No supo exactamente si se trató de un descuido por estar pensando en otras cosas, si el frasco de vidrio tenía la superficie resbaladiza o si simplemente tenía que ocurrir, pero Satoru se encontró a sí mismo golpeándose los nudillos y los dedos contra el mueble de madera en un intento desesperado por evitar que ese maldito frasco de vidrio - que se había tambaleado al borde del mueble y había decidido caer al vacío impunemente - lograra llegar al suelo.
Podría haberlo hecho utilizando energía maldita, pero al obtener su objetivo y observarlo con resentimiento entre sus dedos, se dio cuenta que aún intentándolo no habría podido. Sus dedos temblaban a causa de los nervios que el ruido causado por esa maldita cosa le habían generado.
Satoru ladeó el rostro hacia la izquierda, un tanto temeroso. Al no ver movimiento alguno en el montículo sobre el colchón cubierto por varias capas de frazadas, soltó el aire que había estado reteniendo y con cuidado, depositó el frasco en una zona más segura sobre el mueble donde Suguru solía guardar su ropa.
¿Por qué no lo había puesto en primer lugar sobre el escritorio? Al voltear, obtuvo la respuesta que de hecho, ya conocía: estaba tan abarrotado de cosas que él mismo había trasladado de su habitación a la de Suguru, de porquerías que Shoko también había tenido a bien llevar y por qué no, de pertenencias del mismo Suguru; la pila de objetos varios distribuidos al azar formaban otra torre de objetos que competían en altura e inestabilidad como la del mueble y la cama, por lo que hubiese sido un suicidio dejar ese frasco abandonado allí a su suerte.
Si Suguru viera el desastre en el que su cuarto se había transformado en apenas medio día habría puesto el grito en el cielo y tapiado la puerta para que nadie volviese a tener acceso.
Lentamente, se acercó al montículo de la cama, descalzo para no hacer ruido. Aquel día había amanecido horrible, nublado y lloviznoso, más la temperatura en general era agradable si se descontaba la humedad. Con delicadeza, intentó apartar un poco las frazadas hasta que alcanzó a ver el cabello oscuro, largo y lacio desparramado sobre la almohada de manera desordenada. Al verse parcialmente descubierto, el cuerpo de Suguru se retrajo aún más sobre el colchón procurando encogerse bajo las frazadas, todo acompañado de un gruñido lastimero que sonaba a animal moribundo más que a un ser humano.
Chasqueando la lengua y profiriendo un insulto por lo bajo, Satoru volvió a cubrirlo con las frazadas completamente. ¿Cómo podía respirar allí abajo?
Con delicadeza, apoyó las manos sobre el colchón y se sentó despacio al borde de la cama; tenía espacio de sobra para acomodarse porque Suguru literalmente se había hecho una especie de oruga replegada sobre sí misma bajo las mantas, pero Satoru no quería molestarlo siquiera con su presencia.
No, no es que no quería molestarlo. No sabía qué hacer y se sentía fuera de lugar, por primera vez inútil y ansioso a más no poder.
El día anterior, Suguru había estado más callado de lo normal. Mucho más callado, a decir verdad. Prácticamente se había limitado a saludarlos y luego a emitir sólo monosílabos entre las clases y tareas del colegio, algo que había llamado la atención no sólo de Satoru sino también de Shoko, porque el estado anímico de Suguru era espantosamente contagioso y pronto los tres habían caído en un mutismo extraño y sin causa. Al principio, Satoru había llegado a pensar que se trataba de alguna crisis existencial - no era la primera vez - que había sufrido Suguru durante la noche, que no había podido dormir bien y que se encontraba más dormido que despierto; sin embargo, casi al finalizar la tarde, Satoru notó que su semblante era…bueno, en ese momento, incluso, había llegado a pensar que se estaba muriendo.
Un par de preguntas aquí, un par de revisiones allá, y al fin llegaron a la conclusión de que lo que lo estaba afectando realmente no eran sus pensamientos sino su cuerpo: Suguru volaba de fiebre para la última clase y apenas había podido incorporarse para llegar a su habitación, lugar en el cual se había instalado y no se había vuelto a mover.
