Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
La historia es mía y está protegida por Safecreative.
Está prohibida su publicación en otra página y también su adaptación.
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Canciones del capítulo
"Everything has changed" - Taylor Swift ft Ed Sheeran
"Beauty and the Beast" - Piano Cover
"Tous les visages de l'amour" - Charles Aznavour
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Capítulo 8: Todo ha cambiado. Parte 4.
Cuando Bella ingresó por primera vez a su habitación, sintió que se había transportado al menos cien años en el tiempo, dormir ahí sería como estar inmersa en un constante y novelesco sueño, un entorno completamente distinto a su austero cuarto de la residencia universitaria.
El piso era de reluciente y vitrificado parquet compuesto de hexagonales figuras, las murallas parecían estar cubiertas de un elegante brocado color crema, sus dibujos briscados bordados en hilo de oro, incluso la puerta que llevaba al baño y al vestidor, estaban empapeladas del mismo modo, dándole aire de pasadizo secreto. Pesadas cortinas, también de color crema, vestían los ventanales con vista al arbolado jardín, en el centro una cama con dosel ―con sus respectivas mesas de noche― de proporciones enormes, tallada en una elegante madera, sus ropajes blancos, llenos de vuelos y encajes, frente a esta, un bello tocador de la misma madera, su sillín tapizado con el mismo diseño de los muros. Un pequeño living de tapiz floreado descansaba junto a las ventanas.
El baño era de otro mundo, también conservaba su línea de antaño, pero se notaba que estaba refaccionado. El piso de tablero de ajedrez, los servicios blancos y de plateada grifería, en el medio de este descansaba una enorme y alba bañera, con sus pies de garras, un espejo de muro a muro y de techo a piso engalanaba una de las murallas.
Isabella, tuvo que contener las ganas de gritar y saltar como adolescente arriba de la alta cama.
―Zafrina, dormía en la habitación de enfrente ―dijo Anne sentada en la orilla de la cama, balanceando sus pies de atrás hacia a delante, observando como su nueva niñera desempacaba las maletas.
Después de que Edward desapareciera de manera tan impulsiva y Claire, le brindara aquella confidencia no requerida —y que todavía no comprendía por qué lo diría—, Anne y Paul, aparecieron para salvar a Bella de la incómoda situación. La primera, para invitarla a almorzar y el segundo, para comunicarle que sus pertenecías ya estaban en la habitación que le asignó Edward.
Así fue como Isabella sin saber cómo tomárselo y mucho menos qué contestar a «el padre no le da problemas», aceptó sin dudar la invitación de Anne y se fue junto a ella al comedor de diario, ubicado en la habitación continua a la cocina. Mientras degustaron una deliciosa comida, la pequeña parlanchina, la fue llenando de nueva información como que Paul llevó su equipaje por la escalera de servicio y que los empleados de la casa, que insistían en llamarla «señorita» —y aquello comenzaba a superarla—, vivían en la residencia ubicada a un costado de la propiedad.
Más tarde, guiada por Marie Anne y su alegre andar —aun con las alas de hada puestas—, le llevó escaleras arriba hasta la segunda planta, para mostrarle cuál era su habitación.
―Olía ―agregó arrugando su diminuta nariz―. Tú hueles delicioso, como a pastel de fresas.
Bella no pudo evitar reír por la cruda sinceridad y por el tierno símil que había encontrado para describir su suave perfume Miss Dior; regalo hecho por Renée en su pasado cumpleaños.
Fue en ese momento y aquel «olía», cuando Isabella se dio cuenta que quizá Edward había mentido y, Anne y su antigua niñera, no se llevaban de «maravilla» tal como él dijo. Aunque el olor de la mujer, no estaba ligado de forma directamente proporcional, a que entre ellas no existiese una relación cordial.
«¿O sí?», se preguntó desdoblando su ropa, que a pesar del corto viaje, se arrugó como si la hubiese atacado un huracán.
Quiso preguntarle la verdad, pero no le pareció justo ni ético interrogar a una niña tan adorable, en vez de eso, prefirió contestar con una sonrisa y un «gracias» para el lindo cumplido; además, algo le decía que se enteraría tarde o temprano.
