Advertencias: Contenido sexual; los Destinos como personajes originales; ntr leve; ésto es un borrador y los personajes están fuera de personaje; ni siquiera califica como romance pero Lune no es un personaje elegible en la categoría y no quiero sorpresas.


temporal


—Toma prestado a cualquiera de ésos santos caídos si lo deseas, Lune. Realmente no me importa cómo cubras mi ausencia, pero el trabajo desde el capricho de Poseidón no ha amainado y —el juez Minos sonrió con su usual deje sombrío—... Tal vez te hayas quemado un poco con todo ese tiempo libre en el Asfódelos.

Lune de Balrog asintió prontamente, pues su superior en verdad no había tomado un mísero descanso voluntario en los últimos siglos. Lune, de todas formas, supo que su jefe mintió; no podría solicitar la asistencia de cualquier santo, al menos, era claro para el juez suplente que no tenía permitido llamar a Piscis.

Y no es que planeara llamar a ninguno realmente. Como Balrog, los fuegos del Asfódelos eran su ambiente natural, su propio Nirvana, por llamarlos de otro modo. Podía continuar con sus tareas como si jamás las hubiese pausado con solo tener aquél libro entre manos.

Pero, las Moiras no dejaban de reír. Las brujas encargadas de escribir los destinos mortales espantaban a los espectros si cualquiera que no fuese un juez intentaba acallarlas y la primera prisión, entretanto, resonaba bajo su diversión.

Cuando Lune se disponía a disciplinar a las brujas y puso un pie en la biblioteca, éstas enmudecieron.

Las Moiras se hincaron en un círculo y comenzaron a murmurar entre las tres. Lune agradeció internamente la quietud, mas él mismo se extrañó de que las crueles damas no intentasen chantajearlo como a los demás espectros. Nunca se llevaron bien ya que, entre ellas y él, siempre fue obvio quién era el siervo favorito del señor Minos.

—Oigan —decidió hablar cuando juzgó que la pequeña reunión no cesaría pronto—. Más allá del alboroto, me pregunto cómo pueden reír tan fuerte y escribir al mismo tiempo. Al señor Minos no le gustaría oír que están-

—Joven Balrog —interrumpió la mayor—. No necesita utilizar el nombre de nuestro señor para amenazarnos, pues nos callaremos, mas ha de recordar que todas nuestras profecías se cumplen y antes de-

—¡SHHH! —la hermana de edad media chistó bruscamente a la anciana, aunque ésta prosiguió como si nada.

—Solo deseamos divertirnos un rato, en estos tiempos oscuros.

—Siempre está oscuro aquí abajo, usted lo sabe bien. Es aburrido —comentó la menor como si la insistencia no hiciera más extraña la confesión de la vieja bruja.

—¿Qué han visto, que les resulta tan hilarante?

Las tres hermanas se observaron, a pesar de que dos llevaban siempre los ojos vendados, mas, en lugar de contestar, las tres alzaron una mano y apuntaron un dedo hacia Lune. El gesto hizo fruncir el ceño al espectro, hasta que sintió un movimiento detrás suyo y entendió que las brujas no lo acusaban a él… Probablemente.

El juez suplente, látigo en mano, dio media vuelta dispuesto a corregir a quien fuera que estaba allí husmeando en horas de trabajo. Mas al encarar al intruso, por un momento, Lune se sintió paralizado.

No había hielo inmovilizando sus extremidades, lo cual hizo que su reacción se sintiera aún más ajena.

—¿Qué haces tú aquí?

El santo caído de Acuario lo observó con indiferencia, aunque ni siquiera abrió la boca para responder hasta que el látigo de Lune se halló descansando mansamente a su lado.

—El juez Minos me envió.

—¿Para? —si bien aquello no resultaba sorprendente, sí era un incordio.

—No lo ha dicho —aquello tampoco era demasiado inusual, pero, un caballero de Atena no era un espectro, por más fidelidad que hubiera jurado.

—Debes tener alguna prueba de tus palabras, santo.

La mirada del caballero apenas se detuvo en el látigo y continuó bajando mientras una mano se hundía en el cinturón ancho de su ropa. Por supuesto, ellos no tenían permitido ir galardonados para la batalla en las prisiones.

—Me ha entregado ésto —extendió su mano diestra para que Lune pudiese ver el dije con la inscripción del Grifo que era otorgada a los espectros que pasaban las pruebas para asistir en la prisión.

Claro está, si el gran juez decidía obsequiarlas como si se trataran de invitaciones, no había mucho que los demás pudiesen decir.

—Muy bien, guarda éso con cuidado y sígueme, Acuario. Veamos qué eres capaz de hacer.

El caballero se apartó de la entrada al primer paso del espectro.

