Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
La historia es mía y está protegida por Safecreative.
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Canciones del capítulo
"Everything has changed" - Taylor Swift ft Ed sheeran
"Love Bites" - Def Leppard
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Capítulo 7: Todo ha cambiado. Parte 3.
Cuando Isabella y Jacob salieron del edificio, veinte minutos más tarde, Edward continuaba con su impaciente paseo y prendía un nuevo cigarrillo; Bella entornó los ojos, contemplándolo con genuino reproche. Sí, Jake estaba en lo cierto, definitivamente, ver a Edward fumando, era una imagen demasiado sexy para las débiles de voluntad, era como contemplar a James Dean del siglo XXI: Hermoso, seductor, peligroso. No obstante, ella que no era ninguna cabeza hueca, quiso matarlo. No era posible que estuviese acabando de manera silenciosa con su vida, cuando era padre de una niña tan pequeña.
El impaciente andar de Edward se detuvo en cuanto la mujer culpable de sus renovados miedos, estuvo dentro de su campo visual. De inmediato le ordenó a Paul —quien también estaba fuera de la limusina, parado en el lado del conductor esperando por nuevas instrucciones y aún algo consternado, por las extrañas reacciones que estaba teniendo su jefe—, que asistiera al par de jóvenes con el equipaje. Estaba desesperado por terminar ese engorroso trámite y presentar a Anne e Isabella de una vez.
Suplicaba porque congeniaran.
De tal modo, Anne no haría ninguna diablura, por consiguiente Bella no saldría arrancando en su primer día y él podría volver al trabajo o más bien, esconderse en el para obtener un poco de la claridad perdida. Bella le agobiaba, quebraba todos sus esquemas a tal nivel que había corrido a ofrecerle su ayuda, como el adolescente amable que alguna vez fue y esa era una licencia que Edward, no se podía permitir. Sus erráticas y desacostumbradas reacciones lo estaban carcomiendo, he ahí el motivo de fumar un cigarrillo tras otro, tontamente, buscaba en el tabaco un poco de tranquilidad.
Paul, como siempre diligente, corrió al encuentro de los dos amigos, y en cuanto estuvo junto a ellos, tomó el enorme bolso de mano que llevaba Bella y arrebató de manera educada, una de las maletas que llevaba Jake.
—Esto está muy pesado para usted, señorita —dijo como siempre alegre y se giró para volver con premura al vehículo.
—¿A quién le dijo señorita? —bromeó Jacob, feliz de que el chofer haya alivianado su carga.
—A ti ―Bella le siguió la corriente―. Si no, ¿a quién más? ¿Ves otra señorita por aquí, Jake?
Ambos rieron, alegres risas que llegaron a los oídos de Edward.
Si él creía que la nueva niñera de Anne era preciosa enfurecida, riendo, le pareció infinitas veces más. Un nuevo y abrumador pensamiento se instaló nublando su juicio en forma de anhelo, ¿cómo sería si él, fuese el causante de su angelical sonrisa? No, Jacob. No, el maldito novio. No, nadie. ¿Cómo serían sus días si esa hermosa expresión fuera solo para él?
«¡Demonios! ―Torturándose, le dio una profunda y desesperada calada al cigarrillo―. ¡No vayas por ese camino, idiota! ¡Nunca más por ese camino…!».
—Según me han dicho, fumar es nocivo para la salud —Bella sermoneó a Edward, sin ningún reparo cuando llegó hasta él, obviando por completo que el joven que tenía enfrente era su jefe.
Él, provocándola, con un gesto varonil llevó el blanco y nicótico cilindro a sus labios, entornó sus verdes ojos que clavó en los de Bella, inhaló, mantuvo el humo por unos segundos en sus pulmones y con una sonrisa ladina, lo expulsó lentamente hacia la muchacha diciendo—: La mayoría de edad, la cumplí hace un poco más de seis años, señorita Swan.
Bella tosió, apartó sin disimulo la nube de humo con su mano derecha y ocultó lo mejor que pudo el asombro que le generó el reproche. «¡Madre mía, es muy joven!», meditó entendiendo que Edward, al menos tenía cinco años menos de los que ella había imaginado e impresionada de toda la parafernalia, que hasta el momento había observado, lo rodeaba: portentoso trabajo, oficina, movilización, vestimenta…
¿Qué otras sorpresas sobre Edward la asombrarían? ¿Cómo un hombre a la temprana edad de veinticuatro años, había logrado escalar tan alto? Dudas y más dudas, crecían de forma alarmante en Bella, sólo para sumarse a las otras recientes, para las que tampoco vislumbraba una respuesta.
—La mayoría de edad —rebatió ella, queriendo defender su punto—, nada tiene que ver con matarse paulatinamente, señor Cullen. Si yo fuera su madre, le prohibiría comprar esas tóxicas porquerías o lo regañaría todos los días, a cada minuto y cada hora hasta que hiciera caso.
«Oh, sí, que lo harías pecosa, serías un jodido dolor en el culo», presumió Edward, como siempre encantado con la manera en que Isabella lo desafiaba y amando, lo obstinada ―había observado― que podía llegar a ser, sin embargo, no le daría en el gusto de quedarse con la última palabra.
Intentando lo mejor que pudo no elevar las comisuras de sus labios, que al parecer esa mañana tenían vida propia, coqueto repuso—: Desafortunadamente para usted Isabella y, afortunadamente para mí, no es mi madre. Por lo demás… —agregó con acritud—, a la última persona que obedecería en el mundo es a doña Esme Cullen. Tendría que estar loco para hacer eso ―le dio una última calada al cigarro y lo apagó con uno de sus relucientes y caros zapatos.
Bella frunció el ceño ante el comentario.
Tuvo ganas de volver a regañarlo, de decirle cómo era posible que se expresara con tanto desdén hacia la mujer que le había dado la vida, no obstante, prefirió hacer caso omiso al recordar a Alice y la tristeza que pesaba en su alma, cuando le contó hace unos días que a Esme, no le había gustado ni un poco su reciente noviazgo con Jasper. De esta forma, sumó una nueva interrogante a su lista. ¿Cuál sería el problema que tenían los hermanos Cullen con su madre?
Paul apareció junto a ellos para quebrar el silencio que comenzaba a ser incómodo, solicitando el resto del equipaje de Isabella.
—¿Estas son todas sus cosas? —inquirió Edward, volviendo al asunto real e importante por el cual estaban ahí, mientras Jacob, observaba la tensa interacción entre ellos, con los ojos muy abiertos.
—Sí —mintió Bella, no teniendo la más mínima intensión de informarle a Edward cuál era su verdadero plan; después de todo, había hecho sus maletas con rapidez, por culpa de su nervioso aspecto.
