Capítulo 1.

Hannibal se giró en las sábanas de seda, incomodo, por décima vez en la última media hora. Era consciente de que la anticipación no le iba a dejar dormir aquella noche, pero se negaba en rotundo a rendirse a la realidad. Miró el reloj. Las 2:35 de la mañana. Will había sido liberado de prisión hacía exactamente 12 horas y 4 minutos.

Se preguntó si estaría en casa, si estaría pasando frío como él, solo en su cama. Quizás no estaba solo, quizás sus fieles compañeros caninos ya estuvieran a su lado. Él sabía que tenía opciones, claro. Esa misma tarde había rechazado de la forma más cortes posible la compañía de Alana en su alcoba, expresando su deseo de estar solo. Internamente, la esperanza de Will apareciera en su puerta, tan impredecible y hermoso como la primera vez, le había hecho desear la intimidad de su hogar vacío. No vacío, se corrigió. Anhelante.

Cuando había querido darse cuenta sobre su cocina había una cena para dos y su mesa estaba adornada con su mejor cubertería, aquella que jamás se había molestado en sacar para fiestas o cenas con Alana. La que lady Murasaki le había regalado al cumplir 20 años. No, lo mejor, lo más especial que poseía solo le pertenecía a Will. Hannibal saboreó en su boca la amargura de no haber sido capaz de llegar a esa misma conclusión meses atrás.

Volvió a mirar el reloj. 2:42. Suspirando, se levantó de la cama y se encaminó al baño decidido a ganar la batalla a Morfeo aunque tuviera que hacer trampa para ello. Había esperado durante horas a Will aquella noche, deseoso de verle de nuevo libre y ahora lúcido, pero su mangosta no había hecho acto de presencia. La cena se había enfriado como la perfecta explicación que había preparado para sus actos y su oferta de un nuevo comienzo. La humillación de guardar la vajilla impoluta, el vino sin descorchar y las sobras de una cena apenas empezada habían sido más que suficiente.

Buscó en su botiquín hasta encontrar el bote de eszopiclona y se tragó la pastilla sin si quiera beber agua. Hannibal volvió a la cama y se tapó hasta el cuello buscando recuperar el calor que su pequeña excursión al baño le había robado. Odiaba el frío con la desesperación de quien había sufrido un profundo trauma y no podía evitar pensar en como un cuerpo caliente a su lado podría borrar todo el rastro del invierno en su dormitorio. Un cuerpo cálido que oliera a media docena de perros, idealmente.

Mientras esperaba a que la pastilla le hiciera efecto, se tumbó boca arriba y reflexionó sobre sus planes para el día siguiente. Había pensado en pasar el día reorganizando su biblioteca, buscando espacio para libros nuevos y visitando el mercado central de Baltimore para reponer las verduras y especias que casi se habían agotado. Lo que le había parecido aquella misma mañana un día magníficamente provechoso ahora se le antojaba tedioso y vacío.

Quizás podría ir a visitar a Abigail, pensó. Ella seguro que apreciaría su compañía en la soledad de la casa junto al acantilado, aunque solo fuera porque no tenía otra alternativa. Aunque había tratado de ocultarlo, su relación se había enfriado desde que Hannibal le había cortado la oreja. El procedimiento había sido limpio e indoloro, bajo rigurosa anestesia y asegurándose de que Abigail no perdiera audición en el proceso. Su oreja era un medio para conseguir un fin, hacerle daño no era su objetivo.

Pero Hannibal había menospreciado el dolor que para una mujer joven supondría verse deformada tan visiblemente. Abigail no le había dicho nada, por supuesto, pero al igual que jamás la había visto sin un pañuelo cubriendo la cicatriz de su cuello, nunca la había vuelto a ver con el pelo recogido y cada vez que Hannibal la miraba ella se encogía sutilmente. Hannibal no podía decidir si la embargaba más el miedo o la vergüenza. En cualquier caso, la joven había dejado de buscar su atención y presencia. Si Hannibal no llamaba, Abigail no llamaba. Aun así, pensó Hannibal con amargura, seguía siendo mejor opción que la soledad. O eso esperaba.

En sus últimos pensamientos antes de que el sueño finalmente le venciera pensó, irónicamente, en lo pesada que se sentía la victoria sobre su pecho.

Tenía todo lo que había deseado y, a la vez, no le quedaba nada. Exactamente como había planeado.

Cuando Hannibal le despertó la luz que venía de la ventana le cegó durante unos segundos. Frunció el ceño, extrañado. Juraría que la noche anterior había cerrado las tupidas cortinas de su dormitorio antes de irse a dormir. Había estado más distraído de lo que pensaba, musitó.

