Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 6
YO:
S.O.S.
NYA
EL SEÑOR HAMILTON ESTÁ AQUÍ Y LE DIJE QUE ESTOY CASADA Y NO
SÉ POR QUÉ. AHORA TENGO QUE FINGIR SER LA ESPOSA DE EDWARD
DURANTE UNA CENA COMPLETA Y ES PROBABLE QUE ME DESPIDAN Y
TENGA QUE DORMIR EN TU BAÑADERA PORQUE NO SÉ MENTIR.
NYA, ESTA ES UNA EMERGENCIA DE GEMELAS.
Nya:
ESPERA.
No me quedan fluidos en el cuerpo.
Hace 36 horas que no me separo de mamá.
Si no me mata la intoxicación puede que igualmente le pida a alguien que me
mate. O a ella.
ASÍ QUE PARA UN POCO POR FAVOR.
Yo:
Perdón, perdón
PERO ESTOY DESESPERADA
Nya:
¿Tu jefe está en el hotel? ¿En Maui?
Yo:
Está celebrando su aniversario.
Alguien me llamó señora Cullen y creo que enloquecí.
Nya:
Te llamarán señora Cullen durante toda la estadía.
Mejor que vayas acostumbrándote. Y cálmate. Puedes con esto.
Yo:
¿Sabes quién soy? Definitivamente no puedo con esto.
Nya:
Tienes que dar respuestas simples.
Te delatas cuando te pones nerviosa.
Yo:
Oh, por Dios. Eso es justo lo que dijo Edward.
Nya:
¿Quién iba a decir que Edward era tan inteligente?
Ahora, si me disculpas, tengo que ir a vomitar por vez número 50 en el día de
hoy.
No desperdicies mi viaje.
Miro fijo a mi teléfono y deseo que mi hermana estuviera conmigo. Sabía que esta racha de suerte era muy buena para ser real. Le escribo un mensaje rápido para pedirle que me llame a la noche y que me tenga informada sobre cómo se siente. Luego le escribo a Alec:
Yo:
Enséñame a mentir
Alec:
¿Quién habla?
Yo:
MALDITA SEA, ALEC.
Alec:
ESTÁ BIEN. ¿A quién tenemos que mentirle?
Yo:
A mi nuevo jefe.
Alec:
¿En Maui?
Yo:
No preguntes.
Solo explícame cómo lograste salir con aquellos gemelos sin que ninguno de los
dos supiera que veías al otro.
Ilumíname, Yoda.
Alec:
Regla número uno: solo miente si es necesario y mantén la mentira simple.
Explicas demasiado, me da vergüenza ajena.
Yo:
AVANZA.
Alec:
Debes saber cómo continuará la historia.
No intentes improvisar. Por dios, eres pésima en eso.
No juguetees con las manos, no toques tu cara. Sueles hacer eso. Solo quédate
quieta.
Ah, y, si puedes, tócalos tú a ellos.
Crea una sensación de intimidad y hace que prefieran quitarse los pantalones
antes que seguir indagando en tu historia.
Yo:
¡Es mi jefe!
Alec:
Un poco de contacto no dañará a nadie.
Yo:
Alec…
Eres científica, investiga.
Escucho un golpe y alzo la vista del buscador abierto en mi celular.
—No es que quiera ser el cliché del esposo que te regaña por llegar tarde —hace una pausa y puedo imaginarlo mirando su reloj con el ceño fruncido—. Pero son casi las seis.
—Lo sé —reprimo el grito en mi respuesta.
Luego de que Edward accedió a la cena, salí disparada al dormitorio para probarme cada una de las prendas que había empacado, justo antes de escribirle a mi hermana y a Alec con terror. El dormitorio es un desorden y no creo estar más lista para enfrentar la situación de lo que estaba hace una hora. Soy un desastre.
La voz de Edward vuelve a llegar desde el pasillo, pero esta vez más cerca.
—"Lo sé" de la familia de Ya casi estoy o "Lo sé" de la familia de Sé leer un reloj, vete al carajo.
Las dos, si tengo que ser honesta.
—La primera.
—¿Puedo entrar a mi dormitorio? —pregunta mientras golpea.
