3 años después.
Will fingió estar inmerso en el menú que estaba delante de él y le pidió a la camarera unas tortitas con beicon y café cargado. La adolescente le sonrió coquetamente y le dijo que no tardaría nada guiñándole un ojo. Will se contuvo en rodar los ojos. No tenía tiempo para eso, quería volver a casa.
Su presa entró en ese momento, rascándose la barriga de forma desagradable y gritando a la camarera para que le trajera su café ya. Will contuvo una mueca y siguió con la cabeza baja, esperando. Se sentó en la segunda mesa a la izquierda de la entrada, en el sofá que le permitía tener vigilada la puerta. Como cada día en los últimos dos años. Predecible.
Había sido difícil encontrarle, reconoció. La mayoría de esos frikis informáticos vivían en un sótano alejado de la mano de Dios y ese anonimato los hacía creerse intocables, pero no para Will. Había desmantelado redes de venta de personas antes, sabía que el que movía la información era la clave. Ahora solo tenía que esperar.
Llevaba una semana acudiendo puntualmente a aquel café, inyectando pequeñas dosis de la bacteria a ese cerdo mediante agujas ocultas en el desvencijado sillón no más gruesas que un cabello humano. El sistema de inoculación era sencillo, solo un botón y la aguja se clavaba en le piel sin dejar rastro. Lo mejor del mercado.
Comió su desayuno pacíficamente. Solo veinte minutos después empezó la tos. Will sonrió. Diez minutos más y el cerdo se desplomó en el suelo. Se apresuró a levantarse para ser el primero que llegara a su lado. Le quitó el móvil del bolsillo y fingió tratar de reanimarle mientras gritaba que llamaran a emergencias. Inútil, nada iba a salvar a aquel pedazo de mierda.
Se levantó cuando llegaron los sanitarios. Pagó su comida mientras fingía una gran preocupación con los demás comensales y se marchó sin dejar rastro. Otra ventaja de ser un paranoico es que siempre acudían a sitios sin cámaras, sintiéndose más seguros. Error de principiante.
Conectó el teléfono a un ordenador portátil en el asiento del copiloto del coche y esperó a que los datos comenzaran a volcarse antes de llamar a su cliente. El fiscal general de Nueva York parecía más que satisfecho y le garantizó que el pago estaría en su cuenta en menos de veinticuatro horas. Aquel caso iba a catapultar su carrera, sin duda.
Haciendo tiempo, Will encendió su teléfono personal. Solo había un mensaje de texto de Abigail de aquella misma mañana:
Papá ha venido a vernos. Ha traído a Thomas y a Helena con él. Pregunta si prefieres cenar en casa o quieres que reserve en algún sitio.
Will maldijo entre dientes y se apresuró a arrancar la furgoneta que había alquilado bajo un nombre falso en cuanto había llegado a Denver. Las matrículas locales llamaban menos la atención. Buscó a tientas los auriculares en el bolsillo y llamó a Abigail.
- ¡Hola papá! ¿Cómo ha ido el trabajo? – Abigail sabía perfectamente a lo que se dedicaba, pero no hablaban de asesinatos a menos que fuera necesario. Ella se refería a sus salidas como viajes de negocios.
- Genial, ya de camino a casa. ¿Está ahí? – No hacía falta que le preguntara a quién se refería.
- Si, ¿Te paso con él? – No, por Dios, pensó Will. Era lo último que quería en aquella vida.
- No hace falta. Llegaré en unas siete horas, más o menos.
- Papá dice que no corras, que no va a irse a ningún lado, e insiste en saber si prefieres cenar en casa o fuera. Dice que pares a descansar y que te mantengas hidratado. – Will apretó los dientes, enfadado, pero se contuvo en darle una mala contestación a su hija.
Ya le caería una buena bronca cuando llegara a casa.
- Reserva en la Osteria de Rossi para todos. Pago yo. Y Abigail. – Respondió Will.
- ¿Sí?
- Coge la pistola de debajo del fregadero y no le pierdas ni un minuto de vista.
- Si, papá. – Respondió dócilmente.
Llegó al aeropuerto puntualmente una hora después y dejó el coche. Sin equipaje para facturar, en solo veinte minutos estaba en la cola de embarque. Pasó el vuelo durmiendo de forma inquieta, soñando con un ser oscuro con unas astas gigantes que frotaba contra su rostro casi como un gato pidiendo caricias.
Cogió su propio coche en el aeropuerto regional del noreste de Florida y se encaminó a casa pisando bien el acelerador. San Agustín era un paraíso de mar y calma en la soleada Florida, a apenas una hora de un aeropuerto grande y con suficientes turistas y vecinos estacionales como para que nadie te conociera lo suficientemente bien. Will sabía que no era un fugitivo, nadie le estaba buscando por nada, pero no podía evitar intentar pasar desapercibido. Quizás Jack, pero ese era otro tema.
