Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Una luna sin miel" de Christina Lauren, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 8
El bote en cuestión es enorme: tiene una gran cubierta inferior, un cómodo espacio interno con bar y parrilla, y una terraza llena de luz solar. Mientras el resto del grupo busca dónde dejar sus bolsos y conseguir comida, Edward y yo nos dirigimos directo hacia el bar, pedimos tragos y comenzamos a subir por la escalera hacia la terraza vacía. Estoy segura de que pronto se llenará de gente, por lo que el pequeño respiro de soledad es maravilloso.
Hace calor; me quito el pareo y Edward se quita la camiseta; estamos juntos y semidesnudos, a plena luz del día, ahogándonos en el silencio.
Miramos cualquier cosa para evitar posar nuestros ojos sobre el cuerpo del otro. De pronto deseo que todos los pasajeros suban a la terraza.
—Bonito barco —comento.
—Sí.
—¿Qué tal está tu trago?
—Licor barato. Pero bien. —Se encoge de hombros.
El viento me arroja el pelo contra la cara como un látigo. Edward sostiene mi vodka tonic mientras busco en el bolso una banda elástica para atármelo. Dispara los ojos desde el horizonte hacia mi bikini rojo y de nuevo los aleja.
—Te vi.
—¿Qué viste?
—Me miraste el pecho.
—Claro que sí. Es como si hubiera otras dos personas con nosotros. No quería ser descortés.
En una secuencia digna de un guion, una cabeza se asoma por el extremo de la escalera: el imitador del maldito Daryl Dixon seguido por Sophie, como no podía ser de otro modo. Juro que puedo escuchar el grito del alma de Edward.
Trepan a la cubierta con margaritas en vasos plásticos.
—¡Chicos! —exclama Sophie cuando se acerca— Oh por dios, ¿no es muy lindi?
—Muy lindi —concuerdo, ignorando la expresión de horror en el rostro de Edward. No puede juzgarme más de lo que yo me juzgo.
Se quedan con nosotros (el cuarteto más inesperado) e intento disipar la incómoda tensión en el ambiente:
—Así que, Billy, ¿cómo se conocieron?
—En el supermercado. —Billy entrecierra los ojos por el sol.
—Billy es el subdirector del Club Foods de St. Paul —interviene Sophie—. Estaba reponiendo artículos escolares y yo compraba platos descartables en el otro lado del pasillo.
Espero, porque creo que habrá más. Pero no.
El silencio se estira hasta que Edward acude al rescate:
—¿El que está en Clarence o…?
—No, no —murmura Sophie sobre su sorbete y sacude la cabeza mientras traga—. Arcade.
—No suelo ir ahí —comento. Más silencio—. Me gusta el que está en University.
—Hay buenos vegetales en ese —concuerda Edward.
Sophie se queda mirándome algunos segundos y luego se dirige a Edward:
—Se parece a la novia de Dane.
Mi estómago da un giro y, dentro del cráneo, mi cerebro adopta la forma de El grito de Munch. Claro que Sophie conoció a Nya. Si Edward y yo individualmente tenemos un coeficiente intelectual por encima de la media, ¿por qué somos tan estúpidos cuando estamos juntos?
Lo bombardeo con ondas cerebrales de pánico, pero él solo asiente con calma.
—Sí, son gemelas.
Billy parece impresionado, pero Sophie está mucho menos encantada con la posible pornografía casera.
—¿No es algo extraño? —pregunta.
Quiero gritar SÍ. MUY RARO. TODO ESTO ES MUY RARO, pero logro engrampar mis labios al sorbete y liquido la mitad de mi bebida. Luego de otra larga pausa, Edward dice:
—En realidad no.
Una gaviota vuela sobre nuestras cabezas. El barco se sacude mientras atravesamos las olas. Llego al final de mi trago y hago ruido con el sorbete hasta que Edward me codea. La situación es dolorosa.
Luego de un rato, Sophie y Billy deciden que es momento de sentarse y avanzan hacia una banca acolchada en la otra punta de la cubierta; bastante cerca como para considerar que seguimos compartiendo espacio, pero con la distancia suficiente para no tener que entablar conversación o escuchar la grosería que Billy susurra al oído de Sophie.
Edward pasa un brazo sobre mis hombros como un robot, un gesto torpe para indicar que Nosotros También Podemos Ser Cariñosos.
