Capítulo 2. La destrucción de Términa.
En la posada, la única, se reunían a primera hora de la mañana el pequeño ejército voluntario de Términa. Zelda bajó por las escaleras, una mañana varios días después. Se había cambiado sus ropas de entrenamiento por la túnica verde, la cota de mallas, y las hombreras de metal. Estas últimas se las había hecho el mismo Leclas. El sabio del bosque había estado trabajando con un herrero de Términa, y había aprendido a trabajar el metal, aunque su resultado no era tan bueno como el de los gorons. Zelda tenía pensando pedirles, en cuanto tuvieran contacto, que le hicieran una buena armadura, a ella y a los soldados. Aunque tenía dudas de que los chavales lo aguantaran.
Ella tenía apenas unos 18 años, la edad de muchos de ellos, pero al mirarlos, Zelda se sentía muy mayor. Los chicos eran imberbes, las chicas tenían pieles sonrosadas y acné, todos tenían brazos flacuchos, barrigas de niños, y se quejaban mucho. Aunque, para ser sincera, los que se habían mantenido en el ejército se les veía más morenos y también más fuertes. Aguardaban de pie, charlando entre ellos, en la gran sala de la posada. Zelda los miró desde lo alto de las escaleras. ¿El ejército de Gadia sería impresionante? Porque si se presentaban en batalla con estos chicos, solo conseguirían que el rey Lonk se partiera de risa.
A medida que los chicos iban dándose cuenta de que Zelda les estaba mirando, se iban callando. Al final, se hizo el silencio.
– Buenos días, soldados – saludó Zelda. Recordó las palabras de Kafei, y también de Leclas, sobre lo dura que estaba siendo. Se forzó a sonreír, y a tratar de ver el lado bueno de este amago de ejército –. Supongo que ya habéis marchado, al menos una carrera, ¿cierto?
– Sí, mi capitán – dijo uno de ellos, un chico castaño, bastante más alto que Zelda pero que temblaba cada vez que se le acercaba. El primer día, Zelda le nombró "portavoz", y era él el que debía responder por todos. Lo había seleccionado porque, incapaz de recordar su nombre, al menos tenía un rasgo distintivo: un lunar como un punto bajo el ojo izquierdo.
Todos se cuadraron a la vez, saludaron, y asintieron, para confirmar la palabra del portavoz. Zelda se acercó, con las manos a la espalda. Les observó, por el rabillo del ojo. Sí, tenían sudor en las ropas, y polvo seco del camino en las botas. Algunos de ellos tenían el rostro colorado, pero no parecían agotados. Decidió creerles.
– Como hace tiempo que no lo hacemos, hoy vamos a repasar qué se debe hacer en caso de que ataquen Términa. Quizá luego – empezó a decir, al sentir el suspiro de alivio de todos los soldados –. Quizá luego, dependiendo del interés y de vuestra atención, os dispense de hacer ejercicio… Aunque creo que deberíamos al menos practicar esgrima – dio una palmada y pidió a los chicos que tomaran asiento en donde pudieran. Más de la mitad acabó sentado en el suelo.
Unas horas más tarde, cuando Zelda ya sentía que iba a perder la voz, les dio permiso para marcharse a comer. Antes de hacerlo, el portavoz, el chico del lunar, preguntó si iban a hacer la clase de esgrima después.
– ¿Tienes ganas? – preguntó Zelda, con una ceja levantada.
– Muchos de nosotros estamos interesados en aprender más, mi capitán.
– De acuerdo – Zelda se cruzó de brazos –. Id después de comer al campo de entrenamiento, con las espadas de madera y los escudos falsos.
El chico sonrió, dijo que allí estarían, y se marchó hacia los que ya estaban saliendo, para anunciar que habría clase de esgrima. Quizá el atontado había exagerado el tema, porque Zelda solo escuchó quejas y lamentaciones, pero decidió que iba a ser magnánima. Había pasado una buena noche, estaba feliz, aunque la situación fuera dura.
Estaba colocando de nuevo las sillas en su sitio, cuando Maple apareció. Se sentó a la mesa y le tendió un plato lleno de estofado de carne y patatas.
