Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer

La historia es mía y está registrada en Safe Creative. ¡No apoyes el plagio!

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Canción del capítulo

"Hysteria" Def Leppard

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Capítulo 2: Histeria

Imposibilitada de contener su ansiedad, Alice se asomó por la pequeña rendija que se formaba en la unión de las pesadas cortinas de terciopelo rojo, que mantenían oculto el escenario del resto del anfiteatro. El regaño de madame Delacroix, sería monumental si la llegaba a descubrir, pero valía la pena el riesgo, necesitaba corroborar el palco que ocuparía su familia; lamentablemente el destello de las luces, no le permitió ver nada.

Se sentía pletórica, pero a la vez, muy nerviosa. Esa noche esperaba demostrar que el papel que representaría, no lo obtuvo por buena obra del destino —como cruelmente tuvo que escuchar—, sino gracias a infinitas horas de rigurosa disciplina y ensayo.

El corazón le latió con fuerza contra el pecho, al evocar las cariñosas palabras de su hermano, cuando desconsolada lloró entre sus brazos, mientras él, se mordía la lengua para no dejar caer el poder de su furia sobre los despiadados que la hicieron sufrir:

No tienes que demostrarle nada a nadie, petite¹—aseguró como siempre vehemente, con los labios enterrados en su azabache cabellera—. Sabes que tienes talento y eso, es lo único importante…

—¡Alice! —susurró Isabella, empinándose en la punta de sus pies y apoyando las manos en los delgados hombros de su amiga, para también intentar captar algo por entremedio de la ínfima abertura.

Alice como acto reflejo dio un salto hacia atrás, que si no fuera gracias al extraordinario equilibrio de las bailarinas, hubiesen terminado sentadas en el piso con ella encima de Bella.

—¡Por el amor de Dios! ¡Me has dado un susto de muerte! —exclamó aliviada, con la mano izquierda puesta en el corazón, como si de esa manera pudiese contener su enloquecida carrera.

—¿Pensaste que era la «nazi»? —preguntó Bella, refiriéndose de forma despectiva a la directora artística del afamado ballet de París. Alzó una ceja divertida y contuvo una sonrisa.

—Shh… ¡No, la llames así! Sabes que esa vieja tiene súper oídos...

La reprimenda de Alice se fue desvaneciendo a medida que tomaba el peso de lo que decía y ambas, sonriendo nerviosas, miraron a su alrededor. Para su buena fortuna, no había rastro de la estresada mujer, solo bailarines haciendo los últimos estiramientos, antes de tomar la posición correspondiente, para la inminente entrada al escenario; la función estaba a unos minutos de comenzar.

—¿Buscabas a tu familia? —curioseó Isabella, preguntándose si es que su madre, ya estaría sentada entre la multitud que esperaba expectante.

—A mi hermano —corrigió Alice, algo desanimada de que las luces no le permitieran ver y pasó sus manos alisando las arrugas inexistentes de su etéreo vestido; todo lo contrario al de Bella, que era un erguido y repolludo tutú.

—Oh, Alice…—Bella la intentó consolar, pero las palabras quedaron atascadas en su garganta, cuando madame Delacroix se materializó junto a ellas como un espectro, ceñuda y verbalizando rápidas e inentendibles reprimendas en francés.

Como un rayo, Alice e Isabella, corrieron en direcciones contrarias. La primera a tomar su lugar junto a Jasper, quien vestido como un impecable príncipe, contempló toda la escena tentado a interrumpirlas hasta que, evidentemente, fue demasiado tarde. La segunda se internó por los pasillos del teatro; su entrada no se llevaría a cabo hasta el segundo acto.

Bella entró a su camerino, cerró de un portazo, apoyó la espalda en la puerta, exhaló profundo y soltó una carcajada nerviosa.

«¡De la que me salvé!», pensó contemplándose en el rectangular espejo empotrado en la muralla, enmarcado de refulgentes luces. Una sonrisa orgullosa con cierto dejo de nostalgia le dio a su reflejo; aun le parecía increíble que esa joven fuese ella.

Repasó su elaborado tutú. Marfil, confeccionado de un intrincado bordado de hilos de oro, el pronunciado escote en v, que se unía a las volátiles mangas tipo mariposa. Su sonrisa se amplió, ella era el «Hada de Azúcar».

