Ranma ½ no me pertenece.
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Fantasy Fiction Estudios
presenta
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Una historia escrita para la
Rankane Week 2023
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Mundo Fanfics Inuyasha y Ranma
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6
Acelerar una boda puede ser peligroso
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—Pero ¿qué estás diciendo? —murmuró Ranma.
¡De todas las idioteces que se le podían ocurrir a esa mujer…! Seguramente no había inventado un secuestro para que su padre y él se reconciliaran.
… ¿Cierto?
Genma se había doblado para recuperar el aliento, apoyando las manos en las rodillas, con los anteojos entre los dedos y tomando el aire a grandes bocanadas. Pero ahora se incorporó, volvió a colocarse los anteojos y se pasó un pañuelo por la frente para secarse el sudor. La levita de mayordomo siempre lo hacía sudar mucho y llevaba bastante tiempo sin hacer un ejercicio tan violento, así que era probable que necesitara algo fuerte para recuperarse después.
—Bueno, ¡habla de una vez! —exigió Ranma—. Tengo cosas que hacer, y te juro que si esto es una broma…
—¡Claro que no! —espetó Genma mirándolo a través de los cristales de sus anteojos. La única lámpara de gas que seguía encendida dentro de la oficina formaba sombras extrañas en su rostro, resaltando las cavidades como si se tratara de un espectro—. Yo mismo lo vi.
—No entiendo…
—A última hora de la tarde, el vizconde de Nerima fue a visitar a la señorita Akane.
—¿Y qué tenía que hacer ese imbécil con Akane? —preguntó en seguida Ranma.
Genma asintió, como si aprobara aquel tono celoso. Si estaba en lo cierto, y aquel sentimiento que había notado entre Ranma y la señorita Akane florecía, sus familias se emparentarían, y él mismo podría dejar de ser un simple mayordomo.
—Exactamente lo que pensé. Así que, por si acaso, cuando lo hice pasar a la biblioteca, me quedé cerca —replicó.
Ranma lo miró asombrado. ¿Su padre tenía un sentido protector hacia Akane? Qué curioso resultaba, quizás por eso ella lo había defendido tanto.
—Al parecer, el vizconde quiso besarla —continuó Genma.
—¿Que hizo qué? —preguntó Ranma—. ¡Pero si ese idiota es…!
—¡Deja de interrumpirme cada dos por tres, muchacho! —sentenció Genma con autoridad, y Ranma se echó hacia atrás, sorprendido—. Dije intentó, nunca dije que la besó. Fue una especie de malentendido. A continuación, se pusieron a charlar, casi como si fueran grandes amigos, entonces, al ver que todo parecía desarrollarse de una manera civilizada, me fui un momento a la cocina para… seguir con mis quehaceres.
Genma tosió con fuerza y volvió a pasarse el pañuelo por la frente. Su hijo lo observó alzando las cejas y después, con renovado rencor.
—¡Te fuiste a beber, viejo! —le gritó.
—Apenas un aperitivo para antes de la cena, muchacho. ¡Respeta a tus mayores! —lo regañó el señor Pan-da, dándole un fuerte coscorrón.
Ranma lo miró estupefacto, sobándose el golpe. ¿Qué se había creído?
—¿Podemos llegar de una vez a la parte del supuesto secuestro? —inquirió.
—No es supuesto, es un secuestro en toda regla. ¡Yo mismo lo vi! —repitió.
—¿Lo viste?
—Unos cinco minutos después, volví al vestíbulo y observé que la puerta que daba al recibidor estaba abierta, y también la de la calle, de par en par —explicó Genma—. Entonces, salí a mirar. Me pareció extraño, porque la señorita Akane jamás se iría sin avisar, así que supuse que estaba en la acera, quizás charlando con alguna vecina.
Hizo una pausa dramática.
—Pero en la calle no había nadie —agregó.
—¿Y? —preguntó Ranma, empezando a impacientarse.
—Escuché el portazo de un carruaje cerrándose —explicó Genma con los ojos afilados y el ceño fruncido—, y naturalmente, capturó mi atención, así que miré calle arriba y vi un carruaje de cuatro ruedas, con dos caballos negros con arreos de color azul oscuro. Con el escudo de los Hibiki pintado en la puerta.
—Hibiki… ¡Ese maldito! —exclamó Ranma—. ¿Pero viste a Akane?
—La vi un momento en el interior, antes de que cerraran la cortinilla —murmuró Genma—. Intentaba zafarse del agarre de alguien, pero solo vi un brazo masculino, no sé quién era.
—¡Por supuesto, era el vizconde de Nerima! —dijo Ranma en seguida—. Seguramente el despreciable de su padre también está metido en el asunto.
—Me parece extraño —comentó Genma—. Cuando el vizconde estuvo con Akane no mostró malas intenciones… Es más, se comportó de una forma casi tierna.
—¡Tierna! —repitió Ranma, como si le diera asco—. Ese tipo es un idiota, estoy seguro de que su padre lo está utilizando para algo… Mierda… ¡Gosunkugi! ¡Gosunkuki! —llamó a los gritos.
Pero cuando nadie acudió a su llamado, recordó que su secretario se había ido a casa hacía por lo menos quince minutos.
Mierda, mierda, mierda.
—Pero, ¿por qué secuestraron a Akane? —preguntó después, soltando el maletín sobre la mesa que usaba su secretario—. ¿Y adónde la llevan?
—Ya que lo preguntas… Pude seguir al carruaje corriendo durante un momento, antes de que me dejaran atrás —respondió Genma con seriedad—. Pasaron el puente sur, creo que querían salir de Tokio.
—¿Salir de Tokio?... ¡¿Pero para qué, maldita sea?! —vociferó Ranma.
—¡Piensa, muchacho! —ordenó Genma—. Tú eres el único que puede hacer algo.
—¿Yo?
—La señorita Akane me dijo que tú ibas a impedir su boda con el vizconde. Ella solo confía en ti.
—Pero… ¡Deberíamos llamar a la policía! —gritó Ranma tomándolo por las solapas de la librea—. ¿Para qué perdiste el tiempo viniendo hasta aquí, viejo tonto? ¡Busca un mensajero ahora mismo que vaya al cuartel de la policía!
—¡No seas idiota, Ranma! —gritó a su vez Genma, soltándose de su agarre—. La policía es una inútil, y no va a hacer nada hasta que pasen varias horas… Además, se van a reír de nosotros. ¿Piensas que nos creerán cuando les digamos que un vizconde secuestró a Akane? ¡Seguramente pensarán que son unos enamorados fugándose!
—¡¿Fugándose?! —inquirió Ranma con sarcasmo—. ¡Deja de decir estu…!
Pero se detuvo de golpe, con la vista clavada en la pared. El pecho le subía y le bajaba con la respiración agitada. Movió apenas los labios y después se pasó la mano por el rostro, alborotándose el flequillo.
—¡Mierda, mierda… mierda! —exclamó—. Pero si ella firmó… ¡no, no, no, imbécil! Aunque lo hiciera, no llegué a registrarlo y…. ¡por la mierda!
—¿Ranma? —murmuró Genma. Su hijo se había vuelto loco. Quizás aquello había sido demasiado para él, pobre muchacho—. ¿De qué hablas, Ranma?
Como el joven no le prestaba atención, se volteó, para mirar la misma pared en que su hijo clavaba la vista, justo detrás del escritorio. Pero allí solo había un mapa de Japón con un bonito marco de madera labrada, nada más.
—¿Ran…?
Se interrumpió cuando Ranma se abalanzó sobre el mapa y comenzó a tocarlo con las puntas de los dedos de la mano izquierda, murmurando entre dientes y trazando imaginarias líneas que salían desde Tokio, extendiéndose hacia el sur.
—Okinawa… —murmuró—. Pero es demasiado lejos… No, no, nunca llegarían, necesitan un barco… Hay demasiadas posibilidades de que Akane escape… Entonces… ¡no, eso está al norte! Solo queda… ¿Cuántas horas?... Quizás…
—¿Qué estás diciendo, muchacho? —preguntó Genma, empezando a asustarse de verdad.
—¡Fugarse! —exclamó Ranma de malos modos, porque lo estaba interrumpiendo—. ¿No lo entiendes todavía?
—Bueno, yo… —dijo el señor Pan-da, contrito.
—Hay algunos lugares en Japón donde uno se puede casar sin amonestaciones ni licencia, ¡hasta siendo menor de edad, sin permiso de los padres! Incluso bajo coerción, si se soborna a los funcionarios con suficiente dinero, ¡tanto como el que posee Hibiki!
—¿En… Japón? —balbuceó Genma—. Pero, las leyes japonesas…
—Aunque no debería decir Japón, porque, aunque están en nuestro país, esos lugares funcionan como territorio americano.
—¿… Qué?
—¿Acaso no conoces las bases americanas que están en Japón? —dijo Ranma con fuerza—. Después de la última guerra, hubo un tratado de paz, y el emperador tuvo que aceptar que los americanos controlaran pequeños territorios en nuestras islas.
Después de decir aquello, Ranma corrió hacia su propio despacho y abrió los cajones de su escritorio uno a uno, revolviendo el interior y soltando maldiciones cada vez.
Genma tuvo que seguirlo.
—Pero, la base americana… ¿no está en Okinawa? —preguntó—. No me digas que van a viajar hasta Okinawa, ¡y en carruaje!... ¡Tienen que cruzar el mar, Ranma!
—¡Claro que no! No seas idiota —le espetó su hijo en respuesta—. Hay otras, la más cercana está en Kanagawa.
Abrió el último cajón y lo encontró tan vacío como los anteriores.
—¡Maldita sea!... ¿Qué hora es? ¡¿Qué hora es?!
Sacó el reloj de bolsillo y lo abrió.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, Ranma? —inquirió Genma—. Si me explicaras…
—¡Busco más dinero! El banco no está abierto a esta hora… ¡y necesito mucho dinero para alquilar el carruaje más rápido que exista en Tokio! Maldita sea, ¿por qué nunca me compré un maldito carruaje? —se dijo a sí mismo, empezando a dar vueltas por el cuarto, de un lado para el otro—. Oh, el ejercicio me sentará bien, me dije… después de todo, en Tokio todo queda muy cerca… ¡Aprenderás, por idiota!... ¡Necesitamos salir ahora mismo! —dijo después, mirando a su padre.
—¿Me estás diciendo que pueden casar a Akane a la fuerza si van a ese lugar… en Kanagawa? —inquirió Genma, empezando a sudar otra vez.
—¡Sí! Sería perfectamente legal si firman los papeles… ¡y seguramente la van a obligar a firmarlos! El vizconde es demasiado tonto, pero no me extrañaría que Ōta tenga una pistola.
—¡No es posible! —exclamó Genma, sin terminar de creerlo—. Pero seguramente se puede hacer algo…
—¡Evitarlo! —sentenció Ranma—. Pero tengo que salir ahora mismo… ¡si van lo suficientemente rápido llegarán a Manazuru al amanecer! Y ese conde es muy capaz de sacar a un funcionario del gobierno de la cama para que le haga los papeles.
—¡Entonces…! —empezó a decir Genma, decidido.
Pero se detuvo cuando escucharon una tosecilla que venía de la puerta de la oficina. Los dos hombres se giraron y observaron al recién llegado, un hombre alto y muy bien vestido, con el cabello largo y gruesos anteojos.
—¿Es este un mal momento para hablar con Ranma Saotome? —inquirió el desconocido con voz melodiosa.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Ranma de malos modos—. La oficina está cerrada.
—Oh —murmuró el hombre. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, golpeándose con el bastón en el muslo distraídamente—. Mi nombre es Mut-zu Wèi-Fā y deseo contratar los servicios de Ranma Saotome… se trata de evitar una boda.
