Capítulo 14. El postulado Ackerman
—¿Puedo llevarme una? —preguntó Levi, tratando de deslindarse de la vergüenza que debería sentirse obligado a manifestar.
Estaba moviendo los dedos encima de la superficie de madera. El repiqueteo comenzó a ser molesto para mis oídos.
La ridiculez de su interrogante transigió más allá de la poca paciencia que aún habitaba dentro de mí. Se volvió como agua cayendo a cuentagotas desde un recipiente con un orificio que no es perceptible a simple vista: tarde o temprano terminaría por vaciarse. ¿De verdad era la mejor manera que había encontrado para iniciar una conversación?
—¿Es en serio? ¿No tienes algo más que agregar?
Como nota mental fijé el recordatorio de seguir luchando con la tendencia a esperar que los demás actuaran de acuerdo con mis estatutos, simplemente perjudicaba mis emociones.
Me observó con reticencia, bajó la mirada y lo vi anclarse a sus reflexiones, mas no me dio la impresión de que fuera por nerviosismo. En vez de eso, llegué a pensar que detrás de aquella fachada de melancolía estaba pensando en utilizar su lengua como una espada filosa para causarme daño con sus estocadas. Resultaba irónico que yo me sintiera tentada a desenvainarla con el fin de clavársela justo en medio de las cejas, en el sitio donde los bordes se veían más pronunciados. Tal vez así podría lograr que su cara se transformase en una menos apática.
—¿Qué quieres que te diga? —habló con voz impostada.
El menosprecio que se oculta detrás de la máscara del desentendimiento ha sido una actitud detestable a mis ojos desde tiempos inmemorables. Complicaba darle un final digno de honra a cualquier asunto y me sacaba de mis casillas a una velocidad similar a la que viaja la luz.
—No se trata de lo que yo quiera escuchar, Levi —respondí. Entrecerré los ojos para indicarle que no me encontraba particularmente satisfecha con sus acciones anteriores. Iba a darle rienda suelta al impulso de confrontarlo—. O sea, te comportas como un cretino delante de mi amigo, me mientes con lo de Hange, te atreves a amenazarme, ¿y encima de todo crees que te voy a premiar reglándote una de mis preciadas barras? Eres increíble.
Me apresuré para cerrar la puerta detrás de mí, solo que no me lo permitió. Aplicó una fuerza en sentido contrario, de modo que se mantuvo estática. Al pensar en ese fenómeno, me acordé de la única clase de Física en la que no me hallaba en uno de esos estados de desconexión de la realidad.
Para mi fortuna, Levi no alcanzó a meter el pie debido al reducido espacio, así que forcejeamos por unos segundos en los que me sentí poderosa debido a la energía inspiradora. Estaba decidida a no permitirle la entrada a mi habitación, hasta que fui cediendo de mi agarre paulatinamente debido al dolor que se depositó sobre mis hombros.
Puesto que la isla de los recuerdos había sufrido un colapso debido a la imprudencia de Colt al hacer mención de aquel infame nombre, me fue imposible eludir el paralelismo que se formó luego de un evento al que ya no podía considerar "esporádico".
Tres repeticiones del mismo suceso se consideraban un número aceptable para establecer un patrón. El que comenzaba a cobrar forma era totalmente opuesto al que yo me había acostumbrado a protagonizar ya que a Levi no tenía que andar siguiéndolo, porque en el fondo no le costaba reconocer sus errores y esta era su forma de hacérmelo saber. Tal comportamiento le ayudó a ganar un punto de acuerdo con la evaluación a la que lo sometía constantemente con el fin de comprenderlo.
Me coloqué de espaldas en búsqueda del impulso necesario para dar un empujón efectivo que lo aturdiera, empero, mi fuerza resultó insuficiente comparada con la suya. Ya había visto una demostración de esta con anterioridad y todavía me costaba digerirlo.
El único motivo por el que continuaba peleando fue que mi orgullo se había visto gravemente lastimado por la dureza de sus expresiones y lo insulso de su petición. No quería quedar como tonta delante de él, aceptando cualquier dicho que saliera de su boca sin detenerme a meditar.
—Dime qué se te ofrece, además de querer usurpar mi despensa —bufé al percibir mis dedos punzando por el agarre excesivo al que los estaba sometiendo. Mis brazos temblaban por el cúmulo de potencia que estaba empleando.
