La humana era un hueso duro de roer, o la magia estaba más débil de lo que le gustaba pensar. Pero él no iba a admitir nada de ello, sería su secreto más preciado para mantener su orgullo. Ni bien vio que la muchacha caía rendida, la atrapó en una corriente de aire, lanzando lejos tanto el arco como las flechas con un movimiento de su pata. «Está hasta los huesos esta hembra, no puede tener tanta resistencia ni pesar tanto», bufó mientras le palpaba las botas, encontrándose con dagas, luego un par más entre las prendas y no quiso indagar en la ropa interior por simple decoro.

En cuanto terminó de quitarle las armas, la acomodó sobre su lomo y cruzó el Muro. La contempló, dejándose llevar un momento por el cabello castaño que no tenía brillo, los pómulos resaltados contra la piel y las cicatrices que parecían hilos plateados. Si bien estaba con los ojos cerrados en ese momento, tenía un lindo marrón canela.

Cruzar el Muro no fue difícil, tampoco el cargar a la muchacha por unos metros más hasta que la magia se desvaneció por completo y recuperó la conciencia momentáneamente. Hubo un momento de silencio antes de que ella empezara a removerse, pidiéndole con todo el descaro del mundo que la bajara.

—Dudo que puedas caminar bien —dijo Tamlin, viendo cómo las piernas de ella parecían estar a punto de ceder. Sin embargo, la humana mantuvo su orgullo. Hasta que la magia, que debía seguir haciendo efecto sobre ella, hizo que volviera a desmayarse y a poco estuvo de permitir que cayera con el rostro en tierra.

Soltó un suspiro resignado y agitó de nuevo la zarpa, haciendo que una ráfaga de aire la recostara como si estuviera durmiendo. Así hizo todo el camino de regreso a su mansión, evitando algunas de las casas, pero de igual modo varios se asomaron a ver qué ocurría. Recorrió la distancia sin muchos contratiempos y pronto divisó al enorme edificio a la distancia. Aceleró un poco el paso, queriendo echarse sobre su cama cuanto antes.

Grande fue su sorpresa al encontrarse con Faye en la entrada, con su cabello de un color dorado oscuro cayendo por uno de sus hombros en una simple coleta. Llevaba su usual vestido rojizo de un intrincado diseño que alguna vez le había regalado su padre para cuando cumplió la mayoría de edad. Junto a ella, estaba Lucien, quien pareció percatarse mucho antes de la presencia de ambos.

—¿Sigue viva?

—Decidió ocupar el lugar de Andras —respondió, encogiéndose de hombros.

—Repítelo más seguido y te creeré que es por Andras —sonrió Faye, mirando a la humana de manera indescifrable—. Pobre, es un saco de huesos andante. ¿A qué habitación la llevamos?

Tamlin lo pensó un momento antes de decidir por la única que le parecía apropiada. Ni Lucien ni Faye hicieron un comentario al respecto.

Echó a los dos machos del cuarto ni bien dejaron a la humana recostada sobre el colchón. Puso una excusa sobre el tema de que a las féminas les incomoda mucho tener a hombres extraños cuando están desorientadas o alguna cosa por el estilo. Ninguno de los dos puso peros al respecto. La idea de quedarse sentada, viendo a la humana, no era, ni de lejos, su actividad preferida, pero necesitaba saber cómo era su carácter. Especialmente si luego debía depositar parte de sus esperanzas en ella.

Quizás Tamlin la había traído porque veía el odio hacia los fae, pero sospechaba que dicho sentimiento era algo muy normal (en ambos sentidos) como para ser tomado a la ligera. Hasta donde sabía, no era la primera humana que traían a Prythian, pero ella no iba a llevar la cuenta de algo que no le servía si los resultados seguían siendo. Aguardó por horas, casi quedándose dormida en su silla hasta que la muchacha se despertó, sentándose de golpe. Afuera empezaba a ser la hora del atardecer.

—Bienvenida a Prythian, muchacha —sonrió, estudiándola con la mirada y tratando de tener el gesto más amable que pudiera esbozar. Sin los abrigos con los que había llegado, la humana parecía tan menuda que una agradable brisa podría partirla en pedazos—. Descuida, estás en la Corte Primavera.

—¿Quién eres tú, fae?

—Dime Faye, así me conocen la mayoría —respondió, decidiendo ignorar el tono con el que hablaba. La desconfianza seguía presente en sus ojos, así como un odio latente—. Te ves hambrienta, ¿quieres que te traiga algo de comer?

—No.

Arqueó una ceja, pero terminó por encogerse de hombros.