Y con él, Satoru.
Desde que se conocían - hacía aproximadamente un año y medio - el que siempre sufría algún contratiempo era Satoru: siempre era él quien tenía algún percance o siempre era él quien solía enfermarse, nunca Suguru. Aquella era la primera vez que sucedía - bueno, en realidad no era tan así, pero sí la primera ocasión en la que una gripe lograba tumbarlo en la cama - y por primera vez, los esfuerzos de Shoko no ayudaron demasiado en mejorar la situación porque, según su compañera y amiga, "lo que tiene es producto del estrés y las bajas defensas, es su cuerpo, no una enfermedad causada por una maldición. Ya se le va a pasar, cuídalo mientras tanto".
"Cuídalo mientras tanto".
"Cuídalo".
¿Cómo mierda se hacía eso?
De repente, Satoru se encontró frente a una situación desconocida que no sabía manejar. Como siempre había sido Suguru quien había cuidado de él en la enfermedad, no sabía exactamente qué era lo que debía hacer; en las dos ocasiones en las que había llamado a Shoko, ella le había dictado cada cuántas horas debía obligar a Suguru a tomar su medicación, cada cuánto sería recomendable medir su temperatura y qué podía comer. Sin embargo y pese a que se había armado un esquema bastante organizado - que incluía haberse gritado con Yaga por no asistir a clases ese día, argumentando que la vida de Suguru corría riesgo si no permanecía con él - , la fiebre no cedía tan rápida y efectivamente como hubiese deseado y en los momentos de lucidez, Suguru se negaba a probar bocado alguno.
¿Aquello realmente era una gripe? ¿La falta de brillo en su mirada se debía realmente a la fiebre, a la enfermedad?
"Producto del estrés", había dicho Shoko.
Cada vez con mayor certeza, Satoru tenía la impresión de que se le estaba escapando algo. Que Suguru le estaba ocultando algo.
Un movimiento sobre la cama lo sacó rápidamente de sus pensamientos; Satoru no pudo evitar sonreír cuando notó que Suguru estaba cambiando de posición bajo las mantas y parecía realmente una oruga gigante reptando sobre el colchón. Cuando terminó de acomodarse, Satoru apoyó una mano sobre lo que creía era el hombro derecho de Suguru y presionó suavemente, deslizando la mano hacia abajo y acariciando su brazo por encima de todos esos centímetros de abrigo.
La recompensa fue un suspiro que se llegó a oír, amortiguado. Satoru volvió a pasar la mano, arriba y abajo, en un movimiento suave y lento. Hacía más o menos una hora había logrado que Suguru tomara el medicamento para la fiebre, pero hacía cinco minutos la lectura del termómetro aún indicaba casi cuarenta grados de fiebre.
Un murmullo solapado se dejó oír y Satoru rápidamente acercó la cabeza porque sabía que Suguru había dicho algo. Por supuesto, entre la poca fuerza de voluntad que tenía Suguru y la torre de frazadas, no había entendido un carajo.
Satoru escarbó y descubrió parcialmente el rostro de Suguru, ahora orientado para su lado. Apartó algunos cabellos de su rostro solo para corroborar que aún mantenía los ojos cerrados, un rubor sutil instalado en sus mejillas por la fiebre. Al menos no tenía dificultad para respirar.
— Suguru, lo siento, no te entendí. ¿Qué has dicho?
Trató de hablar lo más despacio que pudo, pero fue suficiente para que el otro frunciera levemente el ceño en señal de que lo había oído.
— ¿Los peces? .— Satoru tuvo que prácticamente adosar la oreja en el rostro de Suguru para oírlo.
— ¿Los peces?¿Qué…?
— ¿Los has alimentado?
Luego de aquello, Suguru suspiró y volvió a encogerse mientras Satoru miraba un punto fijo en la pared detrás de la cama.
Los peces. No, de hecho se había olvidado completamente de los malditos peces.
