63

SILENCIO

Sus carcajadas retumban por la habitación. Bajo el resplandor del holo de la luna y de las flotas que se vapulean mutuamente en la oscuridad, su rostro parece pálido. Mustang ha detenido la emisión en el holoplato y analiza el centro de datos de la soberana. Bellamy se dirige hacia Lisandro y me aparto del cadáver de Abby. El cuerpo me arde a causa de las heridas.

—¿Qué ha querido decir con lo de que lo detengamos? —me pregunta Bellamy.

—No lo sé.

—¿Lisandro?

El niño está tan traumatizado por los horrores que lo rodean que ni siquiera puede hablar.

—El vídeo se ha transmitido a los barcos y los planetas —informa Mustang—. La gente está viendo la muerte de Abby. No paran de llegar comunicados. No saben quién está al mando. Tenemos que ponernos ya en marcha, antes de que se alineen detrás de otra persona.

Bellamy y yo nos acercamos al Chacal.

—¿Qué has hecho? —le pregunta Raven zarandeando al hombrecillo—. ¿A qué se refería Abby?

—Quítame a tu perra de encima —ordena el Chacal aún debajo de las rodillas de Raven.

Obligo a mi amiga a apartarse. Se pone a dar vueltas en torno a Finn, todavía bajo los efectos de la adrenalina.

—¿Qué has hecho? —le pregunto.

—No tiene sentido intentar hablar con él —interviene Mustang.

—¿Que no tiene sentido? ¿Por qué creéis que la soberana me ha admitido ante su presencia? —pregunta su hermano desde el suelo. Se incorpora sobre una rodilla y se sujeta la mano herida—. ¿Por qué no tenía miedo del arma que llevaba en la cadera si no era porque una amenaza mayor la mantenía a raya?

Levanta la mirada hacia mí a través de unos mechones desgreñados, con los ojos calmados a pesar de la carnicería. A pesar de habernos traído esposados hasta aquí y ahora estar grapado al suelo.

—Recuerdo la sensación de estar bajo tierra, Lexa —dice despacio—. La piedra fría bajo mis manos. Los miembros de mi casa de Plutón rodeándome, encogidos en la oscuridad. El vapor de sus alientos, mirándome. Recuerdo el miedo que me daba fracasar. El tiempo que llevaba preparándome, la mala opinión que mi padre tenía de mí. En aquellos pocos instantes, toda mi vida era una carga. Todo se me escurría entre los dedos. Habíamos huido de nuestro castillo, escapando de Vulcano. Llegaron muy deprisa. Iban a esclavizarnos. Los últimos miembros de nuestra casa todavía iban corriendo por los túneles cuando hice saltar las minas por los aires, pero los de Vulcano también estaban allí. Podía oír la voz de mi padre. Lo oía diciéndome que no le sorprendía que hubiera fracasado tan rápidamente. Después de la explosión que selló el túnel, estuve una semana sin oír nada. Tardamos una semana más en matar a una chica y comernos sus piernas para sobrevivir. Nos suplicó que no lo hiciéramos. Que eligiéramos a otra persona. Pero en ese momento aprendí que, si nadie se sacrifica, nadie sobrevive.

Un pánico frío me recorre el cuerpo, nace en el profundo vacío de mi estómago y se expande hacia arriba.

—Mustang…

—Están aquí —dice ella horrorizada.

—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que está aquí? —sisea Raven.

—Lexa… —susurra Bellamy con recelo.

—Las cabezas nucleares no están en Marte —digo—. Están en la Luna.

La sonrisa del Chacal se hace más amplia.

Lentamente, se pone de pie y ninguno de nosotros osa tocarlo. De repente, todo encaja. La tensión entre la soberana y él. Las amenazas sutiles. El atrevimiento de Finn al penetrar en el centro de poder de Abby. Su capacidad para burlarse de Indra sin consecuencias.

—Oh, mierda. Mierda, mierda, mierda. —Raven se tira de la cresta—. Mierda.