—Le diré a Alis que te prepare un baño y ropa —dijo, poniéndose de pie. Esperó una réplica, pero la muchacha no emitió ningún sonido y eso bastó para que Feyre se marchara de la habitación, más tarde terminaría de hacer su evaluación. Llamó a la urisk, quien aceptó con un gesto molesto la tarea. La vio entrar al cuarto de la humana y se sumergió en la sombra de una maceta de rosas.

—No tienes que ocuparte de mí —bufó Norrine. La primera fae se había mostrado con una sonrisa que la había dejado completamente descolocada. Era preciosa, con una belleza que estaba muy por encima de la humana, y se preguntó cómo se vería el rostro completo sin la máscara blanca. La que estaba frente a ella, si bien tenía cierto encanto en su aspecto, era más rellenita, con una máscara amarilla que parecía querer asemejarse a un búho. No tenía esa belleza arrebatadora de la primera.

—La señora Faye me ha pedido que lo haga —replicó, caminando hacia un armario, del que sacó un par de prendas de colores azul y marrón. A primera vista, le parecieron tan preciosos como problemáticos. Si tenía que salir corriendo, probablemente se le enredarían los pies en los doblados, quizás no podría levantar los brazos lo suficiente para escalar el Muro o algo por el estilo—. Iré a prepararle un baño. ¿Agua fría o caliente?

—Fría.

Sin decir nada más, la mujer empezó a preparar una tina que parecía haber sido tallada desde el mismo suelo, con una delicadeza que volvía imposible saber el material original de la que estaba hecha. Con un gesto de muñeca, el agua empezó a subir de nivel hasta llenarla. Una mirada molesta por parte de la fae bastó para que sacara los pies de la cama y caminara hasta la tina, quitándose lo que sea que le quedaba de la ropa (que no era suya) encima.

—¡La grandísima...! —se mordió la lengua al sentir que el agua estaba tan fría como un río de invierno. ¿No se suponía que estaban en primavera? Con todo el orgullo que podía reunir, se metió al agua, apretando los dientes para que no castañearan y obligándose a no temblar. Era una tarea casi imposible, especialmente al sentir que todo su cuerpo se rebelaba ante su orden mental. Si la fae estaba o no disfrutando de su sufrimiento, no lo sabía. Tomó el jabón que le dejó cerca y se limpió rápido, segura de quitarse toda la mugre que podía. Ni bien murmuró que ya estaba, le extendieron una toalla y ahí ya no pudo contener el castañeo de sus mandíbulas, el temblor de su cuerpo, ni la brusquedad con la que tomó la toalla, secándose como si estuviera a punto de morir.

—¿Qué desea usar?

—¿Perdón?

La fae hizo una mueca y repitió la pregunta, añadiendo que el Señor deseaba verla. Y, por cómo lo decía, no sonaba a que tuviera opción más que ir. Mientras se secaba, la fae se fue hasta la cama, sosteniendo las piezas de ropa en el aire, haciendo que soltara la toalla mientras le colocaba la básica blanca por la cabeza. La tela se sentía suave y cálida al tacto, haciendo que olvidara de inmediato el frío que la había calado hasta los huesos. La falda azul se ajustó a la altura de su cadera, el corsé marrón se lo ciñeron casi quitándole el aire de los pulmones.

—Demasiado flaca —murmuró mientras le terminaba de ajustar la parte superior del vestido. El aire abandonó sus pulmones ante el repentino tirón, enderezando su espalda por completo.

—No todos tenemos comida de sobra —devolvió, casi sin aliento y con todo el veneno que podía poner en sus palabras. La fae la miró con una expresión indescifrable antes de pedirle que la siguiera.

El pasillo que había del otro lado era de ensueño: pisos blancos y negros tan pulidos que parecían un espejo gigante, las paredes con un intrincado grabado que simulaban a un montón de ramas que se movían con una suave brisa. No pudo ver bien en ese momento, pero tuvo la impresión de que había flores que se abrían y cerraban al mismo tiempo que las ramas se movían. Macetas y jarrones decoraban algunas esquinas, todas con algún helecho enorme que caía como si fueran cabellos. En varios sitios, especialmente en el centro de varias puertas y en las bases de las antorchas, distinguió un escudo, dos astas de ciervo que encerraban a una flor de varios pétalos.

Al final, entraron a un cuarto de doble puerta, también con el insoportable escudo en ella, donde una enorme mesa, con tres platos de comida y varias fuentes, las esperaba. Su estómago rugió ante la vista de alimentos que inmediatamente consideró dignos de la realeza. El olor de verduras, especias y lo que sea que hubiera en las fuentes, nubló sus sentidos por un momento.

