Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
La historia es mía. ¡No apoyes el plagio!
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Canción del capítulo:
Shape of my heart — Sting
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Capítulo 4: La forma de mi corazón
Renée Higginbotham volvía a los Estados Unidos con el alma divida en dos: tristeza por dejar a su hija y satisfacción al tener la certeza que cada sacrificio hecho, había valido la pena y mucho más.
Día tras día, noche tras noche, mes tras mes y año tras año, desde aquella fría y lluviosa mañana, cuando arrancó de Forks con su hija de diez años tomada de la mano, con solo una maleta llena de amargos recuerdos a un destino incierto —uno que ciertamente, fue una extraordinaria aventura—, había luchado por obtener estabilidad y felicidad. Renée a sus treinta y nueve años, podía aseverar que era una mujer realizada: Su Bella era feliz.
Sonrió sintiendo que la embargaba una profunda paz. Isabella vivía en una ciudad soñada, tenía excelentes amigos y como pocas personas en el mundo, hacía lo que más amaba.
«Aunque aún le falta conocer el verdadero amor», reflexionó pensando en aquel chico, el compañero del cuerpo de baile que a Bella parecía gustarle, pero no complementarle y, en las últimas palabras que le dijo, mientras se daban un último y amoroso abrazo…
—Sé feliz mi pequeña Bella, viniste aquí para eso. Ama, sonríe…
Finalmente, esperando que comprendiera el mensaje, le acarició el rostro con dulzura, se elevó en la punta de los pies, le besó la frente por largos segundos, luego dio un paso hacia atrás y sonriéndole con añoranza, se alejó de Bella para volver a su vida en Las Vegas.
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Copiosas lágrimas resbalaban por el rostro de Isabella, anticipada nostalgia que no se molestó en disimular. ¿Por qué tendría que hacerlo? No había motivo para sentir vergüenza, ya extrañaba a Renée, aunque solo unos segundos atrás, había desaparecido de su vista cuando atravesó el control de seguridad del terminal intercontinental.
Un sollozo a medias escapó por sus labios, pero procuró sonreír tal como su adorada madre le había pedido.
—Adiós, mami…—musitó como despedida y resignada caminó por los eternos, blancos y cristalinos pasillos, hasta encontrar las empinadas escaleras eléctricas que la llevarían hasta el andén, por donde pasaba el tren en dirección a París.
El frío e invernal viento de la plataforma arremolinó su castaño cabello cuando divisó el primer convoy, se calzó los guantes, gorro y ajustó el abrigo, y la bailarina se preparó para ingresar al RER¹. Sus precarias finanzas no le permitían acceder a un medio de transporte más privilegiado, aunque la verdad es que tampoco le quitaba el sueño; Bella había pasado por muchas más necesidades que esa simple nimiedad. Le bastaba con encontrar un asiento individual.
Sus pensamientos volvieron a Renée —a quien le faltaba un poco más de dos horas para el embarque— y sonrió de forma deslumbrante. ¡Que fantásticos días vividos! Todo gracias al poderoso ímpetu de su madre.
Después del exitoso estreno del Cascanueces y la euforia del anhelado reencuentro, Renée sorprendió a Isabella al informarle que permanecería en París hasta después del Año Nuevo; extraordinaria noticia que alegró su corazón tanto como lo asustó, ellas no acostumbraban a derrochar.
Palabras sin sentido habían escapado por su boca, incapacitada de expresar sus contrapuestos sentimientos, nerviosismo que Renée no demoró en aplacar, como siempre tozuda —característica que también adquirió la bailarina—, asegurando que permanecer por un mes con su hija en «La ciudad del amor», era un gusto que se podía dar.
—Será nuestro regalo de Navidad…
Fue su irrefutable argumento que no dio lugar a réplica y Bella podía confirmar con vehemencia, que Renée jamás prometería algo que no pudiese cumplir. Sin embargo ella también sabía en lo más profundo de su ser, que la verdadera razón de su madre para llevar a cabo tal esfuerzo, era que por nada del mundo se perdería el estreno de su única hija como solista, nada más y nada menos que en el prestigioso Ballet de la Ópera de París, aunque aquello le significara más tarde, pasar por algún apuro económico; cosa que gracias a Dios y después de tanto esmero, lo cierto es que ya no era una gran preocupación. Demasiadas insatisfacciones habían vivido, desamor, violencia, miedo, escasez, la falta de un techo y de una familia…, para que ahora un inmenso océano y miles de kilómetros, no le permitieran llegar hasta ella. Renée era una luchadora por naturaleza y, ese inmenso mar que ahora las separaba, no era más que un riachuelo entre ellas.
Así fue como ambas mujeres disfrutaron los últimos días del año, combinando agradables paseos con los rigurosos ensayos del ballet, además del trabajo de medio tiempo de Isabella.
Juntas recorrieron las calles de París como dos adolescentes, maravillándose de todo y nada. De los antiguos e históricos edificios, palacios, parques, museos, famosos óleos, el placer de degustar un croissant en un típico café parisino, cientos de fotografías, autorretratos en la Plaza de los Pintores en Montmartre. Navidad tomando chocolate caliente, frente al cálido crepitar de las llamas de la chimenea, emplazada en la acogedora sala de estar del pequeño hotel donde se alojaba Renée; despedir el Año Viejo en Los Campos Elíseos, bajo el enceguecedor y refulgente espectáculo de los fuegos artificiales, una botella de champagne, abrazos por doquier…
Cada noche de función, ahí estuvo Renée, emocionándose hasta las lágrimas del invaluable talento de su hija, que se le asemejaba a una deidad cada vez que la veía danzar —etérea, perfecta—, y al mismo tiempo era su pequeña Bella, cuando años atrás por las tardes del lúgubre Forks, la llevaba a tomar lecciones de ballet como un mero juego que le ayudase a sobrellevar, la crueldad con que la trataba su padre Charles Swan. Tomadas de la mano recorrían un largo camino, bajo la inclemente lluvia, para que al menos por algunas horas, ambas pudieran olvidar su dura realidad…
Bella suspiró con nostalgia, su mamá era una mujer única.
Los blanquecinos vagones —de rojas puertas y el contorno de las ventanas de azul—, aparecieron frente a Bella estacionándose en la grisácea plataforma, con el tradicional triquitraque del tren. La nasal voz de una mujer anunció su llegada y destino por altoparlante y al unísono se abrieron las puertas.
Bella ingresó a uno de los coches, junto con toda la gente que esperaba ir o volver a París, preguntándose cuál era la función de la mujer, si como en todas las estaciones o aeropuertos, se entendía la mitad de lo que informaban. Buscó un asiento individual, se sentó en la incómoda butaca de un chillón amarillo con gris, una campanilla anunció el cierre de puertas y comenzó el viaje.
Sus castaños ojos se perdieron a través de los cristales —a pesar de que el primer tramo era dentro del túnel—, le gustaba contemplar como mutaba el paisaje a medida que se acercaban a la ciudad, al tiempo que disfrutaba del adormecedor vaivén que hacía la fricción de los vagones sobre los durmientes; sin embargo para Isabella, fue imposible deleitarse con la vista.
Por alto fueron pasando los verdes campos, las casas que cada vez se hacían menos escazas, los grafitis de todos colores y formas que adornaban las estaciones y muros que contenían los múltiples rieles, el tren que viajaba en sentido contrario que pasaba como un rápido manchón. Ahora que Renée se había ido, era otra su preocupación; una por cierto, no menor.
Dos días antes del Año Nuevo, Bella asistió a su trabajo de medio tiempo en el turno de la tarde, para encontrarse con la triste noticia que el señor Ivanov —el dueño del café— prescindiría de sus servicios. Para Vladimir, no fue fácil despedirla. Sabía que la muchacha necesitaba el trabajo y las condiciones que él le ofrecía eran excelentes, un horario flexible —Isabella iba de acuerdo a lo que los exigentes ensayos se lo permitían—, él le pagaba un salario base y el resto, ella se lo ganaba de las no despreciables propinas; ya que el café, al estar emplazado en Montmartre², este prácticamente se mantenía de los turistas.
El despido no radicó en los extraños horarios en que podía asistir, mucho menos en la calidad de su trabajo, solo fue un problema de presupuesto. La deprimida economía de Europa, sumando a los altos costos de los insumos y del arriendo del local, llevó a Vladimir a tomar la lamentable decisión y para no ser injusto, despidió a su empleada más nueva, para mala suerte de la bailarina, esa era ella.
Perder el trabajo era un escenario por el cual Bella no podía atravesar, la media beca ganada para estudiar en París, después de haber estudiado un año en la Universidad de Nevada, no le era suficiente para mantenerse. Necesitaba encontrar un nuevo empleo con urgencia, uno que tuviera un jefe tan bueno y compresivo como el señor Ivanov.
Por otro lado, sabía que la búsqueda no sería fácil y pronto la escasez comenzaría a gobernar sus días, sin embargo por nada del mundo le pediría ayuda a Renée. Isabella consideraba que ya era hora de que se las arreglase por su cuenta, no quería ser su constante preocupación —razón por la cual no fue capaz de confesarle su desventura—, su madre tenía derecho a comenzar a disfrutar de la vida, se lo había ganado con creces.
«Además debe pagar la casa», sumó la muchacha otro argumento a su decisión, recordando la anhelada propiedad que Renée hace solo un año logró adquirir, después de tantos años de ahorro y haber vivido en un sinfín de particulares y extraños lugares. Tráileres, áticos, pequeñas habitaciones… Viviendas que con el paso de los años se fueron tornando más tradicionales y, a pesar de los constantes cambios, su mamá las convirtió en un maravilloso hogar.
Inmersa en sus atribulados pensamientos y determinada en aprovechar al máximo su día libre para encontrar el mentado trabajo, Isabella no se percató cuando el tren ya se encontraba en París. Miró el mapa que mostraba las estaciones —emplazado arriba de las puertas del vagón—, con miedo de haberse pasado, gracias al cielo, su parada era la próxima.
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A la misma hora en la Torre First, alto rascacielos emplazado en La Défense, moderno barrio de negocios situado al oeste de París, Edward Cullen se debatía en rechazar, por primera vez, la importante petición de su mentor. Diseñar modernos edificios, no era su verdadera pasión, sin embargo, era uno de los mejores en hacerlo. A Edward, solo le parecían una enorme mole de cristal, hormigón y acero, y aunque se esforzaba en crearlos amigables y autosustentables con el medio ambiente, era algo que no deseaba seguir haciendo.
Edward soñaba con históricos y góticos edificios, los que deseaba embellecer y restaurar —negocio que por supuesto no era rentable y muy pocas empresas invertían en hacerlo—, no participar en la construcción de un moderno y temático casino.
—Edward, ¿escuchas lo que estoy diciendo? —preguntó Garrett Vulturi, presidente de Vulturi Construction.
El arquitecto soltó un profundo suspiro y dejó de dibujar en el blanco papel que tenía frente a él, levantó la vista para encontrase con la mirada afable del hombre que estaba sentado al otro lado de su gran escritorio, y a quien consideraba como su segundo padre.