—Adiós, joven Lune, señorito Camus —las Moiras se despidieron al unísono y Acuario, antes que un malsano interés, pareció alejarse aún más con sabio recelo.

—Adiós, viejas brujas —Lune cerró las puertas de la biblioteca al salir. Luego notó un ligero cambio en la expresión de Acuario—. Lo son.

—No lo dudo —aseguró el santo caído, como era predecible, logrando que Lune se pregunte qué podría haberlo llevado a excusarse en primer lugar.

El espectro no indagó mucho en ello y los dos pronto llegaron al juzgado. Los espectros guardianes se quedaron observando su llegada con temor, inútilmente, pues Lune no podía rechazar la presencia del santo y, lo cierto, es que el hombre tenía poco para espiar en ése lugar.

Luego, de todos modos, los cuestionaría por dejarlo ir por sí solo a la biblioteca; si se atrevían a objetar que no pensaban dejar su puesto de trabajo, tendrían que buscar nuevos reemplazos.

Lune tomó asiento en el estrado y señaló a los guardias.

—Uno de ustedes, vaya a buscar vino y una copa. El otro, que informe al resto del personal sobre nuestro nuevo… Asistente, de ahora en más, se lo tratará como a un igual. Luego, tienen tiempo libre hasta nuevo aviso, ¡muévanse!

—¡Señor!

El santo se mantuvo a su lado, de pie junto a la silla, y Lune pudo notar por el rabillo del ojo que su rostro giró cuando los espectros desaparecieron por el pasillo. Volteó a confirmar y el santo hizo lo mismo, mas no requirió indagar para recibir una respuesta.

—Ambos se han ido hacia el mismo lado —explicó el caballero. Lune dudó si aquello era una curiosidad pasajera o en verdad consideraba a los espectros tan idiotas (cosa difícil de negar, a veces).

—Además del gran juez y aquellas tres, que ya te han visto, sólo resta advertir al encargado de la cocina y el de la limpieza. Por supuesto que van hacia el mismo lado —el caballero asintió, pero el modo en que no apartó la vista decía que aún no estaba satisfecho—. ¿Algo para decir?

—Si me lo permite… Entiendo que con usted y el juez Minos es suficiente para resguardar la prisión —aquél comentario habría hecho hecho sonreír a Lune, mas no era momento de distraerse pues luego de un halago suele venir un «pero»—, pero, entonces, ¿qué función cumplen esos guardias realmente?

En teoría, estaban allí para vigilar que ningún alma errante se desviase de la fila o intentase ir hacia algún sitio antes de ser juzgada, evento que había ocurrido, como mucho, tres veces antes, mas habían sido ocasiones suficientes para que Hades los obligase a aumentar la vigilancia. Lo extraño resultaba ser que, aunque ningún alma había intentado escapar del Inframundo por medio de la primera prisión, fueron ellos los únicos en recibir tal órden.

Lune ni siquiera podía recordar a alguna de aquellas tres almas, así que no debieron causar problemas mayores en su momento.

No podía, de cualquier forma, sintetizar todo ello en una respuesta aceptable, o, una que un santo debiera saber.

—Burocracia —resolvió objetar y el santo parpadeó una vez antes de asentir lentamente y mirar al frente, hacia la puerta que mantenía al siguiente morador del abismo en vela.

Por fortuna, el santo resultaba ser un hombre callado, pues tras ello se limitó a permanecer de pie y observar los juicios en absoluto silencio. Incluso cuando el guardia encargado del vino regresó, el santo de Acuario se dispuso a servirlo con una elegancia más bien extraña de presenciar en un guerrero.

Y su voz no tenía un timbre desagradable, a diferencia de muchas de las bestias del Inframundo que lograban convertirse en espectros. Lune podía soportar aquél capricho de Minos durante un tiempo.


Otra alma fue enviada al segundo valle de la sexta prisión. Radamantis, al menos, tuvo el decoro de esperar hasta que el juicio durante el cual llegó finalice antes de interrumpir.

—¿Por qué Acuario está aquí? —cuestionó el ejecutivo Wyvern sin dedicar una sola mirada al caballero.

—Minos lo ha traído —Lune prefería no tomar todas las culpas de su superior y los hermanos de éste lo sabían bien—. Lo convirtió en empleado.

Aquello sí pareció irritar al juez de cabello dorado que se llevó una mano al rostro y respiró hondo (por más innecesario que fuese el gesto) antes de hablar.

—Ese idiota… Los santos caídos deben entrenar bajo mi mando, bien lo sabe —ante éso, la «burocracia» que Lune mencionó hace algún tiempo cobraba valor, pues el ejecutivo de Caina no podía simplemente llevarse a un empleado de Minos.

—No había oído sobre ello —ambos espectros voltearon a ver al santo.