Anne se bajó de un salto de la cama, se ubicó junto a Bella y a la torre de ropa que comenzaba a acumularse encima de esta y mirándola con aquellos ojos verdes idénticos a los de su padre, le preguntó—: ¿Te ayudo?
A Bella se le derritió el corazón.
Los ojos de Anne eran brillantes, hermosos, cándidos y amables, como creyó ver esa mañana en Edward, cuando él mismo —en un arrebato que no comprendió y aun no lo hacía—, se ofreció para ayudarle con sus cosas.
Fue inevitable, Isabella la apresó en sus brazos, besó el tope de su cabeza y jugueteó con una de sus largas coletas, cuando la soltó aceptó diciendo—: Solo con la ropa más liviana.
Y así comenzaron a conocerse, mientras trasladaban el vestuario al vestidor.
—Tu nombre es lindo —comentó Anne dejando un suéter en uno de los estantes.
—Gracias, el tuyo también lo es.
Bella estaba terminando de colgar los abrigos, solo le quedaba ordenar el gran bolso con los zapatos.
—¿Quién te lo puso? —Cada palabra de la pequeña, iba impregnada de la más ingenua curiosidad.
Bella calló evaluando qué responder.
Esa conversación, ni en sus más locos pensamientos la había previsto y ahora no sabía qué debía contestar. ¿Cómo hablas con una niña que no tiene madre de tu madre? Alice, tampoco le advirtió al respecto. Finalmente decidió que fuera la situación que fuera, siempre era mejor la sinceridad, entonces como si estuviese hablando del tiempo, para no darle más importancia de la que tenía, dijo—: Mi mamá.
—El mío, me lo puso mi papi —informó Anne con una gran sonrisa—. Así se llamaba su abuela.
La bailarina suspiró aliviada, al ver que no le dio importancia al tema.
—Oh, a mí también me pusieron el nombre de mi abuela —confesó Bella, la enfrentó y puso sus rostros a la misma altura—. De hecho tú y yo —juguetona le tocó con el dedo índice, la punta de la nariz—, tenemos el mismo nombre.
—¿En serio? —Los ojos de Anne se abrieron enormes, fascinada de tener algo en común con su nueva niñera, que se asemejaba a su princesa favorita.
—Sí —confirmó Bella—. Mi abuela se llamaba Marie, así que mi mamá me nombró, Isabella Marie.
—¡Genial! —Anne dio saltitos de felicidad, que hicieron rebotar las alas de hada—. Esta era su casa.
Bella frunció el ceño sin comprender qué es lo que Anne quiso decir, por lo que aventuró—: ¿De la abuela de tu papi?
—Sí.
«¡Oh, es un herencia!», concluyó, comprendiendo la opulencia y antigüedad de la casa, como elección de vivienda para un hombre tan joven.
―Antes vivíamos en otra parte, aunque como era pequeña, no lo recuerdo muy bien…
Bella rio divertida ante el comentario que le sonó demasiado adulto, se agachó para abrir el bolso y comenzó a sacar los zapatos del interior.
—¡¿Eres bailarina?! —exclamó Anne, emocionada de ver varios pares de zapatillas de ballet.
Bella la miró confundida y preguntó—: Edward, ¿no te dijo que lo soy?
La niña negó con frenesí, haciendo que sus coletas y listones volaran de lado a lado.
—Solo que eres amiga de tía Alice.
—Ya veo —musitó ordenando el calzado en la parte baja del closet, preguntándose por qué Edward, habría omitido ese detalle.
—¡Yo también, lo soy! —Le contó Anne, que ya no cabía en felicidad de tener otra coincidencia con «Belle»—. Aunque cuando más grande, quiero ser arquitecto como mi papi, hacer grandes casas —agregó alargando la «a» de grandes y ejemplificándolo con sus manitos— y lindos edificios.
A Bella de nuevo se le derritió el corazón. ¿Había algo más bello en este mundo que un niño admirara a su padre? ¿Qué sus infantiles sueños estuviesen identificados con su ídolo?
«Si Charlie no fuese un desgraciado, tal vez yo, hubiese querido ser policía», reflexionó con pesar y una odiosa punzada de dolor, se alojó en su pecho.