—Sí —contestó lacónico evaluando sus posibilidades.
«No puedo decirle que no a Garrett», articuló en su mente, pensando que lo que menos quería era viajar a Las Vegas.
Pero, ¿cómo negarse?
Gran parte del profesional que era Edward, se lo debía a él y a su hermano Caius, ellos le habían brindado una oportunidad de trabajo en un momento de su vida, cuando todo era dolor, caos y necesitaba dinero, tanto como aire para respirar. Y ahora Garrett, al igual que siempre, estaba depositando toda su confianza en él, al ponerlo al frente de tan importante proyecto.
Así había sido desde que se conocieron, cuando Edward tenía dieciocho juveniles años, y era un aventajado estudiante de arquitectura de primer año y Garrett Vulturi, su profesor en la universidad.
—¿Por qué no mandas a Emmett? —sugirió de todos modos, pensando en que su mejor amigo, también estaba altamente calificado para encargarse del proyecto.
—¿Emmett? —Garrett cuestionó extrañado, frunció el ceño y observó a Edward con sus penetrantes ojos negros—. ¿Qué es lo que te tiene distraído, hijo? Emmett está en Río de Janeiro, ¿no lo recuerdas?
—Eh… Sí, cierto… —musitó contrariado y recriminó mentalmente su olvido.
Sobre todo después de la festiva llamada que recibió por parte de Emmett, para el Año Nuevo desde la carioca ciudad. Primero, deseó felicidad para él y Marie Anne, luego se puso a gritar a los cuatro vientos, que había encontrado a la mujer de su vida y le juró que se casaría con ella.
Edward sonrió sin gracia, recordando el enamorado postulado de su colega y único amigo. Emmett encontraba a la mujer de su vida cada dos semanas, por lo que lo más probable es que cuando estuviera de vuelta en Francia, olvidaría a su nueva conquista y con rapidez se haría de otra, con la que obviamente, también se querría casar.
Para Garrett no pasó desapercibido el alicaído estado de ánimo que tenía su discípulo.
—Edward, ¿sucedió algo especial esta última semana que estás tan distraído? —tanteó con precaución, a sabiendas que al arquitecto no le gustaba hablar de su vida privada, ni en el trabajo ni en ninguna parte, aunque las pocas veces que lo hacía, ese acontecimiento solo ocurría con Garrett.
Como siempre, Edward guardó silencio.
La fiestas que Garrett Vulturi y su esposa Katrina brindaban cada diciembre, eran famosas en su círculo social, celebraciones a las que por supuesto estuvieron invitados Edward y Marie Anne. La pareja sentía mucho más que simple aprecio por el joven padre y su hija, sin embargo al igual que cada año, Edward se excusó aludiendo que pasarían Navidad y Noche Vieja en casa de los sus padres; disculpa que Garrett no comprendía ya que estaba al tanto que su ambiente familiar no era agradable para él.
Edward tomó el lápiz de mina —que dejó encima del escritorio— y de nuevo comenzó a trazar líneas, sin pensar realmente en lo que estaba dibujando. Las fiestas de fin de año, no fueron gran cosa para él.
La Navidad estuvo centrada en Anne, que al ser el único infante en casa, la consintió hasta al punto de llegar a contratar un Papá Noel, hecho que provocó una monumental pelea con Esme, quien no estuvo de acuerdo en crear la infantil quimera en la pequeña. Molestia que a Edward poco le importó, la vida de Anne junto a él, ya era lo suficientemente difícil como para que su mezquina abuela quisiera negarle vivir —gracias a un estúpido y demasiado racional postulado—, sus ilusiones de niña.
Edward estaba convencido que cumplir los sueños de infantiles de su hija, era lo único que podía brindarle de manera adecuada y, para ello se esforzaba trabajando día a día, incluso desde antes que Anne llegara a la vida. Ver sus ojitos verdes, emocionados, brillando de felicidad, sus pequeñas manos tapando sus rosados labios, que incrédulos formaron una perfecta «o» cuando vio al barbudo hombre de traje rojo, fue para Edward su regalo de navidad, no necesitaba más.
El Año Nuevo, no tuvo mayor diferencia.
Luego de la festiva cena y de abrazar de mala gana a su familia tras la doceava campanada, Edward tomó en brazos a su somnolienta hija y juntos volvieron a la soledad de su hogar, sin beber una copa de champagne, ni participar de las tradicionales supersticiones que a él le parecían una estupidez. Caso omiso hizo a las súplicas de Alice y Tanya —la hija de la empleada de la casa, Carmen; joven que Esme, criaba desde los cinco años, como si fuera propia—, para que se fuesen de fiesta. Incluso Esme y Carlisle se ofrecieron para cuidar de Anne, así Edward, podría salir a divertirse con sus hermanas. Favor al cual se negó en rotundo, como siempre.
Edward no recordaba la última vez que salió a bailar y, aunque en el fondo de su corazón era algo que le gustaba hacer y que por lo demás deseaba, suponía que haría un gran ridículo; sus pasos de baile, estarían por completo pasados de moda. Había bailado muy pocas veces cuando era adolescente y con la única mujer que lo hizo, fue con Lili.
Tampoco estaba de ánimo para confraternizar con Jasper, el recién estrenado novio de su pequeña hermana; no quería asumir que ella ya era adulta y podía darse el lujo de salir con quien quisiera. Aunque el verdadero motivo de su reticencia era que lo consumían los celos. No quería compartir el amor de Alice con semejante idiota, lo detestaba, al punto de bautizarlo con el despectivo apodo de «Billy Elliot³».
Quizá la única razón que lo tentó por un momento en aceptar la invitación, fue para sacar de quicio a Esme, que como era de esperar, no estaba conforme con la elección de novio que hizo su hija menor. Aun así, los motivos no le parecieron poderosos, ni suficientes como para participar de una noche de juerga, incapaz de ver que le hacía falta relajarse y permitirse ser el adolescente que alguna vez fue.
—Lo mismo de siempre, Garrett…—contestó finalmente para no ser desconsiderado, sin querer dar mayores detalles o más bien, con terror de no convertir en certeza, la imagen que en verdad rondaba en sus pensamientos hace ya, más de tres semanas.
Garrett Vulturi, contempló con detención al joven que tenía sentado frente a él, sin creer una mísera palabra de la escueta explicación. Edward estaba extraño, mucho más desinteresado y retraído que de costumbre, por lo que sin dudarlo volvió a la carga—: Edward, si ha pasado algo y necesitas hablar…
—Entonces, ¿Las Vegas? —El joven lo cortó de inmediato, al avizorar el rumbo que tomaría la conversación. Soltó el lápiz, se irguió en el asiento, entrelazó sus manos de largos dedos encima del escritorio y, adquiriendo el tono adecuado para el profesional que era, aceptó diciendo—: ¿Cuándo debo estar allá?
—El miércoles —informó Garrett resoplando rendido, al ver que otra vez, no había tenido éxito en ayudar al muchacho, al cual quería como a un hijo.
—Bien… —aprobó con una falsa sonrisa estampada en los labios, pensando en la lista de requerimientos de los nuevos clientes y miles de otros que al instante vinieron a su mente, trabajólicos pensamientos que fueron interrumpidos por la llamada de su secretaria.
—¿Señor, Cullen?
La voz de Emily, que sonó preocupada por el otro lado del auricular, no pasó desapercibida para Edward, adivinando con certeza qué es lo que ocurría. Ella solo ocupaba esa entonación, cada vez que lo llamaban del colegio de su hija.
—¿Otra vez tengo que ir a retirar a Marie Anne? —gruñó convencido de que no necesitaba mayor explicación.
—Sí —fue todo lo que la mujer dijo y ambos dieron por terminada la conversación.
—¡Maldición! —masculló, restregando su cansino semblante con ambas manos, preguntándose en qué nuevo lío se había metido la pequeña traviesa.
Era el primer día de clases de vuelta de las vacaciones y Anne ya estaba dando problemas.
«¡Ni siquiera son las diez de la mañana!», pensó conteniendo su furia buscando las llaves del auto, la billetera y los guantes en el cajón del escritorio. Una vez que los obtuvo de un ágil movimiento se puso de pie, tomó el abrigo que descansaba en el respaldo de su mullido asiento y dirigiéndose a Garrett dijo—: Lo siento, ya sabes que la situación de Anne es complicada y es algo que escapa de mis manos, ¿podemos ver los detalles del proyecto más tarde? Estaré de vuelta apenas pueda.
—Escapa de tus manos, porque tú no quieres hacerte cargo —soltó Garrett, cuando Edward se dirigía a la salida a grandes zancadas, prácticamente dejando una estela de viento, logrando que el papel que dibujaba, cayera al piso.
Fue inaguantable para Garrett lograr contenerse frente a la situación que cada vez, se tornaba más frecuente. No es que le molestara que Edward dejara el trabajo, para hacerse cargo de la niña. Lo que en verdad le molestaba, era que Edward ignoraba esta situación, tomándola siempre como una fechoría más y no viendo el trasfondo real: El motivo de las travesuras de la pequeña, eran solo para llamar la atención de su padre. Garrett Vulturi estaba tan convencido ello, que era capaz hasta de apostar la cabeza.
Edward estaba a punto de tomar el pomo de la puerta, cuando las duras palabras lo hicieron girarse con violencia, se devolvió dos pasos y enfrentó al hombre que continuaba sentado muy tranquilo, sin inmutarse por la impulsiva reacción.
—¿No quiero hacerme cargo? —preguntó dolido hasta la médula de escuchar esas acusaciones de la boca de su mentor.
Él menos que nadie, podía reprocharle algo como eso.
—Edward, no me mal entiendas…, lo que quise decir es que…
—¡¿No quiero hacerme cargo?! —Repitió con la voz quebrada y enfurecida, apretó los puños a sus costados, hasta que los nudillos se tornaron traslucidos—. ¡Bien sabes qué eso es lo que vengo haciendo, desde los diecisiete jodidos años! ¡Solo! ¡Sin apoyo de nadie, más que de mi abuela Marie Anne! ¡Malditamente solo desde que Lili…! —guardó silencio incapaz de repetir las palabras y exasperado, apretó el puente de su nariz en un pobre intento de calmarse—. Ni siquiera vale la pena recordarlo. Nos vemos más tarde —sentenció y como un huracán salió por la puerta, cerrándola de un portazo.
Garrett ni siquiera se dio por aludido por el lapidario comentario, sabía que las duras expresiones no iban dirigidas hacia él. Con atención miró el papel que descansaba en la alfombra, se puso de pie y lo recogió lamentado la forma en que reprochó a Edward, su manera de actuar; evidentemente, no había sido sutil. Sus rojizas cejas se alzaron sorprendidas y sus negros ojos contemplaron los finos trazos con esperanzador destello, al ver que en el albo pliego, estaba dibujado el perfil de una bella mujer y unas zapatillas de ballet.
«¿Será ella el motivo por el cual, estás tan distraído?».