Mi dormitorio. Abro la puerta y lo dejo entrar, estoy orgullosa del desorden que le dejo.
Edward avanza. Está a punto de conocer a mi jefe y pasar las horas siguientes mintiéndole en la cara. Viste unos vaqueros negros y una camiseta de la cervecería Surly. Parece que va a ir a cenar en Chili´s, no a conocer al nuevo jefe de su esposa. Su aparente calma solo acrecienta mi pánico, porque claro que no está preocupado; no tiene nada que perder. El miedo florece en mi estómago. Edward puede con esto, yo no puedo para nada.
Contempla el dormitorio y se pasa una mano por el pelo que, por supuesto, vuelve a caer perfectamente en su lugar.
—¿Todo esto estaba en una maleta?
—No tengo experiencia en esto.
—Esa es mi impresión general de ti. Sé más específica.
Me dejo caer sobre la cama, pateo un sujetador fucsia hacia un costado y gruño cuando se me atasca en el tacón.
—Cuando miento, me descubren. Una vez le dije a un profesor que mi compañera de cuarto estaba muy enferma y debía faltar a clase para cuidarla. Justo en ese momento, ella pasó caminando por el pasillo y él la reconoció de la clase de los martes.
—Te equivocaste en haber ido. Tendrías que haber enviado un mail como cualquier buen mentiroso.
—Otra vez, en la escuela secundaria, le pedí a mi primo Theo que llamara a la escuela, se hiciera pasar por mi padre y dijera que estaba enferma, pero la secretaria del colegio llamó a mi mamá para reconfirmar porque mi papá nunca antes había llamado.
—Bueno, ahí falló la planificación. ¿Pero por qué todo esto es relevante ahora?
—Porque intento parecer una esposa y estuve investigando cómo mentir.
Se estira hacia mi pierna, la mano tibia me envuelve la pantorrilla y desenreda el sujetador de mi tacón.
—Entiendo. ¿Y cómo debe lucir una esposa?
Le arranco el sujetador que ahora cuelga de su dedo.
—No lo sé. ¿Como Nya?
—Eso no va a suceder. —Su carcajada resuena en toda la habitación.
—¡Ey! Somos gemelas.
—No tiene que ver con parecidos —dice, y el colchón se hunde por su peso cuando se sienta a mi lado—. Nya tiene una seguridad indescriptible. Es cómo se mueve. Como si, sin importar lo que suceda, ella tuviera todo bajo control.
Me divido entre el orgullo por mi hermana (porque, sí, todo lo que Edward dice es verdad) y la curiosidad que me genera saber qué piensa él de mí. Ganan la vanidad y el espíritu de confrontación que me despierta:
—¿Y yo qué impresión doy?
Mira hacia mi celular y estoy segura de que vio la frase Cómo mentir y que te crean en el buscador. Se ríe y niega con la cabeza.
—Que deberías meter la cabeza entre las piernas y empezar a rezar.
Estoy a punto de empujarlo de la cama cuando se levanta, mira teatralmente su teléfono y vuelve a mirarme.
Entiendo el gesto pasivo agresivo. Me levanto, miro el espejo por última vez y tomo mi bolso.
—Terminemos con esto.
Mientras nos dirigimos al elevador, Edward me recuerda la enorme injusticia del universo: incluso con una luz que no ayuda, se ve guapo. De alguna manera, las sombras le remarcan los rasgos de un modo que solo lo vuelve más atractivo. Parada frente a las puertas de espejos, descubro que no tienen el mismo resultado en mí.
Como si pudiera leer mi mente, Edward me da un golpe con la cadera.
—Basta. Te ves bien.
Bien, pienso. Bien como puede verse alguien que ama los bollos de queso. Como una mujer cuyos pechos casi se escapan de su vestido de dama de honor. Como una mujer que merece tu desprecio por no ser perfecta.
—Puedo escucharte analizar esa pequeña palabra y darle más importancia de la que tiene. Te ves genial. —Una vez dentro del elevador, presiona el botón para ir al lobby y agrega—. Siempre te ves genial.
Esas cuatro palabras me rebotan varias veces en el cráneo antes de que el cerebro las absorba. ¿Siempre me veo genial? ¿Quién cree eso? ¿Edward?
