Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer
La historia es mía y está registrada en Safe Creative.
¡No apoyes el plagio!
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Canción del capítulo
"My Belief" Yiruma
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Capítulo 3: Mi credo
—Estás distraído esta noche —susurró Irina, acercándose a Edward.
Con sus cuidadas uñas, le acarició de forma ascendente la larga y marcada extensión de la columna vertebral, hasta a enterrar sus dedos en el broncíneo y suave cabello.
Edward ni siquiera se inmutó con el tentador roce, continuó con la vista perdida a través de la ventana, tomó un largo trago de whiskey del vaso que sostenía en su mano derecha y le dio una profunda calada al cigarrillo que tenía en la misma.
Para Irina, fue inevitable no admirar su taciturna belleza.
La imponente figura algo encorvada, el torso desnudo, los pantalones del traje colgando de manera sexy sobre las caderas, los tonificados músculos que se tensionaban en el abdomen y espalda, los delgados y hercúleos brazos... Sublime, tan hermoso, que en la penumbra de la habitación y con su verde mirada clavada en la lontananza, Edward se le asemejó a un ángel caído, un ángel de alas rotas.
«¿Por qué estás tan triste?», fue la pregunta que le pasó por la mente al contemplar su indomable fragilidad, pregunta que no tuvo el valor de elaborar.
La mirada de Irina, también viajó a través de los altos ventanales franceses de la habitación, la nieve continuaba cayendo copiosamente, convirtiendo la negra noche, en una teñida de plateado. Sus pensamientos retrocedieron a la primera vez que vio al hombre que estaba de pie a su lado.
Ese día le tocó cumplir el papel de devota esposa, acompañando a Laurent —su vejestorio marido—, a una importante premiación del ámbito en que se desarrollaban sus millonarios negocios. A un arquitecto de la firma constructora asociada a la de él, se le había otorgado el premio Pritzker, importante galardón, —si es que no, el más— que premia la creatividad, talento y la contribución de la obra del arquitecto honrado a la humanidad. Acontecimiento que Irina no podía encontrar más tedioso, sin embargo no increpó la orden de Laurent, para eso se había casado, para ser una «mujer florero» y mientras él, le permitiera tener todos los amantes que ella quisiera, Irina sabía que su deber era acompañarlo a la mentada premiación.
Así fue que, bajo el regocijo de todos los presentes de esa noche y la falsa empatía de Irina para todo lo que sucedía a su alrededor, oyendo sin escuchar y riendo sin sonreír, el momento de premiar al honrado llegó. Lo que jamás pasó, ni por sus más remotos pensamientos, fue que en ese preciso instante la vida para ella, comenzaría a tener otro cariz.
Ahí, parado en el podio y para quien el público aplaudía de pie, no había un viejo decrépito como ella esperaba, sino que un hermoso joven. «¡El arquitecto más joven de la historia en ganar el premio Pritzker!», se enteró cuando se dignó a escuchar.
Fue amor a primera vista.
Imposible fue no caer rendida a aquellos impresionantes ojos verdes que brillaban orgullosos y dejaban entrever que en aquel logro obtenido, había mucho más que un niño rico, hijo de papá, ganando un premio. Había esfuerzo, dolor y muchos más años de lo que su cuerpo y rostro de ángel representaban. Detrás de su sonrisa ladina, pudo ver la real, la tímida, la que le decía que a pesar de lo pletórico que se encontraba, pedía a gritos no ser el centro de atención de toda esa gente que eufórica le felicitaba.
De ese modo conoció a Edward y ahora dos años más tarde, poco y nada sabía del hombre que creía amar. Conocía su carácter duro y volátil, sus gustos, aunque solo los superficiales; como qué marca cigarrillos fumaba o qué tipo de whiskey le gustaba beber, su preferida posición sexual... Del corazón de Edward no conocía nada, solo sabía que tenía una hija de seis años de la cual estaba prohibido hablar.