– Anda, toma… No le he puesto verduras, ya sé que no te gustan mucho…
– Gracias – Zelda se sentó frente a ella, y empezó a comer –. La cena del otro día estaba muy buena, y a Link le gustó el cocido montañés.
– Muy amable. Le echo un hueso de jamón, para dar sabor, pero no se lo digas. Necesita comer mejor, está tan delgadito… Pero al mismo tiempo, tiene mejor cara, duerme muy bien últimamente – Maple miró a Zelda, con las manos entrelazadas bajo la barbilla.
La granjera siempre intentaba que ella y Zelda tuvieran lo que llamaba "charla de mujeres". Zelda reconocía que era divertida a veces, pero había ocasiones que ella no sabía qué decir.
– Ya no tiene sueños proféticos, normal.
– ¿Os vino bien la cena para charlar un poco los dos? – Maple aceptó un trozo de pan que le tendió Zelda, con mantequilla. Ella ya había comido, pero sabía que la labrynnesa detestaba comer delante de una persona que no comía nada.
– Sí, aunque no era necesario.
– Es que sois unos novios muy raros – Maple bajó un poco la voz al decir esto. Por algún extraño motivo, sabía que querían mantenerlo en secreto –. Kafei, cuando empezó a cortejarme de verdad, quería estar conmigo a todas horas, no nos separábamos más que por la noche.
"Al contrario que Link y yo" pensó Zelda.
– ¿Cortejar? ¿Qué eres, una señora del siglo pasado?
– Una señora casada, y es el término correcto.
– Tampoco es que vosotros dos estéis todo el día juntos. No sé, cada uno tenemos nuestras obligaciones, y no es fácil… – Zelda esquivó la mirada de Maple, concentrándose en trocear una patata.
– Kafei y yo buscamos estar a solas, al menos un rato, todos los días – Maple estrechó los ojos –. Sé que Saharasala os dijo algo que os ha dejado preocupados, y por eso no sois muy efusivos, pero también te digo que es al principio del amor cuando más se disfruta de la pasión...
– ¿Disfrutar? ¿Principio? Si algo tiene principio, tiene final… Y eso no me gusta mucho, la verdad… – Zelda bebió un trago largo de agua –. Hablemos de otra cosa, que en nuestro mundo hay algo más que reyes bobalicones y granjeros cabezas huecas.
– Sí, tenemos a un carpintero con la cabeza llena de serrín – Maple se echó a reír –. Leclas está hoy en la armería, dice que quiere aprender a hacer espadas y cuchillos. Cuando volvamos a Kakariko, va a poder abrir una herrería y carpintería…
"Regresar a Kakariko" Zelda observó a su amiga. Lo decía con convencimiento, como si estuvieran de vacaciones y, en unas semanas, estarían de regreso. Debía recordarse a sí misma, todos los días, que su amado rancho había ardido, junto con sus vacas, caballos y gallinas. Que tendría que reconstruir desde cero lo que a sus antepasados les había costado siglos mantener. Maple en ese momento decía que tenía varios pedidos para la cena, entre ellos una empanada de pollo, espinacas y huevos. Estaba dudando si incluir algunas patatas, porque iba a tardar más en pelarlas y la masa llevaba su tiempo. Zelda se preguntó si no estaría tratando de reclutarla para que se pusiera a pelar patatas.
– Maple, ¿qué opinas tú de la guerra, del sustituto de Link, de todo esto? – preguntó Zelda, para que dejara de hablar de todos los pasos que tenía que hacer para preparar la cena.
La chica pestañeó, miró a Zelda con una expresión de desconcierto en sus ojos azules y entonces, se puso un poco más recta y descruzó las piernas.
– Um… ¿Qué esperas que opine? Estoy de vuestro lado. Quiero recuperar nuestro reino, y sé que Link es nuestro rey. Cuando Kafei partió, después de nuestra boda… – Maple dejó de hablar un momento, y desvió los ojos –. Entonces me pregunté qué pasaría con todos nosotros, cómo podría seguir viviendo si… Me di cuenta de que siempre he dependido de los demás. De mi padre, de mi tío, de los capataces, de Kafei… Nunca me había visto tan sola como esa mañana, cuando os marchasteis hacia la Torre de los Dioses para morir. Fue entonces que decidí ser más resolutiva, más independiente, capaz de seguir adelante… Incluso creí que estaba embarazada. Pensé que, si tenía el hijo de Kafei, debía ser una madre fuerte, y por eso, me puse a cocinar… Y no me quejo. Sé que soy una ayuda menor, pero estoy segura de que, entre todos, recuperaremos el reino y volveremos al rancho… Espero contar con Kafei para ayudarme a empezar de nuevo.