Comenzamos a descender y parece que el elevador, como yo, contiene la respiración. Me encuentro con el reflejo de mi mirada en el espejo y observo a Edward.
Siempre te ves genial.
Se sonroja y creo que desea que el cable se corte y la muerte nos abrace.
Aclaro la garganta.
—En 1990 un estudio demostró que es más fácil descubrir a un mentiroso cuando miente por primera vez. Deberíamos ensayar lo que vamos a decir.
—¿Necesitas internet para saber eso?
—Las cosas me salen mejor cuando estoy preparada. La práctica hace al maestro.
—Bien. —Hace una pausa para pensar—. Nos conocimos por amigos en común, técnicamente no es una mentira, así que debería ser más difícil que lo arruines, y nos casamos la semana pasada. Soy el hombre más feliz del mundo, etcétera, etcétera.
—Nos conocimos por amigos en común, salimos unos meses y oh por Dios, me emocioné tanto cuando me rogaste que me casara contigo —repito mientras asiento con la cabeza.
—Me arrodillé mientras acampábamos en el lago Moose. Usé un Ring Pop como anillo de compromiso.
—¡Los detalles son una buena idea! Nuestras ropas olieron a humo durante todo el día siguiente —digo— pero no nos importó porque estábamos rebosantes de felicidad y muy ocupados con el sexo de celebración.
Un silencio incómodo invade el elevador. Lo miro con una extraña combinación de horror y diversión por haber logrado dejarlo sin palabras tras imaginarse teniendo sexo conmigo.
—Sí. Creo que podríamos ahorrarle ese detalle a tu nuevo jefe —tartamudea.
—Y recuerda —digo, encantada con su incomodidad—. No te mencioné a ti ni a nuestro compromiso en la entrevista, así que tenemos que parecer un poco abrumados por los preparativos.
El elevador suena y las puertas se abren en el lobby.
—No creo que vaya a tener ningún problema para fingir la confusión.
—Y ser encantador —agrego—. Pero no encantador irresistible. Encantador tolerable. No tienen que querer volver a verte. Porque es muy probable que vayas a morir o convertirte en una persona horrible. —Logro ver un gesto de irritación mientras avanza por el lobby y no puedo evitar tensar un poco más la cuerda—. En resumen, sé tú mismo.
—Dios, dormiré tan bien esta noche. —Se estira como si ya estuviera listo para zambullirse en la enorme cama—. Deberías tener cuidado con el lado izquierdo del sofá. Estaba leyendo ahí más temprano y me di cuenta de que hay un resorte salido que pincha un poco.
Una música suave nos envuelve mientras salimos. El restaurante está justo al lado de la playa; una ubicación ideal para ahogarme en el océano cuando todo esto me estalle en la cara.
Edward abre la puerta hacia el imponente jardín y la sostiene para que yo pase e inicie la caminata por el sendero iluminado.
—Repíteme de qué es la compañía —pide.
—Hamilton Biotecnología es una de las compañías más prestigiosas en el campo de la investigación. Ahora, por ejemplo, han creado una nueva vacuna contra la gripe. Por lo que he leído al respecto, parece revolucionaria. Realmente quería este puesto, así que puedes comentar que estamos muy felices por mi contratación y que no paro de hablar de ello.
—Se supone que estamos en nuestra luna de miel. ¿De verdad quieres que diga que no paraste de hablar de vacunas contra la gripe?
—Sí.
—Repíteme de qué trabajas. ¿Personal de limpieza? —Ah. Ahí estaba.
—Soy coordinadora en medicina científica, Eragon. Básicamente hablo con médicos sobre nuestros productos desde un punto de vista más técnico que los vendedores. —Lo observo mientras caminamos. Parece un estudiante que intenta memorizar todo minutos antes del examen—. Él y su esposa están aquí festejando su aniversario número treinta. Si tenemos suerte, podremos preguntarles sobre su relación y no hablar nada de nosotros.
—Para alguien que se jacta de ser desafortunada, tienes mucha confianza en tu buena racha.