«¿Bella, mintiendo?», se preguntó Jacob y su boca cayó al piso llena de incredulidad. Nunca, en sus veintidós años había visto una persona con tan precaria capacidad para mentir como su querida amiga y ahora, ahí estaba ella, largando la más negra de falsedades sin que se le moviera un pelo de la cabeza y, al parecer, solo para complacer a Edward. De inmediato, aquellos terrenos amorosos bastantes más escabrosos que había vaticinado en la habitación de Bella, vinieron a su cabeza para convertirse en certeza; certeza avalada, por la electrizante mirada que los dos personajes que tenía junto a él, se brindaban.
Para Jacob fue inevitable pensar que Edward sería para Riley, mucho más que un insignificante rival que de pronto apareció en su camino, una simple piedrita que con una patada puedes apartar. Una febril corazonada pronosticaba que, aquel joven poseedor de aquellos ojos imposiblemente hermosos, sería alguien bastante más importante que eso. Bastante más.
—Bien —aceptó Edward—. Paul, vamos a casa…—ordenó abriendo la puerta trasera de la limusina para Isabella, antes de que lo hiciera el chofer, quien resignado, se fue caminando al asiento del conductor sin comprender por qué Edward, continuaba actuando de esa manera tan inusual.
—Te extrañaré, cariño —lloriqueó Jacob atrayendo a Bella hacia sí, la acunó entre sus brazos y besó su frente.
—Yo también, Jakie —se despidió Bella correspondiendo su abrazo, y besó su mejilla.
Muestras de cariño, que fueron interrumpidas por un impaciente y aterciopelado carraspear.
Jacob levantó la vista, para encontrarse con las felinas esmeraldas de Edward, observándolos colmadas de astucia y otro sentimiento que no fue capaz de identificar, pero que solo confirmaban sus pensamientos: Edward Cullen, significaría para Riley, pelea. Y una dura.
—Hasta donde tengo entendido, señor Black —dijo el aludido con voz glacial—. Usted continuará viendo a «cariño» todos los días, así que por favor libérela, ya que el día tiene solo veinticuatro horas y yo, muchas responsabilidades que cumplir.
Al escucharlo, lejos de molestarse, en los labios de Jacob se plasmó una sonrisa. Ese sentimiento que no había podido identificar hace unos segundos eran, ¿celos? No lo podría asegurar con convicción, pero fue algo que le pareció de lo más tierno y divertido, ya que Edward y Bella —según lo que él sabía—, prácticamente no se conocían, por lo que ignorando por completo la impaciencia de Edward, atrevido soltó—: ¡Oh, madre de los preciosos Adonis! Ojos verdes, además de sexy, ¡eres mandón!
—¡¿Qué?! —Edward rugió furibundo, sin dar crédito de a lo que sus oídos habían escuchado y además harto que las tremendas manazas de Jacob, no dejaran de toquetear a Bella.
—¡Jake! —increpó Bella a la vez, pero ya era demasiado tarde, ninguno de los dos alcanzaría a decir una mísera palabra más, Jacob, se había alejado.
Canturreando feliz de la vida, dejó a ambos estupefactos, mientras él se encaminaba por Allée de la Danse, para encontrarse con el amor de su vida, Demetri. Cuando ya había avanzado unos cuantos metros, se volteó y jovial gritó agitando una mano por sobre su cabeza—: ¡Arrivederci, mi amore! ¡Adiós, Ojos verdes!
Y luego, siguió su camino.
—Espero… —dijo Edward, mirando como Jacob desaparecía de su vista callejón abajo—, que a su «particular» amigo, no se le ocurra visitarla en mi casa ―intensos, puso sus ojos sobre Bella―. Mucho menos que interactúe con mi hija.
—¿Es homofóbico señor Cullen o no le gustan los piropos?
—¡Claro que me gustan los piro…! ―gruñó exasperado, pero se detuvo al darse cuenta de la estupidez que iba a decir, aclaró su garganta y continuó―: No se trata de ser homofóbico, señorita Swan; se trata de que su amigo, está completamente loco.
—También, es amigo de su hermana ―soltó Bella como quien no quiere la cosa, dándose cuenta que comenzaba a disfrutar de exasperarlo.
—No me importa.
—Pero usted dijo que confiaba en el juicio de Alice ―insistió para presionarlo un poco más.
―Isabella…―advirtió Edward, suspiró cansado y se tomó el puente de la nariz con dos dedos.
Las palabras que deseaba pronunciar se quedaron atrapadas en su garganta, al advertir cómo la había llamado y comprendiendo que, cada minuto que pasaba, le gustaba más pronunciar el nombre de la preciosa chica, que ahora lo miraba con un brillo juguetón en sus ojos achocolatados. Aunque estaban frente a frente, la contempló sin miramientos, deleitándose como su brillante cabello jugueteaba con la brisa invernal, de cómo la punta de su respingona y pecosa nariz había enrojecido con el gélido frío y sin lugar a dudas, le pareció más baja. Miro sus pies y descubrió de inmediato el motivo; las altas botas de femenino tacón habían desaparecido de sus pies, para dar paso a unas, ultra usadas tenis negras.
—¿Qué? ―Bella exigió saber qué tanto la miraba, comenzando a sentirse intimidada por el poder de los ojos del joven, que parecía la hechizaban.
Pero, ¿qué le podía responder, Edward? ¿Cómo explicarle que cada segundo que compartía con ella lo estaba disfrutando como no lo había hecho hace años? Que estaba aterrado de todos los sentimientos que ella le provocaba, lo mucho que le atraía y que por sobre todas las cosas del mundo, no quería volver a sufrir. ¿Cómo decirle cuanto le gustaba que fuera así de pequeña, porque al abrazarla, podría acunar su cabeza en su pecho y acariciar su largo cabello? Absolutamente, no.
No podía, o más bien ―por reglas autoimpuestas―, nunca más en la vida, debía permitirse albergar esos peligrosos sentimientos que hace seis años lo habían destrozado. Inspiró profundo, intentando reconstruir aquel muro, que con alarmante rapidez, Bella había demolido en parte, retomó su acostumbrada máscara de frialdad y como el antipático de siempre contestó―: Esas linduras…―indicó los tenis con uno de sus largos y enguantados dedos―, ¿son para evitar las mutantes hormigas cabezonas?
«No, son especiales para patear traseros de jefes engreídos e insolentes», imaginó Bella con diversión. La verdad, es que el desagradable comentario ni siquiera le molestó; era extraño, pero comenzaba a amoldarse a los petulantes gestos y comentarios de Edward Cullen.
―Señor Cullen… ―se lamentó, suspirando cansada y negó con la cabeza―. ¿Le extraña si le digo que no esperaba otro comentario de su parte?
Edward sonrió sin gracia.