Insisto, estaba mucho más cómodo anoche. Con tranquilidad, respondo deslizando una mano alrededor de su cintura. Me había olvidado de que tenía el torso desnudo y mi palma entra en contacto directo con su piel. Edward se estremece un poco; me inclino más para acariciarle el hueso de la cadera con el pulgar.
Quería que le molestara, pero, en verdad… se siente bien.
Tiene la piel tan palida y firme que capta toda mi atención.
Es como el primer bocado de algo delicioso; quiero volver por más. El punto en el que mi pulgar toca su cadera pasa a ser la parte más caliente de mi cuerpo.
Con un gruñido cursi, Billy tironea a Sophie hacia su regazo y ella sacude los pies en el aire, diminuta y juguetona. Luego de un lapso de silencio que debería haberme servido de señal, Edward también se sienta y me empuja sobre sus muslos. Caigo con mucha menos gracia (mucho menos diminuta) y se me escapa un eructo cuando aterrizo.
—¿Qué haces? —pregunto cuando recobro el aliento.
—Dios, no lo sé —susurra con dolor—. Solo sígueme la corriente.
—Puedo sentir tu pene.
Se acomoda debajo de mí.
—Todo fue más fácil anoche.
—¡Porque no tenías nada que perder!
—¿Por qué está aquí? —sisea—. ¡El barco es enorme!
—Son tan adorables, chicos —comenta Sophie con una sonrisa—. ¡Qué pegotes!
—Muy pegotes —repite Edward y sonríe con los dientes apretados—. No nos cansamos de estar juntos.
—Totalmente —agrego y empeoro todo levantando los dos pulgares.
Sophie y Billy se mueven con mucha naturalidad. No así nosotros. Anoche, durante la cena con los Hamilton, la situación era muy distinta: cada uno tenía una silla y cierto espacio personal. Pero ahora mis piernas se resbalan sobre las suyas por el efecto del protector solar y tiene que volver a acomodarme a cada rato, estoy metiendo la barriga y mis cuádriceps tiemblan por el esfuerzo que conlleva no desplomar todo mi peso sobre él. Como si pudiera sentirlo, me atrae contra su pecho para que me relaje.
—¿Estás cómoda? —murmura.
—No. —Recuerdo con culpa cada carbohidrato que comí en mi vida.
—Gírate.
—¿Qué?
—Como… —Corre mis piernas hacia la derecha y me ayuda a acomodarme en su pecho—. ¿Mejor?
—Eh… —Sí, mucho mejor—. Da igual.
Estira los brazos sobre la barandilla de la cubierta y, juguetona, le envuelvo el cuello con los brazos en un esfuerzo por parecer alguien que tiene sexo con él regularmente.
Cuando levanto la vista, lo encuentro una vez más mirando mi escote.
—Muy disimulado.
Mira hacia otro lado, se sonroja y una descarga eléctrica viaja por mi cuello.
—En verdad son geniales, ¿sabes?
—Lo sé.
—Y se lucen más en este atuendo que con el vestido de Skittle.
—Me importa tanto tu opinión. —Me muevo. No entiendo por qué estoy tan inquieta—. De nuevo siento tu pene.
—Claro que lo sientes —dice con un pequeño guiño—. Raro sería que no lo sintieras.
—¿Es una broma de tamaño o de erección?
—Definitivamente tamaño, Inara.
Tomo el último trago aguado de mi bebida y exhalo con fuerza sobre su rostro para tirarle el olor a vodka barato.
—Eres una maestra de la seducción —comenta, todavía bizco.
—Me lo dicen seguido.
Tose y puedo jurar que lo veo esconder una sonrisa de felicidad genuina.
Y lo entiendo. Por mucho que lo odie… creo que empieza a gustarme lo que formamos cuando estamos juntos.
—¿Hiciste esnórquel alguna vez? —pregunto.
—Sí.
—¿Te gustó?
—Sí.
—¿Siempre eres tan mal conversador?
—No.
Volvemos al silencio. Pero estamos demasiado cerca y, si no hablamos, el sonido que se escucha es la humedad de los besos de Sophie y Billy, por lo que no tenemos muchas opciones. No podemos no hablar.
—¿Cuál es tu trago favorito?
Me mira con una paciencia dolorosa y gruñe:
—¿En serio tenemos que hacerlo?
Señalo con la cabeza hacia Sophie y su nuevo prometido, a quienes solo les faltan un par de segundos para empezar a hacer el amor con ropa.
—¿Prefieres mirarlos? También podríamos imitarlos.
