Disclaimer: Los personajes y la historia no me pertenecen. La historia es de Reinamy y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Citas rápidas para dummies

—Tienes que estar de broma —dijo Kagome mientras fijaba la mirada en la entrada que su madre le había puesto en las manos—. ¿Citas rápidas, mamá? ¿En serio?

La señora Higurashi le sonrió cordialmente a su hija.

—Sé que es un poco atrevido por mi parte apuntarte sin tu permiso…

—¿Tú crees? —soltó Kagome.

—… pero de verdad siento que te vendría bien —continuó la señora Higurashi despreocupadamente—. Oh, Kagome. Ha pasado tanto tiempo desde que has tenido una cita. Lo único que haces es trabajar, trabajar, trabajar. ¿Qué clase de vida es esa? Desde que ese hombre…

—¡Pensaba que habíamos acordado no hablar nunca de él!

—… rompió contigo te has distanciado por completo de los demás. —La señora Higurashi se inclinó hacia delante y acunó la mejilla de su hija, que estaba frunciendo el ceño—. Tú inténtalo, cariño. Incluso si no conoces al indicado, puede que sea el empujón que necesitas para volver a salir al mundo. Me preocupas mucho, Kagome.

La indignación a la que se estaba esforzando por aferrarse se desintegró ante la preocupación de su madre. Kagome era muchas cosas, pero mala hija no era una de ellas. Bajó la mirada a la entrada, donde las palabras «¡Citas rápidas de Tokio! ¡Encuentra a tu pareja!» estaban adornadas en el anverso, y suspiró.

—Supongo que voy a ir a las citas rápidas —masculló desplomándose en el sofá.

Su madre apartó la cara para esconder su sonrisa victoriosa.


—¿Qué me pongo? ¿Qué me pongo? —masculló para sí misma, echando un vistazo a la ropa de su armario. En su cama yacía un montón de atuendos descartados casi tan alto como ella. Normalmente no era tan quisquillosa con la ropa que se ponía, pero normalmente tampoco estaba a punto de tener varias citas en el espacio de dos horas.

¿Por qué, por qué su madre no le podía haber hablado del estúpido evento antes? Ya era suficientemente malo que tuviera que ir en absoluto, pero ahora solo tenía unas horas para prepararse. Y sí, tal vez Kagome no esperaba realmente mucho de ello, pero eso no quería decir que quisiera parecer desaliñada. Especialmente si había hombres guapos allí. Más especialmente si había mujeres hermosas.

Aunque guapa, Kagome no era exactamente lo que nadie llamaría preciosa. Al menos no sin copiosas cantidades de maquillaje, ropa escogida con gusto y una fuente de luz halagüeña. Así que tenía que esforzarse un poco más que la mujer media para tener muy, muy buen aspecto. De la clase que hacía que se giraran las cabezas.

A veces odiaba ser mujer.

Encontró una blusa de color malva con mangas caídas al fondo de su armario que ni siquiera recordaba haber comprado. La apretó contra el frente y la estudió en el espejo y, tras un momento de consideración, asintió con decisión. Decidir si se ponía pantalones o falda fue igualmente difícil, y le llevó casi veinte minutos decidirse por una minifalda gris que combinó con zapatos de tacón oscuros de punta fina.

Kagome se dio cuenta de la hora y maldijo, ahí se iba su esperanza de plancharse el pelo. Resignada, se lo recogió y esperó parecer sensual en lugar de descuidada. En cuanto al maquillaje, solo le dio tiempo a un estilo clásico con delineador y bálsamo labial. Ponerse máscara de pestañas era imposible, no le quedaba tiempo para aplicársela cuidadosamente, y se imaginó que el colorete sería redundante si de todos modos iba a ir corriendo hasta allí.

Se miró en el espejo una vez más antes de coger su bolso y su teléfono. Tomó nota mental de coger chicles en una tienda de camino.


No por primera vez, Kagome se preguntó cómo había conseguido su madre convencerla de hacer esto.

Todo el tema era estresante. El evento tenía lugar en una sala grande de estilo occidental minuciosamente decorada en un, por suerte, anodino edificio. En el centro de la sala había una fila doble de diez mesas ovoides, cada una con dos sillas de aspecto endeble metidas a cada lado. Encima, se situaban jarrones que contenían una única rosa y una pequeña vela aromática. Serpentinas plateadas se enrollaban alrededor de cuatro columnas altas y colgaban pulcramente entre ellas.

La luz era tenue, para alivio de Kagome, y, a un lado, una radio reproducía un jazz lento. Suponía que era romántico, si te gustaban esa clase de cosas. Las que, ciertamente, le habían gustado en cierto punto de su vida. Pero ya no. Con los años, había aprendido a apreciar el romance de una forma más… orgánica.

Escogería un pícnic bajo las estrellas a una cena a la luz de las velas en cualquier momento.

Algo con lo que, por desgracia, la mayoría no parecía estar de acuerdo.

Cuando dijeron su nombre, Kagome caminó hasta el frente de la sala, donde una mujer estaba esperando con una caja roja. Sintiendo docenas de ojos sobre ella, se esforzó por no dejar que se le notara nada de su ansiedad. Cuando la gerente le tendió una pegatina identificativa con el nombre, la cogió y ofreció una sonrisa que esperaba que fuese convincente.

Muy, muy estresante.

Kagome apretó la pegatina contra su blusa, se retiró hacia la parte de atrás del grupo y se apoyó contra una columna, optando por evaluar a los demás en lugar de socializar. A diferencia de lo que había creído, la gente reunida era bastante normal. Había algunos que estaban un poco por debajo de la media y algunos que estaban notoriamente por encima, pero en general, la mayoría parecía estar en la media.

El grupo también era una mezcla en lo referente a especies, aunque los humanos parecían constituir la mayoría. Kagome estaba segura de que había localizado a al menos dos o tres youkai, aunque ahora no podía ubicarlos. No era sorprendente, dado que el sitio era enorme y había mucha gente… cuarenta de los cuales eran participantes y un puñado más debían de haber sido de la organización.

Pero volviendo a todo el tema youkai.

Kagome inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, intentando aislarse de todo. Cuando su conciencia se contrajo y los sonidos de los demás cayeron al fondo, pensó en ello. Salir con un youkai no era algo que hubiera tomado en consideración, siendo sincera. De algún modo, nunca había conocido a ninguno con el que considerase salir… ninguno que estuviera libre o interesado en relaciones entre especies distintas, de todos modos.

¿Le importaba que su pareja no fuera humana? Frunció los labios mientras lo contemplaba.

No, decidió. No me importa.

Humano, youkai, hanyou, lo que fuera. Mientras tuvieran un aspecto decente y fueran más que solo «tolerables» para estar con ellos, no veía por qué no. Sin duda, un youkai varón no podía ser peor que algunos de los humanos varones con los que había tenido la desgracia de salir.

Y, francamente, no se podía imaginar que nadie fuera peor que su último ex.

Su ensimismamiento fue interrumpido cuando la gerente dijo en voz alta: «¡Pueden prestarme atención, por favor!», y el grupo se congregó en dirección al podio improvisado.

Kagome abrió los ojos a regañadientes.

Y parpadeó, porque allí, al otro lado de la sala, había un chico mirándola fijamente.

Lo primero que pensó Kagome fue: hermoso.

No, en realidad, fue: ¿por qué me está mirando así? Y: mierda, ¿tengo algo en la cara?

Pero dioses, es hermoso le siguió rápidamente. Y era devastadoramente hermoso. Sus ojos dorados parecían brillar a la tenue luz, recordándole inexplicablemente a las estrellas. Su rostro era agradable a la vista, pero lo que más resaltaba era la larga y densa melena de pelo plateado que lo intensificaba, recogido, por lo que podía ver, con una goma a la altura de la nuca.

La tercera cosa que pensó fue: ¡orejas de perro! Porque allí, en lo alto de su cabeza, había auténticas orejas de perro. Los dedos de Kagome se movieron con la necesidad de tocarlas. Eran lindísimas.

También eran un evidente indicador de que el chico no era humano. No es que eso evitase que quisiera estirarse y acariciarlas. Espantada ante la forma que estaban adoptando sus pensamientos, Kagome se impulsó para apartarse de la columna y fue la primera en desviar la mirada. Después se encaminó hacia la jovial gerente, que estaba diciendo:

—… recuerden, haré sonar el gong cada cinco minutos, en cuyo caso, los hombres pasarán a su siguiente cita. Cuando tomen asiento, habrá una carpeta personal de parejas —Levantó la que tenía en la mano— esperándolos. Por favor, escriban su nombre arriba de todo. Como ven, hay dos columnas debajo. En la primera, escriban el nombre de su cita y, en la segunda, un simple sí o no. Si alguna de sus elecciones los escoge también a ustedes, les enviaremos su correo electrónico para que se pongan en contacto. Por favor, mantengan su carpeta consigo en todo momento.

Otra mujer se adelantó y dijo:

—Estamos seguros de que se han dado cuenta de que hay un montón de tarjetas en la mesa. Son ideas de temas, por si necesitan un poco de inspiración. Tengan en cuenta que…

Kagome dejó de prestarle atención. Estaba empezando a sentirse increíblemente nerviosa y solo podía rezar para que no empezara a sudar profusamente o algo igualmente asqueroso.

¿Por qué me dejé convencer para hacer esto?, se preguntó por enésima vez. Kagome odiaba tener citas. Lo odiaba con la pasión de mil volcanes en erupción. Hablar de cosas sin importancia, la conversación forzada, la incomodidad, la ansiedad, la preocupación constante por si estabas siendo aburrida, o estúpida, o rara, o no, o si la otra persona te encontraba atractiva… era horrible.

Y ahora tenía que pasar por ello veinte veces.

Localizó por el rabillo del ojo un ápice de plata y rojo, pero entonces sonó el gong… y Kagome supo que se iba a cansar de ello, y rápido… y de repente estaba abriéndose paso para encontrar un sitio.

Escogió uno frente a un chico que era considerablemente más mayor que ella, aunque sin duda guapo. Él le sonrió amablemente, aunque con un poco de tensión, y ella lo imitó.

—¡Por favor, comiencen! —declaró la gerente, proyectando una sonrisa alentadora por la sala—. ¡Recuerden, cinco minutos! ¡Buena suerte a todos!

Bueno, vamos allá. Reuniendo valor, Kagome concentró su atención en su… cita.

—Hola —empezó él con una pequeña inclinación—. Soy Ogino Takeshi. Es un placer conocerla… —Miró su etiqueta identificativa y arqueó la ceja—… ¿Higurashi Kagome?

—Ah, lo mismo digo —contestó Kagome con una inclinación de la cabeza antes de anotar su nombre en el primer espacio—. Y síp, esa soy yo. Bueno. Hola. Que ya lo ha dicho usted. Mm. —Cerró los ojos brevemente e intentó ubicarse. Finge que no es una cita, se dijo observando al hombre mientras intentaba esconder su diversión ante los titubeos de ella. Finge que es solo… un encuentro con un amigo. Un amigo en potencia. O algo. Ah, ¿por qué dije que sí a esto?

—¿Y a qué se dedica? —preguntó el hombre educadamente, moviéndose en su asiento.

Kagome casi suspiró de alivio. Esa era una pregunta sencilla, una que había respondido un millón de veces antes. Podía hacerlo.

—La verdad es que es bastante aburrido —admitió con un tímido encogimiento de hombros—. Soy codificadora médica en el Hospital Metropolitano de Tokio.

Ante su expresión vacía, explicó:

—Básicamente, reviso los registros médicos para asignar códigos determinados para suministros y servicios médicos. Se hace para asegurar que mi proveedor médico queda adecuadamente reembolsado. —Su expresión no cambió, así que se explayó más—. Por ejemplo, digamos que un niño se rompe la pierna y va al hospital. Bueno, hay un código para la herida, el procedimiento empleado para curarla y el equipo necesario. Yo determino los códigos, que se envían a un facturador, y a cambio se envían a la compañía de seguros médicos adecuada o a la familia del paciente, según el caso.

