Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
La historia es mía y está protegida por Safecreative.
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Canciones del capítulo
"Everything has changed" — Taylor Swift ft Ed Sheeran
"One day you will"— Lady Antebellum
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Capítulo 6: Todo ha cambiado. Parte 2
Solo dos pasos alcanzó a dar Isabella fuera de la minimalista oficina, cuando recordó que por culpa de la aterciopelada voz de Edward y, aquella forma de pronunciar su nombre que debía estar en absoluto prohibida, olvidó su cartera en el asiento. Maldijo en su interior la inexplicable estupidez que él le provocaba y se volvió con rapidez para enmendar su descuido.
Claro que, lo que Bella no recordó, fue que la alta figura del hombre que ahora sería su jefe venía detrás de ella, por lo que inevitablemente como si fuera una mala jugada del destino o una desafortunada coincidencia, chocó contra el marmóreo pecho de Edward, terminando otra vez, rodeada por sus largos y atléticos brazos.
«¡Dios mío! ¿Por qué solo a mí me pasan estas situaciones?», se lamentó y, creyendo que Edward de nuevo la iba a botar, fue incapaz de levantar el rostro para encontrarse con esas fieras e intensas esmeraldas que la incomodaban.
Plantó firmes los pies al piso esperando la arremetida, mientras se concentraba en la negra y elegante corbata, que se veía tan fina como la seda o tan suave, como la tela bajo la yema de sus dedos; por un instante, tuvo el extraño impulso de enderezarla, aunque estaba perfectamente alineada al cuello de la camisa. Esperó unos segundos ―que le parecieron eternos―, pero el ataque jamás llegó y lo cierto, es que jamás llegaría.
Aquel peligroso y electrizante contacto, el calor del pequeño cuerpo fundido al de Edward, el dulce perfume y las pequeñas manos de Isabella apoyadas en su pecho, originaron en él una desconocida dependencia; al extremo que, aunque necesitaba apartarla con demencia, con la misma locura y quizá mayor, quería estrecharla hacia él, para no dejarla ir nunca más.
Por supuesto que el irracional actuar de Edward, fue el que ganó.
Inhaló como un adicto el aroma de la bailarina, conteniendo las ganas de enterrar el rostro en su cabello y acariciar las largas y castañas ondas, para averiguar si eran tan suaves al tacto como se veían.
Bella intrigada, al ver que Edward no reaccionaba, levantó el rostro para encontrarse con esos intimidantes ojos verdes, que abrasadores la contemplaban.
―Creo…―dijo Edward de forma pausada, su voz seductora, un masculino arrullo―… que ya no tiene dos pies izquierdos, señorita Swan…―su mirada se posó por unos segundos en los rosados y húmedos labios de Isabella, para luego clavarse en sus profundos ojos, esbozó una sonrisa canalla y acotó―: Más bien voy a comenzar a pensar que a usted, le gusta terminar en mis brazos…
Bella quiso desintegrarlo con la vista.
«Maldito engreído ―articuló en su mente y en un ramalazo de ―tal vez― sagaz certeza, se dio cuenta en quizá esa, era una situación recurrente―. ¿Será esta la verdadera razón por la que habrá renunciado la otra niñera?»
Si así era y sus vaticinios eran correctos, Isabella no dejaría pasar ese momento sin aclararlo. Ella no era ninguna resbalosa que coqueteara con el jefe ―por muy deslumbrante que fuera este―, era una chica decente, que por lo demás tenía un guapo, respetable y tierno novio.
Se apartó del cuerpo de Edward como si este le quemara y alisó las inexistentes arrugas de su negro vestido, para componer su virtud. Puso una mano en su cintura, lo desafió alzando la ceja derecha y desbordando sarcasmo le dijo―: ¿Cómo lo adivinó? ¡Es mi sueño hecho realidad! Desde que lo vi tras bambalinas en el ballet, llevo soñando, «¡oh, Bella, tu único objetivo en la vida es terminar en los brazos de ese apuesto y galante hombre».
La expresión de Edward frente a las burlescas palabras no cambió, todo lo contrario, estaba fascinado, así era como le gustaba verla; valiente, desafiante, furiosa con él, ya que sus ojos brillaban con tanta intensidad, como un refulgente faro que guía a las embarcaciones en una tormenta y él, hace casi siete años que se sentía como un barco naufragando en alta mar. Pensó que enojada se veía más hermosa y, por alguna misteriosa razón, se le notaban más las aniñadas pecas. Era completamente bella, haciéndole honor al apodo por el cual se había nombrado.
«Bella», repitió deleitándose cómo resonaba la cadencia en sus pensamientos y suponiendo que se pondría aún más furiosa, cuando escuchara su inapropiada y petulante contestación.
―¿Solo apuesto? ―La sonrisa canalla de Edward se amplió―. Yo diría que bastante más que eso…
―En sus sueños… ―masculló Bella, suspiró para contener su carácter e imaginar que Edward no había dicho nada estúpido y, cansada de la absurda discusión, aclaró―: Señor Cullen, solo volvía por mi cartera.