Cuando llego a casa, un bonito chalet antiguo que habían reformado entre los tres en un barrio tranquilo y apartado, le recibió un Bentley bien conocido en su entrada. Antes de poder salir del coche Abigail, Grace y media docena de perros ya estaban sobre él dándole la bienvenida.
En la puerta, Hannibal le esperaba con una sonrisa suave en los labios. Apenas había cambiado en aquellos tres años. Estaba impoluto, en un traje de tres piezas hecho a medida como los que siempre había llevado, pero en tonos más claros. Solo su pelo parecía un poco más largo, peinado cuidadosamente. Nada en él indicada la más mínima tensión, pero con Hannibal era casi imposible estar seguro.
Helena le miraba con curiosidad con las manos firmemente agarradas a la camisa de su padre y Thomas se escondía tras el hombre a pesar de llegarle ya a los hombros, lanzando ojeadas tímidas a los perros. Thomas no debía tener más de doce o trece años a lo sumo y Helena rondaría la edad de Grace, unos diez quizás.
- Hola, Will. – Will se contuvo para no rodar los ojos. Como le gustaban a aquel hombre las dramatizaciones. Decidió que esta vez no le seguiría el juego.
- Hannibal, cuanto tiempo. – Dijo Will fingiendo ligereza. La expresión desconcertada de Hannibal que apenas duró un microsegundo mereció la pena.
- Demasiado, en mi modesta opinión. Espero que tu viaje de trabajo haya sido fructuoso. – Respondió Hannibal.
- Mucho, gracias.
- Como puedes ver, he encontrado a dos de nuestros pequeños retoños. En Francia, tal y como dijiste. Thomas, Helena, este es Will.
Helena enrojeció ante su sonrisa pero se la devolvió, mientras que Thomas se escondió incluso más tras Hannibal. Will no podía decir si era por timidez o por miedo. Will extendió las manos hacia la niña en una muda petición y Hannibal no dudó en animar a Helena a darle un abrazo de bienvenida. La pequeña se revolvió un poco, acomodándose, pero finalmente decidió que le gustaba aquel nuevo extraño.
- Estamos preparando croissants rellenos de mermelada y chocolate. Tenemos la reserva a las 7, tienes tiempo de sobra para una ducha y una siesta, si quieres. – Afirmó Hannibal entrando en la casa como si fuera suya, pensó Will con frustración. Aquel hombre no conocía la vergüenza.
Echo una rápida ojeada a Abigail para preguntarle si todo estaba bien y dejarle claro que le esperaba una buena bronca cuando los niños no estuvieran presentes. Abigail se encogió de hombros como respuesta y se encaminó con Grace a la cocina donde ya estaban los demás. Will dejó a Helena seguir a sus hermanas como un patito. A pesar de ser un año mayor o menor que Grace, era como la mitad de pequeña.
Will subió a la habitación principal y ni siquiera se molestó en resoplar cuando encontró su armario perfectamente ordenado y con trajes ocupando la mitad del espacio libre. No le hacía falta abrir los cajones para saber que debían estar en un estado similar.
Se metió en la ducha y dejó que el agua fluyera sobre su rostro, limpiando el polvo, el sudor y la sangre que sabía que no estaba ahí. Era obsesivo con la higiene tras cada asesinato, una parte paranoica de su cerebro siempre pensaba que se había dejado algún resto, una gota invisible en la piel que no era capaz de eliminar. La prueba del delito.
Se lavó a conciencia y salió de la ducha sintiéndose despejado. En su habitación, inspeccionando plácidamente su ropa como si fuera lo más normal de mundo, estaba Hannibal. El hombre se giró hacia él con una sonrisa casi imperceptible, recorriendo la piel expuesta como si tratara de memorizarla. Will contuvo el impulso de cubrir sus cicatrices, las antiguas y las nuevas, de su escrutinio.
- Veo que te has puesto cómodo en mi ausencia. – La sonrisa de Hannibal se ensanchó.
- Fue decepcionante no encontrarte en casa a nuestra llegada. – Dijo Hannibal acercándose a él con lentitud, como quien se acerca a un animal especialmente asustadizo.
Will se tensó. Podía oír a los niños jugando en el piso de abajo, así que ellos también podían oírlo a él. Parecía desarmado, pero eso con Hannibal no significaba nada. Era igual de peligroso con armas que sin ellas.
Hannibal se plantó ante él y le rodeó con los brazos, estrechando su piel mojada contra su ropa. Will se quedó muy quieto, parpadeando y tratando de procesar la escena. No era, desde luego, la reacción que esperaría de un hombre al que había apuñalado en su último encuentro. Típico de Hannibal, por otro lado.
El hombre hundió su rostro en su cabello, olfateándolo.