Lo siguiente que notó fue un peso ligero y desconocido sobre su mano izquierda. Abrió los ojos tratando de adaptarse a la luz y vio un anillo de oro exquisitamente labrado en una mano nudosa que parecía responder sus órdenes con soltura.

Alarmado, Hannibal se levantó de un salto y miro a su alrededor. Estaba en una habitación amplia, rustica, con vistas a una montaña en la que estaba seguro de no haber visto jamás. Aun así, algo en los muebles, en la ropa cuidadosamente doblada en la cómoda esperando a ser usada y en la decoración en general le hacían sentir familiar con el entorno, casi cómodo. Atravesó la habitación en pocas zancadas y se plantó frente al espejo de cuerpo entero que había colocado junto a una puerta cerrada.

Le devolvió la mirada un anciano, entre setenta y ochenta años, calculó rápidamente. El pelo del hombre, un gris plateado elegante y oscuro, caía corto sobre su piel morena y rostro angulado. A pesar de la evidente flacidez de su rostro, pocas arrugas surcaban sus ojos y sus mejillas, aún altas y orgullosas. Estaba vestido con un impecable pijama de seda azul oscuro y bajo la tela se podía apreciar aún musculo trabajado, flexible. Hannibal probó a moverse y sintió un gran alivio cuando sus articulaciones y músculos respondieron sin problemas. No había perdido la forma.

Era él, pero no era él. Hannibal movió sus manos y en el espejo el hombre le imitó, tocando su rostro. La piel estaba suave y olía a crema, algo de buena calidad y sin alcohol. Miró sus manos y movió los dedos con suavidad, acostumbrándose al peso del anillo.

¿Estaba soñando?

El sonido de un grifo cerrándose a su derecha le sobresaltó. No había sido consciente del ruido hasta que este había parado. Hannibal se giró hacia la puerta, tenso, y buscó en la habitación cualquier pista acerca de la persona que se encontraba al otro lado de la puerta. Toda la ropa que podía ver era masculina, así que asumió que su acompañante era un hombre. Por el contenido de su mesita de noche usaba gafas y leía a Julio Verne, pero nada más delataba su identidad. Su olor, sin embargo, hizo latir su corazón como un tambor antes de que la puerta se abriera.

Will, su Will, con el pelo canoso y con una sonrisa amplia y llena de afecto. Hannibal bebió de la imagen frente a él como un sediento en un oasis. La piel de Will estaba llena de manchas y arrugas, visibles sobre su tez ligeramente más morena que el Will que recordaba con más músculo sobre sus huesos y nuevas curvas que le secaron la boca a Hannibal. Vestía unos pantalones de pijama de lino anchos y una camiseta blanca de algodón de primera calidad, obviamente elección suya.

- Buenos días. Me sorprende que sigas en pijama. Te hacía ya en la cocina. – Dijo Will dedicándole una caricia suave mientras caminaba hacia la cama.

Sin poder evitarlo Hannibal atravesó la distancia que les separaba y acunó el rostro del hombre frente a él. Will debía de rondar los setenta, si no se equivocaba. Parecía sano y feliz. No quedaba nada en él del hombre al que Hannibal había visto salir del sanatorio aquella misma mañana, hundido y esquelético. El recuerdo del abatimiento que había hecho mella en el alma de su amado por su propia mano le partió el corazón una vez más.

- ¿Estás bien? Pareces… distraído. – Hannibal sonrió con afecto y acarició cuidadosamente las mejillas y los mechones rizados que caían sobre estas. Su tacto era tan suave, tan correcto en sus manos que Hannibal sintió ganas de llorar.

- Solo estaba maravillándome de ti. Del milagro de tu presencia a mi lado. Estás radiante, querido. – Will volvió a regalarle una sonrisa llena de afecto.

- Yo también te quiero, pero que no se te suba a la cabeza. - El moreno rodeó su cintura lánguidamente y lo besó.

Aquel primer beso no se parecía en nada a como Hannibal se lo había imaginado en la soledad de su despacho durante todos aquellos meses. En su imaginación, el primer choque de labios estaría lleno de pasión, de ira y de locura. Sería una lucha entre dos seres magníficos, alejados de cualquier recato y atadura. Arte, una guerra de besos y mordiscos, una lucha por devorarse mutuamente. No había lugar para los sentimientos en aquella imagen de lujuria y violencia.

El beso que estaba recibiendo no era más que una declaración de amor plácida, un recordatorio en cada caricia suave y lenta de que era amado, entendido, deseado. Una muda súplica de afecto templado y de tiempo juntos, una vida compartida. Hannibal perdió la noción del tiempo en aquellos labios y no pudo evitar un gemido angustiado cuando Will finalmente se separó de él.