—Ah, eso…—comprendió él, aunque siempre tuvo claro que el impetuoso actuar de la muchacha era por cualquier motivo, menos el de arrojarse a sus brazos—. Espéreme aquí, yo voy por ella —le ordenó, esta vez con acritud—. No vaya ser que ahora se tropiece con alguna mutante hormiga cabezona o algo por el estilo, no quiero que se quiebre un pie en su primer día de trabajo.
Y de un felino y elegante movimiento, entró a la habitación dejando a Isabella inmóvil en la puerta, molesta y con la boca abierta, al igual como estaba su secretaria, que observó toda la interacción y no daba crédito a lo que vio y presumió ver jamás: A su parco, malhumorado y taciturno jefe, embobado como un adolescente por una chica.
Edward volvió junto a las mujeres como un huracán, le entregó la cartera a Bella, quien se lo agradeció con un sucinto «gracias» y enfrentó a Emily, que lo miraba como si las oficinas de Vulturi Constructions, se hubiesen convertido en un capítulo de la «Dimensión Desconocida».
―¿Tengo payasos pintados en la cara, señorita Young? —inquirió alzando una broncínea ceja, al ver que ella le sonreía con la sonrisa más rara que le había visto en dos años.
―No, señor Cullen —se apresuró en contestar y adquirió su acostumbrada pose profesional.
―Perfecto. Entonces, dígame, ¿todo bien con los antecedentes de la señorita Swan? ¿No tengo que llamar a la Policía Nacional? ―preguntó escondiendo una malvada sonrisa.
Bella se cruzó de brazos y bufó exasperada.
―No, señor. No será necesario.
―Fantástico ―aprobó y se volvió hacia Bella, que aún permanecía de brazos cruzados, posó una de sus grandes manos en la espalda baja de la muchacha y ordenó―: Vamos ―y la empujó con suavidad, incitándola a caminar.
Isabella emitió un rápido y educado «adiós» para Emily, quien correspondió su amabilidad pensando en que adiós no era una palabra adecuada para definir su despedida, por lo que ella le contestó con un «hasta pronto», ya que después de haber visto como Edward la miraba —como no lo había visto mirar a ninguna mujer—, estaba segura que su larga lista de conquistas, había llegado a su fin. Antes de que Bella se volteara y despareciera junto al arquitecto por el largo corredor, articuló para ella un silencioso «suerte», deseos que la bailarina agradeció, pensando en que de verdad la necesitaría para soportar el carácter de Edward, que consideró completamente impredecible.
La pareja avanzó en silencio hasta que llegaron a los elevadores, donde las gemelas número uno y dos, continuaban hablando como un par de cotorras, aunque eso no les impidió, que se despidieran de Edward pestañeando más de la cuenta. Bella soltó un gran suspiró para su patético intento de seducción —que pareció como si les hubiese entrado una mugre en el ojo— y pensó que eran un par de tontas, sobre todo porque él, apenas les gruñó sin dedicarles un miserable vistazo.
El ascensor de la derecha anunció su llegada, Edward permitió que ella ingresara primero, luego marcó la planta baja y se ubicaron uno junto al otro. En cuanto comenzaron a descender, Bella lamentó que la oficina de su nuevo feje se hallara en un piso tan elevando y deseó que se les uniera más gente, ya que le era bastante incómodo estar encerrada junto a él, en un espacio tan limitado. Para Edward, fue todo lo contrario. Los cuarenta y cinco pisos le venían de perilla, ya que le gustaba esa proximidad con la bailarina; proximidad que al mismo tiempo, lo mataba.
Era una muerte lacerante y lenta, mientras sentía como dentro de su corazón comenzaban a crecer de forma alarmante e irracional, todos aquellos sentimientos que para él, estaban estrictamente prohibidos. Sin embargo se dejó llevar, ya que de esa forma, podía observar de cerca sus hipnóticos gestos, su elegante postura, propia de una bailarina, la hermosa curva de su respingona nariz, el delicioso calor que emanaba su pequeño y atlético cuerpo, y el suave perfume que pareció inundar por completo la atmósfera del elevador.
El silencio comenzaba a ser incómodo y Edward, estaba loco por quebrarlo, quería preguntarle cualquier cosa, hasta la más mínima información de Isabella Swan le servía, a pesar de eso, calló. Sabía que si abría la boca por ella no saldrían más que provocaciones—años comportándose como un cínico lo abalaban— y no quería tentar su suerte, o mejor dicho la paciencia de Bella, que definitivamente terminaría mandándolo al demonio y de nuevo se quedaría sin la niñera, que tanto necesitaba. Sentía que había olvidado por completo comportarse de forma agradable o meramente normal; el simpático y tímido adolescente que alguna vez fue, lo había enterrado muchos años atrás.
Cuando el tablero del elevador marcó su destino, Edward agradeció haber llegado al vestíbulo sin ningún tipo de altercado entre ellos y a su vez Bella lo hizo, por no estar encerrada con aquel hombre que la irritaba de forma alarmante y lograba que escaparan de sus labios, incontrolables sarcasmos. Claro que la deseada libertad de la bailarina, duraría los pocos segundos que él la guio por el lobby del cristalino rascacielos, ya que al traspasar las enormes puertas de salida, esperaba por ellos una negra y brillante limusina.