―Créame Isabella, no es la primera niñera que me lo dice. ¿Vamos? ―Hizo un caballeroso ademán invitándola a ingresar al vehículo y esta vez, Bella entró en el sin dudar.
En cuanto Paul escuchó el sonido de la puerta trasera cerrar, puso en marcha su fuente de trabajo y con tranquilidad, comenzó a conducir en dirección de la residencia de Edward. En el asiento trasero, la electrizante tensión del principio, se había desvanecido. Bella, sin saber cómo ni por qué, había dejado caer su muro, muro que Edward, intentaba mantener en pie a duras penas.
Los pensamientos de Bella iban puestos en Marie Anne, comenzaba a prepararse para su primer encuentro. No sabía qué esperar de éste, ya que aunque le gustaban los niños, no había tenido mayores oportunidades para interactuar con ninguno.
Según lo que Alice le había contado, su sobrina era una niña adorable, alegre y muy inteligente, que le gustaba el ballet, los libros y como a la gran mayoría de las niñas el rosado y las princesas, imagen que contrastaba, con la que ella se había formado: una niña muy sola, con una madre muerta y un padre que de forma incompresible salía por la noches y alejaba al resto de la familia. ¿Era posible que coexistieran esas dos niñas en una sola?
Miro a través de la ventana, para darse cuenta que la limusina de nuevo se dirigía al sector de La Défense y se preguntó dónde viviría Edward, deseando que no fuera ahí, ya que aunque los enormes rascacielos le parecían bellos, pensaba que el moderno sector financiero de París, no era un lugar adecuado para criar a una niña.
Decidió no conjeturar nada, ni hacer juicios de valor antes de tener todas las pruebas frente a sus ojos, lo mejor era comenzar a enterarse de todos los detalles de la primera fuente.
―¿Señor Cullen? ―Lo llamó con voz dulce y se giró hacia él, que estaba impresionante en ese traje negro, con sus manos enguantadas cerradas en un apretado puño, apoyadas en cada una de sus largas piernas y con la vista al frente.
―¿Sí, Isabella? ―Edward la miró, para encontrase con unos ojos achocolatados cálidos y curiosos.
―Su hija…, Marie Anne ―mordió su labio inferior dudando si debía preguntar, pero su necesidad de saber a qué se enfrentaría la animó a continuar―: ¿Cómo se llevaba con su antigua niñera?
A Edward ―que estaba haciendo uso de todo su autocontrol, para no levantar la mano y soltar el rosado labio que, comenzaba a tornarse carmesí gracias a aquel gesto inocente y sensual―, casi se le salieron los ojos de las cuencas al escuchar la peligrosa pregunta y se removió incómodo, haciendo crujir el mullido asiento de cuero.
«¿Será que a Alice y a su gran bocaza se le escapó algo?», dedujo alarmado, frente a la repentina consulta.
Si así era, la única alternativa que le quedaba era mentir ―y no es que no supiera hacerlo, de hecho, era un maestro―, pero algo en su interior le decía que engañar de esa forma tan descarada a Isabella, que había demostrado ser una chica tan honesta, no era correcto; sin embargo, como bien dicen, la necesidad tiene cara de hereje y la de Edward, era imperiosa.
Silenció a su conciencia, que furiosa gritaba para que no mintiera y poniendo se mejor cara de póker, dijo―: ¡Excelente, la quería muchísimo! No imagina cuánto.
―Oh…―musitó Bella, afligida.
No es que deseara que Marie Anne se llevase mal con su antigua niñera, sino que vislumbraba que la tarea que se le avecinaba, no sería fácil.
Edward que de inmediato captó su miedo ―que por lo demás no era infundado, si recapitulaba cada una de las diabluras de Anne―, intentó animar su desazón, después de todo, sus descaradas mentiras eran las culpables. No quería aterrorizarla antes de tiempo, para eso estaba Anne y él, esperaba estar a miles de kilómetros de ellas cuando eso sucediera.
―No se preocupe, señorita Swan. Sé, que ustedes dos, también se llevarán muy bien ―aseveró con convicción para darle valor, a la vez que pensó, «si es que Anne no decide odiarla como a todas las otras, meter ranas bajo sus sábanas o convertir su ropa en queso gruyere».
―Eso espero…―deseó la muchacha, cuando la limusina dejaba el barrio de La Défense, y cruzaba el río Sena en dirección al este, hacia la acomodada comuna de Neuilly sur Senie.
―¿Le parece si le adelanto las condiciones de trabajo, para que esté familiarizada con ellas cuando las lea? ―propuso Edward, queriendo desviar su atención a terrenos menos pantanosos, que la traviesa de su hija.
―Me parece una buena idea...―aceptó encantada de ocupar su mente, en otra cosa que no fuese el inminente primer encuentro entre ella y Anne.
Edward y su aterciopelada voz, fueron relatando de forma simple los puntos que comprendía el contrato, mientras Bella lo escuchaba con atención; no quería perderse un segundo de la sensual cadencia del franchute acento, que en el señor Cullen, le comenzaba a parecer aún más seductor.
Tal como había dicho Alice, mejores condiciones laborales no iba a encontrar. Contaría con el tiempo necesario para dedicarse al ballet, incluso tendría libres los fines de semana, excepto cuando Edward estuviera de viaje, tal como era en esa ocasión. En resumen, el trabajo de niñera se reducía por la mañana antes de que Marie Anne se fuera al colegio, cuando ella volviera por las tardes y lo más importante por la noche, como ya había hecho mención su amiga.
Sin duda, aquella información, la llevó de nuevo a preguntarse, qué es lo que hacía Edward por las noches. Comenzó a trazar nuevas conjeturas, ideas que por cierto, no eran alentadoras.
«¿Será un fiestero?».
Mientras Edward, procedía a contarle cómo era Marie Anne, lo miró intentando descifrar al hombre que había detrás de ese aire formal, petulante y fiero. Sin duda, físicamente era demasiado perfecto, la belleza que poseía era casi inhumana, hasta el caótico cabello que llevaba la noche en que conocieron —que ahora estaba más corto y peinado con esmero— era perfecto.
El traje impecable, costosos gemelos de platino guindaban los puños de la camisa, las manos bellas y de uñas bien cuidadas, sus educados aspavientos —olvidando claro su insolente boca— y su prestigioso trabajo. Todo aquello para Bella implicaba disciplina y esa, era una materia que ella bien conocía. No, definitivamente, él no era un vividor.
—…no sé si está enterada —continuaba Edward con su relato—, pero los miércoles no hay clases debido a la reforma educacional, por lo Anne se queda en casa, pero no debe preocuparse si usted debe ir a sus ensayos o hacer sus cosas, ya que por las mañanas tiene clases de inglés y por la tarde de natación…
«¿Inglés? ¿Natación?», Bella repasó sorprendida, para sumar más cosas a la lista no menor, de cualidades que había comprendido poseía la niña, que era tan independiente al punto de bañarse sola. Por lo visto, todo lo que Alice le había contado era verídico y su sobrina, lo único que necesitaba era compañía.