—... Tengo entendido que obedecer a los jueces es nuestro deber. El señor Minos me llamó, así que lo seguí.

Los espectros volvieron a encararse. En la situación actual, Radamantis tenía la ventaja de rango mayor, pero el santo llevaba el emblema del Grifo atado a la cadera y ya vestía las ropas oscuras de la primera prisión. Tampoco podían deliberar mucho frente a un espíritu humano cuya lealtad aún debía ser puesta a prueba. Era, una vez más, una fortuna que el santo de Acuario fuera quien los acompañaba porque, de seguro, si era el de Cáncer o el de Aries ni siquiera podrían estar teniendo esa conversación, por distintos motivos.

Finalmente, Lune puso ambas manos sobre la mesa.

—Si debe entrenar junto a los demás santos, no lo necesitas todo el día rondando en las bajas esferas, además, estoy seguro de que tienes un reloj para acomodar los horarios de entrenamiento. Si no te es posible conseguir una réplica de ése reloj, puedo solicitar a Pharaoh un par de sus campanas gemelas.

—El reloj —Radamantis se apresuró a responder—, puedo conseguir otro idéntico.

—De acuerdo.

—Ya que Minos no ha dado sus explicaciones, no te molestes en informar sobre ésto. Cuando vuelva con ése reloj, me lo llevaré a Caina.

—Por supuesto, señor Radamantis —concordando con las palabras de Lune, Acuario agachó la cabeza en gesto de obediencia. Realmente parecía acostumbrado de más a actuar como sirviente.

Observaron a Radamantis marchar con la misma prisa con la cual llegó y no fue hasta que desapareció entre la fila de almas que el santo caído habló nuevamente.

—¿Disfrutaría unas granadas, señor Lune? —cierto era que tener a un santo de oro como vigilante bien cubría la posición de «guardia» y, siendo su voz tan calmada y de buen oír, a Lune no le importaba intercambiar unas palabras con él de vez en cuando, tan solo por el puro gusto de hacerlo.

—Luego. Primero sacia tu curiosidad, antes de que llame al siguiente invitado.

—El tiempo aquí abajo es irregular, no es un planeta como la Tierra. Los huertos que la reina cultiva no tienen temporadas de crecimiento predecibles, lo oí del cocinero, aunque las granadas recién llegadas se ven bien. Los relojes se estropean aquí abajo.

—Los de metal. Los relojes de arena funcionan con cierta estabilidad, así que Radamantis solo necesita conseguir dos idénticos pues es seguro que correrán al mismo ritmo.

—Eso es, si se les da vuelta al mismo tiempo.

—No son el tipo de reloj de arena que tienen en la superficie… Lo entenderás cuando lo veas.

El objeto era extraño, para los estándares de diseño humanos, mas el tiempo siempre fue percibido distinto por los seres inmortales. Cuando Acuario vio el reloj, asintió una sola vez antes de seguir al ejecutivo y, cuando regresó del entrenamiento, lo observó con más detalle; allí mismo, en la mesa de juzgado. No era un objeto decorativo que fascinara mucho a Lune.

—Acuario —el juez llamó su atención tras dictar otra sentencia—. La recámara en la primera puerta de ese corredor, a la derecha, está vacía. Puedo llamarte de regreso. Son solo unos pasos así que, considérala tu habitación y guarda el reloj allí.

—Pero, si no observo cuando la arena cae-

—Tienes permiso para descansar allí y visitarla de vez en cuando, mientras no estés haciendo nada, aquí de pie. Si el tiempo está por cumplirse, tampoco tienes que pedirme permiso para marchar.

—Entendido.

Lune observó al caballero retirarse con el reloj, el cabello azul ondeando en su espalda como si hubiese aire corriendo allí por causa de su andar distendido. Era ciertamente distinto a la primera vez que caminaron hacia la corte, cuando aún se notaba la tensión en sus hombros. También podía ser culpa de que acababa de entrenar bajo el mando del Wyvern y sus músculos estaban más relajados.

El Balrog se preguntó por cuál motivo traería de vuelta al santo a su lado si éste no salía de la habitación y, en caso contrario, por qué no lo instaría a encerrarse a sí mismo allí para disfrutar del tiempo a solas que tanto adoraba. No podía afirmar preferir cualquiera de ésas opciones.

Acuario regresó, pasado un tiempo, y simplemente permaneció allí de pie en solemne silencio mientras observaba los juicios; hasta que Lune decidió pedir que fuera por aquellas granadas que ofreció anteriormente.


Aiacos de Garuda entró con una amplia sonrisa y pasos seguros en la primera prisión.

—Pequeño Minos, qué sorprendente es encontrarte a solas —ignorando el apodo, el juez suplente cerró el libro de vidas y decidió dejar el juicio en suspenso mientras su superior estaba allí.