Dolor que rápido se esfumó con el sonido del teléfono, música que le indicaba que Riley era la persona que llamaba. Con Anne pisándole los talones, se adentró hacia el dormitorio y buscó el aparato en alguna parte dentro de su cartera; cuando por fin lo encontró, este dejó de sonar.
Gruñó de frustración al reparar en que era la tercera vez que Riley la llamaba, y también porque tenía siete llamadas perdidas de Jacob, cinco de Alice y una de Demetri.
—Cotillas —masculló media entretenida y media cabreada, no podía comprender cómo no se podían aguantar sin saber el chisme; por lo demás, si tanto querían enterarse de cómo le había ido, Alice podía llamar a Edward.
Pensó en Jacob e inmediatamente se lo imaginó contándoles con lujo y detalle, su fortuito encuentro de hace unas horas y de todo lo inhumanamente sexy, que podía llegar a ser «Ojos verdes». Sonrió al recordar a Edward y lo furioso que se puso, cuando Jake lo llamó así; aunque también se inquietó. ¿Qué estaría pensando Riley de esa «florida» forma de describir a su jefe? Esperaba que nada malo, aunque tenía una certeza. Riley era un chico prudente y era demasiado extraño, que ya la hubiese llamado tres veces.
Decidió calmarlo mandándole un mensaje.
B: Me ha ido fantástico, ahora no puedo hablar, te llamaré cuando esté sola… Besos.
No alcanzó a guardar el teléfono cuando su novio contestó:
R: Me alegro preciosa, estoy contando las horas para hablar contigo, ha sido un largo día sin ti. Te extraño, mañana te voy a cobrar todos los besos que no me diste hoy.
Bella sonrió algo azorada.
—¿Era tu novio? —Una curiosa Anne, explotó su burbuja multicolor.
—Sí. ¿Por qué lo preguntas? —Bella quiso saber, por qué era tan evidente.
—Porque suspiraste y sonreíste igualito que lo hace tía Alice, cuando la llama Jasper.
—Oh…—musitó la bailarina, meditando si es que ella estaba igual de enamorada de Riley, como lo estaba Alice de Jasper.
No obtuvo respuesta y no supo cómo sentirse frente a ello.
—Bella, ¿te quieres bañar conmigo en la piscina?
—¿Piscina? —cuestionó sin comprender a qué se refería y aun contrariada por sus indeterminados sentimientos.
—¡Sí, está en el subterráneo!
Anne salió de la habitación llena de felicidad a ponerse el traje de baño y pensando que, con urgencia, tenía que hacer otra invitación para su próximo recital de ballet; mientras Bella, encantada cambió su ropa por un bikini blanco, confiada en que el agua tibia, le ayudaría a relajar sus músculos y la tensión acumulada durante el día. No había sido una mañana fácil, además de ser una de grandes impresiones y confesiones.
Cuando entró a la oficina de Edward Cullen, jamás imaginó —ni en sus más remotos pensamientos— que se encontraría con el guapo e insolente hombre con el que discutió la noche del estreno del Cascanueces, mucho menos vislumbró la extraña jugada que le haría el destino, convirtiendo al insoportable individuo en su jefe y para sumar rarezas, vivía bajo su techo.
Edward, como la oscura noche, poderosa y misteriosa, la había envuelto en su enigmático mundo lleno de secretos escondidos y de fantasmas no enterrados, la hizo partícipe de su engreída fragilidad y sin saber cómo, ni por qué, también quiso ser parte; quería revelar el enigma, quería saberlo todo.
Era un sentimiento inquietante, que ya no podía eludir. Principalmente al darse cuenta que al cerrar la puerta de su habitación, para ir en busca de Anne, en su mente aun rondaba: «El padre no le da problemas».
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Tres horas más tarde, en el piso cuarenta y cinco de la Torre First, Edward contemplaba el mundo a través del enorme ventanal de su oficina. El crepúsculo sobre París era gris, tormentoso, así como también lo eran sus pensamientos. Su posición desgarbada, las mangas de la camisa arremangadas, el nudo de la corbata aflojado, las manos en los bolsillos y su mirada perdida en los tenues y anaranjados rayos de luz, que caprichosos se colaban a través de las espesas nubes.