—Caipiriñas —responde—. ¿Y tú?
—Soy chica de margaritas. Pero si te gustan las caipiriñas, hay un lugar a un par de cuadras de mi apartamento que hace las mejores que he probado.
—Deberíamos ir —dice, y es claro que no lo pensó porque de inmediato ambos lanzamos nuestra carcajada del tipo ups, ¡eso no sucederá!
—¿Es raro que no me parezcas tan desagradable como antes? —pregunta.
—Sí. —Le doy de probar su propia medicina monosilábica.
Pone los ojos en blanco.
Sobre sus hombros, el cráter Molokini aparece en el horizonte.
Es de un verde vibrante y tiene una forma peculiar e imponente.
Desde aquí ya puedo ver que el azul profundo de la bahía está repleto de pequeñas embarcaciones como la nuestra.
—Mira —señalo el horizonte—, no estamos perdidos en el océano.
—Guau —desliza por lo bajo.
Y en ese momento, por una fracción de segundo, nos entregamos al placer de disfrutar un momento juntos. Hasta que Edward decide que es tiempo de arruinarlo:
—Espero que no te ahogues ahí.
—Si sucede, el primer sospechoso siempre es el esposo. —Sonrío con maldad.
—Me retracto de mi "desagradable" comentario.
Otra persona se une al incómodo cuarteto de la terraza: el instructor de snuba, Nick, un joven con el cabello decolorado por el sol, piel demasiado bronceada y dentadura reluciente, quien se llama a sí mismo un "chico de la isla" pero apuesto a que nació en Idaho o Missouri.
—¿Quién hará snuba y quién esnórquel? —pregunta.
Miro con esperanzas de que Sophie y Billy (que tuvieron la decencia de despegar sus caras) elijan otra opción, pero ambos gritan "¡Snuba!" con mucho entusiasmo. Parece que tendremos que seguir soportándolos también bajo el agua.
Nos incluimos en el snuba y los fuertes brazos de Edward me levantan en el aire casi sin hacer esfuerzo. Me devuelve al suelo a un brazo de distancia y se queda parado a mis espaldas. Pasa un segundo hasta que recuerda que tenemos que mantenernos en niveles de contacto dignos de recién casados y me envuelve con un brazo para acercarme. Nuestros cuerpos están húmedos por el calor y al mínimo contacto quedamos succionados.
—¡Qué asco! —gruño—. Estás todo transpirado.
Estampa los antebrazos contra mis senos. Me alejo y le piso un pie.
—Ups, lo siento —miento.
Desliza el pecho por mi espalda hacia un lado y hacia el otro, a propósito, para contaminarme con sudor masculino.
Es el peor… ¿Entonces por qué tengo que contener la carcajada?
Sophie aparece a su lado.
—¿Traes tu moneda de la suerte? —le pregunta.
Quisiera poder explicar el diminuto monstruo de los celos que ruge en mi pecho. Está comprometida con otra persona. Los chistes y secretitos de pareja ya no le pertenecen.
Antes de que pueda decir algo, Edward corre el brazo de mi pecho y apoya la palma directamente en mi barriga.
—Ya no la necesito porque la tengo a ella.
—¡Aww! —exclama Sophie con falsedad y luego me mira.
Guau, es una mirada cargada y silenciosa. Nuestras mentes están batallando. Me está midiendo. Intenta entender cómo Edward pasó de ser su novio a ser mi esposo.
Entiendo que fue ella quien terminó la relación; de no haber sido así, él no se tomaría el trabajo de la falsa esposa. Me pregunto si el rechazo que hay en su mirada es porque Edward la haya superado con tanta facilidad o porque lo haya hecho con alguien que no se le parece en nada.
Me recuesto contra él para mostrarle mi apoyo y no sé si nota que presiona las caderas contra mi espalda de un modo sutil: un empujón inconsciente. Dentro de mi pecho vuelan mariposas traidoras.
Pasaron solo unos segundos desde que sugirió que soy su amuleto, y se siente demasiado tarde para decirle que se equivoca, que es justamente lo opuesto; que, con mi suerte, me voy a clavar una astilla en el pie, me voy a desangrar en el océano y eso atraerá una horda de tiburones famélicos.
—¿Están listos para divertirse? —pregunta Nick interrumpiendo mis pensamientos.
—¡Claro que sí! —exclama Sophie con un tono digno de una fraternidad universitaria, y choca los cinco con Billy.
