Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
La historia es mía.
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Canción del capítulo
"Demons" Imagine Dragons
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Capítulo 1: Dolorosos Recuerdos
—Buenas noches, señor Cullen —saludó el chofer con amabilidad, apenas vio a su jefe aparecer en el porche de entrada.
Se irguió de un salto de la negra carrocería de la limusina donde estaba apoyado, y corrió a abrir la puerta trasera del vehículo para él.
—Buenas noches, Paul.
—Hermosa noche para ir al ballet, ¿no cree? —afirmó sonriente, lo que originaba que Edward en algunas ocasiones se preguntara, ¿cómo hacía para mantener de manera constante ese fabuloso estado de ánimo?
«¿Comerá todos los días una buena dosis de alegría?», pensó mordaz, no obstante contestó—: Sí, tú lo dices…
Su voz monocorde y se encogió de hombros en un gesto adolescente, el que salía a relucir muy pocas veces de donde él lo había guardado —o más bien asesinado—, cuando de manera horrible y abrupta, se vio obligado a crecer.
Esa noche, sus intenciones no podían distar más que acudir al ballet…
Era diciembre y, al contrario de la mayoría de las personas que disfrutaba con las fiestas de fin de año, Edward las aborrecía. Una blanca Navidad, creyó recibir la mejor noticia de su vida, una que cambió por completo el concepto que tenía del amor y, aunque supo que no sería fácil, le fue inevitable construir sueños, ilusiones que en un pestañear se derrumbaron como un castillo de naipes. Jamás imaginó —ni es sus peores pesadillas—, que la alegría que en ese momento inundó su juvenil corazón, sería su desdicha.
Y necesitaba ahogarse en ella, en aquellos días que le recordaban que no debía sucumbir a la tentación de rehacer su vida e intentar ser feliz, tanto como necesitaba olvidar… Con alcohol anestesiaría sus pensamientos y con la gélida noche su cuerpo, mientras sentado en los escalones de la puerta trasera de la cocina, fumando un cigarrillo contemplaría la nieve caer, un jardín blanco, congelado al igual que él; aunque sabía que nunca lo conseguiría por completo.
Para su desgracia, tendría que dejar el autodestructivo panorama para otra ocasión, el motor que lo movilizaba esa noche, era el debut de su hermana como solista del afamado ballet de París. Alice era su pilar y jamás la defraudaría, aunque eso implicara aguantar los tóxicos comentarios de su controladora madre.
—¿Dónde madame Delaire? —preguntó Paul, cuando Edward se sentaba en el confortable sillón de cuero.
—Sí —confirmó sin interés.
El chofer cerró la puerta negando con la cabeza.
Él, así como todo el personal que trabajaba en la casa, no entendía por qué su joven patrón se negaba a ser feliz, teniendo en apariencias, todo a su alcance para lograrlo. No sabían con certeza qué sucedió con él, solo meras e inexactas suposiciones. Si bien aquel chico de cabello fiero y de mirada fría como el hielo, no era un mal jefe, signo que algo de bondad quedaba en su interior, a veces su arrogancia era exasperante y a la vez asfixiante.
La limusina avanzó con lentitud abriéndose paso por las atestadas calles de París. Edward dejó escapar un profundo suspiro, apoyó la cabeza en el respaldo de cuero y su mirada, vacía se perdió a través del cristal polarizado, para observar la única pasión de su vida: la hermosa arquitectura de «La ciudad de la luz».
Sonrió sin ganas ante tamaña ironía, vivía en la ciudad de la luz y sentía que no tenía ni el más mísero haz luz en su desgraciada existencia.
«¿Jamás podré olvidar?», cerró los ojos con fuerza, intentado aplacar los recuerdos que por esos días, sin cesar azotaban su mente. Tomó el puente de su nariz con dos dedos y resopló cansado, mejor era concentrarse en lo que le depararía la noche.
—El Cascanueces…
Edward masculló con desdén, sin lograr distraerse con las góticas cornisas que pasaban frente a sus ojos. La reconocida obra, desde que tuvo uso de razón, era la «tradición» de la familia Cullen de todos los diciembres, sumado a que el clásico baile no era de su total simpatía, no lograba conformarse con tener que aguantar por enésima vez —aunque amara a su hermana—, aquella tortura de dos horas, donde no vería nada más que cuerpos afeminados y huesudos, todos cercanos a la anorexia; las bailarinas de ballet, jamás le habían llamado la atención.