"Embarazada" pensó Zelda, mirando a Maple. La chica, obviamente, no esperaba ningún hijo. Maple era solo un año mayor que la propia Zelda, y este dato le hizo que le doliera un diente que siempre le molestaba.
– ¿No te gustaría, no sé, quedarte en Términa para siempre, dedicada a una posada o un restaurante? – dijo, para desviar otra vez la conversación.
– No, estoy segura. Te lo creas o no, antes de meterme en los fogones, yo era una cocinera pésima. Mi tío y mi padre comían lo que les preparaba, pero la verdad es que eran hombres duros que no distinguían entre la carne bien cocinada o pasada. He tenido que mejorar mucho, en poco tiempo – se puso en pie, se alisó la falda e hizo amago de recoger los platos, pero Zelda le dijo que ella se podía ocupar –. Gracias por la conversación, Heroína de Hyrule. Esos muchachos tienen suerte de tener semejante capitán. Aunque debería comer más verduras, en mi opinión.
– Sí, señora Suterland – Zelda recogió su plato –. Voy a lavarme un poco, y a ver si esos gandules están camino del campo de entrenamiento. Gracias por la conversación.
Ocurrió ese mismo día. Estaba en el campo de las afueras de Términa. Para ese entrenamiento, Zelda había organizado equipos de cuatro para hacer un simulacro de batalla. Había permitido que escogieran las armas que querían, todas de madera, y también había puesto pocas restricciones: no podían salir del círculo amplio que había marcado, y para dar por finalizada la batalla, debían manchar el pecho o el cuello del rival con uno de los globos de tintura que les había dado. Cada equipo tenía un color, para saber quién había derrotado a más enemigos. Como los colores identificaba el ejército, era un deber que trabajaran unidos, aunque enseguida Zelda vio a algunos luchando solos, sin acatar ni proponer órdenes. Un equipo, el que llevaba un globo azul, se había preparado antes, porque se movían siguiendo una línea, y se protegían unos a otros. Al menos, sus enseñanzas habían llegado a algunos…
Subida en un tonel, observando el campo de batalla improvisado, Zelda recordó a su padre. Radge Esparaván solo la entrenó a ella, pero todos los días hacían lo que él llamaba "sesión teórica". A Zelda esas clases le aburrían, pero eran importantes, porque como su padre le decía, algún día necesitaría luchar con apoyo de los demás. Como muchos de los chicos de ahí abajo, le costó años aprender la valiosa lección de trabajar en equipo. Casi siempre había luchado sola.
"Gracias por las clases, papá", susurró Zelda. A veces tenía dudas de la extraña educación que recibió, pero en otras, como ese día, sabía que había sido clave para poder sobrevivir a todo lo que vino después.
El cielo se estaba oscureciendo, y había nubes de tormenta aproximándose. Los rizos se encresparon, el aire frío la hizo temblar, y miró hacia los muchachos, para ver si podía dar por finalizado el ejercicio. No, aún era pronto. Un poco de lluvia no les venía mal a estos mimados, se dijo. Miró al cielo, para calcular lo que les quedaba antes de que empezara a descargar lluvia, y entonces, vio un destello rojizo en el cielo.
"Eso no es una estrella" fue lo primero que pensó. Después, se enderezó, y se llevó la mano a la espada, aunque sabía que no iba a poder hacer nada.
– ¡Alto! – Zelda usó un megáfono de latón, para asegurarse de que la oían por encima del sonido del viento –. ¡Soldados, venid, rápido!
Uno de los chicos estaba levantando la mano para asestar un golpe con el globo de pintura a otro pobre muchacho, cuando un rayo carmesí atravesó el cielo negro, e impactó en el centro de la torre del reloj. Por unos segundos, el aire se llenó de electricidad y fuego, y Zelda volvió a usar el megáfono, aunque solo le dio tiempo a gritar una palabra, una orden, que todos los chicos entendieron a la vez.