La comprensión ahuyentó la mirada inexpresiva de sus ojos y asintió.

—Ah, ya veo. ¿Es muy difícil?

Kagome empezó a negar con la cabeza, luego se detuvo.

—En realidad no. Complejo, sí, porque hay literalmente miles de códigos que se solapan y que cambian anualmente, pero me gusta, incluso si estoy metida todo el día en una oficina. ¿Y usted, Ogino-san? ¿A qué se dedica?

Al parecer, el hombre era un vendedor cuyo trabajo requería que viajase a todas partes. Y, aunque le encantaba viajar, admitía que no le ponía muy fácil encontrar a alguien.

No compartían intereses ni aficiones, pero sí que tenían gustos culinarios similares, y a Kagome le gustaron bastante sus historias sobre algunas de las personas que había conocido en sus viajes. Casi lamentó verle marchar cuando sonó el gong. Casi.

—Fue agradable hablar con usted —le dijo Kagome con sorprendente sinceridad.

Él sonrió.

—Igualmente, Higurashi-san. Cuídese.

Y entonces, se marchó, y Kagome usó los veinte segundos de descanso que les daban antes de que volviera a sonar el gong para anotar NO al lado de su nombre, cerrar los ojos y suspirar.

Uno menos, quedan diecinueve.


El chico n.º 2 era un otaku acérrimo como nunca había visto antes. En los cinco minutos que estuvieron juntos, no pudo decir ni una palabra. Cada palabra que salía de su boca era «anime esto», «manga aquello» y «tal drama de acción real».

Puede que Kagome se hubiera sentido menos irritada si la serie de la que parloteaba fuera otra cosa distinta del anime mahou shoujo que no le gustaba desde que tenía diez años. Pero nop. Si Kagome tenía que oír una palabra más de lo linda que estaría ella si se pusiera el vestido de este personaje y de lo encantadora que estaría si se tiñera el pelo y se lo peinara para imitar a aquel personaje, iba a darle un golpe en la cabeza con el jarrón.

Cuando al fin, al fin, al fin sonó el gong, casi dio palmadas de alegría.

Era una pena, la verdad, ya que el chico había sido un poco lindo.


El chico n.º 3 era un pervertido. Fin de la historia.

Se pasó todo el tiempo que tenían asignado con los ojos pegados a su pecho, y Kagome estaba bastante segura de que había intentado manosearla por debajo de la mesa.

El gong no podría haber llegado lo suficientemente rápido y cuando el chico, con los ojos todavía fijos en sus pechos, preguntó si iba a escribir un al lado de su nombre, ella sonrió dulcemente y le aseguró que lo haría.

Se deleitó ampliamente al escribir un NO.


El chico n.º 4 no estaba mal.

No tenían mucho en común, pero era bastante agradable, aunque tímido. No es que Kagome le echase la culpa, todo el evento era como aquellas horribles exposiciones en clase que había tenido que sufrir cuando estaba en la escuela. Solo que peor, porque en cuanto se terminaba, ni siquiera podías recuperar el aliento antes de que fuera el momento de volver a hacerlo todo de nuevo delante de un público distinto.

Así que lo escuchó pacientemente mientras tartamudeaba una anécdota que podría haber sido divertida si no tardase tanto en explicarse.

Se sintió genuinamente mal cuando terminó su tiempo y él le concedió una sonrisa adorablemente dulce antes de marcharse arrastrando los pies, porque nunca había tenido la intención de escribir un .


El chico n.º 5 era un youkai. Uno lobo, a juzgar por su aspecto.

Tenía la piel bronceada y el pelo cobrizo, y sus ojos eran de un encantador tono verde, casi como el musgo. Kagome se sentía ligeramente intimidada por sus colmillos de aspecto letal cada vez que le sonreía, que era a menudo, pero fueran cuales fueran las dudas que tuviera, desaparecieron para cuando pasó el segundo minuto.

Saga era gracioso. Kagome se estaba desternillando de la risa y agradeció mucho no haberse puesto máscara de pestañas después de todo, porque sin duda para entonces se le estaría corriendo. El youkai pareció completamente complacido consigo mismo cuando sonó el gong y se marchó paseando, ondeando la cola con confianza detrás de él, y Kagome no le culpaba.

Agachó la cabeza para esconder la sonrisa cuando él le guiñó un ojo desde la mesa siguiente (y también porque su nueva cita estaba intentando prenderle fuego a Kagome con los ojos) y no perdió el tiempo en destapar el bolígrafo y garabatear un al lado de su nombre.

Tal vez todo esto no iba a ser una pérdida de tiempo, después de todo.


Chico n.º 6.

Cuanto menos se diga de él, mejor.


El chico n.º 7, que era ligeramente más mayor que ella y trabajaba en una empresa de seguros de coches, era decente.

O eso pensó hasta que cometió el error de mencionar que se había graduado de la Universidad de Tokio y él se desmoronó por completo. Kagome observó, horrorizada, que sus hombros empezaban a temblar y derramaba literalmente lágrimas, manchando el mantel.

Entre los resoplidos y los lamentos, de algún modo consiguió deducir que su sueño siempre había sido ir a la Universidad de Tokio, pero que lo habían rechazado. Dos veces. Al parecer, había estado tan avergonzado de su fracaso que había considerado ir a Aokigahara (no se explayó más, pero Kagome no era estúpida, se le llamaba el «Bosque del suicidio» por una razón) hasta que su hermano mayor lo disuadió.

Kagome se pasó los tres minutos y veinticinco segundos restantes acariciándole la cabeza y mintiendo a propósito sobre lo sobrevalorada que estaba su alma mater. No parecía correcto denigrar la escuela que había hecho tanto por ella, pero el orgullo escolar era difícilmente suficiente como para justificar el ignorar el bienestar emocional de otro ser humano.

—¿En serio? —preguntó Takanaki-san esperanzado después de que ella hubiera explicado con doloroso detalle lo horribles que habían sido dos de sus profesores de Ciencias. La mejor parte fue que no había tenido que mentir.

Kagome asintió con seriedad.

—Ajá. Eran horribles. Toda la universidad los llamaba Cabrón-sensei y Perra-sensei a sus espaldas. Todos pusieron quejas formales sobre ellos, incluso a otros miembros del personal. Una vez, incluso conseguimos reunir más de tres mil firmas para enseñarle al director lo…

Cuando sonó el gong y Takanaki-san siguió su camino, Kagome se sintió satisfecha de que lo hiciera con una pequeña sonrisa, aunque tuviera los ojos un poco rojos.

Pero ella estaba agotada. Solo cinco minutos con él y se sentía emocionalmente escurrida. No podía imaginarse lo drenante que sería salir de verdad con ese hombre. Y por eso escribió un NO. Se sintió culpable, en especial cuando lo descubrió lanzándole miraditas tímidas desde la otra mesa, pero ni la culpa ni la pena eran buenas razones para salir con alguien.

Ambos se merecían algo mejor que eso.


Los chicos n.º 8 y n.º 9 eran increíblemente aburridos. Por no hablar de sexistas. Ambos tenían la misma voz machacona, ambos parecían querer únicamente o sermonearla o hablar de sí mismos, y ambos parecían pensar que era apropiado hacerle preguntas personales, como cuántos hijos quería tener y si tenía pensado tenerlos pronto, y si había pensado o no en dejar su trabajo para cuidar de ellos «como debería hacer una mujer respetable».

A Kagome no le sorprendió en lo más mínimo enterarse de que eran primos. Hizo que se estremeciera al pensar en cómo era el resto de su familia.

Tal vez fue un poco demasiado enérgica cuando garabateó un NO duplicado.


Si Kagome pudiera escoger una palabra para describir al chico n.º 10, sería espeluznante.

No estaba segura del porqué, exactamente. Sin duda, parecía lo suficientemente normal. Era educado, a diferencia de aquel pervertido que no pudo apartar los ojos de su pecho o de esos primos que monopolizaron la conversación y hablaron por encima de ella cuando intentó intervenir. A todos los efectos, Kawaguchi Ren era normal.

Y, aun así, Kagome no podía librarse de la sensación de que había algo que no estaba del todo bien con él. Cuando le sonrió, con dientes perfectamente rectos y prácticamente relucientes, sintió que se le estremecía todo el cuerpo. Cuando se estiró hacia delante y le rozó los nudillos con las yemas de los dedos, se le puso la carne de gallina.

Kagome estuvo callada durante su cita, esperando impacientemente el sonido del gong. Simplemente quería que este chico se fuera. Cuando al fin llegó, casi languideció de puro alivio. Bueno, hasta que él se estiró por encima de la mesa para rozarle la oreja con los labios y susurrar:

—Eres encantadora, ¿sabes? Espero que escribas que al lado de mi nombre.

Su aliento caliente y rancio contra su rostro fue horrible e hizo falta cada pizca de autocontrol que tenía para sonreírle entre su incomodidad y no rascarse furiosamente la oreja.

Sabiendo que iba a estar mirando, Kagome apuntó un . Sin embargo, en cuanto terminó su cita con el chico n.º 11, que apenas pudo recordar porque todavía se sentía muy enervada, lo tachó y escribió en caracteres grandes y claros: NO.

Incluso lo subrayó para que quedara claro.


Las gerentes anunciaron un descanso de quince minutos y Kagome salió rápidamente. El primer aliento de aire fresco fue un alivio tan bienvenido que casi le cedieron las rodillas. Toda su ansiedad, frustración y preocupación acumuladas parecieron agarrarse al viento, que se las llevó caritativamente. Tras tomarse un momento solo para volver a respirar, que fue más fácil sin la presencia controladora de los demás, se sacudió y cruzó rápidamente la calle antes de que la luz se pusiese azul.

A su madre le decepcionaría saber que en lugar de inspirar en ella un deseo de tener citas, todo el evento estaba haciendo justo lo contrario. Kagome no quería tener otra cita en lo que le quedaba de vida. Si eso significaba morir sola, que así fuera.

Debo de haber sacado mi inclinación por el melodrama del abuelo, pensó irónicamente, metiéndose en una tienda.

Cuando Kagome salió unos minutos más tarde, con una botella de agua en una mano y dos coloridos palitos de dango en la otra, miró al otro lado de la calle y se quedó paralizada, casi chocando con una transeúnte en el proceso. Se inclinó apresuradamente y se disculpó, y suspiró de alivio cuando la mujer le quitó importancia con un movimiento de la mano. Tuvo más cuidado con sus alrededores cuando llegó a la esquina de la manzana, pero entonces le pudo la curiosidad y levantó la mirada.

El chico de antes la estaba mirando directamente. Sus ojos no eran ni de cerca tan brillantes bajo la luz del sol. Su pelo era otra historia. Mientras esperaba a que cambiase el semáforo, se maravilló con la forma en que relucía, la luz del sol jugueteaba con sus mechones plateados. De nuevo, sus ojos se vieron atraídos hacia las orejas de perro gemelas que asomaban de su cabeza. Algo que él debía de haber notado, porque las movió.

Sintió que le ardía la cara y apartó rápidamente la mirada. Sin duda la había descubierto mirándole fijamente las orejas. Ups.

El semáforo cambió y Kagome cruzó la calle. Casi en su totalidad, su atención estuvo en la calle, pero más a menudo de lo que le gustaría admitir buscó la mirada del chico con orejas de perro, quien parecía contentarse perfectamente con mirarla fijamente.

¿Por qué me mira?, se preguntó con recelo. Habría sido más fácil adivinarlo si al menos pudiera averiguar lo que significaba su expresión indescifrable. Kagome estaba completamente confundida mientras se subía a la acera y avanzaba hacia el edificio, acortando lentamente la distancia entre ellos.

Una mirada a su reloj reveló que todavía le quedaban diez minutos de descanso y, por muy poco que quisiera que este chico la mirase, todavía quería menos estar en esa sala con toda esa gente (en especial con el chico al que había empezado a llamar Sr. Espeluznante). Así que Kagome escogió ignorarlo, reclamó su lugar en la pared y se centró en su comida.