No obstante, toda la información obtenida no revelaba aun, qué es lo que hacía Edward por las noches y por qué no era él, quién cuidaba de su hija.
«Si no es fiestero, quizá es… ¿mujeriego?», conjeturó cuando Edward procedía a informarle sobre las personas que trabajaban en la casa.
—Rachel, Rebecca y Claire son…
Los nombres de la cocinera, mucama y ama de llaves, quedaron en el aire cuando el teléfono de Edward, comenzó a sonar interrumpiendo su monólogo.
—Disculpe…—se excusó, con rapidez despojó su mano derecha del guante, sacó el teléfono del bolsillo interno de su chaqueta y contestó sin mirar el identificador—. ¿Sí?
Bella observó como las tranquilas facciones de Edward, se transformaron en unas furiosas. El ceño de pobladas y broncíneas cejas, ahora estaba fruncido y su mirada era letal, como si aborreciera a la persona que estaba por el otro lado del auricular.
—Creo que te expliqué bien claro, que no quiero que me llames —siseó sin ningún rastro de simpatía.
Su aterciopelada voz, se había convertido en una dura, filosa, el desdén iba impregnado en cada una de las sílabas, mucho más que en su primer desafortunado encuentro, al extremo, que Bella se encogió en el asiento y deseó nunca provocar la ira de Edward, para que jamás tuviera que hablarle de ese modo.
«¿Quién será que le provoca tanto odio?», se preguntó, no queriendo ser la persona que estaba por el otro lado de la línea.
—Y podemos seguir sin vernos un mes más… ―gruñó con los dientes apretados, volteándose hacia la ventana.
«¿Será una mujer?», especuló, queriendo desaparecer del espacio para no oír una discusión que le comenzaba a parecer demasiado íntima; pero era inevitable, no tenía escapatoria. No obstante, debía admitir —aunque no le gustase— que le intrigada saber el porqué, del cambio de ánimo tan abrupto del arquitecto.
—Jamás te he prometido nada…―Edward cortó el silencio con violencia, dejando escapar un cansado suspiro.
«¡Oh, es una mujer! —Concluyó Bella al escuchar la arrogante frase—. Y una que le exige».
La palabra «mujeriego», comenzó a hacer eco en sus pensamientos, pero estos no llegaron a edificarse ya que Edward, al parecer, cansando de escuchar a la persona por la otra línea de pronto cortó la comunicación, se volteó hacia Isabella y como si nada los hubiese interrumpido, preguntó—: ¿En qué estábamos?
Bella parpadeó unos segundos aturdida.
―En las personas que trabajan…—musitó, sin alcanzar a terminar la frase ya que el teléfono de Edward que de nuevo timbraba, no le permitió continuar.
«¡Cristo, maldita mujer!», Edward rugió en su interior, rememorando la enormidad de veces que le había dicho a Charlotte —una de sus cuantas conquistas sin importancia— que no lo buscara. Deslizó el dedo por la pantalla, para advertirle que de una vez por todas lo olvidara, pero no alcanzó a decir nada, ya que apenas puso el teléfono en su oreja, se escuchó:
—¡¿Quién demonios te crees para cortarme el teléfono, Edward Cullen?!
«¡Cielos, sí es una mujer y está furiosa! —Advirtió Bella—. ¿Será la novia?», pensamiento que de inmediato desechó, al escuchar la risa sarcástica de Edward.
—¿Quién me creo? —inquirió alzando una ceja, su voz destilaba perverso veneno—. Él único, por el que te mueres que te folle y ahora no lo tendrás nunca más. Adiós, Charlotte.
Después de soltar las palabras, Edward quiso pegarse un tiro, al reparar en el imperdonable error que había cometido. Dominado por la ira, se comportó delante de Bella, como el infeliz bastardo que acostumbraba ser con todas sus conquistas.
«¡Eres una bestia, Cullen! —Se reprendió mentalmente y frustrado jaló su bien peinado cabello, dejándolo apuntando en todas direcciones—. Maravillosa imagen tuya, le has dado».
—Señorita Swan… —se volteó hacia Bella balbuceando arrepentido—… yo, lo siento… yo…, no quise, yo…
Pero ya era tarde, las soeces palabras ya estaban dichas y las facciones de Bella eran un verdadero poema, una mezcla perfecta de lividez y furia.
—Señor Cullen…—dijo Bella, cerró los ojos, inspiró profundo, levantó una mano en señal de alto y negó con la cabeza—, no diga nada más, usted no me debe explicaciones.
—Pero…
—Por favor, no siga —lo cortó—. ¿En qué estábamos?
Edward la observó por unos segundos, que a ella le parecieron infinitos, evaluando si debía retomar la conversación u otra vez intentar disculparse, pero los castaños ojos que hace tan solo unos momentos lo miraban con dulzura, ahora lo desintegraban con la mirada, advirtiéndole que ni siquiera lo intentara. Finalmente, suspiró cansado y asintió.
―Como prefiera —dijo esperanzado en que el relato, ayudara a relajar la incómoda atmósfera que de nuevo se había instalado entre ellos—. Como decía —retomó—, Rachel, Rebecca y Claire…
Isabella, apoderada de un sentimiento que no conseguía descifrar, pero que se acercaba bastante a la desilusión, quiso continuar con la conversación para olvidar el embarazoso momento, pero lo cierto, es que le estaba costando una infinidad dejarlo pasar y le frustraba no entender el por qué.
En cierto sentido, aunque no se llevara bien con Edward y le encontrara un sinfín de defectos, lo admiraba; así había sido desde el primer momento que escuchó hablar de él y de cómo se debía a su pequeña hija. La habían invadido sentimientos de ternura y empatía, ligados directamente a su desprovista figura paterna y a sus ocultos deseos de haber tenido un buen padre.
Y en ese momento, mientras Edward proseguía llenándola de nueva información sobre personas que pronto conocería, tenía unos deseos furiosos de abofetear su bello rostro, por haber ultrajado su imagen de buen padre, reemplazándola por una de un asqueroso donjuán, aunque con obviedad, no estuviesen en lo más mínimo, una ligada a la otra.
«Ilusa, ¿qué esperabas? Es guapo, rico y soltero».
―…y por último, siempre se debe dirigir a mí, como señor Cullen. Debe entender que por mucho que sea amiga de mi hermana, yo no hago amistad, ni tengo familiaridad con mis empleados.
Esa petulante afirmación por parte de Edward, pareció despertarla de su catatónico estado de furia.