– ¡Rey! – y corrió sin más, con la mano en la empuñadura. La siguió el pequeño ejército de Términa.
Al llegar a la ciudad, los chicos se dividieron en varios grupos, solo uno se quedó con Zelda. La chica no dejó de correr hasta llegar a la plaza donde estaba el ayuntamiento. Del cielo había aparecido otro rayo rojo, que esta vez dio contra el centro mismo de la plaza. Los habitantes de Términa huían, gritando, llamándose entre ellos. Algunos trataban de apagar el fuego, entre ellos, Zelda reconoció enseguida a Leclas.
– ¡Evacuad la ciudad, rápido! ¡A los refugios! – ordenó Zelda. Un guardia la escuchó, y enseguida empezó a esparcir su orden. Ella no podía detenerse.
Sentía, sin ver, que el próximo rayo iba a ir directamente al ayuntamiento, y eso la llenaba de pánico. Podía luchar contra todo tipo de goblins, orcos, demonios… pero no contra un rayo tan destructivo. Ojalá tuviera su máscara de watarara, o el poder del triforce para poder volar o devolver ese rayo de regreso al cañón que lo estaba disparando.
Una voz, fuerte y estentórea, se escuchó por toda la villa de Términa. Venía del mismo lugar que los rayos carmesís, y fue clara. Nadie de los presentes se perdió una palabra.
– Habitantes de Términa: esto es un aviso. Entregadnos al traidor que se hace llamar rey de Hyrule, y a sus secuaces, y cesaremos el ataque. Si continuáis, nos veremos obligados a borrar Términa del mapa. Os damos media hora antes de volver a disparar… Y esta vez apuntaremos hacia más de un lugar.
Los guardias, que habían estado ayudando a evacuar, se detuvieron y se miraron entre ellos desconcertados. Zelda siguió con su carrera. No podía ahora pararse a discutir que todo era una trampa, que no iban a aceptar que una ciudad que había acogido a "rebeldes" iba a salir indemne. Ya tendría tiempo para pensar después. Ahora, lo importante era seguir adelante con el plan. El grupo que iba con ella se dividió en otro más pequeño. Zelda atravesó las puertas del ayuntamiento, subió las escaleras y se encontró que Link ya estaba bajando. Ayudaba a bajar a una mujer, la esposa del alcalde, y a su hijo.
– Hay que escoltarles al refugio – dijo, al ver a Zelda.
– Sí, claro. Hay soldados abajo, ya están evacuando la ciudad – Zelda indicó a dos de sus acompañantes que ayudaran a Link. Este soltó el brazo de la señora, dijo que todo saldría bien, y entonces se giró para subir las escaleras. No llegó a hacerlo, porque Zelda le agarró del brazo y tiró de él.
– Zelda, tengo que regresar, el alcalde… Hay que… – empezó a decir Link, pero no terminó la frase. Zelda tiró con fuerza, le hizo perder el equilibrio y Link se vio sujetado por dos chicos, los soldados que hacía apenas unos días eran solo aprendices.
– Al refugio, ya – ordenó Zelda. Link protestó, intentó deshacerse de las manos que le sujetaban, pero eran más y más fuertes. Vio por el rabillo del ojo como se lo llevaban a rastras. No se atrevió a seguir mirando, porque sabía que estaría enfadado con ella.
En su lugar, llegó al despacho del alcalde. Estaba discutiendo con el jefe de la guardia de Términa. De hecho, el alcalde estaba colocado justo en la puerta, para impedir que el militar saliera detrás de Link. Zelda llegó a escuchar un "debemos entregarle, ya lo ha oído, señor…" y la respuesta del alcalde:
– Más traidores seremos si entregamos al último de los Barnerak…
Zelda no pudo hacer nada. La puerta y el cuerpo del alcalde le impidió llegar. Gritó un "apártese", pero no le escuchó. Del otro lado, le vino el sonido de un golpe seco, el chirrido del metal chocando con el hueso, y el del cuerpo al caer. Zelda dio un golpe en la puerta, gritó maldito y golpeó al jefe de la guardia con el escudo espejo. Le hizo tambalearse, y, sin mirar apenas, asestó dos golpes con la espada, uno a cada lado. El jefe de la guardia de Términa acabó arrodillado, gimiendo de dolor y solo entonces dijo:
– ¡Era un estúpido que iba a entregar a su pueblo a cambio de nada!