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Edward llegó hasta su auto, en el mismo estado de furia que salió de la oficina, accionó el mando de las llaves para abrir las puertas, se montó en el Volvo plateado —regalo de su abuela Marie Anne, poco antes de cumplir los dieciocho años—, lo encendió y salió del estacionamiento manejando a toda velocidad, mientras las tranquilizadoras notas de Shape of my heart de Sting, comenzaban a sonar.
Esa canción le gustaba, se identificaba prácticamente a cabalidad por las inteligentes y metafóricas frases, sentía que en eso se convirtió su vida: en un juego al mejor postor. Sin embargo, nadie sabía lo que había dentro de su adolorido corazón. Inspiró profundo, intentado armonizar su respiración a los melancólicos compases y así olvidar el desagradable momento vivido; no podía llegar como un energúmeno a enfrentar a la directora de Anne.
Condujo por las atestadas calles de París, pensando en qué embrollo se habrá metido su pequeña hija. ¿Qué explicación le daría a la hermana Sulpicia para que no la suspendiera? Suspender a una niña de seis años por alguna travesura, la que fuera, le parecía excesivo. Lamentablemente, ese era el castigo preferido de la religiosa.
Luego de cuarenta minutos estuvo a las afueras de París, estacionando el Volvo en el aparcamiento de: «La Masionnette», colegio privado para señoritas. Bajó del auto, se puso el abrigo, los guantes y se encaminó hacia al antiguo edificio, que alguna vez fue un convento. Recorrió los largos y desiertos pasillos, que bien conocía —Edward venía al menos una vez al mes—, directo a la oficina de la madre superiora, sin poder maravillarse con la arquitectura del inmueble como le hubiese gustado. No estaba allí para eso, por el minuto, su única preocupación era Anne o mejor dicho, la de siempre.
Cuando llegó al final del largo corredor —donde sus sonoros pasos se le asemejaron al molesto tic tac, que dicta la espera para la pena de muerte—, y entró en blanca estancia, antesala al despacho de la directora, se encontró con la siguiente imagen: Sor Renata, la secretaria de Sulpicia, estaba sentada detrás de su escritorio afanada en unos papeles y en las sillas que rodeaban la sala de espera, aguardaban dos niñas. Sus piececitos se balanceaban de atrás a adelante, debido a que no alcanzaban el piso, unos enfurruñados pucheros adornaban sus rosados labios. Una estaba más magullada que la otra, gracias a Dios, esa no era Anne.
—¡Papi! —exclamó al ver la alta figura de Edward. Se paró de un salto y corrió para abrazarlo por las piernas, todo lo que sus delgados brazos le permitieron—. Te dije que vendría mi papi —reprochó mirando a Kim, su compañerita de clase y triunfante le sacó la lengua.
Kim al ver la burla se cruzó de brazos e hizo un divertido mohín, y Edward cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, algo incómodo ante tan efusiva muestra de afecto. La manera en que su hija lo amaba, le estremecía el corazón.
«No me la merezco», se reprochó, queriendo acariciarle el dorado cabello y besar su precioso rostro, tristemente como siempre se contuvo, aclaró la garganta e inquirió—: Marie Anne Cullen, ¿me puedes explicar que fue lo que hiciste ahora?
Su aterciopelada voz sonó cansada, estaba harto de hablar con la madre superiora, gracias a las travesuras descabelladas de su hija, tanto, que sentía que ya no tenía la fuerza necesaria para molestarse con ella o si quiera regañarla, todo lo que le decía o los castigos que le imponía, parecían no surtir efecto.
«Espero que ahora no tenga que comprar peces, ratas y ranas o algo peor», pensó recordando que la última fechoría, fue el subversivo intento de emancipación para semejantes animalejos.
La pequeña Anne al escuchar la cansina voz de su padre y avizorando el eventual castigo, sintió como aumentaron los latidos de su corazón, que inclementes comenzaron a golpear contra su pecho; esa vez, nada de lo que pasó era su culpa. Levantó el rostro de muñeca, que escondía a la altura de la cintura en el negro abrigo de Edward, para encararlo con sus hermosos ojos verdes, idénticos a los de su progenitor, anegados de lágrimas.
—Papi, ¡es que yo, no…!
—Buenos días, señor Cullen —saludó la novicia acercándose hasta ellos e interrumpiendo a Marie Anne—. Creo que la persona más adecuada para explicarle lo que aconteció en el teatro, es la madre Sulpicia y la profesora de danza, Heidi Valcourt. También estamos esperando a la señora Newton, para que todos en conjunto, arreglen este problema. Tome asiento por favor.
—Buenos días, hermana —gruñó Edward y le dio una mirada envenenada por su impertinencia—. Y yo, siento decirle, como todas las veces que aparezco por aquí, que primero que todo escucharé la versión de mi hija. Luego usted, la hermana Sulpicia o la famosa señorita Valcourt, me podrán contar lo que se les antoje. Con respecto a las opiniones de la señora Newton, esas no me interesan.
La monja dio un respingo frente a la soez respuesta y lamentó intentar hacer entrar en razón, al joven señor Cullen. Siempre era lo mismo con él, aparentemente castigaba a la niña, pero en el fondo la consentía, al siempre enmendar sus errores. Se giró sobre sus talones y acompañada del frufrú de su áspero y azabache hábito, volvió a sentarse frente al escritorio.
Después de desestimar olímpicamente las peticiones de la novicia, la atención de Edward volvió a Marie Anne, la tomó del mentón con suavidad para mirarla directo a los ojos y la instó a continuar:
—¿Entonces? —Edward frunció el ceño al ver el sonrosado cardenal, que comenzaba a amoratarse bajo el ojo derecho de su pequeña.
La niña lo miró conteniendo las lágrimas, se soltó de su agarre y corrió al asiento donde estuvo sentada. A los pies de este, descansaba su mochila de Hello Kitty, la abrió y revolvió el interior, mientras Edward la observaba con atención. Su trenzado cabello era un desastre, la blanca malla de gimnasia completamente empolvada y el rosado tutú prendando a su cintura, estaba hecho girones. Era evidente que Marie Anne había peleado con Kim y precisamente, no como una señorita.
Luego de unos segundos, la pequeña volvió junto a su padre con una tarjeta en las manos, Edward la tomó y no pudo contener la sonrisa que tiró de la comisura de sus labios, al ver que estaba hecha por Anne. En la portada ambos figuraban sonrientes y tomados de la mano, Edward era muy alto y ella diminuta. El arquitecto se maravilló un momento con el dibujo, era evidente que su hija había adquirido su talento. El interior de la invitación estaba escrito con lápiz de tinta de todos colores, con la temblorosa letra de un infante que recién aprende a escribir, la hora y el día de la nueva presentación de ballet: veinte de enero, a las siete de la tarde.
Edward miró a su hija, quien seguía conteniendo su tristeza, sin comprender, entonces la pequeña no aguantó más y, soltando sus lágrimas que veloces resbalaron por sus rosadas mejillas, dijo sollozando—: ¡Kim, es mala! Me molesta porque…
—Te molesta porque…
—Porque… porque… ¡Porque mamá está en el cielo! —gritó finalmente abrazando de nuevo a Edward y escondiendo el rostro en su abrigo—. ¡Kim dice que no tengo mamá que venga a verme bailar! —Su vocecita dolida de niña sonó amortiguada debido a la tela y su cuerpo se convulsionó debido al fuerte llanto.
—¡¿Qué?! —dijo Edward impresionado de lo sádica que podía a llegar a ser una niña de seis años. Malvada criatura, que aún tenía instalado el enfurruñado puchero en sus labios y continuaba cruzada de brazos, balanceando los pies.
Edward deseó desintegrarla con la mirada. Para él no era novedad que en todos los colegios existían niños abusivos, pero llegar al punto de burlarse de una pequeña porque no tenía madre, eso era rebasar todos los límites. Sintió como si le hubiesen apuñalado el corazón, no era justo el sufrimiento por el que estaba pasando su hija.
«Cuanto lamento no poder darte una mami», pensó angustiado solidarizando con los acongojados sentimientos de Anne, angustia que aumentó un nivel más cuando ella agregó—: ¡Y dijo que tú no me quieres, porque jamás vienes por mí y jamás vienes a las presentaciones de ballet!
Con eso terminó de darle la estocada final.
«¡Maldita niña del demonio!», rugió en su mente, preso de una incontenible furia, tenía ganas de agarrar a la perversa cría, recostarla en sus piernas y nalguearla hasta que aprendiera a no ser cruel o quizás, cocer esos labios —que aún mantenían el puchero—, para que nunca más se mofara de niñas huérfanas e indefensas. Justicieras intenciones que con rapidez se esfumaron, cuando la fecha de la presentación hizo eco en su cabeza y pensó mortificado, que tal vez, aún estaría en Las Vegas.
—Oh, Dios, Anne…—musitó atormentado, deseando remediar de alguna forma, el dolor que experimentaba su hija.
Para Edward, estaba clara la razón porque Anne se había peleado a golpes con Kim, no necesitaba más explicaciones y, aunque la violencia no le parecía la manera adecuada que encontró la pequeña para remediar sus problemas, su hija estaba sufriendo tanto por la falta de una madre y por culpa de sus constantes ausencias, que ni siquiera le pasó por la mente regañarla. Esa vez, aunque lo lamentara más tarde, haría todo lo contrario, bajaría la permanente barrera que mantenía entre Anne y él.
La tomó en sus brazos y la estrechó fuerte, con todo el amor que fue capaz de expresarle en ese férreo abrazo y enterró el rostro en su cabello, aspirando el delicioso perfume a bebé, el mismo que lo ayudó a dormir por las noches cuando Lili ya no estaba, y recostaba a su bebita de solo meses sobre su pecho.
—Papi…—balbuceó entre llantos la niña, aprisionándole el cuello con sus bracitos.
—No llores, Anne —pidió con voz suave intentando calmarla y le despejó la frente de los dorados mechones que escaparon de su trenzado moño—. Vamos a secar esas lágrimas…
Edward caminó con su hija aun en sus brazos, recogió la mochila del piso y desaparecieron por la puerta del baño, cuando un desagradable y nasal chillido se escuchó—: ¡¿Qué monstruo dejó en este estado a mi bebé?!
—La señora Newton —musitó Anne, con sus ojitos verdes llenos de terror y se estremeció, cuando Edward la sentó en el mueble del lavado.
—Monstruo… —Edward masculló cabreado, se sacó los guantes, los guardó en el bolsillo interno de su abrigo y abrió el grifo del lavamanos—. Cuando salgamos del baño, ya va ver esa señora quien es el monstruo… —sentenció más para él que para Anne, comenzando a lavar las manos de la pequeña con delicadeza.
Una vez que estas estuvieron limpias, siguió con su enrojecida y respingona nariz ocupando unos kleenex, que se preocupaba que Anne siempre cargara en la mochila, luego lavó su hermoso rostro, con cuidado de no pasar a llevar el moretón. Amorosas acciones que Anne, miraba completamente enamorada del gruñón de su padre. Cualquier muestra de amor, por más nimia que fuera, calentaba el corazón de la pequeña.