Cubriendo de nuevo a Suguru con las mantas, se levantó con hastío y se dirigió a su habitación que, por suerte, estaba al lado.
Al ingresar y pese a ser aún de día, el cuarto lo recibió en penumbras y la única iluminación que lo saludó fue la de la pecera olvidada. La luz del tubo fluorescente emitía un destello azulado y eléctrico que apenas iluminaba los muebles, todo hasta que Satoru encendió la luz.
Era una pecera rectangular y relativamente pequeña, porque en su interior sólo había dos peces.
Uno blanco, el otro negro.
Agachándose hasta que su rostro estuvo a la altura de la pecera, Satoru observó a los peces nadando en el agua, la mente en blanco; una sonrisa sutil se dibujó en sus labios cuando detectó, luego de varios segundos y patrones repetidos, que el pez blanco solía perseguir y permanecer en las cercanías del pez negro aún cuando tenía todo el resto de la pecera por explotar. Al pez negro no parecía molestarle la actitud de su compañero, pero al cabo de unos segundos más, Satoru notó un extraño comportamiento en ese pez, un patrón que, al igual que el que mostraba el pez blanco, se repetía: luego de un tiempo de compañía, el pez negro nadaba hasta el fondo de la pecera, allí donde estaba la acumulación de piedritas y plantas, y corcoveaba hasta que lograba meterse entre sus hojas. Luego, el pez blanco lo seguía y el pez negro, descubierto, surgía de nuevo a la superficie.
Satoru aproximó un poco más el rostro para ver si en aquella zona de plantas había algo especial. No logró distinguir nada inusual, y justo cuando estaba tomando el recipiente con el alimento, el pez negro volvió a repetir el mismo patrón de conducta.
Parecía esconderse, pero no del pez blanco. Se escondía de…no sabía exactamente de qué, pero parecía hacerlo del resto de la pecera. De su mundo.
Por suerte y con alivio, Satoru se relajó al ver que, con la comida en la superficie, ambos peces nadaban veloces hacia ella sin ningún tipo de problema.
Mientras los veía comer, Satoru recordó el día en el que adquirieron esos peces. O mejor dicho, el escándalo que había armado él para obtenerlos. Había sido un día festivo hacía unos meses, ya no recordaba cuál; esa noche, habían salido con todos los demás y, en un momento dado en el que todos se habían dispersado a distintos puestos de comida, Satoru había distinguido un cartel gigantesco con forma de pez en uno de ellos y, curioso, se había acercado a husmear.
Para qué lo había hecho.
Ansioso y un tanto histérico, así había sido como lo había encontrado Suguru luego de su excursión en busca de un bocadillo. Luego de varios minutos de búsqueda dentro de la pecera gigante, Satoru había dado con dos peces especiales o, mejor dicho, distintos al resto: mientras todos aquellos peces mostraban colores vistosos - la mayoría dorados -, a Satoru le habían llamado la atención solo dos: uno negro, que nadaba casi en el fondo de la gran pecera y uno blanco, que parecía seguirlo a la distancia y no porque quisiera mantenerse alejado, sino porque el resto de los peces no le permitían acercarse demasiado.
"Son como tú y yo", le había dicho a Suguru. El otro se había limitado a agacharse y observarlos, fruncir el ceño y luego, sonreírle. De hecho, al tratarse de un juego tradicional japonés, uno podía intentar atraparlos con una pequeña pala de papel, y Satoru no dudó en intentarlo. Por supuesto, la cuestión no era solamente dificultosa porque la maldita pala se rompía constantemente al contacto con el agua, sino porque aquellos dos malditos peces no salían del fondo del recipiente. Luego de casi diez intentos y lleno de ira, Satoru se dio por vencido sólo porque Suguru presionó su hombro y le susurró "déjamelo a mí".
Y el miserable, utilizando algún tipo de técnica marcial - porque Satoru no había visto movimientos de energía maldita en el ambiente y no existía posibilidad alguna de que por casualidad, al mover el agua los peces blanco y negro salieran del fondo y fueran a la superficie - logró atraparlos luego de cuatro intentos en total.