- Te has quemado con el sol. Deberías usar protección. – Murmuró Hannibal tras unos segundos.
- Gracias, doctor. Lo tendré en cuenta. – Respondió Will con ironía tratando de alejarse de él. Los brazos de Hannibal se estrecharon a su alrededor, impidiéndolo.
- Es importante proteger tu piel del sol. Además del cáncer de piel, las manchas y las arrugas son producto de una sobreexposición a los rayos UVA. Me lo agradecerás cuando tengas setenta años.
- Honestamente pensé que no llegaría a cumplir tantos años. – Musitó Will tratando de avanzar hacia el armario para coger, por lo menos, ropa interior. De nuevo, Hannibal no se mostró colaborador.
- Si alguien o algo trata de impedirlo tendrá que responder ante mí. – Gruñó Hannibal en su cuello, donde había hundido la nariz.
- No me preocupan los demás.
Hannibal le soltó con reticencia pero le obligó mediante suaves empujones a volver al baño. De un neceser blanco sacó una crema que olía a flores y a savia y la extendió generosamente en sus manos antes de posarlas en sus hombros y masajear la loción sobre la piel enrojecida.
- Esto calmará la quemadura e hidratará tu piel.
- Había olvidado lo generoso que eras. – Dijo Will con ironía. Las comisuras de Hannibal se curvaron.
- Muy generoso, de hecho. Esta crema cuesta 430 dólares. – Will le miró con ojos desorbitados. Aquel hombre estaba loco.
Cuando Hannibal se dio por satisfecho se apartó para lavarse las manos.
- Ponte un poco más en la cara y el cuello. Te esperamos abajo.
Will apenas se sorprendió cuando, al volver a la habitación, una camisa azul planchada y unos zapatos marrones perfectamente lustrados le esperaban en la cama. Solo por llevar la contraria, escogió de su armario una camisa blanca y unos zapatos negros. Toda su ropa estaba limpia, sin una arruga y pulcramente colgada. Nada que ver con el desastre que había dejado hacía una semana.
Quizás debería comprar una plancha, pensó distraídamente mientras bajaba las escaleras.
Contuvo una carcajada cuando Hannibal le miró con expresión contrariada. Grace aprovechó el momento para escapar de las habilidosas manos del hombre que trataba sin éxito de contener su pelo rizado con un ejército de horquillas y laca.
- ¡Estás muy guapo, papá! – Will sonrió, levantándola en brazos y terminando de soltar el poco pelo que Hannibal había sido capaz de peinar.
El suspiro de resignación de Hannibal y la risa apenas contenida de Abigail hicieron que su sonrisa se ensanchara.
- ¿Es mucho pedir en esta casa que vayamos todos decentes a cenar? – Preguntó Hannibal con aire melodramático.
- ¿Mi elección no complace tus exquisitos gustos, Hannibal, o es el hecho de que no te siga ciegamente lo que te molesta? – Hannibal entonó los ojos, molesto.
- Estás exquisito en cualquier prenda, mylimasis. No deseo obediencia, si es lo que estás insinuando, pero sería de agradecer que mis sugerencias fueran… Valoradas.
- Considéralas valoradas y descartadas. Ahora, ¿Quién tiene hambre? – Dijo Will alzando la voz. Como esperaba, Abigail, Grace y Helena saltaron a su alrededor gritando "yo, yo, yo". Thomas no saltó pero se acercó a la cocina, expectante.
El viaje a la Osteria de Rossi fue tranquilo. Lo regentaba una antigua leyenda del FBI, David Rossi, jubilado hacia años. La comida consistía en platos típicos italianos deliciosos con ingredientes de origen. Hannibal pasó un buen rato hablando con Rossi acerca del prosciutto y el aceite y preguntándole por tiendas locales o distribuidores donde pudiera adquirirlos.
Will observó con ironía a los dos hombres conversar con una copa de vino en la mano y se preguntó qué pensaría Rossi de ellos si supiera la verdad, la historia del hombre con el que estaba compartiendo recetas. Le pegaría un tiro sin pensárselo dos veces.
- Una cena deliciosa y una compañía encantadora. Gracias, Will, por este regalo. – Will salió de su ensoñación y miró a Hannibal con suspicacia.
- De nada.
- Papá, ¿Vamos a por el helado? – Preguntó Grace moviéndose inquieta en la silla. Era un absoluto milagro que hubiera aguantado casi dos horas sentada sin pedirle ir al parque o a pasear.
- Claro, helado.
Hannibal trató de discutir en el pago de la cuenta, pero Will jugaba en casa. Rossi no aceptó ni un centavo de su nuevo comensal y le pasó el datáfono directamente a Will, que pagó sin prestar atención a la expresión contrariada de Hannibal.