Isabella se congeló. La verdad, es que no supo qué esperar cuando Edward le anunció que él, la ayudaría a trasladar sus pertenencias, tampoco quiso reparar en las implicaciones que conllevaría el trámite. Se imaginó que tal vez la transportaría en su auto o tomarían un taxi, pero nunca, ni en sus más remotos pensamientos, vislumbró que haría ese viaje en semejante transporte.
Por un segundo —como una niña pequeña— quiso saltar de felicidad, ya que a pesar de haber vivido toda su juventud en Las Vegas, jamás había ingresado a uno de esos impresionantes vehículos. Escondió lo mejor que pudo su entusiasmo, ya que a la vez, toda la situación le pareció una muestra innecesaria de poderío y presunción, muy acorde a la personalidad de Edward; quien le parecía demasiado joven, para que lo anduviesen trasladando como si fuese Rockefeller o un estrella de rock.
«Tal vez…, los importantes arquitectos estilan transportarse en presumidos vehículos», conjeturó con inocencia.
—Señor Cullen —saludó un joven moreno, su sonrisa era amplia y sincera, vestía atuendo de chofer y sostenía abierta la puerta trasera para ellos.
«¿En qué momento lo habrá llamando? —Bella se preguntó, ya que ella no le vio hacerlo—. ¿Será que el pobre muchacho lo espera aquí todo el día hasta que termina la jornada de trabajo? Edward, ¿será un explotador? —Conjeturó con temor, arrepentida por enésima vez esa mañana de haber sucumbido a la convincente labia de Alice, aunque quiso darle crédito, ella jamás le hubiese ofrecido el trabajo si así fuera, sobre todo sabiendo cuánto lo necesitaba—. ¿O no…?»
—Paul —correspondió Edward el saludo y se detuvo antes de ingresar al vehículo—. Te presento a la señorita, Isabella Swan. Ella será la nueva niñera de Marie Anne —luego miró a Bella y continuó—: Isabella, este es Paul Lahote, quien está encargado de llevar y traer a Anne del colegio, para cualquier requerimiento que haya en la casa y por supuesto, estará a su servicio para lo que usted necesite.
Bella quiso reír.
Toda la situación le parecía salida de una novela de la televisión, como esas series antiguas que le gustaban a Renée, tipo Dallas. ¿Ella con un chofer a su entera disposición? Quiso manifestar que no era preciso, que estaba perfectamente bien trasladándose sola, pero no tuvo deseos de discutir y prefirió dejarlo pasar. Después de todo a partir de mañana, Edward no estaría y ella si lo necesitaba, saldría sin molestar al simpático chico.
—Encantado de conocerla, Isabella —dijo el joven sonriéndole y le tendió una de sus morenas manos—. Paul Lahote, para servirle —agregó de forma galante y haciendo una pequeña reverencia.
—El gusto es mío, Paul —correspondió ella de forma afable y gustosa estrechó la mano que él le ofrecía.
Empática interacción que Edward a penas verla, simplemente la odio, ya que tuvo el loco impulso de querer cortarle la mano al inocente chofer.
—Nada de Isabella —irritado y categórico lo corrigió—. Para usted, así como para todo el mundo en la casa, Isabella será, «la señorita Swan». ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó Paul de forma sumisa, sin embargo pensó, «y ahora, ¿qué bicho le picó?». Irguió su postura e ignorando el glacial actuar del arquitecto, preguntó―: ¿Dónde desea que lo lleve, señor Cullen?
―A la escuela de danza de la ópera ―ordenó Edward sin mirarlo, ya que su atención estaba sobre Bella―. Vamos a buscar las pertenecías de la señorita Swan ―posó nuevamente su mano derecha en la espalda baja de la bailarina y la empujó con suavidad incitándola a entrar a la limusina.
Isabella por segunda vez, quiso desintegrar a Edward con la mirada.
¿Era necesario ser antipático con el amable chico? Mordió su lengua e ingresó en silencio ―sentándose prácticamente pegada a la otra puerta―, aquel «idiota» que bailaba en su mente desde que lo vio, amenazaba con escapar de forma peligrosa, por lo que prefirió desviar sus pensamientos. Dejaría a Edward dar las órdenes que quisiera —que observó, para él era una especie de fascinación— y una vez que se haya ido a Las Vegas, le aclararía a Paul y a quien tuviese que hacerlo, que no era necesaria tan pomposa prosa para dirigirse a ella. Después de todo, no es como si fuese pariente del príncipe de Inglaterra o algo por el estilo, les pediría que solo la llamaran como todo el mundo lo hacía, al menos, cuando no estuviese su bipolar jefe.
Edward entró al vehículo y se sentó bastante más cerca de Bella de lo que ella hubiese deseado o imaginó que lo haría.