—Ejecutivo Aiacos, es un honor recibirlo en nombre de mi señor.

—Es raro hallarte de buen humor —más allá de lo irritante que el Balrog pudiera hallar la voz de Garuda, tampoco podía negar aquello. Si bien no había espejos en la prisión, Lune podía asegurar que sus más profundas líneas faciales debieron desaparecer por completo hara no tanto—. Oh, esa expresión… ¿Tan bueno es?

La manera en que Aiacos realizó aquella pregunta logró que los hombros de Lune se tensaran.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos, Lune, no eres un infante. Minos te envió un Acuario para complacerte y todo el Inframundo sabe que siempre está a tu lado cuando no está con los suyos. Es obvio que te ha gustado.

La implicancia de aquellas palabras no solo era enfermiza, sino que totalmente inapropiada. Los santos no habían sido llamados a servirles con esos propósitos, Hades mismo lo repudiaría, y Minos no… No haría eso.

—Deja de bromear. Camus no sirve para eso.

Si el caballero tuviera permitido vestir su armadura, tal vez sus pasos hasta ellos los habrían advertido sobre su llegada antes de que las copas fueran posadas encima de la mesa.

—Lamento si mi rendimiento le ha resultado insuficiente, juez —si fuera solo por su tono de voz, Lune no creería sus palabras, mas Camus era un hombre franco y por lo general se atrevía a sostener su mirada—. Señor Aiacos.

—Acuario, justo a tiempo —el espectro de cabello negro miró a los dos habitantes de la primera prisión como si buscara rastros de algo en ellos—. Recuerdo bien cuando Minos te arrastró a éste lugar, oí claramente su mandato de mantener al Balrog complacido. Mas, ahora que vengo a comprobar la situación, el buen Lune admite que no has abierto tus piernas para él siquiera una vez.

—... El señor Lune no requiere-

—Oh, lo hace. Todos lo hacemos. Incluso tú, ¿no es así?

—Disculpe. Me refiero a que el señor Lune puede tenerme si así lo deseara, pero, lo cierto es que podría tener a cualquier otro que no sea un santo desleal. No requiere de mis servicios en particular e imponerse de ésta forma resulta insultante.

—No necesito que hables por mí —declaró el juez, poniéndose de pie—. Aunque lo que ha dicho es cierto, señor Aiacos, usted no tiene siquiera lugar en éste entierro. Le ruego que deje los intereses ajenos en manos ajenas.

—Cómo sea —el espectro de Garuda ocupó pronto el asiento de juez y señaló a las copas—. No sé cómo predijeron mi llegada, pero, sirve de una vez, ¿puedes?

Lune se quedó estático un momento hasta que notó que Camus se dispuso a obedecer sin pausa. El ejecutivo Aiacos no tenía porqué saber que el Balrog invitó a Acuario a acompañarlo con una copa justo antes de la llegada del inesperado invitado.

En verdad, Lune había estado haciendo cosas bastante impropias desde la llegada del santo, pero, al menos no había cruzado por su cabeza nada semejante a aquello sugerido por el ejecutivo.

Hasta el momento, al menos.

Despacio, mientras Camus se retiraba con la excusa de buscar otra silla, Lune tomó una de las copas sin notar que Aiacos lo estudiaba a él en aquél instante; la forma en que sus ojos no abandonaron al santo.

—A veces —comenzó Aiacos—. Por más que te quejes de lo infantil que puede ser Minos, no te das cuenta de que pasar tanto tiempo a su lado en verdad te hizo un calco de su horrenda personalidad. Él no deja de vigilar a Piscis desde la lejanía y tú, pese a tener al hombre al alcance de la mano, ni te molestas en extender el brazo.

—Es impropio.

—¿Según quién?

«Según Hades», estuvo a punto de responder el juez. Mas eso no era del todo cierto. En ningún momento Lune había implicado tal cosa y, aunque Minos lo hubiese sugerido, Camus afirmó estar dispuesto a cumplir e incluso utilizó la posibilidad sin repudio para confrontar a un ejecutivo.

Hades otorgó a los santos caídos cuerpos idénticos a los originales, para convencerlos de su bondad. Si ellos se prestaban a cumplir su juramento, podían usarlos como les placiera. Si Acuario estaba de acuerdo, entonces…

Lune bebió todo el vino de un trago y, cuando Camus regresó, apenas se elevó una de sus cejas bifurcadas antes de rellenar la copa.


Bastó con un roce.

En una ocasión, mientras buscaban entre los archivos de la biblioteca y las brujas estaban en supremo silencio, Camus halló el papiro que Lune buscaba y se lo acercó. Las puntas de sus dedos se tocaron. Era la primera vez que tenían contacto más allá del visual. Sus miradas se anclaron en la opuesta.