Y el dolor...
Dolorosa nostalgia, reflejada en su atormentado mirar..., melancolía que Irina, no aguantaba un minuto más contemplar. Sin pensar en las consecuencias que le traería y, poseída por un ramalazo de valentía que jamás tuvo antes, desesperada por ayudar a su joven amante, de sus labios escapó—: Edward... ¿sabes qué puedes confiar en mí, verdad?
Como era de esperarse, fue un craso error.
Edward la enfrentó con violencia, se cernió sobre ella y con sus verdes ojos brillando letales en la penumbra de la habitación, con voz afilada amenazó—: Lo que sí, sé...—dio un paso adelante y bebió de golpe todo el whiskey que quedaba en el vaso—... es que si quieres volver a verme —dio otro intimidante y felino paso, haciendo que Irina soltara un gemido y retrocediera hasta chocar con la cómoda que estaba a su espalda—, es mejor que cierres esa maldita boca, así dejas de preguntar estupideces y la comienzas a ocupar en lo que realmente eres buena...—dijo esto último dándole una última calada al cigarrillo, tiró la colilla dentro del vaso, con brusquedad lo depositó sobre la cómoda, mientras su mano izquierda, con destreza desanudaba los lazos del albornoz de seda, que cubría la voluptuosa anatomía de la mujer.
Edward abrió la prenda y con los ojos obscurecidos de lujuria, recorrió sin miramientos el cuerpo semidesnudo de Irina: pechos erguidos y llenos, abdomen terso, su feminidad cubierta por una pequeña braga de seda negra. Posó sus grandes manos en los hombros de su amante y deslizó la sedosa bata por los brazos hasta que esta cayó al piso, silenciosa y delicada, tal cual era la tela. Sus labios viajaron a apoderarse de una de las sonrosadas cumbres, que sensibles esperaban por las impúdicas caricias y su mano derecha invadió para incitar sin previo aviso, ni permiso, el ya acalorado centro de la mujer.
—Edward...—gimió con devoción el nombre del único hombre que le hacía perder la compostura, mientras su cuerpo comenzaba a temblar por completo.
Tembló del terror que le produjo imaginar no verlo nunca más, pero por sobre todas las cosas, tembló de excitación. Esas duras y amenazantes palabras, acompañadas de ese andar felino, sus húmedos y sedosos labios que recorrían su piel, y esos largos, licenciosos y expertos dedos que sin tregua la estimulaban, eran su completa perdición.
Con la mente obnubilada de deseo, empero aun consciente de su falta, sus manos ávidas y expertas, buscaron el torso desnudo de Edward. Jugueteó un momento con el vello del pecho, para luego descender por el abdomen acariciando con sus uñas, hasta encontrarse con el cinto del pantalón. Complacería a «su hombre» como a él tanto le gustaba, haría cualquier cosa con tal que le perdonase su imprudente error.
Desabotonó con premura el botón del pantalón, deslizó el cierre acariciando toda la extensión de la dura y ya preparada masculinidad, estaba a punto de caer de rodillas para satisfacerlo con la boca, cuando algo inesperado pasó:
—No.
Fueron las palabras que escaparon como un aterciopelado susurro de los labios de Edward, las cuales, no estaba completamente segura de haber escuchado. La confirmación llegó cuando una enorme mano acunó una de sus mejillas, levantó su rostro y repitió—: No.
Irina estaba estupefacta, tanto como Edward, quien ni siquiera comprendía con certeza los motivos por los cuales la detuvo. Tal vez, una pisca de remordimiento comenzaba a latir dentro de su despiadada consciencia. Esa noche —más que en otras ocasiones— se había comportado como un mal nacido con Irina y ella menos que nadie, tenía la culpa de los acontecimientos del pasado que lo atormentaban y no lo dejaban vivir. Menos aún era la culpable que se atravesaran en su camino, esos apasionados ojos castaños, como si fueran un mal presagio del destino. Malditos ojos que su mente no dejaba de rememorar en todas sus facetas: deslumbrados, asombrados, asustados, enfurecidos.