—La segunda caja no te costó nada. —Se apresuró a sacar conclusiones que captaron mi atención, aún en contra de mi voluntad.
¿Sugería que porque no invertí un solo peso en ella debería replantearme la idea de entregársela sin más ni menos? Tal vez en lugar de gastar su valioso tiempo interrumpiendo conversaciones ajenas (como yo lo hice alguna vez) tendría que replantearse su modelo de consumo y no esperar que los demás subsanáramos sus descuidos.
—¿Cómo lo sabes? Saliste huyendo de la tienda, dejándonos a todos atrás.
Pensaba que era un inmaduro por sacarle la vuelta a Erwin, no obstante, también reconocía que fue lo mejor que pudo haber hecho para evitar inmiscuirse en un altercado. Entonces, ¿por qué no había actuado de la misma manera conmigo? ¿Por qué no simplemente me ignora y continúa con sus asuntos?
—Leí los carteles —explicó. Quedar como tonta no era una opción, sino una necesidad inherente a mi persona. ¿De dónde había salido esa pregunta tan estúpida?
—Ya. —Me llevé la mano a la frente, con pesadumbre—. ¿Sabes algo? Si fueras más amable conmigo, no tendría reparo en regalarte no solo una, sino la caja entera como muestra de mi gratitud. Sin embargo, puesto que no has hecho méritos para ganártela, sugiero que vuelvas a tu habitación antes de que mi paciencia se agote por completo y decida echarte a patadas —sentencié.
No contaba con los recursos necesarios para llevar a cabo tal actividad, únicamente me estaba hartando de no avanzar en el proceso del entendimiento.
Me daba la impresión de que nos habíamos sumergido en un contenedor de desechos tóxicos, de esos cuyos efectos colaterales se remontaban a la modificación del ADN, al puro estilo de una película protagonizada por individuos que obtienen superpoderes. Pero la simple idea que a partir del incidente tuviéramos la intención de emplearlos con el fin de salvar la ciudad y limpiar las calles de malhechores, me parecía inaudita. En vez de ello, los usaríamos para destruirnos el uno al otro. Qué desperdicio.
—¿Acaso soy un perro para que me trates de ese modo? —inquirió con molestia. Seguro que no esperaba ese tipo de comentarios de parte mía. De hecho, yo también quedé con una sensación extraña en mi paladar después de emitir aquellas palabras.
Retrocedí cuando percibí que se enderezaba en posición de guardia, cerrando los puños y tensando las muñecas.
—En ningún momento me referí a ti de ese modo —aclaré. Temí por mi vida y comencé a ponerme nerviosa, pero me mantuve firme en mi posición de echarle sus errores en cara. A medida que pasaba el tiempo, más difícil resultaba negar lo indiscutible—. Y qué curioso que lo diga el que literalmente me empujó a través de la puerta para que saliera de su habitación cuando solo pretendía echarle una mano con algunas tareas.
Se me vino a la mente una ocasión que no había alcanzado a clasificar como «digna de ser olvidada», puesto que me encontraba de genio apacible, lo cual contribuyó a que no le guardase cierto rencor plenamente justificado.
Él se había vuelto un experto en convencerme de desistir de la negativa a escucharlo, o por lo menos, nublaba mi juicio para condicionarme a razonar basándome en el suyo.
Por más que aparentara resistencia, deseaba prestarle atención. No, en realidad lo ansiaba… Con todo mi ser. Quizá sea otro efecto del gusto que he encontrado a perderme en su mirada misteriosa y prudente.
—Lo de echarte al río… —hizo una pausa prolongada que acrecentó mi deseo de escucharlo—. No lo dije en serio.
Puede que sea orgullosa y testaruda, pero también sabía que todos tenemos derecho a explicar nuestra versión de la historia y, para ser sincera, ya me estaba cansando de odiarlo.
Muy en el fondo consideré que debía interpretarlo como un intento de disculpa, me pareció honesto en su totalidad. Atisbé en sus preciosos ojos grises que se movían de un lado al otro, evitándome, y casi sentí que podía leer a través de ellos, que me estaría mintiendo a mí misma al decidir no confiar en él.
No cabe duda que el efecto del coraje ya no tenía las mismas consecuencias de antaño. Debe ser porque inconscientemente agregué unas cuantas enmiendas al «Postulado Ackerman», el cual se había comenzado a escribir desde el momento en que lo vi por primera vez.
—Qué consuelo —rechisté poniendo los ojos en blanco e imitando el sonido que realizaba con la lengua—. Entonces, ¿todo lo demás sí lo fue?
