Una inmensa columna de humo se alzaba desde la entrada de la guarida de Amarantha, donde los secuaces y los ingenuos acampaban. Su cuerpo entero estaba tenso y sus ojos no paraban de escudriñar los alrededores, atenta a cada esbirro que entraba y salía de allí. Así como no podía evitar sentir el desagrado, mezclado con un profundo sentimiento de traición.

Elfos, hadas, troles, faes en general, caminaban como muertos vivientes, algunos con grilletes, otros sin, pero la diferencia era casi nula entre uno y lo otro. Bajó la mirada, distinguiendo la disimulada silueta de la espía que llevaba un momento allí. «La Corte de la Noche está moviéndose», pensó, antes de volver a vigilar la entrada. Esa era una de las cosas que más pena le daban: los rumores acerca de su propio Señor. Hacía casi un siglo que no ponía pie en su hogar natal, pero era difícil no sentir pena, ira, rencor y toda clase de emociones negativas, por más que illyrianas como ella no serían aceptadas entre los suyos si la verdad salía a la luz.

—Nos arriesgamos a terminar en la soledad, a perder nuestra oportunidad de ser parte de una familia. Quienes no quieran pagar el precio, regresen a casa —fueron las palabras que le dijeron cuando pasó de novata a ser parte de las filas. El tatuaje de sus hombros era la prueba contundente de su decisión.

La tarde caería en cualquier momento, dando paso al atardecer y luego a una noche igual de oscura que las de los últimos cien años. Con ésta como manto, podría moverse en completo silencio, pero el tiempo jugaba en contra y la noche tardaría demasiado en llegar. Se arrimó un poco más al tronco, estirando la mano hacia el lado oscuro, concentrándose para poder entrar en la sombra. La Capitán necesitaba saber, conocer el movimiento de sus compatriotas. Pronto.

Su cuerpo se fundió con la oscuridad de las sombras como si fuera tinta y en poco tiempo se encontró recorriendo el Medio a una velocidad imposible de saber. Saltó fuera, apenas logrando no trastabillar al volver a sentir el suelo firme bajo sus botas, apareciendo en medio del despacho de la General Corel.

—¿Busca a alguien?

—La Capitán de la división illyriana, General.

—Está en el Campo de Entrenamiento —dijo la General, señalando, sin levantar la vista de los papeles que se encontraba leyendo, a la puerta. Sin nada más que hacer allí, asintió, hizo una reverencia rápida y salió.

La Capitán era una illyriana normal, con el cabello con grandes ondas que llevaba recogido en una alta coleta y las alas con los espolones afilados, excepto por sus ojos, de un color tan pálido como la niebla. No resaltaba en la multitud a primera vista, pero en aquel lugar, nadie desconocía al Ala-Roja, mucho menos al ver los intrincados tatuajes illyrianos que decoraban su cuello y hombros con la misma delicadeza que un adorno. Incontables puntos rodeaban a las líneas que se ensanchaban y angostaban sin razón aparente, dándole un aire elegante a pesar de lo imponente. "Un punto por cada batalla ganada", decían las novatas y sus pares durante las comidas, cuando todo el mundo hablaba y nadie escuchaba realmente lo que se decía por lo bajo. Se rumoreaba que solo las Capitanas de las otras dos divisiones rivalizaban en tales cuentas, aunque no había forma de saberlo sin arriesgarse a preguntar. Y nadie se arriesgaba a preguntar, por muy amable que fuera la Cantora, la tranquilidad de Ala-Roja o la honestidad de Ala-Blanca, el miedo que podían llegar a imponer no era sin fundamento.

—Capitán, noticias de la Montaña —murmuró cuando estaba a un paso de distancia. Los ojos azul cielo se dispararon en su dirección, abandonando la supervisión del entrenamiento—. El Lord de la Corte Primavera está con el tiempo justo y la Corte de la Noche empieza a agitarse.

—¿A quién viste?

—Probablemente espía, no tenía alas, pero tenía aspecto de illyriano y era difícil de divisar entre la maleza. No me ha visto —informó, manteniendo la espalda rígida. La Capitán asintió, mirando de reojo a las otras. Las alas relajadas, ligeramente abiertas tras su espalda.

—Buen trabajo, puedes ir a descansar hasta que toque la patrulla de frontera.