¡Y cómo le gustaron enfurecidos!
Cerró los párpados con fuerza, intentando ahuyentarlos. Tan solo unos segundos se había perdido en la achocolatada mirada, era irracional que se gravara a fuego en su memoria. Necesitaba imperiosamente olvidarla, tanto como necesitaba olvidar a Lili, tanto como deseaba olvidar todo.
Todo.
Desesperado por unos minutos de tranquilidad de un rápido y violento movimiento volteó a Irina, con la mano derecha barrió al piso todo lo había encima de la cómoda y la obligó a apoyar el torso desnudo, en la cubierta de esta. Terminó de despojarse de sus ropas, arrancó las bragas de la mujer de un brusco tirón, la tomó con ambas manos de las caderas —no sin antes preocuparse de la debida protección—, clavó sus largos dedos en la sensible carne y comenzó a poseerla con frenesí.
Con los ojos cerrados, embestida tras embestida, rindió su mente y su cuerpo al placer carnal; abrasadora profanidad que le brindaría el —aunque efímero— anhelado olvido. Ya no existía la mujer junto a él, que con cada poderosa arremetida gemía suplicando por más, ni su pequeña hija esperándolo en casa, no existían los dolores del ayer, las responsabilidades del trabajo, sus padres, Lili... Sólo era Edward, el joven descorazonado que por unos instantes se autorizaba a sentir.
Una última y dura estocada acompañada de un ronco gruñido y se dejó ir, permitiendo que el abrasador y placentero orgasmo recorriera como olas de fuego su cuerpo, sintiéndose libre, extasiado, al menos por un momento. Luego, profundas inhalaciones para intentar recuperar el aliento y ralentizar el frenético bombear de su corazón y de nuevo de golpe a la realidad, a su cruel y solitaria existencia.
Se separó del cuerpo de la mujer, quien aún estaba con la mente nublada gracias a los celestiales latigazos del clímax, tomó su ropa del suelo y a grandes zancadas se dirigió a encerrarse en el baño. Se acicaló con prolija prontitud, del mismo modo se vistió, una vez que estuvo listo miró su reflejo frente al espejo: sus ojos estaban brillantes, vidriosos, la lujuria había desaparecido de ellos, dando paso a la falsa calma y felicidad que provoca el sexo.
—Esto no está bien... —se recriminó en un imperceptible susurro.
Giró la llave del lavado, dejó el agua correr y empapó su rostro con agua helada, en un pobre intento de aclarar sus pensamientos. Sin embargo, no llegó a conclusión alguna, más que a aquel constante sentimiento que le oprimía el pecho y le robaba la respiración. Miró su reloj de pulsera, eran pasadas las dos.
«Anne», pensó en su pequeña hija y la dolorosa punzada se incrementó.
Secó sus manos y su cara con premura, y salió del baño para encontrarse con Irina enfundada en su bata, bebiendo Whiskey y fumando un cigarrillo, sentada en uno de los sillones individuales del living del dormitorio. Como siempre pasaba después de sus encuentros sexuales, la mujer no emitió palabra, sólo siguió todos los movimientos del joven con la mirada.
Edward tomó la billetera, el teléfono y la cajetilla —que dejó descansando en el arrimo que estaba en la entrada de la habitación—, guardó los objetos en el bolsillo interior de su chaqueta, no sin antes, encender un cigarrillo y darle una profunda calada. Ignorando por completo a Irina, tomó el pomo de una de las puertas dobles del cuarto y desapareció de su vista y de su vida, hasta que aquel dulce, pero a la vez amargo deshago, de nuevo fuese una necesidad.