Se sentó en la silla frente al tocador, acomodó la delicada tiara que coronaba su trenzado moño, tomó una brocha de suaves cerdas y retocó el satinado maquillaje que lograba que su nívea piel, se asemejara a la de una muñeca de porcelana.

Mientras con prolijidad coloreaba sus mejillas, un chispazo de antiguos recuerdos vino a su mente…

Su madre llevándola al estudio de ballet, cantando una melodía de su propia invención, donde juntas vivían grandiosas aventuras. Su mano tan áspera como suave, cálida, asiéndola con infinito amor, al mismo tiempo que ella brincaba evitando pisar las líneas del pavimento. Inocente juego para Isabella en este entonces y necesario para Renée, que a diario lo repetía, esperanzada en que ambas pudieran dejar atrás —aunque sea por unas horas—, las atrocidades que acontecían cada tarde en su casa.

Y su padre…

—No —negó vehemente y empuñó con fuerza el mango de la brocha, con la vista sumergida en sus propios ojos, ahora, algo cristalinos.

Esa noche no se permitiría pensar en Charles Swan. Todo lo que era y hasta donde había llegado, el papel de solista —el primero—, sólo se lo debía a su madre.

El eco de las vivaces notas de Tchaikovsky, llegaron hasta sus oídos, la obertura había comenzado. Cerró los ojos y elevó una silenciosa plegaria al cielo, anhelando para Alice buena fortuna —la que no le pudo desear cuando fueron interrumpidas— y que aquel misterioso y adorado hermano, orgulloso la contemplara desde el público.

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—¡Diablos! —Edward gruñó de forma casi imperceptible, para quienes lo acompañaban en el palco, ellos tenían centrada toda su atención en lo que en segundos comenzaría a acontecer sobre el plató.

«¿Qué me está pasando? —se recriminó, frustrado se restregó el rostro con sus grandes manos y sintió como una gota de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Hace años que ya no era ese niñito de diecisiete, tonto, enamorado y sentimental; le aterrorizaba hasta la médula, sólo imaginarlo—. ¡Mierda! ¡Estoy jodido, más que jodido! ¡Por qué lo tenía que recordar!»

Decidido a sumergirse en varios cortos de whiskey —que le permitirían alejar por algunas horas, los nefastos pensamientos que lo agobiaban—, se paró de golpe, imperiosamente necesitaba arrancar de aquel lugar. Poco le importaba si Irina le acompañaba, sólo quería no pensar nunca más…

«No en ella, nunca más en ella.»

Pero no alcanzó a dar una mísera zancada. Esme apresó su muñeca izquierda con fuerza y amenazó—: Ni se te ocurra.

Y casi como por un acto de magia su hermana apareció en escena y algo en su interior le dijo que no podía ser tan cabrón. Alice, no tenía la culpa de sus miserias. Le aplaudió con frenesí, tomó asiento e intentó concentrarse en ella, a fin de cuentas para eso estaba ahí esa noche.

Alice Cullen salió al escenario con la adrenalina recorriendo su cuerpo, como ríos de fuego alojados en sus venas. Diminuta y elegante se irguió en la punta de sus pies y con un refinado movimiento de brazos, se dio vuelo para girar casi flotando sobre su propio eje, luego besó en la mejilla a un bailarín, que interpretaba en la historia el papel de su padre. Mientras danzaba alrededor del inmenso árbol de Navidad —enclavado justo al centro de la escenografía— se permitió dar una fugaz mirada al palco de su familia. Sonrió extasiada al comprobar que su querido hermano no le había fallado.

Edward sonrió de igual forma —con aquella sonrisa que le dedicaba a unos pocos—, pensando en lo hermosa que se veía con aquel vestido blanco, rodeado de un cinto celeste y peinada con una coleta, asemejándola a una angelical niña. Alice bailaba destellando la pasión que sentía por el arte de la danza, sus movimientos naturales —como si no hiciera ningún esfuerzo— y una risa sincera estampada en sus labios. Estaba orgulloso de ella, su hermana también se había ganado ese puesto a pulso.

En el escenario, la clásica obra comenzó a desarrollarse con completa naturalidad, en perfecta armonía danzaban los bailarines, al son de violines, flautas, violonchelos y los demás instrumentos, pero para Edward al cabo de un cuarto de hora, comenzaron a parecerle nada más que rápidos manchones. Estaba aburrido, demasiadas veces había visto «El Cascanueces».