Paul cerró la puerta tras él y algo consternado rodeó el coche. ¿Edward había contratado una mujer tan joven? Eso era algo que jamás creyó volver a ver, ya que después de varios fiascos o locos enamoramientos por el joven padre —de parte de más de una niñera—, él había tomado la férrea determinación de contratar señoras mayores, para ahorrarse todo tipo de problemas. Aunque realmente, no le quedaban muchas alternativas. Todos los empleados de la casa estaban al tanto que la agencia le había advertido a Edward que Zafrina, sería la última niñera que enviarían, por consiguiente no tenía tiempo para buscar otra y que tampoco, le encomendaría esa responsabilidad a absolutamente nadie. Si se veía desesperado, le pediría ayuda a su hermana y al parecer, eso es lo que había ocurrido.
Comenzó a manejar y sonrió al recordar el atentado a la ropa de Zafrina. Cuando se enteraron, había tenido junto a Rachel y Rebecca ―la cocinera y unas de las mucamas―, una conversación de lo más entretenida en la cocina. No es que no les cayera en gracia la mujer, pero en ocasiones era demasiado severa con la pequeña, a tal punto, que todos pensaron que se lo merecía; Anne era una niña traviesa, pero era una traviesa adorable.
«Quizá, alguien más joven y con más paciencia, sea lo mejor», concluyó de forma positiva al nuevo cambio, cuando comenzaba a dirigirse hacia el nor-oeste, tomando el Boulevard de Neuilly.
En el asiento trasero de la limusina, todo era electrizante tensión.
Bella sabía que era el momento para formular todas las preguntas que quería hacer, pero no era capaz de articular alguna, estaba abrumada de toda la rapidez que la estaba rodeando. ¿Cómo sería vivir con Edward? ¿Sería un insoportable tirano, así como se veía en su trabajo? ¿Le caería bien a la niña? ¿Qué iba a pasar si Anne la odiaba porque extrañaba a su antigua nana?
Miles de interrogantes pasaban por su cabeza y aquello, le comenzaba a molestar en demasía, ya que ninguna de estas, eran con respecto a las condiciones del trabajo. Si a eso le sumamos los fieros ojos de Edward que parecían no despegarse de ella, el delicioso olor a cuero de los asientos, mezclados con su masculino perfume, definitivamente su raciocinio no podía estar peor, tanto, que hasta olvidó el entusiasmo que le había provocado el paseo en el elegante vehículo. Solo sentía el incesante latido de su corazón, sus manos transpiradas ―que evitada secar en la tela de su vestido para no mostrar debilidad―, y su vista perdida a través del tintado cristal observando el camino, aunque en realidad no estaba viendo nada.
Edward fue el primero en quebrar el silencio.
Si bien, estaba fascinado de contemplar a la chica mientras esta no lo miraba y sabía que lo estaba haciendo con descaro ―sus increíbles piernas y el irreal perfil de muñeca―, también quería que ella lo mirara y poder perderse sus achocolatados ojos.
―Bien, señorita Swan. No iba usted a hacerme, ¿una montaña de preguntas? Esta será su única oportunidad. Hable, la escucho —exigió con su acostumbrado tono petulante y mandón.
Bella al escuchar la antipática armonía de su aterciopelada voz, se volteó hacia Edward y confundida preguntó―: ¿Única oportunidad?
―Por supuesto —admitió sin ningún rastro de benevolencia—, no pensará que tengo tiempo para estar recordándole sus responsabilidades cada cinco minutos, o ¿también espera que me quede a jugar a las muñecas con usted y Anne?
Si las miradas mataran, en ese instante, Edward hubiese muerto, porque el vistazo que le dio la muchacha fue todo, menos amable. Bella abrió la boca para protestar, necesitaba rebatirle con vehemencia que no veía problema en que jugara a las muñecas con su hija, pero él continuó su discurso sin permitirle hablar.
―Por lo demás, todas las especificaciones del trabajo, están bien explicadas en el contrato que espera a ser firmado por usted, en el despacho de la casa.
«Idiota, estúpido, engreído, antipático», fueron los «amables» adjetivos calificativos que pasearon por la mente de Isabella, al oír sus odiosos postulados, también más de una respuesta mal educada y por supuesto desagradable. No obstante, sosteniéndole la mirada, aunque la frías esmeraldas de Edward la intimidaran, prefirió otro camino:
―Entonces, no veo el motivo para que ahora, haga ningún tipo de pregunta. Lo más conveniente es que primero lea el contrato y después, conversemos sobre sus implicaciones…, si le parece bien.
―Chica lista —admitió Edward y sonrió complacido con la respuesta.
Lo cierto era que con lo mínimo que conocía de Isabella, y obviando sus «idiotas», no esperaba otro tipo de contestación por parte de ella.
―No me subestime, señor Cullen —le advirtió Bella, manteniendo la seriedad y el contacto visual—. Si he venido con usted sin firmar ningún papel, es debido a dos razones y estas, nada tienen que ver con que yo necesite el trabajo. Primero, porque supongo que al ser el hermano de Alice no es un explotador o un asesino en serie, ni un degenerado del que tenga que arrancar por las noches o llamar a la policía para que me venga a rescatar y la segunda, es porque… bueno…, supongo que esto usted también lo sabe, que es absolutamente imposible decirle que no a Alice y yo, soy una mujer de palabra.