No hizo falta que se lo repitiera dos veces. Hizo un gesto de asentimiento respetuoso y se marchó, escuchando el sonido de sus botas raspando el suelo con las garras de metal. Avanzó por los pasillos alumbrados por antorchas y runas que regulaban la temperatura del interior, nadie miraba a nadie, porque todas sabían quién iba por detrás de las máscaras que semejaban a bestias, tras los cascos con picos como de ave que cubrían los ojos y las que tenían armaduras de cuero con algunos parches reforzados de metal.

En su dormitorio encontró a su compañera de escuadrón, quien empezaba a alistarse para salir. Mientras su amiga terminaba de atar los lazos de la pieza de cuero que iba por debajo de la armadura, ella deshacía los propios luego de dejar las distintas partes metálicas amontonadas sobre una silla a los pies de su cama.

—Joder, te ves hecha un asco, Fuan —comentó mientras la veía quedar en paños menores. No que hubiera algo que ocultar, todas tenían tatuajes, todas tenían cicatrices, nadie había llegado a las filas sin al menos una línea pálida en alguna parte.

—Entre el humo que echa Amarantha y la falta de baño y sueño, no espero menos que verme peor que la Tejedora —contestó, echándose sobre las mantas. Oyó a su amiga reír y luego se entregó al codiciado sueño, soñando con un macho que llegaba a casa tras un largo viaje.

Hacía rato que sus ojos no estaban del todo enfocados en las novatas más avanzaadas que se encontraban entrenando bajo su supuesta inspección. Agradecía por dentro el no tener que estar dando las clases en ese momento de su carrera, pero incluso en aquel entonces le costaba mantener la atención. Los últimos cincuenta años habían sido un borrón de noches sin dormir, con la cabeza puesta en demasiados sitios a la vez, con al menos cinco muertes en vano. Incluso en ese momento se preguntaba cómo había ascendido casi al mismo tiempo que sus hermanas, considerando que sus habilidades no eran precisamente las mejores, no en cuanto a combate cuerpo a cuerpo.

Agitó las alas y negó con la cabeza, repitiéndose que no tenía nada para cambiar el presente o el pasado, y si estaba en donde estaba, se lo había ganado en base a la Madre sabría qué méritos. La información nueva, no tan nueva como le hubiera gustado, al menos permitía tener algo de esperanza de que no estaría solo, que alguien que él sí conociera pudiera aliviarle un poco la carga. Respiró hondo, intentando aflojar el nudo que no era suyo. Giró sobre sus talones y se hundió en la sombra de una estatua de una de las primeras Valquirias, probablemente anterior a La Caída, puesto que su armadura era más ornamentada que las que llevaban entonces. Dio otro paso, dejando que el mundo frente a ella inmediatamente se transformara en el pequeño cuarto que tenía en la Corte Primavera, lleno hasta arriba de cachivaches que no había ordenado, aunque debía.

Tomó la máscara de murciélago albino que colgaba de un perchero improvisado con el pie de la cama y una espina que sobresalía, se la colocó, notando el calor de la gema con una runa grabada que presionaba contra su frente mientras el glamour se expandía sobre su cuerpo. No podía ver del todo el resultado si se miraba en un espejo, pero parecía tener el cabello castaño dorado, casi rubio, y la piel libre de cicatrices, de un blanco casi como la luna. Sonrió con cierta amargura, esa no era ella, pero no dejaba de ver cómo esa versión podría ser más... agradable. Se quitó la remera de entrenamiento y se puso el corsé con un patrón de rosas y hojas, lo ajustó de un tirón y lo anudó con destreza. Salió de la habitación terminando de anudarse la falda, luego se acomodó los pliegues, disimulando los pantalones que aún llevaba por debajo. Tenía las alas lo más pegadas a su cuerpo, intentando abarcar el menor espacio posible.

Como muchas veces en los últimos años, recorrió los pasillos de la Mansión del Señor Tamlin con cierta sensación de apremio, la tenue y frágil esperanza de que todo acabara. Los pisos de mármol blanco y negro estaban pulidos hasta reflejar cada detalle, el sonido del tacón de sus botas resonaba por todos lados, dándole la impresión de que el lugar estaba mucho más vacío de lo que probablemente estaba. Avanzó con un objetivo en mente, esperando poder encontrar al menos a Lucien o a Alis, cualquiera de los dos le era igual de útil en ese momento.

