La cena había sido maravillosamente agradable, cómo nunca había sido para él. Tanto así que se había ido a dormir con una gran sonrisa en el rostro, feliz. Pero no todos en el universo lo estaban tal cómo él.


Todo comenzó con un destello en el cielo, con una onda en los cielos, que despejaron las nubes, dejando este libre de todo, como una ventana sin sus cortinas, una iglesia sin sus cristaleras, o un castillo sin sus ballestas. Abierto, desprotegido.

Un mundo próspero, capital de lo que una civilización avanzada y organizada podía ser, el espejo al que todos quisieran mirarse ¡Un ejemplo a seguir! Todos los que vieran ese mundo podrían señalar sus proezas tecnologicas, culturales, jurídicas y filosóficas, una civilización que estaba por pasar el gran filtro, superarlo, pero a veces... Simplemente habían cosas que no podían suceder.

El soberano del planeta miró desde su lugar de honor cómo las nubes se despejaban, apretando los labios, bajando la cabeza y negando con la cabeza. Se dio la vuelta, viendo solamente la sombra que se asomaba sobre él. Volteó la cabeza, y vio cómo desde sus cielos descendía una lluvia de muerte sin igual, una lluvia que tenía tres colores principales. Rojo, blanco, y verde. Tres demonios que en un abrir y cerrar de ojos, devastaron, aniquilaron, y sacrificaron al planeta entero. —No habrá sitio donde correr... Donde huir... ¡Todos conocerán el caos y la desesperación! ¡Cómo pequeños insectos huyendo sin cabeza! ¡El universo conocerá mí nombre! ¡Llorarán por mí piedad! ¡JI JI JI!— Entonces, frente suyo, la figura del demonio de piel rojiza se apareció frente de su amo. Dabura, el rey de los demonios, hincó la rodilla frente al mago Babidi. —Hemos terminado de acumular toda la energía del planeta. Con éso será suficiente para despertar a Majin Buu.— Un tono lleno de confianza emanó de él, alegre, a su modo, de tener todo listo para dar inicio al ritual que traería... El despertar de Majin Buu.


Sentados en posición de flor de loto, el Kaioshin y su asistente, Kibito, sintieron lo qué estaba por suceder, eso... Shin, cómo así se solía llamar, se llevó la mano al corazón, mirando con horror a su asistente, alumno y amigo, pálido. —Kibito... ¿Lo sentiste? Millones de voces gritando de terror, silenciadas en un sólo instante.— Kibito, pálido también, asintió con la cabeza, con un infinito pesar habló, mirando con titubeos y mucho temor. —Me temo... Que ha ocurrido algo terrible.— Kibito entonces miró a la espada Z. Estuvo a nada de querer saltar e intentar sacarla, cómo tantas veces había hecho en el pasado, pero Shin lo tomó de la ropa, haciéndolo mantener su posición. —No podrás hacerlo, Kibito... Debemos tomar otro camino. En los mortales, confiar en ellos de una vez por todas.— Kibito miró y negó con la cabeza por un instante, antes de, con un suspiro de derrota, rendirse a la postura del Kaioshin.

Sí bien él sabía que no podían quedarse así como así y debían hacer algo, sabía que tampoco podían hacer mucho realmente. Juntaron sus energías, concentraron sus voluntades, coordinaron sus espíritus en una sola tarea, y comenzaron a hacerla, ellos trataron de buscar a alguien qué pudiera hacer frente a los secuaces de Babidi, y... Lo encontraron. Ambos, alumno y maestro se miraron y sonrieron. Habían encontrado a alguien qué seguramente sería capaz de derrotar a Buu sin ningún problema, aunque para eso, ellos tendrían qué entrenarlo, aprovechando todo apice de instante para poder entrenarlo, y qué él pudiera extraer todo su potencial.

Tomando una decisión, desapareciendo de un segundo a otro, en un abrir y cerrar de ojos, partiendo a su destino, en búsqueda de su nueva esperanza.


El híbrido de bestia y humano se encontraba en el centro comercial con su madre, acompañándola, cómo un buen hijo, a hacer las compras. Trunks cargaba con las cajas con todas las compras que la mujer había hecho, sosteniendo una sonrisa de oreja a oreja. —¿Dónde vas a ir ahora, mamá?— Preguntó en un tono de alegría, causando una dulce risa de ella. —¿Seguro qué puedes cargar todo eso?— Trunks se encogió de hombros, mostrando qué nada de eso le importaba. Lo qué quería, era pasar todo el tiempo con ella. —Bien, bien, ¡pero vamos a casa a dejar todo eso!— Le avisó la casi soberana del planeta. —Mamá, ¡yo me encargo de eso! Volveré en un segundo.— Él salió del centro comercial rápidamente, y ascendió a los cielos, volando y haciendo gran equilibrio con la enorme pila de cajas, hasta llegar a la corporación cápsula. Él dejó las cosas, y encontró a Mai, quién estaba llegando a casa de los Briefs. Trunks bajó rápidamente a tierra, tratando de disimular su llegada. —¡Hey! ¡Mai!— Habló, sacando la cabeza por medio de las cajas, causando una pequeña sonrisa en Mai. —Hey, Trunks. Déjame te ayudo con eso.— Antes de qué el pelimorado pudiera protestar, ella sustrajo algunas cajas de la montaña qué llevaba el híbrido. Este último encabezó la entrada a su hogar, viendo cómo las puertas corredizas, antaño un sinónimo de susto aleatorio, ahora era la señal de haber llegado al hogar. —¿Dónde está tú madre, Trunks? Había venido a verla para pedirle algunas cosas, pero... parece qué no está.— Trunks reiría un poco. —¡hahah! Estaba con ella en el centro comercial. Vine a dejar estas cosas, para volver con ella.— Mai se quedó en silencio, dubitativa, hasta qué la suave y amable voz del híbrido la sacó de sus pensamientos. —¿Quieres acompañarnos?— Una sonrisa adornó el cabello color uva del muchacho qué cuestionó con amabilidad a la azabache, quién tras sonreír suavemente contestó. —Claro, será un gusto.— Y así, ambos salieron de casa.