Me acomodé con los brazos cruzados. A pesar del esfuerzo por permanecer sosegado, me atrevería a decir que se estaba debatiendo entre la idea de aprovechar la oportunidad de aclarar los asuntos o dejarlos sin resolver. Si estaba en lo correcto, tendría que documentar aquel suceso para la posteridad.
¿Acaso estaba a punto de presenciar señales de un mínimo ápice de culpa? Lo creía imposible. ¿Por qué se sentiría culpable de herir mis sentimientos? Al fin y al cabo, yo no significaba lo mismo que él para mí y era comprensible. No obstante, saber la verdad no contribuyó a minimizar los efectos de la aflicción que atormentaba a mis sentimientos.
¿Aquella incomodidad en su rostro se debía a la impotencia a la que se enfrentaba al dar a conocer sus verdaderas intenciones? Dadas las circunstancias, esta opción me parecía la más viable.
—¿Qué es exactamente «todo lo demás»? —indagó con cierto interés.
A estas alturas, ya había asumido que se daría la vuelta y me dejaría hablando sola. Me equivoqué.
—Pues… Tú sabes —dije con voz trémula. Me costaba coordinar una respuesta idónea—. Eso que comenzó la discusión hace rato. ¿Qué ya no te acuerdas? —Alcé una ceja, incrédula ante su falta de memoria a corto plazo, la cual me parecía otra forma de evadir la realidad.
—Permíteme hacer hincapié en una pequeña observación que anteriormente ya le había hecho a Erwin. —Se acomodó para parecer seguro de sí mismo y me sorprendí de la formalidad espontánea que emitía su tono de voz—. No soy un maldito psíquico. Tienes boca y sabes hablar español perfectamente. Úsala para tu beneficio, mocosa estúpida —reclamó, abriendo nuevamente la herida que ya estaba sanando.
—Oye —proferí con molestia—, tampoco es necesario que me insultes. —Una vez más, reparé en la gravedad del daño que debo haber sufrido como para permitir que me trate de ese modo—. Pero sí concordamos en un asunto.
—¿Y ese sería…? —Inclinó la cabeza.
—En la parte de emplear el don del habla, Levi. Mira —hice un ademán indicativo—, no quiero que interpretes lo que estoy a punto de decir como un indicio de que me interesa en demasía o de que si no logro resolverlo, podría llegar al grado de robarme el sueño, porque no es el caso. Simplemente, me gustaría saber por qué después de todo este tiempo aún no puedes considerarme como a una amiga —declaré con toda la sinceridad que pude reunir, sin dar la apariencia que necesitaba evitar a toda costa: la de una chica desesperada por un poco de atención, tal y como le había dicho a Hange.
Me arrepentí casi de inmediato por haber tenido la osadía de confesarme sin ningún motivo aparente. Bien, lo cierto era que detrás de todo lo que hago existe una razón, después de todo. Sentía el impulso descarado de convertirme en un libro abierto, aunque fuera por un segundo, pero no concebía la idea de entregarle mis pensamientos a través de tantas facilidades.
—No tengo una razón en particular, fue lo primero que se me ocurrió. —Relajó los hombros, restándole importancia a mi pregunta, otra vez.
—¿Estás seguro? Porque, a mi parecer, te oías bastante convencido —insistí.
Entrecerré los ojos en una mirada medio suplicante que no dejara en evidencia la preocupación que me invadía.
—¿Y eso qué importa? No creo que sea para tanto.
—A mí me importa —lo contradije—. Es decir… —retraje el cuello—, no tanto… Es por mera curiosidad.
—Tal parece que la curiosidad corre por tus venas —dijo en son de protesta. No me molesté porque había dado en el blanco—. Ese título le queda grande a muchas personas. No puedes ir por la vida llamando «amigo» a todo aquel que te brinde ciertas atenciones propias del reconocimiento de la dignidad que todo individuo merece por el hecho de serlo —explicó. Sentí un cosquilleo en el pecho al oírlo.
Yo esperaba una respuesta simplista que envolviera el hecho de que yo no le agradaba a causa de mi particular sentido del humor, lo formidables de mis acciones o algo por el estilo. Levi no dejaba de sorprenderme y es por eso que seguía albergando el deseo estar a su lado. La única forma de averiguar lo que necesitaba era preguntándoselo directamente, y no a base de espionaje. Empecé de la peor manera, pero eso no significaba que no pudiese enmendar mis errores.
