64
AVE
El León de Marte sufre una muerte innoble, recibe disparos desde todos los flancos, por parte tanto de los conservadores como de los rebeldes. Ver la Luna resquebrajarse debido a las explosiones nucleares ha hecho más para calmar la sed de sangre entre las dos armadas que lo que cualquier tratado de paz o armisticio haya hecho jamás. Pocos hombres disfrutan verdaderamente viendo arder la belleza. Pero, de todas maneras, arde. Antes de que acaben con el León, detonan más de doce bombas para crear ciudades de fuego y cenizas entre las de acero y hormigón. La Luna está sumida en el caos.
Al igual que la Armada Dorada. Con las noticias de la muerte de la soberana y del estallido de las bombas, la Sociedad se tambalea bajo nuestros pies. Los pretores adinerados están cogiendo sus barcos personales y marchándose de vuelta a sus hogares de Venus, Mercurio o Marte. No se mantienen unidos porque no saben a qué unirse.
Abby ha gobernado durante sesenta años.
Es la única soberana que han conocido la mayor parte de ellos. Nuestra civilización está al borde del abismo. Las redes eléctricas de la Luna han dejado de funcionar. Los tumultos y el pánico se propagan mientras nos preparamos para abandonar el santuario de la soberana. Hay un navío de escape, pero no hay forma de escapar a lo que hemos hecho. Le hemos arrancado el corazón a la Sociedad. Si nos marchamos, ¿qué ocupará su lugar?
Sabíamos que jamás podríamos conquistar la Luna por la fuerza de las armas. Pero en realidad ese nunca fue nuestro objetivo. Del mismo modo en que el deseo de Ragnar no era luchar hasta que todos los dorados perecieran. Él sabía que Mustang era la clave. Siempre lo ha sido. Por eso puso nuestras vidas en peligro al liberar a Kavax. Ahora Mustang permanece bajo el holo del satélite herido escuchando los gritos silenciosos de la ciudad con el mismo interés que yo. Me acerco a ella.
—¿Estás preparada? —le pregunto.
—¿Qué? —Niega con la cabeza—. ¿Cómo ha podido hacer algo así?
—No lo sé —contesto—. Pero podemos arreglarlo.
—¿Cómo? Esta luna será un pandemonio —replica—. Decenas de millones de muertos. La devastación…
—Y podemos reconstruirla, juntas.
Mis palabras la llenan de esperanza, como si acabara de recordar dónde estamos. Lo que hemos hecho. Que estamos juntas. Parpadea rápidamente y me sonríe. Luego me mira el brazo, el hueco en el que solía estar mi mano derecha, y me toca el hombro con suavidad.
—¿Cómo es posible que aún estés de pie?
—Sigo en pie porque todavía no hemos terminado.
Magulladas y ensangrentadas, nos sumamos a Bellamy, Lisandro y Raven ante la puerta que conduce al exterior del escondite privado de la soberana. Bellamy marca el código olímpico para abrir las puertas y se detiene para olisquear el aire.
—¿A qué huele?
—Huele a cloaca —respondo.
Raven clava una mirada intensa en los filos que le ha quitado a Indra, incluyendo el que perteneció a Charles.
—Yo creo que huele a victoria.
—¿Te has cagado en los pantalones? —Bellamy la mira con los ojos entornados—. Te has cagado.
—Raven… —dice Mustang.
—Es una reacción muscular involuntaria cuando simulan tu ejecución y tragas ingentes cantidades de esencia de hemanto —le espeta Raven—. ¿Creéis que lo haría a propósito?
Bellamy y yo intercambiamos una mirada. Me encojo de hombros.
—Bueno, tal vez.
—Sí, la verdad es que sí.
Nos dedica un gesto obsceno con la mano y esboza una mueca retorciendo los labios hasta que parece que va a explotar.
—¿Qué te pasa? —le pregunto—. ¿Estás… todavía…?
—¡No! —Me tira su botella de agua—. Me has clavado una aguja llena de adrenalina en el pecho, imbécil. Estoy sufriendo un ataque al corazón. —Nos da cachetes en las manos cuando tratamos de ayudarla—. Estoy bien. Estoy bien.