Así, Satoru había salido de aquel festival satisfecho con los dos peces y, luego de varias peleas que habían incluido a Yaga - quien les había prohibido tener "mascotas", aunque Satoru le había retrucado que los peces no se sacaban a pasear ni hacían sus necesidades en los corredores del colegio - había podido instalar la dichosa pecera en su cuarto. Más temprano que tarde, se había descubierto a sí mismo moviendo una silla y sentándose frente a la pecera sólo a observarlos nadar, actividad que parecía despejarle la mente y relajarle los músculos tensionados.
Frunciendo el ceño, pegó la nariz al cristal de la pecera cuando algo llamó su atención; la cola del pez negro - que aún seguía en la superficie, buscando comida - estaba…¿mal?; a diferencia del pez blanco, que poseía una cola grande y vistosa, la del pez negro parecía estar…deshilachada, casi como si alguien la hubiese cortado en tiras con un objeto filoso.
¿Estaría enfermo? Levantó la mirada para revisar los tubos laterales de la pecera. La temperatura era buena y el ph del agua, también. Incluso la había limpiado hacía un par de días…¿sería contagioso, sea lo que sea que tuviera?¿El pez blanco terminaría así?
¿Satoru se contagiaría de lo que sea que le estuviera pasando a Suguru si es que se mantenía en su cercanía?
Chasqueó la lengua y negó la cabeza, sintiéndose un idiota por compararlos a ambos con dos peces y por pensar que…seguramente terminaría enfermo como Suguru sólo por estar en el mismo espacio cerrado que él, pero el pensamiento de que le estaba sucediendo algo más y que intentaba apartarse o ignorar el tema para que Satoru no se viera envuelto en él se volvía una cuestión cada vez más insistente en su mente y, pese a que había intentado conversarlo en varias ocasiones, Suguru siempre desestimaba sus sospechas.
Como si no le conociera.
Con un poco de fastidio, golpeó el vidrio con la punta del dedo índice en un intento por hacer nadar hacia abajo al pez negro y así poder ver mejor si se trataba de una herida o si aquello se había extendido al resto del cuerpo, pero el maldito no…
— ¿Qué haces?
La voz de Suguru lo sobresaltó; ladeando el rostro, lo vio de pie en la puerta de su habitación, puerta que él mismo había dejado abierta. Si bien Suguru estaba de pie, la postura un tanto encorvada y el cabello suelto y un tanto revuelto le daban un aspecto poco saludable, eso sin contar las ojeras que ya comenzaban a notársele.
— ¿Qué haces levantado? Si te desmayas y te rompes la cabeza no va a ser mi culpa.
Resoplando, Satoru se incorporó de la silla y caminó hacia Suguru; al llegar a su lado, apoyó la palma de su mano derecha en la frente del otro y la de la mano izquierda, en la suya.
— Al fin te está bajando la fiebre.
— Sí, pero me duele horrores la cabeza.— Satoru frunció los labios con fastidio al oír su voz rasposa, congestionada.
— ¿Por qué te levantaste entonces?
— Porque no estabas en el cuarto.
La sinceridad de la respuesta y lo directo que había sido Suguru dejó a Satoru momentáneamente en blanco. En su rostro había una expresión de culpa y algo que se parecía a la vergüenza, pero el que experimentaba aquel tipo de sentimientos era Satoru. Una sola vez Suguru lo necesitaba, ¿y él se había ido y quedado a observar a los peces?
— Ah…lo siento, es que me recordaste que no les había dado comida y me entretuve.
Con ansiedad, Satoru empujó sutilmente a Suguru para que salieran de su habitación y volvieron a la sala de cuarentena que se había transformado el cuarto de Suguru; éste cedió dócilmente y se dejó guiar hasta la cama, que en ese momento parecía más el revoltijo de un perro.