«Nada comparado con Irina», pensó y sonrió con perversión cuando imágenes nada decentes, cruzaron por su mente.
De pronto su alicaído ánimo cambió y comenzó a sentirse más animado, al recordar que el calvo, regordete e impotente marido de su amante, partió a un repentino viaje de negocios sin fecha de retorno, por consiguiente él, podría gozar sin restricciones de las atenciones sexuales de la escultural mujer, comenzando esa misma noche. Sí, había sido una excelente idea invitar a Irina al ballet, reflexión egoísta a decir verdad, ya que Edward era consciente de las implicaciones y sermones que provocaría el imprudente convite.
El fastuoso vehículo, se detuvo ante la fachada de un imperial edificio frente al Sena en las cercanías de la torre Eiffel, al instante entró Irina, hermosa y ataviada de un vestido verde esmeralda que se ceñía a su espectacular figura, como una segunda piel. Llevaba el rubio cabello recogido en un elaborado moño, dos ondulados mechones enmarcaban su ovalado y blanquecino rostro, maquillaje a juego, los párpados tan verdes como el exquisito atuendo, sin embargo Edward no reparó en tanto esmero, él sólo pensó en tomar la tela y arrancarla desde el escote, por donde sobresalían esos redondos y erguidos montes, para después tomarla sin contemplación.
Irina se sentó junto a Edward sin dejar más espacio que el aire que había entre ellos, le besó la mejilla y acarició la cincelada mandíbula, embelesada con su irreal belleza… Al igual que siempre cayó rendida a su fiera fragilidad y, como si de un imán se tratase, se subió a horcajadas al regazo de Edward, atrapó sus labios en un beso voraz, y comenzó a restregar con insistencia su intimidad sobre la de él.
—¿Me extrañaste, mi amor? —preguntó en un susurro necesitado, sin despegar sus labios de los de Edward. Con destreza le desabrochó el botón del pantalón, bajó la cremallera y coló una de sus manos dentro de las prendas.
A pesar del tremendo asalto y del insistente estímulo que la suave mano de Irina ejercía sobre su pene, Edward no respondió. Ella bien sabía cuáles eran los términos de aquella relación, si es que así se le podía llamar. Solo era buen sexo y nada más.
Cuando la mujer intentó liberar la creciente erección de Edward, deslizando las prendas por sus caderas, él la tomó de la cintura y la soltó a su lado sin ninguna delicadeza, cerró el cierre del pantalón y acomodó su ropa. Por muchas ganas que tuviese de cogérsela, jamás llegaría al ballet a juntarse con sus padres y pequeña hermana oliendo a sexo. Era un desconsiderado, pero aun le quedaba algo de criterio.
Irina lo examinó ofuscada por la inusitada reacción y preguntó—: ¿Qué tienes, cariño? ¿Ya no te satisfacen mis atenciones?
La mirada que le brindó Edward, fue gélida, brutal, mucho más que su advertencia:
—Primero, deja los estúpidos arrumacos y tiernos apelativos para los otros imbéciles con que te revuelcas, bien sabes, que eso no va conmigo. Segundo. Ahora, no es el momento —contestó sin emoción, como si la mujer no fuese más, que un insignificante insecto al cual aplastar.
Edward dejó escapar un desconsolado suspiro y de nuevo clavó sus ojos a través de los tintados cristales.
—Entiendo… —musitó Irina disconforme con el contundente rechazo y sin medir las consecuencias, atrevida agregó—: El niño bonito quiere comportarse, porque vamos con papi y mami.
Las enguantadas manos de Edward se convirtieron en apretados puños. Que la gente pensara que en su adolescencia fue un crío malcriado, le enfurecía a tal punto, que su temperamento —de por sí difícil—, a penas lo podía controlar. Tomó un par de respiraciones profundas, para apaciguar en algo el veneno de sus palabras, enfrentó a Irina dándole una mirada feroz, verdes ojos que lograron que ella se encogiera en el asiento cuando gruñó:
—Guarda silencio mujer, que esa boca solo sirve para mamar vergas. Si me interesara tu opinión, te la habría pedido. Procura comportarte como la dama se supone que eres y no me hagas pasar vergüenzas —y se volteó hacia la ventana, dándole la espalda para continuar con la vista perdida en la invernal noche, sin rastro de arrepentimiento, frente a su cruel comportamiento.
