Capítulo 3

Rigardo le entregó a Raki las tres cajas de madera donde iban a guardar los frascos que les encargó Isley. Se trataba de un encargo especial, hechos a la medida requerida y con los adornos distintivos de los perfumes que fabricaba. La próxima semana iba a lanzar su nuevo perfume y quería tener la vitrina bien llena de ejemplares, pues solían venderse como pan caliente los primeros días y después dos o tres por semana hasta agotar existencias.

Un perfumista como Isley no podía pecar de falta de originalidad. Cada perfume nuevo era distinto y casi siempre mejor que el anterior. Se adecuaba al ambiente, al clima y a la temporada. A la moda del extranjero. Era, más que un perfumista, un hombre de negocios, un inventor, un visionario, un dios de los aromas. Sus fragancias eran edición limitada, y siempre sorprendía a sus clientes con cada nuevo lanzamiento. En muy contadas ocasiones podía repetir un perfume, pero se trataba casi siempre de excepciones a las que no se podía negar. Un perfume que había hecho para un conde o una duquesa en particular, y que tiempo después le pedían otro ejemplar. La paga, después de todo, era generosa. Y dinero era dinero, aunque prefería mantenerse fiel a sus principios y superarse a sí mismo con el siguiente perfume.

Raki las enlazó y se las cargó a la espalda para llevarlas hasta la tienda, consciente de que su peso se incrementaría una vez que estuvieran llenas de frascos. Prefería que Isley hubiera mandado sólo a Rigardo, o sólo a él, aunque no se sentía listo para explorar Rabona cuando apenas había llegado el día anterior. Tenía una extraña sensación cuando estaba alrededor de Rigardo, que lo trataba como si fuera una peste, una enfermedad que había contraído su amo y maestro y del que esperaba poder deshacerse muy pronto. Era brusco en sus movimientos y en su trato hacia él, por lo que hasta el momento se había cuidado mucho de no cometer ningún error en su presencia. No quería hacerlo enfadar a la más mínima provocación, pues era como un león dormido que podía saltar sobre él en cualquier momento.

Salieron de la casa y se encaminaron hasta la tienda donde vendían los frascos de vidrio. Era un negocio que había prosperado mucho gracias al trato directo que tenía con Isley, por lo que siempre le hacía un descuento generoso en sus compras al mayoreo.

Hicieron el camino en silencio. Raki miraba a todos lados asombrado con las altas construcciones que había en Rabona. En Doga, todas las casas eran sencillas y modestas, sólo la iglesia era más elaborada, pero comparándola con la catedral de Rabona, que era un enorme elefante de adoquín gris, la de Doga era una simple choza ubicada donde el viento daba la vuelta. Y sobre todo, no podía acostumbrarse a la cantidad de gente que circulaba por las calles a todas horas. Tanto los transeúntes como los que iban a caballo o en carroza, era un mar de gente y murmullos y aromas y humores que lo apabullaban. Lo hacían sentirse prácticamente invisible, y aunque por lo general disfrutaba la mezcla de aromas, se preguntaba si no podía tener aunque fuera un respiro, algo más suave y discreto, como la piedra mojada o el aroma de los árboles en la montaña.

También le hubiera gustado que Rigardo le explicara qué era cada establecimiento por el que pasaban, que le dijera qué calles tomar para llegar a la casa, o en dónde podía encontrar tal y cual cosa. Pero era mucho pedir. El simple hecho de caminar junto a él era un logro, pues significaba que al menos podía aceptar su presencia.

Después de un rato llegaron al lugar y Rigardo le indicó que lo esperara afuera.

-No quiero que toques nada, al dueño no le gusta que haya tanta gente dentro.

Raki asintió y le entregó las cajas. Luego se sentó sobre una piedra enorme pegada a la pared y recargó su espalda. A esa hora su padre ya estaría vendiendo en la panadería. Su madre estaría probablemente empezando a lavar la ropa con ayuda de Zaki, o limpiando la casa como cada mañana. Dentro de un rato más saldrían a alimentar a las gallinas del corral, y entonces Zaki se marcharía al río con su cesta de mimbre y su caña para pescar algunas truchas y venderlas en el mercado al mediodía.