—Nunca tuve intención de bombardear Marte —dice el Chacal—. Yo nací allí. Es mi derecho de nacimiento. El premio del que fluyen todas las cosas. Su helio es la sangre del imperio. Pero esta luna, este esqueleto de orbe es, como Abby, una vieja arpía traidora que le succiona la vida a la Sociedad berreando sobre lo que fue en lugar de sobre lo que puede ser. Y Abby me permitió secuestrarla. Al igual que lo haréis vosotros, porque sois débiles y en el Instituto no aprendisteis lo que deberíais haber aprendido. Para ganar, debes sacrificar.

—Mustang, ¿puedes encontrar las bombas? —pregunto—. ¡Mustang!

Se ha quedado paralizada.

—No. Habrá enmascarado los rastros de radiación. Aunque las encontráramos, no podríamos desactivarlas…

Coge el intercomunicador para avisar a nuestra flota.

—Si haces esa llamada, detonaré una bomba cada minuto —dice el Chacal mientras se da unos golpecitos en la oreja, donde se ha implantado un pequeño intercomunicador.

Lilath debe de estar escuchándonos.

Probablemente sea ella quien tiene el detonador.

A eso se refería Finn. Ella es su póliza de seguros.

—¿De verdad creéis que os revelaría mi plan si pudierais hacer algo para impedirlo? —Se alisa el pelo con las manos y se limpia la sangre de la armadura—. Las bombas se instalaron hace semanas. El Sindicato las esparció en secreto a lo largo y ancho de la Luna. Suficientes para crear un invierno nuclear. Una segunda Rea, si preferís llamarlo así. Una vez que estuvieron colocadas, le expliqué a Abby lo que había hecho y le planteé mis condiciones. Ella seguiría desempeñando el papel de soberana hasta que aplastáramos el Amanecer, cosa que… ha dado un giro inesperado, obviamente. Y después, el día de la victoria, convocaría al Senado, abdicaría del Trono de la mañana y me nombraría su sucesor. A cambio, yo no destruiría la Luna.

—¿Por eso ha reunido Abby al Senado? —pregunta Mustang asqueada—, ¿para que tú te conviertas en soberano?

—Sí.

Me aparto de él sintiendo el peso de la batalla sobre los hombros, la debilidad de mi cuerpo a causa del esfuerzo, la pérdida de sangre y ahora esta… esta maldad. Este egoísmo es abrumador.

—Estás loco, maldita sea —dice Raven.

—No lo está —lo corrige Mustang—. Yo podría perdonarlo si estuviera loco. Finn, hay tres mil millones de personas en esta luna. No quieres ser ese hombre.

—Yo no les importo. ¿Por qué deberían importarme ellos a mí? —pregunta—. Todo esto es un juego. Y yo he ganado.

—¿Dónde están las bombas? —le pregunta Clarke al tiempo que se acerca amenazadoramente a él.

—Eh, eh —dice Finn regañándola—. Tócame un solo pelo y Lilath detonará una bomba.

Mustang está fuera de sí.

—¡Son personas! —exclama—. Tienes el poder de darles sus vidas a tres mil millones de personas, Finn. Ese poder está más allá de lo que cualquier persona podría desear. Tienes la oportunidad de ser mejor que nuestro padre. Mejor que Abby…

—Eres una zorra condescendiente —le dice él con una breve carcajada de incredulidad—. De verdad sigues creyendo que todavía puedes manipularme. Esta va por ti. Lilath, detona la bomba del sur del Mare Serenitatis.

Todos levantamos la vista hacia el holograma de la luna que hay sobre nuestras cabezas con la vana esperanza de que se esté tirando un farol. De que, de alguna manera, la transmisión no llegue a su destino. Pero un pequeño punto rojo se ilumina sobre el frío holograma abriéndose como una flor, una pequeña animación casi insignificante que envuelve diez kilómetros de ciudad. Mustang corre hacia el ordenador.

—Hay actividad nuclear —susurra—. En ese distrito viven más de cinco millones de personas.

—Vivían —precisa el Chacal.

—Eres un monstruo —chilla Raven abalanzándose contra el Chacal. Bellamy se interpone en su camino y la hace caer al suelo—. Quítate de en medio.

—Raven, cálmate.