Hace un pequeño gesto cuando se da cuenta de que su observación me golpeó como una cachetada. Nos detenemos frente a una fuente reluciente y Edward toma de su bolsillo una moneda (pero no esa moneda) y la arroja en el agua.
—En serio, relájate. Estaremos bien.
Lo intento.
Seguimos el sendero hasta una construcción con el estilo típico de la Polinesia y nos acercamos a la recepción.
—Tenemos una reserva a nombre de Hamilton.
Vestida de blanco y con una gardenia sostenida del pelo la recepcionista busca el nombre en la computadora y nos mira con una gran sonrisa.
—Por aquí.
Me cruzo frente a Edward para rodear el mostrador y entonces sucede: se ubica a mi lado y presiona la palma contra mi cintura.
Así sin más, nuestra burbuja de espacio personal queda destruida.
Me mira con una sonrisa dulce y no puedo dejar de notar los impresionantes ojos verdes. Empiezo a caminar con su mano quieta en el lugar. La transformación es… impresionante. Debilitante.
Tengo un nudo en el estómago, el corazón en la garganta y, en cada centímetro de mi piel, algo imposible de ignorar está ocurriendo.
El restaurante está construido sobre una laguna y nuestra mesa es casi una barra con vista al agua. El interior es elegante y acogedor, está decorado con candelabros de vidrio y faroles con velas que hacen que el lugar brille.
El señor Hamilton se para cuando nos ve entrar; por suerte, la bata blanca de peluche fue reemplazada por una camisa con estampado floral. El gran bigote se ve tan sólido como siempre.
—¡Ahí están! —exclama, asintiendo hacia mí y acercando la mano a Edward—. Cariño, ella es Isabella, la nueva integrante del equipo de la que te hablé, y él es su esposo…
—Edward —completa, y su sonrisa embriagadora me pega justo en la vagina—. Edward Cullen.
—Qué alegría conocerte, Edward. Ella es mi esposa, Molly.
Charles Hamilton se gira hacia la mujer a su lado: cabello castaño, mejillas rosadas y un hoyuelo pronunciado que la hace parecer demasiado joven para alguien que celebra su tercera década de matrimonio.
Todos nos estrechamos las manos. Edward corre una silla para mí, sonrío y me siento con sumo cuidado. Mi lado racional sabe que no lo hará, pero algo dentro de mí cree que puede correrla para hacerme caer.
—Gracias por invitarnos —dice Edward con la sonrisa de dieciocho quilates intacta. Con naturalidad, pasa un brazo por el respaldo de mi silla y se inclina hacia mí—. Isabella está muy entusiasmada por el nuevo trabajo. No para de hablar de eso.
Me río con una risa ja-ja-ja, oh, qué tonto y le piso el pie con disimulo por debajo de la mesa.
—Me alegra que ninguna compañía nos la haya arrebatado — dice el señor Hamilton—. Tenemos mucha suerte de contar con ella. ¡Y qué sorpresa enterarnos de la boda!
—Todo sucedió muy rápido —digo, y me inclino hacia Edward intentando parecer natural.
—¡Como una emboscada! —Mi tacón se hunde todavía más en la punta de su zapato y se queja—. ¿Qué hay de ustedes? Treinta años es increíble.
Molly mira a su esposo y sonríe.
—Treinta maravillosos años, aunque hay momentos en los que no entiendo cómo no nos divorciamos.
Edward se ríe despacio y me mira con adoración.
—Aw, princesa, ¿puedes imaginarte treinta años de esto?
—¡Claro que no! —exclamo, y todos se ríen porque, obviamente, creen que es un chiste. Mientras me aparto un mechón de pelo de la frente, recuerdo que se supone que no debería tocarme la cara. Entonces me cruzo de brazos y recuerdo que internet también lo desaconseja. Maldita sea.
—Cuando Charlie me dijo que se había encontrado contigo — comenta divertida Molly— no podía creerlo. ¡Y en tu luna de miel!
—¡Sí! Muy… gracioso.
La mesera aparece y Edward finge besarme el cuello.
—Mierda, Isabella —susurra justo en mi oído—. Relájate.
Vuelve a enderezarse y sonríe mientras la mesera lee los especiales. Luego de algunas preguntas, pedimos una botella de pinot noir para la mesa y nuestros platos.
