventándole el casco junto a un ojo. Tuerto, Alexer fue empujado a través de una distancia increíble, sin poder reaccionar.
Caronte le siguió el paso, quizá frustrado por saberlo vivo. La presencia del noveno astral era tan terrible, que Alexer fue más consciente que nunca cuando lo tuvo cerca, corriendo sobre la nada mientras él caía sin remedio. El rey de Bluegrad habría debido huir entonces, por supuesto, pero se negaba a ello. Estabilizándose en el vacío, giró sobre sí mismo y encajó una patada directa a la cabeza de Caronte. La bota estalló en mil pedazos, el pie se dobló lleno de quemaduras y Alexer mordió sus labios, callando el dolor, para ejecutar un rodillazo en el peto de Plutón.
El resultado fue el mismo. Alexer ponía en cada golpe toda la fuerza que poseía, excediendo incluso lo que su cuerpo podía aguantar. Vendía su vida a cambio de una posibilidad de victoria, por pequeña que fuera.
—Eres igual que Bolverk —sentenció Caronte, cuando ya no había más que pedazos de armadura cubriendo el malherido y ensangrentado cuerpo del rey Alexer.
Acto seguido, el noveno astral cerró el puño y golpeó.
Notas del autor:
Ulti_SG. ¿Qué hiciste Hipólita? ¡No me dejes sin lectores?
Por suerte, la maldición de olvidarse de Ofión ya no está entre nosotros. Así es, los jefes enormes siempre impresionan. ¿Verdad, Abominación de Leteo y Titán? Bía es bastante fuerte, sí, pese a que en un inicio quería que los ángeles fueran guerreros sagrados del nivel de los santos de oro, en lugar de los monstruos a prueba de protagonistas del Tenkai Hen Overture, al final la historia se me rebeló, como tantas otras veces. (No ayuda que escogiera darles los nombres de los hermanos de Niké.).
Es complicado hacer pelear a Shizuma de Piscis, está más rota que Cid en FFT y que Caballeros de la Mesa Redonda en FFVII. (Podemos verlo, por ejemplo, cuando derrota a Ker durante la guerra entre vivos y muertos.). Pero si algo nos enseñó Dragon Ball (el shonen en general) es que siempre hay un rival más duro.
¡Menudo grupo se ha formado! ¿Podrán con este enorme enemigo?
No voy a discutir que, ya sea porque no se lo plantean, ya porque siempre pasa algo, como que huyo de la Exclamación de Atenea en la historia. Oh, la palabra inmune, todos los que jugamos algún JRPG la hemos visto. Tantas magias de estado solo para que en las batallas en las que de verdad las necesitamos no sirvan para nada. Bien, en este caso ha ayudado a ahorrarme una denuncia por copyright de Pixar. ¡Algo es algo! Dijo un calvo al ver un peine sin dientes. Lo que Shizuma pretendía hacerle a Bía es algo parecido a lo que el oficial Schrödinger le hizo a Alucard en Hellsing.
Makoto Vs Christ de la Cruz del Sur es la batalla de esta historia que hace honor a la velocidad de la luz… ¡Y ninguno de los contendientes la alcanzaba entonces!
¡Pobre Shizuma, ella hace su mejor esfuerzo! Solo que, como dije, Bía está rota.
Me gustan mucho Poseidón y el ejército del mar, en tanto he repartido mucho el protagonismo, no sé si he podido darles el lugar que merecen, pero Sorrento tenía que ser parte de la nota final de esto. (¿Lo pillan? Nota final, porque Sorrento es músico. Ya, me voy al rincón de pensar.). Sí, es gracias a Shizuma que Sorrento puede alcanzar ese estado. Dione es una diosa, menor, pero diosa, por eso sigue viva. La forma más sencilla que se me ocurre de explicarlo es que Shizuma esperaba que Bía se dispersara, pero Bía decidió unirse a ella, lo que obligó a Ofión a destruir el medio mediante el cual Shizuma puede ir y venir de ese estado especial, que es la máscara. Como dices, si hay o no drama entre esos dos, parece que por el momento queda pendiente.
Se ve que Zelo ha descuidado su entrenamiento de tanto tiempo que lleva en la Esfera de Júpiter. Es como Gohan, pero con ninfas y ambrosía en vez de familia y trabajo.