—¿Duele? —preguntó Edward por el cardenal, después de secar su carita, comenzando a buscar un cepillo dentro del rosado bolso.
Anne negó con frenesí, hipnotizada con el actuar de su papá.
Al ver que su hija ya estaba más tranquila y poco a poco comenzaba a desaparecer la inmensa tristeza que inundaba sus ojos, curioso preguntó—: Anne, ¿en dónde aprendiste arreglar los problemas a golpes? —Comenzó a desarmar la larga y dorada trenza, lucubrando que quizá, la inapropiada acción la había aprendido en un programa de televisión.
Los ojos de la pequeña se abrieron enormes y de nuevo su corazón comenzó a palpitar enloquecido; aquella pregunta, no se la esperaba. Apretó sus rosados labios y negó con la cabeza.
—Anne —advirtió Edward y ella volvió a negar, mientras él comenzaba a desenredarle el cabello—. Vamos hija, tienes que decírmelo antes de que entremos a hablar con la hermana Sulpicia. Si no, ¿cómo voy a defenderte?
—¿No te vas a enojar? —Tanteó la niña en un tono malditamente adorable.
Edward suspiró rendido y derretido por completo. A esta interacción es a la que le tenía terror. Cuando Marie Anne se ponía en ese plan, era idéntica a Lili, tan idéntica que pasar tiempo junto a ella era una condena, pero a la vez una dulce agonía, un delicioso dolor imposible de resistir y contra el cual, luchaba día a día.
—No —afirmó suspirando de nuevo, bajó a la niña del mueble del lavado y la puso de espaldas a él, para comenzar a trenzarle el cabello.
Por supuesto, como todo hombre, Edward no era un experto en hacer elaborados peinados, pero se manejaba bastante bien haciendo coletas y trenzas. Después de todo, aunque muchos lo enjuiciaran y pensaran que era un mal nacido con su hija, llevaba un poco más de seis años cuidándola y los primeros cuatro, no tuvo el dinero suficiente como para proveerle una nana. ¿Qué pensaban todo esos desalmados que les gustaba hablar demás, sin saber la verdad? ¿Qué la niña se había cuidado por generación espontánea?
—Fue tía Alice —confesó la pequeña, mirando embelesada a través del espejo, como su papá la peinaba.
—¡¿Qué?! —Los ojos de Edward se abrieron incrédulos y sus miradas se encontraron—. No me jod… —se detuvo ipso-facto, al ver que se le iba a escapar una grosería, carraspeó y rectificando su error advirtió—: No juegues conmigo, señorita.
A Anne se le escapó una risita.
«¡Mierda! ¡Le he dicho mil veces a Alice que no le enseñe porquerías a mi hija!».
—¿Cuándo? —exigió saber, anudando el final de la larga trenza con una gomita para el pelo, giró a la niña para encararla, puso sus grandes manos en los delgados hombros de Anne e intentó bajar su rostro a la altura del de ella.
Anne contempló a su papá como si fuera un gigante.
—Cuando fuiste a…—frunció el ceño, intentando recordar—…a ¿Tublín?
—Dublín —corrigió Edward, recordando que estuvo en Irlanda los primeros días de diciembre.
«¡Demonios!¡Fue hace un jodido mes!», rugió en su mente, molesto porque nadie le había informado de esto.
—Papi, tía Ali…
—¿Sabes qué, Anne? —Cortó el discurso de la pequeña, intentando contener su ira, comenzaba a cabrearse monumentalmente—. No me expliques nada. Esto me lo va a explicar, tu tía Alice —dictó sin querer escuchar nada más. Resopló cansado y tomó el puente de su nariz por unos segundos para intentar calmarse.
Para Edward, por el minuto, no era necesario enterarse de los pormenores, ya se hacía una idea bastante clara de lo que había pasado y estaba harto que le escondieran las cosas que sucedían con Anne, cuando él no estaba. Guardó con saña las cosas que había ocupado dentro de la rosada mochila, la cerró, la colgó en su hombro derecho y tomando de la mano a su hija, salieron del baño.
Desde la sala de espera, se escuchaban los molestos gritos de Jessica Newton, atenuados por la puerta de la oficina de la hermana superiora.
—Señor Cullen, lo están esperando… —dijo Sor Renata levantándose del asiento y con rapidez, corrió para abrir la puerta del despacho de la directora.
—¡Mire nada más, como ha quedado mi bebé! —Fue lo primero que se oyó cuando la puerta estuvo abierta.
—Edward Cullen —informó la novicia desde el umbral.
—Que pase —la voz serena y ceremoniosa de Sulpicia, se escuchó en respuesta.
Con paso calmo, como si la situación no le afectara en lo más mínimo, o casi como si fuera a tomar el té con la hermana superiora, Edward entró en la dirección acompañado de Anne, haciendo gala de sus dotes de actuación o más bien, recobrando su usual fachada: seguro, imponente, acompañado de su patentada sonrisa ladina, aquella que usaba cuando quería conseguir el mundo o una rápida conquista.
Claro que en esa ocasión, lo único que deseaba era que Anne no se ganara una suspensión y aunque sabía que la patentada sonrisa con la monja poco servía, quizá sí ayudaría para aplacar los ánimos de la sulfurada señora Newton y suponía que también de Heidi Valcuort.
—Sulpicia —saludó haciendo un educado asentimiento para la hermana superiora, que impertérrita y de manos entrelazadas, se encontraba sentada detrás del escritorio.
Edward recorrió la pulcra habitación con la mirada.
De pie junto a la religiosa había una joven alta y esbelta, de cabello caoba, facciones finas y ojos celestes como el cielo, vestía ropa deportiva, evidentemente ella era la profesora de ballet. La niña del demonio yacía muy regia sobre las piernas de su madre, mujer de unos cuarenta años, bastante subida de peso, de tez blanca, pelo crespo y castaño, recogido en una desordenada coleta; ambas ocupaban uno de los sitiales que enfrentaban el gran pupitre de la directora.
Tal como Edward esperaba, Heidi y Jessica, lo miraron con la boca abierta.
—Por favor, toma asiento, Edward…—ofreció Sulpicia, indicando el sillón vacío.
Edward miró el mueble con desprecio pensando que ni en un millón de años se sentaría junto a la regordeta mujer, eso lo haría ver débil y le sería difícil imponer su postura, más aun con Anne sentada sobre sus piernas, por lo que educado rehusó—: No, gracias. Prefiero quedarme de pie.
Respuesta que sacó del estado de estupor a la señora Newton, que indignada refunfuñó—: ¡Esto es el colmo! ¡Yo vine hasta aquí para arreglar el problema con el Señor Cullen, no con el hermano mayor del monstruo que le pegó a mi bebé!
Los gritos de Jessica hicieron que Anne soltara la mano de Edward y asustada se aferrara a una de sus piernas. Edward a su vez, gruñó molesto y se mordió la lengua, para no largarle alguna grosería a la histérica mujer. Su mente con rapidez trabajó en una pesadez, una que sabía todas las mujeres de este mundo aborrecían. Humectó sus labios, miró a la mujer directo a los ojos y sonriéndole coqueto, insolente lanzó―: Gracias por lo de joven, señora Newton… Lástima que no pueda decir lo mismo, yo pensé que usted era la abuela de niña…
—¡¿Qué?! —gritó Jessica, estupefacta y ofendida al máximo.
—Mantengamos la calma por favor…—pidió Sulpicia al ver que los ánimos dentro de la oficina comenzaban a caldearse.
Y Edward mantendría la calma, sin embargo, lo que logró la señora Newton al tratarlo de crío, era que perdiera la poca paciencia que tenía. No estaba dispuesto, por ningún motivo a escuchar la reprimenda de Sulpicia, ni de nadie. Edward impondría su punto de vista, por lo que sin darle tiempo a la hermana superiora de exponer los hechos expresó:
—Sulpicia —alzó su aterciopelada voz, para captar la atención de todas las mujeres dentro de la habitación—, no entiendo para qué nos has reunido, es evidente que las niñas han peleado y creo que no hay nada que decir al respecto, sobre todo porque no me interesa escuchar lo que tenga que decir la señora esta —indicó mirando a Jessica—, mucho menos la señorita Valcourt, que gracias a lo incompetente que es como educadora, incapaz de manejar una pelea de un par de niñas de seis años, Marie Anne tiene un horrible cardenal bajo el ojo derecho, que se pondrá morado.
»Cuando llego aquí, por la supuesta maldad que hizo mi hija, ¿con qué me encuentro? A Anne hecha un desastre, golpeada, sucia, despeinada y llorosa, y a esta odiosa mujer, vociferando como mula que han maltratado al pequeño súcubo que tiene por hija, cuando la única afectada aquí es Marie Anne, por las horribles burlas que profirió esta niña contra ella. ¿O dígame señora Newton? ¿Le parece bien que Kim se mofe cruelmente de Anne, porque su mamá está muerta? —interpeló Edward a la mujer, alzando una ceja y dándole una mirada asesina.
Jessica Newton, se encogió en el asiento, ante los ojos verdes que la fulminaban, empero intimidada, de todos modos se defendió—: ¡No es cierto! Mi bebé, es incapaz de decir algo como eso.
—Y ahora me dirá que Anne, le pegó a Kim porque tenía ganas —Edward la acusó con sorna.
—Seguro —aseveró altiva la gordinflona y recuperando la compostura agregó—: Que se puede esperar de una niña sin…—de inmediato calló. Como siempre le ocurría, llevada por la pasión, había hablado de más.
Dichos que a pesar de su silencio, no pasaron inadvertidos para Edward, ni para nadie.
«Maldita, bruja», pensó Edward y cerró los ojos un momento para contener la retahíla de insultos, que estaban a punto de escapar por sus labios. Inspiró y exhaló un par de veces, y se concentró en continuar exponiendo su punto.
—Sulpicia, ¿qué explicación me darás ahora, después de escuchar lo que se le ha escapado a esta mujer? Si me permites darte un consejo, yo despediría a esta incompetente —ordenó refiriéndose a Heidi—, que lo más probable es que te siga dando problemas. Ahora, con respecto a esta horrible señora y su hija, ¡exijo que sean expulsadas de inmediato! Pago una suma exorbitante a este colegio, como para que mi hija tenga que venir a soportar abusos, por parte de una de sus compañeritas. Está claro que el proceso de selección, no fue el adecuado con la familia Newton.
Edward hizo una pausa a su discurso, para evaluar por unos segundos si debía agregar lo que pasaba por su mente. Era un comentario insolente, pero quizá valía la pena la osadía, todos los recursos servían para que no suspendieran a Anne. Observó a la hermana superiora y arriesgándolo todo soltó:
—Por cierto, Sulpicia… —una sonrisa canalla se formó en sus labios al recordar lo irrisorio que le parecía que Irina y ella fuesen hermanas—. Irina, te manda saludos…
La monja de apariencia imperturbable, se removió incómoda en el asiento, al escuchar el nombre de su casquivana hermana menor. «Niño insolente», pensó, ya que ella estaba más que enterada, de la impúdica relación que mantenía Irina con Edward. Carraspeó, para pasar el sinsabor del comentario, entendiendo el mensaje subliminal del joven padre y expresó conciliadora—: Tampoco hay que ponernos extremistas, Edward. Todo el mundo merece una segunda oportunidad.