- No, no, no. Tenemos tiempo cuando los niños se vayan a la cama. No voy a dejar que me vuelvas a echar la culpa si las pizzas están algo menos que perfectas. – Dijo Will depositando un último beso en sus labios antes de soltarle y girarse hacia la ropa doblada.

El corazón de Hannibal latió dolorosamente en su pecho. ¿Niños? ¿Hijos? ¿Una familia? Era más de lo que se había atrevido a desear. Solo la idea de que Will y él pudieran tener un final feliz, lejos de rencores y miedo, era un deseo imposible. Necesitaba verlo con sus propios ojos.

Se apresuró a vestirse en una camisa y unos pantalones de lino cómodos y menos formales de los que estaba acostumbrado y a seguir a Will. La casa era enorme, con suelos y paredes de manera pintados en tonos claros y neutros y llenos de fotografías de momentos felices que Hannibal deseaba recordar, deseaba vivir con la misma desesperación con la que rogaba no despertar jamás de aquel sueño.

Bajó las escaleras centrales memorizando cada una de las imágenes de los marcos que adornaban toda la casa y ordenándolas mentalmente. A la pequeña niña pelirroja que aparecía solo con Will, luego con ambos y dos jóvenes más, un chico moreno y una niña rubia con cara de ángel. Una preciosa jovencita morena abrazando al joven moreno ya adolescente que llevaba en sus brazos un bebé de pelo oscuro y a otro de pelo claro, que más tarde se convertiría en dos adorables niñas que posaban, felices, con cinco niños más, uno de pelo rizado, otro de aspecto enfermizo pero feliz, un niño rubio de pelo lacio, un niño de piel morena que sonreía sin un diente y una niña asiática un poco más mayor.

En lugar de girar a la derecha, donde escuchaba a Will mover cosas que sonaban a tazas y olía a café italiano recién hecho, Hannibal decidió girar a la izquierda y seguir contemplando la vida que había tenido. Le esperaba un inmenso salón cubierto de más fotos y el sonido de la cafetera todavía más cercano.

Pudo ver a la niña pelirroja adulta, con tres pequeñas réplicas en sus brazos, dos niñas y un niño, y una mujer morena abrazándola. El hombre moreno ya no tan joven con un niño y una niña rubia a sus pies, apoyado en un hombre con gafas y pelo claro que le recordaba a Will en su expresión tímida. La joven rubia con cara de ángel abrazando a un hombre de aspecto plácido que abrazaba a dos gemelas, un niño y el vientre embarazado de la dama.

Hannibal sonrió viendo a la mujer morena con su doctorado en medicina, con un tipo de apariencia estirada y un niño en brazos saludando a la cámara. La niña morena y de ojos azules que le recordaba a Abigail sonreía con una carta de aceptación del French Culinary Institute. El joven tímido sonreía sin mostrar sus dientes con una joven de apariencia enérgica y un bebé que miraba la cámara con ojos curiosos en brazos. La niña rubia más pequeña sonreía sentada tras un piano con Will a su lado, varios años más joven que ahora.

En total, Hannibal contó diez hijos y aproximadamente veinte nietos, si las fotos eran recientes.

Nietos. Tenían nietos. Todos sonrientes, sanos y felices con padres igual de perfectos. Habían tenido una vida maravillosa y aquellas fotos eran la prueba de ello. Hannibal no era consciente de lo mucho que deseaba ser abuelo hasta ese momento y su pecho se hinchó de felicidad. Tenía una familia grande y próspera. Un legado que había construido con amor junto a Will y que perduraría tras su muerte, más allá de su arte, más hondo que cualquier herida.

Solo cuando llegó a la cocina, una estancia amplia y diáfana de mármol blanco que sería el sueño de cualquier restaurante con estrella Michelín, se dio cuenta de que no había ninguna foto de Abigail. Hannibal sintió un nudo en la garganta, ¿Abigail no había crecido con ellos, entonces? ¿Había elegido vivir su vida lejos de Hannibal y Will o su vida había terminado antes de que pudieran ser una familia? ¿Estaría en prisión? ¿Estaría muerta?

No había forma de hacerle esas preguntas Will sin levantar sospecha. Hablando de su marido, este se encontraba sentado en la terraza, que conectaba con la cocina con unas enormes puertas de cristal abiertas de par en par. A su alrededor había al menos veinte perros tumbados, jugando o tratando de obtener algo del afecto de su dueño.

Al ver la cara de horror de Hannibal mirando a la manada, Will no pudo evitar soltar una carcajada.