—¡Cuidado, Trasgo! Hay cientos de ellas más —dice el Chacal.

Raven está abrumada, con las manos aferradas al pecho allá donde su corazón debe de estar retorciéndose a causa de las drogas.

—Lexa, ¿qué hacemos?

—Obedecer —contesta Finn.

Me obligo a hacerle la pregunta:

—¿Qué es lo que quieres?

—¿Que qué quiero? —Se envuelve el brazo sangrante con un trozo de tela ayudándose con los dientes—. Quiero que seas lo que siempre quisiste ser, Lexa. Quiero que seas como tu esposa. Una mártir. Suicídate. Aquí. Delante de mi hermana. A cambio, tres mil millones de almas conservan la vida. ¿No es lo que siempre has querido? ¿Ser una heroína? Muere, y yo seré coronado soberano. Habrá paz.

—No —dice Mustang.

—Lilath, detona otra bomba. La de Mare Anguis, esta vez.

Otro capullo rojo brota en el monitor.

—¡Detente! —grita Mustang—. Por favor, Finn.

—Acabas de matar a seis millones de personas —dice Bellamy sin comprenderlo.

—Pensarán que somos nosotros —gruñe Raven.

El Chacal le da la razón.

—Cada una de las bombas parece formar parte de una invasión. Este es tu legado, Lexa. Piensa en los niños que estarán quemándose ahora mismo. Piensa en los gritos de sus madres. En todas las personas que puedes salvar con tan solo apretar un gatillo.

Mis amigos me miran, pero estoy en un lugar lejano, escuchando el gemido del viento en los túneles de Lico. Oliendo el rocío sobre los engranajes a primera hora de la mañana. Sabiendo que Costia me estará esperando cuando vuelva a casa. Como me espera ahora al final del camino empedrado, igual que Gustus, que Lincoln, Ragnar y Harper, y que, espero, Monty, Charles, Roan y todos los demás. Morir no sería el final. Sería el comienzo de algo nuevo. Tengo que creerlo. Pero mi muerte dejaría al Chacal aquí, en este mundo. Lo dejaría con poder sobre aquellos a los que quiero, sobre todo aquello por lo que he luchado. Siempre pensé que moriría antes del final. Seguía adelante sabiendo que estaba sentenciada. Pero mis amigos me han insuflado amor, han vuelto a inyectarme la fe en los huesos. Me han hecho querer vivir. Me han hecho querer construir. Mustang me mira, con los ojos vidriosos, y sé que quiere que elija la vida, pero ella no elegirá por mí.

—¿Lexa? ¿Qué me contestas?

—Que no.

Le perforo la garganta. Grazna, incapaz de respirar. Lo tiro al suelo y me abalanzo sobre él.

Le inmovilizo los brazos contra la plataforma con las rodillas de manera que su cabeza queda entre mis piernas. Le meto la mano en la boca. Su mirada es la de un loco. Patalea. Me clava los dientes en los nudillos hasta hacerme sangrar. La última vez que lo inmovilicé elegí el miembro equivocado. ¿Qué son las manos para una criatura como él? Toda su maldad, todas sus mentiras, se hilan con la lengua. Así que la agarro con mi mano de sondeainfiernos, la sujeto entre los dedos índice y pulgar como la carnosa cría de víbora que es.

—Así es como termina siempre la historia —le digo—. Ni con tus gritos. Ni con tu rabia. Sino con tu silencio.

Y con un gran tirón, le arranco la lengua al Chacal.

Grita bajo mi cuerpo. La sangre sale a borbotones del muñón mutilado en el fondo de su boca. Le salpica los labios. Se revuelve. Me separo de él con un empujón y me incorporo, sumido en una rabia oscura, sujetando el ensangrentado instrumento de mi enemigo con la mano mientras él gime en el suelo, sintiendo el odio que me recorre y las miradas atónitas de mis amigos. Le dejo el intercomunicador en el oído para que Lilath lo oiga gimotear y me acerco a los holocontroles para contactar con el barco de Octavia. Al verme la cara, abre los ojos de par en par.