Para cuando hubo devorado la mitad de su agua y uno de sus palitos de dango, la irritación se estaba asentando. Prácticamente podía sentir la mirada del chico a un lado de su cara. ¿Quién hacía eso? ¿Acaso no comprendía el concepto de la buena educación? ¿O como mínimo el de la sutileza?

A mitad de su segundo palito de dango, su frustración alcanzó su punto de ebullición. Esto es absurdo, pensó antes de mover la cabeza para soltar:

—¿Puedes parar de mirarme?

El chico se sobresaltó visiblemente. Por un momento, pareció que podría no haberse dado cuenta de lo que había estado haciendo, pero Kagome rechazó la idea inmediatamente. Más bien no se esperaba que lo enfrentaran al respecto.

—¿Eh? ¿De qué hablas? —exigió el chico con una mirada de furia.

¡Con una mirada de furia! ¡Como si él tuviera derecho alguno a estar furioso con ella!

—Hablo —dijo Kagome entre dientes apretados—, de que llevas los últimos cinco minutos mirándome de una forma espeluznante. Y te pido que pares porque, repito, es espeluznante.

—Estás loca —acusó—. Y claramente ciega. No te estaba mirando a ti, evidentemente

A Kagome no le gustó lo que estaba insinuando.

—¿Sabes? Cualquiera pensaría que, con esas orejas, serías capaz de escuchar mejor a la gente…

—¡Eh! ¿Tienes un problema con mis orejas? —exigió el youkai, enfureciéndose. Sus orejas se aplanaron en lo alto de su cabeza.

Kagome estalló.

—No, creo que son maravillosas… —Tenía la sensación de que más tarde iba a arrepentirse de su salvaje sinceridad, en especial después de que el chico abriera los ojos como platos y se la quedara mirando boquiabierto—… No obstante, ¡sí que tengo un problema con que te me quedes mirando como un mirón y que luego lo niegues!

El chico no pareció saber cómo responder a eso. Tras un momento de balbuceos, se enderezó visiblemente, resopló un «Keh, como tú digas» y se apartó de la pared con un impulso.

Kagome miró con furia su espalda mientras avanzaba hacia la entrada, atravesando las puertas justo cuando las abrieron desde dentro. Oyó un gruñido familiar diciendo «hanyou», seguido de un igualmente contrariado «vete a la mierda, lobo», antes de que las puntas del pelo plateado del hombre desaparecieran y el rostro de Saga asomase y girase en dirección a ella.

—¡Kagome-san! —dijo, se formaron arrugas en las esquinas de los ojos verdes—. Ahí estás.

Se quedó mirando al youkai, sintiéndose placada ante el repentino giro que había tomado la situación y el rápido cambio en sus propias emociones. La indignación que había estado bullendo dentro de ella se estaba calmando ahora que la causa no estaba por ninguna parte, pero lo repentino la dejó sintiéndose desequilibrada. Que Saga fuera alguien a quien no le importase ver lo empeoró.

—Eh, Saga-san. Hola. ¿Me… necesitaba para algo?

El hombre salió a la calle y plantó las manos en las caderas, pareciendo en su totalidad el arrogante youkai retratado en las comedias románticas con variedad de especies. Era lo suficientemente guapo como para aparentar el papel, sin duda.

Siempre —dijo con coquetería, ampliando la sonrisa cuando Kagome se sonrojó ante la insinuación—, aunque ahora mismo solo quería decirte que está a punto de empezar la segunda ronda.

Kagome miró su reloj ensanchando los ojos. Y se desplomó inmediatamente porque tenía razón. Quedaban dos minutos de descanso. Había pasado demasiado rápido, si le preguntabas. Tercamente, culpó de ello a aquel youkai… ¿hanyou?... maleducado, egoísta, demasiado guapo para su propio bien.

Su reacción pareció complacer a Saga, quien le guiñó un ojo y le mantuvo la puerta abierta.

—Entiendo —dijo solemnemente—. Te he estropeado para todos los demás. Ahora no puedes evitar comparar a los otros hombres conmigo y, sin duda, no paran de quedar por debajo. Es la maldición de la perfección, me temo, aunque la soporto con humildad.

Kagome contuvo un resoplido, más divertida por su arrogancia de lo que normalmente lo estaría. Saga portaba la soberbia como si fuera un caro traje de Armani. Había que admirarlo a pesar de lo pretencioso o ridículo que era en realidad. O tal vez a causa de ello.

—No te preocupes —continuó, yendo detrás de ella e inclinándose para acercarse. Tanto que pudo sentir su aliento en su oído y se estremeció por ello—. Tú has hecho lo mismo.

Y entonces se marchó, desapareciendo entre la multitud de optimistas antes de que Kagome pudiera pronunciar una palabra en respuesta. Lo que, pensó, probablemente fuera algo bueno. ¿Cómo se suponía que iba a responder a eso?

Sin su permiso, sus labios se arquearon en una pequeña sonrisa. Aunque vergonzoso, era casi muy halagador, en especial habiendo aquí mujeres que eran mucho más hermosas que ella.

Mientras se ocupaba encontrando su sitio y evitando al Sr. Espeluznante, no se dio cuenta en ningún momento de la mirada fulminante de ojos dorados dirigida a su espalda.


Para alivio de Kagome, el chico n.º 13 era normal, aunque un poco nervioso. Su entusiasmo era contagioso, no obstante, y no pudo evitar imitarlo, lo que pareció complacerlo enormemente.

—Siempre he sido así —admitió Takamura Seiji con una sonrisa relajada—. A mis ex las volvía locas… a las tres. Pensaban que debía moderarme un poco, que no era natural ser tan alegre todo el rato.

Kagome arqueó una ceja con incredulidad y replicó:

—Mejor alegre que triste.

—Je, eso fue lo que le dije a mi última novia.

—¿Y qué dijo ella?

—Que ella también lo creía, pero que yo estaba empezando a hacer que cambiara de opinión.

Kagome ahogó una carcajada detrás de su mano y se sintió mal al instante.

—Perdón, lo siento. No pretendía reírme. Es que es…

—Gracioso —continuó Takamura por ella con una risita entre dientes—. No te preocupes. Ha pasado el tiempo suficiente como para que yo también lo piense.

Cuando terminó la cita, Kagome escribió un tentativamente al lado de su nombre.


El chico n.º 14 era, en una palabra, repugnante.

—¿Sabías que probablemente tienes ácaros diminutos y microscópicos viviendo en las pestañas? La mayoría los tiene. Viven en los folículos y en los poros de tu rostro, pero tienden a preferir las pestañas. Atención, se alimentan de tu grasa y de tus células de piel muerta. ¿No es impresionante?

Impresionante no era la palabra que habría elegido Kagome, no.

—Mmmmm —suspiró mientras Makunouchi Ken empezaba a transmitir otro hecho repugnante del que se había enterado con ojos brillantes y manos gesticulando con entusiasmo.

—Y, eh, ¿te gustan las gominolas?

Aun sabiendo que era un error, Kagome dijo que sí.

—Es una pena, porque las gominolas están cubiertas de shellac, que se hace a partir de excreciones de insectos…

—Qué bien.

—… ¡pero no te preocupes demasiado, porque los humanos comen insectos constantemente! ¡La persona media se come aproximadamente ocho arañas al año! ¡Y no quieres saber cuántos huevos de insectos y de moscas de la fruta se encuentran en una caja pequeña de uvas pasas, ja, ja!

—Interesante.

—Pero ¡eso no es todo lo que comemos! ¿Sabías que el quince por ciento del aire que respiras en la estación de tren contiene piel humana?

—Guau.

—Y hablando de piel, ¿sabías que el prepucio de los bebés se convierte normalmente en injertos para víctimas de incendios? Y ya que estamos con el tema de los prepucios, ¿sabías que las libélulas tienen penes con forma de pala para poder sacar el esperma de sus rivales? ¿Y que las abejas melíferas macho cometen suicidio sexual? ¡No, en serio! Eyaculan tan explosivamente que las puntas de sus penes se parten y quedan dentro del tracto reproductivo de la reina. La abeja macho, que también se llama zángano, para que lo sepas, entonces cae a su muerte. ¿A que es genial?

—Ajá.

Huelga decir que Kagome no perdió un segundo en garabatear un NO cuando su cita, quien se autoproclamó con orgullo como grotescólogo, siguió su camino.

Se encontró mirando a la mujer que estaba a su derecha, la que había sobrevivido a la infinita letanía de datos repugnantes de Makunouchi antes que ella, y no le sorprendió en lo más mínimo encontrarla mirándola también con una expresión de conmiseración.

Kagome se encogió de hombros con gesto de impotencia y la mujer asintió como si estuviera diciendo: Lo sé.


El chico n.º 15 no tenía nada particularmente interesante.

El chico n.º 16 tenía tantas espinillas con cabezas blancas que era físicamente doloroso de mirar.

Y entonces, el chico n.º 17 se deslizó en el asiento enfrente de ella y Kagome lo miró fijamente.

—Oh, eres —dijo el chico como si de verdad no se hubiera dado cuenta de que ella había sido la siguiente, cosa que Kagome no se creyó ni por un segundo.

—Creo que esa es mi frase —se quejó, sintiendo que se le ensombrecía el humor.

—Keh, da igual —dijo el chico (cuya pegatina identificativa rezaba Inuyasha, ¿y qué clase de nombre era ese?), después apartó la mirada.

Se pasaron el primer minuto fingiendo que el otro no existía. Al menos, hasta que la tensa goma que era el temperamento de Kagome estalló y explotó con:

—¿Tienes que ser tan cretino?

Inuyasha ensanchó sus ojos ridículamente llamativos con sorpresa antes de entrecerrarlos con irritación. Curvando los labios, dijo rechinando los dientes:

—¿De qué diablos hablas, moza? ¡No estoy haciendo nada!

Kagome apretó su agarre sobre el bolígrafo con tanta fuerza que amenazó con partirse.

—Vale, en primer lugar, mi nombre es Higurashi Kagome. No moza, ni mujer, ni . Ka-go-me. Y, en segundo lugar, ¡precisamente a eso me refiero! Simplemente… ¡estás ahí sentado! ¡Ignorándome! ¡Como si fuera yo la que te hizo algo en lugar de al revés!

—Escucha, señorita…

¡Kagome!

—Como te llames. Mira, para empezar, yo no quería estar aquí…

Kagome resopló de una forma muy poco refinada.

—¿Y qué, crees que yo sí?

Su réplica detuvo a Inuyasha en seco.

—¿Tú no…? —Cerró la boca de golpe y negó con la cabeza—. No, ¿sabes qué? Me da igual. El tema es que no quiero estar aquí y ni de coña me voy a obligar a ser agradable con una persona tan gruñona…

Se quedó boquiabierta. Era un ejercicio de templanza no lanzarle el bolígrafo a la cabeza.

¿Gruñona? Oh, es el colmo viniendo de ti, mirón cabezón…

—¡Cuántas veces tengo que decírtelo! ¡No te estaba mirando a ti! Probablemente solo te lo estés inventando para sentirte mejor contigo misma…

Y esa fue la gota que colmó el vaso. Sin pensar, Kagome le lanzó el bolígrafo. Le dio en el centro de la frente, luego cayó a la mesa con un repiqueteo ensordecedor. Un segundo, luego dos, rodó por el borde y cayó al suelo.

Se miraron fijamente. Inuyasha fue el primero en reaccionar.

—¿Acabas de…?

Kagome se negó a sentirse culpable.

—¡Te lo merecías! Si no fueras un cretino tan arrogante…

—Si tú no fueras una perra tan estirada…

—¿Quién diablos te crees que…?

—Eh, ¿disculpen…?

¿Qué? —le espetaron al unísono al hombre que estaba cerniéndose nerviosamente sobre ellos. Ante su combinada hostilidad, chilló y levantó su carpeta para esconderse detrás de ella.

—P-Perdón por interrumpir, pero, eh, sonó el gong y es, eh, ¿mi turno de estar aquí…?