―Siento decirle, que yo soy la única excepción a esa regla —informó Edward complemente pagado de sí mismo y luego preguntó con genuina curiosidad—: Mi hermana, ¿le hizo prometer que vendría? —Aunque también alarmado especuló, «¿qué estás tramando, Alice Cullen?».
―Algo así…―musitó Bella, sin querer dar mayores detalles.
«Y un novio que con desesperación quiere que me vaya a vivir con él y yo, no estoy ni remotamente preparada para eso», pensó con remordimiento. Volteó el rostro al recordar a Riley y miró a través del polarizado cristal.
No había sido fácil negarse a su incondicional insistencia, sobre todo porque él era un chico tan bueno y cariñoso, no obstante, algo inexplicable dentro del corazón de Bella, le alertaba que aún no era el momento.
Unos conocidos edificios —de no más de siete pisos— aparecieron frente a ellos, cuando la limusina dio un nuevo giro a la izquierda en Allée de la Danse. Habían llegado. A una velocidad prudente, el vehículo avanzó por el pequeño callejón, flanqueado por las blanquecinas construcciones y seccionado por una mediana central, adornada por arbustos perennes cortados de forma rectangular, de altos árboles sin hojas y estacionamientos; al final enfrentando la callejuela, la residencia universitaria, tan blanca como los demás edificios.
Si el corazón de Bella venía palpitando de forma furiosa dentro de su pecho, en el corto trayecto que comprendía desde La Défense hasta la escuela de danza, en ese instante latió desbocado y un miedo irracional, la recorrió de la cabeza a los pies. Aceptar semejante cambio en su vida sin siquiera haber leído el contrato era una completa locura, pero no se amilanaría; esa inesperada oportunidad, la tomaría como un designio del destino.
Inspiró profundo cuando la limusina se detuvo frente a la larga explanada de cemento, antesala al moderno edificio, se giró hacia Edward y lo miró directamente a esos ojos de aquel verde imposible. Antes de bajarse, necesitaba dejarle las cosas claras.
—Señor Cullen, quiero que sepa que para mí, esta situación es tan inesperada y nueva como para usted. De hecho, me parece por lejos insensata —le explicó sin titubear—. Sin embargo entraré a mi habitación, traeré mis pertenencias, me trasladaré a su casa casi a ciegas y me esforzaré para que todo funcione, exclusivamente, debido a la lealtad que le tengo a su hermana… Si nada resulta como usted espera o como yo espero, tenga por seguro que le presentaré mi renuncia, en cuanto usted vuelva de Las Vegas.
Si pocas cosas lograban conmover a Edward, después de todo lo que había vivido desde los diecisiete años, esta simple, pero sincera confesión, era una de esas. A dolorosos golpes y desilusiones había aprendido que el ser humano, era intrínsecamente egoísta y perverso, muy pocos, por no decir ninguno ―según sus creencias―, eran los que no velaban por nada más que sus propios intereses, incluso los más cercanos y amados; nunca podrías saber con exactitud qué esperar de ellos. Pero en ese momento, esas castañas orbes que lo miraban, se veían tan transparentes que por un momento le pareció que vería el alma Isabella Swan: Fuerte, desinteresada, compasiva, honesta.
Se sintió como el peor desgraciado del mundo.
Las honorables palabras de la Bella, fueron como una puñalada directo al corazón, ya que sus intenciones seguían siendo exactamente las mismas, que las que tuvo desde el primer momento en que la vio: Deshacerse de ella en cuanto él estuviese de vuelta en París, sin importar si estaba cumpliendo con el trabajo de manera satisfactoria.
La prohibida interacción que concedía entre ellos, era solo debido a las inusitadas e inevitables circunstancias, unas pequeñas «vacaciones» para sus reprimidos sentimientos, arriesgándose a que después la soledad y tristeza que por años lo embargaban, le atormentaran por consentir aunque sea por un día, esta inexplicable ilusión que avivaba la desconocida chica.
Bella no esperó una respuesta y a decir verdad, no la necesitaba. Por su parte la decisión ya estaba tomada y por el minuto, no había nada más qué aclarar o conversar. Tomó la manilla de la puerta para descender de la limusina, pero sus intenciones quedaron truncadas, cuando Edward ―en un loco arrebato, que ni él supo muy bien de dónde provino― se lo impidió.
—Espere, Isabella —la detuvo tomándola con suavidad del brazo, luego, sin decir nada más y dejando a Bella sin entender su reacción, salió de un ágil movimiento del vehículo, rodeó la parte trasera con rapidez, abrió la puerta de Bella y tendiéndole la mano izquierda para animarla a bajarse dijo—: ¿Necesita que le ayude a traer sus cosas?
La incredulidad plasmó las facciones de Bella.
Aquel hombre que le tendía la mano como un caballero y se ofrecía para ayudarle con sus pertenencias, ¿era el mismo petulante que la había interrogado en la oficina? La vista de la muchacha viajó de la enorme y nívea palma hacía el rostro de Edward, quien se veía en extremo vulnerable esperando por una respuesta; la usual fiereza con que la contemplaba, se había esfumado de sus ojos.