Todo era monótono cuando Alice no era la participante principal de la escena y no es que no le importara Tanya, pero la verdad admirar como bailaba, no le llamaba en lo más mínimo la atención. Ni siquiera sabía el rol que representaría, aunque estaba seguro que Esme se lo recalcó mil veces. ¡Qué decir de las otras bailarinas! Por más que intentaba encontrarles algún atractivo, le seguían pareciendo esqueléticas y sin gracia, razón por la cual, los últimos quince minutos del primer acto, se entretuvo perdiéndose en el impresionante escote de Irina.

Cuando el primer acto terminó, salieron al vestíbulo por una copa de champagne a la conversación solapada, engreída y sin gracia de la sociedad de París.

Irina continuaba disfrutando de la situación muy regia colgada del brazo de Edward, conversándole coqueta a Carlisle bajo la furibunda mirada de Esme y Edward, estaba distraído en los ribetes del rosado piso de mármol que de pronto le comenzaron a parecer de lo más interesantes.

—Edward, cariño —lo llamó Irina, tirando con suavidad de su brazo, al ver que él no se movía a pesar de que el comienzo del segundo acto había sido anunciado.

Extrañada de su ensimismamiento, la mujer examinó la postura de su joven amante: los hombros algo encorvados, restándole centímetros a su impresionante estatura, de sus hermosos ojos verdes se había escabullido la usual fiereza, relucían nostálgicos, dejaban entrever un profundo dolor.

Dolor que Irina, muchas veces había tenido el privilegio o la desventura de presenciar. De inmediato se le contrajo el corazón.

—¿Te sientes mal? —preguntó acariciando su angulosa mandíbula con cautela, ya que sabía que cualquier atisbo de una relación más íntima entre ellos, causaría la furia de Edward.

Su preocupación aumentó al notar que el joven estaba extremadamente pálido, además de frío.

—No —Edward se apresuró en contestar, procurando ocultar sin éxito su alicaído estado de ánimo. Pero, ¿qué le podría decir? ¿Qué los recuerdos del pasado le roían el alma?

«¡No!», un grito desgarrador resonó en su mente, sabiendo que nada de lo que dijera sanaría su corazón y mucho menos, le ayudaría a escapar del tormento en que se había convertido su vida. No quería compasión; que sintieran lástima hacia su condición, era algo que no podía tolerar.

—Vamos —la instó a subir las escaleras, lamentado que Irina haya visto el quiebre de su impenetrable fachada.

Jamás debía volver a aflorar su debilidad, la sellaría a fuego para guardarla junto a esas malditas imágenes que tenía prohibido conmemorar. Edward Cullen era insensible, frío y calculador… Un mujeriego y en ese mismo instante haría gala de su reputación.

Pasó un brazo por la estrecha cintura de su amante, la pegó a su cuerpo de una forma nada apropiada para hacerlo en público y le apresó el lóbulo de la oreja con los dientes. Ella chilló coqueta y rio aún más, cuando Edward le susurró palabras para nada decentes, lujuriosas promesas que el joven arquitecto esperaba desviaran la atención de Irina —y la de su mente que al parecer esa noche tenía vida propia—, empero el resultado no fue el esperado, porque a pesar que las carcajadas de la impresionante mujer ocultaron a la perfección su aflicción, lo cierto es que no olvidó la conmoción que le produjo ver esas hermosas esmeraldas, que poseía por ojos, inundadas de tristeza.

Tristeza que la llevó hacer una promesa.

No importaba si jamás conseguía el corazón del único hombre que adoraba, que era lo más probable… Aquel joven de mirada fría y rostro de ángel, no necesitaba una mujer que estuviera tan estropeada, tan vivida como lo estaba ella, necesitaba alguien que le diera luz a su vida. Edward merecía ser feliz e Irina, le ayudaría a lograrlo.

Los amantes aun reían cuando irrumpieron en el palco, ganándose la reprobatoria mirada de la señora Cullen, furia que poco les importó, ya que tomaron asiento sin soltar el enlace de sus brazos e Irina gozando de la situación, decidió desafiar aún más a Esme, guiñándole un ojo al tiempo que posesiva acariciaba el tonificado bíceps de Edward.