El silencio de la prisión hizo que el latir del corazón humano retumbara y los pensamientos del espectro se sobrecargaran. Camus estaba vivo, tibio al tacto, una copia casi perfecta de quien alguna vez fue llamado «mago del hielo». Lune era la forma de un hombre que el Balrog adoptó para no desgraciar la prisión con su forma original, el Balrog amaba el fuego de los Asfódelos porque, por sí mismo, el frío del averno resultaba intolerable.

Tal vez era la nostalgia lo que los llevó a acercar sus rostros y salir de la biblioteca dejando el papiro atrás. Las brujas no emitieron un solo sonido en despedida, como si a propósito les dieran privacidad. Cruzando de un pasillo a otro, se apresuraron hacia el interior de la recámara del santo.

Sus ojos no se apartaron mientras se desprendían de sus ropas, atentos, alerta, por si algún movimiento sospechoso ocurría en cualquier instante. Eran aliados temporales, mas no eran iguales. Ambos eran peligrosos, aunque retozaran allí voluntariamente y se vieran dispuestos a mostrarse vulnerables ante el otro, no dejaban de ser precavidos. Nada de gestos bruscos, buscando permisos con la mirada.

Acuario no tuvo reparos en recostarse sobre el lecho y dar permiso al Balrog de acercarse, como Aiacos había insinuado, abriendo sus piernas. No les faltaba pudor, ya que la única luz provenía de los fuegos fatuos en el exterior. Estaban solos, a escondidas, compartiendo un secreto.

Lune no bajó la vista para acompañar sus manos cuando éstas exploraban el tibio cuerpo del santo; el contacto hacía que el caballero se estremeciera ante la diferencia de temperatura, a pesar de su título y la resistencia que la muerte traía aparejada… Temblaba, entonces, por expectativa o por placer. Lune se inclinó para volver a encontrar los labios sonrosados.

Sus cuerpos se cruzaron durante el beso y la fricción entre sus miembros íntimos resultó inevitable, forzándolos a separar los rostros un momento para evitar morderse.

—Lune —el santo se movió apenas tras un tiempo, elevando las caderas, instando a su compañero a proseguir.

—No hay apuros en el Inframundo —citó una vieja frase de Minos sin pensarlo y, al instante, bajó una mano para presionar ambos sexos unidos.

Más allá de los ojos entrecerrados, Lune pudo entrever la manera en que los labios del santo se forzaban a no dejar salir sonido alguno. Tenía sentido, en la silenciosa primera prisión, mas el Balrog consideraba la voz de Acuario agradable y aplicó más entusiasmo en sus movimientos solo para oírlo gemir.

Camus colocó una de sus propias manos para ayudarlo en algún punto y el sentimiento robó un gruñido del Balrog.

El calor humano era fascinante. Pensando en que le encantaría hundirse en él, ambos hombres terminaron en medio de un apretón en que no había mesurado la fuerza. Debió doler, mas Acuario no se quejó y se impulsó hacia arriba con los brazos para incitar otro beso; uno bastante casto a comparación de los previos.

—El reloj —informó el santo.

En un lado de la habitación descansaba aquél mecanismo que emitía su propia débil luz la cual imposibilitaba ignorarlo, la arena estaba «pronta» a caer por completo.

—Vístete con calma —accedió Lune, posando una mano sobre el torso ajeno, cerca del corazón acelerado, para empujarse a sí mismo lejos—. Podemos hablar sobre ésto más tarde.

Camus respondió con un sonido que parecía ser positivo, pero no pronunció palabra alguna mientras Lune rebuscaba sus ropas en el suelo.

Debió entender que era una mentira. Aquello no era algo digno de mencionarse, de discutirse. No eran iguales, por tanto no tenían derecho a establecer nada. Podían disfrutar todo lo que desearan, mas su tiempo juntos estaba contado.

Y no por aquél reloj de arena.


Cuando el fuego envió otra alma a su destino final, Lune hizo el recuento; la trigésimo cuarta desde que Camus se había marchado. No debía tardar mucho en regresar.

Tras alcanzar la cincuentena, se le dificultó encontrar los pecados entre las líneas escritas en las biografías, pues parte de su cabeza no paraba de pensar en la tardanza del santo. Su relación había continuado desenvolviéndose en aquella extraña dirección aunque nadie había vuelto a hacer comentarios al respecto.

Perdió la cuenta cuando decidió buscar aquella mariposa oculta bajo la mesa, que dormía vigilante aguardando su momento de brillar. Cuando la alzó a su rostro, apenas se permitió sentirse avergonzado antes de preguntar, pues tenía motivos válidos para encontrarse descontento con la interrupción de su rutina. La ausencia del santo, además, podía ser peligrosa si su ubicación resultaba desconocida.