— ¿Yo te lo recordé? .— terció Suguru, tosiendo mientras comenzaba taparse con menos frazadas. Satoru ladeó el rostro en su dirección, antes concentrado en buscar el otro pastillero.
— ¿No te acuerdas?
— No, no me acuerdo de haberte hablado.
— Ah. Bueno, sí, me…bueno, da igual. Ya les di de comer. ¿Tú tienes hambre? Porque yo sí.
— No mucho, realmente.
— Suguru.
Satoru azotó el frasco que contenía las pastillas que había estado buscando y el ruido brusco llamó la atención de Suguru.
— Si no comes, no te vas a recuperar. Si no te recuperas, no vas a salir de aquí, y si no sales de aquí estoy condenado a enfermarme y morir contigo. Así que vas a comer, te guste o no. ¿Estamos de acuerdo?
Suguru permaneció sentado en la cama, las frazadas a medio acomodar sobre sus piernas. Mantenía la mirada fija en Satoru y una expresión sorprendida en el rostro que hizo dudar al otro. ¿Había sido demasiado violento cuando Suguru estaba agonizando? Aún recordaba su última gripe; había sido catastrófica, pero no porque los síntomas fueran muy graves sino porque él los había exagerado en demasía. Llegados un momento, Suguru había terminado por obligarlo a tomar la medicación empleando la fuerza bruta, y no lo culpaba. Se había comportado como un mocoso pequeño.
Pero una cosa eran sus berrinches histéricos y otra, una negación débil basada en la pérdida del apetito por enfermedad. Incómodo, percibió el calor en sus mejillas y el saber que se estaba sonrojando no hizo más que empeorar la situación. Luego, Suguru sonrió e intentó reír, pero un acceso de tos se lo impidió.
— ¿Así vas a tratar a tus hijos, Satoru?.— logró decir luego de aclararse la garganta, tumbarse en la cama y cubrirse hasta el cuello con las mantas.
— No pienso tener hijos. Ya demasiado contigo.
Suguru no replicó a su respuesta agresiva, más seguía observándolo en silencio. Algo en su semblante y en el brillo de sus ojos logró incomodar a Satoru a un punto indescriptible, casi como si le estuviera enviando un mensaje telepático que él no sabía interpretar pero que era importante. Soltando el aire en un resoplido, se despeinó y estiró en su sitio antes de voltear hacia la puerta dispuesto a buscar algo liviano para que aquel idiota tragase.
Y de paso, huir como el cobarde que era.
— Ya vuelvo. No te levantes, no quiero encontrar tu cuerpo en el…
— Satoru.
La forma lastimera en la que lo había llamado no tenía nada que ver con su garganta inflamada. En el marco de la puerta, Satoru se vio obligado a voltear por una fuerza invisible. Suguru se había acomodado de costado en la cama y de nuevo, la imagen de una oruga gigante y encogida se le vino a la cabeza, solo que al menos ahora podía ver su rostro asomado por las frazadas.
— No tardes. No quiero quedarme solo.
Satoru frunció el ceño y presionó la mandíbula al punto en el que pensó que iba a romperse un diente. Parpadeó rápidamente, varias veces, el ardor en sus ojos delatando lo que podía llegar a ocurrir si no lo hacía. Luego de decir aquello casi en un susurro disfónico, Suguru le sonrió con cierta pena y se encogió todavía más.
"No quiero quedarme solo". Por algún motivo, Satoru supo que más allá de la peste que lo asediaba en esos momentos, Suguru estaba hablando en general. ¿Se había estado sintiendo solo y él no se había dado cuenta?
Pudo relajar la mandíbula y separó los labios para decir algo, pero las palabras simplemente no salieron. Como la ruin persona que era, simplemente se limitó a replicar que no tardaría y prácticamente salió corriendo de ahí, incapaz de hacerse cargo de la situación.