El telón nuevamente se abrió y el segundo acto comenzó.

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Isabella contemplaba desde uno de los costados del escenario, como se desarrollaban a la perfección, cada una de las distintas escenas del Cascanueces: la danza española, china, árabe y rusa, habían sido interpretadas de manera sublime. Y ahora, mientras sus compañeros de reparto danzaban al son del Vals de las flores, momento que anunciaba su inminente entrada, el golpeteo inclemente de su corazón contra su pecho, la hizo creer que no iba ser capaz de contener tal emoción. Inhaló y exhaló profundo, para concentrarse solo en su respiración, ya que la exaltación y el nerviosismo comenzaban a apoderarse de todos su sentidos.

Entre arabesques² y grand jetés³, escudriñó a través de los bailarines para buscar a su pareja de baile, quien debía estar enfrentándola en la otra ala del plató, en una posición idéntica a la de ella. Aterrorizada, creyó saltarse dos latidos, al comprobar que Riley no estaba, palpitaciones que dieron pie a una nueva y enloquecida carrera cuando con delicadeza, unas fuertes manos le cubrieron los ojos y unos labios le rozaron la mejilla.

Madame Delacroix —susurró Bella en advertencia y contuvo una sonrisa, al tener la certeza de quién era.

—No había tenido la oportunidad de decirte lo hermosa que estás… —contestó Riley, sin tomar en cuenta las aprensiones de Bella—…y no podía salir a escena sin antes decírtelo.

—Riley...—volvió a advertir, presta a quitar las manos del joven de sus ojos, pero el sermón se desvaneció en el aire, así mismo como se evaporó Riley, susurrando «hermosa».

Bella esbozó una amplia sonrisa.

En esta nueva etapa de su vida era libre, atrás quedaron los dolores del pasado, no había cabida para rencor en su corazón, se lo había prometido a su madre; nada le impediría ser feliz. A pesar que su niñez no fue color de rosa, incluso podría decirse que vivió una infancia desafortunada, Renée abnegada y siempre positiva, le enseñó que las duras experiencias eran solo un impase de un largo camino que le quedaba por recorrer, que Isabella Marie Swan estaba destinada para grandes cosas, para amar y ser amada, un amor loco, delirante y apasionado, sentir hasta al punto que se estremece el alma.

Con la sonrisa pícara aun bailando en sus labios, abrió los ojos y estos de soslayo buscaron a su galante pretendiente, quien, vestido con un leotardo carmesí —que abrazaba su impresionante complexión como una segunda piel—, desapareció doblando a la izquierda dirigiéndose al otro lado del escenario.

La sonrisa de Isabella se amplió atrevida, al fijarse en aquellos firmes y redondos músculos del trasero. Una carcajada casi infantil escapó por su boca, ante los pensamientos fugaces y nada decentes que viajaron por su mente, que provocaron que el rosado colorete de sus pómulos se acentuara dos tonos.

«Y por algún extraño designio del destino, no es gay», pensó para sí, mientras un cálido sentimiento comenzó a alojarse en su corazón y sus castaños ojos, finalmente se encontraron con Riley, sonriéndole como un niño travieso, desde la posición donde primero lo había buscado.

Quizá, había llegado el momento de dejar a su corazón experimentar ese loco y apasionado amor.

El público estalló en aplausos y los bailarines que magistralmente interpretaron «El vals de las flores», se ubicaron por partes iguales flanqueando ambos lados del escenario despejando la pista central, momento que marcaba la entrada de Bella y Riley.

Isabella inspiró profundo, dejó escapar el aire en una lenta exhalación y, con coraje y elegancia, a pesar que los nervios la consumían, se obligó a dar el primer paso, el mismo que hizo su compañero de baile ingresando también al escenario, repitiendo sus movimientos como si fueran un espejo. Sus miradas se encontraron, los ojos pardos de Riley le terminaron de dar la seguridad que le faltaba, con una grácil reverencia su diminuta anatomía entró por completo a escena, los aplausos se volvieron ensordecedores y decidió dejarse llevar por la emotiva melodía.

Ya no había pasos de baile, piruetas que realizar o tiempos que contar, solo era ella fundiéndose con su danzar, en cada nota de cada romántico compás y acoplándose al atlético cuerpo de Riley, quien, con aquel toque fuerte pero delicado, la hacía sentir respetada y protegida.