—Acuario, ¿en dónde está?

La mariposa aleteó un par de veces sin huir de la mano del espectro y, pronto, mientras observaba el aleteo, Lune pudo visualizar su respuesta. En los aposentos de Caina que habían sido prestados a los santos caídos de Atena, allí, Acuario y Capricornio estaban…

El Balrog espantó a la mariposa a tiempo para no matarla, pues no quería deber explicaciones a Papillón.

Aquello no era sorprendente ni estaba prohibido. Lune no tenía nada que objetar ante aquél acto, no poseía las condiciones para poder sentirse molesto al respecto de las decisiones de Camus; jamás establecieron límites, después de todo. La situación entre el Balrog y Acuario no tenía nombre. Los santos estaban en Caina y su interacción no podía ser calificada de «sospechosa» bajo ningún concepto.

Los juicios prosiguieron con normalidad, si bien las despedidas fueron algo más feroces de lo usual.

¿No era lo suficientemente gentil o lo suficientemente feroz? O acaso… Lune, por sí solo, no era suficiente.

Acuario cargaba con muchos estigmas, el simbolismo que el título conllevaba no lo presentaba, jamás y bajo ningún concepto, como el mejor de los guerreros. La belleza podía resultar amenazante, el atractivo sexual tentar a caer al más grande de los hombres, incluso la sumisión era aquello que daba a los humanos la oportunidad de apuñalar a sus superiores por la espalda; la historia mortal era tal, desde la gran China hasta las Américas. Pero los pensamientos y las voluntades no negaban los actos cometidos. La imparcialidad en un juicio se debía precisamente a ello, matar, sin importar el motivo, significa que ha matado. Pecar ante la ignorancia o la falta de voluntad no exime el pecado cometido.

Lune abandonó la sala de juicios para encerrarse en sus aposentos.

Los pasos de Camus a su regreso resonaron en el vacío de la prisión, se detuvieron largo rato en la sala de juicios, luego se dirigieron al otro pasillo y las puertas fueron abiertas una a una de ida y vuelta; al cambiar de corredor pasó un rato en su propia habitación, pero pronto continuó su búsqueda. La recámara de Lune era una de aquellas al final (la otra era de Minos) a la cual se le advirtió no poner un solo pie dentro si algún «día» se le ocurría husmear por ahí.

El santo tocó a la puerta con firmeza tres veces. Lune no respondió, recostado sobre su cama, consciente de cada movimiento ajeno mientras mantenía sus ojos cerrados con fuerza. La imagen de Capricornio manteniendo a Acuario cerca suyo como un par de amantes haría tras una larga separación era… Persistente.

Amantes.

La puerta se comenzó a abrir y Lune invocó a su látigo sin pensar. Al siguiente parpadeo, el santo y el espectro estaban cara a cara, de pie, y el arma siseó contra el suelo justo enfrente de Acuario, sin llegar a tocarlo.

—Se te ha dicho que no entres —recordó el juez, ante la falta de reacción del hombre.

Camus no lucía asustado, sino más bien sorprendido por el actuar ajeno.

—Se me ha dicho que no husmee aquí y solo vine a encontrarte, lo demás no me importa —su mirada era segura, tanto que el espectro no la pudo tolerar.

—Regresa al juzgado, tan solo estoy descansando.

—¿No deseas que te haga compañía?

La sugerencia casi hizo reír a Lune.

—¿Ofreces tu compañía? ¿Acaso Capricornio no logró satisfacerte?

Finalmente el santo pareció indeciso sobre cómo responder, por primera vez desde su llegada a la prisión. Incluso parecía dolido, por la forma en que sus hombros se alzaron y su pecho se hundió. Pero el caballero se recuperó pronto.

—Shura y yo siempre hemos sido cercanos, no lo negaré. Mas éso y ésto no tienen nada que ver y sí, Lune, ofrezco descansar a tu lado si lo deseas porque sé que mi calor te tranquiliza. Pero solo he dicho descansar, ya que también me gustaría hacerlo.

—Después de revolcarte en una cama ajena.

—¿Qué deseabas que hiciera? No hablamos jamás sobre lo nuestro y nunca antes rechacé a Shura. Con las habladurías de Aiacos los espectros e incluso mis compañeros comenzaron a hacerse preguntas. Dime, Lune, ¿ahora ignoras mi situación?, ¿no considerarás tus propios aportes en éste juicio?

El látigo de fuego siseó otra vez, golpeando la puerta junto a Acuario y causando su cierre de paso.

—Cállate —el caballero lo miró con cierta furia en sus ojos azules, mas permaneció inmóvil—. Si lo que necesitamos es hablar, hagámoslo luego. Si eres honesto con tus intenciones, puedes quedarte. Si has cambiado de opinión, márchate.