—En ese caso, ¿qué es lo que esperas de un amigo? —cuestioné con prudencia.
—Tch. No lo sé realmente. —Su comentario podía traducirse como: «No pienso a menudo en ello porque tengo mejores cosas qué hacer». No sé por qué decidió guardarlo para sí—. Tal vez que sepa escuchar y que no se meta en asuntos que no le conciernen.
—¿Empatía y respeto por tu espacio personal?
—Es una buena forma de resumirlo —reconoció.
—¿Y solo eso? —Aún no era suficiente—. ¿Qué hay de la lealtad, por ejemplo? Me inclino a creer que de ahí viene tu objeción a emplear la palabra «amigo» indistintamente.
—Y a mí algo me dice que eres una entrometida y que por lo tanto jamás entrarás en ese reducido grupo —aseguró.
Ese fue un golpe bajo. Me estaba retando, no había otro modo de interpretar aquello. Me sentía particularmente afectada cuando mis capacidades o habilidades eran puestas en tela de juicio.
No tendría ningún reparo en que me dijera que no puedo esperar a que me crezcan un par de alas por azares del destino, o que afirmara que es posible alcanzar la paz a base de inundar el muro de Facebook con publicaciones de tintes sentimentalistas. Sin embargo, ¿qué tan difícil podría llegar a ser convertirme en su amiga? ¿De dónde provenía aquella necesidad de construir un muro para alejar a todas las personas que lo rodeaban? ¿Qué estaba ocultando detrás de esa expresión de seriedad inalterable?
—Supongo que debe ser un privilegio reservado para unos cuantos afortunados —respondí con ironía, ocultando el hecho de que me lastimaba el rechazo implícito en la oración—. Ey, ya sé. —Tuve una idea que encendió mi cerebro como si apretara el interruptor de un foco, y supe que tenía que hablar antes de que se instalara el silencio incómodo que precede a la conclusión de un intercambio de ideas—. ¿Qué te parece si hacemos una apuesta ridículamente innecesaria?
Es natural que en ocasiones queramos demostrar que podemos ser mejores en cierto aspecto de la vida, aunque no vayamos gritándolo a los cuatro vientos. Esa declaración insípida funcionaba como contraataque, y gracias a ella, logré captar su atención.
—Había olvidado por completo que tú y yo tenemos un asunto pendiente. Ahora que ya te has recuperado, podemos llevar a cabo la competencia que te propuse el día en que te lastimaste. —Junté las palmas y le dediqué media sonrisa, en parte para reafirmar mi confianza en lo que estaba haciendo—. La consigna es que, si yo gano, te atormentaré con mi amistad a partir de entonces, y ya no me vas a poner objeciones.
—¿Y si yo gano?
Cierto. ¿Qué podría ser lo opuesto a obligarlo a convertirse en mi amigo de una vez por todas? Cielos, yo misma me había colocado la soga en el cuello.
—Haremos como que nada de esto pasó. Me refiero al incidente del té, las dos semanas que pasé cuidándote y nuestra pelea de hoy, y yo… —dudé unos segundos, en silencio y apretando los dientes—. Nunca más volveré a molestarte, puedes darlo por hecho.
Ni siquiera concedí un espacio para que el mensaje llegara llegar al centro de procesamiento para ser aprobado. El problema era que ya no podía arrepentirme.
—Me parece justo. Si de esa manera al fin puedo librarme de ti, estoy de acuerdo.
Pero yo no lo estaba del todo.
Ahora con mayor razón iba a afanarme por ganar. Pensé que quizá tendría ventaja sobre él, considerando que no tiene la experiencia que te deja el haber formado parte del equipo durante al menos un año. Estaba segura de que en caso de que yo perdiera, no tendría consideración conmigo e irremediablemente tendría que ver a mi amor marcharse ante mis ojos. ¿Por qué será que no he aprendido cuando debo mantener la boca cerrada?
—Entonces nos vemos el lunes en la pista, a las seis —concreté—. No llegues tarde.
Me vi tentada a decirle que iba a aplastarlo.
—No lo haré.
—Creo que ya es hora de que te vayas —le indiqué en el momento en que escuché a Hange cerrando la puerta de la entrada.
El día que anunciaba el comienzo de mi tragedia me encontraba tan absorta en mis pensamientos que fui incapaz de retener algún tipo de información de la que se estaba analizando en clase.