—Puedes retirarte, Alis —dijo la voz que le costó un instante reconocer, pero bien que podría reconocerla incluso estando muerta. Y eso bastó para que cualquier rastro de apetito la abandonara. «En el mundo de los fae, las cosas funcionan distinto», solían murmurar las viejas del mercado por lo bajo. Tragó saliva, obligándose a volver a la realidad: había matado a un fae, estaba en territorio hostil y esperaba que no hubiera pasado demasiado tiempo, porque claramente había transcurrido al menos todo el invierno desde que se desmayó en el bosque y su despertar allí—. Puedes sentarte, las sillas no van a retenerte si te sientas.

Norrine entrecerró los ojos, viendo cómo el monstruo que la había traído se sentaba en la cabecera de la mesa con cierta dificultad. Se suponía que los fae no podían mentir, pero eso no quería decir que no retorcieran las palabras a su antojo.

—Parece que ésta es igual a todas las anteriores —comentó otra voz, mucho más sedosa, pero con un tono tan frío que lo dejaba en duda. El dueño era un hombre de gran estatura, cabello colorado como el fuego y con una máscara zorruna que le cubría gran parte del rostro, aunque aún podía apreciarse una cicatriz que bajaba hasta la mandíbula, como si la piel hubiera sido cosida luego de que una inmensa garra la hubiera destrozado. Un ojo completamente dorado ocupaba el lado lastimado; incluso con tal herida, tenía el aspecto que haría suspirar a varias de las mujeres que había conocido alguna vez. Tardó más tiempo del que podría considerarse prudente en caer en la cuenta de lo que había dicho el hombre.

—¿Anteriores?

—No lo tomes personal —dijo el sujeto, sentándose junto al monstruo. Recién en ese momento, Norrine notó las orejas puntiagudas que sobresalían entre las hebras de cabello, justo donde la máscara no lo cubría.

—Lucien —gruñó el monstruo, haciendo que el fae cerrara la boca como si le hubieran dado un golpe en la mandíbula—. Siéntate.

Norrine pasó la mirada de uno al otro, como si con eso pudiera descifrar lo que pasaba por sus cabezas, antes de ir hacia la silla con el tercer plato y sentarse. En cuanto terminó de acomodarse, las bandejas que habían estado tapadas dejaron a la vista su contenido. Una vez más, el olor de todo aquello hizo que su estómago gruñese y su boca se hiciera agua, peor al notar el aspecto casi perfecto de los platos y bandejas llenos hasta arriba.

—Come, no te hará nada.

—La comida de las hadas te ata a su mundo y nunca serás capaz de regresar —recitó, mirando al plato y luego al monstruo, el cual soltó un bufido. El de la máscara de zorro (¿Lucien era su nombre?), soltó una risa que disimuló con la copa que llevó a sus labios.

—Sí, te ata en tanto dejes que así sea.

Norrine quedó confundida por un momento ante las palabras del monstruo. Observó por un buen rato a ambos antes de tomar una manzana, lo único que parecía conocido en medio de aquella locura. La contempló en silencio, pensando un poco. ¿Quería regresar a su hogar? Definitivamente, no. Su madre y hermana podían morir de hambre, y realmente no tenía mucho en común con su padre, pero tampoco tenía un interés en quedarse en una tierra donde sería el último eslabón de la cadena, donde todo se sacudía con mayor fuerza.

Dio un mordisco.

Un jarrón estalló justo cuando la puerta se cerró detrás del esbirro. Quería gritar y hacer que la tierra entera temblara, hacer que el aire chisporroteara y todo saliera volando por los aires. Habría deseado poder dar a conocer su humor a todo Prythian y más allá.

Pero una Reina Mayor tenía una imagen que mantener, ¿verdad?

¡Que se fueran todos al infierno! Estaba a punto de tener a los siete lores, a punto de tener todo listo para que la corona reposara con tranquilidad sobre su cabeza. Pero no, el estúpido, ingrato e incorregible de Tamlin había hecho un nuevo intento. «Lo hiciste antes, puedes volver a hacerlo», decía una parte de sí. Miró a su estante, donde cinco estatuillas la contemplaban con ojos vacíos, muertos, y las bocas cosidas con sus propios cabellos. Respiró hondo, podía volver a hacerlo, debía volver a hacerlo. Ninguna había durado más de una estación, ¿por qué con ésta sería distinta?