Mis esperanzas de que la conversación no se centre en nosotros se desvanece cuando la mesera se aleja.
—¿Y cómo se conocieron? —pregunta Molly.
Una pausa. Simple, Bella, simple.
—Nos presentó un amigo en común. —Obtengo como respuesta sonrisas amables y la expectativa de Molly y Charlie de que cuente lo jugoso de la historia. Me acomodo en mi asiento y cruzo las piernas—. Y, em, me invitó a…
—Unos amigos en común habían empezado una relación —Edward intercede y la atención (por suerte) se centra en él—. Organizaron una fiesta para presentar a sus conocidos. Me fijé en ella en cuanto entró.
—Amor a primera vista —dice Molly y cruza las manos sobre el pecho.
—Algo así. —Tuerce la comisura del labio—. Llevaba una camiseta que decía Sé el hadrón de mi acelerador de partículas y pensé que tenía que conocer a esa chica.
El señor Hamilton lanza una carcajada parecida a un ladrido y le pega a la mesa con el puño. La mandíbula se me cae por la sorpresa y apenas puedo evitar que golpee el suelo. Lo que acaba de contar Edward no es la primera vez que nos vimos, pero sí la segunda o la tercera; de hecho, fue la noche en la que decidí que no iba a esforzarme más para caerle bien porque cada vez que intentaba ser amable huía como una comadreja. Y aquí está ahora, describiendo de memoria la camiseta que llevaba puesta. Yo apenas puedo recordar qué usé anoche, ni hablar de lo que tenía puesto otra persona hace dos años y medio.
—¿Y el resto es historia? —insiste el señor Hamilton.
—Algo así. Al principio no nos llevamos muy bien. —Los ojos de Edward me contemplan con adoración—. Pero aquí estamos — redondea y guiña un ojo a los Hamilton—. ¿Y ustedes?
Charlie y Molly nos cuentan que se conocieron en un encuentro de solteros organizado por dos iglesias cercanas y, como él no la invitaba a bailar, ella atravesó el salón y tomó el toro por las astas.
Me esfuerzo por prestar atención, en serio, pero es imposible con Edward tan cerca. Deja el brazo en el respaldo de mi silla y, si me inclino apenas un poco, sus dedos me rozan el hombro y la nuca.
Cada vez que pasa, siento chispas.
Trato de quedarme tan derecha como puedo.
Cuando llegan nuestras entradas, empezamos a comer. Empieza a correr el vino y el carisma de Edward embelesa a todos. La cena se vuelve no solo tolerable sino encantadora. No sé si quiero agradecerle o estrangularlo.
—¿Sabían que cuando Bella era niña se quedó atrapada dentro de una máquina atrapa peluches? —dice Edward, volviendo sobre la más traumática (pero también, debo admitir, más graciosa) de mis anécdotas—. Pueden buscar el archivo en YouTube. Es una joya de comedia televisiva.
Molly y Charlie se horrorizan por la pequeña Bella, pero puedo jurar que irán corriendo a mirarlo.
—¿Cómo te enteraste? —le pregunto con genuina curiosidad.
Estoy segura de que yo no se lo conté, pero no puedo imaginarlo hablando sobre mí con alguien más o (menos todavía) buscándome en internet. La sola idea me hace contener la risa.
Edward se acerca a mi mano y entrelaza sus dedos con los míos.
Son fuertes, cálidos y me toman con firmeza. Odio que se sienta tan bien.
—Me lo contó tu hermana —dice—. Creo que sus palabras textuales fueron "El peor premio".
La mesa rompe en carcajadas. El señor Hamilton se ríe tanto que se pone rojo, color que queda exagerado por el contraste con el gran bigote plateado.
—Recuérdame agradecerle cuando volvamos a casa —comento mientras estiro la mano para vaciar mi copa de vino.
—¿Cuántos hermanos tienes, Bella? —pregunta Molly y, sin parar de reírse, se seca las lágrimas con una servilleta.
—Solo una. —Debo ser simple, como aconsejó Edward.
—Son gemelas —agrega Edward.
—¿Idénticas? —indaga Molly.