—¡Muévete a la mesa siguiente! —gruñó Inuyasha, haciendo que el hombre se encogiera antes de obedecer apresuradamente.

Kagome observó por un momento su figura en retirada, luego se giró hacia Inuyasha con la cólera al máximo.

—¡Increíble! Menudo cretino eres. ¿Qué te ha hecho ese chico, eh?

—¡Oh, mira quién fue a hablar! —resopló, cruzándose de brazos.

Kagome por supuesto que no se dio cuenta de la forma en que le sobresalieron los músculos de los brazos.

—¡Y es culpa tuya! Si no estuvieras siendo tan exasperante…

—Sí, eso es absolutamente todo culpa mía, no asumas la responsabilidad de tus actos ni nada…

—¡Quieres callarte ya!

—¡Creía que no querías que me callara! ¿No es así como empezó todo esto? ¿Porque estabas escocida porque te estuviera ignorando? Decídete, mujer…

—¡Me llamo Kagome! ¡Y ni se te ocurra intentar cargarme con esto! ¡Tú tienes la misma culpa!

—¡Ya, no, no lo creo!

—¡Dios, eres tan niño!

—¡Y tú eres una tonta!

—¡No me llames tonta!

—¡Entonces no me llames niño!

Niño —espetó Kagome.

Tonta —gruñó Inuyasha en respuesta.

Los dos estaban inclinados sobre la mesa con las frentes casi tocándose. La respiración de Kagome estaba saliendo en rápidos jadeos y se sentía agotada por el esfuerzo de tener que mantener la voz a un volumen que no llamase la atención mientras aun así expresaba su furia. A Inuyasha no le estaba yendo mucho mejor, sus bruscas exhalaciones movían los bucles que se habían soltado y añadían un calor innecesario a su piel demasiado caliente.

Estaban tan cerca que Kagome podía ver que sus ojos no solo parecían dorados, sino que lo eran de verdad, moteados con colores que solo había visto en fotos de explosiones estelares y nebulosas. Estaban bordeados de oscuras pestañas que hacían juego con sus cejas arqueadas, cosa que no tenía sentido, porque su pelo era plateado… no ese tinte blanco roto que se encontraba en los estantes de las tiendas, sino plateado de verdad, como la luz de la luna tejida para convertirla en seda.

Kagome notó distraídamente su aroma: algo aromático y penetrante. Almizcleño con solo el más leve matiz a sudor. Inuyasha oía como la tierra, como barro, hierbas y especias, y se descubrió inclinándose inconscientemente hacia delante incluso mientras los recuerdos de una infancia pasada metida hasta las rodillas en el jardín de su abuela destellaban por su mente.

Huele increíble, pensó Kagome, inhalando por instinto.

Y entonces, Inuyasha soltó una brusca inhalación y el momento se hizo añicos.

Kagome retrocedió, su mente zumbó ante la inexplicable forma que habían adoptado sus pensamientos. Con los ojos muy abiertos, asimiló la expresión sorprendida de Inuyasha (sus pupilas dilatadas, su boca entreabierta, su ceño fruncido) y sintió el fuego subiendo por su cuello y encendiendo su rostro. Kagome esperó, no, rezó para que la tenue luz ocultase la prueba de su humillación mientras agachaba la cabeza.

¿Acabo de olerlo?

Dios. Lo había hecho.

Las uñas tallaron medialunas en sus brazos mientras se levantaba el velo y se hacía consciente de los últimos minutos con intenso detalle. Un momento después, se descubrió desplomándose en la silla y escondiendo el rostro detrás de la curva de sus brazos, las palabras Dios mío, Dios mío, resonaron como un grito en su cabeza.

Golpeó la cabeza contra la mesa y se mordió el labio para contener un gemido. Qué humillante. Lo gracioso, en un sentido atroz de ja, ja me quiero morir, era que no estaba segura de qué era peor: el hecho de que hubiera olido de verdad a alguien, o de que aquel a quien había olido fuera la misma persona con la que había estado discutiendo.

Discutiendo. Qué palabra tan madura, y probablemente no fuera la que debería usar para describir la pelea juvenil en la que había tomado parte.

Le había lanzado un bolígrafo. A otra persona. Y después le había dicho que se lo merecía.

Y pensar que de verdad creía que yo era madura, pensó taciturnamente, volviendo a golpearse la frente, porque la alternativa era pegarse en la cabeza con el jarrón con la esperanza de perder el conocimiento. Ahora bien, Kagome normalmente no era proclive al masoquismo, pero cierto era que normalmente tampoco reñía con la gente ni les lanzaba bolígrafos.

Ni los olía, añadió con un toque de histerismo.

Esta no era ella. Peleando con desconocidos, lanzándoles cosas, maldiciendo… por mucho que Kagome fuera una persona apasionada, no hacía estas cosas. Normalmente tenía mucho más control sobre su carácter que esto. Cielos, uno de sus profesores una vez le había preguntado si era lenta de mente delante de toda la clase y aun así había conseguido contener el impulso de lanzarle una silla (o al menos algunos insultos mordaces) al antipático hombre y hablar con él como lo haría con cualquier otra figura de autoridad.

Y, aun así, un insulto finamente velado por parte del chico que estaba sentado enfrente de ella y de repente estaba lanzando afilados proyectiles y diciendo cosas que le provocarían un ataque al corazón a su abuelo si la oyera.

No tenía sentido que alguien a quien conocía de menos de una hora pudiera afectarle cuando ni su profesor de Biología había conseguido rascar la superficie, y había tenido cuatro meses para intentarlo.

Kagome se preguntó qué tenía Inuyasha para ponerla tan… volátil. Insensata. Descontrolada. Parecía como si cada comentario vengativo por su parte, cada mirada despreciativa, fuera como una cerilla encendiéndose dentro de ella y estuviera ardiendo antes de que pudiera pensar siquiera en llamar a la compostura de la que una vez se había enorgullecido.

Nunca, nunca había conocido a nadie que la afectara de tal forma y eso hacía que le desagradara más todavía.

Pasaron los segundos en los que Kagome se negó a retirarse de la barrera de sus brazos. Al menos esa era la idea, hasta que Inuyasha tosió (por incomodidad o por llamar su atención, no estaba segura) y, como un pájaro siendo atraído por un móvil de viento, levantó la mirada hacia él a regañadientes.

Sin duda no era eso último, decidió, en vista de que estaba mirando a todas partes menos a ella y su rostro estaba casi tan rojo como su jersey.

Suspirando, Kagome se dijo que actuase como la adulta que era (incluso si no se sentía particularmente una) y que se incorporase. No tenía ni idea de cuánto tiempo quedaba de esta sesión… normalmente llevaba la cuenta desde el momento en que sonaba el gong. En cualquier caso, tanto si eran treinta segundos como cuatro minutos, no era lo suficientemente corto.

Sé la adulta, se recordó. Discúlpate. Incluso si es un cretino, eso no te excusa por tu propio comportamiento.

Aun así, Kagome era reacia a romper el silencio, por incómodo que fuera, y a recuperar su atención. Además, una parte diminuta de ella palideció ante la idea de tener que disculparse de primera cuando sin duda no había sido la que había empezado todo aquello.

¡Le lanzaste un bolígrafo a la cabeza!, insistió esa voz irritante al fondo de su mente.

Lo que, por desgracia, era un argumento muy bueno.

Kagome carraspeó, atrayendo la atención del chico.

—Mira —empezó, y se metió un bucle suelto detrás de la oreja en un esfuerzo por retrasar lo inevitable.

(No quería saber qué aspecto tenía su pelo en ese momento).

—Debería disculparme. Es decir, me estoy disculpando. Por la forma en que actué. No fue… apropiada. Ni agradable. Así que. Perdón.

Inuyasha no dijo nada.

Por un momento, pensó que simplemente iba a ignorarla y pudo sentir realmente que su temperamento se alzaba con cada segundo de silencio que pasaba. Sin embargo, el chico finalmente soltó un suspiro explosivo y la miró, levantando una mano para rascarse la nuca.

—Keh. Disculpas aceptadas.

Lo miró fija y deliberadamente.

Un resoplido.

—Y lo mismo digo, supongo.

Me vale. Kagome puso los ojos en blanco, pero mantuvo inteligentemente la boca cerrada. Tenía la sensación de que un comentario cruel más entre ellos dos iba a activarlos de nuevo y eso era lo último que quería. Se sentía lo suficientemente tonta.

—Bueno —dijo con más confianza, decidida a hacer algo que no fuera estar sentada incómoda a la espera de que sonase el gong—. ¿Qué eres, exactamente? Es decir, puedo adivinarlo más o menos. —Primero miró intencionadamente a sus orejas y luego a su etiqueta identificativa—. Pero me imagino que no debería suponerlo.

—Probablemente has supuesto bien —masculló el chico por lo bajo. Una pausa, y luego suspiró y cedió—. Inu-hanyou.

—Oh —fue lo único que se le ocurrió decir a Kagome—. Mm. ¿Guay?

Inuyasha resopló, pero pareció hacerlo más por diversión que por mofa, así que lo dejó pasar.

El silencio se extendió entre ellos, desagradable y denso, antes de que Inuyasha lo rompiera con un tentativo:

—Dijiste algo. Antes. Sobre que, eh, no querías estar aquí.

Kagome se sacudió, no se esperaba su esfuerzo por conversar. Era uno pobre, como mucho… más una afirmación que una pregunta, en realidad… pero aun así contestó. Cualquier cosa era mejor que quedarse allí sentada con un silencio agobiante cerniéndose sobre sus cabezas.

—Eh, sí. Mi madre pensó que era buena idea, así que me apuntó. Me lo dijo hoy, de hecho —añadió, no muy capaz de esconder su enfado. Creyó que los labios de Inuyasha podrían haberse curvado en lo más mínimo, lo que alivió su incomodidad por decir más de lo que pretendía.

—¿Por qué?

Ante la expresión de confusión de Kagome, se explayó:

—¿Por qué viniste si no querías?

—¿Por qué si no? —Puso los ojos en blanco, moviéndose para ponerse más cómoda. No funcionó del todo, la silla era dura, claramente construida por el atractivo estético en lugar de la comodidad—. Me hizo chantaje emocional. Ya sabes, con todo eso de estoy muy preocupada por ti, cariño. Cedí antes de que pudiera pensar siquiera en protestar.

—Podrías haber dicho que habías ido y mentirle —señaló.

—¿A mi madre? —dijo Kagome, escandalizada ante la mera sugerencia—. En primer lugar, no me atrevería. Tiene un sexto sentido para estas cosas… aunque puede que solo sea que miento fatal. —Esa vez, Kagome estuvo segura de que él casi sonrió—. Y en segundo lugar… bueno, es mi madre.

No se explayó más, pero la mirada en los ojos de él le dio la sensación de que lo comprendía.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó antes de que el silencio pudiera extenderse más.

Él frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué estás aquí? —aclaró—. Ya que dejaste bastante claro antes que no querías estar aquí.

A Inuyasha se le agrió el rostro de inmediato.

La inquietud llenó a Kagome, quien se preocupó de que él fuera a cerrarse de nuevo y que las cosas volvieran a ponerse incómodas… bueno, más incómodas. Se relajó un poquito cuando el hanyou se rascó el rostro con una garra y dijo:

—Fueron mis amigos, en realidad. Ellos, bueno, me hicieron chantaje.

Kagome extendió las manos contra la mesa.

—¿Ch-Chantaje?

Con un suave ruido de burla, Inuyasha dijo:

—De la única forma que sabían que vendría. La culpa ni de broma habría funcionado, así que optaron por la siguiente mejor opción.

—¿Y era…?

Las garras golpetearon con fuerza contra la mesa. El nerviosismo estaba saliendo del hanyou en oleadas.

—Me escondieron mi espada.

—¿Tu espada?

—Eso he dicho, ¿no?

—No seas imbécil —replicó Kagome sin pensar, después palideció.