Cerró los ojos y trató de evocar los aromas impregnados en su memoria. Los bollos calientes, las piedras mojadas, el sudor de sus cuerpos. Era difícil concentrarse cuando una cantidad enorme de aromas se le mezclaban bajo la nariz y a su alrededor. Quisiera que fueran como un grifo que podía abrir y cerrar a su conveniencia.

Entonces, un aroma distinto a los demás y bastante peculiar lo golpeó como el sol de la mañana. Abrió los ojos y se enderezó, sintiendo cómo su corazón se aceleraba y sus palmas empezaban a sudar. ¿Qué era aquello que olía a la distancia? Destacaba con tanta intensidad que temió estarlo imaginando. Pero a cada segundo se hacía más y más fuerte, causando un ligero temblor en su cuerpo.

Se puso de pie y empezó a caminar, guiado únicamente por ese aroma que no sabía describir. Por la noche, había olido algunas esencias que Isley guardaba en su bodega, y se había familiarizado con los nombres hasta ahora desconocidos. Esto era distinto. No era herbal ni floral, era un olor humano. Un olor que destacaba entre toda la podredumbre que lo rodeaba, entre lo mundano. Un olor etéreo y dorado, destellante, agradable, como si acariciara su alma.

Apresuró el paso hasta que se dio cuenta que estaba corriendo. Tratando de alcanzar ese aroma…¿y hacer qué? ¿Encapsularlo? ¿Olerlo hasta hacerlo desaparecer? No. Se conformaría con ver de dónde, o mejor dicho de quién, provenía. Tenía que verlo con sus propios ojos. Presenciar el ángel que caminaba sobre la Tierra, que ponía fin a sus males con su simple existencia. Chocó contra un sinfín de cuerpos apretujados, abriéndose paso, esquivando niños, carretas, carrozas, caballos, ignorando a los perros que le ladraban al pasar y a los hombres que le gritaban groserías por no fijarse, por no tener más cuidado. Nada de eso importaba, no cuando estaba tan cerca.

El aroma dio vuelta en una esquina en la siguiente calle y Raki empezó a respirar agitadamente. Quería salvar el último tramo que lo separaba de un salto, llegar hasta allá y arrodillarse ante la presencia divina. Pero no había ningún ángel, ni siquiera un resplandor, sólo un tumulto de gente que cruzaba la calle, caminaba entre conversaciones y cuchicheos, en parejas o solos, señalando los escaparates a su alrededor, susurrando, tarareando canciones, soltando risotadas estruendosas. Los vestidos de las mujeres rozando las piedras, con sus abanicos en mano, los niños corriendo entre las piernas, los hombres ofreciendo su caballeroso brazo, con aires de superioridad.

Y en medio de todo eso, una figura encapuchada que se alejaba a paso tranquilo. Raki se obligó a respirar hondo para calmarse. Era esa figura la que expedía el aroma celestial. Y lo atraía como un imán al metal, casi sintiendo sus pies flotando por encima de la acera. Se limpió las manos sudorosas en la tela del pantalón y se acercó un poco más. Tenía que detenerse cada poco, cerrar los ojos y mantener la compostura. Estaba tan cerca, ya eran sólo unos cuantos metros los que los separaban, pero la figura encapuchada parecía cada vez más lejana.

Raki extendió la mano para tocarle el hombro, hacer que se volviera y poder contemplar el rostro de ese bello ser, porque un aroma como aquel no podía ser otro más que el de la belleza y la divinidad. Pero lo siguiente que supo fue que estaba tirado de espaldas, sentía un ardor justo encima de la ceja y después un líquido caliente y pegajoso que lo hizo cerrar el ojo izquierdo. Como era costumbre, lo olfateó antes de saber lo que era. El aroma ferroso. Sangre.

Sus extremidades ligeramente entumecidas y un dolor palpitante en la parte posterior de la cabeza y en el pecho. Su mente no se coordinaba, su memoria no había logrado captar el suceso. ¿Qué había pasado?

Y entonces otro aroma acre, intenso como la mirada de Rigardo. El aroma de la cólera y la agresividad.

-¿Qué crees que estás haciendo?

Continuará…