—¿Una boda? —preguntó Genma.
—La boda del vizconde de Nerima, lord Ryoga Hibiki —respondió Mut-zu irguiendo la espalda y observándolos fijamente.
Mut-zu Wèi-Fā. Ranma conocía ese nombre por los detallados informes de Yoshikawa. Tomó una decisión.
—¡Usted! —le dijo señalándolo con un dedo—. ¿Tiene un carruaje?
—… ¿Cómo?
—¡Que si posee un maldito carruaje! —repitió Ranma elevando el tono—. ¡Se trata de una situación de vida o muerte!
—Bueno, yo… Sí —respondió Mut-zu al fin—. Me está esperando afuera.
—Entonces acepto el trabajo. Yo soy Ranma Saotome —dijo el abogado—. Salgamos inmediatamente, ¡tenemos que impedir una boda!
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Akane se removió en el asiento tapizado intentando volver a su posición. Avanzaban a tanta velocidad que el carruaje se sacudía y crujía, bamboleándose y haciéndola deslizarse a cada momento hacia el borde del asiento, o empujándola de costado, contra el vizconde, cada vez que tomaban una curva pronunciada.
No le había permitido abrir las cortinillas que cubrían los cristales de las ventanas, así que no sabía dónde estaban o hacia dónde iban. El conde de Ōta no había dicho una palabra desde que habían salido, excepto: «Suban al carruaje ahora». Y Akane había obedecido únicamente porque los amenazaba con una de esas nuevas pistolas, un revólver Collier que conocía bien, pues su padre tenía una pequeña colección de ellas exhibidas en la biblioteca. De inmediato se arrepintió de no haber tenido tiempo de tomar una antes de salir.
Claro que no imaginaba que todo terminaría en secuestro cuando acompañó al vizconde hasta el carruaje aquella tarde. Y, de todas formas, no hubiera sabido cómo utilizarla.
—Padre, por favor… —empezó a decir en ese instante Ryoga Hibiki.
Pero Ōta lo cortó en seguida.
—¡Silencio!
—Al menos díganos adónde vamos —intervino Akane.
Como toda respuesta, recibió el cañón de la pistola apuntándole de frente. Haciendo una mueca, la joven se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.
—No es necesario que lo sepan —dijo Ōta al final, lentamente. Tenía una sonrisa que solo podía calificarse como siniestra—. Pero no hay daño en que sepan que en cuanto lleguemos… se convertirán en marido y mujer.
Akane palideció, percibiendo que se le revolvía el estómago. ¿Pensaba casarlos a la fuerza? ¡Imposible! Aunque podía obligarla, los trámites no habían comenzado todavía, ni siquiera se publicaban las amonestaciones aún, ¡y ya era de noche! En ninguna oficina del gobierno los casarían por la noche.
—Milord, le ruego que…
—Cállate, chiquilla.
—Padre…, no pienso casarme con la señorita Tendo —dijo el vizconde con voz temblorosa.
Su padre soltó una carcajada y movió la pistola como si se estuviera divirtiendo.
—Tú harás lo que yo te diga, Ryoga. Y punto. Después de que te cases y tengas un heredero… bien, pueden vivir caminos separados si lo desean, ya no será mi problema —sentenció.
—Pero, yo…
—¡Señor! —dijo Akane—. Yo no puedo casarme con su hijo.
—¿No puedes? —inquirió el conde—. No me digas que ya estás casada con otro… Si es así, podemos hacer algo para anularlo… O puedes quedarte viuda.
Sonrió, y la luz de la lámpara de aceite que colgaba del techo, que se balanceaba con el movimiento, dotó a su rostro de una expresión terrorífica a causa de las sombras cambiantes.
Akane abrió la boca, horrorizada, y recordó, con deseos de llorar, el certificado de matrimonio que había dejado en una mesita en la biblioteca de su casa.
Ranma…
—¡No es eso! —continuó. Al menos el conde no le había hecho de nuevo guardar silencio a punta de pistola todavía—. Milord, yo… yo… ¡Estoy arruinada!
Padre e hijo la observaron con la misma expresión de incredulidad. Akane tragó saliva con dificultad; tenía el rostro sonrojado, pero se obligó a seguir hablando. Todo su futuro dependía de que elaborara una mentira creíble.
—Yo pasé la noche con…
—¿Estás esperando un hijo? —la interrumpió Ōta con dureza.
—¡No…! Yo no…
—Entonces, no es gran cosa. Lo único que necesito es que engendres al heredero de nuestra casa, después puedes hacer lo que quieras. Tener amantes ¡o qué se yo! —replicó encogiéndose de hombros.
¿Amantes? ¿Pero qué estaba diciendo?
Aunque deseaba con urgencia decir algo ante tamaña indecencia, nada salió de la boca de Akane, y fue Ryoga quien intervino, sosteniéndose del asiento para no irse de bruces con el movimiento.
—¡Padre! Ya sabe que jamás podré tener un hijo con una mujer, ¡ya sabe que yo…!
—Conozco bien tus desviaciones, Ryoga —sentenció el conde—. Y no importan. Si no eres capaz de arreglártelas con tu esposa, entonces… tendré que meterme en tu cama y hacerlo yo mismo. Pero como sea, habrá un heredero de los Hibiki. ¡Lo juro por Kamisama!
—¡¿Cómo se atreve?! —chilló Akane con un grito.
Se lanzó hacia adelante sin siquiera pensarlo, intentando golpear a aquel hombre asqueroso. Solo imaginarlo encima de ella para intentar dejarla encinta la ponía enferma. ¿Acaso no tenía decencia?, ¿o sentimientos, al menos? ¿Así hablaba de la que quería que fuera la mujer de su hijo?
El carruaje se sacudió con fuerza, como si hubieran pisado una piedra grande en el camino, y los tres ocupantes se bambolearon. Akane perdió del todo el equilibrio y cayó, justo junto a Ōta. Quizás podría quitarle la pistola, aunque no tuviera idea de cómo usarla.
—¡Vizconde! —gritó, dándole una señal al otro hombre.
Ryoga comprendió lo que debía hacer, y también se precipitó hacia el asiento delantero, buscando quedarse con la pistola. Sin embargo, Ōta era enorme y musculoso, y estaba bien plantado. De un manotazo se quitó a Akane de encima cuando quiso golpearlo. La joven dio un tumbo y se golpeó el hombro contra la portezuela. Gritó de dolor, quedándose de rodillas en el suelo del vehículo, frotándose el golpe.
Con su hijo, Ōta no fue tan delicado. Le dio un puñetazo para sacárselo de encima y después lo lanzó de nuevo hacia el asiento de una patada. En seguida, volvió a empuñar la pistola con fuerza y lo amenazó con ella, mientras Ryoga sacudía la cabeza intentando recuperarse del golpe.
—Vizconde, ¿está bien? —murmuró Akane sin aliento, todavía de rodillas.
Ryoga asintió.
—Padre, esto no puede continuar —sentenció, con los ojos brillantes y fieros—. ¡No lo permitiré!
Ōta soltó una carcajada.
—¿Y qué vas a hacer para impedírmelo? ¡Eres tan solo un mequetrefe! Un idiota sin ninguna voluntad, igual que tu madre. Pero ella al menos sirvió a su propósito y me dio un hijo varón… En cambio, tú…
El carruaje se sacudió de nuevo, y el conde perdió el equilibrio, deslizándose por el asiento. Ryoga aprovechó aquel momento para lanzarse de nuevo contra él. Los dos forcejearon para quedarse con el arma.
Un disparo se escuchó dentro del vehículo.
Akane gritó y se cubrió la cabeza con los brazos. Durante varios segundos, solo se escucharon los cascos de los caballos y el crujir de la madera y los amortiguadores del vehículo, junto a las respiraciones agitadas de los tres ocupantes. Cuando la joven levantó la cabeza otra vez, vio un agujero que atravesaba la cortina. El aire frío entraba por donde antes estaba el cristal de la ventana, ahora despedazado.
—¿Vizconde?... ¡¿Vizconde?! —llamó.
—Estoy bien —dijo Ryoga, moviéndose despacio de vuelta a su asiento.
El conde todavía le apuntaba con la pistola.
—¡Milord Ōta! —exclamó Akane, desesperada—. No puede hacerle esto… ¡a su propio hijo!
—Él nunca lo hará por sí mismo. ¿No lo entiendes, muchacha? ¡Solo estoy preservando mi estirpe y el futuro de mi familia!... Continuando mi apellido.
—¿A punta de amenazas? —preguntó Akane como si se hubiera vuelto loco.
—¡No hay otra manera! Mi hijo es una desgracia, ¡un asqueroso invertido! —escupió con rabia—. Solo se acuesta con otros hombres, y se regocija de ello. ¡Me da asco!
Akane observó al vizconde en ese instante, que se había puesto pálido y dejaba caer los hombros, agachando el rostro.
—Señor, estoy segura de que… —intentó hablar, conciliadora.
—¡Cállate de una vez, mujer! —gritó el conde volteando la pistola hacia ella—. ¡Y acomódate de nuevo en tu asiento!
Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Akane, pero su lengua fue más rápida.
—No me dispararía, ¡me necesita para casarme con su hijo!
Pero el conde se rio de nuevo, de una manera escandalosa. Parecía que había perdido la cordura por completo.
—Hay muchos lugares que no son vitales en los que podría dispararte. ¡Y así al menos te callarías de una maldita vez!
Akane se echó hacia atrás. Agarrándose con fuerza del tapizado para no caer, volvió a sentarse, con los ojos clavados en el arma.
—Padre… ¿Por qué? —murmuró Ryoga—. ¿Por qué lo hace? Necesito… comprender…
—¿Eres sordo o qué? —vociferó Ōta—. ¡Nuestra casa necesita un heredero! Y no soy tan imbécil como para soñar que, con tus asquerosas excentricidades, seas capaz de casarte y engendrar uno por voluntad propia. ¡Tengo que persuadirte!
Sonrió ampliamente.
—Padre…
—¡No se te ocurra empezar a lloriquear! Vas a hacerme vomitar.
—Quiero saber por qué —insistió Ryoga alzando el rostro con renovada energía. Los ojos dorados brillaban con una luz inquietante con el resplandor de la lámpara—. Entiendo que nuestro linaje es importante, pero… tarde o temprano, padre, sé que tendré que casarme. Sé que es mi deber tener un hijo, pero… No entiendo esta obsesión suya con…
—¡Obsesión! —exclamó Ōta con rabia, los ojos oscuros llenos de desprecio—. ¿Obsesión? ¡Inteligencia, más bien, idiota! Si no fuera por mí, por los hilos que he movido, aún seguiríamos siendo unos imbéciles campesinos que no sirven para nada, mandando sobre una porción de tierra minúscula sin ninguna importancia. Pero me acerqué a las personas importantes, susurré zalamerías en los oídos indicados, ¡llené de dinero los bolsillos de gente selecta para que se me abrieron las puertas necesarias!
—¿De qué habla, padre? —murmuró Ryoga mirándolo de hito en hito.
El carruaje traqueteó, aminorando un poco la velocidad. Akane se movió entonces, lentamente, con los ojos clavados en el conde y la pistola, pero se dio cuenta de que estaba concentrado en la conversación con su hijo y no le prestaba atención. Aun así, se deslizó con cuidado, estirando apenas el brazo para apartar la cortinilla de la ventana, apenas lo suficiente para echar una mirada afuera.
Ya era noche cerrada, y las lámparas colgadas del carruaje para iluminar el camino proyectaban, desdibujada y oscilante, la sombra del cochero sobre la tierra del suelo. Más allá solo veía bosques oscuros y unas pocas estrellas apareciendo y desapareciendo entre jirones de nubes en el cielo. No tenía ni idea de dónde estaban, pero estaban cruzando por un puente largo y angosto que pasaba sobre un río caudaloso.