- No han entrado a la cocina, te lo prometo. – Hannibal se recompuso rápidamente y asintió.

- Que siga así, mylimasis. No quiero ni un solo pelo en mi cocina.

Cuando estuvo seguro de que la atención de Will había vuelto a los cánidos, Hannibal se dedicó a inspeccionar el contenido de los armarios y de las bolsas que ocupaban gran parte de la bancada de la cocina fingiendo guardarlo concienzudamente.

- No sé por qué te molestas en guardarlo. Deja que los niños lo repartan como quieran cuando vengan.

- Solo quiero asegurarme de que hay de todo y que todos tienen suficiente. – Musitó Hannibal, tratando de sonar convincente.

- Es lo que dices siempre pero ya sabes que es imposible. Alguien siempre va a querer más palomitas o gusanitos. Es parte del encanto de la noche en familia. – Sonrió Will depositando un beso distraído sobre sus labios. Abrió la puerta de la nevera y se quedó mirando pensativamente los cuencos que ocupaban casi todo el espacio en ella, tapados con papel de plástico. Masa para pizza. - ¿Quieres que saque ya la masa o esperamos?

- ¿A qué hora crees que llegarán? – Will sacó de su bolsillo un teléfono móvil de cristal diminuto en opinión de Hannibal y leyó en él unos minutos.

- Sobre las seis, más o menos.

- Déjalas sobre la mesa del comedor para que se atemperen y fermenten.

Will asintió mientras Hannibal seguía organizando casi compulsivamente los cuencos con frutos secos, patatas de bolsa y otros snacks. No tenía ni idea de cuanta gente iba a venir aquella noche y quería que todo fuera perfecto.

Will, que había sacado de la nevera otros recipientes con ingredientes para las pizzas, paró sus manos sosteniendo afectuosamente sus muñecas y besándolas.

- Mi amor, nadie se va a quedar con hambre. Te lo prometo. – Las palabras de Will removieron algo en su pecho que Hannibal creía muerto desde la pérdida de Mischa. Los ojos azules de su marido le decían que lo sabía que conocía su historia, sus peores miedos y el dolor del hambre que aún le presionaba bajo sus costillas.

- Gracias. – Las palabras salieron de sus labios sin que Hannibal pudiera hacer nada para frenarlas. Will sonrió y volvió a besarlo antes de empezar a sacar los ingredientes de la nevera.

Hannibal pasó las siguientes horas cortando y cocinando con más atención y cuidado de lo que lo había hecho en su vida. No es que su nivel de detalle habitual no fuera en si mismo extraordinario, es que sentía la imperiosa necesidad de esforzarse aún más, de dar lo mejor de sí para impresionar a su familia. De mostrarles a través de su comida, como siempre había hecho, lo mucho que los amaba.

Will y él compartieron una ensalada fría de pasta junto con un excelente vino rosado. Mientras charlaban Hannibal aprendió que cada viernes toda su familia venía a cenar pizza a casa, una tradición que habían iniciado cuando Grace, Thomas y Helena eran pequeños y que se quedaban hasta el domingo por la tarde. Descubrió que la casa en la que estaban pasando su jubilación se encontraba en Luxemburgo, a pocas horas en coche de cada uno de sus hijos. Antes de asentarse allí habían vivido en Florida, Seattle, Florencia, Paris y Edimburgo y que planeaban trasladarse a Viena a pasar el verano siguiente con toda su familia.

Will le contó que a Amelia se le había caído un diente y que pensaba dejarle veinte euros debajo de la almohada esa noche. Le habló emocionado acerca del nuevo libro de Thomas, que se publicaría en los próximos meses si la dichosa editorial dejaba de pedir cambios absurdos. Puso un video en su móvil con el último concierto de piano de Mischa con el que Hannibal apenas pudo contener las lágrimas.

Hannibal no podía más que absorber cada pedazo de información que su marido le entregaba con generosidad sobre su vida juntos y guardarla celosamente en una nueva habitación en su palacio mental, una habitación que comprendía la cocina, el comedor y el salón de su nueva casa donde todas y cada una de las fotografías tenían su lugar y el viejo Will le sonreía con un afecto del que se sabía indigno.

Después de comer Will empezó a llevar los boles llenos de masa al exterior. Fingió seguir a su marido con las manos llenas de bolsas de queso rallado como si supiera perfectamente a dónde se dirigían.