Lune se sentó en la cama y apartó el látigo antes de recostarse. Luego de un tiempo imposible de definir, Camus se unió a él. Durmieron de espaldas al otro y despertaron frente a frente.

Camus fue el primero en hablar.

—Creía que el libro contenía todos los sucesos de una vida.

—Lo hace. Nunca revisamos los suyos, o al menos sé que yo no lo hice aunque no puedo asegurar nada por mi señor, porque Hades solicitó enjuiciarlos en persona.

Acuario aceptó la respuesta y descansó mirando al techo.

—En el santuario tenían una idea similar de Acuario a la cual poseen ustedes. Saga, como patriarca, mandó a instruirme y se acostumbró a solicitar mi presencia como sirviente. Shura fue mi amigo pero cuando nos volvimos amantes supe que lo primero jamás había sido su intención. Los demás me trataban como a un príncipe o un entretenimiento, sin intermedios, «mago del agua» y «príncipe de hielo» eran nombres recurrentes en el santuario que llegaron al pueblo bajo. Cuando me harté, me marché y Milo de Escorpio, el único al cual no le importaba ser mi amigo pues era un verdadero payaso, apoyó mi decisión y convenció a los demás de que no tenía intenciones de desertar y solo había olvidado llevar conmigo mi armadura. Los idiotas están hechos el uno para el otro, supongo.

Lune asimiló aquella información. Era la primera vez que Camus hablaba tanto y parecía haber dicho todo lo necesario, pues descansaba con la respiración tranquila y los ojos cerrados en una expresión pacífica.

—En ese caso, no te diré que no regreses con tus compañeros, pero, si has huido de ellos una vez, ¿por qué no volverlo a hacer? —el juez se incorporó para sentarse—. Eres bienvenido a permanecer aquí el tiempo que desees, bajo mi mando, hasta que debas cumplir tu deber con el rey. Pero, si tienes intenciones de continuar con ésto —con una mano hizo un gesto que los envolvía a ambos cuando Acuario abrió los ojos—, no vuelvas a intimar con él.

Acuario parpadeó.

—¿Y si he mentido?

—No eres un idiota, Camus. Y tú mismo has visto los archivos de los juicios pasados, entre ellos está la verdad y no te arriesgarías a mentirme.

Esta vez, el caballero sonrió.

—Tal vez ya no sea tan idiota, si merezco a alguien como tú.


Camus había comenzado a prestar mayor atención al látigo desde que fuera utilizado en su contra. La consiguiente solicitud fue previsible.

—Úsalo —pidió en una ocasión en que Lune había olvidado (tal vez a propósito) soltarlo en el juzgado.

Estaban en la habitación del juez.

—Como gustes.

El arma dio una vuelta alrededor del cuello del santo, sin presionar. Lune tocó tres veces el costado derecho de Camus en una forma inusual que el caballero comprendió y repitió sobre el cuerpo ajeno. No hablaban mucho durante sus encuentros ya que las acciones comunicaban demasiado por sí solas.

El Balrog se introdujo en el calor ajeno y tiró levemente del látigo. Acuario asintió luego de un rato y, ante la señal, el espectro comenzó a moverse.

El látigo añadió una novedad que inesperadamente fascinó a los amantes.

Una y otra vez se encontraron buscando nuevas formas de utilizarlo, distintas posiciones, distintos nudos y distintas presiones. El libido que resultó de un simple elemento era casi aterrador, impidiendoles pensar en nada más que continuar.

Aún así, cuando las manos del santo estaban atadas a la cabeza de la cuna y Camus tartamudeaba alientos para que Lune terminase sobre su torso, casi derrotado por la sobreestimulación, parecía que estaban llegando al final.

El Balrog acabó como su compañero deseaba y pronto lo liberó.

Ambos exhalaron y se desplomaron sobre las sábanas, acto seguido, cuando sus ojos se encontraron, algo los impulsó a reír. Quizás era la complicidad. Quizás fue por la irrealidad de los límites de una fantasía. Quizás fue porque en ése momento se sintieron liberados de todas las restricciones que el mundo fuera de la habitación les imponía.

Quizás no fue nada de éso, mas sus risas resonaron.

Sus risas resonaron en la primera prisión como un día lo hicieran las carcajadas de las Moiras.

Hacía cuánto tiempo había pasado aquello; parecía una eternidad.

El alegre sonido en un lugar tan silencioso y lúgubre, por supuesto, llamaría la atención de unos invitados que llegaron durante la ausencia del juez suplente en su puesto.

Los tres ejecutivos del Inframundo y Shion de Aries siguieron el sonido.