Se acomodó de nuevo en su lugar, adoptando una postura inocente, para que Ōta no la advirtiera. Si el carruaje bajaba lo suficiente la velocidad, ¿tendría el valor de abrir la puerta y saltar? Quizás sí, pero no podía dejar solo al vizconde.
—¡Hablo del futuro de nuestra nación, Ryoga! —decía Ōta en ese instante, sacudiendo la pistola con una mano temblorosa—. Y del futuro de los Hibiki en el nuevo imperio que construiremos. Hablo de que, gracias a mi esfuerzo, pude llegar a codearme con las personas importantes, que me colocaron muy cerca del emperador.
—¿El emperador? —murmuró Ryoga—. No me diga que… quiere derrocarlo.
—¡No seas estúpido! ¿Para qué voy a querer derrocarlo? —replicó Ōta con desprecio—. Estoy hablando de la expansión de nuestra nación, estoy hablando de los territorios que conquistará nuestro emperador en la próxima guerra.
—¿Guerra? ¡Pero no estamos en guerra con ninguna nación! Se firmó un tratado de paz…
—No seas tonto, siempre estamos en guerra —sentenció el conde—. En este momento solo hay la consabida y tirante calma de antes de un conflicto. El emperador quiere reconquistar su territorio, y tiene ansias expansionistas, tal y como todo líder que se precie debería. Está preparando a sus soldados y creando un poderoso ejército para cuando sea momento de luchar.
—¿Y qué gana usted con la guerra? —preguntó Akane.
Ōta se giró hacia ella con el mismo desprecio iluminando sus facciones de cuando miraba a su hijo. Parecía recién haber recordado que ella también se encontraba en el carruaje.
—¡Estoy rodeado de idiotas! —soltó—. Me pregunto si no engendrarán algún niño estúpido si se cruzan ustedes dos…
Ofendida y angustiada, Akane se echó hacia atrás, hasta que su espalda tocó el respaldo del asiento.
—A ver, se los explicaré con sencillez, como si estuviera hablando con unos tontos —dijo Ōta moviendo la pistola hacia uno y hacia otro—. Cuando los nuevos territorios conquistados formen parte de nuestro imperio, se necesitarán a hombres fuertes y leales para dirigirlos, y el emperador volteará a mirar a aquellos que le sirvieron bien para recompensarlos con ese honor. Y los Hibiki seremos los primeros en la lista, lo seré yo, y después tú, Ryoga. Y tu hijo y tus futuros nietos. Llegaremos a ser los duques… ¡no! los príncipes de las nuevas tierras del imperio japonés. Reinaremos sobre ellas. ¿Lo entienden ahora?, ¿o debo ser todavía más claro?
—Lo único claro es que usted está loco —murmuró Akane—. ¿Cree que el emperador lo tomará en cuenta solo porque lo lisonjeó un poco diciéndole lo que quería escuchar?
Ōta soltó una carcajada.
—De verdad no tienen ni idea —murmuró—. No saben todo lo que he llegado a hacer para servir al emperador… Me he transformado en su sirviente más fiel y dedicado, realizando todo tipo de trabajos, deshaciéndome de sus adversarios más acérrimos…
—¿Ha llegado… a cometer crímenes, padre? —inquirió Ryoga, con el rostro pálido como la cera y los ojos desorbitados—. ¿Ha llegado a… matar?
El conde hizo una mueca, torciendo sus gruesos labios.
—Matar no significa nada si es por un bien mayor, hijo —respondió con lentitud—. Algún día entenderás de lo que es capaz un hombre para asegurar su futuro y el de su estirpe.
Akane se estremeció y sus manos empezaron a temblar involuntariamente. Ese hombre estaba definitivamente loco, comprendió, y era un asesino. De pronto, el valor que había reunido para intentar escapar, se evaporó. Cruzó los brazos para rodearse a sí misma en un abrazo, intentando controlar el temblor de todo el cuerpo. Se quedó muy quieta en una esquina del carruaje, buscando pasar desapercibida.
—Sí, lo comprendo —dijo Ryoga despacio, asintiendo—. Ahora lo comprendo, padre.
Akane se volteó a mirarlo en seguida, con la mandíbula desencajada. ¿Qué estaba diciendo? ¡¿Se había vuelto loco también?!
Ōta sonrió, satisfecho.
—Esperaba que lo hicieras, Ryoga —replicó—. Después de todo, eres hijo mío, un hombre inteligente.
—Me casaré y tendré un heredero —sentenció Ryoga.
—¡Vizconde! —exclamó Akane desesperada.
—Pero será con otra mujer —continuó diciendo Ryoga—, no me agrada la señorita Tendo, será una esposa terrible y no pienso soportarla. Elegiré otra que me complazca más.
Su padre frunció el ceño con fuerza, dudando.
—¡Déjala marchar! —ordenó Ryoga.
—¿Crees que soy idiota? —espetó su padre—. ¡No la dejaré ir! Y tú tampoco te podrás escapar de tu destino, Ryoga.
—¡Padre…!
—¡Silencio! ¡SILENCIO LOS DOS! —vociferó, con el dedo haciendo un poco de presión sobre el gatillo y apuntando a uno y a otro alternativamente—. ¡Me tienen harto!
Después de mirarlos de forma extraña, con los ojillos brillando casi dementes, se sonrió con lentitud.
—Cambié de opinión —sentenció entonces, con fuerza—. Ya no te necesito para mi plan, Ryoga. En realidad, puedes hacer lo que te plazca.
—¿Qué está diciendo, padre?
—Yo mismo me casaré con la señorita Tendo —dijo Tsubasa Hibiki, mostrando los amarillentos dientes en una sonrisa socarrona—. Será un placer dejar la semilla de los Hibiki en su vientre. A fin de cuentas, debo hacer las cosas yo mismo, como siempre.
—¡No!... ¡Ni lo sueñe! —gritó Akane desesperada.
Tendría que dispararle y matarla. ¡Jamás se casaría con ese hombre repugnante!
El vizconde se había quedado mudo de asombro. Akane, sin embargo, volvió a gritar y soltó un sollozo, que reprimió poniéndose la mano empuñada contra la boca.
Ranma…
En ese instante, solo podía pensar en él.
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—Entonces —inquirió Mut-zu con tranquilidad, acomodándose contra el acolchado respaldo de su asiento—, ¿cuál es su historia con esa famosa señorita Akane Tendo?
A su lado, Ranma iba sentado con los puños apretados sobre los muslos, echado un poco hacia adelante, con la vista fija en la pared acolchada del carruaje, como si pudiera traspasar la madera y ver lo mismo que veía el cochero que los conducía.
—No se preocupe, señor Saotome —agregó Mut-zu—, ya le dije que mis caballos son los más rápidos que existen en todo Tokio. Los compré exclusivamente, fueron un capricho. Son caballos de carrera. Los nobles jamás tendrían caballos tan buenos solo para enganchar a un carruaje, ya lo sabe, ¿no? Ellos los compran solo para competir en el hipódromo, pero yo me puedo permitir ciertas excentricidades, después de todo, soy extranjero —murmuró con una sonrisa—. Así que relájese, no importa qué pase, los alcanzaremos.
Ranma solo asintió, pero no relajó el cuerpo ni dejó de mirar al frente.
—¿Está seguro de que se dirigen a Kanagawa? —preguntó después Mut-zu.
—Es lo más lógico —respondió Ranma cerrando los ojos un momento—. Por lo menos es lo que haría yo si quisiera apurar una boda, como sospecho que desea hacer Ōta.
Mut-zu asintió.
—Así que, cuénteme, señor Saotome. Tenemos varias horas de viaje por delante, hagámoslas más amenas.
Ranma giró el rostro para mirarlo.
—¿Qué es lo que quiere que le cuente?
—Sobre la señorita Tendo, por supuesto —replicó el otro hombre—. Parece bastante famosa, ese mayordomo y usted no podían dejar de hablar de ella.
Antes de salir en el carruaje con Wèi-Fā, Ranma había enviado a su padre de vuelta a casa de los Tendo para que les explicara lo que había ocurrido, y para que supieran que él iba a buscar a Akane y arrancarla definitivamente de las garras de los Hibiki. Había intercambiado pocas palabras con su padre, pero en todas había podido apreciar la preocupación de su viejo por Akane, e incluso él mismo había dejado traslucir su desesperación. Ni siquiera había notado que Mut-zu escuchaba la conversación.
—Voy a ser honesto, señor Wèi-Fā —dijo Ranma.
—Mut-zu, por favor —lo interrumpió el otro en seguida—, somos compañeros de viaje y aliados contra una injusticia, ¿cierto? O, mejor dicho, llámeme Mousse. Sé que es más fácil de pronunciar para los japoneses.
—Mousse —repitió el joven—. En ese caso, puede llamarme Ranma.
—Entonces, somos amigos, Ranma —replicó Mousse con una pequeña sonrisa.
Ranma tampoco llegaría tan lejos pues acababa de conocerlo, pero no se molestó en decirlo. Continuó hablando.
—Lo que quiero decirle, Mousse, es que quiero que sepa que el vizconde de Nerima me importa un comino. No me interesa si no está metido en el asunto, como usted afirma. Solo voy a rescatar a Akane… la señorita Tendo.
—No se preocupe, yo soy responsable por Ryoga… el vizconde de Nerima —replicó Mousse mirándolo seriamente.
Ranma estaba conforme con aquello. Asintió lentamente, y esperó poder transmitirle con aquel gesto su agradecimiento por la ayuda que le brindaba.
—Así que la ama, ¿no? A la señorita Tendo.
—Bueno… yo… —Ranma balbuceó, y se removió en el asiento, incómodo. No quería hablar de eso con aquel desconocido. No quería hablarlo con nadie en realidad, ni siquiera con Akane.
—Yo amo a Ryoga —murmuró Mousse, estirando las piernas y cruzando los tobillos—. Haría lo que fuera por él. Y, por supuesto, impedir su boda es lo principal.
Ranma lo observó con sorpresa, porque jamás creyó que se lo confesaría, o que hablaría siquiera del tema. Las preferencias de aquel hombre estaban penadas con cárcel y confesarlas era exponerse al escarnio público. Al final, el joven abogado también se reclinó en el asiento y estiró las piernas.
—En mi caso, es complicado —replicó.
—No creo que sea más complicado que mi caso —dijo Mousse con una sonrisa—. Pero al menos yo sé que soy correspondido. ¿Es usted correspondido, Ranma?
—No sabría decir —tuvo que admitir él.
Mousse soltó una risita.
—¡Qué tontería! Uno siempre sabe.
—Yo… Bu-Bueno, yo…
—Ya entiendo —dijo Mousse con un asentimiento—. No quiere hacerse ilusiones para proteger su corazón, y es loable, en verdad. Pero uno siempre sabe —repitió con aire de sabiduría.
Ranma no sabía. Ranma ni siquiera quería imaginarse que sabía.
—¿Podemos hablar de otra cosa? —musitó—. Por ejemplo, de qué haremos si el vizconde también está mezclado en el asunto. Aún no confío en él.
—Yo puedo poner las manos en el fuego por Ryoga —dijo en seguida Mousse—. Jamás aceptaría casarse con la señorita Tendo, no de verdad por lo menos. Si está con ella y con su padre estoy seguro de que es porque lo obligaron. O incluso, porque intentó protegerla.
Ranma no estaba del todo seguro todavía, pero asintió, sin ganas de insistir.
—¿Qué haremos cuando los encontremos? —inquirió de pronto Mousse—. Supongo que no tiene un arma guardada en la chaqueta.