Jadea durante unos instantes antes de erguirse con un gesto de dolor.
—¿Estás segura de que no te pasa nada? —le pregunta Mustang.
—No siento el brazo izquierdo. Seguramente necesite un médico.
Nos reímos sin fuerzas. Parecemos cadáveres andantes. Lo único que me mantiene en pie son los estimulantes que les hemos quitado a los pretorianos. Bellamy cojea como un anciano, pero no se ha apartado del lado de Lisandro y ha vetado los ofrecimientos de Raven para terminar con el linaje de los Lune aquí y ahora desenvainando su filo.
—El niño está bajo mi protección —le ha espetado.
Y ahora Lisandro camina a nuestro lado como indicativo de nuestra legitimidad.
—Os quiero a todos —digo cuando la puerta comienza a abrirse con un gemido. Recoloco el peso del Chacal, cuyo cuerpo cargo sobre los hombros a modo de trofeo—. Da igual lo que ocurra.
—¿Incluso a Bellamy? —pregunta Raven.
—Hoy, sobre todo a mí —dice Bellamy.
—No os separéis —nos advierte Mustang.
La primera de las enormes puertas se separa. Mustang me aprieta la mano. Raven tiembla de miedo. Entonces la segunda de ellas retumba y se abre para revelar un vestíbulo lleno de pretorianos empuñando sus armas y apuntando a la entrada del búnker. Mustang da un paso al frente blandiendo dos símbolos de poder, uno en cada mano.
—Pretorianos, vosotros servís a la soberana. La soberana está muerta. Una nueva estrella alumbra.
Continúa caminando hacia ellos, negándose a detenerse cuando se acerca a la línea de metal erizado. Tengo la sensación de que un joven dorado de mirada furiosa está a punto de apretar el gatillo. Pero su viejo capitán pone una mano sobre el arma y lo obliga a bajarla. Y se separan para dejarla pasar. Se apartan y bajan las armas uno a uno. Retroceden para permitir su avance. Retraen los yelmos en las armaduras. Nunca había visto a una mujer tan gloriosa y poderosa como ella en estos momentos. Es el ojo calmado del huracán, y nosotros seguimos su estela. En silencio, nos montamos en el ascensor Fauces del Dragón. Más de cuatro docenas de los hombres que nos esperaban han venido con nosotros. Encontramos la Ciudadela sumida en el caos. Los sirvientes saquean las habitaciones, los guardias abandonan sus puestos en grupos de dos o tres, preocupados por sus familias o sus amigos. Los obsidianos que les hicimos creer que venían de camino están todavía en órbita. Sefi está con las embarcaciones. Nos inventamos el ardid con el objetivo de que los hombres se vieran obligados a salir de la habitación. Pero parece que se ha corrido la voz. La soberana está muerta. Los obsidianos se acercan.
En medio del caos tan solo hay un líder. Y mientras avanzamos por los pasillos de mármol negro dejando atrás estatuas doradas y departamentos de Estado, los soldados se congregan detrás de nosotros, sus botas retumban por las galerías marmóreas para seguir a Mustang, el único símbolo de determinación y poder que queda en el edificio. Ella alza sus dos símbolos de poder en el aire y aquellos que primero levantan sus armas contra nosotros los ven —y Bellamy, y yo, y la masa creciente de soldados que va detrás de nosotros— y se dan cuenta de que van contracorriente.
O se unen a nosotros o huyen. Algunos nos disparan, otros se precipitan hacia delante en pequeños grupos para detener nuestro avance, pero los reducen antes de que lleguen a menos de diez metros de distancia de Mustang. Para cuando nos plantamos ante las enormes puertas de color marfil de la Cámara del Senado, donde los pretorianos han mantenido recluidos a los senadores, nos sigue un ejército de varios centenares de hombres y mujeres. Y solo una delgada línea de pretorianos nos impide la entrada. Una veintena de ellos.