«Riley, no me dejará caer jamás», pensó no solo en sentido profesional, mientras el joven la alzaba con sus brazos, sosteniéndola por la cintura en posición invertida, donde sus rostros y agitadas respiraciones se entremezclaban, donde la confianza en las firmes manos de su pareja lo era todo.

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Apatía, esa era la palabra que describía a la perfección, la postura de la enorme y masculina humanidad de Edward, que descansaba en la mullida butaca de terciopelo. Miró la hora en su lujoso reloj de pulsera para distraerse en algo, él bien sabía que después de la danza del Hada de Azúcar, pocos minutos quedaban para que finalizara el ballet y por fin terminaría la tortura.

Decidió centrar su atención en la pajera que parecía profesarse amor eterno en el escenario, solo para evitar que cuando Alice lo atormentara con la inclemente sesión de preguntas sobre cómo le había parecido la función, tener algo cuerdo que contestarle.

Sus penetrantes ojos, interesados, observaron a la bailarina. Si bien en un principio, también le pareció flacucha y sin gracia —aunque quizá no lo era tanto comparada con las otras—, ella era abismalmente distinta a todas las mujeres que había tenido que contemplar esa noche; la menuda joven destellaba pasión, un incandescente fuego centellando en sus ojos acompañado de los sutiles y elegantes movimientos de un ángel.

Y Edward una sola vez había sido hipnotizado por tal pasión…

Cerró los ojos apretándolos con fuerza, inhaló y exhaló profundo en un pobre intentó de calmarse y tomó con dos dedos el puente de su nariz. Esa noche, todo le recordaba a Lili.

Tenía terror de volver a abrirlos y que los recuerdos continuaran atacándolo con inclemencia, que esa pequeña y desconcertante mujer, terminara por traer a su mente aquella mañana que prometió olvidar para siempre. Se estremeció de los pies a la cabeza de tan sólo pensarlo, sin embargo, esa pasión que desprendía la había extrañado con demencia, día a día y noche a noche desde hace ya seis años y era una maldita droga imposible de rechazar.

Inhaló de nuevo con profundidad, sintiendo como su corazón comenzaba a latir desbocado y entre efusivos aplausos abrió sus ojos, los que letales contemplaron a aquel demonio disfrazado de ángel, levitar en solitario por el escenario al compás de la celesta. Le pareció hermosa, delicada y demasiado irresistible para su sanidad mental.

Creyó que si seguía admirándola, se iba a detener su corazón y volvería a ser un muerto en vida, como en el que se había convertido cuando Lili…

—No —gruñó refregando su rostro y de un rápido movimiento se puso de pie.

—Edward, cariño, ¿qué…?

Irina quiso preguntar al presenciar semejante arrebato, pero su amante no le dio la posibilidad de terminar la frase, él ya había abandonado a toda velocidad el palco.

A grandes zancadas se encaminó hacia la salida, cada fuerte pisada hacía eco en el cuadriculado piso de mármol. Casi corriendo bajó la imponente escalera del Palacio de la Ópera, desabrochó el primer botón de su camisa y soltó el nudo de la corbata, sentía que comenzaba a asfixiarse.

El gélido aire de la noche de París lo recibió de golpe, empero, fue un alivio. Respiró con desespero llenando de aire sus pulmones, como si realmente le faltase el oxígeno.

Los primeros copos de nieve comenzaban a caer. Levantó el rostro para que las escarchas que resbalaban por sus mejillas, le ayudaran a aclarar sus pensamientos y a aplacar su turbulento corazón.

—Soy un estúpido… —murmuró iracundo tanteando el bolsillo interno de su chaqueta—… un sentimental marica…—se recriminó cuando encontró la cajetilla de cigarrillos.

Tomó uno con sus largos dedos, golpeó el filtro tres veces contra la caja, lo llevó a sus labios y le dio lumbre con el encendedor que le había regalado su abuela Marie Anne. Aspirando una profunda calada guardó todo en el mismo escondite, poniendo especial cuidado en aquel preciado obsequio. Nuevamente elevó el rostro al cielo y expulsó el humo con lentitud haciendo dos argollas, al final de una larga exhalación.

Sus pensamientos divagaron en esos últimos y solitarios años.