—No. ¿Y usted?
Mousse acarició su largo bastón, que descansaba detrás de él en el asiento.
—Algo así… Pero si ese viejo asqueroso tiene una pistola, no sé qué vamos a hacer.
Ranma supuso que con «viejo asqueroso» se refería a Ōta.
—Quizás podamos intentar algo. Sé un poco de artes marciales —replicó.
El rostro de Mousse se iluminó.
—¡Vaya! Qué interesante. Yo también, aunque las mías son de un estilo especial de lo profundo de China, y no sé si las llamaría «artes marciales».
Eran artes para asesinar.
Ranma se preguntó por qué ahora todo el mundo parecía practicar artes marciales.
—Aunque el Arte no está hecho para herir, sino para defenderse —sentenció—, supongo que podemos hacer una excepción.
—En mi caso, las he utilizado más de una vez para herir, Ranma. Eso quiero dejarlo claro.
Como el otro lo observó con una expresión de curiosidad, Mousse se vio obligado a explicar:
—Es muy poco probable que un hombre se haga rico de una manera limpia, ¿comprende? Tuve que aprender a defenderme, y también tuve que aprender a ser… persuasivo con aquellos que se me querían oponer.
La última frase la dijo en un tono más que elocuente, y Ranma apretó la mandíbula, haciendo una nota mental de nunca meterse con Mousse Wèi-Fā y conservarlo siempre como un aliado y no como un enemigo.
Se quedaron en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Ranma no supo cuánto tiempo había pasado. En el instante en que metió la mano por dentro de la chaqueta para consultar su reloj, se escucharon varios golpes secos y rítmicos en el techo del carruaje. Mousse se incorporó, abriendo una de las puertas y asomando la cabeza para hablar con el cochero. Los dos intercambiaron varias frases en chino y cuando volvió a meterse en el carruaje, miró a Ranma.
—Los hemos alcanzado, supongo —dijo—. Xinyue dice que más adelante hay un carruaje grande y lujoso… y no creo que haya muchos por estos caminos apartados.
—Son ellos —dijo Ranma tensando el cuerpo.
—¿No le dije que los alcanzaríamos? Aunque no estamos muy lejos de Manazuru, a unos tres o cuatro kilómetros, según mi sirviente.
Ranma bajó casi al mínimo la intensidad de la lámpara que había dentro del carruaje para poder ver el exterior por la ventanilla. Mousse lo observó con curiosidad mientras escudriñaba el paisaje con rostro ceñudo.
—Debemos ir más rápido —sentenció Ranma al final—. ¿Cree que su cochero pueda adelantarlos?
Mousse asintió.
—Estoy seguro —respondió—. Le daré instrucciones.
—Que los obligue a irse por la izquierda —dijo Ranma.
Mousse alzó las cejas, y al final, un brillo de comprensión brilló en sus ojos azules.
—Quiere obligarlos a subir la montaña —murmuró—. Eso los apartaría del camino hacia Manazuru.
—Más arriba, los caminos son muy malos, y en esta época de seguro están intransitables a causa de la nieve. —Cuando Mousse ladeó un poco la cabeza, interrogante, Ranma tuvo que explicar—: Conozco la zona, la recorrí cuando entrenaba, antes de irme a vivir a Tokio.
—Me cae usted muy bien —sentenció Mousse con una sonrisa.
En seguida, abrió de nuevo la puerta para gritar nuevas órdenes en chino.
—Haremos como usted dice —explicó cuando volvió a sentarse—. Será mejor que se prepare, la cosa puede ponerse bastante fea.
Ranma asintió, quitándose la chaqueta y arremangándose la camisa. Mousse tomó su bastón con una mano poderosa.
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El conde se acomodó en el asiento cuando el carruaje empezó a aminorar la velocidad. Con una mano —sin dejar de vigilar a su hijo y a la chica Tendo, ni de apuntarles con la pistola— deslizó una puertita diminuta que comunicaba directamente con el pescante, y le espetó al cochero:
—¿Por qué nos detenemos?
—Estamos llegando, señor —respondió el cochero, con la voz ahogada por el retumbar de los cascos de los caballos.
—Perfecto —murmuró el conde echándole una mirada penetrante a Akane.
Ella ya había elaborado una especie de desesperado plan. En cuanto se bajaran del coche, intentaría golpear al conde con todas sus fuerzas en sus partes más pudendas, y después echaría a correr. Claro que él podía dispararle después, si lo deseaba, pero Akane jamás se entregaría a él y a ese destino espantoso sin luchar con toda su férrea voluntad. No importaba lo que el pasara.
—Pero, señor… un carruaje nos persigue —agregó el cochero.
—¡¿Qué?!
Al escuchar aquellas palabras, Ryoga se volteó para correr la cortinilla trasera y mirar afuera. Las dos lámparas de un carruaje estaban casi detrás de ellos, separados por apenas diez o quince metros.
¿Podría ser…?
—¡¿Cómo es posible?! —vociferó Ōta—. ¡Nadie sabe adónde vamos! Y, aunque lo supieran, jamás podrían alcanzarnos… Tenemos ventaja.
—Mousse —dijo Ryoga, con el semblante de nuevo lleno de esperanza—. ¡Solo Mousse tiene caballos lo suficientemente rápidos!
—¿Mousse? —preguntó Akane, pero nadie le respondió.
El conde gritó de nuevo, con el rostro desencajado.
—¡Ese asqueroso fenómeno, hijo de una ramera! —Después golpeó con fuerza la pared del carruaje y le gritó al cochero—. ¡No bajes la velocidad, imbécil! ¿No te das cuenta de que nos alcanzarán?
—¡Pero, señor…!
—¡Se acerca por la derecha! —anunció entonces Ryoga, alegre.
—¡Apártate, idiota! —ordenó su padre.
De un manotazo lo hizo a un lado, y lo sostuvo con fuerza contra el asiento del carruaje con un brazo poderoso, mientras abría la puerta y apuntaba con la pistola hacia el otro carruaje, buscando darle al cochero. Disparó tres veces, vociferando maldiciones entre bombazo y bombazo.
Dentro del otro coche, Mousse gritó por la puerta abierta:
—Xiǎoxīn, Xin!
Recibió una respuesta en chino, que Ranma no llegó a entender, pero con la que Mousse quedó conforme.
—Saldré por el techo —dijo Ranma poniéndose de pie y abriendo la trampilla.
—¿Está seguro? —inquirió Mousse.
—Por supuesto —respondió—. Así podré tomarlos por sorpresa… ¡Que su cochero los siga presionando hacia la montaña!
—Como diga. Pero tenga cuidado.
En cuanto se encaramó al techo del carruaje, el fuerte viento le hizo ondear la trenza en la espalda y le heló las mejillas y los antebrazos descubiertos. Ranma se agazapó, intentando mezclarse con las sombras de la noche. Divisó al conde aguzando la mirada, con medio cuerpo saliendo por la puerta abierta. Cuando el hombre disparó dos veces más, Ranma se apretó más contra el techo para protegerse. Después escuchó que el conde maldecía y gritaba palabras casi ininteligibles.
Mientras el conde estaba distraído, con medio cuerpo fuera del carruaje, Akane se abalanzó hacia la otra puerta y la abrió, decidida. Casi perdió el equilibrio al asomarse al exterior, y su largo vestido ondeó con el fuerte viento. Pero logró sostenerse y se aferró del borde superior del carruaje para alzarse
de puntillas.
Al incorporarse otra vez, Ranma vio a otra persona asomando la cabeza por el otro costado del carruaje.
Las luces del coche de Mousse dieron de lleno en el rostro de Akane.
—¿Qué estás haciendo, idiota? —murmuró Ranma para sí.
Esperaba que ella no fuera tan tonta como para saltar.
Estaba cada vez más cerca del otro vehículo, pero si Akane intentaba algo temerario, jamás sería capaz de alcanzarla a tiempo. «No saltes, no saltes», pensó Ranma, frenético.
Pero ella no hizo ningún movimiento para escapar. Se alzó, casi en puntas de pie, para que su cabeza cruzara por encima del techo, y gritó con todas sus fuerzas para hacerse oír:
—¡Señor Mousse, se quedó sin balas!... —Hizo señas hacia el conde—. ¡Ya no tiene balas! ¡Señor Mousse…! ¡Ya no le quedan…!
Ōta vociferó, ordenándole que se metiera de nuevo dentro del carruaje. Ranma quiso gritarle lo mismo, si se resbalaba se partiría el cuello, o la aplastarían las patas de los caballos.
La respuesta que Akane le dio al conde se perdió en el viento de la noche, pero la expresión de su rostro demostraba que había sido igual de dura e implacable que la de Ōta.
Ranma se alzó entonces, arrodillado sobre el techo. Tal y como prometió, el sirviente de Mousse había obligado al otro carruaje a tomar el camino que ascendía por la montaña para evitarlos. El conde se volteó hacia su propio cochero y vociferó órdenes que Ranma no comprendió, pero el rumbo de su vehículo no cambió. El plan iba bien, al menos de momento.
—¿Ra… Ranma? —murmuró Akane entonces.
Más que escucharla, Ranma leyó el movimiento de su boca y vio su gesto de incredulidad. Los dos vehículos estaban cada vez más cerca y la joven lo miraba con sorpresa; los mechones de su cabello danzaban al viento y sus ojos se habían llenado de lágrimas.
Entonces, sin hacer más que un gesto de asentimiento, Ranma dio un salto y realizó una voltereta en el aire para aterrizar en el techo del carruaje del conde. Sus botas resbalaron en la madera pulida y abrillantada del techo, pero se sostuvo usando la fuerza de su cuerpo al caer con las piernas flexionadas. Akane lo observó con la boca abierta, e incluso hubiera podido aplaudirlo si no hubiera estado ocupada sosteniéndose para no caer a causa de la velocidad. Sin embargo, se prometió que le pediría más adelante que le enseñara a hacer eso. Si salían vivos de esa, claro está.
—¡Métete en el carruaje! —ordenó Ranma entonces.
—¡Estoy bien! —sentenció Akane— Tú...
—¡Hazme caso, maldita sea! —gritó Ranma, con mucha más fuerza, y una autoridad desconocida.
Akane se quedó muda, pero asintió y se dispuso a cumplir la orden. Pero antes de moverse, avisó:
—¡El conde!
Ranma se volteó para mirarlo. Ōta le lanzó la pistola, ya inútil, por la cabeza. Ranma la esquivó con facilidad, y después saltó ágil, apartándose de los poderosos brazos de Ōta, que querían derribarlo. Le lanzó una patada directo a la cabeza, y el conde se remeció por la fuerza del golpe, quedando casi atontado.
Sin embargo, no se rendía, y volvió a estirar un brazo, buscando tirar del tobillo de Ranma.
—¡Cuidado, Ranma!
La vocecita de Akane flotó a su alrededor. El joven la miró con deseos de matarla él mismo, si no lo hacía aquella situación peligrosa.
—¡Entra… en el maldito… carruaje! —volvió a ordenarle, respirando agitado entre frase y frase.
Akane asintió y obedeció. Soltando un ruidoso suspiro, Ranma se asomó por el lado derecho. Estaban subiendo por la montaña a una velocidad casi aterradora, y por aquel costado había una peligrosa pendiente, cada vez más escarpada.
El conde logró subirse al techo, impulsándose con toda su fuerza, con una agilidad de la que Ranma no lo creyó capaz. Ōta lo observó con el rostro desencajado y la boca abierta.
Ranma se puso de pie lentamente, separando las piernas para mantener el equilibrio. Sí así tenía que ser, estaba preparado. Esperó que el conde hiciera el primer movimiento, y cuando se lanzó hacia él lo interceptó, tomándolo por el brazo. Le dio un puñetazo en mitad del rostro.