Un elegante caballero dorado da un paso al frente, es el líder de los hombres que vigilan la Cámara. Mira a los cientos de personas que hay detrás de nosotros, ve a los adeptos violetas que Mustang ha aglutinado, a los obsidianos, a los grises, a mí. Y toma una decisión. Saluda a Mustang con rapidez.
—Mi hermano tiene treinta hombres en la Ciudadela —le dice ella—. Los Montahuesos. Encuéntralos y arréstalos, capitán. Si se resisten, mátalos.
—Sí, mi señora.
Chasquea los dedos y se marcha con un puñado de soldados. Los dos obsidianos que protegían las puertas las abren para nosotros y Mustang entra con paso firme en la Cámara del Senado. La sala es inmensa. Un embudo de mármol blanco provisto de gradas. En el centro de la parte inferior, hay un podio desde el que la soberana preside los diez niveles de la Cámara. Entramos por la parte norte provocando una interrupción. Cientos de políticos vuelven sus engreídas miradas de ojos saltones hacia nosotros. Habrán visto la emisión. Habrán visto morir a Abby. Habrán visto las bombas asolando su luna. Y, en algún lugar de la sala, la madre de Monty se levantará de su banco de mármol y estirará el cuello para ver a nuestro ensangrentado grupo bajar las escaleras de mármol blanco hasta el centro de la gran Cámara, con senadores a derecha e izquierda, propagando el silencio a nuestro paso, en lugar de gritos y protestas. Lisandro camina detrás de Bellamy. Se oye la aterrorizada respiración bronca del portavoz de la mayoría del Senado cuando sus asistentes rosas ayudan a su ajada silueta a bajar del podio, desde donde presidía algún debate de suma importancia. Estaban celebrando unas elecciones. Aquí, en este instante, en medio del caos. Y ahora todos parecen niños sorprendidos con las manos en la caja de las galletas. Por supuesto, nunca se habrían imaginado que los pretorianos que los vigilaban pudieran apoyar a los rebeldes. O que nosotros fuéramos capaces de llegar hasta la Cámara desde el búnker de la soberana sin impedimento alguno. Pero han creado una sociedad del miedo. Donde los hombres y las mujeres deben unirse a una estrella ascendente para sobrevivir. Eso es lo que ocurre aquí. Esa simple directiva humana es la que permite que este golpe de Estado funcione. Mustang ocupa el podio con el resto de nosotros flanqueándola. Tiro al Chacal al suelo para que el Senado pueda ver lo que ha sido de él. Está inconsciente y pálido por la pérdida de sangre. Su hermana me mira. Este es un momento que ella nunca quiso que llegara. Pero Clarke acepta su carga, al igual que yo he aceptado la mía como Segadora. Sé que esto la inquieta. Que me necesitará tal como yo la he necesitado a ella. Pero yo nunca podría ocupar el lugar que ella ocupa ahora, ni sujetar en las manos lo que ella sujeta ahora. No sin destruir a todos los presentes en esta sala. Jamás lo aceptarían. Si yo soy el puente hacia los colores inferiores, ella es el puente hacia los superiores. Solo juntas podremos unir a este pueblo. Solo juntas podremos traer la paz.
—Senadores de la Sociedad —proclama Mustang—, me presento ante vosotros, Clarke au Augusto, hija de Jake au Augusto, de la Casa del León de Marte. Puede que me conozcáis. Hace sesenta años, Abby au Lune se presentó ante vosotros con la cabeza de un tirano, la de su padre, y reclamó su puesto de soberana de esta Sociedad.
Recorre la habitación con una mirada intensa.
—Ahora soy yo quien se presenta ante vosotros con la cabeza de una tirana.
Levanta la mano izquierda para mostrarles la cabeza de Abby. Uno de los dos objetos que nos han asegurado el camino hasta aquí. Los dorados solo respetan una cosa. Y para cambiar, deben ser amansados precisamente por esa única cosa.