Tres golpes resonaron en la puerta de la habitación.

—¿Lune? —la voz de Minos interrumpió el momento de júbilo—. ¿Está Camus de Acuario contigo?

Los amantes se separaron en un movimiento y tomaron ropa con la cual cubrirse.

—Sí, señor Minos. Saldremos en un momento.

Los que aguardaban en el pasillo murmuraron algo entre ellos mientras el dúo ajustaba su calzado. Ni siquiera se atrevieron a ver al otro por más de un instante para verificar la ausencia de marcas visibles antes de apresurarse hacia la puerta.

Al quedar ambos de cara con los otros cuatro, bajaron las miradas.

—Mis señores, Aries.

—Su ilustrísima, grandes jueces.

Un prolongado silencio ocupó el corredor. Los amantes no alzaron las cabezas ni se separaron más de lo políticamente necesario en una aniñada muestra de apoyo, pues sería muy difícil negar su complicidad bajo las circunstancias en que fueron hallados.

El primero en interrumpir el silencio fue Shion, con un pesado suspiro.

—Parece ser que el ejecutivo Aiacos estaba en lo correcto. Es… Ciertamente, un alivio.

—Por supuesto, no hablo sin fundamentos, señores. Aunque incluso yo me hallo sorprendido de que nuestro pequeño Lune haya descuidado sus deberes y los ajenos de ésta manera.

—Ahora entiendo porqué Myu no supo decir en dónde se hallaban. Jamás dejaron la prisión —el comentario de Minos hizo que finalmente Lune alzara el rostro.

—¿Por qué nos buscaban?

—Acuario faltó al entrenamiento y nadie sabía ubicarlos. Por supuesto, sospechamos lo peor —explicó Radamantis.

—Yo aposté a que tenían más opciones de estar matándose a besos que matándose a puñetazos, por algún motivo, ninguno me creyó. Lamentamos la interrupción.

Aquél último comentario de Garuda hizo que Acuario alzara una mano para cubrirse el rostro, al parecer aún más avergonzado que antes.

—Camus —Shion dio un paso adelante—. ¿Deseas regresar conmigo y tus hermanos?

Todos aguardaron con paciencia a que el santo se dignara a mirar a su líder y ofreciera una respuesta, curiosos sobre su decisión. Le dirigió una veloz mirada a Lune antes de contestar.

—Yo, me siento a gusto aquí, su Ilustrísima.

—Comprendo —no tardó en responder Shion—. No te preocupes, no estás en problemas. Tan solo nos gustaría pedirles una explicación.

—Sí, una explicación estaría bien, ¿no lo crees así, Lune? —el Balrog entendió que Minos buscaba alejar la atención de Acuario y asintió.

—Bueno, por lo general, utilizamos la habitación de Camus en donde está el reloj que el señor Radamantis nos entregó. Como usted sabe, ésta es mi habitación. Perdimos la cuenta del tiempo. Es tan simple como eso.

Otro silencio se presentó, hasta que Aiacos, intentando duramente contener una sonrisa, citó.

—¿Has dicho generalmente, Lune? Y yo que en verdad te había creído cuando fingiste demencia la última vez —ya no ocultaba su alegría—. Fascinante.

Shion colocó una mano sobre el hombro derecho de Camus.

—Podemos hablar de ésto más tarde, mas no debes sentirte avergonzado, recuerda que ahora somos aliados, ¿sí?

—Sí señor, gracias señor.

—De acuerdo, ya que ésto se solucionó —interrumpió el Grifo—, por favor, ustedes tres salgan de mi prisión. No recuerdo haberlos invitado a pasar, para empezar.

Los otros ejecutivos y el santo de Aries poco tardaron en obedecer. Dejando al gran juez y sus subordinados enfrentados.

—Lamento la molestia que causamos —se apresuró a decir Lune una vez que los otros salieron.

—No tienes porqué. Las Moiras lo habían susurrado y el destino es ineludible, en todo caso, me alegra haber ayudado a hacerlo más sencillo —entonces se dirigió al caballero—. Durante el tiempo que decidas permanecer aquí, cuida a mi Balrog, ¿de acuerdo, Acuario?

—Por supuesto, señor.

—Pueden descansar un rato más, yo iré a dictar algunas sentencias. Los veo luego.

Cuando Minos se alejó, la pareja volvió a ingresar en la recámara y se quedaron justo allí, con las espaldas contra la pared y un suspiro en los labios. Sus manos se buscaron y, cuando se hallaron, aún sin mirarse el uno al otro, ambos sonrieron.

Podía ser que sus destinos se hubieran cruzado y podían tener el permiso de disfrutar el presente, mas ambos sabían bien, por distintos motivos, que aquello no duraría.

Eso no impedía que la presencia ajena les brindara alegría.