En el lateral de la casa, a la derecha de la cocina, la terraza se extendía hacia un espacio amplio cubierto de madera sobre el que reposaban sofás y sillones de diferentes formas y tamaños cubiertos con plástico para protegerlos de las inclemencias. Estaban orientados a la pared exterior de la casa, pulcramente pintada de blanco. Tras la mayoría de los sofás se el suelo se alzaba en una pequeña plataforma también de madera sobre la que reposaba un proyector de aspecto moderno y una tablet. Noche de película y pizza, pensó Hannibal con afecto. Fascinante.

Will atravesó la zona de los sofás sin prestarle más atención y depositó los cuencos sobre una repisa de piedra amplia e impoluta con cajones bajo ella que finalizaba en un horno de leña construido en ladrillo y piedra lo bastante amplio para poder cocinar las pizzas holgadamente.

- Queda poca madera, voy al sótano a buscar más. Si quieres empieza a encender el fuego, y pon la mesa. Yo me encargo de traer lo que queda. – Dijo Will distraídamente empezando a quitar los plásticos que cubrían los muebles en su camino a casa.

Hannibal no tuvo más remedio que asentir depositando la masa sobre la piedra. La zona de cocina estaba perfectamente equipada con utensilios de acero inoxidable e ingredientes como harina y aceite cuidadosamente guardados en los cajones bajo la repisa. Una de las falsas portezuelas llevaba una vinoteca de primera calidad con una selección excelente de vinos, aguas y bebidas de aspecto casero. También encontró su lejía favorita para desinfectar, madera, pastillas de encendido y cerillas.

Apartado varios metros de las brasas y de los sofás había dos mesas largas y estrechas colocadas paralelamente con capacidad para acoger un banquete sin problemas. Hannibal contó cincuenta puestos entre ambas mesas y se preguntó si todos quedarían cubiertos aquella noche.

Trabajaron en silencio como una máquina bien engrasada y, para cuando Hannibal quiso darse cuenta, todo estaba preparado para la llegada de su familia. Curioso, Hannibal notó que los cuadrúpedos protegidos de Will no estaban a la vista. Los encontró trotando alegremente alrededor del jardín trasero, donde Hannibal pudo vislumbrar un gran lago tras la arboleda que rodeaba la casa, pero ninguno hizo amago de poner ni una pata sobre el suelo de madera. Will siempre había educado bien a sus mascotas.

De pronto el sonido de un motor acaparó toda su atención y la amplia sonrisa que se formó en la cara de Will le dijo que había escuchado bien. Su marido dejó los cojines que estaba acomodando y avanzó hacia la parte frontal de la casa donde un coche grande, casi una furgoneta, avanzaba hasta una de las plazas de aparcamiento colocadas junto al muro.

Hannibal se esforzó por inspirar una honda bocanada de aire mientras caminaba con pasos lentos hasta colocarse junto a Will. Solo sus años de férrea disciplina le permitieron relajar sus músculos y ofrecer una expresión de alegría calmada acorde a la situación. En su interior, la ansiedad bullía como una olla a presión y Hannibal sentía como sus manos traicioneras empezaban a sudar.

La primera en bajar fue la mujer rubia con cara de ángel a la que Hannibal había visto desde las primeras fotografías. Ni dos segundos más tarde, la puerta trasera del coche se abrió casi de un golpe.

- ¡Abuelo! ¡Senelis! – Sus nietos se abalanzaron sobre ellos a la carrera prácticamente chocando contra ellos en incontrolable emoción. Las gemelas, ya dos jóvenes adultas tan elegantes como su madre, habían caídos sobre él. Instintivamente rodeó a ambas chicas en sus brazos y estas le recompensaron llenándole la cara de besos y hablando a la vez sobre vestidos, libros y exámenes todo a la vez.

Will, por otro lado, tenía en sus brazos a un niño de unos doce años y a su hermana de ocho, si la edad no había interferido en sus conocimientos médicos. Ambos hablaban con el mismo entusiasmo que las gemelas, contando todo y nada a la vez a su abuelo que les sonreía con fervor.

- Deberíamos hacer fotos nuevas. – Will soltó una carcajada como si aquella fuera una ocurrencia común en Hannibal. Quizás lo era.

- Si consigues que estén quietos el tiempo suficiente y les guste cómo salen, eres libre de intentarlo. – Musitó con una sonrisa antes de girarse y abrazar a la mujer que se había acercado a ellos caminando plácidamente con las manos sobre su vientre redondo. – Estás preciosa.

- Preciosa y redonda como un pan, papá. – Rio la mujer devolviendo el abrazo a Will y depositando un afectuoso beso en su mejilla. – Un poco de ayuda sería más que bienvenida. Me temo que estaba vez incluso yo creo que he calculado mal las cantidades.