—¡¿Segunda oportunidad, para qué?! ¡¿Para que esta niña vuelva a ofender a Anne cuando le plazca?! Porque está claro que no aprenderá, es cosa nada más de ver a la madre. Tampoco quiero que una inepta como esta —dijo con la mirada clavada en Heidi— esté durante el día a cargo de mi hija.
Después de aquel lapidario comentario, Sulpicia concluyó: «Tendré que disminuir los cuatro días de suspensión a uno». Sin embargo sin querer dar su brazo a torcer contestó—: Pero Edward, tienes que estar de acuerdo conmigo que lo que Anne hizo, tampoco es un comportamiento digno de una señorita.
Edward apretó los dientes y cuadró la mandíbula, eso era algo que no podía rebatir.
—Entonces, ¿la suspenderás?
—Las suspenderé —corrigió Sulpicia—. A Marie Anne, sólo por un día y a Kim Newton por una semana.
—¡¿Qué?! —gritó Jessica, sin poderlo creer—. ¡Pero si mi bebé no hizo nada!
—Bien —masculló Edward cabreado y le dio una mirada envenenada a la gritona mujer—. Entonces, ¿un día?
—Un día, Edward. Y no hay vuelta atrás.
Edward asintió disconforme, sin embargo pensando que un día, era nada en comparación a una semana. Tomó a Anne en brazos y antes de dejar la dirección, sin poder contenerse, dio un paso hacia Jessica Newton, intimidante se cernió sobre ella y amenazó:
—La próxima vez que este pequeño súcubo, que usted hace llamar hija le ponga una mano encima a mi Anne, la ofenda o se burle de ella por no tener madre, la zurra que usted no es capaz de darle, para enseñarle a no ser una alimaña insensible, se la daré yo.
Y sin decir más, salió del despacho de Sulpicia dando un fuerte portazo, molesto al máximo, por no haber logrado la expulsión de Kim y el despido de Heidi Valcourt, pero también, sintiendo un enorme dolor. Era la primera vez que se burlaban de Anne por no tener madre y rogaba el cielo, porque fuese la última; su pequeña hija, no tenía la culpa de los crueles designios del destino.
Al abandonar el colegio, al contrario de los atribulados sentimientos de Edward, el corazoncito de Anne, palpitaba de felicidad. Ya no se sentía triste, esa mañana su padre, que usualmente la regañaba y la castigaba, era su héroe.
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Faltaba media hora para el medio día, cuando Edward y Anne, atravesaron el umbral de su imponente vivienda, lo que jamás imaginó el arquitecto, ni en sus más remotos pensamientos, menos después de haber pasado una monumental rabia, es que al llegar a esta, se encontraría con un desastre mucho peor.
Cinco maletas descansaban en medio del vestíbulo y una muy, pero muy enojada Zafrina, esperaba sentada en una de las poltronas Luis XV, emplazadas en el elegante recibidor. Circunspecta y con la espalda erguida, le dio una mirada furiosa a Anne, quien de inmediato se escondió detrás de su padre, sabiendo de antemano qué pasaría.
Aunque para Edward, este hecho era una situación recurrente, esperanzando en que fuera otra por completo distinta preguntó—: ¿Qué es lo que hacen todas estás maletas aquí, Zafrina?
—¿Qué no es claro? —contestó furibunda—. ¡Renuncio!
«¡No, otra vez! —Pensó frustrado y se refregó el rostro con sus grandes manos, hasta llegar a jalarse el cabello—. ¡¿Qué diablos hiciste ahora, Anne?!».
¿Cómo iba a castigar a la pequeña, después de lo vivido en el colegio? Si bien, eran dos situaciones abismalmente distintas, no podía defenderla y a la media hora castigarla, así la pobre niña no entendería nada. Las únicas palabras que vinieron a su cabeza antes de explotar fueron—: Marie Anne, vete a tu cuarto. ¡Ahora!
La pequeña traviesa, que bien sabía la colosal fechoría que había cometido, dio un respingo y con sus pequeños pies, de inmediato corrió escaleras arriba.
—¡Y no salgas hasta que yo te lo ordene! —agregó Edward, cuando la pequeña iba por la mitad de la escalera, luego dirigiéndose a la niñera dijo—: Zafrina, ¿podríamos conversar más calmados en mi oficina por favor?
—Lo siento señor Cullen, diga lo que me diga renuncio, lo que ha ocurrido, terminó con la poca paciencia que me quedaba con su hija. ¡Ya no la aguanto más! —exclamó ofuscada y se puso de pie.
—Después de usted…
Sin prestar atención a su molestia, Edward hizo un educado ademán, instando a la mujer a caminar en dirección a su despacho, cosa que ella hizo, metiendo la cartera debajo del brazo y haciendo un violento desprecio.
«¡Dios mío! ¿Qué atrocidad habrá hecho ahora?», Edward especuló caminado detrás de la niñera.
¿Qué es lo que haría si no lograba revertir su decisión? Llamar a la agencia de niñeras ya no era una opción, Zafrina era la última institutriz que le enviarían. Cabe resaltar que en esa oportunidad accedieron, luego que Edward les depositara una suculenta suma de dinero. El joven y contrariado padre, lo único que en ese momento tenía claro, es que preferiría morir antes de pedirle ayuda a su madre; aunque eso le significara no viajar a Las Vegas.
La alta mujer se detuvo frente a la puerta del despacho, esperó a que Edward la abriera e invitara a ingresar, cosa que hizo dándole una mirada envenenada.
—Tome asiento, por favor —ofreció Edward, rodeando el escritorio y se sentó en la negra y presuntuosa butaca.
—No, gracias. Estoy muy bien de pie.
A Edward le pareció estar viviendo un déjà vu.
«Jodida vieja», Edward masculló en su mente, observando a la mujer que yacía parada frente a él, como una estatua de mármol. Su rictus severo, inflexible, convencerla para que se quedase, no sería tarea fácil.
—Zafrina —habló con cautela, su tono fue aterciopelado y seductor—. ¿Qué travesura tan grande puede haber hecho, Anne? Téngale un poco de paciencia, tan solo tiene seis años…
Ella rió con sorna, negó con la cabeza y abrió los labios para escupir con desdén—: ¿Recuerda el juego que le regaló su hermana para confeccionarle vestidos a sus muñecas? —Edward asintió lento y frunció el ceño, aterrorizado de lo que vendría—. ¡Pues esa maldita niña con cara de ángel, no ha encontrado nada mejor que experimentar con toda mi ropa! Y cuando le digo toda, es porque es: ¡Toda! —exclamó furibunda agitando sus brazos abiertos hacia el cielo y recalcando las sílabas de toda—. Dígame usted ahora, si eso no le parece motivo suficiente para que tome mis cosas y me largue de aquí para siempre.
«Si es que le queda alguna —Edward pensó con malicia al tiempo que con rapidez, comenzó a urdir propuestas que la mujer no podría resistir, necesitaba imperiosamente que Zafrina se quedara—. ¡Le compraré la puta galería Lafayette si es necesario! ¡Aumentaré al doble su salario!».
Pero las maquinaciones de Edward se truncaron, cuando el atentando contra la vestimenta de la Zafrina se hizo evidente a sus ojos y prestó atención a su atuendo, como jamás lo había hecho. Algo no iba bien, eran unos ropajes de lo más estrafalarios. La mujer llevaba puesta varias capas de ropa, acomodadas de tal forma que una tapaba el gran agujero que tenía la otra. Era como si a la tela la hubiesen atacado enormes y mutantes polillas o Zafrina, estuviera disfrazada de queso Gruyere.
En ese mismo segundo, gracias a las imaginativas y algo infantiles comparaciones, se esfumaron todas las expectativas —si es que alguna vez las hubo—, de que la niñera no renunciara, los ofrecimientos de mejor salario y un nuevo guardarropa. Edward, que a esa altura estaba haciendo lo imposible por aguantar la risa que amenazaba con escapársele desfachatada, no pudo contenerse más y explotó en carcajadas; carcajadas que convulsionaron su cuerpo e hicieron rodar lágrimas por sus mejillas.
—Zafrina… —balbuceó entre espasmos—, perdóneme por favor, no quise reírme de usted, lo que pasa es que… —intentó disculparse con torpeza, pero sus verdes ojos repararon en nuevos agujeros, lo que le provocó más risa, que lo incapacitó para articular alguna frase coherente.
—No podía esperar más de usted…—expresó Zafrina con incontenible odio—. A alguien tenía que salir esa niña del demonio —y sin decir más, se giró sobre sus talones y se fue dando furiosos pasos. Antes de salir se volteó y dijo—: Puede mandar mi finiquito a la agencia. ¡Hasta nunca, señor Cullen! —Y cerró la puerta de un portazo.
Ese fue el final para la niñera número trece o catorce de Marie Anne.
—¡Diablos! ¡Qué importa el puto número! —Edward rugió cabreado al máximo y jaló su cabello desesperado, aunque debía reconocer que se había reído como no lo hacía hace años—. Eres un idiota, Edward Cullen, ¿qué mierda vas hacer ahora?
Estaba furioso con Anne, sus travesuras parecían aumentar de intensidad más y más. Furioso con él mismo, por no haber sido capaz de contener sus risotadas y haberse desternillado como un estúpido crío. Y por último, estaba furioso con Alice. Era la segunda vez en el día, que los problemas que generó Anne, ella estaba directamente involucrada.
—Alice me metió en este lio, Alice me tendrá que sacar…
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Isabella se encontraba con sus amigos en el Café de la Paix, establecimiento emplazado enfrente del Palacio de la Ópera. Era su punto de reunión de los lunes, donde compartían algún refrigerio liviano, para luego dirigirse al estudio de Pole Dance, donde gracias al sensual baile, se desprendían de manera divertida del estrés que les provocaba su exigente disciplina.
—Lo siento chicos, en verdad quiero acompañarlos, pero esta vez no puedo. Es necesario que hoy mismo encuentre un nuevo trabajo, y ya me he entretenido lo suficiente con ustedes —se disculpó tomando el último sorbo de coca light e hizo el intento de pararse, cosa que Riley impidió, al pasar un brazo por sus delgados hombros.
—Y no te entretienes más, porque eres una cabezota. No te quieres ir a vivir con Riley y Jasper, así podrías ahorrar mucho dinero y ahora, tus preocupaciones solo serían divertirte todo el día con nosotros —la acusó Jacob, quien estaba sentado en las piernas de Demetri.
Una hermosa sonrisa se extendió en los labios de Riley, agradeció con la mirada la insistencia de Jacob y acarició con el dedo pulgar el dorso de la mano derecha Bella, que tenía entrelazada con la suya por delante de ellos.