―Tampoco pensaba llamarlo de otra forma, yo tampoco acostumbro a entablar amistad con mis jefes —masculló cruzándose de brazos, volteó el rostro para mirar por la ventana y pensó, «maldito arrogante».
—¡Oh, veo que no le han comido la lengua los ratones!
―¿Qué? —preguntó Bella sin entender.
—Como tiene respuesta para todo y hace más de cinco minutos que no me discute nada. Debo confesar, que ya lo extrañaba.
«¡Mierda! ¿Qué diablos estoy diciendo?», se recriminó Edward, sintiéndose tan perdido después de su maleducado exabrupto, que ya no tenía control de sus palabras. Lamentablemente para él, sus impulsos eran más fuertes, era algo que ya no podía dominar por más que su conciencia frenética gritara, que no debía importarle en lo más mínimo lo que pensara Isabella Swan. De hecho, era mejor que lo aborreciera. Así sería mucho más fácil, no albergar ninguno de esos aterradores sentimientos que lo atacaban y que por lo visto, no lo abandonarían.
Bella bufó ante el comentario y volvió a mirar hacia afuera.
—Usted, ¿siempre ha sido así?
—Siempre —admitió ella sin mirarlo—. Aunque quizá ahora es conveniente para ambos, que omita mi comentario o más bien, lo que estoy pensando.
Aquel bien ponderado «idiota», vino a la mente de Edward.
―Y ¿señorita Swan?
―¿Sí?
―No olvide…―dijo acercando peligrosamente los labios a su oído―, que por ningún motivo debe volver a llamarme idiota.
—Idiota…—gruñó Bella en un susurro casi imperceptible e ignoró el delicioso estremecimiento, que la recorrió de los pies a la cabeza.
—¿Qué? ―inquirió Edward en tono molesto, solo por el placer de provocarla un poco más.
Cosa que logró.
Isabella, sin darse cuenta de que su odioso jefe continuaba en la misma posición, giró con rapidez y su rostro quedó a ínfimos centímetros del de él. Sus mejillas se arrebolaron y sus iracundos pensamientos parecieron desvanecerse, cuando el masculino perfume de Edward pareció embobar todos sus sentidos.
―Nada ―musitó, intentando encontrar la furia perdida.
Edward, clavó sus ojos en los rosados labios que lo retaban, luego en la respingada y aniñada nariz, y sin moverse un centímetro de su puesto dijo―: Pecosa…
―¿Qué? ―exigió Isabella, aun embriagada.
―Nada ―contestó Edward y sonriendo se volteó para mirar por la ventana.
Sí, por lo visto, esa sería una infantil pelea de nunca acabar.
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Hermosas calles flanqueadas de arboledas e imponentes propiedades comenzaron presentarse a los ojos de Bella, que sabía jamás dejaría de maravillarse por la preciosa arquitectura de Europa. Esta era la primera vez que visitaba el burgués barrio de Neuilly sur Seine, emplazado al oeste de la cuidad de París; de hecho, parecían coexistir como uno solo.
Atenta, iba absorbiendo cada detalle, los cuidados parques y sus arbustos cortados con figuras ornamentales, las lindas iglesias, aristocráticas casas y edificios, la tranquilidad de las calles que parecían detenidas en el tiempo. Su mal humor comenzó a desvanecerse, quedando atrás, junto a la turbulencia de la vívida ciudad y le fue inevitable sonreír; todo el entorno que la rodeaba era demasiado bello, como para no hacerlo.
—¿Le gustan las construcciones antiguas, Isabella? —curioseó Edward sin siquiera procesar la pregunta, esta solo escapó de su boca, al ver la preciosa sonrisa que se había formado en la labios de la muchacha, sumado a la brillantez de sus ojos que ambiciosos, parecían no querer perderse de nada de lo que contemplaban.
—Mucho…—admitió de inmediato y aun sin mirarlo; no había rastro de duda o falsedad en sus palabras.
Edward encantado por la coincidencia entre ambos, quiso contestar «a mí también» y tener una larga conversación sobre el tema, empero, guardó silencio. Sabía que si cruzaba la pequeña línea que los separaba, no habría vuelta atrás, tendría que aceptar lo evidente, que Isabella le gustaba mucho, pero mucho más de lo que lograba vislumbrar.
La limusina poco a poco fue bajando la velocidad a medida que avanzaba por una calle donde sus altos árboles —desprovistos de hojas—, formaban un irreal túnel, que por entremedio de sus ramas se colaban los tenues rayos del sol, hasta que de pronto, se detuvo frente a dos edificios de no más de cinco pisos y de estilo ecléctico de mediados del siglo XIX, entre medio de estos dos, se dejaba entre ver un angosto pasaje, cerrado por una romántica reja que en su redondeaba cúpula rezaba: Villa de L'Acacia.
El vehículo giró a la izquierda y la reja silenciosa se abrió por la mitad, dándoles la bienvenida.
—Hemos llegado —anunció Edward con tranquilidad, pero la verdad, es que iba nervioso. Nunca sabía qué esperar de las reacciones de Marie Anne y suplicaba porque estas, fueran favorables.
Bella asintió, no porque aún no quisiera hablarle, sino porque era lo único que se sintió capaz de hacer, ella también iba nerviosa. Su corazón palpitaba frenético dentro de su pecho, mientras el íntimo mundo de Edward Cullen, ese que él cuidaba con celo, comenzaba a develarse frente a sus ojos.
El aire se atascó en su garganta de la impresión, jamás imaginó que un lugar como ese existiese en plena cuidad y menos escondido, detrás de dos grandes edificios. Una blanca, lujosa y antigua vivienda se levantaba al final del callejón, vallada por completo por un cerco natural.
Una nueva verja tan o más romántica que la anterior, se deslizó con suavidad hacia la derecha escondiéndose en la silvestre muralla, para permitirles entrar a una adoquinada explanada, en la que en su parte central descansaba una fuente y detrás de esta, estaba la aristocrática casa de tres pisos y amplios ventanales que se vislumbraba del exterior, rodeada de un enorme y cuidado jardín, y de altos árboles.
«¡Que hermoso! ―reparó Bella, deslumbrada ante la majestuosidad que contemplaban sus ojos, sin embargo, le pareció una casa demasiado anticuada como elección de vivienda para un hombre joven, soltero y que con claridad andaba vestido a la última moda―. Debe ser porque es arquitecto», concluyó quedando conforme con eso, aunque en su interior deseó saber qué tipo de construcciones creaba Edward o más bien, por las cuales se apasionaba.
Por un minuto quiso ser Julia Roberts en «Todo por amor», claro está, no para que Edward estuviese enfermo de cáncer, si no que para que juntos salieran a pasear con por las calles de París y que él le fuera relatando cada una de las interesantes historias de cada uno de los monumentos y edificios que hay en la ciudad, aunque al suponer que se comportaría como un insoportable arrogante, al igual que el agonizante protagonista, desechó su oculto deseo.