—Faye, es bueno verte —saludó Lucien, apareciendo por la puerta de la biblioteca. Se veía algo pálido, a pesar de que buscaba mantener una postura relajada—. ¿Has estado fuera?

—¿Ocurrió algo?

Lucien asintió con la cabeza, mirando, como siempre, a las dos alas que solo él podía ver a pesar del potente glamour. No importaba cuánto tiempo pasara, sus ojos recorrían las garras que salían de las puntas de sus alas membranosas, aunque hacía décadas que había dejado de ver aquella expresión de miedo en sus ojos. Casi resultaba una especie de costumbre entre ellos, ¿un saludo sin contacto?

—Parece que ha vuelto a pasar, Tamlin tuvo que ir a revisar y recoger al humano que toque esta vez —dijo y el cuerpo entero de Feyre se tensó. En el peor de los casos, se trataba de algún intento de ataque por parte de los reinos humanos, lo cual era tan poco probable que no debía considerarlo. Pero era por esas pocas probabilidades que Prythian había terminado en aquel estado en un primer momento, cuando todo lo que pensaron fue que la muerte de su hermana Clythia fue que había decidido cambiar de bando. Una idiotez que lamentaba no haber previsto venir, o quizás estaba destinado a pasar de todas formas.

—¿Podrían encontrar a alguien que rompa la maldición de Amarantha? —preguntó en un susurro, mirando sobre su hombro para estar segura de que no había nadie más que ellos en el pasillo. Lucien asintió, a pesar de que había una mezcla de emociones en su expresión. Feyre respiró hondo, considerando las opciones—. Habrá que cruzar los dedos para que esta vez resulte.

—Que sea lo que la Madre quiera, pero me sigue dando algo de incomodidad el pensar en la libertad de la sang... digo, del Señor de la Noche —confesó, haciendo una mueca de disculpa, a lo que Feyre dijo que no había problema, a pesar de que escuchar esas palabras le daban una sensación agridulce cada vez que las escuchaba. La idea de recuperar a los Señores, tarea que más de uno quería hacer, era todo lo que ocupaba su cabeza cuando tenía tiempo, pero, al mismo tiempo, las acciones de Amarantha eran demasiado complicadas para una simple tirana de Prythian. Y Feyre quería eliminar la distracción antes de que fuera demasiado tarde para todos.

Norrine se alegraba sobremanera el estar saboreando aquella comida caliente. Después de tantos meses con el estómago rugiendo ante los pequeños pedazos de cecina, viendo cómo su familia vivía a costa de sus esfuerzos, lo consideraba su regalo de cumpleaños adelantado. Algo le decía que se había metido en problemas, que el bello y enorme lobo que había despellejado y vendido, por una muy buena suma, en el mercado, no era precisamente tal cosa. Los cuentos que solía escuchar contaban sobre cómo los faes elegían tomar venganza por aquellos que habían muerto bajo la madera de fresno, especialmente si lo había causado un humano.

Sacudió la cabeza, apartando el pensamiento de su mente, centrándose en las paredes de madera desgastadas con pieles viejes que tapaban los cada vez más grandes agujeros entre las mismas. Un fuego crepitaba en la vieja y chamuscada chimenea.

—Podrías haber vendido la piel por mil monedas de oro, en lugar de quinientas —rezongó su madre, acomodándose mejor el abrigo sobre los hombros. Uno que bien podía valer unas cinco monedas de plata.

—¿Cómo podría? Si esta tonta de milagro sabe hablar —se mofó Nadya, su hermana menor. Era una versión miniatura de la madre, tanto física como en carácter. Los mismos ojos negros como el carbón, el pelo de un rubio precioso que le había dado la posibilidad de estar comprometida. En realidad, si Norrine era honesta consigo misma, Nadya parecía ser una princesa hasta que mirabas su torso, donde las costillas solían estar a punto de aparecer.

Por otro lado, Norrine era... tosca cuanto menos. Tenía algunas viejas cicatrices en la cara y la nariz algo grande para el gusto de su madre, quien no se había molestado mucho en buscarle marido cuando llegó el momento. Quizás por eso no se había esmerado tanto en hacer algo más que saber cazar y contar. De no ser porque era mujer, le hubiera pedido a su padre que la llevara a su viaje, en un intento de aprender sobre el comercio, por más de que nadie querría hacer tratos con ellos después de lo ocurrido. Todo por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y habiendo ido por el camino equivocado.