Inuyasha no pareció particularmente molesto por el insulto, aunque sí que alzó una ceja mientras la miraba. Aunque era agradable que no fuera a perder los estribos, no es que le hiciera sentirse más tranquila, precisamente. La forma en que Kagome respondía a Inuyasha era irreal. Nunca estallaba así contra la gente y podía contar las veces que había maldecido en el último año con una mano (el espacio de tiempo desde que conoció a Inuyasha no contaba). Siempre había sido una persona bastante apasionada, pero los modales que su familia le había inculcado normalmente bastaban para compensarlo… al menos lo suficiente como para que no se metiera en problemas o terminara en situaciones incómodas.

Y a pesar de ello, aquí estaba ella, llamando a la gente instintivamente por la palabra que empezaba por «i» como si lo hiciera constantemente.

Era inconcebible que un desconocido le sacara una respuesta tan intensa, lo que conllevaba la pregunta de: ¿Por qué él? ¿Qué hacía a Inuyasha tan distinto de todos los demás?

No tenía sentido.

Mientras Kagome lo miraba a los ojos, pensó por enésima vez: ¿Qué es lo que tienes?

Al darse cuenta de que había estado callada demasiado tiempo (por no mencionar que se lo había quedado mirando), negó con la cabeza como para aclararla e intentó recordar dónde lo habían dejado.

—¿Una espada? Sé que los youkai… y, eh, los hanyou… normalmente las llevan y siempre me he preguntado el porqué. Supongo que son importantes. Pero ¿por qué? Digo, no es como si las usarais tan a menudo… ¿no? —preguntó con preocupación cuando él no contestó.

Inuyasha parecía como si estuviera intentando no sonreír con socarronería.

—Sí que las usamos, la verdad, aunque no de la forma que creerías. Normalmente, simplemente entrenamos. No en la ciudad, obviamente, sino en lugares remotos donde no hay muchos humanos. Montañas, bosques, el desierto, esa clase de cosas.

—Oh. —No sabía qué más decir a eso… o, mejor dicho, qué decir que no fuera a ser grosero… así que cambió de tema—. Pero si tus amigos sabían que era importante para ti, ¿por qué se la llevaron? —No parecía algo que hicieran los amigos.

—Keh. Por la misma razón por la que te manipuló tu madre para venir aquí, supongo —dijo con un encogimiento de hombros que no dejó ver su irritación—. Estaban preocupados, estaban velando por mí, pensaban que tenía que salir más, bla, bla, bla.

Kagome sonrió ante la imitación del que debía de haber sido uno de sus amigos.

—Bueno, les salió mal, ¿eh? No sé tú, pero después de esta noche, yo no creo que quiera tener otra cita nunca más.

Él enderezó las orejas y asintió.

—Ni de broma. Algunas de estas mujeres están…

—¿Locas? —continuó ella cuando la miró con inseguridad—. Estoy segura de que algunos de los chicos que he conocido esta noche son peores.

Inuyasha la miró sin emoción. Ni sus orejas expresaban nada.

—De algún modo, lo dudo. —Se detuvo y pareció reflexionar algo antes de continuar—. Una no paraba de hablar de sus gatos. Al parecer, pensó que yo era un neko-youkai y no había forma de persuadirla de lo contrario.

Una carcajada escapó de ella antes de que pudiera contenerla. Tosió en su puño y fingió que no pasó.

—Bueno, uno de los chicos no hablaba de otra cosa que no fuera de anime. De principio a fin, me refiero. Bueno, excepto por cuando me dijo lo mucho más atractiva que estaría si hiciera cosplay de uno de sus personajes favoritos.

Fue el turno de Inuyasha de soltar una carcajada, aunque no hizo nada para ocultarlo.

Incapaz de explicar la ola de placer que sintió ante su reacción, Kagome escogió ignorarla.

—Una mujer no paraba de hablar de sí misma en tercera persona y se pasó los cinco minutos enteros mirándose al espejo.

—Un chico no paraba de preguntarme cuántos hijos quería tener y cuándo quería tenerlos, y qué medidas debería tomar cuando los tuviese.

Un destello de desafío se encendió en los ojos de Inuyasha al que Kagome se descubrió correspondiendo. Las citas de Inuyasha no podían haber sido peores que las suyas. Sin duda iba a ganar esto.

—Una mujer no paraba de intentar convertirme a una religión que estoy bastante seguro de que en realidad era una secta.

—Un chico no paraba de mirarme el pecho, incluso cuando se lo reproché. Además, estoy bastante segura de que intentó manosearme por debajo de la mesa.

Inuyasha pareció atrapado entre el asco y la diversión. Además, a Kagome no se le pasó por alto en absoluto la forma en que sus ojos fueron rápidamente a su pecho. Magnánimamente, escogió no hacer comentarios al respecto.

—Bueno, una mujer no paraba de intentar estirarse por encima de la mesa para agarrarme las orejas —contestó.

—No la culpo —replicó Kagome sin pensar—. Son adorables. Y, por favor, por favor, olvida que acabo de decir eso.

—Eh, ya. —Inuyasha tosió, claramente avergonzado. Y tal vez estaba analizando todo demasiado, porque creía que parecía casi complacido—. Es tu turno, creo.

Ella se tomó un momento para evaluar mentalmente sus citas en busca de la peor.

—¡Ajá! Bueno, un chico se pasó toda la sesión contándome los datos más repugnantes que se le pudieron ocurrir.

Inuyasha abrió la boca, después la cerró.

—… ¿Como qué?

—Como que las abejas macho eyaculan tan explosivamente que se les hace pedazos el pene y se mueren poco después. —Kagome tuvo que poner una mano sobre la boca para evitar soltar una risita cuando el rostro del hanyou se torció del asco y retrocedió como si le hubiera dolido literalmente oír las palabras.

—Eso es asqueroso —dijo.

—Y ni siquiera lo peor de lo que me contó. —Kagome negó con la cabeza, conteniendo su propio estremecimiento. Normalmente no era una persona aprensiva (las ciencias universitarias se habían encargado de ello), pero incluso ella tenía que poner un límite en alguna parte. Aparentemente, los ácaros que comen piel y moran en los poros eran ese límite.

—Asqueroso —repitió Inuyasha. Y entonces—: Creo que a una de las mujeres le gustaban incondicionalmente las cosas relacionadas con el BDSM. O al menos espero que así fuera, porque no paraba de mencionar cosas como vendas para los ojos y cuerda.

Por alguna razón, eso hizo que Kagome pensase en el Sr. Espeluznante y la recorrió un estremecimiento instintivo. Ante la ceja levantada de Inuyasha, miró alrededor rápidamente para asegurarse de que el hombre en cuestión no podía oírlos, después se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Una de mis citas era… espeluznante.

El hanyou entrecerró los ojos y se inclinó hacia delante.

—¿Hizo algo? —preguntó en voz alta.

—¡Shh! —lo acalló Kagome frenéticamente—. Y no, no hizo nada. Simplemente… —se interrumpió, frotándose los brazos al recordar las sombras en sus ojos entrecerrados, el filo afilado como un cuchillo de su sonrisa y el trasfondo resbaladizo de sus palabras—. Simplemente… me dio miedo. Mucho. Era educado y todo, pero… no puedo explicarlo. Parecía extraño, de algún modo. Falso.

—Entonces, probablemente lo sea —dijo Inuyasha sin vacilación. Cuando ella frunció las cejas en gesto de confusión, él puso los ojos en blanco—. Keh. Vosotros los humanos siempre ignoráis vuestros instintos. Mira, Kagome…

(Y así, el escalofrío que había empezado a acumularse dentro de ella desapareció, diseminado por una repentina calidez. Él había hecho eso con solo decir su nombre.

Kagome deseó que sus reacciones empezaran a volver a tener sentido, porque al ritmo al que estaban oscilando, probablemente iba a volverse loca para cuando llegara el final de la noche).

—… ¿Ese sentimiento inexplicable que a veces sientes en las entrañas? Es mucho más inteligente que nada que tengas aquí. —Para darle énfasis, se tocó la cabeza—. O aquí. —Gesticuló hacia sus ojos—. A los ojos se les puede engañar y la gente tiende a racionalizar y a descartar cosas que no tienen sentido. Y eso es totalmente estúpido. Cualquier hanyou o youkai te dirá que les hagas caso a tus instintos por encima de todo lo demás. Los tenemos por una razón, así que nunca, nunca los ignores cuando te estén gritando que prestes atención.

Inuyasha resopló, moviendo su flequillo, y la apuntó con un dedo afilado.

—Si tu instinto te está diciendo que el tipo es problemático, entonces es problemático. Tan simple como eso. —Se detuvo y añadió—: Ahora dime quién es.

Una sonrisa se abrió paso lenta y espontáneamente por el rostro de Kagome y la cálida y cosquilleante sensación de antes creció. Agachó la cabeza para ocultar lo afectada que estaba ante su preocupación y dijo en un tono que esperaba que fuera burlón:

—¿Por qué? ¿Te estás ofreciendo a ser mi caballero de brillante armadura?

Antes de que Inuyasha pudiese replicar, sonó el gong, sobresaltando tanto a Kagome que casi volcó el florero. Solo los rápidos reflejos de Inuyasha lo salvaron de derramarse, aunque no sin rozar los dedos contra los de ella en el proceso.

La sacudida de electricidad que destelló en su punto de contacto hizo que Kagome retirase la mano de golpe por instinto. ¿Qué ha sido eso? Curvó los dedos contra su palma y observó cómo flexionaba Inuyasha los suyos.

—Ah —dijo, levantando la mirada de su garra para mirarla atentamente a ella—. Sabía que pinchabas, pero no me había dado cuenta de cuánto.

Y con el metafórico chasquido de un dedo, un familiar calor de ultraje la recorrió, haciendo que Kagome se erizara de indignación.

—No empieces, Inuyasha —advirtió.

Él fue todo falsa inocencia mientras decía arrastrando las palabras:

—Ni lo soñaría, Kagome.

Absurdamente, su nombre rodando de su lengua la hizo sonrojarse. Sin embargo, Kagome no tuvo oportunidad de escudriñar su extraña reacción antes de que fuera interrumpida por una voz nasal diciendo:

—Disculpa, pero tienes que moverte.

Ambos levantaron la mirada a la vez y vieron a un hombre cerniéndose sobre su mesa. Kagome estudió el severo arco de sus cejas y la impaciente pendiente de su boca, luego bajó más la mirada, al prístino traje planchado y a sus mocasines pulidos, y concluyó rápidamente que no quería tener una cita con él.

Por desgracia, realmente no tenía elección. Las reglas eran las reglas y ya las habían incumplido una vez.

Estaba preparada para despedirse (a regañadientes) de Inuyasha (¿y no era ese un extraño giro de los acontecimientos?) cuando el hanyou intervino.

—Esta mesa está ocupada. Pasa a la siguiente.

Kagome lo miró boquiabierta.

El hombre se irguió y le lanzó una mirada al hanyou que hizo que Kagome se sintiera (tal vez irracionalmente) aliviada de que la gente no pudiera disparar de verdad fuego por los ojos.

—No funciona así, amigo. Las reglas establecen claramente…

Inuyasha no le dio en ningún momento la oportunidad de terminar. Retrajo los labios para revelar dientes que podían perforar titanio sólido y entrecerró sus ojos dorados en peligrosas rendijas.

(Kagome no reconoció el calor que se estaba acumulando en su bajo vientre más allá de dándole un fuerte manotazo y un siseo interno para que se comportase).

—He dicho —gruñó Inuyasha—, que pases a la siguiente.

El hombre titubeó un momento, luego resopló y se marchó con una indiferencia que no engañaba a nadie.

—Es tu problema, señorita —dijo por encima del hombro antes de ocupar su asiento en la siguiente mesa.

—Eso —dijo Kagome, intentando sonar severa y fracasando—, no fue amable.

—Keh. Él lo pidió al ponerse todo arrogante.

—¿Y tú no lo eres? —preguntó intencionadamente.