De parte de Edward espero un rígido choque de puños, pero me sorprende cuando sus labios aterrizan suaves en mi mejilla.
—¡Claro que sí! —susurra en mi oreja y se ríe bajito.
Nick nos ayuda a ponernos los trajes, las patas de rana y las máscaras, que solo cubren nuestros ojos y narices. Como bajaremos más de lo que se suele descender con esnórquel, también nos provee de boquillas que están conectadas a un gran tanque de oxígeno acomodado sobre una plataforma que permanecerá en la superficie y deberemos arrastrar con nosotros a medida que avancemos. Cada tanque puede proveer a dos nadadores, así que (por supuesto) me emparejan con Edward; lo que significa que tenemos que seguir juntos.
Cuando nos zambullimos en el agua, tomamos el equipamiento y puedo ver cómo Edward examina la boquilla intentando estimar la cantidad de personas que la chuparon y calcular qué tan bien la habrán limpiado luego de la última excursión. Me mira con el rabillo del ojo y puede percibir mi total falta de empatía por su crisis higiénica; respira hondo, se lo introduce en la boca y levanta los pulgares hacia Nick en un gesto ambiguo.
Nos hacemos cargo de la plataforma que lleva el oxígeno que compartimos. Nos miramos por última vez sobre la superficie y nos sumergimos. Me desoriento por un segundo hasta que logro respirar por el tubo y ver a través de la máscara; para no perder el hábito, intentamos nadar en direcciones opuestas. La cabeza de Edward asoma sobre la superficie y se sacude con impaciencia para indicar en qué dirección quiere ir.
Me rindo y lo dejo guiar. Bajo el agua, me dejo atrapar por lo que nos rodea. Un kihikihi negro, amarillo y blanco pasa disparado.
Un pez corneta atraviesa nuestro campo de visión, elegante y plateado. A medida que nos acercamos a los corales, el paisaje se vuelve cada vez más increíble. Con los ojos bien abiertos detrás de su máscara, Edward señala un cardumen rojizo de peces soldado justo cuando atraviesan una exuberante espiga amarilla. Las burbujas que expulsa su respiración parecen confeti.
No sé exactamente cómo sucede, pero en un momento estoy luchando por nadar más rápido y al siguiente la mano de Edward envuelve la mía y me ayuda a avanzar entre un pequeño grupo de o'ilis con lunares grises. Es tan silencioso aquí. Para ser honesta, nunca había sentido esta especie de calma y, a decir verdad, nunca en su presencia. Poco tiempo después, ambos estamos nadando en completa sincronía, con los pies moviéndose perezosos detrás.
Señala lo que ve; yo hago lo mismo. No hacen falta las palabras. No quiero pegarle ni hacerle un piquete de ojos, solo entender la confusa realidad de que sostenerle la mano aquí abajo no solo es soportable, sino que es lindo.
Volvemos a acercarnos al barco, emergemos agitados y empapados. La adrenalina me recorre; quiero proponerle a Edward que hagamos esto todos los días que nos quedan. Pero volvemos a la realidad tan pronto como nos quitamos las máscaras y Nick nos ayuda a salir del agua. Nos miramos y lo que sea que quería decirme muere en la garganta.
—Fue divertido —solo eso digo.
—Sí. —Se quita el chaleco de neopreno para entregárselo a Nick y se acerca cuando nota que necesito ayuda con la cremallera.
Tiemblo de frío, así que acepto su colaboración y me esfuerzo por no notar lo grandes que son sus manos y con qué habilidad logra liberarme.
—Gracias —deslizo mientras busco mi ropa seca en el bolso. No me gusta. No—. ¿Dónde puedo cambiarme?
Nick se encoge de hombros.
—Solo hay un baño y se va a llenar cuando comencemos a volver y los tragos lleguen a las vejigas. Les aconsejo que se apuren. También pueden pasar juntos.
—¿Jun… tos? —pregunto. Miro el angosto pasillo que va al baño y noto que la gente ya está juntando sus cosas para usarlo.
—¡No verás nada que no hayas visto! —dice Edward con una sonrisa perversa.
Le envío un ejército de malos pensamientos.
Pronto se arrepiente de su caballerosidad. El baño tiene el tamaño de un armario. Un armario muy pequeño y muy resbaladizo.
Nos apretamos en el interior con nuestra ropa abrazada al pecho.
Desde aquí abajo parece que el barco está atravesando una tormenta; somos víctimas de cada movimiento y salto.