Ese fue el detonante.
Bella depositó su mano sobre la de Edward, sintió como él la rodeó por completo con sus largos dedos, brindándole una reconfortante ola de seguridad y calor y, como si de un imán se tratase, por inercia siguió los movimientos del arquitecto, cuando este la impulsó con delicadeza para ayudarle a salir.
Cuando estuvieron frente a frente, Bella abrió sus labios para articular una respuesta que no llegó a formular porque su mente estaba inmersa en una especie de transe y además, una familiar voz —al menos para ella—, los interrumpió dejando en el aire lo que sea que fuese a decir.
—¡¿Bella?! ―exclamó Jacob Black, sorprendido de ver a su amiga fuera del magnífico transporte, tomada de la mano de un desconocido hombre de endemoniada belleza.
Bella soltó a Edward como si su piel le quemase y saludó con entusiasmo, para interrumpir la sonrisa y el examen que Jacob les estaba dando.
―¡Hola, Jake!
Por su parte un atribulado Edward, no sabía si agradecer o matar al tal «Jake», por aparecer como por arte de magia junto a ellos y traerlo de vuelta a la realidad. Irguió su postura, pasó su mano derecha por el cabello y adquirió la acostumbrada mascara de frialdad, observando la interacción de Bella y su esbelto amigo que evidentemente era gay.
«O tal vez, no lo sea… —aventuró Edward, buscando algún rastro de masculinidad en el muchacho—. ¿Será este marica el famoso novio?», lo observó con auténtica envidia.
―Hola, cariño ―contestó Jacob, atrayéndola hacia él, besó el tope de su cabeza y con sus ojos negros examinó a Edward con absoluto descaro, sin percatarse del desdén con que este lo miraba.
Fue evidente para Bella que su amigo, había encontrado mucho más que guapo al hermano de Alice y ciertamente, no podía culparlo.
―¿No me presentas? —Pidió sonriendo con falsa inocencia, preguntándose quién sería el hombre que le comenzaba a parecer como un ángel caído del cielo, aunque se hacía una idea.
«Exacto, ¡preséntanos, Isabella!», pensó Edward, también ansioso de saber quién era el «chucho» que la toqueteaba con tanta confianza, con sus enormes manazas.
—Eh…, sí…—Bella aceptó nerviosa, a sabiendas que Jacob era tan espontáneo que en plena presentación, podría salir con cualquier cosa. «¡Oh, Dios! ¡No me hagas pasar vergüenzas, Jake!», suplicó internamente, inspiró profundo y soltando el aire explicó con solemnidad—: Jacob, este es mi nuevo jefe, Edward Cullen. Señor Cullen, este es mi amigo y compañero del ballet, Jacob Black.
Claro que para Jacob, no existía la palabra solemnidad.
—¡Hola, «Ojos Verdes»! —canturreó con genuina alegría, al enterarse que el dios griego que tenía en frente, era —como había supuesto— el hermano de Alice.
Edward cuadró la mandíbula, le brindó un duro asentimiento y apretó los puños a sus costados, incómodo, al escuchar la forma tan afeminada como lo había llamado, sin embargo dentro de su molestia, aquel «amigo» lo alivió.
Por supuesto que para Jacob, que en esencia era un ser humano cariñoso, aquel frío asentimiento que le dedicó Edward no fue suficiente saludo, dio un paso hacia «Ojos Verdes» y cuando estaba presto a plantarle un par de besos en cada mejilla, Bella se lo impidió, interponiéndose entre ambos hombres. Algo en el felino mirar de Edward, le dijo que si dejaba a Jake continuar, su amigo terminaría con un ojo en tinta.
—Jake, sé lindo y ayúdame a empacar mis cosas, ¿sí? —Y sin esperar contestación de su parte, Bella lo agarró del brazo para llevárselo a arrastras y protestando, hacia el interior del edificio—. ¡Vuelvo en seguida, señor Cullen! —dijo sin voltearse, antes de atravesar las cristalinas puertas de entrada.
No fue capaz de ver otra vez, el furibundo rostro de Edward.
—¡Hey! —rezongó Jacob, cuando estuvieron dentro—. ¡No me has dejado saludar al Adonis!
—Jacob —reprendió Bella y lo soltó cuando llegaron a las escaleras—. ¿Se te olvida que el «Adonis» es el hermano de Alice y por sobre todo, mi nuevo jefe?
—Y yo, ¿qué culpa tengo que el hermano de Alice, parezca un comestible modelo de Dior? —Se defendió fingiendo estar indignado—. Bien guardado se lo tenía la enana…
—¡Dios, Jake! —Bella rio de su desfachatez y negó con la cabeza—. Yo que tú no me hago ilusiones, Edward es «hetero» ―afirmó comenzando a subir las escaleras.
―¿Bromeas? ¡Eso es quedarse corto! ―Se lamentó―. ¡Demasiado hetero! ¡Ese guapo hombre, exuda masculinidad por los poros!