Recordó cuánto le costó rearmarse como persona y cuánto luchó por cerrar aquellas heridas, que hasta el día de hoy a veces escocían y sangraban, porque Edward quizá podía engañar a su familia, amigos y a las personas del trabajo, pero en el fondo de su alma sabía que eran heridas latentes y abiertas, que lo seguirían torturando de por vida. Siempre sería un hombre defectuoso, un hombre roto.

Aun así, nada, ni mucho menos una insignificante muchacha que en la vida había visto y, esperaba con desespero no volver a ver a jamás, iba a venir a quebrar la imagen de este impenetrable hombre que magistralmente había creado. Solo había sido un momento de debilidad, una inexplicable crisis de pánico, nada más.

Con la vista aún en el cielo, cuadró los hombros y le dio una última calada al cigarrillo, cuando una obscura tela apareció frente a él, protegiéndolo de los copos que comenzaban a aumentar de intensidad, empapándole el broncíneo cabello e impoluto traje.

—Vas a enfermar, cariño…—dijo Irina con voz suave, no edulcorada, la mujer bien sabía que cuando él tenía esos extraños arrebatos, era mejor no interrumpirlo—. Además, ¿sales a fumar y no me invitas? —añadió con un sensual reproche, intentando atenuar la dureza de las penetrantes esmeraldas que la contemplaban.

Edward no emitió palabra, sus reflexiones trajeron de vuelta al Edward de siempre: indiferente, un impenetrable muro de hielo. Sólo miró a la mujer que lo estudiaba, con sus ojos cálidos y brillantes, bajo el paraguas que Paul sostenía para ambos. Decidió mantener silencio y ser indulgente con aquella muestra de bondad que no supo cómo interpretar; en la mirada de Irina no había una gota de compasión, cosa que agradeció.

—Las flores para su hermana…—informó el chofer sosteniendo en su mano izquierda un ramo de rosas blancas.

—Bien —aprobó Edward, tomó a Irina del codo y la guio para entrar al teatro—. Tráelas —masculló, dándole la espalada a Paul, quien intentó seguir sus largos pasos, haciendo malabares con ambas cosas en cada mano.

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Tras bambalinas todo era una locura, pletóricas exclamaciones, efusivos abrazos, besos, felicitaciones, gente y más gente; la primera función del Cascanueces, se había realizado con completo éxito. El público, extasiado y de pie, aplaudió por largos minutos al joven y renovado elenco.

—¡Eres una diva! —Jocoso chilló Jacob Black, apretando a Bella con sus fuertes brazos contra su pecho—. ¡Una diva! ¡Te odio! —La apretaba más contra sí—. ¡Te robaste el corazón del público!

—¡Jake, no puedo respirar! —expresó Bella entre risas, devolviéndole el abrazo a su afeminado amigo—. Tú también estuviste hermoso y fantástico —devolvió el cariño que él le profesaba besando sus mejillas.

—Que va…—dijo disminuyendo su agarré del delgado cuerpo de Bella y se encogió de hombros—. Sólo era una simple flor…

—Una hermosa y sexy flor…—lo animó Bella guiñándole un ojo.

—¿Tú, crees?

—Por supuesto, Demetri no dejó de mirarte cada vez que tuvo oportunidad.

—Oh…—musitó buscando con la mirada entre el mar de gente, al hombre que hacía delirar su corazón y volvió a mirar a su amiga, le regaló una sonrisa y pícaro soltó—: Bueno, yo no soy el único que rompió corazones esta noche señorita, ¿qué hay de Riley?

—¿Riley? —contestó haciéndose la desentendida, pero el leve sonrojo que adornó sus mejillas la delató—. No sé de qué me hablas, Jake. ¡Tengo que encontrar a mi mamá!

Bella cambió abismalmente de tema, le parecía demasiado pronto para declarar sentimientos los cuales aún no era capaz de descifrar; tenía claro que Riley le gustaba mucho, pero nada más. Ansiosa, se elevó en la punta de los pies, para buscar a su madre entre el gentío —hace seis meses que no la veía y la extrañaba con demencia— y preguntándose a la vez, dónde se había metido Alice, quería felicitarla, ella era la verdadera estrella de esa noche, pero sus intenciones se esfumaron, cuando vio una menuda y familiar figura al comienzo del largo pasillo que llevaba a los camerinos.