Bajó las blanquecinas escaleras de mármol del opulento edificio de dos en dos, maldiciendo lo tarde que era. Si bien acostumbraba a salir casi todas las noches, nunca llegaba más allá de la medianoche, tampoco bebía cuando conducía, por eso esa noche había necesitado los servicios de Paul y, aunque las horas extras le eran bien remuneradas, no era un jefe desconsiderado o explotador. Edward sabía que tenía muchas facetas desagradables en esta vida: un cínico, un maldito engreído, un amargado de mierda, un hijo de puta insensible, pero un explotador, jamás. Él sabía lo que era ganarse el dinero con el sudor de la frente; sobre todo cuando te hace muchísima falta.
Se deshizo del cigarrillo —que se extinguió en la nieve que comenzaba a acumularse en la vereda— y entró a la limusina, antes de permitirle al chofer que le abriera la puerta; ya era lo suficientemente tarde para que además, lo hiciera salir del vehículo a congelarse, por un innecesario capricho.
—Vamos a casa, Paul —ordenó con suavidad, acomodando su cuerpo en el mullido asiento.
—De inmediato, señor Cullen —contestó Paul y puso el vehículo en marcha agradeciendo en silencio, el considerado gesto que tuvo Edward para con él.
Ambos hombres sumidos en un sepulcral silencio, solo interrumpido por el ronroneo del motor y la fricción de los neumáticos contra el gélido pavimento, fueron alejándose del centro de París. Paul concentrado en la conducción y Edward, inmerso en un extraño sentimiento.
Estaba agotado, pero no tenía sueño, sabía que por más que intentara dormir, le sería imposible. Eran demasiados y diversos los sentimientos que mantenían inquieta su alma.
Por un lado, se sentía inmensamente feliz por su hermana menor.
El debut de Alice como solista fue un completo éxito y Edward, no podía estar más orgulloso de ella; él era testigo fiel de su perseverancia. Hora tras hora, día tras día, perdiendo vacaciones y días de descanso, paseos familiares, fiestas con amigas, salir con algún chico... Sangre, sudor y lágrimas, dejó Alice en el trascurso de estos años en la rigurosa disciplina del ballet, hasta que tanto esfuerzo dio frutos y esa noche, se vio reflejado con magnificencia.
Por otro lado, estar cerca de su familia lo abatía.
Esme que lo hacía sentir culpable, debido a su forma de comportarse con Anne y le reprochaba, hasta el simple acto de respirar. Carlisle, quien se dedicaba a recordarle el «importante» sentido de la familia y lo poco que lo veían y su hermana, siempre empeñada en emparejarlo con alguna amiga, deseosa que Edward tuviera una novia formal, tanto, que mientras celebraban la actuación de Alice en su restaurante favorito, ella se dedicó a hablarle hasta por los codos de una tal...
—¡Mierda! —masculló resoplando cabreado—. ¡Ni siquiera recuerdo como se llama la condenada chica!
Y era obvio que no lo recordaría, ya que la hora y media que celebraron en familia, pasó minuto tras minuto, rememorando aquellos impresionantes ojos castaños y el calor que emanaba el pequeño cuerpo de la flacucha chica, que apresó como un maldito obseso entre sus brazos; demás está decir, que lo mismo hizo mientras estuvo con Irina.
Pensamientos que para Edward, rayaban en el borde de la locura.
Era paradójico ya que la muchacha no se parecía en absoluto a Lili, eran tan distintas como lo es el sol de la luna o es el cielo al infierno, no obstante, ella irradiaba esa fuerza que alguna vez tuvo Lili; ese irresistible magnetismo al que hace años cayó rendido, y no había vuelto a percibir en ninguna otra persona.
«Lili», pensó y de nuevo se le atenazó el corazón.
La negra limusina se estacionó frente al espléndido portal de entrada de la mansión. Edward iba tan inmerso en sus atribulados pensamientos, que no se percató de que habían llegado hasta que el chofer le hizo dar un salto del susto, cuando este abrió la puerta para que su jefe descendiera del vehículo.