Las gemelas se revolvieron hasta que Hannibal las soltó y los cuatro niños corrieron de vuelta al coche, donde su padre les recibió con una sonrisa calmada. Hannibal los siguió y saludó afectuosamente al marido de su hija, que le devolvió el saludo con amabilidad y educación. Le gustaba aquel hombre para su pequeña, decidió.

En la parte trasera del vehículo Hannibal había una estructura de metal profesional en la que reposaban sendas bandejas de dulces y cajas de cartón finamente decoradas con diseños de flores doradas. Sobre ellas, destacaba el nombre de la autora labrado en letras doradas y elegantes.

Helena Sforza. Repostería selecta.

Sforza. Habían elegido el apellido de su madre para su nueva vida. No una Lecter, porque las circunstancias, como Hannibal había asumido, no lo permitía, pero su hija orgullosa de su linaje, de su padre.

- Lo sé, es demasiado. Me he emocionado. En fin, ya no hay nada que hacer. Lo que sobre será un buen desayuno. – Hannibal negó con la cabeza, sintiendo la emoción arder en su pecho.

- Nada de eso. Es perfecto, mi querida niña.

Helena pareció más que complacida con su halago y Hannibal se permitió abrazar a aquella desconocida que le miraba como si su padre hubiera bajado la luna y las estrellas para ella. Olía a canela, a nuez moscada y a rosas. Femenino, dulce y embriagador, como ella. Hannibal no podía sentirse más orgulloso.

Cuando Helena hizo el amago de agacharse, su marido se lo impidió con un movimiento fluido rodeando su cintura, aparentemente frecuente. Con amabilidad, guio a la rubia hacia sus hijas que le impidieron coger ninguna caja.

- El médico ha dicho que nada de esfuerzos, mi amor. Confórmate con darnos órdenes por hoy. – Helena refunfuñó algo entre dientes pero se conformó con ser guiada por las gemelas hacia el sofá.

- Gracias, Patrick. Acabas de ahorrarnos veinte minutos de pelea. – Patrick rio, divertido.

- Se nota la edad, ahora ya no discute tanto ni intenta llegar a todo. Tener cuatro hijos para distraerla también ayuda. – Afirmó el hombre. - ¡Hannibal, Madeleine, venid a ayudar a los abuelos! Nada de jugar con los perros hasta que esté todo guardado, hijo. Luego tendrás tiempo de sobra.

Hannibal no tuvo tiempo para asimilar que su hija había decidido ponerle su nombre real a su nieto cuando un Bentley de aspecto conocido entró en su campo de visión. Su viejo coche parecía en perfectas condiciones. De él descendieron una mujer joven y dos adolescentes de aspecto pulcro. El único chico casi se abalanzó sobre Hannibal gritando de emoción.

- ¡Me han admitido! – Hannibal abrazó al chico y sonrió, sintiendo su alegría contagiosa. - ¡Beca completa en Cambridge para el Programa Derecho Internacional!

Tras él la joven de lacio pelo rubio y la adolescente de ojos grises y cabello corto se rieron, burlándose de su hermano.

- Como si no te pudiéramos pagar una carrera donde quisieras, Anthony. – Anthony se giró, sacándole la lengua.

- ¡No es el dinero, es el hecho! ¡Ellos me pagan para que yo estudie allí! – Los dos hombres que habían bajado de los asientos delanteros le miraron, divertidos.

Hannibal reconoció inmediatamente al niño moreno de aspecto serio y compuesto de las fotos en las facciones de aquel hombre que rondaba los cuarenta años, los mismo que había tenido Hannibal aquella misma mañana. Aunque no eran físicamente parecidos, la expresión inteligente y predadora de sus ojos y la forma de moverse le gritaban que era su hijo, Thomas.

- Estarás orgulloso.

- Mucho. Aunque todos sabíamos que iban a cogerle. Menos él, claro. – Afirmó Thomas, sonriendo sutilmente.

Anthony protestó mientras sus padres le ignoraban e iban a saludar al resto de la familia.

Poco a poco los coches fueron llegando cargados de adultos, adolescentes y niños deseosos de su atención y de su afecto. Un sinfín de caras sonrientes clamaban por unos minutos de su tiempo con preguntas, elogios e historias a una velocidad difícil de asimilar incluso para él.

Hannibal aprovechó un momento de despiste para ir a la cocina y respirar un poco de aire. La presencia de sus hijos y nietos era embriagadora a la vez que sobrecogedora. Podía abrazarlos, hacerlos sonreír, sentir sus pieles cálidas bajo sus manos, recordándole que no eran una ilusión y escuchar cada voz, cada personalidad nueva y vibrante abriéndose paso en su mente y en su corazón para quedarse. Era una sensación embriagadora.