—¡Mamá! —gritó emocionada y sus ojos comenzaron a inundarse de lágrimas de felicidad—. ¡Mamá! —gritó otra vez, pareciéndole que las separaban millones de personas y con desespero alzó las manos al cielo para intentar captar su atención, pero Renée Higginbotham, demasiado entretenida con todo lo que sucedía su alrededor, no se percataba de los eufóricos llamados eufóricos de su hija, que intentaba hacerse espacio entre la gente.

Nuevas felicitaciones, abrazos y besos, halagos que le impedían avanzar, pero le complacía recibir y devolver. «Hermosa», «fantástica», «sublime», congratulaciones que le llenaban el corazón...

—Perfecta…—susurró una conocida voz que la abrazó por detrás y dejó un suave beso en su mejilla.

Bella al instante reconoció esas manos que venían acariciando su cuerpo por meses; aquel roce inolvidable, respetuoso, fuerte… Sonrió, se giró en sus brazos y abrió la boca para agradecerle, pero las palabras quedaron estancadas en su garganta cuando Riley en un ataque de valentía —por la que venía rogando por meses y al parecer la euforia del momento le había brindado—, la tomó del rostro con ambas manos y rozándole los labios musitó—: Tú y yo, estuvimos perfectos. Somos perfectos…

—Perfectos —repitió Bella azorada y, buscando su voz en el lugar donde se había escondido, respondió—: Mi mamá…, me espera…—se separó de él dando un paso hacia atrás, observando como Riley le sonreía y sin dejar de mirarla abrazaba a otra persona.

Isabella se volteó a toda carrera sin percatarse en los obstáculos de su loco camino, camino que fue bloqueado por un alto, duro y musculoso muro enfundado de Dior.

—¡Ay! —exclamó, rebotando en el hercúleo pecho y antes de que cayera al piso, dos fuertes, extraños, pero cálidos brazos la apresaron.

El abrazador calor del cuerpo del alto hombre contra el de ella, la hizo estremecer. Temblorosa, levantó el rostro para mirar al desconocido carcelero. Con lo primero que se encontró fue con una sexy manzana de Adán, luego con una masculina y angulosa mandíbula, pulcramente afeitada y cerrada con gesto severo. Un varonil perfume embriagó todos sus sentidos.

—Perdón —musitó sintiendo como sus rodillas perdían fuerza, al mirar por primera vez el hermoso rostro de ángel, que la contemplaba con los ojos mas verdes, penetrantes y fieros que había visto en su vida. Mirada radioactiva, enmarcada por dos broncíneas, pobladas y ceñudas cejas, y por largas, espesas y curvilíneas pestañas.

«A esto se le llama tener suerte», Edward pensó sardónico, examinando como el pequeño demonio, culpable de sus renovadas pesadillas, se disculpaba con voz dulce e inocente y, sin pensar en las consecuencias que su cercanía le traería más tarde, se permitió contemplar por un momento a la muchacha que tenía enjaulada en sus brazos.

Era joven e increíblemente hermosa, su rostro en forma de corazón, labios rosados y llenos que invitaban a comérselos a besos. La nariz respingada y aniñada, coronada por unas coquetas y casi imperceptibles pecas. La tiara que llevaba prendada en su brillante y castaño cabello lograba que se asemejara a una princesa. El adictivo calor que emanaba su diminuto cuerpo fundido al de él, su delicioso perfume…

Y sus ojos…

Castaños, tan profundos y demoledores que lo hicieron estremecer, eran unos malditos imanes, llenos de luz, llenos de vida, llenos de pasión…

«¡No!», con vehemencia negó su lado racional, sin embargo el irracional lo dominaba porque no podía dejar contemplarla y Edward ya había sido embrujado de la misma forma y para él, todos esos inexplicables sentimientos eran sinónimos de destrucción, por lo que en un acto involuntario, la apartó de su cuerpo como si Isabella fuese la peste negra; brusco e inesperado movimiento que terminó con ella sentada en el piso.

—¡Ay! —Se quejó incrédula de lo que había pasado y fulminándolo con la mirada gruñó—: ¡¿Qué es lo que te pasa idiota?!

Edward la contempló irguiéndose por completo, malicioso alzó una de sus pobladas cejas al escuchar como lo había llamado y soltó con innecesaria crueldad—: No sabía que la función de esta noche era el «torpe pato feo que nada en el pantano». Yo estaba seguro que era «El Cascanueces».