En lugar de enfadarse, Inuyasha resopló y movió una mano en gesto de rechazo. Kagome la siguió con los ojos, fascinada por la forma en que la punta afilada de sus garras reflejaba las luces del techo. Parecían sumamente letales.

—¿Cómo de afiladas son? —se descubrió preguntando. Con un poco de retraso, se cuestionó si eso era de mala educación.

—¿Qué? ¿Estas? —preguntó Inuyasha flexionando los dedos—. ¿Por qué querrías saberlo?

—Solo por curiosidad, supongo. Oye… ¿te importa si miro? —Se sonrojó un poco cuando levantó las cejas, pero aun así se mantuvo firme. Su tenacidad se vio recompensada cuando, tras un momento, Inuyasha se encogió de hombros y lanzó la mano hacia ella.

—Claro, supongo. Rarita.

—Hace falta ser uno para reconocer a otro —replicó antes de inclinar la cabeza para mirar la garra sobre la mesa. Sí que parecían afiladas y no estaba segura de cómo hacía nada sin hacer todo trizas. En la base parecían uñas humanas normales, aunque se extendían en algo mucho más afilado de lo que un humano podría esperar conseguir. Estaban limpias, se dio cuenta distraídamente y, sin pensar, pasó un dedo por una suave superficie, pero justo antes de llegar a la punta, la garra se retiró.

—¿Estás loca? —exigió Inuyasha, le temblaba un ojo. Encima de él, le palpitaba una vena—. ¿Intentabas ensartarte? Dioses, ¡apuesto a que eres una de esas personas que prueba el filo de los cuchillos consigo misma!

—¡No, no lo hago! —dijo Kagome acaloradamente—. No iba a tocar realmente la punta…

—¡Sí que ibas a hacerlo! —se jactó—. ¡Loca!

—Bueno, tú eres un… un cretino —espetó, irritada consigo misma tanto como lo estaba con él.

—Por favor —resopló—, me han llamado cosas peores.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Por qué no me sorprende?

Él la imitó.

—¿Tal vez porque lo estabas haciendo tú no hace ni cinco minutos?

Eso provocó un sonrojo en sus mejillas. Ella bufó y bajó los brazos a la mesa, donde jugueteó con la tela blanca.

—Es culpa tuya por ser tan necio e incorregible. ¿Sabes que antes de hoy casi nunca maldecía? Nunca. ¡Ni insultaba a la gente!

—¿Ni les lanzabas bolígrafos a la cabeza, asumo? —dijo sarcásticamente.

Kagome se puso nerviosa.

—No debería haber hecho eso —admitió tras una pausa—. Por muy enfadada que estuviera o por muy exasperante que fueses, me pasé de la raya. —Añadió en voz baja—: Perdón.

Inuyasha la miró inquisitivamente, aunque ella no estaba segura de qué estaba buscando. ¿Tal vez pruebas de que de verdad estaba arrepentida? Fuera lo que fuera, pareció encontrarlo, porque puso los ojos en blanco y resopló.

—En fin. Me han caído gotas de lluvia que han dolido más.

Y así, Kagome se alteró de nuevo.

—¿Quieres que lo intente otra vez? —espetó, luego se dio cuenta de lo que había dicho y puso una mano sobre la boca con horror.

Inuyasha la miró durante dos segundos enteros antes de echar la cabeza hacia atrás y reírse.

Y Kagome… se lo quedó mirando.

No podía evitarlo. Tendría más suerte intentando dirigir un tornado con barras luminosas. Cierto es que Inuyasha era hermoso bajo circunstancias normales, pero así… era impresionante. Dolorosamente impresionante. Tragó el nudo que se le subió a la garganta mientras lo veía soltarse de una forma de la que no se había dado cuenta de que fuera capaz (al menos, no delante de ella) y en lo único en lo que pudo pensar fue: quiero hacerle reír así constantemente.

El pensamiento la tomó por sorpresa, lo obligó a descender a algún lugar profundo dentro de ella y lo encerró en algún lugar que no podía alcanzar fácilmente.

Kagome se negaba a enamorarse de alguien al que conocía desde hacía menos de una hora. Especialmente de alguien con el que chocaba tan violentamente. Somos como… como el agua y el aceite caliente, razonó consigo misma. Nunca funcionaríamos.

Intentó no pensar en lo infeliz que le hacía reconocer eso.


Durante la duración de la sesión, simplemente… hablaron. De un poco de todo, en realidad, como de sus amigos, que eran una mezcla loca, y de sus intereses, algunos de los cuales incluso compartían. Hablaron de sus carreras: Kagome como codificadora médica, Inuyasha como carpintero, para su combinado asombro y pasmo. Fue aún más increíble cuando reveló el nombre bajo el que trabajaba y ella recordó la pajarera que estaba detrás del templo de su familia con su seudónimo grabado en el tejado. Decir eso le sacó a él un rubor en las mejillas que a ella le hizo sentir atolondrada, como una niña.

Cuando Kagome admitió que no era de la clase de personas a quienes le gustaban las cenas a la luz de las velas e Inuyasha consiguió sonsacarle cómo sería su cita ideal, no se había esperado que estuviese de acuerdo, mucho menos que se le iluminaran los ojos.

—Lo mismo digo —le dijo, la emoción estaba clara en su voz—. Por eso odio la ciudad. No hay estrellas. Siempre viajo al campo o así cada vez que puedo. Ya sabes, para acampar. Nada le gana a dormir bajo las estrellas.

Y, por supuesto, Kagome había respondido con:

—¿Vas de acampada? Me encanta, pero solo he ido unas pocas veces porque no tengo a nadie con quien ir. Y, bueno, preocuparse de que te ataquen los osos o te mate un asesino en serie como que le quita valor a toda la experiencia.

No se había esperado que él se pusiera a esquivarle la mirada y a mascullar por lo bajo que tal vez, quizás, un día podría acompañarla. Si, bueno, ella quería.

Era bastante difícil preocuparse por sonreír como una idiota cuando Inuyasha había, a todos los efectos, sugerido que se vieran otra vez. La sonrisa tímida que intentó esconder detrás de su garra cuando ella asintió con entusiasmo y se declaró dispuesta hizo que valiera más que la pena.

Kagome se alegró cuando el indeseado gong, que indicaba el comienzo de la última ronda, sonó e Inuyasha no se movió, incluso cuando los demás hombres se levantaron para cambiarse. Se despatarró en la silla como si no tuviera preocupación alguna, con un aspecto obscenamente atractivo con sus músculos peleando contra el jersey carmesí y sus piernas separadas cubiertas por unos vaqueros.

Cuando una sombra cayó sobre su mesa, Kagome estaba preparada para mandar al siguiente chico a paseo.

Fue una pena, la verdad, que, cuando levantó la mirada, estuviera en cambio la gerente cerniéndose sobre ella.

Detrás de ella, el hombre con voz nasal al que había intimidado Inuyasha para que se fuera les sonreía con satisfacción.

Gilipollas, pensó ella frunciendo el ceño.


—Lo entiendo, créanme, lo hago —estaba diciendo la jovial gerente moviendo su portapapeles—. Yo también conocí a mi marido en uno de estos eventos, es por eso que ahora los organizo… haber tenido yo tal éxito me inspira a ayudar a otros. No hay nada que me dé más alegría que ver que dos personas hacen clic de la forma en que lo han hecho claramente ustedes dos.

Kagome. Se. Quería. Morir.

No le hacía falta un espejo para saber que su cara se parecía a una langosta. Era un milagro que no se le hubiera incendiado todavía el pelo. Habría corregido a la mujer si hubiera sido capaz de pronunciar palabra.

Lanzó la mirada hacia Inuyasha. Hizo una mueca ante lo completamente humillado que parecía, con las orejas aplanadas como si estuvieran intentando protegerse de las suposiciones de la gerente. La forma en que tenía los hombros prácticamente levantados hasta sus orejas solo reforzaba su impresión de un chico sorprendido haciendo una travesura.

Kagome se sintió atrapada entre querer gritar por lo adorable que estaba y querer esconder la cara de su vergüenza combinada.

—Da miedo encajar con alguien tan instantáneamente —continuó sin darse cuenta—. Vaya, cuando nos conocimos mi marido y yo fue como si simplemente supiéramos que estábamos destinados. Ninguno de los dos quería moverse después de que terminase la cita. Es perfectamente comprensible.

»Sin embargo, las reglas se ponen por una razón y, a pesar de lo que quieran nuestros corazones, debemos cumplirlas. Afortunadamente, no se ha causado ningún daño al programa, pero le pido a usted —Miró a Inuyasha— que por favor pase a la siguiente mesa. —Se acercó inclinándose y susurró—. De todas formas, solo queda una ronda más, después, ustedes, tortolitos, pueden volver el uno con el otro.

Les guiñó un ojo y retrocedió un paso, a la espera.

Me quiero morir, volvió a pensar Kagome, sintiendo que cada ojo de la sala estaba enfocado en ellos.

Con un áspero «keh», Inuyasha se puso de pie y prácticamente fue dando pisotones hasta la siguiente mesa. Se dejó caer en el asiento y fulminó con la mirada a la mujer que tenía enfrente, quien retrocedió encogiéndose.

Kagome contuvo la necesidad de decirle que no fuera un cretino… incluso si ella misma tenía también ganas de fulminar con la mirada a la mujer.

—Y ahora que eso está arreglado, ¡por favor, procedan todos! —dijo la gerente con una discordante palmada. Le guiñó un ojo a Kagome una vez más antes de irse paseando, dando evidentes saltitos mientras andaba.

Tras un largo momento, los demás siguieron su señal y devolvieron su atención a sus citas.

El chico… ¿n.º 20?, se sentó delante de ella y la saludó con la mano. Kagome parpadeó, momentáneamente sorprendida, porque sin duda no era japonés. El pelo rubio, los ojos verdes, y los rasgos marcados eran una señal evidente. Bajó la mirada a su etiqueta identificativa y entrecerró los ojos, intentando leer el katakana.

—¿Ze-ri-nu-su-ke Ma-ku-su-me? —pronunció torpemente, golpeteando los dedos contra el tablero.

Él negó con la cabeza, parecía divertido.

—Así es como se deletrea… bueno, como se convierte al katakana. En realidad, es Zerinske Maksym.

Kagome se lo quedó mirando con rostro inexpresivo. Sonaba como, bueno, como si estuviera hablando en un idioma extranjero… uno donde se hilaban letras al azar porque sí.

—Sí, me pasa mucho, incluso en mi país de origen —dijo con un ligero gesto—. Pero puede llamarme Zerinusuke… ¿Higurashi Kagome? ¿Lo he pronunciado bien?

—Mejor de lo que yo he pronunciado el suyo, estoy segura —dijo con el inicio de una sonrisa. Kagome no había conocido a muchos extranjeros. Había visto a muchos, con eso de vivir en Tokio y tal, pero esta probablemente era la primera vez que realmente había hablado con uno.

Zerinusuke era bastante lindo, al igual que su acento. Se le vino a la cabeza la palabra exótico. Probablemente tenía una historia de vida fascinante… o al menos en comparación con ella, que nunca había viajado más lejos de Okinawa. Sin duda le gustaría saber cuándo había venido a Japón, de dónde, y cómo había aprendido a hablar tan bien el idioma. Había tanto potencial para una conversación excelente justo delante de ella…

Y, aun así, Kagome no podía evitar mirar a la mesa siguiente.

Su mirada conectó con la de Inuyasha y le palpitó el corazón.

Mirón —murmuró por lo bajo, sabiendo que la oiría incluso por encima del sonido de una docena de otras conversaciones, su propia compañera habladora y la música que sonaba de fondo.

Su teoría demostró ser cierta cuando de repente sonrió, mostrando un poco de un colmillo y arrugó la nariz en su dirección.

Tonta —vocalizó en respuesta.

Kagome estaba demasiado emocionada porque le estuviera siguiendo el juego, porque no la hubiera olvidado a pesar de la belleza literal que tenía sentada enfrente, como para que le importara que la insultara.