Si algo nos enseño Saint Seiya es que el trabajo en equipo hace milagros. Al menos en el lado de los buenos. Puedo decir que no, Zelo no murió, a diferencia de June. Con su caída, de los llamados santos de bronce secundarios de la historia original (por no ser parte del quinteto protagonista), ya solo queda Ban.
Gestahl Noah es el típico pirata que no puede esperar a que la serie llegue a su país y se cuelga del streaming para… Espera, ¿qué es eso que va a caer sobre mi casa, meteoritos? Quién nos iba a decir hace ciento veinte capítulos que Hipólita tendría en tanta estima a nuestra, ya muerta, protagonista.
Se me ocurren algunas razones por las que Hipólita pudo no haber ido a por Lesath (por ejemplo, que no se crea que él fue quien la mató), pero la realidad es que es un error de mi parte. Tenía tan claro que Lesath no era el verdadero asesino, que quizá no hice que las partes interesadas lo vieran como tal, salvo por Akasha, que ya sabemos qué le hizo. ¡Prepárate Gestahl Noah, te van a cerrar Cuevana para siempre!
Fobos no podría ser más malo ni volviendo a salir en La Leyenda.
Esta es otra de esas veces en la que la historia se me rebela. No estaba previsto que a Akasha y Azrael les uniera algo más que una relación, afectuosa eso sí, de ama y sirviente. Pero mis personajes cobraron vida propia y yo me dejé llevar por ellos. Sobre esto, solo me resta decir que me siento muy agradecido del efecto que esta escena, y en general, esta relación, ha tenido en ti como lectora. ¡Cero arrepentimientos!
Desde luego que los eventos en Marte son para que se te rompa la cabeza incluso si los has vivido, pero si solo ves el final. (¡Nunca empiecen la historia por el final.)
Por distintas razones, pareciera que tanto Lucile como Sneyder están acabados.
Pues noto un poco de odio hacia Hipólita… ¡Es broma! Qué curioso que con tanto villano que tiene esta historia sea Arthur de Libra quien se ganara tu odio, pero no puedo decir que me pille de sorpresa. ¿Ya ven, Caronte de Plutón, Gestahl Noah y dios sin nombre? Ninguno se ganó una mención en esto, no juegan en la liga de Fobos y… ¿Aqueronte? Sí que llegó alto el dios del dolor, yo creo que nadie saldrá de leer esta historia sin recordar el nombre de ese río del Hades y relacionarlo con pesadez.
Es difícil de creer, para cualquiera que conociese a Akasha y Azrael, que algo como lo que cuenta Arthur sucedería. Es lo que hace terrible lo que sucedió, e imagino que es lo que hace que sea a Arthur a quien odies y no a Fobos, que preparó todo, y Sneyder, que habría terminado de matar a Akasha de haber podido. En efecto, esa es la razón por la que Shaula guarda silencio, lo que no impide que alguien tan fijado como Hugin note en Akasha efectos que cabe esperar en los guerreros del hielo.
Ya habíamos tenido un adelanto de las otras versiones de Azrael en el capítulo psicodélico del bosque, durante el arco 3, pero antes de la guerra.
Por si eran pocas las sorpresas, ¡apareció Deimos con una oferta astronómica!
Es una buena comparación. Un período de pruebas para el futuro Azrael de Marte.
Bravo por Mithos, que logró que Sneyder acompañe a la fiesta, digo party, digo grupo.
Pues Lucile lo invocó con su prodigiosa voz… ¡No preguntes, solo gózalo! Hay tan poco sobre Ban que creo que nadie podría decir si apoyaría, o no, un plan como este. Imagino que sobre Shun habría más debate por ser del quinteto protagonista.
Primero…
La única batalla corta de esta historia es la de Makoto y Christ.
Tres doritos después…
Azrael VS Zelo.
Azrael ha regresado. Y de qué manera.
Se derramará sangre. ¿Cuánta? Solo leyendo los próximos capítulos lo podrás saber.
Hacer sentir algo a la gente cuando te lee ya es un logro. Que además sea tan intenso hace que sienta que valió la pena escribir esto. ¡Muchas gracias!
Ojo, ojito, este no es un buen capítulo, ni un gran capítulo, ni capítulo excelente…
¡Es un excelentísimo capítulo, señores, ojo al dato que la diferencia importa!