La heladería favorita de Grace estaba a apenas veinte minutos andando. Tras el mostrador se encontraba el mismo chaval de apenas veinte años que los miró como si les perdonara la vida cuando hicieron su pedido, que sirvió de mala gana. Will casi podía escuchar a Hannibal afilando los cuchillos.
- Venimos a comer helado aquí casi todos los fines de semana. Si el camarero desaparece, lo sabré. – Murmuró Will sin apenas mover los labios, pero sabía que Hannibal le había oído.
- Puedes despreocuparte de ello. Mis gustos han virado a presas más… selectas, que creo que serán de tu agrado.
- ¿Cómo de selectas? – Preguntó Will con suspicacia.
- Deberíamos discutirlo en casa, quizás. Este no es el lugar adecuado para esta conversación. – Will asintió y continuó caminando sin despegar la vista de los niños.
Cuando llegaron a casa incluso Grace parecía agotada. Will supervisó que la niña se diera una ducha rápida mientras Hannibal vigilaba a Helena y Thomas. Cuando todos sus hijos, incluyendo a Abigail, estuvieron acostados, Will pasó por cada una de las habitaciones para desearles las buenas noches. Cuando pasó por la habitación de Thomas dejó que Winston y Zoe entraran a dormir con él. La sonrisa del chico merecería la pena cuando Hannibal se enterara a la mañana siguiente.
Para sorpresa de nadie Will encontró a un caníbal felizmente arropado en su cama con un libro en las manos. Hannibal había comprado dos mesitas de noche a juego con la madera de la cama y dos lámparas blancas que le proveían de suficiente luz para leer. Aunque reconocía que su antigua estrategia de dejar el móvil y las gafas en el suelo no era la mejor, le hubiera gustado que le preguntaran al respecto.
- ¿Cuándo llegasteis? – Preguntó desvistiéndose e ignorando los ojos hambrientos de Hannibal sobre su cuerpo.
- El miércoles a mediodía. – Respondió el hombre sin molestarse en fingir que no estaba disfrutando del espectáculo.
Solo había necesitado dos días para colonizar su casa, sus perros y sus hijas. Todo un hito.
- Oigo tu fina ironía desde aquí, Will. ¿Te gustaría compartir tus pensamientos conmigo? – Preguntó Hannibal con diversión.
- Me preguntaba como un tipo tan rico como tú siempre acaba invadiendo casas ajenas para vivir. Cualquiera diría que no puedes permitirte comprar la tuya propia.
- Hay cosas que el dinero no puede comprar y que yo aprecio enormemente. Una familia. A ti. – Respondió Hannibal con simpleza.
Will gruñó, incómodo, y se metió en la cama. Las posibilidades de echar a Hannibal por las buenas se reducían a cero y no quería montar un espectáculo delante de los niños sin un buen motivo.
- ¿Cómo de selectas son tus presas ahora? – Preguntó dejando las gafas en la mesita.
- Solo lo peor de lo peor, querido. He aceptado que mis criterios acerca de quien merece vivir y quien solo sirve como alimento son… Poco ortodoxos. No deseo llamar demasiado la atención ni producir a mis hijos ningún conflicto moral, por lo que ahora me dedico a la caza mayor. Violadores y maltratadores, sobre todo. Abundan en nuestra sociedad, como las ratas. Sin embargo, he de confesar que he hecho excepciones.
- ¿Cómo por ejemplo?
- Un dependiente especialmente desagradable que humilló a Thomas por no hablar correctamente en inglés. Como probablemente has notado, es realmente tímido. Pasó casi dos semanas sin decir una sola palabra en inglés después de aquello. Salió un paté fantástico, debo señalar. Ventajas de su dieta basada en alcohol, supongo.
Will se masajeó la frente, exhausto. Se sentía hipócrita enfadándose con Hannibal por matar a alguien solo por incomodar a su hijo, siendo que él mismo le había arrancado los ojos a un imbécil que se había dedicado a soltar comentarios fuera de tono a Abigail en la universidad. Si le quedaba algún tipo de brújula moral, estaba seguro de que esta no apuntaba ya al norte.
Pero eso no significaba que fuera a aceptarlo todo.
- Dime por favor que no estás dando de comer carne humana a nuestros hijos. – Casi suplicó Will, agotado.
- Nada de eso. Si cuando sean adultos desean unirse a mi régimen culinario, serán más que bienvenidos, pero de momento mantengo para ellos una dieta de carne común. – Aseguró Hannibal. Will buscó en sus facciones el más mínimo indicio de mentira. No encontró nada.
Tampoco es que aquello fuera nada nuevo.
- Si noto el más mínimo movimiento raro te ahogaré con la almohada, ¿Queda claro?
- Por supuesto, querido. Buenas noches. – Will deseó ahogarlo solo por el tono de humor en su voz.
Suspirando, cerró los ojos y dejó que el agotamiento pudiera con él.