Aunque tomó nota mental de devolvérsela después.

Y estaba en un setenta y cinco por ciento segura de que habría un después, lo que hizo que la ilusión chisporroteara como un caramelo carbonatado bajo su piel.

Cuando volvió a mirar a su cita, lo vio observando con diversión, con la mejilla apoyada en su palma abierta mientras estudiaba su intercambio.

Se sonrojó ante el conocimiento en sus ojos e hizo un esfuerzo por darle conversación… en su mayoría sobre él, su vida y sus objetivos. Transcurrió sin contratiempos durante la mayor parte, excepto por las ocasiones en donde se distraía a causa de cierto hanyou insufrible y tenía que devolver su atención a la fuerza a su cita.

Kagome era increíblemente afortunada porque él pareciera más divertido que irritado ante su constante estado de distracción. Por no mencionar su atención dispersa. Si se hubiera molestado con ella, habría estado en todo su derecho.

La cita pareció durar una eternidad. Cuando al fin sonó el gong (por última vez, pensó alegremente), hizo falta más autocontrol del que era consciente que poseía para no saltar de la silla y salir corriendo. Durante todo el proceso de recoger sus cosas y alisarse la ropa, su cita no paró de mirarla como si supiera exactamente lo que se le estaba pasando por la cabeza.

Así que, claramente, no estaba siendo tan sutil como había esperado.

—Fue un placer conocerla, Higurashi-san —le dijo cuando ambos estuvieron de pie. Su plácida sonrisa dejó paso a una sonrisilla—. Aunque haya tenido que pelear con uñas y dientes por su atención.

Sonrojada, Kagome balbuceó una disculpa, pero fue descartada con una afable carcajada.

—No se preocupe. En fin, deséeme suerte, ¿sí? Yo haría lo mismo, pero de algún modo —Dirigió la mirada a un lado y sus palabras adoptaron un tono ladino— no creo que la necesite.

Se marchó con una última inclinación y Kagome quiso que el calor de su rostro desapareciera. Sin su permiso, su mirada fue rápidamente hacia Inuyasha, quien estaba mirándola de nuevo, y carraspeó y ofreció una diminuta sonrisa. La gerente, la misma que los había avergonzado a los dos con sus insinuaciones, los llamó a todos al frente de la sala y Kagome rompió la conexión al apartar la mirada y obligó a sus pies a moverse en aquella dirección.

No sabía qué hacer.

Mentirse ya no era una opción: a Kagome le gustaba Inuyasha. Le gustaba mucho, a pesar de su brusco comienzo y el incómodo medio, y de su propia respuesta extrañamente intensa a él. Lo último todavía no estaba segura de que fuera algo bueno o no. Solo sabía que no quería que terminase. Por frustrante, problemático y vergonzoso que pudiera ser, a Kagome como que le… gustaba la facilidad con la que él la alteraba. Le gustaba cómo le hacía pasar de cero a cien en un abrir y cerrar de ojos. Le gustaba que una sonrisa suya pudiera hacer como si hubiera colibríes aleteando dentro de su pecho y cómo una palabra, el nombre de ella, hacía que se disparasen fuegos artificiales en su vientre.

La gerente habló sin cesar sobre el siguiente paso, pero Kagome apenas estaba prestando atención a nada que no fueran sus propios pensamientos enredados. Solo salió de su estupor cuando anunció que iban a recoger sus carpetas personales de parejas y abrió la condenada cosa.

De los dieciocho nombres escritos (dos espacios estaban vacíos), solo dos iban acompañados de un garabateado. Destapó el bolígrafo con los dientes, se puso el bolso al hombro para estar más cómoda y miró primero al espacio de Takamura Seiji. Tachó el y escribió NO al lado, sin sentirse particularmente arrepentida por el cambio. Takamura había sido una opción tentativa, como mucho.

Subió los ojos al espacio de Saga y dudó.

El tema era que a Kagome le gustaba Saga. Sí. Era encantador, aunque un poco vanidoso y tenía facilidad para hacerla reír. Sin duda era atractivo, casi tan apuesto como Inuyasha, en realidad, con su piel bronceada, sus ojos del color del musgo y su sonrisa burlona. Y su cola. No era tan adorable como las orejas de Inuyasha, pero a Kagome aun así le escocían los dedos por tocarla.

Pero querer acariciar la cola (o las orejas) de alguien no es una razón lo suficientemente buena como para salir con esa persona, se riñó, apartando todos los pensamientos de apéndices peludos no humanos de su mente.

Entonces ¿qué lo era? Tras un momento de consideración, se imaginó que se reducía a cómo la hacían sentir y si podía imaginarse un futuro con ellos o no.

Cambió de peso sobre sus pies, que le estaban empezando a doler de estar de pie tan quieta, y estudió de nuevo el nombre de Saga. ¿Cómo le había hecho sentir el okami-youkai? Relajada, fue la primera palabra que se le vino a la cabeza, seguida rápidamente de contenta. Frunció los labios y repiqueteó el bolígrafo contra su carpeta. Bueno, muy bien, pero ¿veía un futuro con él?

Un momento de contemplación reveló que podía verlo… solo que no de la forma que preferiría. Cuando Kagome se veía con Saga, los veía bromeando juntos y coqueteando inofensivamente, y riéndose y actuando como… amigos. Cerró los ojos, intentando imaginarse besándose el uno al otro y frunció el ceño cuando la Kagome imaginaria besó la mejilla del Saga imaginario. Los esfuerzos por hacer a la Kagome imaginaria más atrevida fueron fútiles y se rindió cuando la imagen de ellos haciendo otras cosas se volvió borrosa.

Una canica de decepción se formó en su vientre mientras tachaba lenta y tristemente el y escribía en cambio un NO.

Saga era divertido. La hacía reír. La halagaba. Es más, le gustaba sinceramente y no tenía reparos en hacérselo saber. Pero Kagome no lo deseaba en ese sentido. No quería sentirse contenta con sus parejas. Quería sentirse…

Inconscientemente, sus ojos bajaron a los tres caracteres que componían el nombre de Inuyasha y suspiró, un poco con melancolía, un poco con resignación. Deseaba a Inuyasha, quien a veces la hacía sentir como si estuviera en un extremo de un balancín que no se detenía y otras veces como si estuviera de pie en mitad de una tempestad. Cada instante pasado con él era una experiencia, una aventura, y Kagome disfrutaba de la sensación de latigazo y vértigo, de vacilar entre que en un momento se le congelara el cerebro y al siguiente le diera un golpe de calor, de nunca saber qué esperar.

Incluso cuando estaba hecha una furia y a un impulso de una acusación por asesinato, Kagome nunca se había sentido tan bien con otra persona. ¿Y esa pasión que sentía cuando estaba encendida? No era nada comparada con cómo ardía cuando Inuyasha hacía algo tan simple como sonreírle con satisfacción, o pronunciar su nombre, o rozar su piel con la de ella.

Inuyasha la hacía sentir viva, la energía chisporroteaba bajo su piel y el corazón le latía contra las costillas y sentía como si estuviera volando. Era tosco, vulgar y descarado, fruncía demasiado el ceño y sonreía muy poco, por no mencionar que era cabezota, desagradable y fastidioso…

Pero la hacía sentir viva.

Sin pensarlo más, Kagome garabateó un al lado de su nombre. Cuando le entregó la carpeta a la gerente, quien la cogió con un guiño perspicaz, fue sin arrepentimientos ni dudas.

Lo único que sí sintió Kagome fue nerviosismo porque, mientras que ella había comprendido su parte, no tenía forma de saber si Inuyasha sentía lo mismo. Creía que era posible, pero ¿cómo podía estar segura? A diferencia de Saga y de algunos de los demás, no había hecho ninguna indicación obvia de interés. Estaba la oferta de llevarla de acampada, pero eso fácilmente podría haber sido una insinuación amistosa, no romántica.

La idea de irse a casa a esperar un correo electrónico que nunca llegaría la hizo sentir enferma y Kagome giró sobre sus talones. Con la cabeza erguida y los hombros rectos, avanzó hacia la entrada sin mirar atrás.

Kagome era muchas cosas, pero una persona desesperada no era una de ellas.

Solo deseaba que pudiera decir lo mismo sobre ser una cobarde.


Fue interceptada a varios metros de la entrada.

Miró con anhelo a la puerta, su pase a la libertad, antes de dirigirle una mirada cautelosa al hombre que se acercaba.

—Higurashi-san.

Lo dijo amigablemente, pero Kagome pudo oír el trasfondo resbaladizo. Le hizo sentir como si estuviese rodando en grasa y le supuso un esfuerzo no frotarse la piel.

—Kawaguchi-san —respondió con voz neutral, resistiendo la necesidad de retroceder varios pasos cuando el hombre se detuvo a la distancia de un brazo delante de ella. Pero estaba demasiado cerca, así que se permitió arrastrar muy poco los pies hacia atrás—. Eh, ¿le puedo ayudar en algo?

El hombre ofreció un encogimiento de hombros despreocupado, ocultando el nítido destello en sus ojos mientras la observaba. Kagome pensó que así debían de sentirse las presas cuando estaban arrinconadas por sus depredadores, pero se obligó a hacer a un lado el pensamiento, no muy contenta con su papel en esa situación.

Sin decir una palabra, Kawaguchi avanzó un paso y el cuerpo de Kagome retrocedió instintivamente en respuesta. El destello que le iluminaba los ojos pareció brillar y, con el pavor retorciéndose en su estómago, Kagome observó cómo su plácida sonrisa se estiraba en una sonrisa torcida.

Su reacción pareció complacerlo y, de repente, a Kagome se le vino a la cabeza la vez que había descubierto a Buyo jugando con un ratón que se estaba resistiendo.

Miró hacia delante, pero aquella estúpida columna le bloqueaba la visión del grupo que todavía estaba congregado alrededor de las gerentes, cuyas voces viajaban desde el otro lado de la sala. Y si Kagome no podía verlos a ellos, lo más probable era que ellos tampoco pudieran verla a ella. Maldición.

—Solo quería asegurarme de que yo era uno de sus elegidos —dijo con soltura, aquella inquietante sonrisa suya no se le borró. Un mechón de pelo castaño cayó sobre su rostro y lo apartó a un lado con largos dedos delgados. Dedos que se cerraron alrededor de la muñeca de Kagome con un impredecible movimiento.

Kagome soltó un grito ahogado e intentó liberar la muñeca, pero fue inútil. Kawaguchi era fuerte para alguien tan ágil, y no ayudó que usara el brazo de ella como palanca para impulsarse hacia delante, acortando la distancia entre ellos hasta que estuvo tan cerca que Kagome pudo sentir su calor corporal y volvió a entrar en contacto con su aliento rancio.

—Suélteme —dijo entre dientes, tirando de nuevo de su brazo. El agarre alrededor de su muñeca se apretó lo suficiente como para que pareciera que sus huesos estuvieran quedando reducidos a polvo. Hizo una mueca de dolor y Kawaguchi aflojó su agarre muy ligeramente, un pulgar masajeó su piel haciendo círculos.

—¿Lo ha hecho? —dijo, ignorando su exigencia—. Dijo que lo haría, pero después de ese… espectáculo durante la última ronda, tenía que asegurarme.

Kagome estaba más que lista para mentir si eso significaba conseguir que el muy asqueroso se apartase de ella. Por eso se sorprendió tanto cuando un duro «no, no lo hice» salió en su lugar de sus labios.

—Y ahora suélteme —continuó, ignorando la forma en que su agarre se volvió violento y sus ojos entrecerrados se oscurecieron hasta convertirse en carbón llameante. Por encima del martilleo de su corazón y la estampida de su sangre en sus oídos, consiguió decir—: O gritaré, juro que lo haré.

Una momentánea expresión de cautela cruzó su rostro, pero desapareció antes de que ella pudiera parpadear, reemplazada por una sonrisa burlona que la caló hasta los huesos.

