Es lunes y mi reloj despertador me taladra los tímpanos, avisándome de que el fin de semana ha concluido por completo y quitándome las ganas de vivir, que nunca he tenido muchas. Tras algunos segundos de retorcerme angustiado sobre el colchón, decido no alargar mi agonía. Me levanto y lanzo al causante de tan odioso sonido contra la pared. Milagrosamente, no logro reventarlo. ¿Pero de qué está fabricado esa porquería?
Luego de desquitarme, noto exactamente tres cosas. Primero: me pica el culo, segundo: mi gata se fugó otra vez y tercero: tengo dos esmeraldas incrustadas en mi anatomía. Sonrío sin poder evitarlo, divertido de lo desvergonzado que puede llegar a ser ese mocoso. Hice bien en no cerrar las cortinas, no dudó en aprovecharlo. De seguro Polly está con él, pienso, y eso me tranquiliza.
Mientras me lavo los dientes, me miro al espejo y acomodo mi cabello revuelto. Mis pensamientos vuelven inevitablemente a mi vecino acosador y la pasta de dientes se desliza por mi barbilla cuando no puedo contener una risa. Aaah, niño baboso. Puede, quizás y solo quizás, que suene mal, pero me encanta el poder que tengo sobre él y cómo es él mismo quien me lo entrega en bandeja. Él solito se postra a mis pies, y me encanta más cómo es que se hace creer que es al revés, cuando yo solo tengo que abrir la boca y decir "Hey mocoso", y efectivamente tendré a un mocoso a mi completa disposición.
¿Que qué hice para lograr ese poder? Pues lo mejor que he hecho en mi vida, darle una paliza a tres soplapollas que estaban jodiendo con Polly y que encima tuvieron los pocos huevos de salir corriendo. Pero hay que verle el lado positivo, y es que por defender a mi gata encontré a un cachorro que se creía un pitbull. Un cachorro castaño, con piel de caramelo, enormes ojos verdes y numerosas evidencias de peleas en las que se metía a diario. En ese momento lo primero que se me vino a la mente fue que tenía que adoptarlo.
El cachorro de inmediato me siguió a todas partes, y fue ahí cuando cometí mi primera idiotez: enamorarme de cómo fruncía el ceño y desaparecía el brillo en sus ojos cuando estaba celoso, o de cómo ocultaba su faceta brava e impulsiva para convertirse en el dulce niño que cree que creo que es. No obstante, me fue muy fácil superar la etapa de pensarme un idiota para, en cambio, comenzar a abusar de un nuevo placer. El incondicional amor del cachorro.
Ese cachorro no sabe cuánta satisfacción me da la suya propia cuando juega con Polly, solo por el hecho de que es mi gata y él ama todo lo que sea mío. Oh, y me fascina imaginar cuánto tiempo invierte en leer cosas que me gustan solo para poder llamarme después y mantener una conversación de dos horas. Y así, día tras día, siempre voy a recibir una llamada telefónica suya para comentar el nuevo capítulo o poema; hasta que se detenga, pensando que me molesta, y bastará que sea yo quien lo llame una vez para repetir el círculo vicioso.
También me encanta cuando le roba monedas a su padre para comprarme té. Cuando se esfuerza en comer platos picantes, pese a tener los ojos cargados de lagrimones, solo por comer lo que me gusta junto a mí. Me encanta cuán feliz se pone cuando le compro una simple hamburguesa de dos marcos, solo porque fui yo quien gastó los dos miserables marcos en esa hamburguesa. Me encanta su cara de bobo perdidamente enamorado cuando le toco la flauta. Me encanta que gaste sus materiales de dibujo en dibujarme a mí. Y ni hablar de cuánto me encanta cuando se cree poderoso y le da por amenazar a mi «club de fans», cosa que obviamente no intimida a ninguna mujer, pero yo me las arreglo para que eso piense.
Claro que siempre debo asegurarme a alguna chica cerca para mantener vivos sus celos y deleitarme con ello; o incluso para mi propia satisfacción sexual. De alguna forma tengo que descargarme mientras espero a que el mocoso crezca. Aunque, bueno, eso ya quedó en el pasado. Porque oh, vamos, al mocoso no le bastó con fingir estar triste para recibir mis caricias y consuelos, sino que fue capaz de fingir miedo a las tormentas para meterse en mi casa y en mi cama. Tuve que actuar. Por supuesto, el cachorro —llamémosle nuevamente mocoso aquí, para no sonar zoofílico— tan fiel y devoto, nunca se me resistió. Calmé sus miedos justo como sus lindos ojos verdes que solo me miran a mí me gritaban y no dudé en follarlo. Esa misma noche tormentosa, mientras el cachorro dormitaba entre mis brazos, decidí que no necesitaría más a esas chicas a mi alrededor más allá que para provocarle celos y dependencia.
Eren Jaeger se jacta de que lo nuestro es una historia de amor, y yo me esfuerzo por que se lo crea. Porque así yo, Levi Ackerman, puedo jactarme de que solo tengo que decir "Hey mocoso" para que el mocoso me abra las piernas y me entregue su alma y su corazón.
.
.
.