—¿Escuchas hermosa? ¿Por qué no le haces caso a Jake? —Acercó el rostro al de Bella y frotó su respingona nariz con la suya, dejó un casto beso en sus labios y susurró sobre ellos—: Vamos, acepta cariño, prometo que me comportaré como un caballero.
—¡Nos comportaremos como caballeros! —Lo secundó Jasper.
Bella sonrió al tiempo que negaba con la cabeza y con suavidad contestó un rotundo—: No.
—¡Oh, Dios mío! ¡Danos paciencia con esta mujer! —refunfuñó Jake, rodando los ojos y agitando los brazos al aire.
Apoyando la molestia de Jacob, todos los integrantes de la mesa, rieron gracias a sus exagerados aspavientos. Ninguno de ellos comprendía la empecinada resistencia de su amiga, la oferta no podía ser más estupenda.
Riley y Jasper —ambos provenientes de Londres—, vivían en una hermosa callejuela adoquinada, flanqueada por románticos y elegantes edificios, en la Île Saint-Louis⁴. La propiedad pertenecía a los padres de Riley, lo que implicaba que el alquiler y las cuentas no serían un problema para Isabella, mucho menos la alimentación; realidad abismalmente distinta a la que vivía la bailarina en las dependencias universitarias de la compañía de ballet y su régimen de media pensión.
Cualquiera que observara desde afuera esta amena conversación, tendería a pensar que Isabella se estaba haciendo la interesante, que sus negativas no eran más que mera coquetería, para aquel chico que se notaba a leguas traía loco. Sin embargo, la verdad, no podía ser más distante de eso.
Si bien, desde la noche del estreno del Cascanueces, Riley y ella habían comenzado una relación, esta aun no estaba lo suficientemente afianzada, como para que Bella aceptara semejante ofrecimiento. Por lo demás, orgullosa al igual que su madre, jamás aceptaría recibir caridad de nadie, a menos que fuese estrictamente necesario y con certeza, esta situación no lo era. Isabella quería, podía, y debía trabajar y estudiar para surgir, esa era una importante lección que le había enseñado Renée, todo lo contrario a vivir de allegada, mucho menos, tener que depender de otra persona.
Otra de sus razones para su negativa y no menos importante, es que recién comenzaban a conocerse como pareja. Poco había avanzado su «cuasi noviazgo», si es que así podía llamársele, ya que el tiempo que Renée permaneció en París, Isabella evidentemente se lo dedicó a su madre y no a sus amigos, por lo que sus encuentros, se remitían solo a los extenuantes ensayos y a las funciones por las noches, donde ambos debían actual de manera profesional.
Solo dos veces habían salido y difícilmente a esas excursiones podrían llamársele cita, si a ella sumamos el pack completo de amigos y a Renée en la ecuación. Pero, ¿qué más podían hacer? Isabella ansiaba que ella conociera a sus compañeros fuera del ámbito de sus estudios, así como también, todos ellos querían conocer a la madre de Bella. Divertidos paseos, resultaron esas dos salidas.
Quizá un punto a favor, para aceptar la «eventual» mudanza, es que a Bella no le cabían dudas de que Riley era un buen chico y, que sus galantes promesas de caballerosidad, las cumpliría a cabalidad. De todo el tiempo que llevaban bailando juntos, el joven jamás se sobrepasó con ella, ni siquiera cuando sus manos, por necesidad, tocaron más allá del límite permitido; siempre fue cauteloso, tierno y profesional. Y eso a ella, no le podía gustar más; aunque también, se lo agradecía.
No es que Bella fuera una joven remilgada, pero tampoco era «doña experiencia», con respecto al tema de los novios. Solo había tenido uno formal en la secundaria y su relación, estuvo basada más en el amor fraternal que en el amoroso o el pasional. Por esa misma razón habían terminado y hasta el día de hoy, continuaban siendo buenos amigos.
Bella sonrió, al recodar a James.
Lamentablemente para Riley, ese punto a favor, no era lo suficiente fuerte para que Isabella aceptara vivir con él, ya que la razón más poderosa de todas y quizá la real culpable de la negativa de la joven, la tenía arraigada en lo más profundo de su corazón: Bella presentía que Riley no era el apasionado amor que tanto esperaba y quería vivir. Había una pieza importante que le faltaba a ese rompecabezas y estaba ansiosa por descubrirla.
El entretenido debate que continuaba en la mesa, había adquirido hasta un ridículo nombre: «todos contra la cabezota de Isabella». La única que parecía estar medianamente de acuerdo, con la firme negativa de la bailarina era Alice, quien tomada de la mano de Jasper —ambos sentados enfrentando a Riley y a su amiga—, observaba la conversación con sus ojos verdes de gato, sin emitir palabra al respecto. Sólo había pronunciado un escueto «como Bella quiera», cuando Demetri desde la orilla de la mesa consultó su opinión. Respuesta que para Isabella, por supuesto, no pasó inadvertida y se preguntó a qué se debía.
De hecho le importaba su opinión, ya que en el departamento también vivía Jasper. Estaba decidida a preguntárselo cuando el teléfono de Alice, que descansaba encima de la mesa, sonó a todo volumen interrumpiendo la animada conversación.
Los labios de Alice desplegaron una sincera sonrisa al ver quien era: «Edward».
—¡Hermanito! —saludó feliz de la vida y dando saltitos en el asiento.
Felicidad que Bella observó, se esfumó tan pronto como vino, ya que su amiga frunció el ceño y molesta contestó—: Buenos días, Edward Anthony Cullen. ¿Cómo estoy? Muy bien, gracias. Sí, yo también te quiero…
Bella sonrió ante el enfurruñado monólogo, por lo visto Alice, estaba discutiendo con su hermano. Fue inevitable para ella no seguir la adictiva conversación, ver a Alice molesta, era una faceta por completo nueva, su amiga se caracterizaba por tener buen carácter.
—¡Cómo que mí culpa! —Alice guardó silencio mientras comenzaba a enrojecer—. ¡Porque tú como siempre no estabas zopenco! —gritó haciendo saltar a todos en la mesa.
Bella y Riley, rieron al escuchar el anticuado insulto.
—Ali, cálmate cariño…—Jasper pidió en susurros, al ver que su novia, comenzaba a perder los estribos.
Sin embargo Alice, no le prestó atención y gruñó—: ¡Sí, estoy con él y no lo llames así! Mira Edward —continuó sin darle respiro—, le dije que lo hiciera, porque la muy condenada se lo merecía y tú jamás le hubieses enseñado algo como eso, gracias a la estúpida convicción que quieres que se convierta en una señorita. ¡Es cosa de ver nada más, al remilgado colegio que la mandas! —Bufó exasperada y sin tomar aire continuó—: Y no me digas que no estuvo bien, porque ahora tú has tenido que vivir en carne propia, las despiadadas burlas de esa horrible cría. Ojalá alguien me hubiese aconsejado así cuando era niña.
Alice calló por unos minutos, escuchando con atención lo que Edward le decía y de pronto de forma inesperada, comenzó a reír.
—¡Oh! ¡No te sientas, Edward! —Más risas—. Ya sé que tú me defendías tontito —dijo esto en tono meloso—. Al menos hasta que te mandaron a ese estúpido internado —hizo una mueca de asco.
Otro silencio acompañó la conversación de los hermanos Cullen, seguido de festivas carcajadas, un «se lo merecía, su ropa era horrible» y un «vieja maldita». Después vinieron miles de asentimientos y «aja» de parte de Alice, quien aún tenía la atención de todos sus amigos.
De pronto, los gatunos ojos de Alice Cullen, letales se clavaron en Bella, una sonrisa enorme y complacida se instaló en sus labios, y con una seguridad deslumbrante dijo—: Déjamelo a mí, hermanito. Yo tengo la solución, para todos tus problemas…
Y finalmente le cortó.
El ambiente entre los amigos se volvió expectante, para nadie pasó desapercibido, el cambio de actitud de Alice, que ahora sonreía abiertamente, mostrando todos sus relucientes y blancos dientes, con esa repentina y abrasadora mirada, aun puesta sobre Bella.
—Isabella Swan —Alice pronunció el nombre de su amiga con aire ceremonioso y luego dijo—: Estás contratada.
—¡¿Qué?! —fue la exclamación que hicieron al unísono, todos los chicos que compartían en la mesa.
Ninguno comprendía absolutamente nada, la situación en sí, había sido muy extraña. Primero, la felicidad de Alice al hablar con su hermano, luego, su repentina molestia, otra vez felicidad, para terminar diciendo que al parecer Bella tenía trabajo.
—¿Ustedes se llaman, Isabella Swan? —Alice inquirió divertida, alzando la ceja derecha a los hombres, que al igual que Bella, estaban con la boca abierta.
—Alice, me puedes explicar, ¿de qué estás hablando? —preguntó Isabella cuando logró articular palabra, después de la bizarra y repentina situación.
—Simple, mi querida amiga. Necesitabas un trabajo, ya lo tienes.
—Pero, ¿cómo…?
—Sí, ¡pero cómo! —exigió saber Jacob, interrumpiendo a Bella, el pobre estaba que se comía las uñas de la curiosidad.
—Tranquilo cariño… —dijo Demetri, sobando la espalda de su ansioso novio—, Alice nos va a explicar. Porque no vas a explicar, ¿cierto?
Los únicos que mantenían relativa calma eran Riley y Jasper, aunque el primero, en su interior lamentó la información. Realmente tenía esperanza en que la chica de los ojos chocolate que lo traía loco, aceptara vivir con él, aunque muy en el fondo, también sabía que era algo que no iba suceder; al menos pronto. Bella mantenía distancia, barrera que luchaba día a día por derribar.
—Si se callan algún día…
Todos los amigos hicieron el gesto de cerrar la boca con candado y tirar la llave. Alice rio por sus tonterías, al parecer, pasar tanto tiempo juntos, los mimetizaba.
—Verán…—comenzó creando expectación, apoyó los antebrazos en la mesa, entrelazó sus pequeñas manos y se inclinó hacia adelante para quedar más cerca de Bella—. Mi hermano mayor, Edward, tiene una hermosa niña de seis años y en este preciso momento, se ha quedado sin niñera. Ahí, es donde entras tú, mi querida amiga.
—¿Yo?
—¿Qué no es obvio?
—No.
—Mira, lo expondré de esta forma. Mi hermano es un importante arquitecto y su trabajo lo consume, sobre todo los viajes. La niñera ha renunciado y ya no tiene tiempo de llamar a la agencia para que le envíen una nueva, ya que el miércoles debe estar en Las Vegas.
—¿Y tú quieres que yo sea su niñera? —Incrédula preguntó Bella, tanto, que pasó por alto la ciudad que visitaría Edward.
Coincidencia, que no pasó inadvertida para Riley, sumado al brillo maquiavélico de los ojos de Alice, se preguntó qué sería lo que estaba tramando.
«Alice perdió la razón», reflexionó Isabella, ante tal ofrecimiento que le parecía por lejos descabellado. ¿Qué diablos sabía ella de cuidar niños? Nada, absolutamente, nada.
—Exacto, mi querido Watson…—contestó Alice Cullen pagada de sí misma, citando la célebre frase de Sherlock Holmes.