«Y cuando lo conoces de inmediato olvidas lo guapo, al ver que es insolente, pedante, mal genio y un maldito mandón», quiso agregar Isabella, pero prefirió guardar silencio. No le pareció adecuado comenzar a hablar mal de su jefe en su primer día y lo más probable, es que nunca lo hiciera.
Prefirió cambiar el tema de lo sexy y hermoso que podía a llegar a ser Edward a aguas menos turbulentas, por lo que divertida reprochó―: Jacob Black, ¿no se supone que tú estás enamorado de Demetri?
—Y lo estoy ―aseveró el muchacho, cuando ambos alcanzaron la segunda planta y comenzaron a caminar por el pulcro y solitario pasillo―, pero cariño, ¿alguien te explicó que en deleitar la vista no hay engaño?
—No ―Isabella aseguró seria, pero escondiendo una sonrisa.
—¡Mentirosa, te estás riendo!
—No, lo juro —insistió sin convicción al llegar a la puerta de su habitación y prácticamente, metió la cabeza dentro de la cartera para buscar la llave, ya que le era casi imposible seguir fingiendo. Cuando la encontró, abrió sin mirar a Jacob y se fue directo al closet.
—Pues yo no diría eso después de como los vi tomados de la mano allá abajo…—aseguró Jake cerrando la puerta, al llegar junto a ella, le movió sugestivamente las cejas.
—¡Oh, Dios! —Bella resopló mientras daba saltos, para intentar coger sus maletas de la parte alta del closet—. No veas cosas donde no las hay. El señor Cullen, solo me estaba ayudando a descender de la limusina.
Jacob estiró el brazo y bajó ambas maletas por Isabella, luego las abrió y las dejó sobre la cama. Ella le agradeció con un sonoro beso en la mejilla y se apresuró a descolgar la ropa, para colocarla lo más ordenada posible en el interior del equipaje.
—¿Señor Cullen? ―preguntó Jacob mientras la ayudaba, su curiosidad, siempre podía más―. Te oí nombrarlo así cuando nos presentaste. ¿En serio lo llamarás de esa forma? Ni que fuera un vejestorio.
—Por supuesto. No me interesa que sea el hermano de Alice, para mí es mi jefe, por lo tanto será el señor Cullen y fin del asunto.
―Será extraño, no tenerte por aquí…―Jake cambió radicalmente el tema y detuvo el paseo del closet a la cama.
―Oh, cariño…―Bella se enterneció de lo dramático que era a veces, dejó la falda que tenía en las manos dentro de la maleta y de inmediato fue a abrazar a su amigo―. Yo también te extrañaré mucho ―se elevó en la punta de los pies y le dio un pequeño beso en la frente―. No estés triste. Sabes que de todos modos, nos seguiremos viendo casi todos los días.
―Pero me quedaré solito…―refunfuñó como niño pequeño.
Y en cierto sentido, la apenada afirmación de Jacob era justificada. Del grupo de amigos, Isabella y él, eran los únicos que vivían ahí. Jacob Black, originario de Seattle, hijo único y proveniente de una familia conservadora y machista, también había llegado a París con una maleta repleta de sueños, y un doloroso pasado de insultos y rechazos que dejar atrás.
―¿Quién es el mentiroso ahora? ―Lo acusó divertida e Isabella volvió a su tarea.
—No sé de qué me hablas…
—¡Por favor, Jacob Black! ¡No te hagas el tonto! ¿Dónde has dormido las últimas cinco noches?
Por increíble que parezca, Jacob se puso como un tomate.
—¿Ves? Ahí, tienes la respuesta…—Bella le apuntó el rostro y rio al verlo sonrojado como adolescente—. De hecho, dime Jake… —decidió picarlo un poco más—. ¿Dónde pasarás esta noche?
Jacob, todavía con sus mejillas arreboladas, se volteó hacia el closet que ya tenía la mitad vacío.
—No me preguntes detalles pervertidos, porque no te los daré —advirtió pícaro descolgando unos abrigos y los dobló encima de la torre de ropa que comenzaba a convertirse la maleta.
—No importa…—jugó la bailarina—, le puedo preguntar a Demetri. ¿Sabes? Él estará encantado de... —pero sus palabras quedaron truncadas, al ver que Jacob había dejado de prestarle atención y husmeaba a través de la ventana.
Isabella se unió a su escrutinio, para averiguar qué era lo que lo tenía tan interesado, entonces lo comprendió… Ahí, a través de los cristales, se veía claramente a Edward fumando y paseándose de un lado a otro de la acera, cual león enjaulado. Lucía abatido e impaciente.
—¡Madre mía! —exclamó Jake—. ¿Has visto a alguien fumando que se vea más sexy que él?
—¿Desde cuándo fumar es sexy? —contestó Bella con otra pregunta, sin querer darle la razón de algo que de lejos era evidente.
No le pareció correcto aceptarlo, sobre todo porque la imagen que Edward proyectaba en ese momento, estaba muy alejada del aura de seguridad que constantemente lo rodeaba.
—Desde que ves fumar a Edward Cullen.