Al final, había podido conseguir algo decente para Suguru, algo liviano que no le cayera mal al estómago para empezar. Mientras trasladaba la bandeja con el tazón humeante suspendido en el aire delante suyo y regresaba al cuarto, Satoru seguía dándole vueltas no a las palabras, sino a las maneras. Por suerte - a diferencia suya - Suguru fue dócil a la hora de comer y Satoru no tuvo que meterle la cuchara con la sopa caliente a la fuerza. Permanecieron en silencio mientras Suguru tragaba, pero lejos de la incomodidad previa, Satoru creyó que era correcto.
— Suguru…
— Dime.— Satoru permaneció en silencio con la mirada en un punto fijo sobre las mantas, sentado al borde de la cama.— ¿Qué ocurre?
— ¿Está todo bien? ¿Realmente no hay nada que quieras decirme, contarme, lo que sea?
Fue sólo hasta ese momento que Satoru tomó coraje para mirarlo, y lo hizo sólo para cerciorarse de su expresión. Si bien no hubo ningún gesto de sorpresa o hastío en su rostro, Satoru vio aquella sombra sutil instalándose en su mirada otra vez. Sin decir nada, Suguru pareció fingir demencia y siguió comiendo lo que quedaba del plato; Satoru no lo presionó porque había alcanzado a percibir cierta tensión rodeando al otro.
— Si algún día ya no soy el mismo, ¿me seguirías queriendo igual, Satoru? .— ahí estaba, aquella sonrisa que parecía disculparse por algo que no había hecho.
— ¿De qué hablas?¿Cómo vas a dejar de ser tú mismo? No digas tonterías.
— Conoces la leyenda del hilo rojo, ¿no es así?
— Sí, claro.
Suguru estiró la mano y la posó sobre la de Satoru, la cual descansaba sobre su rodilla. Luego, mientras Satoru se limitaba a observarlo, simplemente tomó su dedo meñique con el suyo propio y los entrelazó, presionando suavemente.
— No importa cuánta distancia exista, los nudos o enredos que pueda llegar a tener. Se estira, pero nunca se corta. Y no importa cuánto tiempo pase, el hilo conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, no importan las circunstancias ni el lugar, aún cuando estén distanciados por los sucesos de sus vidas.
— Suguru, detente.
El aludido había hablado prácticamente en murmullos y sólo levantó la mirada cuando Satoru posó su otra mano sobre su hombro. Sus miradas se encontraron y el silencio otorgó la oportunidad de casi oír los pensamientos del otro.
— Hablas como si te estuvieras despidiendo.— Satoru sonrió, pero no había ninguna broma en sus palabras.
— No me estoy despidiendo, pero el futuro…a veces puede ser incierto.
— ¿Es incierto para ti?
— Sí, mucho.
Por primera vez en meses, Satoru detectó el problema que atormentaba a Suguru saliendo a la superficie. Era la primera ocasión en la que no se lo negaba y, pese a que Satoru sabía que algo sucedía, confirmarlo no lo dejó muy satisfecho.
— ¿Qué…?¿Sobre qué?¿Es algo relacionado a nosotros?
— ¿A nosotros?¿Te refieres a nosotros dos?
Suguru los señaló a ambos con el dedo índice alternativamente, y cuando Satoru asintió con una ansiedad que no podía ocultar, Suguru sonrió.
— Claro que no.— increíblemente, la risa de Suguru había distendido el ambiente de la habitación y también le había causado otro ataque de tos.— Satoru…si hay algo que justamente no me genera incertidumbre, eres tú. O al menos, lo que yo siento por ti. No te pongas rojo.
— Yo no me pongo rojo.— Suguru apartó un mechón de cabello blanco de su rostro y Satoru sintió que ardía aún más.— No te irás a ningún lado, ¿verdad? No sé qué ideas raras estás teniendo, pero no cometas ninguna estupidez, Suguru. No quiero tener que elegir entre perseguirte o…
— Nunca te haría elegir algo así. Lo que menos quiero es que sufras, menos ser yo el causante.