Aunque herida, Irina no reunió el valor para mandar a Edward al quinto infierno y bajarse del vehículo para nunca más saber de su existencia, no porque careciera de orgullo o se lo haya buscado, sino que por desgracia, parte de la dura reprimenda era verdad. Una larga lista de especímenes masculinos desfilaron por sus sábanas, desde que tuvo que casarse hace diez años con Laurent Delaire —hombre dieciocho años mayor que ella y le repugnaba—, para salvar la empresa de su padre. A cambio de riqueza, había vendido su juventud y la posibilidad de encontrar el amor, dejó de creer en un mañana y poco a poco para llenar ese vacío, se fue convirtiendo en una casquivana con clase. Sí, el hombre sentado a su diestra no era su único amante, sin embargo de todos ellos, él era el único que ella amaba.
Edward le provocaba un inexplicable instinto de protección, convencida de que bajo esos fríos ojos y toda esa suntuosa parafernalia que lo rodeaba, había un hombre maravilloso. Quizá era ilusa y él, sólo era un desgraciado más, pero tenía la firme convicción que, de una forma u otra, podría salvarlo. Con anhelo esperaba el momento que le permitiera acariciarle el cabello durante toda la noche, mientras como un indefenso niño dormía entre sus brazos. Nunca había tenido ese privilegio, él jamás se quedaba, después de poseerla como un salvaje, encendía el cigarrillo de rigor, se vestía con rapidez y desaparecía sin siquiera despedirse, con el mismo cigarro colgando de manera sexy en los labios.
«¿Qué escondes tras esa dura fachada?», reflexionó Irina, vislumbrado de qué manera podría ganar el corazón del más joven de todos sus amantes. Levantó la mano con dedos temblorosos, para acariciarle el brazo e intentar hacer las paces. Le pareció que casi pudo sentir el tibio calor emanando del masculino cuerpo y las suaves fibras de la elegante chaqueta, pero sus intenciones solo quedaron en eso. Cerró los dedos enterrando las uñas en la palma, a ver si el dolor lograba sosegar sus impulsos, soltó un suspiro y dejó descansar su mano empuñada en el regazo, evitando así, un nuevo rechazo.
Continuaron el resto del camino sumidos en un completo silencio, hasta que la negra limusina, se estacionó frente a la ópera a las nueve de la noche en punto. Paul abrió la puerta del vehículo para ellos y cuando descendieron, Edward ayudó a Irina a ponerse el abrigo y le ofreció un brazo con galante ademán.
«Después de todo, aun soy un caballero», pensó para sí, mientras comenzaban a subir por las escalinatas de concreto. Una vez estuvieron dentro, una servicial joven vestida para la ocasión, les entregó el programa de la noche y comenzaron a mezclarse entre los invitados.
La elite de París que se congregó en el Palacio Garnier, lucía sus mejores galas. Los hombres vestidos de riguroso smoking y las mujeres enfundadas en largos y vaporosos vestidos, ostentaban sus mejores joyas. El desfile de esmeraldas, rubíes, zafiros y diamantes era impresionante.
Edward tuvo que saludar de manera inevitable a muchos conocidos, procurando con todas sus fuerzas, ser amable y escueto. Formales cumplidos, besos comedidos y firmes apretones de manos, ese era el precio que tenía que pagar por ser un reconocido arquitecto y aquello, nadie mejor que él, sabía que se lo había ganado a pulso. Irina en cambio, sonreía fascinada y parecía disfrutar con cada persona que se encontraba.
Con lentitud la pareja, logró abrirse paso hasta la imponente escalera de mármol blanco que conducía a los palcos. Amplios y opulentos pasillos les dieron la bienvenida. Frisos multicolores elaborados en mármol adornaban las murallas, dorados querubines y estatuas de la mitología griega acompañaron su acompasado andar, hasta que llegaron al reservado de la familia Cullen.
Esme fue la primera en reparar en su presencia. Sus ojos color caramelo brillaron desbordantes de amor y alegre exclamó—: ¡Edward! ¡Qué bueno que viniste! Alice y Tanya, van a estar tan contentas…
Felicidad que se esfumó cuando articulaba la última palabra y vio quien acompañaba a su hijo mayor.