Por el desagradable sonido que se escuchó, y la manera en que le dolía la mano después del golpe, de seguro le había roto la nariz. Ōta escupió y soltó maldiciones mientras el rostro se le llenaba de sangre. Pero Ranma no esperó que siguiera hablando, lo golpeó otra vez, y otra.
El conde bramó y se precipitó hacia adelante, tomándolo por la camisa, y derribándolo sobre el techo del carruaje.
Mientras tanto, Mousse abrió la puerta de su carruaje y salió al exterior, sosteniéndose con fuerza de la portezuela. El fuerte viento le azotó el cabello suelto, pero el hombre no se inmutó. Se acomodó los anteojos, que le habían resbalado sobre la nariz y tomó aire. Entonces, lentamente, y sosteniéndose de donde podía, se encaramó en el pescante, al lado de Xin.
Se había metido el bastón en la parte de atrás de los pantalones, y en ese instante lo levantó, desenfundándolo como si fuera una espada. Habló junto a la oreja de su sirviente, entregándole nuevas órdenes. Xin asintió y azuzó a los caballos.
El carruaje de Mousse avanzó, casi pegado al carruaje del conde. Cuando alzó la vista, descubrió a Ranma y a Ōta enzarzándose en una pelea en el techo. Por momentos, el joven abogado derribaba al corpulento hombre y le daba puñetazos; en otras ocasiones, era Ōta el que le ganaba en fuerza, y le ponía las manos alrededor del cuello. Sin embargo, Ranma volvía a soltarse en seguida, o se lo sacaba de encima con una patada bien dada.
Mousse asintió, conforme; parecía que Ranma podía arreglárselas solo.
El joven chino gritó nuevas órdenes. El carruaje se movió todavía más rápido. Los pescantes de los dos vehículos casi se rozaban, y entonces Mousse saltó de uno a otro, impulsándose con fuerza. El brazo con el bastón estaba estirado.
Aterrizó encima del cochero del conde, derribándolo. Después le dio un puñetazo y, a continuación, lo golpeó con el bastón en la nuca. El otro hombre perdió el conocimiento, dejando caer las riendas. Mousse lo sostuvo para que no cayera, y lo tendió sobre le pescante, mientras intentaba controlar a los caballos, consiguiendo atrapar las riendas antes de que se enredaran entre las patas de los animales.
Tiró con fuerza, haciendo ruidos con la boca para que los caballos lo obedecieran. Más adelante, el camino estaba cortado por un montón de nieve que se había deslizado por la montaña, tal y como Ranma había vaticinado. Pero los caballos estaban enloquecidos y se negaban a detenerse.
Al final, mousse se dobló hacia adelante, intentando desenganchar las monturas. Estiró el brazo y, con un último esfuerzo, lo logró. Se sostuvo del borde del pescante cuando los caballos corrieron despavoridos, lejos del vehículo. El carruaje siguió avanzando solo durante varios metros, empujado por la fuerza. Al final se detuvo con una sacudida, y se volcó de lado.
Ranma y Ōta se deslizaron del techo por el impacto y rodaron por el suelo. Ranma lo pateó para tirarlo lejos y el conde bramó por el dolor.
Mousse saltó a tierra apretando los dientes.
En el interior del carruaje, Akane y el vizconde gritaron y se fueron de lado, golpeándose contra la madera. Por unos segundos, Akane cerró los ojos y se cubrió la cabeza.
—¡Ryoga!... ¡Ryoga! —gritó una voz masculina desde el exterior.
Akane abrió los ojos y levantó la cabeza. Una cabeza apareció por la puerta abierta, que ahora se había quedado como un techo sobre ellos. La lámpara se había apagado y la oscuridad era total dentro del carruaje, pero Akane distinguió el brazo estirado y la mano que lo acompañaba.
—¿Mousse? —musitó el vizconde. Al incorporarse soltó un quejido.
—¡Ryoga! —el tono de Mousse era alegre. En seguida ordenó—: Señorita Tendo, deme la mano.
Ella estaba demasiado aturdida como para no obedecer al instante.
Emergió del carruaje volcado con los ojos llenos de lágrimas, sintiendo dolor en le brazo derecho y la cabeza todavía pesada.
—Ranma… —susurró, con la voz quebrada—. Ranma…
Volteó la cabeza.
Aunque las piernas no la sostenían del todo, trató de correr. Ranma estaba justo allí, todavía luchando con el conde, en el filo mismo del precipicio.
Cansado, boqueando por aire, Ranma le dio un último puñetazo a Ōta, que se fue hacia atrás. Su bota se deslizó por el borde de la pendiente.
Pero el conde no pensaba caer solo. De un manotazo, tomó a Ranma de un hombro, y aunque el joven intentó soltarse, la fuerza de Ōta era implacable.
Los dos hombres cayeron por le precipicio al mismo tiempo, mientras Akane gritaba.
—¡No!... —gritó Akane—. ¡RANMA!
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—¡Señorita Tendo! —gritó el vizconde de Nerima—. ¡Señorita Tendo! ¡Rápido!
Akane sacudió la cabeza para quitarse el aturdimiento. Se había quedado completamente quieta de pavor. Tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía ver las figuras delante de ella, pero se dio cuenta de que el vizconde estaba inclinado por el borde del precipicio.
—¡Señorita Tendo! —llamó Ryoga otra vez.
Akane corrió hasta él.
El vizconde agarraba con una mano a un hombre que colgaba sobre el abismo.
—¡Mierda, mierda…!
—¡Ranma! —Akane también se echó hacia adelante y sostuvo a Ranma por el otro brazo. Las lágrimas rodaron por sus mejillas—. ¡Ranma!
Ryoga y Akane tiraron con fuerza al mismo tiempo, soltando gruñidos. Y Ranma se impulsó, hasta caer casi encima de ellos con la fuerza. El joven se quedó de rodillas, intentando llenar los pulmones de aire. Se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa y suspiró con cansancio.
Akane se lanzó sobre él, rodeándolo con sus pequeños brazos y deshaciéndose en lágrimas.
—N-No llo-llores… Akane —le dijo él tartamudeando. Tenía la garganta tan reseca que casi no podía hablar.
—Idiota —respondió ella golpeándolo en la espalda con las manos empuñadas, pero con tan poca fuerza que Ranma ni siquiera lo sintió.
—Acabo de salvarte la vida, boba —murmuró él. Aunque su tono estaba teñido de cariño y no de censura.
—Tonto, yo te acabo de salvar la vida —dijo ella alzando la cabeza.
Pero si Ranma iba a decir algo cuando la miró a los ojos, Akane nunca lo supo, porque un grito lo interrumpió.
—¡MOUSSE, NO!
El vizconde seguía en el borde del acantilado, congelado. Apenas un par de pasos más allá, Mousse sostenía al conde de Ōta con una mano, pero una sonrisa maligna adornaba sus labios. Su otro brazo estaba alzado, empuñando el bastón.
Oprimiendo un mecanismo oculto, hizo aparecer la punta de una daga en la parte de abajo del bastón.
—Adiós, lord Tsubasa Hibiki —dijo.
—¡No lo hagas, Mousse! —pidió Ryoga con la voz estrangulada.
El brazo de Mousse tembló. Los cristales de sus anteojos eran como dos pozos oscuros en su rostro.
—Hazlo, imbécil —se burló Ōta, soltando una carcajada—. ¿Ni siquiera de eso eres capaz, asqueroso invertido?
Ranma se zafó de los brazos de Akane y fue hacia ellos.
—No lo haga, Mousse —dijo con voz clara—. ¿Quiere tener una muerte en su consciencia?
La mano de Mousse asió el bastón con más fuerza. Todos contuvieron el aliento. El hombre chino bajó el brazo con fuerza. El conde gritó y Ryoga soltó un chillido ahogado.
Mousse hizo un corte profundo en la mejilla de Ōta con la punta de la daga.
—Para que no me olvide, conde —murmuró en tono bajo. Solo Ōta lo oyó.
Después, Mousse lanzó el bastón por el acantilado y agarró al conde con las dos manos, tirando de él para rescatarlo. Ryoga y Ranma se acercaron a ayudarlo. Entre jadeos y maldiciones, pudieron subirlo, pero en cuanto tocó el suelo otra vez, el conde les rugió que se apartaran.
—¡Sácame las manos de encima, Ryoga! —ordenó—. ¡Ya no eres mi hijo!
El vizconde trastabilló por la impresión, pero Mousse lo sostuvo mientras se alejaban de su padre. Los ojos de Ōta brillaban llenos de odio y rabia.
—Pa-Padre…
—¡Imbécil! —gritó Ōta—. ¡Estás muerto para mí! ¿Cómo osaste desobedecerme?... Teníamos un futuro brillante por delante. ¡Nuestro apellido hubiera quedado en la historia como uno de los más grandes de todo Japón!… pero elegiste…
Escupió al suelo con asco.
—¡Te repudio! —sentenció con voz grave y dura—. ¡Te desheredo! ¡Ya no perteneces a nuestra familia!
—Hijo de puta —murmuró Mousse, asqueado de tanta indecencia.
—Has muerto —sentenció Ōta con desprecio—. Un lamentable accidente de carruaje… Sí, eso diré. Quizás, intentabas quitarte la vida… después de confesarme tus inclinaciones antinaturales. La sodomía se paga con cárcel, e incluso con la muerte… ¡Diré que no podías soportar ese destino!
—¿Sería capaz de hacerle eso a su propio hijo? —gritó Mousse con el rostro desencajado—. ¿Sería capaz de denunciarlo?
—Para seguir adelante con mis planes, sí —respondió Ōta sin dudar.
—¡Pues son unos planes de mierda! —le respondió Mousse.
—Cállate, invertido. En cuanto llegue al pueblo enviaré una nota a la capital, y tu nombre también aparecerá en ella, junto al de mi hijo. Oh, sí, hablaré. ¡Nunca podrán vivir en Japón! ¡Nunca mientras yo viva!
—¡Hijo de…!
—Yo también enviaré una nota a Tokio en cuanto pueda —intervino Ranma—. En ella daré los detalles del secuestro de Akane Tendo ¡a manos del gran conde de Ōta!
El conde lanzó una risotada.
—¿Y quién le va a creer a un tipejo como tú? —preguntó socarrón—. ¡Eres solo el hijo de un mayordomo!
—¡Tenemos varios testigos! —exclamó Ranma.
—¡Ja! Una estúpida mujer y dos invertidos, qué buenos testigos. Un par de sirvientes no son nada tampoco contra la palabra del conde Ōta, la mano derecha del emperador.
Ranma percibió que la náusea le subía por la garganta. Akane le tiró de un brazo para que no continuara. La entendía, era mejor desentenderse de un hombre como aquel.
—Por sus rostros, veo que lo entendieron —dijo el conde asintiendo—. Faltan muy pocos kilómetros para llegar a Manazuru. Cuanto entre al pueblo enviaré un mensajero a Tokio y la noticia se propagará. Si quieren tener una posibilidad de vivir, será mejor que se vayan. —Soltó otra risa—. Aunque no sé a dónde podrían escapar, no hay ningún sitio en todo Japón seguro para ustedes —agregó mirando a Ryoga y Mousse.
El vizconde agachó la cabeza, cubriéndose el rostro con una mano. Sus hombros se sacudieron.
—Por Kami, y ahora empiezas a llorar —dijo el conde con hastío—. Me casaré otra vez, Ryoga, y tendré un heredero digno. Un hijo normal, no como tú. Y él heredará mi título y mi fortuna, y cumplirá con su deber, ¡algo que tú eres incapaz de hacer!