—La vieja era ha traído el holocausto nuclear al corazón de la Sociedad. Millones de personas ardieron por la avaricia de Abby. Millones de personas arden ahora por la de mi hermano. Debemos salvarnos de nosotros mismos antes de que la única herencia de la humanidad sea la ceniza. Hoy declaro el comienzo de una nueva era. —Me mira—. Con nuevos aliados. Nuevas costumbres. Tengo el Amanecer a mi espalda. Una armada formada por grandes casas doradas que mantienen a la Horda Obsidiana en órbita. Debéis tomar una decisión. —Arroja la cabeza contra el podio de piedra y alza la otra mano. En ella lleva el Cetro del Amanecer, que otorga a quien lo empuña el derecho de gobernar la Sociedad—. Someteos. O marchaos.
El silencio inunda la sala. Es tan inmenso que tengo la impresión de que podría devorarnos a todos y comenzar la guerra de nuevo. Ningún dorado será el primero en someterse. Yo podría obligarlos. Pero será mejor que me someta a ellos. Me arrodillo ante Mustang. Levanto la cabeza para mirarla a los ojos, me llevo el muñón al corazón y siento que la imposible dicha del momento me invade por completo.
—Ave, soberana —digo.
Entonces es Bellamy quien se arrodilla. Y Raven. Luego Lisandro au Lune y los pretorianos, y después, uno a uno, los senadores se dejan caer al suelo hasta que tan solo quedan de pie unos cincuenta. Los demás rompen el silencio unidos, gritando con una sola voz tumultuosa:
—¡Ave, soberana! ¡Ave, soberana!
Una semana después del ascenso de Mustang, me sitúo a su lado para presenciar el ahorcamiento de su hermano. Excepto ValiiRath y aproximadamente otros diez hombres, todos los Montahuesos del Chacal han sido hallados y ejecutados. Ahora su líder pasa a mi lado en la abarrotada plaza de la Luna. Tiene el pelo ahuecado y cepillado. Su mono de prisionero es de color verde lima. Los colores inferiores que nos rodean lo observan en silencio. Una ligera cortina de nieve cae desde una fina piel de nubes grises. Siento náuseas por culpa de la medicación contra la radiación. Pero he venido por Mustang, al igual que ella acudió al funeral de Monty por mí. Está callada y serena junto a mí. Con el rostro tan pálido como el mármol que pisamos. Los Telemanus están también con ella, observando impasibles al Chacal mientras sube las escaleras del patíbulo de metal hasta donde lo espera la verdugo blanca. La mujer lee la sentencia. La multitud lo abuchea e insulta. Una botella se hace añicos a los pies del Chacal. Una piedra le abre la frente. Pero él no parpadea ni se encoge. Se yergue orgulloso y envanecido mientras le pasan el lazo por el cuello. Ojalá esto nos devolviera a Lincoln. Ojalá que Harper, Monty y Costia pudieran vivir de nuevo, pero este hombre ha dejado su huella en el mundo. El Chacal de Marte nunca será olvidado.
La verdugo se acerca a la palanca mientras la nieve se posa en el pelo de Finn. Mustang traga saliva con dificultad. Y la trampilla se abre. En Marte no hay mucha gravedad, así que hay que tirar de los pies del ahorcado para partirle el cuello. Dejan que lo hagan los seres queridos. En la Luna la gravedad tiene todavía menos fuerza. Pero nadie se aparta de la multitud cuando la blanca formula la invitación.
Ni una sola alma mueve un dedo mientras el Chacal patalea y su cara se pone morada.
Experimento una extraña calma al contemplar la escena. Como si estuviera a un millón de kilómetros de distancia. No puedo sentir nada por él. No ahora. No después de todo lo que ha hecho. Pero sé que Mustang sí sufre. Sé que esto la está destrozando. Así que le doy un ligero apretón en la mano y, con suavidad, tiro de ella hacia delante. Aturdida, avanza bajo la nieve para agarrar los pies de su hermano gemelo.
Levanta la vista hacia él como si estuviera en un sueño. Le susurra algo y, tras bajar de nuevo la cabeza, tira hacia abajo para demostrarle que era querido, incluso al final.