Satoru aún sentía sus mejillas ardiendo cuando Suguru pronunció aquellas palabras en un tono suave, bajo y casi vergonzoso. Con el paso de los meses y pese a lo despistado que podía llegar a ser, había aprendido qué significaba cada gesto, cada tono de voz y cada mirada porque Suguru se comunicaba más con el lenguaje corporal que con las palabras en sí, por muy sutil que fuera. A decir verdad, nunca se había tomado semejante trabajo antes porque, de hecho, a Satoru jamás le había importado tanto una persona como lo hacía Suguru en esa época de su vida.
Por eso, aún enfermo y sonando convincente, Satoru había percibido la sensación amarga y desagradable de la mentira en sus palabras. Sin embargo, había optado por callar pensando que, con el paso del tiempo y la estabilización de la situación, Suguru iba a mejorar y las cosas iban a cambiar, que Satoru podría hacer la misma pregunta y, con el problema ya resuelto, la respuesta cambiaría e incluso, tal vez, Suguru finalmente podría contarle qué era aquello que lo había angustiado tanto en esos momentos.
Más no sólo no fue así, sino que la cuestión había empeorado a un ritmo tan vertiginoso que Satoru ni siquiera pudo prever en qué momento Suguru había descendido a un abismo sin retorno, sin pedido de auxilio. Se había hundido profundamente y en completa soledad al punto en el que ya, casi al final, ni siquiera podía reconocer a la persona de la cual se había enamorado tan perdidamente.
Y se había marchado.
Antes de que pudiera reaccionar, Suguru había abandonado las instalaciones del colegio en lo que parecía una misión sencilla - para el calibre de poder que manejaban ambos para ese momento - pero que se había transformado en una pesadilla colectiva y específicamente, personal para Satoru.
Si Satoru comenzaba a hacerse las preguntas pertinentes…simplemente su mente se transformaba en el caos absoluto; ¿en qué momento Suguru había pasado de ser una persona buena, humilde y noble…a transformarse en un asesino sádico? ¿En qué momento había perdido la razón de aquella manera, había sido un evento aislado o la conclusión a la que había llegado después de todos aquellos meses de angustia?
Sentía pena por las víctimas de aquel poblado, por los padres de Suguru, por todo el daño colateral que había causado…pero más pena había sentido por sí mismo. Se había compadecido con la única pregunta que taladraba su cerebro una y otra vez, desplazando al resto y que, aún con el paso de los meses y los años, seguía atormentándolo.
¿Por qué no se había dado cuenta que Suguru se encontraba en tan mal estado y que había necesitado su ayuda? ¿Por qué no había hablado con él, por qué no había insistido más?
Y pese al sentimiento de culpa, siempre llegaba a la misma conclusión absurda que sólo lo conducía a un resentimiento melancólico: porque Suguru se había esforzado tanto - incluso hasta el último instante - en que Satoru se despreocupara de la situación, que éste simplemente había decidido mirar hacia otro lado con aquel pensamiento infantil de que seguramente, en el fondo, se trataba de una tontería.
Más lo cierto era que, en el último momento, Suguru no lo había hecho elegir, en eso sí no había mentido pero no de la manera en la que Satoru alguna vez hubiese esperado de él. Había tomado la decisión por los dos y se había marchado sólo, decidiendo por él qué camino debía de tomar Satoru y cuál debía de tomar él mismo.
Quería odiarlo, realmente deseaba hacerlo, no sólo por el daño que había causado a los demás sino también por el que le había causado a él…más la decepción, la tristeza y el enojo se habían transformado en un sentimiento de traición que, con el paso del tiempo, se había enfriado hasta sólo convertirse en un vacío, en un agujero gigante dentro del pecho de Satoru al que evitaba prestar atención.
¿Cómo siquiera podía odiar a alguien que había considerado parte de sí mismo?
El tiempo no lo curaba todo, pero sí aplacaba la intensidad de los sentimientos iniciales dejando sólo una estela de lo que alguna vez fueron. El adolescente Satoru tuvo que transformarse en Gojo Satoru, el hechicero más fuerte dejando atrás en el pasado, aquello que había podido ser y nunca fue.
El hechicero más fuerte. El único. Por los dos.