—¡Me votaste!

Reprochó la joven —obviando que la había llamado «fea»—, sin comprender cómo es que aquel hombre, luego de protegerla en sus brazos, la haya empujado hacia el piso como si ella fuera una enfermedad mortal.

—Arrugas mi traje…—engreído se justificó Edward alisando las arrugas inexistentes de su chaqueta, y una sonrisa devastadora y coqueta se extendió por sus apetecibles labios—. Además, ¿no se supone que debes tener mejor equilibrio que el resto de las personas? Quién iba imaginarlo… Una bailarina con dos pies izquierdos…

Isabella pestañeó unos segundos perdida en la sensual y peligrosa sonrisa que la desafiaba, y en la aterciopelada voz que comenzaba a carcajearse de ella con descaro. Negó con la cabeza, para salir de su embotamiento y con furia masculló:

—Estúpido…—se puso de pie, sacudió el faldón de su tutú y apretó los puños con fuerza a sus costados, conteniendo las ganas de darle un buen guantazo para callar su presuntuosa boca o jalar ese extraño y salvaje cabello —que apuntaba en todas direcciones—, hasta arrancárselo por ser un idiota.

«¡Increíble! ¿Cómo un hombre tan hermoso y con esa sonrisa, puede ser un completo saco de plomo?», pensó bufando frustrada, presta a ir en busca de su madre y olvidar para siempre el desagradable encuentro, cuando sin preverlo, Edward dio la estocada final. Con una de sus grandes manos, quitó bruscamente a Isabella de su camino, pasó por su lado sin inmutarse de los insultos hacia su persona y guiñándole un ojo, dijo riendo—: Adiós, pecosa…

Y sin rastro de culpa por como la había tratado, Edward continuó la búsqueda de su hermana tras bambalinas.

Irina estaba literalmente con la boca abierta, su suspicaz mente, aun no era capaz de procesar la escena que sus ojos habían presenciado. Todo pasó demasiado rápido…

La desconocida chica que chocó con ellos provocando que Edward le soltara la mano, cómo él la acunó en sus brazos, los segundos que se dedicó a contemplarla, como si no existiese nada más en el mundo que la pequeña bailarina vestida de tutú. ¡Ella lo había insultado! Y Edward, a pesar que no había sido nada amable con ella, no pudo hacer más que reír para sus insultos, como si eso fuera posible en algún universo paralelo.

Un dejo de envidia se alojó en el corazón de Irina, que le hizo preguntarse qué es lo que tendría aquella mujer de distinto a todas las demás con las que acostumbraba a salir Edward o de ella misma, para que él le dedicara, aunque no agradable, tal atención. No es como si ella cumpliera con los cánones preestablecidos con que las elegía: altas, rubias, voluptuosas…

Se colgó nuevamente del brazo de Edward y no pudo evitar mirar hacia atrás, preguntándose si aquella chica, que ahora lloraba de felicidad abrazada a una rubia mujer, era la respuesta a todas sus interrogantes con respecto a su adorado y joven amante.

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Nota del autor:

(1)Petite: pequeña.

(2)Arabesque: Una de las posiciones básicas en ballet clásico. El cuerpo de perfil, apoyado en una pierna extendida hacia atrás y las manos colocadas en varias armónicas posiciones, para crear la línea más larga posible desde la punta de los dedos de la mano a los dedos del pie.

(3) Grand Jeté: Las piernas se lanzan a 90º con un salto de altura y un desplazamiento corporal. El grand jeté, es precedido siempre por un movimiento preliminar como un glissade, pas de bourré couru o un coupé y puede ser realizado en todas las direcciones. Hay una variedad amplia de jetés.

Hola mis hermosas! AL fin el capítulo 2 en la nueva cuenta! Espero ponerme al día pronto con todo, así que les recuerdo que vayan agregando el fic con esta cuenta, porque cuando haya pasado todos los capítulos borraré el fic de la cuenta antigua.

Para las que recién se integran. ¿Que les ha parecido el primer encuentro de Edward y Bella? ¿Qué opinan de Edward?

Las dejo hasta la próxima, no sin antes darles millones de gracias por la paciencia, por la fidelidad y por los años que llevan acompañándome con mis locuras.

Nos leemos!

Besos

Sol!