—¿No le da vergüenza decir algo así? —intervino Ranma, apretando los puños con rabia—. ¡Se trata de su propio hijo!
Ōta lo observó con la boca abierta, como si sus palabras le hubieran calado hondo. Después cerró los ojos y dijo con lentitud:
—Pero, ¿qué hijo?... Ya no tengo uno.
Mousse lanzó grito desgarrador, lleno de rabia, y quiso tirarse encima del conde. Pero Ryoga lo detuvo tomándolo por los hombros.
—¡Tendría que haberlo matado cuando tuve la oportunidad, querido! —le dijo Mousse desesperado.
—No —murmuró Ryoga con la voz opaca—. Déjalo.
—Pero, querido, no puedo permitir…
—Si ya no existo para mi padre, entonces… él tampoco existe para mí.
El rostro de Ryoga se ensombreció. Quizás era producto de la oscuridad de la noche sin luna, o quizás era por el espeso flequillo que le cayó sobre el rostro cuando se inclinó.
Mousse buscó sus ojos. Ryoga le sonrió con tristeza.
—Lo que me da lástima —dijo después mirando a su padre—, es ese futuro hijo que tendrá. Mi hermano no merece la desgracia… de tenerlo a usted como padre.
El conde apretó un puño y tensó la mandíbula, dando un paso hacia adelante.
—¡Váyase! —le gritó Mousse—. Ninguno de los aquí presente quiere volver a verlo en la vida… Yo cuidaré de Ryoga —agregó con firmeza—. ¡No lo necesitamos!
Ōta dudó, dividido entre la rabia y la lógica. Al final, se dio la vuelta y echó a correr camino abajo. Sabía que el pueblo estaba cerca y no tardaría mucho en alcanzarlo.
No volvió la vista atrás.
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—Entonces… ¿qué haremos? —murmuró Akane.
Aunque estaba de pie muy cerca de Ranma, no lo miraba y no le hablaba a nadie en particular, más bien parecía expresar un pensamiento en voz alta. Habían pasado algunos minutos, pero ninguno se había movido.
—Volveremos a Tokio —dijo Ryoga lentamente.
—¡No podemos, querido! —replicó Mousse en seguida—. No dudo lo más mínimo de la palabra de tu padre, es un hombre cruel y déspota, capaz de cualquier cosa… Podrían arrestarnos en cualquier lugar.
—Pero, entonces…
—Debemos ir a China. Allí cuidaré de ti, podremos ser felices… en la medida de lo posible. —Mousse le sonrió, tocándole el brazo—. Tenemos que viajar rápidamente, directo al puerto. Enviaré a buscar mis cosas cuando tengamos un pasaje asegurado para China. Pero, tú, querido, me temo, tendrás que irte con lo puesto. Ahora no es seguro que vuelvas a pisar tus propiedades.
—Tiene razón —intervino Ranma, asintiendo con la cabeza—. Yo tampoco dudo de las amenazas del conde de Ōta. Será mejor que salgan ahora mismo.
—¡Pero no podemos irnos y dejarlos aquí! —exclamó Ryoga volviéndose hacia Ranma y Akane.
—¿Por qué mejor no lo discutimos dentro de mi carruaje? —propuso Mousse—. La dama se va a congelar.
Akane no se dio cuenta de que tiritaba hasta que Mousse dijo aquellas palabras. El cielo se había cubierto por completo de nubes y soplaba un fuerte viento. Una tormenta comenzaba a formarse hacia el este. Cuando Ōta la había obligado a subir al carruaje a punta de pistola, ni siquiera tenía un chal puesto, y la terrible travesía que había vivido no le había permitido sentir nada más que miedo. Ahora percibía que el frío le penetraba incluso hasta el corazón.
Ranma le pasó un brazo por los hombros para darle calor.
Sin embargo, antes de decir nada más, Akane preguntó:
—¿Y el cochero?... ¿Qué haremos con él?
Se refería al cochero del conde, por supuesto, que todavía estaba inconsciente, tirado en el suelo después de que el carruaje se volcara. Mousse y Ranma lo subieron al carruaje y lo acomodaron en un rincón. Después subieron los demás, mientras Mousse intercambiaba unas palabras en chino con su conductor. Cuando él mismo entró al carruaje y cerró la puerta, dijo:
—Dice Xin que hay un pueblo no muy lejos de aquí, cerca del bosque en la ladera de la montaña. —Miró a Ranma—. Tal vez puedan alquilar un coche allí para volver a Tokio. Nosotros nos llevaremos al cochero y lo dejaremos en alguna ciudad cuando despierte… Por lo demás, no podemos perder el tiempo.
—Me parece bien —replicó Ranma asintiendo.
—¿Estarán bien? ¿De verdad? —inquirió Ryoga.
Akane le sonrió, aunque ella tampoco estaba del todo segura.
—Estaremos perfectamente, milord.
—Esto me parece una verdadera locura… Tener que escapar de mi país porque mi propio padre…
—Querido —intervino Mousse tomándole la mano y apretándosela con cariño—, no pienses más en él. Te juro que todo saldrá bien… Además, confío en Ranma para que pueda cuidar de la señorita Tendo.
Ryoga asintió, y Mousse dio unos golpes con el puño en el techo del carruaje. Aquella era la señal para el cochero, que azuzó a los caballos. Anduvieron a mucha velocidad durante varios minutos, mientras densos bosques pasaban veloces a cada lado de las ventanillas. Cuando se detuvieron con una sacudida, Mousse abrió la portezuela. Ranma y Akane descendieron, y Ranma le colocó su chaqueta sobre los hombros.
—Xin dice que, doblando por el camino, darán en seguida con el pueblo —murmuró Mousse—. Ojalá pudiera hacer más por ustedes... ¿Necesitan dinero?
Ranma negó con la cabeza.
—Escríbame, de ser posible, milord —murmuró Akane mirando a Ryoga—. Quiero saber cómo les va en China.
—Lo haré, ya sé su dirección —respondió Ryoga con una sonrisa—. Y cuídese, señorita Tendo, o debería decir… camarada.
Akane lo miró sorprendida. Eran camaradas en la lucha por el amor, ¡lo había olvidado! Parecía que aquella charla había sucedido hacía muchos años atrás. Al final, Akane sonrió, inclinándose en una reverencia, y ella y Ranma se quedaron de pie a un lado del camino, observando cómo se alejaba el carruaje tragado por la oscuridad de la noche.
—¿Crees que estarán bien? —preguntó ella en voz baja.
—Eso me parece, sí. Siempre y cuando se den prisa —respondió Ranma.
Después la tomó de la mano y empezó a caminar.
—Ten cuidado con dónde pisas, está demasiado oscuro.
Akane sintió una punzada de emoción en el pecho. Su mano era tan cálida que la reconfortaba de una manera que nunca creyó posible. Había estado tan cerca de separarse de él para siempre… No estaba segura de haber sido capaz de seguir viviendo si eso sucedía. Imaginó lo que hubiera sido si terminaba casada con el conde, obligada a meterse en la cama con él, siendo forzada en una insoportable y terrible noche de bodas… Sacudió la cabeza y tragó saliva con dificultad.
Apretó más la mano de Ranma entre los dedos. Sintió que el frío al envolvía más fuertemente, atenazándole la garganta. O tal vez era el miedo, o una mezcla de todas las horribles visiones de un futuro nefasto que habían ocupado su mente mientras estaba encerrada en el carruaje con el vizconde y su horrible padre.
—Ra-Ranma…, yo… —tartamudeó, sin estar muy segura de qué decirle.
Percibió la primera gota de lluvia en la mejilla.
Ranma comenzó a andar más rápido, tirando de ella, pero la lluvia se intensificó de golpe, descargándose sobre ellos como una pesada cortina de agua. Al cabo de unos minutos estaban empapados completamente.
—Mierda —murmuró Ranma.
—Esto es… como un déjà vu. Como cuando estábamos en Nasu —dijo Akane y, contra todo pronóstico, soltó una risita.
Ranma se volvió hacia ella. Akane percibió una especie de opresión en el pecho, y rápidamente su risa se volvió llanto. Y sus lágrimas se mezclaron con la lluvia, y sus sollozos fueron tragados por la fuerza de la tormenta. No se dio cuenta de cuándo él la había tomado en sus brazos, solo comprendió que tenía la cabeza enterrada en su pecho y lo abrazaba con tal fuerza que era probable que le impidiera respirar, pero Ranma no se quejaba.
—¿Estás bien…, Akane? —preguntó él después de un momento, muy despacio, tan bajo que el ruido de la lluvia casi ahogaba su voz.
Ella asintió, frotándose todavía contra su chaleco antes de apartarse un poco.
—No fue… tan horrible —mintió, y sorbió por la nariz—. Es solo… que yo…
Ranma le alzó el rostro para mirarla a los ojos, pero estaba tan oscuro que apenas podía distinguir los contornos de su cuerpo y sus facciones. Akane también quería mirarlo a los ojos, quería descubrir qué tono de azul tendrían cuando la miraba de aquella forma, para saber qué estaba pensando. Quería que la mirara de aquella manera tan intensa que la hacía sentir la única mujer en el mundo. De esa forma que la hacía sentirse menos sola.
Quizás Ranma quería lo mismo, porque unos segundos después le susurró.
—Sigamos.
Ella asintió. Ranma volvió a buscar su mano y echaron a andar otra vez.
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—¿En qué estás pensando, Mousse? —preguntó Ryoga.
El otro hombre estaba vuelto hacia la ventanilla, con una mano en el cristal, siguiendo el camino que trazaban las gotas de lluvia.
—Espero que todo les salga bien —musitó. Después se volvió hacia Ryoga.
—¿Te refieres a la señorita Tendo y a Saotome?
—Por supuesto.
—Estoy seguro de que estarán bien.
Mousse sonrió lentamente.
—No me refiero a eso, querido.
Ryoga frunció el ceño y ladeó la cabeza.
—Lo que quiero decir —explicó Mousse descruzando las piernas y girándose en el asiento para mirar a Ryoga—, es que espero que tengan un futuro juntos. ¿Crees que serán capaces si los obligo a pasar la noche en una pequeña habitación?
—¿Si serán capaces…? —Ryoga se enderezó—. ¿Se puede saber qué hiciste, Mousse?
—¡No frunzas el ceño, querido! Te hace ver un poquito menos atractivo.
—¡Mousse…!
—No es nada malo, lo juro. —Se encogió de hombros—. Lo que sucede es que los envié a una pequeña aldea, no creo que consigan un carruaje. Quizás ni siquiera haya un caballo por el que puedan pagar para irse.
—¿Quieres decir que no podrán volver a Tokio? —inquirió Ryoga sin aliento.
—¡Claro que no! No seas exagerado. Por supuesto que podrán volver a Tokio… mañana por la mañana. Si caminan unos cuantos kilómetros encontrarán un pequeño pueblo mucho mejor provisto, y estoy seguro de que el señor Ranma podrá hacerse cargo de la situación.
—Pero no será esta noche —sentenció Ryoga, como si estuviera completando lo que Mousse no había llegado a decir.
—Exactamente. —Mousse suspiró satisfecho—. Y ahora, para colmo… o para bendición, según cómo se lo mire, empezó a llover. ¿Crees que ya estarán empapados o habrán alcanzado a encontrar refugio?
—Mousse…, ¿acaso te volviste un casamentero?
—Solo les estoy dando una ayudita, querido. Espero que alguien pueda prestarles o alquilarles una habitación para pasar la noche.
—Has puesto en un compromiso a la señorita Tendo —dijo Ryoga, bastante molesto—. Va a quedar arruinada, y el señor Saotome no tendrá más remedio que casarse con ella para evitar el escándalo.