– Y tú un traidor y asesino, y vas a vivir – Zelda le hizo un gesto para que huyera. Luego se agachó junto al alcalde.
Hacía meses que le veía todos los días. Le había parecido un viejo tonto, demasiado interesado en vino y en comida, más que en la guerra. Saharasala explicó que era pariente de Link por una rama lejana, y que había sido siempre muy leal a la corona. La prueba es que había acogido a todos de Kakariko, y a Link le trataba con reverencia, pero también con cariño, como si fuera su hijo. Mientras Zelda se agachaba para ver si aún respiraba, si podía salvarle de algún modo, Kafei llegó.
– Ya están todos de camino a los refugios… – y miró el cuerpo del alcalde.
– No quería entregarnos, y el jefe de la guardia… – Zelda se puso en pie. No, el pobre alcalde de Términa ya no tenía nada de vida –. ¿Habéis podido ver qué usan para atacarnos?
– Si te lo cuento no me vas a creer, ve a verlo por ti misma – Kafei se agachó sobre el cuerpo. Mientras Zelda iba a la ventana, el chico movió al alcalde hasta un rincón, le puso los brazos en cruz y le cerró los ojos.
Oculta detrás de una cortina, Zelda miró al cielo. Las nubes de tormenta se habían aclarado, y por fin veía una gran estructura de algo parecido a la piedra. Tenía una forma que recordaba a un pájaro, pero sin cabeza. Se mantenía en el aire, sin hacer ruido, sin moverse. Zelda recordó que había leído, hacía mucho, de globos grandes que podían elevar a varias personas, pero aquella cosa que flotaba por encima podría llevar una ciudad entera encima.
– Vaati – murmuró. Kafei se acercó a su lado, y dijo, también en susurros:
– Pero si está muerto…
– Ya, pero pertenecía a ese pueblo, el que se hacía llamar los Hijos del Viento, como Reizar – Zelda estrechó los ojos –. Se les olvidó contarnos que tenían armas así… Los planes no cambian, hay que huir. Tu esposa…
– Está ayudando con los heridos, camino a los refugios.
– Pues entonces, hay que marcharse. Adelante, sígueme.
En el exterior de Términa, los propios ciudadanos vivían su batalla civil. Algunos guardias, capitaneados por el jefe intentaban impedir que los ciudadanos huyeran, sobre todo aquellos que eran de Kakariko. Otros ciudadanos y algunos soldados intentaban defenderlos. Zelda no quería usar la espada maestra contra los civiles, pero no tenía más remedio. Atacó, buscando puntos débiles, derribar más que matar, y ordenó que siguieran.
– ¡Debemos entregar, al menos a la Caballero Zanahoria! – gritó un soldado, y se concentraron en atacar a Zelda.
– ¡Van a destruir Términa, os rindáis o no! – trató de razonar Zelda, pero no logró nada más que la miraran con desprecio y que intentaran desarmarla. El soldado que había gritado su mote recibió una pedrada justo entre los ojos.
– Eh, que solo yo la puedo llamar así – dijo Leclas. Le tendió un casco a Kafei y luego dijo –. Vamos, Zanahoria, hay que marcharse.
– Eso es fácil de decir, gruñón… – Zelda usó el escudo espejo para golpear a otro soldado, mientras Kafei lanzaba su boomerang.
La misma voz del cielo volvió a caer sobre ellos. Los ciudadanos que aún quedaban en Términa se quedaron paralizados por el terror.
– Habéis elegido no entregarnos a los rebeldes, cumpliremos nuestra palabra – empezó a brillar una zona de la parte inferior de la fortaleza flotante. De ahí venía el rayo de luz. "Ojalá tuviera… algo que pudiera lanzar, una flecha de luz, algo que pudiera llegar". No tenía tiempo de pensar, no podía hacer nada. Gritó "corred" a los mismos que unos pocos segundos antes querían atraparla.