Y, a la vez, una dolorosa punzada en el pecho le advertía de que aquella idílica vida no era suya, que no debía acostumbrarse a una felicidad que no le correspondía.

Will apareció a su espalda, sobresaltándolo, y le pidió que le ayudara a subir más madera. Hannibal le siguió hacia el sótano tomado de su mano, sintiendo la piel suave y caliente en su palma. En el sótano había una bodega entera bien conservada y cerrada herméticamente, madera apiladas en sacos y unos arcones de hielo al fondo con capacidad para guardar varios kilos de comida. Curioso, Hannibal abrió el primero, encontrándolo casi vacío. En el fondo solo quedaban un par de bolsas herméticas de carne.

Hannibal reconocería esas piezas en cualquier parte.

Carne humana.

- Si, lo sé, nos estamos quedando sin reservas. Ya tengo más o menos localizado al siguiente, pero vas a tener que tener paciencia. No volverá de viaje hasta dentro de una semana, por lo menos. – Dijo Will viendo a su marido revisar el congelador.

Hannibal asintió, sin palabras. Will siguió eligiendo los trozos de madera más adecuados para la chimenea con naturalidad, como si no hubiera llenado su alma de amor y entendimiento con solo unas palabras.

Le aceptaba, lo amaba como era. No había cambiado para ser feliz, como había temido, sino que había continuado cazando ya no en soledad, sino con un compañero fiel y capaz a su lado. Will era parte activa de la caza, de su dieta, de su arte.

Hannibal cerró los ojos, tratando de contener la emoción que le embargaba. El anhelo del entendimiento siempre había sido más una fantasía imposible que una esperanza real. Murasaki había sido clara al respecto. Pero Will, oh, su Will, lo había sorprendido una vez más, dejando claro que no era solo su igual, sino su alma gemela.

No necesitaba nada más para ser feliz.

Escuchó unos pasos bajando las escaleras y una mujer pelirroja apareció en su rango de visión, fuerte, alta y con la capacidad de iluminar una habitación con su presencia. Su Grace.

- ¿Qué hacéis aquí, papá? ¡Sabes que si quieres subir cualquier cosa solo tienes que pedírnoslo! – Le regañó Grace. Will gruñó.

- Somos mayores, Grace. No estamos muertos. Podemos con un poco de madera. – Grace le ignoró y se giró hacia Hannibal, besando su mejilla cariñosamente.

Olía a madera, a aceite de motor y a metal, a fragua. Su pequeña olía a Will, en cierta manera.

Grace se fijó en las manos de Hannibal en el arcón.

- ¿Os habéis vuelto a quedar sin carne? Os pasa mucho últimamente. – Señaló Grace, quitándole la madera de las manos a su padre.

- Ahora que no vivís en casa comemos más a menudo, y cada vez es más difícil cazar, ¿Sabes? – Grace lo miró, acusadoramente.

- Si no estás para cazar personas no estás para levantar mucho peso, papá.

- Vale más la experiencia que la fuerza, hija mía. El día que no podamos cazar a nuestra cena podéis meternos en un asilo. – Refunfuñó Will siguiendo a su hija.

- Podríais pedir ayuda. Eso sí que no iba a mataros.

Hannibal se quedó ahí plantado, patidifuso. Sus hijos lo sabían, sabían de sus costumbres culinarias y las aceptaban con total naturalidad. El impacto de aquella verdad fue menos acusado que la certeza de su compañero cazando a su lado, pero no menos profundo.

Hannibal subió los escalones sintiendo que se tambaleaban bajo sus pies. No quería despertar jamás de aquel sueño.

Todos sus nietos insistían en llamarle senelis a él y abuelo a Will. Las parejas escogidas por sus hijos parecían decentemente inteligentes, bien educadas y amables. Hannibal se esforzó por tratarlos con un afecto similar al que profesaba por sus propios hijos, dado que ellos trataban a sus nietos con evidente paciencia y adoración.

Pronto sus todos los invitados se acomodaron el sus sofás y cojines preferidos y comenzó la discusión sobre la siguiente película. Tal como indicó Will sacando de debajo del proyector una pequeña libreta, le tocaba a Sophie elegir la película.

Hannibal pasó las siguientes dos horas ignorando La Sirenita y contemplando el glorioso abanico de personalidades que se abría ante él. Desde la timidez de Paul a la energía incansable de Beverly, cada uno de aquellos preciosos seres habían sido criados por él y por Will, sus mayores obras que respiraban, pensaban y sentían por sí mismos. Mas perfectos que cualquier Piedad, más bellos que todas las Primaveras del mundo.