—Precisamente —susurró Mousse.
—¡Lo hiciste a propósito! —exclamó el otro con sorpresa, y hasta enojo.
—Es bastante irónico que te molestes, Ryoga —declaró Mousse mirándolo atentamente—, cuando tu plan para no casarte con ella consistía en arruinarla.
—Bueno, ahora es diferente… La señorita Tendo me cae muy bien. Somos camaradas.
—Sí, eso escuché —replicó Mousse con un tinte de celos en la voz.
Ryoga alzó las cejas.
—No me digas que sientes celos de la señorita Tendo —murmuró.
—Bueno… ¿por qué no? Es bastante bonita.
—Sabes que no siento nada por ella —sentenció Ryoga—. Apenas una amistad, y nada más.
—Entonces, ¿por qué sigues hablando de ella… en lugar de besarme, querido? —inquirió Mousse en un susurro.
—¿No te parece que antes de eso tenemos muchas cosas de las que hablar? —preguntó Ryoga.
Mousse suspiró y levantó los ojos al cielo.
—Ya sabes que prefiero hacer otras cosas antes que hablar —dijo en un tono más que insinuante.
Pero Ryoga se mostró inflexible. Mousse suspiró otra vez.
—¿De qué quieres hablar, querido? ¿No fueron suficientes mis cartas para que supieras todo lo que te quiero?
—Fueron bastante elocuentes, sí —replicó Ryoga, sonrojándose.
—Y te expliqué toda la historia de mi venganza… y exactamente cómo me había enamorado de ti, ¿no?
Ryoga asintió con solemnidad.
—Entonces, ¿qué otra cosa quieres que diga, querido? —Musitó Mousse—. ¿Deseas que lo repita todo?
—Claro que no. —El vizconde negó con la cabeza—. No es necesario. Te creo, y… sabes que yo también te quiero… Te amo, Mousse.
—¡Entonces no comprendo…!
Mousse se detuvo. Los ojos dorados de Ryoga refulgían a la luz d ela lámpara que colgaba del techo.
Mousse asintió.
—Perdóname, querido —dijo en un susurro—. Perdóname por haberte utilizado para mi venganza… Te prometo que nunca volveré a hacer una cosa como esa.
Ryoga asintió, satisfecho.
—Te perdono, Mousse —musitó en seguida.
El joven chino sonrió.
—Entonces… ¿en qué estábamos, querido? —inquirió entonces Mousse con coquetería.
Ryoga se deslizó en el asiento para quedar más cerca de él, pero a último momento volvió la cabeza hacia el cochero desmayado, que estaba doblado sobre sí mismo y seguía inconsciente en un rincón.
—No te preocupes —dijo Mousse, adivinando sus reparos—. Lo golpeé bastante fuerte, no creo que despierte hasta dentro de una hora. Además… no pasa nada si es solo un pequeño beso, ¿cierto?
Ryoga todavía dudó. La lámpara de aceite se balanceaba por el movimiento, creando sombras cambiantes en su rostro, y Mousse pudo percibir claramente el deseo, la duda y después la curiosidad.
—Primero dime por qué lo hiciste —insistió el vizconde.
Mousse puso los ojos en blanco.
—¿Te refieres a Ranma y la señorita Tendo?... Pues porque Ranma me dijo que estaba enamorado de ella.
—¡Pero…! —Ryoga lo miró asombrado—. Me pregunto si ella lo ama a él.
—¡Ay, querido! Estás realmente ciego.
—Ahora no sabremos qué es lo que ocurrirá con ellos.
—Lo sabremos si se lo preguntas cuando le escribas —indicó Mousse. Ryoga continuó pensativo, y Mousse agregó un instante después—: Ahora, cumple tu parte del trato.
Ryoga dudó apenas un segundo más. Se inclinó hacia él, pero antes de besarlo en la boca, se aseguró de apagar la lámpara.
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El fuego ardía con fuerza en la chimenea, pero todavía seguía calada hasta los huesos. Akane percibía que tenía agua amontonada incluso dentro de los botines. Estiró las manos hacia el fuego para calentarse y suspiró.
Todo había resultado en un pequeño desastre. El pueblo del que había avisado el cochero del señor Mousse era más bien una aldea, y estaba sumida en un tranquilo sueño a aquella hora de la noche. No había carruajes que pudieran alquilar para volver a Tokio, ni gente dispuesta a conducirlos, y mucho menos había una posada donde pasar la noche. Un hombre adusto les indicó con un gesto, y muy pocas palabras, la casa del final de la aldea. Les aseguró que, si alguien podía ayudarlos, era la mujer que vivía allí. Y a continuación les cerró la puerta en las narices.
La mujer no fue mucho más locuaz, y cuando preguntaron por un lugar para pasar la noche les indicó un precio desorbitado por una habitación. Pero como tampoco había mucho que pudieran hacer, se encaminaron a una casita diminuta, de paredes de madera y techo de tejas un poco rotas. Dentro había una cama y una enorme chimenea. Tenía un aspecto terrible, casi como si tuviera quinientos años, y aunque habían construido una chimenea, conservaba todavía un viejo agujero en el suelo donde antes se colocaba la lumbre para calentar y cocinar. Al menos había troncos secos en el interior, y todo lo necesario para encender el fuego, además de una mesa desvencijada cubierta de polvo y una única silla.
El camastro se veía un poco mejor, con las mantas limpias y gruesas. El problema es que era solo una cama, y ellos eran dos. Y el colchón ni siquiera era lo bastante grande para que pudieran echarse encima sin tocarse. Sin contar con que estaban completamente mojados y no tenían ropa para cambiarse, lo que significaba que, o bien se metían en la cama con todo y ropa mojada y pescaban una pulmonía… O bien se metían en la cama completamente desnudos, y se ganaban un destino terrible.
Akane sabía que estaba irremediablemente arruinada. Ninguna reputación sobreviviría a una noche fuera de casa, dentro de un cuartito en una aldea remota con un hombre y una cama. Y ya conocía a Ranma lo suficiente como para saber que era un hombre decente y noble, que estaría dispuesto a casarse con ella para salvarla del escándalo.
¡Eso era lo más espantoso de todo!
Inclinó el rostro y cerró los ojos. Después suspiró largamente.
—No permitiré que lo haga —se prometió.
Lo protegería de aquel destino espantoso y asumiría todas las consecuencias. Después de todo, volverse una solterona repudiada por la sociedad no era tan malo. Nunca le habían gustado mucho las fiestas y la charla estúpida de la gente de bien como para llegar a extrañarlas en el futuro. Aunque lo sentía por Nabiki, que parecía que de verdad quería casarse con aquel marqués.
Qué irónico. Había deseado tanto arruinarse para evita la boda con el vizconde, y ahora lo único que deseaba era poder salvarse de la ruina.
Salvarlo a él.
—Bah, deja de pensar tanto, Akane —se dijo dándose golpecitos en la mejilla.
Se inclinó y se desabrochó los botines. Aunque no salió agua de sus zapatos, si estaban bastante mojados, al punto de haber quedado estropeados, y sentía las medias completamente empapadas. Se paró sobre la alfombra delgada y raída que había frente a la chimenea y movió los dedos de los pies. A continuación, alzó las manos y empezó a soltarse las horquillas del pelo, desenredándose el cabello con los dedos. A la mañana siguiente sería un tormento cepillárselo, si es que encontraba un peine para hacerlo en aquel lugar, cosa que dudaba.
¿Cómo harían para volver a Tokio?
En ese momento, Ranma empujó la puerta de madera de la cabaña con fuerza y volvió a entrar, sacudiéndose el barro de las botas en la entrada. Afuera seguía lloviendo con fuerza y una corriente de aire helado se coló por la rendija de la puerta antes de que pudiera cerrarla.
Akane se frotó los brazos.
—No me preguntes cuánto me cobró esa vieja bruja por esto —comentó Ranma—. Se enojó bastante porque volví a sacarla de la cama.
Akane observó cómo dejaba sobre la mesa una jarra metálica y dos tazas desportilladas. Del bolsillo de la chaqueta se sacó un paquetito envuelto en una tela. Cuando lo abrió, Akane vio dos panes redondeados y chatos.
—Me temo que se mojaron —murmuró.
—No importa —dijo ella—. De todas formas, no tengo hambre.
—Deberías beber esto —indicó Ranma sirviendo en las dos tazas un líquido espeso y oscuro.
Akane tomó la taza que le daba y probó un poco. En seguida apartó los labios.
—No había azúcar —dijo Ranma a modo de disculpa.
—¿Qué es? —preguntó ella, espiando el interior de la taza.
—Café. Me imaginé que necesitábamos algo un poco más fuerte que el té.
—No me importaría tomar un poco de shōchū —comentó ella con una media sonrisa.
—Ni lo sueñes —replicó Ranma en seguida.
Se miraron a los ojos, y los dos apartaron la vista en seguida. Eso les recordaba demasiado a la última vez. Akane rodeó la taza con las manos. Estaba muy caliente, pero era agradable. Como estaba tan cerca de la chimenea, sentía que todo su cuerpo desprendía un suave vapor y ya se sentía un poco más seca.
—Deberías quitarte la ropa —murmuró Ranma.
Ella se sonrojó de golpe, y después reprimió una risa cubriéndose los labios con una mano.
—¡No lo digo como si…! —empezó Ranma.
Pero ella lo interrumpió en seguida.
—Esto es realmente un déjà vu —repitió.
Y cometió el error de voltearse a mirarlo. Los ojos de él tenían un tono de azul muy extraño, parecían tormentosos, y el cabello trenzado le caía sobre un hombro de una manera casi despreocupada. Incluso completamente mojado —o tal vez justamente por eso— se veía demasiado apuesto. Quería recordarlo para siempre así, de pie del otro lado de la habitación, con esa expresión insondable y madura. Y quería recordar la manera en que hacía que su corazón latiera acelerado. Junto al calor del fuego y el sonido de la lluvia. Cada vez que lloviera, estaba segura de que recordaría a Ranma Saotome y la humedad del aire y el calor de sus manos. Y la manera en que la besaba.
Tragó saliva y cerró los ojos con fuerza, volviendo el rostro al fuego.
—Akane…
—¿Qué? —se obligó a decir con un tono despreocupado.
—¿Firmaste… el documento que te di?
¿Qué clase de pregunta era esa en un momento como aquel?
Akane se volvió a mirarlo, con el ceño fruncido.
—No —respondió con fuerza—. No quiero casarme contigo.
De inmediato se arrepintió, porque percibió que sus palabras provocaron en Ranma una expresión de dolor, como si hubiera encajado un golpe apretando los dientes.
—Lo que quiero decir…
—Por supuesto —la interrumpió él—. Yo tampoco quiero casarme contigo.
—Ah, qué bien —dijo Akane, comprendiendo que empezaba a enojarse.
—Sin embargo, vamos a tener que hacerlo.
—¡Claro que no!
—¿Crees que tu padre va a permitir que sigas soltera después de esto?
—No me interesa lo que crea mi padre. ¡Esta es mi decisión!
—¡Dijiste que iba a retarme a duelo!
—Bueno, ese no es mi problema, ¿cierto?
La tormenta recrudeció afuera. Por la única ventana que había en el cuarto, sin ninguna cortina que la cubriera, Akane vio la ráfaga de agua mojar los cristales y repiquetear con rapidez, con la misma fuerza con la que se descontrolaban sus propias emociones.
—¡No me importa si mi padre te dispara y…!
«Mueres» iba a agregar, pero no fue capaz de mentir tanto. Se detuvo. El corazón le latía cada vez más rápido y sentía que la ropa le pesaba una tonelada por la humedad.