Paul detuvo la limusina frente a la puerta de entrada, blanca y de hoja doble, emplazada bajo un grandioso pórtico, flanqueado por dos gruesas columnas, apagó el motor, esperó unos segundos para ver si Edward iba a continuar actuando de forma anormal, ayudando a descender a Bella del vehículo. Suspiró aliviado al no advertir movimiento de la parte de atrás y feliz saltó del asiento del conductor para cumplir con su trabajo.
Lo cierto es que Edward seguiría comportándose de forma extraña, solo que en ese preciso momento, estaba luchando para volver a ser el mismo hombre indiferente ante todos y todo, el mismo que no le importaba nada ni nadie y le estaba costando una eternidad hacerlo. Le era casi imposible comportarse así con ella y le frustraba en demasía saber el porqué; razón que no se atrevía ni siquiera a pensar. Isabella, poco a poco estaba arruinando su fría, perfecta, pero falsa imagen.
La puerta trasera se abrió, Edward descendió, se irguió en toda su altura y de inmediato ordenó—: Paul, después de que ayude a la señorita Swan, lleve sus cosas a la habitación contigua a la de Anne —pasó por su lado, dio dos grandes pasos, subió los tres escalones del pórtico y ahí se detuvo para esperar a Bella.
El chofer asintió y se dedicó a cumplir su labor.
Isabella aceptó la mano de Paul, quien amable le sonreía y bajó del vehículo, con los nervios a flor de piel, el momento de conocer a la niña estaba aquí y ya no había vuelta atrás. Caminó los pasos que la separaban del portal y a pesar de su estado de ansiedad, decidida subió los escalones para encontrase con Edward.
—Adelante, por favor… —dijo el joven con esa aterciopelada voz —que se colaba por su espina dorsal y se expandía por su piel logrando que hormiguearan todas sus terminaciones nerviosas— y con su mano derecha abrió la puerta e hizo un educado ademán, invitándola a pasar.
Y el mundo de Edward y Marie Anne, estuvo frente a sus ojos.
Un lujoso y albo recibidor le dio de la bienvenida. El techo alto, sus esquinas recubiertas por antiguas molduras, que le daba aires de palacio y de su centro colgaba una lámpara de lágrimas. El piso confeccionado como un tablero de ajedrez y pulido con esmero, dos sillas Luis XV descasaban a su derecha separadas por un arrimo, sobre el un jarrón de cristal decorado con lirios blancos y un espejo de pared de canto biselado. A su izquierda la estancia se abría en un elegante salón que por sus ventanas se dejaba entrever una amplia terraza desde la que supuso, podía acceder al impresionante jardín arbolado. Frente a ella un escalera de mármol blanco y de intrincada baranda de broce, llevaba a los pisos superiores y también al subterráneo.
Isabella estaba sin palabras, en su vida había estado en un casa tan hermosa, tanto, que le pareció estar inserta en un cuento de hadas, solo faltaba la princesa que con su amplio y vaporoso vestido lleno de tul y faldones, apareciera como una hermosa deidad bajando la principesca escalera y, a decir verdad, no estaba tan lejos de la realidad, porque cuando menos lo esperaba apareció una…
—¡Papi! —gritó llena de felicidad, bajando como un torbellino la escalera, pero como si hubiese chocado contra un muro de concreto se detuvo a mitad de esta, cuando sus ojos se encontraron con su nueva niñera.
Si Bella creyó alguna vez haber visto niñas bonitas, la pequeña criaturita que con una mirada curiosa la contemplaba era una belleza. Traía su pelo largo y dorado peinado en dos alocadas coletas, una más arriba que la otra, anudadas con múltiples listones de colores y algunos mechones rebeldes caían por su frente. Vestida con unos pantalones escoceses negro con rosa y un suéter rosa a juego, claramente de diseñador y zapatos de charol. Encima de su atuendo llevaba un tutú lila y de su espalda sobresalían escarchadas alas de hada. Sus manitos y su bello rostro recubiertos de multicolor brillantina y lo más impactante, sus ojos, idénticos a los de Edward. De hecho, toda ella le pareció idéntica a su padre, pero con los rasgos delicados y femeninos.
Edward, al ver que su hija estaba taladrando a Bella con la mirada y no se movía, se tensó y de inmediato elevó una silenciosa plegaria al cielo, para que la pequeña malhechora no estuviese tramando ninguna fechoría. Decidió que era el momento de intervenir, pero guardó silencio al ver que Anne bajaba un nuevo escalón y ahora tenía sus verdes ojos sobre él, luego repitió la acción, la vista de vuelta sobre Isabella y sonrió.
Una enorme y genuina sonrisa se había desplegado en sus rosados labios, ese simple gesto lo relajó, dio un paso hacia su hija y la llamó con suavidad—: Marie Anne, ven aquí para que conozcas a…—pero no alcanzó a terminar la frase, ya que la pequeña, como siempre sorprendiéndolo, reaccionó como menos esperaba...
—¡¿Belle?! —exclamó la niña, saliendo de su estado de estupor llevando sus dos manitos a su rostro, en un gesto de la más pura incredulidad.
—¡¿Qué?! —dijeron al unísono ambos adultos, sin comprender porque Anne, llamaba a Isabella por su nombre en francés.
—¡Belle! —canturreó de nuevo desbordante de felicidad y bajó corriendo los escalones que le quedaban para llegar al rellano de la escalera.
Cuando sus pies estuvieron firmes en el piso saltó a los brazos de Bella, quien la recibió estupefacta, sin entender qué rayos estaba pasando.
Si los adultos tuvieran la dicha de conservar una pisca de la imaginación que tiene un niño, de inmediato hubiesen entendido, la inocente y tierna asociación que hizo Anne, en cuanto vio a Isabella: joven, de facciones bonitas y suaves, nariz respingada, ojos y cabellos marrones. ¡Era idéntica a Bella de «La bella y la Bestia»! y fue imposible para ella, no hacer la conexión.
―Anne…―susurró Edward y tomó una de las pequeñas manos de su hija, para intentar separarla de su nueva niñera, asustado de que ella, gracias al insólita reacción de niña, saliera arrancando o en el peor de los casos, detrás de ese inesperado abrazo, hubiese una nueva diablura de Anne; de hecho, una peluda araña descansando sobre la cabeza de Bella, es lo que venía a su mente.
El problema de Edward ―que estaba a punto de que le diera una apoplejía, dando por hecho que se quedaría sin niñera― es que estaba acostumbrado a que Anne, siempre tuviera reacciones desfavorables con todas las mujeres que habían pasado por la casa, por ende, era incapaz de ver la adoración plasmada en los ojos de su hija, así como también lo era para ver que Bella, ya recuperada de la impresión, le regalaba a Anne una linda sonrisa.