Y, en un milagro irrepetible e invaluable, todos ellos habían escogido amarle tal y como era.

Tras la película, Hannibal se encargó de hacer la cena con la ayuda de Helena y Abigail mientras los demás recogían los restos de los aperitivos y terminaban de poner las mesas.

Se dividieron naturalmente en padres por un lado y nietos por el otro. Cuando acabaron, volvieron a los sofás para disfrutar de una velada llena de anécdotas que Hannibal absorbió con la sed de un náufrago cada detalle que le proporcionaban. No cambiaria nada de ellos, eran inteligentes, ingeniosos y educados. Sus hijos eran perfectos.

Fue su hija Victoria, una prominente cirujana de la que Hannibal se sentía más que orgulloso, la que decidió que era hora de irse a la cama.

Hannibal apenas pudo hacer amago de moverse para recoger antes de ser regañado ardorosamente por sus hijos que no le permitieron poner un pie fuera del sofá. Will se rio y reclamó la presencia de Helena y Beverly, algo menos embarazada que su hermana, a su lado mientras los demás se encargaban de limpiar. Hannibal se pasó la siguiente hora inmerso en una conversación fascinante con Beverly y Will acerca de la posibilidad de obtener ADN viable de un asesino en la sangre de una víctima mientras Helena cabeceaba apoyada a su lado y prácticamente ronroneaba mientras su padre la acunaba bajo su cuello.

Thomas tuvo que ayudar a Patrick a levantarla cuando llegó el momento de retirarse a sus habitaciones. Para su sorpresa, Hannibal descubrió que el terreno contenía una casa de invitados a menos de dos kilómetros escondida tras la arboleda, prácticamente pegada al lago. Aparentemente, era su residencia habitual en verano cuando a Will le apetecía pescar todos los días.

Se dividieron eficientemente para que cada embarazada tuviera a un médico a su disposición y se despidieron subiendo a los coches camino a la casa. Algunos perros siguieron a los coches por el camino de tierra que conducía a la residencia.

Will no pareció darle mayor importancia, por lo que Hannibal asumió que era algo normal. El resto de la manada simplemente entró en la casa y se dedicó a seguir a los ocupantes hacia el piso superior con la esperanza de encontrar humanos dispuestos a compartir la cama con ellos.

Como era de esperar, la mayoría de los adolescentes habían huido en desbandada hacia la casa de invitados, lejos de los oídos de los adultos. Hannibal y Will hicieron una última ronda por las habitaciones para asegurarse de que todos tuvieran sábanas y toallas limpias antes de dormir. Hannibal se rezagó un poco más dando un beso de buenas noches a todos los hijos y nietos que tenía a su alcance. No podía saber si aquella iba a ser la primera y la última vez que disfrutara de su presencia, quería despedirse adecuadamente.

Cuando Hannibal entró en la habitación su marido estaba dándole la espalda sin camisa. La espalda de Will era delgada pero fuerte, cubierta de cicatrices que Hannibal se moría por trazar. Abrazó a su marido por detrás y le arrebató la camiseta de pijama de las manos, tirándola sobre la cama mientras hundía la boca en la piel tierna del hombro de Will.

- Eres insaciable. – Murmuró Will estirando su cuello en una petición muda que Hannibal no dudó en complacer cubriendo toda la piel a su disposición de besos.

- Solo por ti, myliasis. Contigo nunca es suficiente. – Murmuró sin despegar la boca de su piel.

Desnudó a su marido sin prisa, memorizando cada centímetro de su piel con los dedos y la lengua. Para cuando llegó a su intimidad Will estaba gloriosamente sonrojado, gimiendo casi inaudiblemente y totalmente relajado a su merced. Hannibal no tardó en encontrar el lubricante casi agotado en su mesita y preparar a Will concienzudamente para su unión besándolo sin apenas separarse de él.

Entrar en su cuerpo fue una experiencia religiosa, más profunda y santa que el Éxtasis de Santa Teresa. La euforia le recorría en oleadas cálidas desde su punto de unión hasta cada nervio, cada parte de sí mismo vibrando en el placer más absoluto.

Hannibal se concentró en embestir lenta y profundamente, grabando en su memoria cada jadeo, cada gemido que Will le regalaba hasta llegar al éxtasis.

- Esta vida es todo lo que he deseado y más. Gracias a ti. – Hannibal sintió a Will sonreír contra su cuello perezosamente.

- Te quiero.

- Y yo a ti, Will. Ahora y siempre. – Prometió contra su pelo, cerrando los ojos.

Se quedó dormido sin poder evitarlo.