—¡Rhysand! —gritó y pronto la puerta del costado, la que daba a sus aposentos, se abrió. Tenía la siempre estoica expresión en su rostro, esa que la enloquecía de miles de maneras diferentes. No era para menos, siendo el Lord más antiguo y al cual el tiempo parecía estar tratando mejor que a muchos otros. Una pena que su cuerpo no pudiera adaptarse al de él por completo—. Vigila a Tamlin, parece que tiene algo entre manos..., bueno, patas.

—¿Cuánto tiempo necesita que vigile, Reina?

Amarantha lo pensó un momento. La idea de no tenerlo por un par de noches no era nueva, pero eso no hacía que la idea fuera menos molesta. «Todo por un bien mayor», se repitió.

—Vuelve cuando hayas determinado que no hay peligro —sentenció y Rhysand asintió con la cabeza, haciendo una leve reverencia antes de desaparecer como un montón de negras cenizas. Sólo sus ojos, de un violeta intenso, permanecieron visibles por un instante más antes de desvanecerse con el resto.

—Oh, vaya, ¡cuánta tensión! Casi se la puede cortar con un cuchillo —dijo Faye al entrar. Tamlin soltó un suspiro de alivio en sus adentros—. Anda, linda, come tranquila, nada puede atarte si no quieres —dijo, sentándose y tomando un racimo de uvas que inmediatamente empezó a comer.

Echó una mirada a la humana, quién parecía estar a punto de perder los estribos.

—Discúlpame por no tener idea si mi cabeza corre peligro o no.

Faye se detuvo abruptamente, con la uva a medio camino entre su boca y el plato. En ese momento, Tamlin lamentaba no poder ver las expresiones completas de ella. No era como si hubiera podido verla antes, dado que había llegado casi al mismo tiempo que la mascarada, donde las cosas realmente se habían salido de control.

—Linda, para ser una humana que vive al borde de la inanición, tienes un sentido del peligro bastante desequilibrado —sonrió, terminando por devorar la uva. La humana no dijo nada más y dejó el carozo de la manzana, el cual apenas tenía algo más que las semillas y el cabo, en el plato—. Prythian no toma aquello que no le pertenece, al menos en general, pero tu caso quizás sea más delicado.

—Faye —masculló y ella le dedicó un gesto de disculpa. Estaba tenso, y no ayudaba el que apenas pudiera comer sin notar las miradas de reojo de la humana en su dirección—. Las reglas son claras...

—Norrine —masculló la humana, haciendo que algo chasqueara dentro de sí.

—Norrine —repitió, haciendo un intento para no disfrutar en exceso cómo sonaba el nombre—, has matado a un fae, por lo que Prythian bien puede devolverte el favor o reclamarte como parte del equilibrio.

Ella soltó un bufido, probablemente considerándolo una ridiculez absoluta. ¿Cómo culparla? Los mortales probablemente poco entendían de su propio lugar en el mundo, cómo la Madre los había puesto para que todo fuera balanceado.

—¿Ya ves? Puedes comer como quieras, y llenar un poco tu piel —añadió Faye. Tamlin se quedó observando por un momento su aspecto, preguntándose cómo sería cuando las cosas cambiasen, si es que alguna vez cambiaban. Cerró los ojos ante el recuerdo de las otras que habían pasado por ese mismo salón. Podía sentir como el tiempo empezaba a acabarse, cómo su propio cuerpo ya no se sentía capaz de hacer movimientos que antes eran sencillos. «¿Será ella y otra más?», pensó, sintiendo que su garganta se anudaba ante la simple idea de tener que volver a ir, volver a pasar por lo mismo.

—Bien, entonces, ¿puedo salir de esta casa?

Tamlin miró a los otros dos, quienes parecieron estar pensando parecido a él.

—Puedes, pero no creo que sea sensato —dijo Lucien, sirviéndose un poco de sopa de garbanzos.

—¿Por qué no?

—Linda, ¿no crees que los fae tienen algo con los humanos? ¿No saben sobre lo que pasó antes de la Guerra Negra? Es algo importante para ambos lados —señaló Faye. Un ligero rubor cubrió el rostro de Norrine—. Si son libres y tienen a sus Reinas es porque algunos fae decidieron que no valía la pena tenerlos como esclavos, pero ustedes tampoco hicieron mucho para demostrar el agradecimiento.

—Hablas como si lo hubieras sufrido de primera mano.

—No, por suerte no es mi caso, pero sí escuché suficientes como para saber algo —dijo, encogiéndose de hombros. Tamlin la miró en silencio, pasando la mirada de un lado a otro—. Como sea, ¿me acompañarías a dar un paseo por los jardines?

—Preferiría estar sola hoy —masculló Norrine, tomando un poco de carne de conejo. Faye asintió, dando un trago a su copa de vino.