―Déjela, señor Cullen. No me molesta ―dijo con voz dulce, sin romper el contacto visual con Marie Anne. Enternecida por la súbita muestra de cariño, jugueteó con una de sus largas coletas llena de listones ―que era evidente que se las había hecho ella―, y aun sonriéndole la saludó―: Hola.
―Hola ―respondió la niña, mirándola con ojos anhelantes y llenos de curiosidad―. ¿Tú serás mi nueva niñera?
A Bella se le escapó una carcajada por la pregunta sin anestesia. «Tiene a quien salir, aunque ella… es tierna ―reconsideró, comparándola con Edward―. Solo espero no tenga la boca del padre».
Edward seguía al borde del surmenage ysin comprender nada, solo buscaba con los ojos la araña peluda que imaginaba, estaba en alguna parte del largo cabello de Isabella.
―Sí ―admitió la bailarina separándose del pequeño cuerpo, notando que era una niña alta para la edad y le extendió su mano a modo de presentación―. Soy Isabella, mucho gusto en conocerte, Marie Anne.
―¡Papi, es igualita a Belle! ―chilló la pequeña tomando la mano de Isabella y dando saltitos de felicidad.
Ahí fue cuando Edward comprendió todo y suspiró con alivio, ya que por el momento, estaba seguro que no tendría que preocuparse por arácnidos problemas. Anne, fuera de todo pronóstico, estaba encantada con la señorita Swan.
Observando la interacción de ambas, rogó porque la adoración de su hija, no fuese momentánea, en un par de ocasiones pasó lo mismo y al día siguiente todo fue un desastre; aunque a favor de la nueva relación, ninguna de las anteriores niñeras tuvo el honor, que la compararan con una princesa y más aún si ésta, era su favorita.
Bella que aún continuaba sin entender, miró a Edward en busca de una explicación.
―Anne cree que usted, se parece a la princesa de «La bella y la Bestia».
―¡Oh! ―exclamó la muchacha sin saber si debía sentirse alagada―. Bueno, mis amigos me dicen Bella, que es lo mismo que Belle, pero en italiano. Si tú quieres, también puedes llamarme así.
―¡Genial! ―celebró Anne, desbordante de felicidad―. ¡Belle, es mi princesa favorita en todo el mundo! ―Luego, curiosa preguntó―: ¿Cuál es la tuya?
«¡Mierda, por favor mátenme! ―suplicó Edward, odiando como siempre, el tema de las princesas y deseó que se lo tragara la tierra―. Que no se le escape que me encuentra parecido a la jodida Bestia».
―Mmm…―Bella reflexionó unos segundos―. Rapunzel.
―¿Por qué?
Bella escondió su sonrisa.
―Por los buenos sartenazos que le dio al engreído de Eugene ―aseguró maliciosa mirando a cierto engreído que la miraba entrecerrando los ojos y presenciaba la conversación, tenso como una cuerda de violín.
―¡Oh! ―Anne se rio tapando su boca con las manos.
―¡Señorita Swan! ―gruñó Edward.
―¿Qué? ―Bella puso su mejor cara de ángel.
―No le enseñe violencia a mi hija.
Anne volvió a reír entretenida, Bella ignoró a Edward y él masculló por lo bajo—: Amiga de mi hermana tenía que ser.
―A mi gusta Belle ―continuó Anne―, porque es linda, buena, porque le gusta leer y porque quiere mucho a la Bestia, que es…
―¡Anne! ―Saltó Edward como gato poniendo sus grandes manos en los hombros de su hija―. ¿Le mostramos la casa a la señorita Swan? ―sugirió sonriendo, pero con los dientes apretados y la empujó con suavidad para que todos comenzaran a recorrer la vivienda.
―¡Sí! ―Inocente, aceptó la pequeña, ajena a las reales intenciones de Edward, quien no quería exponer su vulnerabilidad frente a Bella.
―La señorita Swan —Edward se dirigió a Anne, mientras entraban al elegante salón—, es proveniente de los Estados Unidos. ¿Le damos la bienvenida a nuestra casa en inglés y le prometes ser una niña buena?
El arquitecto a toda costa quería asegurarse que Anne, no volviera a tocar el tema de las princesas, para que el vergonzoso asunto de «La Bestia» no saliera a relucir y los argumentos del inexplicable parecido con él conllevaban. Para Bella, la petición de Edward, fue la típica demostración de un papá orgulloso que les pide a sus hijos hacer gala de sus talentos para deslumbrar a los invitados, aunque en su interior, agradeció el gesto.
Por supuesto que Anne —que iba delante de ellos dando saltitos de felicidad, que hacían rebotar sus coletas y las alas de hada—, sabía que las intenciones de Edward estaban muy alejadas de eso y, comprendió a la perfección, la pequeña amenaza que iba implícita en la educada petición: «No más tortura a la niñera».
La pequeña de inmediato detuvo su juguetón andar, enfrentó a Isabella y con una sonrisa adorable plasmada en sus labios dijo—: Bella, welcome to our home. I'm going to be a very good girl. I promese.¹
―Oh, congratulations! Very good pronunciation!² ―contestó Bella impresionada y aplaudió derretida, para el delicioso acento francés que apenas se colaba en cada frase―. Thank you, I'm very pleased to be here with you, as well.³
—Perfecto —dijo Edward con su acostumbrada máscara de frialdad y continuó cómo si nada hubiese pasado frente a sus ojos, pero la verdad, es que al escuchar hablar a su hija estaba tan o más derretido Bella.
Como siempre, se recriminó no permitirse ser más cariñoso con su hija. Reproches que también aparecieron en los pensamientos de Bella, que de inmediato se dio cuenta que Edward no había tenido reacción alguna, para las extraordinarias habilidades de hija.
«¿También será un idiota con la pequeña?», se preguntó mientras pasaban del salón al comedor.
Edward y Anne continuaron con el pequeño tour, por la primera planta. Isabella conoció a las tres mujeres que trabajaban en la casa, quienes le dieron la bienvenida con una amable sonrisa, aunque en verdad todas se extrañaron de que su jefe haya vuelto a contratar una niñera tan joven y se preguntaron, cuánto duraría Isabella hasta que Anne la hiciera salir corriendo despavorida por la puerta de la casa; al igual que a todas las anteriores.
Una vez terminado el mini recorrido, Edward y Bella dejaron a Anne entretenida observando como cocinaba Rachel y ellos, se encerraron en el despacho a conversar sobre el contrato.
—…como le dije con anterioridad —insistió Edward, mientras Bella leía el documento sentada en una de las cómodas sillas frente al escritorio—, no hay problema en que ocupe cualquier instalación de la casa, por supuesto que en ese amplio espectro, no entra mi habitación.