—Ali, amor, ¿crees que sea prudente que Bella trabaje con tu hermano?
—¡Por supuesto que sí! —Rebatió Alice encarando a su novio y le advirtió con la mirada que guardara silencio, volvió a mirar a Bella y con la mejor sonrisa que tenía agregó—: Amiga, aún no escuchas la mejor parte de mi ofrecimiento.
—Espera, Alice —Isabella la detuvo algo abrumada, necesitaba ordenar sus pensamientos—. En verdad te lo agradezco, pero yo no sé nada sobre cuidar niños.
—¡Qué mujer! —Alice resopló cansada y negó con la cabeza—. Aun no terminas de escucharme y ya te estás negando. Primero, déjame terminar de hablar, ¿sí? —Bella asintió—. Ese es el punto querida amiga, no importa que no sepas, porque no tendrás que cuidarla, Annie solo necesita compañía y tampoco es tanta. Es una niña, va al colegio, tiene actividades extra programáticas, la compañía se basa más que nada en las noches, ¿ves?
—¿Y cómo lo haré cuando tengamos función? —Bella soltó la mano de Riley, se cruzó de brazos, apoyó la espalda en el respaldo de la silla y alzó la ceja derecha desafiándola, pensando que para esa pregunta, Alice no tendría respuesta.
—Pero ahora no tenemos función tonta, la temporada del Cascanueces ha terminado. Mira Bella, acepta por lo menos por ahora, ¿sí? Después vemos que pasará con las noches, cuando la nueva obra esté montada, además queda mucho para eso, luego si no puedes combinarlo, yo misma te ayudaré a buscar un nuevo trabajo. Por favor, Bella, mi hermano está desesperado, él lo necesita y tú lo necesitas. ¡Hasta podrás ahorrar! Ya que la paga es excelente, no tendrás qué hacer en la casa, porque para eso hay un batallón de empleados, además te proveerá de transporte, techo y comida.
Bella evaluó la propuesta en silencio. Si bien, era la mejor oferta de trabajo que tendría, insuperable frente a esas condiciones, había algo en el maravilloso cuento de hadas, que no le encajaba.
—Bella, no te niegues esta excelente oportunidad —insistió Alice—. Al menos dime que mañana irás a hablar con mi hermano, después de que Edward te explique, si no te gusta, te niegas y ya. No veo dónde está el gran problema.
—¡Sí, acepta de una vez, Bella! ¡Y no te hagas de rogar, que ya muero porque nos vayamos al estudio de Pole Dance! —gritó Jake, sin poder contener un minuto más sus ansias.
—Di que sí, Bella. ¿Querías un trabajo? Pues este mi querida amiga, te ha caído del cielo y siendo objetivo, no puede ser mejor —Demetri secundó la moción de Jake.
A la pareja, le pareció una oferta de trabajo estupenda.
«No puede ser peor, ya que no conocen al gruñón», Jasper pensó con sorna, al recordar a Edward, su desagradable carácter y el despectivo y homofóbico apodo que le había puesto, sin embargo, se limitó a guardar silencio tal como se lo pidió Alice. Ya llegaría el minuto en que estuvieran a solas, para preguntarle qué es lo que estaba tramando. Podía poner sus manos al fuego, para apostar que en este extraño ofrecimiento, había intensiones ocultas.
—Tú, ¿qué dices? —preguntó Bella mirando a Riley, quien hasta el momento, había estado muy callado.
El corazón del joven dio un brinco de felicidad. Era la primera vez que Bella le consultaba su opinión sobre algo importante y para Riley, esta era una señal inequívoca que poco a poco, comenzaba a bajar sus barreras. Alentado por esta inesperada muestra de confianza, decidió guardar en el baúl de los recuerdos, lo que realmente le hubiese gustado decir y contestó—: Acepta, hermosa, ¿qué malo puede pasar? ¡Es sólo una niña! —dejó un suave beso en sus labios y le acarició el largo cabello.
«Es solo una niña, con un padre más odioso que el mismo Satanás», con desprecio articuló Jasper en su mente.
Bella, al ver que todos sus amigos estaban de acuerdo, sintió que no tenía escapatoria. Comenzó a notar como inexplicablemente, aumentaba su frecuencia cardiaca a una velocidad vertiginosa y creyó que su corazón saldría volando de su pecho, cuando pronunció las palabras que le sonaron a condena—: Sí, acepto.
Las exclamaciones de dicha no se hicieron esperar, los jóvenes se pusieron de pie de un salto y se dispusieron a disfrutar lo que les quedaba de día; después de todo, para eso se habían reunido.
—¡Genial! Ahora veré tu hermoso cuerpo, deslizarse sensualmente por el caño nena —bromeó Jake tomando a Bella del brazo y la sacó casi volando a la calle.
Entre risas los jóvenes salieron del café y caminaron en dirección al estudio de Pole Dance. Jake, Demetri, Jasper y Riley iban tonteando como adolescentes, Alice reía de sus payasadas, sin embargo Bella, iba muy seria.
—Vas muy callada —señaló Alice, al observar que no compartía el festivo andar—. ¿Algo va mal? ¿Estás triste porque se fue tu mamá? —Formuló las preguntas con algo de temor, pensando en qué tal vez, se había arrepentido de aceptar el trabajo.
—Sí, lo estoy —admitió Bella y sonrió al recordar a su amorosa madre—, pero no es por eso.
—¿Por qué, entonces?
—Porque para ser franca, no entiendo nada... —explicó con timidez, no quería ofender a Alice, con el enjambre de dudas que rondaban su mente.
El trabajo ofrecido por su amiga le parecía más que tentador, las condiciones de este eran tan maravillosas, que al mismo tiempo le daba terror; estaba segura que algún vacío debía tener todo eso. A sus veinte años, Bella podía afirmar que la vida era cualquier cosa, menos perfecta y la situación de Edward y su pequeña, se le hacía demasiado extraña.
¿Por qué era una niña tan sola? ¿Dónde estaba su madre? ¿Por qué el hermano de Alice no cuidaba de su hija por las noches? Quizá, la incógnita más importante para Bella era, ¿por qué su familia no le ayudaba? O mejor dicho, ¿por qué él no le pedía ayuda a su familia?
Lo cierto es que Isabella poco y nada sabía sobre cómo era la familia de Alice, ya que ella era más bien reservada con ese tema. Sólo conocía a Tanya porque también pertenecía a la compañía de ballet. Había observado que no eran cercanas, pero tampoco podía decir que eran enemigas; su relación era cordial y Bella creía que Tanya era una buena chica.
Con respecto al resto de sus familiares, Alice jamás los mencionaba, exceptuando a Edward, que más bien le parecía que era su preocupación constante, sin embargo también podía asegurar que en todos estos meses, jamás la escuchó renegar de ellos, aunque siempre tuvo la impresión que su amiga prefería estar fuera de casa.
—Sin miedo, Bella. Pregúntame lo que me quieras —Alice interrumpió sus temerosas cavilaciones.
—La verdad Alice, es que el trabajo me parece muy tentador y te agradezco que hayas pensado en mí para cuidar de tu sobrina, pero a la vez, me parece un poco extraña toda la situación. Perdona que te diga esto, pero hay algo que no entiendo. Si tu hermano trabaja tanto, ¿por qué no le pide ayuda a tu familia? Y además, ¿dónde está la mamá de la niña?
—Oh, eso…
Los resquemores de Bella, parecieron esfumar la elocuencia de Alice, quien se mordió un segundo el labio inferior, pensando en cuál sería la mejor respuesta. Ella sabía que para Edward era un tema doloroso, uno que por cierto, ni siquiera se le podía mencionar y mucho menos que la gente se enterara, pero tampoco quería decir una mentira.
Desde el día que Isabella Swan pisó las instalaciones del prestigioso ballet de París, algo le dijo a Alice, llámese intervención divina, corazonada, presentimiento, buena intuición o cualquiera de esas, que aquella chica de cabellos castaños y esa achocolatada mirada, sería la solución para la amargura de su hermano. Innumerables veces intentó contarle a Edward sobre Bella, todas ellas sin éxito y ahora que esta oportunidad había caído del cielo, era una que no podía desaprovechar.
—Su mamá está muerta —largó sin anestesia—. Y no me preguntes que pasó con ella, porque si Edward se entera que te conté, me mata. Es un tema demasiado delicado para él, del cual no puede ni oír hablar. Si algún día quiere contártelo, bien por él, pero yo no puedo —terminó de explicar pensando esperanzada, «y ojalá lo haga».
—Sí, entiendo —contestó Bella asintiendo, imaginando lo devastador que debe ser que muera la persona que amas.
En cierto sentido, sintió empatía hacia Edward, especulando en que quizás para ella, tampoco sería un tema agradable de hablar.
—¡Hey, ustedes dos! —gritó Jacob un poco más adelante, al ver que se habían quedado rezagadas—. ¡Por si no lo sabían, queremos llegar hoy!
Ambas chicas rieron del ansioso entusiasmo de Jake y apuraron el paso. Alice agradeció en silencio la interrupción, la otra respuesta era la que quizá terminaría de espantar a Bella y finalmente, terminaría rechazando el trabajo.
Cuando llegaron a la intersección de Rue Réamur con Rue Montmartre y un par de cuadras les quedaba para llegar a su destino, Bella recordó—: Alice, no contestaste mi otra pregunta.
«¡Maldición! —gruñó la chica en su mente—. Era obvio que no lo olvidaría, ¿en qué pensabas, Alice Cullen?».
—Ah, eso… —Alice frunció el ceño, pensando en la mejor forma de describir a Edward, sin arruinarlo todo antes de haber comenzado—. Bueno, sí. A ver, cómo te explico… Mi hermano es un poco, ¿cómo decirlo…? Obstinado. Es muy cabezota, no le gusta recibir ayuda de nadie, con suerte la mía y sólo cuando viaja. Tiene esta extraña fijación que Marie Anne, es únicamente responsabilidad de él y de nadie más —Alice elevó una pequeña plegaria al cielo, para que su escueta respuesta conformase a Bella y fuera de todo pronóstico, así pasó.
La inverosímil explicación en vez de espantar a la bailarina, la enterneció. A su mente vino con claridad Charles Swan y los escasos momentos en que se comportó como un buen padre; ya que una de las mayores tristezas con las que cargaba la joven, era haber tenido un padre violento y lunático. Bella no estaba familiarizada con la figura del padre abnegado e imaginarse al hermano de Alice, completamente solo cuidando de su pequeña, le derritió el corazón.
«Aunque por las noches delega su responsabilidad en la niñera», reflexionó, contrariamente a la empatía que sintió por Edward, sin embargo no fue capaz de juzgarlo.
Quizá Edward se mataba trabajando para mantener a su hija y por las noches llegaba agotado. Bella mejor que nadie sabía lo difícil que era criar un niño sin la ayuda de una mano amiga o algún familiar; años de experiencia junto a Renée, podían confirmarlo.