—Irina —espetó severa y le ofreció la mano como si le tuviese absoluta repulsión.
—Buenas noches, Esme —Irina correspondió el saludo, sin siquiera darse por aludida con la seca bienvenida―. Encantada de verte de nuevo —su formalidad, iba impregnada de sarcasmo.
Ambas mujeres intercambiaron una significativa mirada. La primera en romper la demoledora conexión fue Esme, y una sonrisa triunfal y zalamera se extendió en los labios de Irina, que soltó la mano de la madre de su amado, como quien suelta un guiñapo; luego contorneándose sensual, se acercó al padre, posó sus delicadas manos —de largas uñas carmesí— en cada uno de sus bíceps y estampó un atrevido beso, en ambas comisuras de sus labios.
―Lo mismo digo por ti, Carlisle querido ―apuntó con sinceridad, la acidez se desvaneció para el buenmozo y benévolo patriarca de los Cullen.
«Si no me quedo con el hijo, podría quedarme con el padre», pensó aventurera limpiando con el dedo pulgar, el carmín labial de sus besos fugaces y lo contempló sin ningún reparo. Los ojos verdes, idénticos a los de su hijo, el pelo rubio adornado de canas en la sienes que le daban un aire de sabiduría, los músculos aun fortalecidos, que notó bajo el refinado traje.
―Buenas noches, Irina.
Carlisle escondió una sonrisa, la tomó de las manos y besó el dorso de cada una, gesto caballeroso e inteligente, que le sirvió para escapar de manera educada de la incómoda, pero a la vez, halagadora situación, sin embargo cuando la dejó ir, reprimió el extraño impulso de rozar con la yema de los dedos, donde Irina lo había besado. Le parecía que aun podía sentir el cosquillear de sus cálidos labios.
—Maldita mujerzuela…
Esme gruñó por lo bajo queriendo arrancarle los ojos a Irina, siseo que no pasó desapercibido para Edward, aunque ella hizo todo lo posible por ocultarlo. Apretó los labios para no estallar en sonoras carcajadas, ya que a pesar que le había advertido a Irina que se comportara como una dama, disfrutaba por sobremanera ver como su antipática madre, perdía los estribos.
«¿Cuándo se dará cuenta que Carlisle es un santo?», compadeció a su progenitor y aunque no era de su agrado, decidió salir en su ayuda:
—Mamá…—saludó a Esme acunándole el rostro con ambas manos y besó cada mejilla, con el objeto de distraerla y evitar que le arruinase la velada a su padre, sospechando que él como siempre sumiso, estoico soportaría otra de sus ridículas e injustificadas escenas de celos.
El efecto fue el esperado. Esme se derritió en los brazos de Edward frente a la inhabitual muestra de cariño.
—Papá…—le extendió la mano derecha y le dedicó una sonrisa sincera.
Carlisle lo atrajo hacia él, para un rápido abrazo.
—Tiempo sin verte hijo —besó sus mejillas—, ya no pasas a ver a tu viejo al hospital —sonrió agradecido y con afecto palmeó la espalda de Edward.
—Lo siento. He estado muy ocupado, nuevos proyectos… —contestó no queriendo dar mayores detalles y tomaron asiento en las butacas de terciopelo rojo.
—¿Las Vegas?
—Algo así…
—Edward, dedicas mucho tiempo a tu trabajo y poco para la familia —Esme los interrumpió descontenta, al sentirse excluida de la conversación—. Hace un mes que solo vemos a Anne, que por cierto, no has traído —observó con dureza, reprochando de forma rotunda el comportamiento de su hijo, que actuaba como si Marie Anne no existiera.
«¿Tenía que arruinar la noche? ¿Por qué todo el tiempo tiene que inmiscuirse en donde no debe? ¿Nunca me dejará en paz?», pensó Edward con desdén, dominando el impulso de marcharse, él no le debía explicaciones a nadie, mucho menos a Esme, sin embargo pensando en el estreno de Alice, lo hizo:
—No la traje porque es tarde. Además, sería una molestia revoloteando por todo el lugar. Sabes lo inquieta que es, tendría que estar preocupado todo el tiempo de ella para que como mínimo no se lance por el balcón. Así que con lo que a mí respecta, está muy bien durmiendo en su cama, ya que eso es lo que le corresponde a una persona su edad —contestó hosco, sin dar espació para réplicas y no importándole en lo absoluto la mirada acusadora de Esme.