Estaba raspando el fondo del tazón cuando la puerta se rompió en un montón de pedazos, dejando a la vista a un ser cuanto menos extraño. Norrine reconoció el cuerpo como de un gran felino, tan grande como un caballo, con una cabeza de un lobo y un par de astas con lo que parecían ser espinas, todo con un pelaje entre amarillo y dorado. Escuchó a su madre y hermana soltar un chillido, junto con el sonido de los platos de madera que caían al suelo. La bestia la miraba con unos ojos verdes hipnotizantes, más verdes que las plantas en primavera y verano.

—Vengo a cobrar mi deuda —gruñó el monstruo, enseñando unos dientes que podrían acabar con cualquier mortal en cuestión de segundos.

—¡No debemos nada a alguien como usted! —chilló su madre. «Mierda, sí era un fae», pensó Norrine, sintiendo una ligera chispa de alegría ante el pensamiento. Repentinamente, cualquier encanto que hubiera visto en la bestia de pelaje entre dorado y blanco, desapareció de un plumazo.

—¿Cuál es tu precio? —Cruzó los dedos en su mente para que fuera plata o alguna tontera que para ella no tuviese valor. «Aunque los fae toman cosas y luego resultan ser importantes... Mejor una cosa que luego será importante a que se quede con el poco dinero que queda», pensó, tratando de mantener la compostura.

—Tu sangre reclamada por la tierra de Prythian o... —una sonrisa de medio lado, maliciosa y siniestra, empezó a trazarse en el rostro del monstruo, mostrando unos colmillos que no tendrían dificultad para desgarrar la carne de sus huesos—, vienes a mis tierras como prisionera, y ocupas el lugar del lobo que has matado.

Ninguna de las dos ideas sonaba mínimamente interesante. Miró a su madre y hermana, quienes estaban con los ojos como platos, mirando al fae. Volvió la vista al frente, sintiendo que sus entrañas se retorcían con fuerza ante las palabras que estaban por salir de su boca.

—La verdad que preferiría escupirte en la cara —confesó, cruzando los brazos. No se le escapó el jadeo sorprendido de su madre, aunque lo ignoró. La bestia la miraba sin ningún rastro de emociones, ni siquiera la sonrisa que había esbozado antes—. Más vale que al menos valga la pena vivir entre ustedes, monstruos.

—Juzga por tu cuenta, humana —dijo antes de salir de la casa, esperando a que fuera detrás de él. Norrine echó una última mirada a su madre y hermana, sintiendo un retorcido placer al ver sus expresiones aterradas. Que se las arreglaran sin ella, ¡ja! Quizás su padre encontraría dos cuerpos famélicos al volver, y con esa idea se marchó tras la monstruosidad que seguramente ni los dioses querían en sus propias tierras.

Lo siguió con su arco y carcaj a mano, posicionándose lo suficientemente cerca como para no tener que ir corriendo para alcanzarlo, pero lejos del alcance de las garras en caso de que le quisiera dar un zarpazo. Se adentraron en el bosque, donde la nieve, mucho más abundante que en la aldea, crujía bajo sus pasos, pegándose al pelaje casi blanco del fae. Para muchos sería un laberinto, pero para ella era casi como su segunda casa, o su única casa si tenía que ser totalmente honesta. Divisó a lo lejos un par de ciervos y jabalíes, los cuales pronto daban media vuelta y salían corriendo. Bufó al ver que, en el momento que no necesitaba cazar, todas las presas parecían estar dispuestas a aparecer.

—¿Tienes nombre? —preguntó, y esperó una respuesta que nunca llegó—. ¿Qué clase de magia haces? ¿Todos los de tu clase se pueden transformar como tú?

Siguió sin contestarle. Avanzaban, cada vez más cerca del Muro que separaba el mundo de los fae del humano, podía sentirlo como una presión en el aire. Cuadró los hombros dispuesta a permanecer despierta para conocer la forma en la que se podía pasar de un sitio a otro, cuando una ola de calor la envolvió de golpe. Intentó resistirse a la sensación de pesadez, al sueño repentino que no podía ser otra cosa más que un maldito truco del ser rastrero junto a ella. Aun así, cayó en un sueño pesado.