—Idénticas —confirmo.
—Son exactamente iguales —asegura Edward—. Pero sus personalidades son polos opuestos. Como el día y la noche. Una tiene todo bajo control, y la otra es mi esposa.
Charlie y Molly vuelven a romper en carcajadas. Tomo la mano de Edward y, mientras finjo una sonrisa del tipo Aw, te amo, tontín, intento fracturarle los dedos con el puño. Tose y los ojos se le llenan de lágrimas.
—Esto ha sido muy divertido. —Molly confunde la mirada vidriosa con emoción y nos mira con ternura—. Una manera maravillosa de terminar este viaje.
Es claro que mi falso esposo logró cautivarla y se dirige a él con el hoyuelo en su máximo esplendor.
—Edward, ¿Bella te comentó sobre el grupo de matrimonios de Hamilton?
¿Grupo de matrimonios? ¿Seguir en contacto?
—Claro que no —responde.
—Nos juntamos una vez por mes. Somos casi todas mujeres, pero, Edward, eres encantador. Estoy segura de que todos van a amarte.
—Somos un grupo muy unido —agrega el señor Hamilton—. Más que compañeros, somos como una gran familia. Ustedes dos no tardarán en adaptarse. Bella, Edward, es un placer darles la bienvenida a Hamilton.
—No puedo creer que contaste la historia de los peluches —le reprocho mientras volvemos a nuestra habitación por el sendero del jardín—. Sabes que van a buscarlo en internet y eso significa que el señor Hamilton me verá en ropa interior.
Por suerte volvió la burbuja de espacio personal. Este lado de Edward que no odio por completo es desconcertante. Conocer a un Edward cariñoso y encantador es como descubrir que puedo caminar sobre el agua.
Dicho eso, la cena fue un éxito indiscutible y, por más que me alegre haber conservado mi empleo, me resulta irritante que Edward sea tan bueno en todo. No sé cómo lo hace. No tiene una gota de encanto el 99 % del tiempo, pero de repente ¡boom!, se transforma en el señor Simpatía.
—Es una historia divertida, Isabella —dice, caminando rápido y adelantándose algunos pasos—. ¿Debería haberles contado sobre la Navidad en la que me regalaste un software para redactar mi testamento?
—Me pareció un lindo gesto hacia tus seres queridos.
—Y a mí me pareció un buen tema de conversación… —Edward se detiene tan de golpe que choco de frente contra la sólida pared de ladrillos que es su espalda.
Recupero el equilibrio, pero sigo horrorizada por haber aplastado la cara contra el esplendor de su trapecio.
—¿Estás teniendo un infarto?
—No puede ser verdad —dice mientras se lleva la mano a la frente y gira la cabeza para escanear frenéticamente el camino por el que vinimos.
Trato de seguirle la mirada, pero me empuja detrás de la maceta de una enorme palmera y se acurruca a mi lado.
—¿Edward? —llama una voz seguida por el sonido de tacones contra el camino de piedras e insiste—. Juro haber visto a Edward.
—Gran favor: sígueme la corriente. —Se gira para mirarme y estamos tan cerca que puedo sentir la fuerza de su respiración sobre mis labios. Huelo el chocolate del postre que acaba de comer y un rastro de desodorante. Intento odiarlo.
—¿Necesitas mi ayuda? —pregunto y, si se oye entrecortado, debe ser porque comí mucho y quedé agitada por la caminata.
—Sí.
Despliego una sonrisa. De pronto me convierto en el Grinch con el gorro de Santa.
—Te saldrá caro.
—La habitación es tuya. —Luce enojado por dos segundos antes de que el pánico lo invada.
Los pasos se acercan y una cabellera rubia irrumpe en mi espacio.
—Oh, por Dios. ¡Sí que eras tú! —exclama y envuelve a Edward en un abrazo ignorándome por completo.
—¿Sophie? —dice fingiendo sorpresa—. Yo… ¿qué haces tú aquí? —Edward se separa del abrazo y me mira con los ojos bien abiertos.
Ella se gira para llamar al hombre que la acompaña y aprovecho la oportunidad para murmurar:
—¿¡Es Simba!?
Asiente abatido.