Volviendo a la realidad, se despidió de Paul deseándole buenas noches, no sin antes advertirle que sus servicios al día siguiente —y como todos los días—, solo serían requeridos para Anne. Subió las escalinatas del porche y como si de un adolescente se tratara, asustado por la reprimenda de sus padres por llegar a altas horas de la madrugada, con sigilo abrió la puerta de su opulenta casa, así mismo ingresó y la cerró.
Al igual que todas las noches, la soledad y la penumbra del vestíbulo le dieron la bienvenida. Suspiró con tristeza, como si fuese el último y mortecino respiro de una persona a la cual se le apaga la vida, solo los destellos de las titilantes luces del árbol de navidad —provenientes de la sala—, y el eco de cada una de sus pisadas en el frío piso de mármol, le recordaban que estaba vivo.
Lentamente subió los escalones de la amplia escalera de caracol que llevaba al segundo piso, cada paso que daba era como si cargase el peso del mundo sobre los hombros; cada paso, acompasado con el apesadumbrado latir de su corazón. Así mismo caminó por el largo pasillo de la segunda planta, hasta que por inercia, se detuvo frente a la puerta que se negaba a visitar cada noche.
En silencio se coló en el dormitorio, no quería despertar a su ocupante y mucho menos que ella, se enterase de la clandestina visita. Su vista, ya acostumbrada a la obscuridad, reparó en cada detalle con genuino amor: En las tenues luces que giraban alrededor del cuarto en forma de constelación, en el pequeño living y comedor donde jugaba a tomar el té, en los estantes llenos de muñecas y libros; su favorito, «Stuart Little», descansando en la mesa de noche.
Con el corazón apretado y con cautela se acercó a Anne, quien dormía plácidamente en la mullida y romántica cama, rodeada de un etéreo dosel, tan lila como lo era toda la habitación. La niña era la viva imagen de Lili: el ondulado y dorado cabello que enmarcaba el precioso rostro de porcelana, su respingada nariz, la diminuta y rosada boca más parecida al botón de una rosa. En sus pequeños y delgados brazos —cubiertos por un pijama de ositos—, tenía aferrado como si en ello se le fuera la vida, a la felpuda figura de «La Bestia», del principesco cuento infantil «La Bella y La Bestia».
«Soy un miserable cobarde», se recriminó como siempre, por no poder amar a Marie Anne como deseaba amarla, pero es que el solo hecho de mirarla le dolía. Le dolía amarla tanto o más de lo que había amado a Lili, porque tenía miedo que después de entregar tanto amor, todo terminara hecho pedazos. Destruido como cada sueño, como cada ilusión de aquella pequeña y joven familia que adoró desde el primer momento de su concepción...
París, 25 de diciembre de 2006
—¡Edward! —Lili lloró desconsolada, enterró su rostro empapado por dos ríos de lágrimas en el pecho de Edward y se aferró a su cintura con todas sus fuerzas.
—Por favor, no llores Lili.
Edward pidió desesperado. No había nada en este mundo que lo hiciera sentir más impotente, que ver triste a su hermosa novia.
—¿Qué voy hacer ahora? —balbuceó la muchacha en entrecortados sollozos.
A pesar de la difícil situación en la que estaban envueltos, Edward sonrió. No podía evitarlo, por más que intentaba contener su sonrisa, esta desplegaba sus labios de forma espontánea.
¿Por qué no habría de estar feliz? Amaba tanto a Lili que para Edward, este inesperado escenario que se les presentaba, más que un problema, era una bendición. Una bendición sería tener junto él, a la chica que lloraba en sus brazos, para toda la vida. Con infinito amor le acunó el rostro con ambas manos, secó las lágrimas que resbalaban por las sonrojadas mejillas y la miró directo a los ojos, para perderse en aquel mar azul-turquesa que lo tenía enamorado.