—¡Señor Cullen!
―¿Qué?
—¿En verdad es necesario que se lo diga? —Negó con la cabeza y suspiró cansada, sin despegar los ojos del documento.
—Absolutamente.
—No sea engreído, tengo novio, no interesa en lo más mínimo hacer una visita a su habitación. Ahora si las otras niñeras la hicieron, fue porque ellas eran unas desvergonzadas y ese es su problema, no el mío —lo regañó sin mirarlo y pasó a la segunda hoja del documento, que hasta el minuto iba al pie de la letra con lo que él, ya le había explicado.
Edward, rio.
—Isabella, yo solo lo decía porque quizá es curiosa, la casa es grande y entiendo que quiera salir a explorar por ahí.
«Idiota, idiota, idiota. ¡Cómo le gusta jugar conmigo!», Bella sintió que hervía de rabia, pero lo ignoró, continuó o mejor dicho intentó, concentrarse en los últimos puntos del escrito.
—Mi habitación es la última puerta del pasillo en el tercer piso, solo para que lo sepa…—le informó con el tono más inocente que le había escuchado en toda la mañana, pero detrás de esa aterciopelada cadencia, Isabella estaba segura que iba escondida una sonrisa.
Furiosa levantó el rostro y lo aniquiló con la mirada.
―¿Todo bien con el contrato? ―Él se apresuró en preguntar.
—Todo bien.
Edward rodeó el gran escritorio de caoba, llegó hasta Bella, se sentó sobre la cubierta con sus largas piernas descansando estiradas hacia adelante, cruzó los tobillos y, una de sus grandes y níveas manos, apareció frente a ella ofreciéndole una elegante pluma. En su semblante, la sexy y presumida sonrisa que lo caracterizaba.
—Entonces, señorita Swan… Usted y yo, ¿hacemos negocios?
«¡Oh, Dios! Maldito hombre insoportable y hermoso», pensó malhumorada y se recriminó por deslumbrarse como una tonta ante su inhumana belleza.
—Hacemos —accedió Bella y, sin pensarlo mucho más o antes de que se arrepintiera, aceptó el lápiz que él le ofrecía y estampó su firma al final de la hoja.
—Bien —Edward se puso de pie, tomó el contrato y la pluma de las manos de Bella, los dejó sobre el escritorio y ordenó—: Vamos.
Bella se levantó de la silla comprendiendo que había llegado el momento de salir del despacho y comenzar a cumplir sus funciones.
—Recuerde —dijo Edward mientras se encaminaban hacia la puerta—, que no necesita estar pidiéndome permiso para nada, excepto con todo a lo que respecta a Marie Anne, no tengo tiempo para encargarme de preocupaciones pueriles. Claire es quien maneja esta casa a la perfección, si necesita algo, no dude en pedírselo a ella.
—Entiendo.
—Y por último…—Edward se detuvo antes de abrir la puerta, ambos jóvenes quedaron frente a frente—. Mientras yo esté de viaje o mejor dicho, no importa si estoy o no estoy, usted nunca debe dejar a solas a Marie Anne con mi madre, y cuando digo nunca es: ¡Nunca! —advirtió desbordando fastidio—. Si Esme quiere verla, debe venir hasta aquí cuando usted esté presente. Ella bien sabe que tampoco apruebo que la lleve de paseo, así que no permita que ella la engañe con su «amorosa» labia, ya que le garantizo que intentará hacerlo; en el vocabulario de mi madre no existe la palabra no y usted, al ser nueva, creerá que es un blanco fácil. Lo que ella ignora es que usted señorita Swan, es la mujer más tozuda y contestadora que he visto, así que estoy seguro que se las arreglará bastante bien.
Bella frunció el ceño confundida y deliberando, si tomar aquello de la mujer tozuda y contestadora, como un cumplido o como una ofensa.
―La única persona autorizada para salir con mi hija ―continuó Edward con su tenso relato―, es Alice y por razones obvias, ahora también es usted. Tengo mi confianza depositaba en usted Isabella, espero no me decepcione.
―No lo haré ―prometió pasmada, entendiendo que las palabras de Edward no eran una simple advertencia.
En cada una de las sílabas pronunciadas iba escondida una historia, una que gracias a la vehemencia del postulado, Bella supo que no era alegre, tampoco fácil; había sufrimiento y a juicio de las atormentadas facciones del arquitecto, su dolor aún no sanaba.
Edward abrió la puerta, la dejó pasar, para luego cerrarla tras de sí.
―Bueno…, por el minuto, eso es todo...
No sabía qué más decir, cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y cuando iba a abrir la boca, apareció Claire, para salvarlo de cualquier tontería que estaba a punto de pronunciar.
—Señor Cullen —saludó haciendo una pequeña reverencia—. ¿Se queda usted a almorzar?
―No, gracias. Debo volver a la oficina para dejar todo en orden, antes de partir. Nos vemos en la tarde… —se dio la media vuelta y a grandes zancadas se alejó, para desaparecer por la puerta de entrada.
Bella, aturdida por la violenta reacción, caminó hacia una de las ventanas frontales de la casa esperando ver a Edward, montarse con la elegancia que lo caracterizaba dentro de la limusina, pero sus ojos solo se encontraron con la fastuosa fuente. Se preguntó dónde se había esfumado su bipolar jefe, hasta que un Volvo plateado, como un rayo, rompió el silencio del tranquilo espacio, para esfumarse como un bólido, una vez que estuvo la reja abierta.
—¿Qué hago si viene el padre? ―Bella musitó para sí, dándose cuenta que esa pregunta —por culpa de la inquietante información— se le había quedado en el tintero.
La respuesta vino de quién menos lo esperaba.
—El padre, no le da problemas ―dijo Claire, que silenciosa la acompañó hasta la ventana.
Nota del Autor:
(1)Bella, welcome to our home. I'm going to be a very good girl with you. I promese: Bella bienvenida a nuestra casa. Voy a ser una niña muy buena contigo. Lo prometo.
(2)Oh, congratulations! Very good pronunciation!: ¡Felicitaciones! ¡Excelente pronunciación!
(3)Thank you, I'm very pleased to be here with you, as well: Gracias, estoy encantada de estar aquí.
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¡Hola mis hermosas! Aquí finalmente el primer encuentro entre Bella y Anne, ¿qué les ha parecido? Pues yo encuentro a Anne adorable, aunque viene muy de cerca la apreciación. ¿Opiniones? ¿Comentarios? ¿Reclamos? Yo como siempre impaciente, esperando leer sus lindas palabras que siempre me sacan sonrisas.
Como siempre millones de gracias por el apoyo, por sus lindos comentarios, para las lectoras silenciosas, para las chicas que me han agregado como historia y autora favorita. Muchos besos para ustedes.
¡Hasta la próxima!
Sol