¡Qué incómodo! ¡Esto es mucho peor que cruzarte con tu nuevo jefe en bata!
—Billy —dice Sophie con orgullo mientras empuja hacia delante al hombre que la acompaña. Me quedo boquiabierta porque es igual a Norman Reedus, pero más grasiento—. Él es Edward, el chico del que te conté. Edward, él es Billy, mi prometido.
Incluso en la oscuridad de la noche puedo ver cómo Edward empalidece.
—Prometido —repite.
El planeta deja de girar y que Edward haya sido presentado como el chico del que te conté solo hace la situación infinitamente más incómoda. ¿Edward y Sophie no estuvieron juntos un par de años?
No hay que ser muy inteligente para entenderlo: la reacción de Ethan al verla, la manera en la que me evadió cuando le pregunté por ella en el avión. La ruptura fue reciente, ¿y ya está comprometida? Auch.
Pero como si alguien en algún lado hubiera tocado un botón imaginario, el robot Edward vuelve a encenderse y le estira la mano a Billy con una seguridad admirable.
—Encantado de conocerte.
Avanzo a su lado y enrosco su brazo con el mío.
—Hola, soy Isabella.
—Claro, disculpa —dice—. Bella, ella es Sophie Sharp. Sophie, ella es Isabella Swan. —Hace una pausa y el aire se tensa por la expectativa de lo que sigue. Siento que estoy en la parte trasera de una motocicleta, contemplando el borde de un cañón, sin saber si pisará el acelerador y nos tirará al precipicio. Lo hace—. Mi esposa.
Las fosas nasales de Sophie se ensanchan, estoy segura de que podría matarme. Pero al instante su expresión se transforma en una sonrisa relajada.
—¡Guau! ¡Esposa! ¡Increíble!
El problema de mentir con las relaciones es que las personas son criaturas cambiantes e inconstantes. Por lo que sé, Sophie terminó las cosas, pero ver que Edward ya no está disponible lo hará parecer prohibido… y por lo tanto más atractivo. No sé qué fue lo que hizo que su relación terminara ni si él quiere recuperarla, pero si es así, me pregunto si será consciente de que fingir un matrimonio aumenta las posibilidades de que ella también quiera volver.
—¿Cuándo sucedió? —pregunta Sophie, me mira y luego a Edward. Creo que todos podemos darnos cuenta de que se esfuerza por no sonar agresiva, lo que solo vuelve todo más incómodo (y maravilloso).
—¡Ayer! —Sacudo el dedo para mostrar mi alianza y el oro centellea con la luz de las antorchas.
—¡No puedo creer que no me haya enterado! —exclama y vuelve a mirarlo.
—¿Por qué? —dice Edward con una risa aguda—. No volvimos a hablar, Soph.
Y oh. Tensión. Esto es tan tan incómodo (y jugoso). Mi curiosidad está en su punto máximo.
Ella hace un pequeño puchero con el labio.
—¡Igual! Deberías haberme contado. Guau. Edward… casado. —Es imposible ignorar cómo se le endurece la boca y se le tensa la mandíbula.
—Sí —dice—. Fue bastante rápido.
—¡Parece como si hubiéramos tomado la decisión de estar casados hace solo unos minutos! —aporto con una sonrisa adorable.
Me estampa con fuerza un beso en la mejilla y reprimo las ganas de limpiarlo con el puño como si me hubieran pegado una lagartija muerta.
—Y tú estás comprometida —dice Edward y levanta los pulgares en un gesto rígido y extraño—. Míranos… siguiendo con nuestras vidas.
Sophie es bajita, delgada y está usando una bonita blusa de seda, vaqueros ajustados y tacones altísimos. Estoy casi segura de que ese bronceado salió de una lata, así como su color de pelo, pero eso es todo lo que puedo decir de ella. Intento imaginármela dentro de veinte años (un poco arrugada, uñas rojas que envuelven una botella de Coca Cola dietética), pero por el momento tiene una belleza casi inalcanzable que me hace sentir inferior y regordeta. Es fácil imaginarla junto a Edward en una tarjeta de Navidad, vistiendo cardiganes de J. Crew frente a una gran chimenea de piedra.