—Qué «vamos» hacer, Lili —la corrigió hablando con suavidad.
Intentó calmarla regalándole una cálida sonrisa, demostrándole con ese simple gesto, que jamás la dejaría sola, pero Lili se negaba a razonar. Nuevas lágrimas descendieron con rapidez hasta la comisura de sus labios.
—¡No, Edward! —negó con frenesí entre nuevos hipos y lamentos.
—Escúchame, princesa... Yo estoy feliz, ¿me crees qué estoy feliz? —Edward sintió su corazón palpitar contra la base de su garganta. Aunque estaba muy contento de igual forma estaba asustado.
Aterrorizado más bien de imaginar las posibles —y no fáciles— circunstancias que se avecinaban. Sólo era un adolescente de diecisiete años, cursando el último año de secundaria, prácticamente, aún era un niño; sin embargo sus temores no importaban, debía permanecer fuerte, por los dos, pero sobre todo por Lili.
Lamentablemente, la aparente calma de Edward, terminó por exasperar a la muchacha que le golpeó el pecho con ambos puños y gritó desesperada—: ¡Pero es que tú, no lo entiendes, Edward! Para ti es fácil, te irás a estudiar a Londres y yo, ¿qué haré con mis sueños?
Para Edward la injusta acusación, fue como una daga en el corazón. Ni siquiera una vez, pasó por su mente abandonarla; al quedarse junto a ella, sus sueños también se verían truncados.
«Mi dulce, Lili», pensó atribuyendo el horrible reproche a su estado de extremo nerviosismo.
Necesitaba encontrar con urgencia las palabras correctas, que lograran confortar a la chica que llegó a alumbrar su vida, una sombría mañana de verano; como lo eran todas, desde que estudiaba hace tres años en aquel estricto e impersonal internado.
«Es por el bien de tu educación», dijo su padre cuando le comunicó la noticia, como hechos consumados e irrefutables, y Edward como el hijo ejemplar que era, acató la orden sin replicar aquel acto arbitrario, que le pareció nada más que un irracional castigo.
Lili, estudiante ejemplar proveniente de Seattle, llegó a Francia cargando una maleta colmada de sueños. Hija de padres adinerados y en apariencias viviendo un mundo perfecto, ya que la realidad, abismalmente, era otra: estaba muy sola.
Para sus padres, que sólo vivían para sus negocios, viajes, amistades y fastuosas fiestas, ella fue —desde el primer momento—, un inesperado estorbo que les impediría seguir con la vida que ellos eligieron para sí: una que no contemplaba hijos.
No obstante, no eran seres tan desalmados. Después de mucho pensarlo decidieron tráela al mundo, cuidar de ella lo justo y necesario o por lo menos, hasta que la pudiesen dejar a cargo de alguien más; replicando con exactitud, la crianza de sus padres.
En ese ambiente despiadado y sin amor se crio Lili, convirtiéndose a medida que fue creciendo, nada más que en otro costoso mueble de aquella solitaria mansión donde vivía.
Cuando cumplió los dieciocho años, desesperada por escapar de la cruda realidad que la consumía, se las arregló para entrar en el programa de intercambio escolar de su instituto. No fue tan difícil a decir verdad, gracias a sus excelentes calificaciones, fue aceptada de inmediato. Y ¡qué hablar de sus padres!, por supuesto que ellos estuvieron de acuerdo, sin siquiera dudarlo.
Así fue como Lili arrancó de Estados de Unidos —prometiéndose jamás volver—, específicamente a París, esperanzada que en la capital de la moda, podría alcanzar su sueño: ser una importante diseñadora de vestuario.
Lo que sus juveniles planes no contemplaron, fue que se enamoraría del dulce muchacho que ahora la sostenía en sus brazos. Solo bastó una mirada, el intercambio de una tímida sonrisa, ella y Edward nunca más se separaron.