—Venga, venga, Higurashi-san —dijo, hablándole como si fuera una niña histérica—. No sea exagerada, es impropio. Simplemente estamos teniendo un debate entre adu…

—Creo que la mujer te ha dicho que la sueltes —interrumpió una voz y Kagome casi lloró de alivio cuando una figura conocida vestida de rojo salió de detrás de la columna, dispersando las sombras con su presencia y aliviando la presión en su pecho con sus palabras.

Kawaguchi retrocedió apresuradamente, esbozando firmemente una sonrisa plácida. Sus ojillos malvados permanecieron fijos en Inuyasha, quien estaba avanzando rápidamente hasta el lado de Kagome con largas zancadas y hombros tensos.

Si Kagome hubiera sido el ratón y Kawaguchi el gato, entonces Inuyasha era sin duda el lobo.

—Solo estábamos manteniendo una charla amistosa, se lo aseguro —dijo Kawaguchi con tensión en su voz.

Sin hablar, Inuyasha agarró el brazo de Kagome, levantándolo hacia la luz que emanaba de una bombilla del techo. En su muñeca estaba apareciendo un moratón, nítido contra su pálida piel y con la forma del contorno de unos dedos. El gruñido que resonó desde el pecho de Inuyasha fue aterrador y ella habría retrocedido si no fuera por el agarre que tenía sobre ella (firme pero no doloroso) o si no hubiera sabido sin dudar que la persona a la que iba dirigido no era ella.

—Diez segundos —dijo Inuyasha en voz letalmente baja. A la sombra de la columna, sus ojos parecían arder como un fuego de forja y los colmillos y garras que se alargaron captaron la poca luz que había—. Tienes diez segundos para ofrecerle una disculpa a esta mujer y salir de mi vista, o te juro por cada deidad imaginable que te perseguiré y te arrancaré la carne de los huesos. Lentamente.

El silencio que descendió tras su amenaza (no, su promesa) fue ensordecedor. La inhalación antes de un grito. Y, aun así, no fue nada comparado con el sonido del estallido de nudillos que le siguió, cada uno como el restallido de una goma elástica contra la piel.

Una sacudida, y entonces Kawaguchi estuvo balbuceando una disculpa y saliendo a toda prisa por la puerta como si los diablillos del infierno estuvieran pisándole los talones. Kagome se quedó con la mirada fija mientras su espalda se desvanecía detrás de la puerta batiente, parpadeó y negó con la cabeza para reorientarse, luego miró a su salvador. Quien todavía estaba mirando a la puerta como si planease salir tras él, a la mierda los diez segundos.

Kagome inhaló temblorosamente, dejando que toda su ansiedad y miedo acumulados abandonaran su sistema junto con el dióxido de carbono, y carraspeó.

Los ojos dorados bajaron hacia los de ella y Kagome tiró intencionadamente de su brazo. Inuyasha lo liberó lentamente, mirando mientras ella frotaba con el ceño fruncido la piel sensible y roja.

—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.

—Sí —murmuró Kagome, después suspiró—. Sí. Estoy bien. Realmente no hizo otra cosa que no fuera agarrarme demasiado fuerte y, bueno, ser un asqueroso. —Bajó el brazo magullado con cuidado y levantó los ojos—. Gracias. Por intervenir antes de que se fuera de las manos.

—No me des las gracias por eso, estúpida —refunfuñó Inuyasha.

—Te daré las gracias por lo que yo quiera —le dijo—. Y no me llames estúpida.

—Keh. Da igual. —Volvió a mirar hacia la puerta—. Oye, mujer. La próxima vez que un asqueroso te toque así, no amenaces con gritar, hazlo de verdad.

Kagome abrió la boca para argumentar que no era nada que justificase una respuesta tan extrema (al menos, aún no lo había sido), pero Inuyasha la interrumpió.

—Lo digo en serio. No les des a gilipollas como esos tiempo para hacer algo peor, porque cuando llegue el momento en que tengas que gritar, puede que te encuentres incapaz de hacerlo.

Un escalofrío le recorrió la columna ante sus palabras, pero la cálida preocupación en su mirada ahuyentó lo peor de ello. Asintió, callada, esperando que nunca fuera a llegar a eso, pero marcando su advertencia en la memoria por si así era.

Más vale prevenir que lamentar. ¿No era así el dicho?

—Sí. Vale, lo tendré en cuenta.

—Bien. —Inuyasha asintió una vez, se puso de puntillas, luego metió las garras dentro de su jersey—. Ya. Bueno, eh, nos vemos, supongo. —Le lanzó otra mirada ilegible antes de rodearla y marcharse, una mano le rozó el brazo al pasar.

La calidez de su anterior preocupación se desvaneció con cada paso que dio, y Kagome cambió el peso sobre sus pies, sus tacones repiquetearon contra el terrazo mientras deseaba que él mirase atrás.

No lo hizo.

—Niña estúpida —murmuró para sus adentros justo cuando la sala estalló en una ráfaga de ruido y movimiento. Rodeó la columna y vio que varias personas iban encaminadas en su dirección. Algunas, se dio cuenta, se estaban quedando atrás para socializar, pero en su mayoría todos parecían resueltos a marcharse.

Que es lo que debería estar haciendo yo, se dijo e hizo justo eso.

Sintió que atravesar el umbral de la entrada era la libertad y no pudo evitar exclamar el «Dios mío, nunca más» que salió de su boca cuando sus zapatos chocaron contra la acera. El mundo estaba más oscuro de lo que lo había estado hacía una hora… el sol estaba bajo en el lejano horizonte, pintando el cielo que lo rodeaba de un vívido carmesí que se oscurecía hasta llegar a un oscuro azul cuanto más lejos se extendía. Contra el vívido fondo, los rascacielos daban la impresión de ser puertas ensombrecidas, llamativos e intensos.

Durante un largo rato, simplemente se quedó allí parada, cautivada por la visión del cielo ardiendo como un fénix dando sus últimos estertores. No se movió ni cuando los otros participantes salieron del edificio a su espalda, ni cuando una voz familiar (la de Saga) la llamó por su nombre, ni cuando su teléfono vibró en su bolso. Solo fue cuando alguien le dio un codazo en el costado que se giró y sintió mariposas estallando en su estómago cuando vio a Inuyasha allí de pie, con las garras metidas en los bolsillos, la cara girada hacia el cielo.

Algo se aflojó en su pecho ante la comprensión de que no se había ido y sonrió, perfectamente contenta con estudiarlo.

Por bonita que fuera la puesta de sol, no tenía ni punto de comparación con quien estaba a su lado, cuyos ojos eran lo bastante brillantes como para rivalizar con el sol y su pelo brillaba como los bordes plateados de las nubes.

—Bueno —dijo Inuyasha en voz baja, sin interrumpir el silencio, solo añadiéndole otra capa.

—Bueno —repitió Kagome, girándose de nuevo hacia el horizonte.

—¿Café?

—O… podríamos ir a la Tokyo Skytree y ver el sol poniéndose como es debido —sugirió Kagome con un tono plano que contradecía la tormenta que se fraguaba en su interior.

Lo miró justo a tiempo de ver cómo le temblaban las comisuras de los labios, que luego se estiraron, extendiéndose en una sonrisa impresionante. Cuando finalmente bajó el rostro para mirarla, tenía los ojos llenos de calidez.

Esto, pensó Kagome, debe de ser lo que se siente al ahogarse.

—Bueno, vamos, entonces —dijo, entrelazando dedos gentiles con los suyos y tirando de ella hacia delante. Para su vergüenza, casi tropezó con un tramo de acera desnivelada, pero una mano alrededor de su cintura la equilibró, después apretó y se apartó.

Incluso a través de las capas de ropa, sintió su contacto como una brasa.

—Torpe —murmuró Inuyasha cuando llegaron al final de la manzana y se detuvieron a esperar a que cambiara el semáforo—. Debería haberlo sabido.

El rojo moteó sus mejillas y protestó:

—¡Me gustaría verte a ti corriendo por ahí con estos zapatos! ¡Apuesto a que no puedes dar cinco pasos sin caerte de bruces!

—Keh, como si fuera a aceptar esa oferta.

—Cobarde —acusó.

Niña —replicó.

Se miraron con ojos entrecerrados, sin que cediera ninguno. Al menos hasta que Kagome vio que se movían las orejas de perro de Inuyasha y cedió a la necesidad que llevaba conteniendo todo el día, levantó los brazos y se puso de puntillas.

Sus orejas eran tan suaves como parecían, la cubierta de pelo las hacía mullidas y lisas, y se movieron bajo sus dedos, no de forma distinta a las de Buyo tras rascárselas bien. Kagome consiguió acariciarlas bien dos veces antes de que Inuyasha saliera de su asombro y se apartara con los labios caídos en un frunce.

—Como he dicho —dijo despreocupadamente, avanzando por delante de él—. Maravillosas.

Tras un largo momento, lo sintió alcanzarla y ponerse a su lado, y suspiró internamente de alivio por no haber ido demasiado lejos.

—Keh —fue lo único que dijo, aunque tenía las mejillas oscurecidas por la vergüenza.

Con sus costados rozándose con cada paso alterno que daban, llegaron al final de la segunda manzana antes de tener que detenerse de nuevo por el semáforo. Kagome era extremadamente consciente del hanyou que tenía al lado, cuya palpitante calidez se filtraba a través de su ropa y por debajo su piel. Cuando una garra grande y cálida se deslizó en su mano, entrelazando sus dedos y apretando, se le quedó el aliento atrapado en los pulmones y se negó a marcharse.

Los coches pasaron en coloridos borrones por delante de ellos. Animados transeúntes los rodearon por todas partes. Encima, bandadas de pájaros graznaron y los aviones que volaban rugieron, sobrevolando la parte inferior de las cada vez menos espesas nubes. Kagome se dio cuenta de todo esto fugazmente, toda su atención estaba concentrada en la garra que agarraba su mano. El mundo podía acabar alrededor de ellos y no creía que fuera a darse cuenta de otra cosa.

—Intenta no tocar las puntas afiladas esta vez —gruñó Inuyasha con tono ligeramente burlón. Estropeó el momento con éxito y Kagome no estuvo segura de qué la irritó más: su insulto o su inadecuada elección del momento.

En cualquier caso, la alteró lo suficiente para decir:

—Si tanto te preocupa, ¿podría llevarte a algún sitio para que te las cortaran? La peluquería a la que llevo a mi gato tiene un gran servicio, si necesitas un sitio.

Cuando le llegó un gruñido de irritación a los oídos y la mano que rodeaba la suya se apretó a modo de advertencia, Kagome agachó el rostro para esconder una sonrisa victoriosa.

El resto de la caminata hacia la torre lo pasaron riñendo y bromeando el uno con el otro, acentuado por sonrisas reservadas y miradas expresivas. La mano de Inuyasha no soltó en ningún momento la suya, su pulgar trazó formas arbitrarias en su piel, que hormigueaba y le ardía y, cuando entraron en el ascensor que los llevaría a lo más alto, Inuyasha la empujó contra una esquina y le inclinó la cabeza hacia arriba, en lo único en lo que pudo pensar Kagome fue en que ser buena hija sí que valía la pena.

Y entonces fue incapaz de pensar en nada en absoluto.

Fin


Nota de la traductora: ¡Hola, hola!

Aquí estoy de nuevo con otra traducción. Como siempre, tenéis enlazado el original en mi perfil. Si accedéis a él, os daréis cuenta de que en esta página el fic tiene dos capítulos, mientras que yo estoy publicando la traducción como un capítulo único. La autora lo subió como capítulo único a AO3, a diferencia de la división que hizo en FFN y, como no quería haceros esperar, le pregunté si yo también podía publicarlo todo junto y no me puso ningún problema. Le agradezco enormemente que me haya dejado traducir su obra.

Espero que os haya gustado mucho y que me comentéis qué os ha parecido. No sé si os gustan más los fics AU como este (aunque aquí está la peculiaridad de que no todo el mundo es humano), o si preferís más los OU. Si queréis opinar al respecto, ¡adelante!

¡Hasta pronto!