Ocurrieron varias cosas a la vez. La primera, que del mismo cielo empezaron a moverse unas figuras no muy grandes, pero sí veloces. Una de ellas cayó en picado para aterrizar frente a Zelda. Kafei y Leclas se colocaron al lado de Zelda, para cubrir sus espaldas, porque también estaban llegando más de esas criaturas. Sin embargo, la guerrero no dijo nada. Envainó la espada maestra y dijo:
– Caray, Medli, sí que has cambiado…
Eran ornis. En sus cuerpos de pájaro, lucían dibujos hechos con tinta roja. Frente a Zelda, había aterrizado una de ellos, un poco más baja, pero esbelta, de plumas marrones. Su pico brillaba plateado, y sus ojos, redondos de ave miraron a Zelda primero, y después a sus dos acompañantes. Justo a su lado, aterrizó un enorme búho, Kaepora Gaebora.
– No hay tiempo de presentaciones, hay que detener el arca. Zelda, ¿alguien te puede prestar un arco o una lanza?
Antes de que Kaepora terminara de decir esta frase, Zelda había dado un pisotón en el suelo, y del suelo apareció una de las alabardas de los guardias, una de tantas que habían quedado desperdigadas.
– El resto de los ornis nos ocuparemos de distraer el arca, los ciudadanos deben huir de la ciudad – dijo Medli.
Kafei y Leclas se movieron al unísono, huyendo del lugar acompañados por los ciudadanos de Términa. El fuego hacía difícil ver, y cada vez había más humo. Zelda se subió al lomo de Kaepora Gaebora. Hacía mucho que no volaba sobre el búho, y se sorprendió de sentirse más grande y pesada, con menos espacio que en el pasado. Kaepora nada dijo. Agitó las alas y se elevó en el aire, dejando tras de sí algunas de sus plumas.
Zelda surcó el cielo detrás de aquella gran fortaleza que Kaepora había llamado arca. Vio cómo los ornis atacaban con flechas de fuego a las figuras que eran soldados del ejército enemigo. Kaepora describió un círculo en el aire, por encima de la fortaleza. Luego, cayó en picado para volver a la parte inferior. Allí, estaba el cañón rojo. No había disparado otro rayo porque los ornis habían lanzado algo, una especie de masa espesa, que había bloqueado el cañón. Para limpiarlo, el cañón se agitaba a los lados. En pocos minutos, estaría libre para disparar.
– ¿Cómo esperas que rompa el cañón con esta lanza? – gritó Zelda desde el aire. Kaepora estaba volando directamente hacia allí. Las flechas de unos y otros caían desde distintos lugares, pero el búho las esquivaba con giros en el aire. Zelda se sujetaba a sus plumas con una mano, mientras que con la otra sostenía la alabarda.
– ¡Confía! ¡Solo tienes que lanzarla, en el centro!
"Ya no tengo el triforce del valor, Kaepora" pensó en decirle Zelda, pero el primero que supo que ya no tenía ningún poder de elegida había sido Kaepora. Echó el brazo atrás, los músculos tensos, y se concentró en terminar el trabajo. El cañón estaba ya a punto de disparar otro rayo letal, se movía hacia la ciudad de Términa, donde, como hormigas, los ciudadanos intentaban apagar los fuegos y escapar. Zelda forzó aún más el brazo, se incorporó un poco para tener mejor vista, y, en cuanto el cañón estuvo cerca, lo bastante a su juicio, con un grito de rabia lanzó la alabarda.
Surcó el aire, en una elipsis que parecía dibujada. La punta de metal se volvió primero roja y después amarilla, y, al alcanzar la boca del cañón, se produjo una explosión, de fuego y luz. Zelda se agarró a tiempo, porque la onda le hizo perder el equilibrio. Kaepora fue incapaz de mantenerse en el aire, por unos segundos, agitó las alas de un lado a otro mientras caían unos metros haciendo tirabuzones. Zelda se abrazó al cuerpo, rezó lo que sabía a las tres diosas para que les dejaran aterrizar sin peligro. Kaepora logró incorporarse un poco para mantenerse y aterrizar, aunque al hacerlo, se destransformó. Sobre un montón de tierra, arbustos y espinos, Zelda y Saharasala cayeron rodando. Por encima de sus cabezas, el arca hizo un requiebro, se tambaleó y finalmente, se elevó en el cielo, para desaparecer.