Todo estaba listo para su viaje a Las Vegas, aunque le faltaba hacer su equipaje y lo más importante, estar listo él; y para aquel punto, no podía estar más alejado. Sería profesional como siempre lo era, no dejaría mal su nombre ni el de la constructora, pero ninguno de esos cometidos, tenían que ver con lo que deseaba hacer; únicamente había aceptado, para no defraudar a Garrett.
Desde que se enteró de la existencia del proyecto, supo que no quería hacerse cargo, no deseaba participar en la construcción de un lujoso casino, mucho menos tener que estar viajando constantemente a la ciudad del pecado y dejar sola a Marie Anne, por tiempo prolongado. No obstante, esa mañana, con la inesperada aparición de la hermosa e insolente pecosa de sus sueños, todo cambió.
Primero, deseó con todas sus fuerzas desaparecer de la faz de la tierra, arrancar lejos para no estar frente a ella; posteriormente, a medida que avanzaba el día, Las Vegas se le antojo un buen sitio para esconderse y aplacar sus angustias. Y por último, de nuevo deseaba quedarse… La necesidad era imperiosa y estaba aterrorizado de admitir que sabía el por qué.
Era una locura, una completa y absoluta locura, que ya no podía renegar.
En la tranquilidad de su despacho, sus sentimientos adquirieron claridad al darse cuenta con terror, que fue así como se enamoró de la madre de Marie Anne; Lili se convirtió en todo para él en cuanto puso sus ojos en ella y así mismo, le estaba pasando con Isabella Swan.
¿Era esta coincidencia, una mala jugada del destino o se le presentaba una segunda oportunidad para volver a amar? ¿Era posible enamorarse dos veces con tal intensidad o solo había un amor verdadero para toda la vida? O siquiera, ¿era cierta la estúpida quimera del amor a primera vista? Peligrosa ilusión para la cual, evidentemente hace muchos años, cayó rendido.
¿Cómo calificar las complicadas emociones que le provocaba la bailarina?
«Ahora, solo soy un enfermo obsesivo —se reprendió mentalmente, apoyó la frente en el frío cristal y cerró los ojos—. ¡La llevo dibujando una y otra vez, por más de dos semanas!».
De hecho, Edward cerraba los ojos y tras sus párpados aparecía el rostro de Isabella: sus lindas facciones, su nariz pecosa y respingada, los ojos achocolatados y sinceros, su talentoso danzar. Suspiró derrotado, hace casi siete años había dejado de retratar rostros… Las primeras veces lo hizo por entretención o por el mero placer de disfrutar de su talento; las siguientes por amor y las últimas, por la más cruda necesidad…
—Se dignó a aparecer el señor «arquitecto»… O tal vez debería decir, ¿el insignificante niño de los mandados? —La delgada figura estaba resguardada por la penumbra de la habitación y sus palabras iban impregnadas de aborrecimiento y sarcasmo—. ¡¿Crees que con esa miseria que te pagan los turistas en Montmartre, podrás mantener a tu hija?!
Edward se estremeció.
Sus tristes memorias seguían tan vívidas, que hasta le pareció escuchar su risa escalofriante y el llanto a todo pulmón de Marie Anne, amortiguado detrás de la puerta
—Hice lo que pude…—le murmuró al recuerdo, como si este le pudiese oír y frustrado golpeó el grueso vidrio con un puño—. Sabes que hice lo que pude, lo que pude…
Abrió sus ojos y los clavó en la lontananza, sus verdes esmeraldas escocieron al contener sus lágrimas y así mismo lo hizo su garganta. No podía volver a sufrir. No, no podía. Pero la realidad era que había vuelto a retratar y dejado de hacerlo, el día en que sintió que su corazón moría para siempre.
¿Sería una señal? ¿Era hora de enterrar los recuerdos y dejar ir el dolor? ¿Existía alguna posibilidad que pudiese olvidar tanto abandono, tanta desolación? ¿Ser feliz? Y lo más difícil… ¿Había llegado el momento de olvidar a Lili?
―Lili…―Edward musitó el nombre de su primer amor como si fuese su último aliento y sin percatarse que en aquel mortecino suspiro, había tomado una decisión…
Aunque para ello, pasaría algún tiempo.