—Tú primera —dice.
—¿Por qué yo? Tú primero.
—Podríamos cambiarnos al mismo tiempo y terminar con esto de una vez —sentencia—. Tú mira hacia la puerta, yo miraré hacia la pared.
Escucho cómo caen sus pantalones mojados justo en el momento en que deslizo la parte de abajo de mi bikini por mis piernas congeladas. No puedo dejar de pensar en que el trasero de Edward está a milímetros del mío. Un terror puro me atraviesa cuando imagino la posibilidad de que nuestras nalgas se toquen, húmedas y frías.
Todavía en pánico, me enredo con la toalla y mi pie derecho se desliza en el pequeño charco de agua que se formó bajo el lavamanos. El pie se me engancha con algo, Edward grita de sorpresa y me doy cuenta de que ese algo era su pantorrilla. Las manos chocan fuerte contra la pared y él también pierde el equilibrio.
Mi espalda choca contra el suelo y, de un golpe seco, Edward aterriza sobre mí. Si algo de todo eso me dolió, estaba muy distraída con el desastre como para notarlo. Durante un eterno segundo, ambos caemos en la cuenta de lo que acaba de suceder: estamos totalmente desnudos, mojados, pegajosos y hechos un nudo de brazos, piernas y otras partes en la más espantosa versión del Twister que haya existido jamás.
—¡Oh, por Dios! ¡Quítate! —grito.
—¿Qué mierda, Isabella? ¡Tú me tiraste!
Intenta pararse, pero el suelo se mueve y resbala por lo que vuelve a caer sobre mí una y otra vez hasta que logra encontrar el equilibrio. Cuando nos incorporamos, está claro que queremos morir de vergüenza. Dejamos de lado el plan de mirar en direcciones opuestas en favor de la velocidad; no hay forma de que lo hagamos sin ver al menos flashes de traseros, senos y todo tipo de cosas colgantes, pero a esta altura no nos importa.
Edward logra ponerse unos pantalones cortos, pero a mí me toma cuatro veces más tiempo arrastrar la ropa por mi cuerpo mojado.
Por suerte, termina de vestirse con relativa rapidez, se da vuelta, apoya la frente contra la pared y cierra los ojos mientras lucho con mi sujetador y mi camiseta.
—Quiero que sepas —le digo mientras cubro mi torso— que fue por lejos la peor experiencia sexual de mi vida. Aunque debes estar acostumbrado a escuchar eso.
—Siento que deberíamos haber usado preservativo.
Me giro para confirmar lo que creo haber oído en su voz (risa reprimida de nuevo) y lo atrapo sonriendo, todavía contra la pared.
—Ya puedes girarte —le digo—. Estoy decente.
—¿Es eso posible? —pregunta sonrojándose y sonriendo. Es mucho para procesar.
Espero una señal de fastidio, pero, en cambio, me dedica una sonrisa sincera que se siente como ganar la lotería.
—Tienes razón —digo sorprendida por la sensación.
Parece tan sorprendido como yo de que no le haya ladrado y pasa a mi lado para abrir la puerta.
—Comienzo a marearme. Salgamos de aquí.
Salimos con los rostros enrojecidos por motivos que pronto son malinterpretados y Edward recibe felicitaciones de hombres a los que nunca habíamos visto. Me sigue hacia el bar donde pido una margarita y él una bebida con jengibre para aliviar el malestar estomacal.
Con solo mirarlo me doy cuenta de que no bromeaba con lo del mareo: está verde. Encontramos asientos dentro del barco, lejos del sol, pero cerca de la ventana y se recuesta. Con la cabeza contra el cristal, intenta respirar.
Maldigo este momento porque crea una pequeña fractura en su papel de archienemigo. Un verdadero villano no muestra debilidad y, definitivamente, no permitiría que me acercara para acariciarle la espalda, ni haría ruidos de alivio. Tampoco se inclinaría para que pudiera alcanzarlo con mayor facilidad y mucho menos se enroscaría en el asiento para apoyar la cabeza en mi regazo ni me miraría con gratitud cuando le acaricio el pelo.
Edward y yo estamos empezando a acumular más de estos buenos momentos que de los malos y eso hace que la balanza se incline hacia un lado desconocido.
Y creo que en verdad me gusta.
Y eso me inquieta.
—Sigo odiándote —aclaro mientras le alejo un bucle oscuro de la frente.
—Lo sé —asiente.