—Lexa… estás viva… —consigue decir—. Raven… Las cabezas nucleares…

—Tienes que destruir el León de Marte —digo—. Lilath está detonando las bombas de la superficie. Hay cientos de ellas más ocultas en las ciudades. ¡Destruye ese barco!

—Está en el centro de su formación —protesta—. Destrozaremos nuestra flota tratando de llegar hasta él. Tardaremos horas en alcanzarlo, si es que lo conseguimos.

—¿Podemos inhibir su señal? —pregunta Mustang.

—¿Cómo? Ahora mismo hay millones de señales danzando por ahí.

—¿Con pulsos electromagnéticos? —pregunta Raven, que se coloca a mi espalda.

A Octavia se le ilumina la cara antes de negar con la cabeza.

—Tienen escudos protectores —dice.

—Utiliza los pulsos electromagnéticos contra las bombas para cortocircuitar sus transmisores de radio —digo—. Lanza una Lluvia de Hierro y deja caer pulsos electromagnéticos sobre la ciudad hasta que las bombas dejen de funcionar.

—¿Y hundir a tres mil millones de personas en la Edad Media? —pregunta Bellamy.

—Nos masacrarán —replica Octavia—. No podemos lanzar una Lluvia. Perderemos nuestro ejército. Y los dorados conservarán la Luna.

Estalla otra bomba, esta más cerca del polo sur. Y luego una cuarta en el ecuador. Sabemos qué consecuencias conlleva cada una de ellas.

—Lilath no sabe qué le ha sucedido a Finn con exactitud —señala Bellamy rápidamente—. ¿Hasta qué punto le es leal? ¿Las detonará todas?

—No mientras él siga gimoteando —contesto.

O al menos eso espero.

—Perdonadme —dice una vocecita.

Nos volvemos para ver a Lisandro de pie a nuestras espaldas. Nos habíamos olvidado de él en medio del caos. Tiene los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas. Raven levanta un puño de pulsos para dispararle. Bellamy la obliga a bajarlo.

—Llamad a mi padrino —dice el niño con valentía—. Llamad al Señor de la Ceniza. Será razonable.

—Ya, y un cuerno… —le espeta Raven.

—Acabamos de matar a la soberana y a su hija —le digo—. El Señor de la Ceniza…

—Destruyó Rea —me interrumpe Lisandro—. Sí. Y le pesa. Llamadlo y os ayudará. Así lo habría querido mi abuela. La Luna es nuestro hogar.

—Tiene razón —dice Mustang apartándome de un empujón del panel de control—. Lexa, quítate.

Se ha sumido en su zona de concentración.

Es incapaz de transmitir sus propios pensamientos mientras comienza a abrir canales de comunicación directa con los pretores dorados de la flota. Los altísimos hombres y mujeres aparecen a nuestro alrededor como espectros plateados, irguiéndose entre los cadáveres que nos han visto crear. El último en aparecer es el Señor de la Ceniza. Su rostro está invadido por la rabia. Tanto su hija como su señora han muerto a nuestras manos.

—Belona, Augusto… —gruñe viendo a Lisandro entre nosotros—. ¿Acaso no basta con…?

—Padrino, no tenemos tiempo para recriminaciones —dice Lisandro.

—Lisandro…, estás vivo.

—Por favor, escúchalos. Nuestro mundo depende de ello.

Mustang da un paso al frente y alza la voz.

—Pretores de la flota, Señor de la Ceniza. La soberana ha muerto. Las bombas nucleares que están destrozando vuestro hogar no pertenecen a los rojos. Proceden de vuestro propio arsenal, que fue saqueado por mi hermano. Su pretor, Lilath, está supervisando la detonación de más de cuatrocientas cabezas nucleares desde el puente de mando del León de Marte. Continuarán estallando hasta que Lilath muera. Mis semejantes áureos, aceptad el cambio o aceptad el olvido. La elección es vuestra.

—Eres una traidora… —sisea uno de los pretores.

Lisandro abandona la holoplataforma en dirección a la mesa que ocupaba antes. Coge el cetro de su abuela y vuelve mientras los pretores continúan amenazando a Mustang.

—No es ninguna traidora —dice Lisandro entregándole el cetro—. Es nuestra conquistadora.