—Podríamos ir a cenar —sugiere ella, con tan poco entusiasmo que se me escapa una carcajada antes de que Edward me apriete la mano.
—Sí —respondo para disimular—. Cenar. Lo hacemos todas las noches.
Edward me mira de reojo y puedo notar que no quiere matarme, sino que está conteniendo la risa.
Billy interviene, bastante tranquilo con la idea de la cena.
—¿Por cuánto tiempo van a quedarse?
—Diez días —responde Edward.
Como no puedo resistir otra cena falsa, arriesgo el todo por el todo. Me abrazo a su cintura, lo miro con un gesto (espero) sexy y digo:
—Bebé, en verdad me sentiré horrible si planeamos algo y no cumplimos. Hoy apenas pudimos salir del dormitorio… —Paso los dedos por su pecho y jugueteo con los botones de la camisa. Guau, es una sólida pared de músculos—. Ya te compartí hoy, no creo poder hacerlo también mañana.
Edward levanta una ceja y me pregunto si la tensión que refleja su rostro es porque no puede imaginarse teniendo sexo conmigo ni una vez, y mucho menos ininterrumpidamente por una tarde entera.
Logra escaparse de su infierno mental y me besa con suavidad la punta de la nariz.
—Buen punto princesa. —Se gira hacia Sophie—. ¿Podemos organizar después?
—Claro. ¿Sigues teniendo mi número?
—Imagino que sí —dice con un gesto divertido.
Sophie da unos pasos hacia atrás y los tacones dorados suenan como garras de gatitos contra el suelo.
—Bueno, bien… ¡Felicitaciones! Espero volver a verlos pronto.
Tironea a Billy con brusquedad y siguen su camino por el sendero.
—¡Un placer conocerlos! —grito antes de volverme a mirar Edward—. Puede que sea una pésima esposa en el futuro, pero al menos aprendí algo sobre mentir.
—Es un logro.
Separo mis manos de su cuerpo y las sacudo.
—Dios, ¿por qué me besaste la nariz? Eso no estaba en el acuerdo.
—Me pareció que no iba a molestarte después de que me manosearas.
Me burlo del término y volvemos a acomodarnos en el camino cuando vemos que Sophie se alejó lo suficiente.
—Nos salvé de otra cena en el infierno. Si no fuera por mí, tendrías que pasar la noche de mañana con Barbie Malibú y Daryl Dixon. De nada.
—¿Se va tu jefe y llega mi ex? —Edward descarga su frustración con una seguidilla de largas zancadas y tengo que trotar para poder seguirle el paso—. ¿Nos ganamos un lugar en el octavo círculo del infierno? Ahora tenemos que seguir con este numerito de la pareja hasta el final de la estadía.
—Debo admitir que me siento un poco responsable. Si las cosas van bien y yo estoy cerca, ten cuidado. ¿Viaje gratis? Te encontrarás a tu jefe. ¿Se va el jefe? La ex de tu acompañante aparece de la nada.
Empuja la puerta del lobby y me choco de frente con el frío del aire acondicionado y el gorgoteo relajante de la fuente.
—Soy un gato negro —le recuerdo—, un espejo roto.
—No seas ridícula. —Toma otra moneda (que tampoco es esa), la hace girar en el aire con un impulso del pulgar y cae el agua—. La suerte no funciona de ese modo.
—Ilumíname sobre cómo funciona, Edward—estiro las palabras sin perderle el rastro a la moneda.
Me ignora.
—Como sea —digo— este hotel es enorme. Tiene como cuarenta hectáreas y nueve piscinas. Apuesto a que no volveremos a cruzarnos con Simba y Daryl.
—Tienes razón —Edward sonríe a medias, con desconfianza.
—Claro que sí. Pero también estoy agotada. —Atravieso el lobby y presiono el botón para llamar al elevador—. Propongo que demos por terminado este día y mañana veremos todo con más
claridad.
Las puertas se abren y entramos, juntos pero separados.
—Y gracias a la señorita Sophie me espera una cama gigante — deslizo mientras presiono el botón de la planta más alta.
Su expresión reflejada en el espejo muestra a un hombre mucho menos presumido que hace algunas horas.