La voz de los profesores se dispersaba en el vacío del espacio dentro de mi cerebro, eran como una corriente de aire que se abría paso a través de los huecos, barriendo con lo que se encontraba. No presté atención a lo que dijeron acerca de las retenciones de impuesto que entrarían en vigor a finales de este año y que formarían parte del examen del primer parcial, que estaba a la vuelta de la esquina.
Ya tendría tiempo de ponerme al corriente. Por ahora, mi mayor interés se remontaba al hecho de que el reloj marcara la una de la tarde para salir de ahí, tomar mi almuerzo, encargarme de descansar lo suficiente y luego ir al gimnasio con el fin de calentar antes de la carrera.
Para impregnarle un toque de profesionalismo, decidí permitirme usar el short del uniforme en búsqueda de mantener un diseño aerodinámico que me permitiera desplazarme con mayor agilidad, y también me aseguré de llevar conmigo el chip que utilizamos durante los entrenamientos. Dudé bastante al momento de elegir cómo vestirme porque, por alguna razón, me sentía avergonzada de que pudiera ver mis escuálidas piernas. Lo cierto es era inviable que pudiera fijarse en mí de ese modo. Yo no figuraba ni en la lista de individuos que le importan un bledo.
La formalidad estaba de sobra ya que se trataba de una competencia "amistosa", pero los dos coincidimos en que era una buena idea para mantenernos a raya y evitar discusiones tontas en caso de un malentendido. De por sí los ánimos no andaban muy bien. La igualdad era la única mediadora en la que ambos depositábamos nuestra confianza sin reservas.
Hange me alcanzó en las gradas un poco más tarde, pues se estaba ocupando de asuntos referentes a sus materias. El gimnasio estaba repleto de jugadores del equipo de básquetbol, quienes corrían de un lado al otro de la cancha. El rechinido de las suelas sobre el piso de madera me parecía relajante. Realmente encontraba entretenido observar cómo se arrebataban el balón de forma hábil, mientras evaluaba la efectividad de sus saltos para alcanzar el aro y anotar un punto.
Le había pedido a mi mejor amiga que ejerciera el papel de juez y árbitro. Ella se encargaría de medir el tiempo con el cronómetro en la mano, y nos daría el pase de salida. Su presencia también serviría como recordatorio de que no era buen momento para babear por mi contrincante y que podría hacerlo desde la comodidad de mi habitación, en medio de la noche.
—Kim, ¿no crees que te lo estás tomando muy a pecho? —señaló cuando me inclinaba para asegurar el chip alrededor de mis cordones.
Sabía que la intención de su pregunta no era detenerme, sino ayudarme a repetir en voz alta mis convicciones. Es un ejercicio interno que producía buenos frutos.
—Pensé qué dirías eso. Hange, tengo que hacerlo. Puse en juego la única posibilidad que tenía de mantenerme cerca de él, o en su defecto, tendré que decirle adiós definitivamente, lo cual es terrible tomando en cuenta que ni siquiera hemos empezado —dije mientras aplicaba una presión excesiva en el nudo, en miras de que no se desatara.
Hice una mueca de dolor, ya no sabía cómo apagar la pena que me estaba consumiendo como un incendio.
Ella me dedicó una sonrisa comprensiva y me deseó buena suerte. Saber que confiaba en mí y en mis decisiones me ayudaba a mantener la vista hacia adelante. Era justo el tipo de impulso que necesitaba. El nerviosismo en mi pecho ya se estaba portando intransigente, aunque sin llegar a paralizarme.
El cielo estaba despejado. Las nubes parecían grandes trozos de algodón que emitían destellos por los bordes y una brisa fresca me besaba la piel. Era un clima idóneo para el encuentro. Un clima ideal para hablar por última vez con mi precioso pelinegro, porque aun sufriendo la derrota en carne propia, no pensaba pedir la revocación de lo acordado.
No me sentía preparada para dejarlo ir, pero ¿acaso se puede dejar ir aquello que en realidad nunca te perteneció? Aquí no aplicaba lo de que si el amor vuelve, es tuyo, y si no, nunca lo fue.
¿Tendría la más mínima oportunidad de arrepentirme? No, seguir era preciso. Después de todo, yo fui la orquestadora de aquella pésima idea. ¿Cuándo demonios aprenderé a quedarme callada?