Quería echarse a llorar. Y, al mismo tiempo, solo quería que él la abrazara y la besara, y le confesara que quería casarse con ella no porque debía, sino porque quería.
Qué tonta era.
—No iba a esperar menos de una mujer tan bruta como tú —dijo él con rabia.
—¿Cómo? —murmuró Akane sintiendo un terrible sofoco—. ¡Tú también estás siendo bastante bruto!
—Fea —sentenció Ranma.
—¿Me estás hablando en serio? —dijo ella incrédula.
—¡No podría hablar más en serio!
—Claro, ¡debía esperarlo de un hombre tan poco caballero como usted, señor Saotome!
—Si no soy un caballero… ¡será porque usted no es una dama, señorita Tendo!
—¡Qué grosero! —exclamó Akane enojada—. Y, además, ¡un pervertido!
—¡Esto de verdad es un maldito déjà vu! —exclamó Ranma tirándose del cabello con fuerza.
—Eso ya te lo había dicho —insistió ella—. Además, no hay muchas otras maneras de llamarte… ¡cuando todo el rato insistes en que me quite la ropa!
—Pues perdón por haber pensado en tu salud —dijo él con ironía. Dejó su taza sobre la mesa con fuerza y salpicó un poco del líquido sobre la madera.
—Estoy segura de que no es en mi salud en lo que piensas ahora —sentenció Akane.
—Y si no lo fuera, ¡¿qué importa?!
Akane se quedó completamente quieta, respirando rápidamente.
—¿Qué?...
—Bueno, soy un hombre después de todo, señorita Tendo —dijo él con sarcasmo, con mucha más rabia que insinuación.
—Eso ya lo sé —murmuró ella despacio.
Pero ¿qué quería insinuar? ¿La deseaba? Eso ya lo sabía, por la manera en que la tocaba y la besaba. Sin embargo, ¿La quería? Porque ya sabía que no significaban lo mismo.
—Olvídalo —dijo Ranma en tono seco.
—No —sentenció Akane.
Ranma la miró a los ojos y ella tembló. Estaba enfadado, realmente enfadado. ¿Por qué?
—Será mejor que te eches en la cama y trates de dormir —dijo él acercando la silla a la chimenea—. ¡Será una noche muy larga!
—No pienso hacerlo —dijo ella.
—Pues entonces quédate de pie, me da igual.
¿Qué estaba pasando? Por Kamisama, ¿qué diantres estaba pasando?
—Ranma…
—Pensé que era señor Saotome para usted, señorita Tendo —dijo él cruzándose de brazos.
Se la quedó mirando, sin hacer ningún movimiento para sentarse. Ahora que a Akane se le había pasado el enojo y empezaba a preocuparse, no tenía fuerzas para pelearse con él. Y odiaba hacerle daño.
—Sabes que… no lo digo en serio —murmuró con la voz quebrada.
¡No! ¡No iba a echarse a llorar ahora!... ¡Nunca! No iba a parecer una tonta. Sería fuerte, sería…
—Ranma… no quiero obligarte… a casarte conmigo. No podría soportarlo.
Él se acercó un paso a ella, y Akane tuvo el instinto de retroceder, pero era incapaz de moverse. Estaba congelada. El frío de la lluvia le había penetrado hasta el alma y el fuego de la chimenea no le calentaba ya ni siquiera la punta de los dedos.
Era una sensación horrible y muy desagradable.
—No seas boba, Akane.
¿Boba? Ella alzó el rostro.
¡¿Cómo se atrevía?!
—¡Intento dejarte libre y tú…! —se quejó, sin poder encontrar las palabras que expresaran del todo lo que sentía.
—¡Tonta! Si quisiera ser libre nunca te habría dado el certificado, ¿no?
—¿Qu-Qué…? Pero… ¡acabas de decir que no quieres casarte conmigo!
—¡Y tú dijiste lo mismo! —le recordó él.
—Claro, pero yo no lo decía de esa manera —se defendió.
—¿Y no pensaste que, quizás, yo tampoco lo decía de esa manera? —inquirió él.
Akane pestañeó.
El mundo entero se había vuelto loco, estaba segura.
—¿Por qué no me dices de una vez lo que quieres decir? —preguntó.
—¡Porque no sé de qué manera decirlo!... ¡Contigo nunca sé de qué forma decir las cosas!
—Y yo ni siquiera sé de qué estamos hablando ya.
—Exactamente —enfatizó Ranma.
—Bueno, pero un hombre con experiencia como tú debería…
—¿Con experiencia? —dijo Ranma, y soltó una carcajada—. Por Kami, solo me acosté con una mujer una vez. ¡No sé de dónde sacas que soy un mujeriego experimentado!
—Es que sabías exactamente qué hacer y dónde tocarme para que se sintiera bien —dijo ella casi gritando.
Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se sonrojó con increíble rapidez, y vio cómo él también se sonrojaba y fruncía las cejas, contrariado.
—¿De verdad? —murmuró Ranma tragando saliva.
—Bu-Bueno, y-yo… es de-decir… ¡ah!
¡Parecía una idiota!
—En realidad, solo me dejaba llevar. No tenía idea de lo que estaba haciendo —confesó él un momento después, agachando el rostro—. Ahora mismo… ¡no sé lo que estoy haciendo! Contigo… siempre digo las cosas equivocadas y todo se termina enredando. ¡Nunca sé cómo actuar!
—Ranma…
—¡Espera! —la interrumpió él—. No digas nada o de verdad no seré capaz…
Se pasó las manos por el rostro con fuerza, apretó los labios y suspiró pesadamente. Después relajó los brazos y los hombros.
—No voy a casarme contigo porque deba hacerlo, Akane, o porque sea lo correcto. ¿Comprendes?... Voy a casarme contigo porque no hay otra cosa que pueda hacer.
—Pero no quiero que…
—¡Silencio, mujer! —casi ladró él—. ¿Por qué nunca puedes callarte?
Akane apretó los labios, tan ofendida que casi temblaba, pero no dijo nada. Ya que él así lo quería, mantendría un silencio obcecado.
—¡No sabes lo que me cuesta decirlo...! —Ranma tragó saliva duramente—. Ya nunca podré vivir tranquilo si no estás siempre a mi lado, si no sé que estás bien y segura. Por eso debo casarme contigo, para no volverme loco. ¿Lo entiendes?
Con un gesto de la mano, Ranma le dio a entender que esperaba que ella dijera algo, pero Akane se mantuvo callada. Lo miró a los ojos largo rato, mientras la lluvia golpeaba con fuerza la cabaña y los truenos retumbaban a lo lejos.
Al final, le susurró:
—Esa es la declaración menos romántica que he escuchado nunca.
—¡No intentaba ser romántico!
—Ranma…, ¿intentas decirme… que me quieres?
—¡No!... Sí. —El sacudió la cabeza, empuñando las manos—. No, esto no es amor, es otra cosa. Algo que no me deja vivir en paz. Es una cosa que me pesa dentro del pecho y… Cuando supe que el conde te había llevado, estaba seguro de que iba a matarlo con mis propias manos y que no me detendría hasta acabar con él. Y, además, cuando te veo sonreír… No, no, es como una especie de obsesión. No puedo dejar de pensar en ti en ningún momento.
—Es amor —dijo Akane despacio, asombrada.
—Una clase obsesiva de amor.
—Me amas —sentenció Akane.
—Pero tú… ¿me amas a mí? —preguntó él.
Akane entreabrió los labios y se lo quedó mirando, atónita.
—Yo… te amo —respondió despacio—. Desde que me besaste por primera vez. ¡No!... Creo que desde que no dejabas de mirarme en el tren.
Era probable que él también la amara desde entonces, pensó Ranma.
—Oh… Bueno, entonces… —murmuró.
—Sí, bueno… —Akane jugó con sus dedos.
—No entiendo por qué volvimos a pelear.
—Ya no importa en realidad.
Ella tampoco lo entendía, o no quería recordarlo.
Se quedaron de nuevo en silencio. Los troncos de la chimenea crujían y el calor empezó a ser sofocante.
—Akane…
—¿Sí?
—De verdad deberías quitarte la ropa, o enfermarás.
—Tú también deberías —replicó ella mirándolo a los ojos—. También podrías enfermarte.
—Akane…
Ella cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Está bien, lo sé —aceptó—. Pero, en realidad, no puedo hacerlo.
—¿No puedes?
—No… ¿Acaso no sabes lo complicada que es de sacar la ropa de mujer?
—… La última vez lo hiciste —murmuró él.
Akane se sonrojó. Esa vez casi se dislocó el hombro, pero no pensaba contarle eso.
—Este vestido es distinto —explicó—. Tiene unos botones muy pequeños y no los puedo abrir yo sola.
Él la miró directamente a los ojos y el corazón de Akane empezó a latir de nuevo con un ritmo frenético. Tragó saliva antes de volver a hablar, pero de todas formas sintió la boca seca.
—Tendrás… que ayudarme tú.
Ranma se quedó completamente quieto. Parecía que incluso su respiración se había detenido.
—Pero, Akane…
—¿Va a casarse conmigo, señor Saotome? —preguntó ella de pronto, muy seriamente.
Él frunció el ceño, descolocado por un instante. Pero le siguió el juego.
—Por supuesto, señorita Tendo —respondió.
—Entonces… —Las mejillas de ella estaban al rojo vivo—. Entonces, señor Saotome, ¿qué espera para quitarme la ropa?
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Continuará
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Nota de autora: Tengo varias cosas que aclarar en este capítulo. Primero, tenía por lo menos tres finales diferentes, que fui descartando. En el primero, morían tanto el conde de Ōta como Ryoga y Mousse, los tres despeñados cuando el carruaje se caía del precipicio. Pero lo cambié porque iba a ser demasiado trágico y traumático para Ranma y Akane, y no iban a estar de humor para lo que viene después.
En el segundo final, moría el conde, pero también Ryoga, que se sacrificaba lanzándose con su padre por el acantilado para salvar a Mousse de morir. Y, de nuevo, era demasiado trágico para Ranma y Akane.
En el tercero moría solo el conde, a manos de Mousse, y Akane le pedía a Ranma que ayudara a Mousse a escapar de la policía. Pero lo descarté porque Ranma nunca dejaría que un asesino se saliera con la suya, ni siquiera porque Akane se lo pidiera. En esta historia me imagino a Ranma con un sentido del deber a lo Sherlock Holmes, que hacía cualquier cosa para atrapar a un asesino, incluso cosas ilegales, porque su sentido de la justicia era implacable. Y, francamente, tampoco creo que Akane le pidiera una cosa así para defender a alguien que apenas conoce.
Así que al final se quedaron todos vivos. Pero esperen el último capítulo para conocer el destino de cada personaje que interviene en esta obra.
El otro dato curioso es el de las bases norteamericanas en Japón. Sí que las hay, pero en esta historia cumplen el papel de Gretna Green.
Gretna Green es una ciudad escocesa, justo en la frontera con Inglaterra, que ya se ha convertido en un cliché en la narrativa romántica histórica, porque en ella se podían casar los menores de edad sin consentimiento de los padres, y tampoco se necesitaba una licencia. Aparece hasta en Orgullo y prejuicio, es el lugar al que se fuga la hermana menor de Lizzy con el señor Wickham; y en más de una novela del género, un libertino lleva allí a una chiquilla rica y heredera, para lograr quedarse con su dinero.
En esta historia necesitaba un lugar así que sirviera para los planes del conde, así que usé las bases norteamericanas. Incluso hay una base mucho más cerca de Tokio, pero no me servía que estuviera tan cerca, así que inventé la de Kanagawa. Aunque, claro, las bases norteamericanas no se pusieron en Japón hasta después de la Segunda Guerra Mundial, pero ya saben que con esta historia me tomé ciertas libertades XD.
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