Incontables veces le había advertido que él, era el único que tenía derecho a tomar ese tipo decisiones. Decisiones que tuvo que aprender de improviso, a la fuerza y llenas de dolor, gracias a las vicisitudes del destino. Destino, que se negaba a aceptar.
«Aunque no le guste, me va escuchar», pensó Esme ofuscada y mordiéndose la lengua, la violencia de la respuesta logró callarla, pero solo por el momento, la desidia de Edward hacia su familia y las personas, iba en claro y preocupante aumento.
Minutos más tarde la función estaba a punto de comenzar, los músicos de la filarmónica daban los últimos retoques a sus brillantes y cobrizos instrumentos. La luz comenzaba a bajar de manera gradual cuando Esme, susurrándole en el oído, volvió a atacar—: ¡Edward, por el amor de Dios! ¿Cómo eres capaz de traer a «esta» mujer al ballet y no a tu hija? ¡A ver a sus tías!
«Tanya, no es su tía», estuvo a punto de soltar con desprecio, pero prefirió cerrar la boca sabiendo qué ocurriría frente a un comentario de tan grueso calibre.
—Es temporada de Navidad, es «El Cascanueces». ¿Qué es lo que va mal contigo?
—Esme, no es el momento para…
—No, señor —ella lo cortó y continuó recriminándole—: No, me importa, dónde estemos. ¿Hasta cuándo saldrás con mujeres casadas? Bien sabes, que esta mujer no me gusta. No deberías andar liado con este tipo de mujerzuelas. ¡Que va decir la gente! ¡Nuestras amistades! Anne necesita…
—¡Nada! ¡No necesita nada, que no tenga ya! —rugió Edward perdiendo los estribos, a tal punto que los ocupantes de los palcos aledaños, lo oyeron y se voltearon a mirar.
Se jaló el cabello indignado, alborotando su pulcro peinado, las cobrizas hebras apuntaron en todas direcciones, como lo llevaba a diario. Edward ya no soportaba escuchar ese condenado discurso una vez más. Innumerables veces había discutido con Esme sobre ese tema y en cada una de ellas, le advirtió que Marie Anne ya había tenido una madre y era hora que, comprendiera de una vez que no habría otra.
Abrió el programa con furia para zanjar el desagradable tema, también, para averiguar en qué momento saldría Alice a escena, que era la razón que lo movía esa noche. Recorrió los nombres de las bailarinas, obviando el de Tanya, hasta que encontró el de su pequeña y amada hermana, como Clara, uno de los hijos del presidente del cuento. Sonrió con orgullo e inhaló y exhaló un par de veces expulsando todo el aire de sus pulmones, sintiéndose algo más calmado, pensando que si esa noche tenía algo de suerte, Esme lo dejaría en paz y no volvería al ataque.
Su mirada, verde como el jade, se perdió unos instantes en la pintura que adornaba el techo del auditorio central y pensó lo mismo que llevaba pensando desde la primera vez que la vio: «horrible». Le parecía que desentonaba por completo con el glorioso teatro y con la impresionante lámpara de lágrimas que colgaba del techo.
Los destellos de luz que hacían los titilantes y labrados cristales, se reflejaron en sus ojos como si fueran momentos de bellos recuerdos, cuando todo en su vida era ilusión, futuro y amor…
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Con manos temblorosas y tímidas acarició la espalda de su amada, esta era la primera vez que tenía a una mujer desnuda entre sus brazos y estaba tan contento que creyó que iba a morir de felicidad, pletórico de que fuera ella, la primera mujer en su vida.
Desde el primer día que Edward le vio aparecer por la puerta del laboratorio de química, con aquella aura angelical que irradiaba paz y alegría, se enamoró de ella. De sus profundos ojos azules como el mar, de aquel sedoso cabello que brillaba como el sol o como las doradas espigas de maíz de la campiña; sus hermosas y brillantes hebras ondeaban con cada paso que daba y el flequillo que rozaba por su frente, hasta casi llegarle a los ojos, caía de manera divertida.