Tristemente, el amor que siempre deseó tener, fue su condena. Si Lili algo hubiese aprendido de sus fríos progenitores, no estaría llorando desconsolada en esa gélida y lúgubre habitación, observando como su vida se desmoronaba a pedazos...
La mirada de Edward se perdió en la nieve que teñía de blanco, el solitario jardín del colegio. Era Navidad, la primera festividad familiar que pasaba sin su familia, ¿la razón?: Lili.
Innumerables veces le suplicó que pasaran las fiestas en casa de sus padres, pero ella se negó rotundamente, aludiendo que no quería importunar una celebración tan íntima; después de todo, para ella era un día más y no le importaba pasar sola otra festividad.
Aquel postulado rompió el corazón de Edward y lo llevó a tomar una importante decisión: se quedaría en el internado junto a Lili, para que juntos festejaran su primera Navidad.
Y ahora, después de oír tan importante confesión de los labios de su amada, confirmó que había hecho lo correcto. No importaba que extrañara a sus padres y hermana, compartir con ellos alrededor del árbol mientras se intercambiaban los regalos, porque Edward por lejos, había recibido un mejor obsequio: su bebé no nato, Lili y él, serían una familia.
—Lo resolveremos, princesa —dijo finalmente lleno de convicción y con ternura, posó una de sus grandes manos en el insipiente vientre de Lili—. Me quedaré en París a estudiar. Yo cuidaré de ti y del bebé, también podrás estudiar, te aseguro que mis padres nos ayudaran.
—Tu madre me odia —soltó Lili entre sollozos, poco convencida del entusiasmo de su novio.
Edward en verdad no sabía si Esme tenía alguna aversión hacia Lili, pero lo presentía al igual que ella.
—Pero yo te amo —contestó él para desviar el tema e intentar sacarle una sonrisa, cosa que logró—. Así me gusta, quiero verte feliz, princesa. ¿Confías en mí?
—Sí —afirmó Lili, mientras una luz de esperanza comenzaba a crecer en su interior.
—Confía entonces que a partir de hoy, yo los voy a cuidar. Tú y el bebé son todo para mí, ahora son mi vida.
La sonrisa de Lili se amplió al escuchar semejante confesión de parte de Edward y sorbiendo la nariz, como niña consentida, preguntó—: ¿Lo prometes?
—Lo prometo, amor mío…
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Y así lo había hecho desde aquel veinticinco de diciembre, pero al parecer, contra los impredecibles giros del destino, sus juveniles promesas no fueron suficientemente fuertes.
«Solo un Whiskey más», pensó contemplando embelesado la somnolienta belleza de Marie Anne.
Después de todo no sería el padre más cariñoso del mundo, pero no era un irresponsable, tenía una hija que cuidar; tal como lo venía haciendo desde aquel fatídico día que la encontró llorando desconsolada —hace un poco más de seis años—, encerrada dentro de un tétrico closet.
—Ahora, somos sólo tú y yo, mi pequeña...—fueron las palabras que susurró esa tarde, en la frente de su hija, mientras la acunaba contra su pecho e intentaba contener dos gruesas lágrimas, con lo que ya no le quedaba de voluntad—. Sólo tú y yo, mi pequeña Anne...
Bien mis hermosas! Ya voy más rápido! Espero entre hoy y mañana tambien subir el cap 4.
Para las que recién se integran, ¿que les parece Edward? ¿Aun lo encuentran tan malo? ¿Opiniones, dudas, preguntas?
Como siempre, muchas gracias por la paciencia, la fidelidad y su cariño.
Nos leemos pronto
Besos
Sol
PD: Les recuerdo de nuevo que cuando pase todo los capítulos a esta cuenta borraré el fic de la cuenta antigua, les reitero, porque he visto que me han agregado pocas y en la otra cuenta en hay 553 personas que siguen la historia y aquí muy pocas.