Para cuando nos acercamos a la línea de salida, Levi continuaba estirándose y trotaba despacio sin moverse de su lugar. No pareció inmutarse con nuestra llegada, tampoco se detuvo a saludar a ninguna de las dos.
Yo me abstuve de hacer algún comentario ridículo como los que solía proferir cuando llegaba a su dormitorio. Desconocía el motivo de que aquellos recuerdos subieran a mi corazón en este preciso instante. Probablemente me estaba mentalizando para soltarlos y admitir que los extrañaría.
A base de sarcasmo e ironías había aprendido un par de datos interesantes acerca de él, y a pesar de que nunca logré arrebatarle una sonrisa, llegué a sentir que comenzábamos a simpatizar de alguna manera extraña: a veces permitiendo que el silencio se anonadara en el espacio que compartíamos y otras, intercambiando opiniones sobre asuntos triviales como las del clásico parteaguas de «¿Por qué decidiste estudiar esta carrera?», ¿Cuál es tu materia preferida, y la que menos te gusta?», ¿A cuál de los profesores soportas menos?».
«Tengo cierta fijación por los números desde que soy niño y me gustaría aprender a administrar mis finanzas personales». «Matemáticas financieras e inglés, en ese orden». «Creo que todos son bastante tolerables, a excepción de Weilman. No entiendo su fijación por gritarle a todo el mundo sin razón aparente, ni que estuviéramos en el ejército», habían sido sus respuestas a cada una de mis interrogantes. ¡Cuánto echaría de menos aquellas conversaciones de las que extraía demasiado y nada a la vez!
Unos minutos más tarde, cruzamos miradas en una línea horizontal invisible en el espacio. Nos posicionamos en los dos carriles de las orillas. Por supuesto que iba a evitarme, y no me extrañó en lo absoluto, solo que no contaba con que lo hiciera ver tan obvio.
Hange se acercó a mí y le hizo una seña a Levi para que también se aproximara. Tenía que sincronizar el cronómetro con el chip en nuestros zapatos para calibrar el tiempo y dejarlo listo para comenzar.
Cuando escuché el pitido que indicaba el emparejamiento exitoso, regresé a la línea y me agaché en posición de salida como lo hacemos normalmente, con las manos detrás del límite y el pulgar formando una "V" respecto de los demás dedos, distribuyendo el peso por partes iguales, con una pierna flexionada, mientras que mantenía la otra estirada al máximo.
—¿Ambos están en ceros? —inquirió mi amiga en voz alta para confirmar a viva voz que el procedimiento había resultado exitoso.
Asentimos brevemente y respondimos «sí» al unísono.
En definitiva, la altura sobresaliente acompañada de unas piernas largas te hace justicia en este deporte, pero a menor masa muscular, mayor ingravidez. Contaba con este punto a mi favor. Empero, mi contrincante estaba en la misma situación, me atrevería a decir que dicho análisis también se estaba formulando dentro de su cabeza.
A pesar de las buena intenciones de Hange, ambas sabíamos que no era una cuestión que pudiera dejarse en manos del azar. Me arrepentí de sobreestimar a Levi, y como no lo había visto correr hasta ahora, en realidad no sabía a qué me estaba enfrentado.
Si le hubiese dado vueltas en lo que restó del fin de semana, hoy ni siquiera me hubiera presentado al encuentro. Habría preferido reportarme enferma del estómago y de este modo, él habría ganado por default. Pero la sensación de una victoria aplastante, aunque justa, no se compara a ganar debido a que tu oponente se rindió antes de tiempo.
Si esta iba a ser la última vez que iba a hablarle, no podía permitir que me recordase como una cobarde indecisa que no fue capaz de mantener la congruencia entre sus palabras y sus hechos. Tenía que mantenerme firme.
—Ojalá hubiera conseguido una bengala —dijo Hange para sí, aunque yo alcancé a escucharla y a distinguir cierta decepción por dicha carencia—. Espero que estén preparados. ¡En sus marcas! —gritó. Levanté el talón unos cuantos centímetros sobre el nivel del suelo y mi corazón ya estaba latiendo a toda velocidad, como se supone que debían hacer mis pies en un instante—. ¡Listos! —Tomé aire y contuve la respiración para acomodarme y no perder el equilibrio. A falta del apoyo de los tacos, era menester tomar impulso por mi cuenta—. ¡Fuera!
Mi amiga deslizó ambos brazos de arriba abajo, formando un arco. De este modo, anunció que era momento de salir definitivamente.