Dejó de adorar sus rosados labios para comenzar a explorar con lentitud su cremosa piel. Fue bajando por su cuello, depositando húmedos, delicados e inexpertos besos, hasta que llegó al inicio del valle de sus pechos. Titubeante se detuvo, sin saber muy bien qué hacer, y admiró embelesado por unos momentos, el precioso y voluptuoso cuerpo de su novia.
—Eres tan hermosa Lili, te amo… —le dijo en francés, con su corazón colmado de amor.
Ella amaba que le hablara en francés.
—Y yo a ti, bebé. No tengas miedo, sigue —le sonrió dulce y lo alentó a continuar, acariciándole con ternura la mejilla.
Dudoso y con labios trémulos, tomó la delicada piel de sus pezones y succionó con cuidado de no hacerle daño a su tierna Lili. Edward sabía que para ella no era su primera vez, sin embargo, no le importaba. La amaba con toda el alma y en su adolescente corazón enamorado, aun con algunos destellos de niño, quería tratarla como solo ella se lo merecía, como una princesa.
En respuesta a la azarosa caricia, de los labios de Lili escaparon suaves y sensuales gemidos que a Edward, le parecieron la mejor música del mundo. Primeros ardorosos suspiros, que lo volvieron loco y lo aventuraron a desear escuchar más, muchos más...
Entre ardientes y principiantes caricias, poco a poco fue posicionándose entre las piernas de su amada y cuando su sexo rozó tímido con el suyo, juntos se estremecieron en un férreo, pero tierno abrazo.
—¿Estás segura, princesa? —preguntó besando su frente y acarició el largo cabello de Lili, con su mano temblorosa.
A pesar de las ansias que experimentaba, por un contacto más íntimo y que el silencioso palpitar de sus cuerpos entrelazados le indicaba le imperiosa necesidad de ambos sentían, se quiso cerciorar si podía continuar, no quería obligar a nada a su preciosa Lili.
—Sí, bebé —contestó Lili jugueteando con su alborotado cabello—. Es lo que más quiero, quiero ser tuya por completo, por siempre…
Los ojos de la joven brillaron como dos estrellas fugaces al pronunciar esas palabras y unió con dulzura sus labios a los de Edward
—Hazme el amor, Edward —susurró.
El juvenil corazón de Edward, latió emocionado golpeando incesantemente su pecho y pensó que jamás en la vida volvería a escuchar nada más hermoso que aquella confirmación.
Ella se aferró a su delgada, pero definida espalda, que poco a poco comenzaba a tornarse en la de un hombre, dejó un casto beso en su hombro, mientras Edward sintiendo como su cuerpo se estremecía de los pies a la cabeza, comenzó lento y suave a hacerle el amor.
Mientras la embestía buscó sus labios creyendo que se derrumbaría, la sensación que lo embargaba era inexplicable, sentía que era algo similar como lanzarse al vacío en caída libre. Vértigo, adrenalina, nervios y mucho, mucho placer, que inexperto era incapaz de contener; y al estar perdido las profundidades de su cuerpo, sintió que su Lili sería la mujer que lo acompañaría para toda la vida. La amaba con locura.
—Te amo —dijo Lili besando sus labios y enredando sus dedos en el cabello de su nuca, cuando Edward apoyó en un gesto tierno su frente sobre la de su novia, una vez que juntos tocaron el cielo con sus manos.
—Y yo a ti, Lili. Por siempre…
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Los entusiasmados aplausos del público y el golpeteo de la batuta del director de la orquesta —sobre el atril donde descansaban las partituras— lo trajeron de vuelta al presente, lejos de aquellos dolorosos recuerdos, lejos de Lili…
Hola para todas mi hermosas! Aquí oficialmente le damos el vamos a Cuando ya no te esperaba en el nueva cuenta! Espero que poco a poco todas se vayan uniendo, porque como ya expliqué una vez que pasa todo quitaré todo de la cuenta antigua.
Para las que recién se integran, ¿que les parece Edward? ¿Algo que decir de él? En el cuadrito de abajo recibo todo tipo de comentarios, lindos, reclamos, quejas, (jajajaja) gracias lo que sea!
Como siempre gracias por la fidelidad de estos años, por esperarme y para las nuevas gracias por agregar mi historia y también a las que me han agregado como autora favorita.
Como dato el capítulo lo he reeditado.
Nos leemos pronto.
Las quiere Sol