Para Bella, las obvias afirmaciones de Jacob quedaron en el aire, ya que ver así de inquieto a su nuevo jefe, le acongojó el corazón. ¿Cuáles eran los motivos que lo tenían tan nervioso? ¿Dejar sola a su pequeña hija, a voluntad de una extraña o ambas? Sintió empatía por Edward. No solo tenía la tremenda responsabilidad de criar a la niña en solitario, tal vez también extrañaba a la madre; debía ser terrible para un hombre tan joven ser viudo.
«¿Será que aún la ama?», se preguntó observando su felino y elegante andar, queriendo saber con desesperación y sin explicación alguna, la historia que había detrás de Edward Cullen.
De pronto, una incontenible prisa la embargó, no quería ser un nuevo problema para él, así que con rapidez se lanzó hacia la única cómoda que había en la sencilla habitación y empezó a desocuparla.
—¿Qué haces, Bella? —Jacob frunció el ceño, extrañado de ver como ella disparaba ropa dentro de la segunda maleta como si no hubiese un mañana y se movía de un lado a otro como un tornado.
—Ahora me llevaré lo más importante. —Le informó terminando de desocupar el último cajón del mueble. Dio una rápida ojeada al closet, para luego dirigirse a las torres de ropa que eran las maletas, les bajó la tapa, de un salto se sentó sobre ellas y le ordenó—: Ciérralas.
Jacob con esfuerzo y sin discutir hizo lo que Bella le pidió, pero no pudo evitar preguntar—: ¿No crees que necesitarás todas tus cosas, cariño?
—Por el minuto, no. Cuando la niña esté en el colegio vendré por el resto. ¿Me las sacas? —Aún sentada sobre el equipaje, suspendió ambas piernas en el aire, para demostrarle lo que quería. No soportaba un minuto más las altas botas—. Además… —agregó mientras Jake tironeaba la bota derecha—, aunque sé que no es correcto, todavía no quiero decir que voy a entregar la habitación, ya que si las cosas salen mal, tendré que volver.
—Tendrías que volver, porque no te quieres ir a vivir con Riley —Jacob la acusó, despojándola de la bota izquierda.
—¡Oh, no! ¡No otra vez! —Bella protestó poniéndose de pie—. Compréndeme por favor, aún es muy pronto.
Él asintió, aunque no estaba de acuerdo con ella.
—A todo esto… ¿le constante a Riley la buena noticia?
Mientras Isabella se calzaba unas Converse negras, se sintió la peor novia del mundo, por dos razones. La primera, porque no se le había pasado por la mente hacerlo y la segunda, porque tuvo el impulso de contestar: «¿Por qué tendría que hacerlo?». Estaba acostumbrada a ser una joven independiente, no obstante, para no sonar descariñada o como una maldita insensible, ya que no lo era, prefirió decir—: No he tenido tiempo. Apenas tenga un minuto, lo haré.
Al escucharla, Jacob tuvo ganas de preguntar: «¿Por qué no lo haces ahora?», pero como nunca, prefirió callar. De un minuto a otro, Isabella comenzó a verse demasiado ansiosa, nerviosismo que adjudicó al gran cambio que estaba viviendo, por ende, no la quiso provocar. Aunque algo escondido había en la achocolatada mirada de la chica que no logró dilucidar y que condujo su mente a terrenos amorosos, bastante más escabrosos; terrenos que por el bien de Riley, prefirió no imaginar.
Con la ayuda de Jacob, Bella continuó guardando los objetos que consideró le serían necesarios, hasta que en definitiva, su equipaje consistió en dos grandes maletas, un gran bolso de mano —donde llevaba todas sus botas y zapatos—, una mochila colgada de sus hombros —la cual portaba su notebook, los marcos de fotos que adornaban el dormitorio y uno que otro artículo de belleza personal— y finalmente, su cartera colgada del hombro derecho.
Abrió la puerta del dormitorio y los latidos de su corazón comenzaron una loca carrera, tal era el frenesí de las palpitaciones, que las podía sentir en la base de su garganta. Se volteó para mirar la sencilla habitación que fue su hogar por seis maravillosos meses; tenía su sello. Sus cuadros de bailarinas permanecían colgados en la muralla, el floreado edredón adornando la cama, alguna que otra tontería encima de la cómoda y su aroma… Parecía como si Isabella continuase viviendo ahí.
Un inquietante sentimiento que no supo identificar la embargó. Si bien, sabía que regresaría por el resto de sus cosas, también tuvo la certeza —quizá por intervención divina— que no volvería a vivir ahí, y aunque en la residencia universitaria había sido feliz y estaba asustada hasta el tuétano de irse con Edward, curiosamente no lo lamentó.
―¡Vamos Jakie! ―anunció alegre.
Cerró la puerta y se encaminó por el pasillo hacia su nuevo destino…
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Como siempre millones de gracias a todas las que me leen, pacientes y fieles me esperan y a todas las hermosas, que me han agregado como historia y autora favorita. Para mis lectoras silenciosas muchos besos y como siempre, espero ansiosa sus impresiones, con sus hermosos RR que me sacan incontables sonrisas.
Se les quiere
Sol.