—No sé, Alice —contestó Bella, aun reticente al inesperado ofrecimiento que «supuestamente», arreglaría todos sus problemas—. En verdad necesito el trabajo, pero todo es muy repentino y como te expliqué, yo no tengo experiencia cuidando niños… Además, ¿cómo estás tan segura que tu hermano me contratará? —soltó como última vía de escape, preguntándose ¿qué tan obstinado sería Edward? Lo imaginó como un hombre mayor, feo, barbudo y muy gruñón.
Alice clavó unos segundos sus gatunos ojos sobre Bella y la observó de arriba a abajo. Su sonrisa se amplió y destilando grados exorbitantes de suficiencia, abrió sus rosados labios para decretar—: Créeme, lo hará.
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Isabella subió con rapidez las escalinatas del metro Esplanade de La Défense, no quería llegar tarde a la dichosa entrevista de trabajo con el hermano de Alice. Se aseguró de salir media hora antes de lo previsto, ya que a pesar de los casi siete meses que llevaba viviendo en Francia, jamás había estado en el moderno barrio de negocios —aunque pasaba todos los días por ahí cuando iba o venía de la residencia universitaria— y tenía miedo de perderse.
Siguió las indicaciones de Alice al pie de la letra, por qué calles caminar y dónde girar… Por un momento, lamentó haber rechazado la insistencia de Riley en acompañarla, pero de inmediato desechó su aflicción; Bella era demasiado autosuficiente para depender de un escolta, aunque ese fuese su novio.
Maravillada con los enromes rascacielos que contrastaban con la histórica arquitectura de París, se vio tentada a recorrer el distrito, sentarse en uno de los elegantes restaurantes o curiosear en los elaborados escaparates del centro comercial, pero no le dio alas a su alma de turista, se obligó a centrarse en su objetivo y mezclarse entre la gente que con rapidez se dirigía al trabajo; quería llegar a la Torre First no más allá de las nueve y media de la mañana, Edward la esperaba a las diez.
Con paso decidido llegó al frontis del alto y acristalado edificio, cuando el reloj marcaba que faltaban veinte minutos para su cita, por lo que se adentró velozmente, sin reparar en mayores detalles. Con cuatro personas ingresó al elevador —tres trajeados oficinistas y una mujer— y con amabilidad le pidió al hombre que estaba más cerca del tablero, si podía marcar por ella el número cuarenta y cinco.
Isabella no se percató de lo nerviosa que iba —nerviosismo que por lo demás le parecía absurdo— hasta que la mujer se bajó en la octava planta, permitiendo que pudiera ver con claridad su imagen en el espejo y hacia dónde estaba clavada, la vista de los especímenes masculinos: sus piernas.
«Te odio, Alice —pensó gimiendo de frustración, viendo como los tres desvergonzados sumaban su trasero a la impúdica exploración—. ¡Malditos y atrevidos franceses!».
Cuatro veces se cambió de ropa esa mañana, quería lucir decente frente a los ojos de «Don Obstinado» —apodo con que bautizó a Edward después de escuchar esa escueta y poco reveladora explicación de él—, hasta que su querida amiga la llamó para aconsejarle:
—¡Usa un vestido, Bella! ¡Ese negro que te queda fantástico! —postulando que así se vería más angelical.
«Tan angelical, que estos degenerados, no dejan de desnudarme con la mirada. ¡Te odio, Alice!». Harta de su insolente y acosadora exploración, Isabella se volteó hacia ellos y furiosa los encaró—: ¿Se les perdió algo, Neanderthals?
Los hombres, sin rastro de vergüenza se carcajearon y se encogieron de hombros. Sin embargo, el regaño consiguió que mantuvieran la vista al frente. Gracias a Dios, uno a uno, fueron descendiendo hasta que Isabella se quedó sola, cuando el elevador llegó a la planta treinta y uno.
Agradecida de la soledad, con los ojos muy abiertos y algo inseguros, contempló su apariencia en el espejo. El negro vestido, no muy ceñido, le llegaba hasta la mitad de los muslos y el morado abrigo le acentuaba la cintura. Las botas le hacían ver muchísimo más alta de lo que en realidad era y por entremedio de las coquetas medias con diseño, se transparentaba su cremosa piel.
Era un lindo atuendo, pero ya no le parecía prudente para ir a una entrevista de trabajo.
«Muy corto… —gimió de frustración tironeando el faldón del vestido en un pobre intento de sumarle centímetros, cosa que obviamente sería imposible—. Demasiado corto», suspiró rendida al pasar el elevador por la planta treinta y nueve, al menos su cabello arreglado en cuidadas ondas hasta casi llegar a la cintura y el delicado maquillaje, estaban perfectos.
Cuando el número cuarenta y tres apareció en el tablero, sintió como el corazón comenzó a martillearle en los oídos, se mordió el labio inferior y finalmente… cuarenta y cinco. «Que pase lo que tenga que pasar», articuló en su mente, las puertas se abrieron acompañadas del típico y molesto sonido de una campanilla e Isabella, irguió su postura y orgullosa salió del ascensor.
«Vulturi Construction», rezaba en letras plateadas, grandes y brillantes empotradas en el blanquecino muro que había detrás de una elegante, semicircular y caoba recepción, donde dos chicas rubias severamente peinadas, con un moño hacia atrás, labios rojos y ojos destacados en negro, afanadas atendían las llamadas desde un auricular y un micrófono, puesto en su cabeza. Iban tan uniformadas que a Bella se le asemejaron a un par de gemelas.
—Buenos días —saludó Bella, a la gemela número uno, quien cortaba una llamada.
—Buenos días —contestó la rubia mujer—. Bienvenida a Vulturi Construction, ¿en qué puedo ayudarle?
—Soy Isabella Swan y tengo una cita con el señor Edward Cullen a las diez —Bella se presentó con seguridad y no se intimidó, frente a los escrutadores ojos con que la observó la gemela número uno, al oír el nombre de la persona que la esperaba.
Incluso la gemela número dos, que aun hablaba como loro por su auricular, clavó los ojos en ella.
La primera mujer, con rapidez tecleó quien sabe qué cosa en el ordenador, sus ojos buscaron ávidos por la pantalla y luego asintió.
—Sí, aquí está su nombre —informó—. Camine por el pasillo —indicó con su dedo índice el largo corredor de la derecha—. Cuando llegue al final doble a la derecha, camine otra vez hasta el final, encontrará otra recepción, ahí debe presentarse con Emily, la secretaria del señor Cullen.
—Gracias —contestó Bella y a pasos rápidos se dirigió al corredor.
Cuando comenzaba a alejarse escuchó:
—¿Otra niñera?
—Esta es demasiado joven comparada con las demás, ¿no crees?
—Veamos cuánto dura o si soporta al gruñón…
Luego, ambas mujeres rieron.
«¡Diablos! ¿En qué embrollo me metiste Alice?», pensó Bella, evaluando la posibilidad de olvidarse de todo y arrancar.
Pero Isabella, al igual que su madre, era una luchadora y no por las simples palabras de al parecer dos chismosas, se iba a amilanar. No, señor. Tampoco juzgaría, hasta que tuviera toda la información y los hechos frente sus ojos. Bella necesitaba el trabajo, para poder seguir cumpliendo sus sueños y eso era lo único importante.
Con esa convicción llegó a la nueva recepción, muy parecida a la otra, pero a la vez abismalmente diferente. Esta enfrentaba un enorme muro de cristal, que cubría toda la extensión del recibidor de izquierda a derecha y del piso hasta el techo, que brindaba una vista sin igual de la ciudad de París. La secretaria de Edward Cullen, era una mujer morena de unos cuarenta años y aunque también estaba perfectamente arreglada y maquillada, su semblante era amable.
Al igual que la vez anterior y a pesar de su nerviosismo, Bella se presentó sin titubear, la mujer confirmó su presencia ahí, la invitó a tomar asiento —en los mullidos sillones que había instalados en la estancia a modo de sala de espera— y le ofreció un café cuando faltaban diez minutos para las diez.
La bailarina acomodó su menuda humanidad en un sofá individual, el que enfrentaba la puerta, donde supuso la esperaba Edward y fue inevitable para ella, especular sobre cómo luciría el hermano de Alice.
«Quizá, es un viejo barbudo y panzón», imaginó al recodar que las gemelas lo habían tachado de gruñón y Alice de obstinado, y se mordió el labio inferior para esconder una sonrisa, a la vez que se arrepentía de no haber sido más curiosa. Si le hubiese preguntado detalles a Alice, algo básico como la edad de su hermano, no estaría pensando tonterías que, si resultaban ciertas, amenazaban con hacerla estallar en carcajadas y esfumar su posibilidad de obtener el trabajo.
—Puede pasar, señorita Swan —informó, la secretaria de Edward Cullen interrumpiendo sus infantiles reflexiones, cosa que agradeció.
Bella se levantó del sillón, irguió su postura todo lo que sus altos tacos se lo permitían, secó la transpiración helada de sus manos en el vestido y a pasos resueltos se dirigió a la puerta donde se detuvo, miró por última vez a Emily necesitando nueva aprobación, la mujer amablemente le sonrió y asintió alentándola a entrar.
«Suerte», pensó cuando su pequeña mano tomó el asa de la puerta, la giró y obligó a sus pies a avanzar, había llegado la hora de comportarse con seriedad.
Lo que Isabella Swan, de ningún modo vislumbró, es que al aceptar el inocente ofrecimiento de su amiga, su mundo cambiaría de forma abismal, gracias a unos penetrantes y hermosos ojos verdes, que desconcertados la miraban y su dueño, apuesto e insolente la llamó:
—¿Pecosa?
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¡Al fin a llegado el esperado encuentro entre Bella y Edward! ¿Qué pasará entre esos dos? ¿Saltarán chispas al igual que la primera vez? ¡Ansiosa espero sus teorías y lindos RR!
Ahora les debo una gran disculpa por la demora de pasar este capítulo a la nueva cuenta, si alguna leyó mi otra nota de autor en otro fic, pues no ha sido días fáciles para mí, y sumando que al corregir el capítulo no lo pude encontrar más malo, pues ahí la demora. Pero ya vamos avanzando, espero estar al día pronto.
Como siempre gracias por su cariño y bienvenidas a las que recién se integran.
Besos Sol.
Nota de autor:
1. RER: Es el acrónimo en francés de Réseau Express Régional. Se usa habitualmente RER para referirse al sistema de trenes de cercanías suburbanos propio de la región parisina, aunque se usa también para nombrar a proyectos similares en Bruselas y grandes ciudades de Suiza.
2. Montmartre: Es una colina de 130 metros de altura situada en la orilla derecha del río Sena, en el XVIII Distrito de París, principalmente conocida por la cúpula blanca de la Basílica del Sacré Cœur, ubicada en su cumbre.
3. Billy Elliot: Es una película dramática británica del año 2000. En Inglaterra, un joven de clase trabajadora descubre su talento para el baile con la ayuda de un profesor amargado.
4. Isla de San Luis: Es una de las tres islas que se encuentran al paso del río Sena dentro del actual límite municipal de la ciudad de París.