Se giró sobre sus talones, a grandes pasos se acercó al escritorio, cogió su chaqueta y abrigo —que descansaban en el respaldo de la blanca butaca—, se arropó, tomó las llaves del auto y billetera, la guardó en el bolsillo interno del abrigo —junto a su encendedor y los cigarrillos— y se dirigió hacia la salida. Antes de llegar a la puerta, al paso cogió el maletín y el portaplanos, que colgó en su hombro derecho; era prudente volver a casa, debía pasar las últimas horas que le quedaban en París, junto a Marie Anne.
Al cerrar la puerta se despidió de Emily, le dio las últimas instrucciones, ella le deseó buen viaje y, en su felino y habitual andar, caminó por los pasillos de Vulturi Construction en dirección a los elevadores.
—¡Buen viaje, señor Cullen! —dijeron al unísono la gemela número y la número dos, cuando vieron aparecer su alta figura en la recepción.
Edward como siempre las ignoró y pinchó el botón para llamar al ascensor. Cuando el de la izquierda anunciaba que venía en el piso treinta y siete y, ambas rubias estaban que saltaban del asiento intentando llamar su atención, apareció Garrett en la estancia, para frustrar su enésimo intento de seducción.
—¡Edward! —Lo llamó antes de que desapareciera por las plateadas puertas, que anunciaron su llegada con el sonido de la campanilla.
Él se giró y reacomodó el portaplanos en su hombro derecho.
—Hijo, ¿te vas sin despedirte? —cuestionó el hombre llegando hasta su lado.
No estaba molesto, mejor dicho extrañado, ya que por mucho que Edward tuviese aquel carácter taciturno, jamás se iba de viaje de negocios sin pasar por su oficina. Las preocupaciones de Garrett no eran las de un jefe hacia un subordinado, si no que las de un padre hacia un hijo.
Edward suspiró cansado al darse cuenta de su error. Estaba demasiado disperso, demasiado perdido y por la mirada que le estaba dando su mentor, podía concluir que se le notaba a leguas.
—Perdón, es que voy apurado. Nueva niñera —fue la mejor excusa que encontró para su errático comportamiento, aunque a decir verdad, gran parte de su urgencia era ella; por supuesto que jamás lo admitiría, ni para él, ni para nadie.
—De eso mismo quería hablarte —dijo Garrett como siempre afable—. No olvides decirle a la nueva chica que cualquier cosa que necesite o duda que tenga, puede preguntárselo a Kate. Cuentas con nosotros, Edward.
—Sí, lo sé. Muchas gracias.
Desde los dieciocho años, Edward sabía que podía contar con el matrimonio, solo que a esa altura de la vida, no le gustaba abusar de su desinteresada bondad; mucho le habían ayudado ya.
—Le pediré a Isabella que mañana, cuando tenga algún momento libre, llame a Kate.
—¿Cuándo tenga algún momento libre? —cuestionó Garrett.
—Sí, es que es compañera de Alice en el ballet. Sale temprano a sus ensayos o algo así…—se encogió de hombros restándole importancia.
Sin embargo Garrett que era un viejo astuto no se la restó, ya que instantáneamente recordó, el dibujo que recogió del piso en la oficina de Edward, el día anterior. El bello rostro de la mujer y las zapatillas de ballet, aparecieron en su mente.
—Bien, ya me voy —anunció el arquitecto, nervioso al ver que su jefe tenía sus ojos negros clavados en él, como si en ese preciso instante, fuese a atosigarlo con preguntas que no le iban a gustar y muchos menos, se sentía capaz de responder—. Nos vemos…
—Que tengas buen viaje, hijo —Garrett, ignorando la frialdad de la despedida, atrapó a Edward en sus brazos, lo estrechó fuerte y le palmeó la espalda con genuino afecto—. ¡Sorprende a esos inversionistas Egipcios!
Cuando se separaron, Edward otra vez llamó al elevador y Garrett se giró para volver a su despacho, pero no alcanzó a caminar dos pasos cuando se volvió hacia su protegido y dijo—: ¿Edward? —Su tono de voz era franco y afectuoso—. Siento mandarte tan lejos, sé que para ti no es fácil separarte de Annie por tantos días, pero eres el mejor en este tipo de proyectos y si Dios quiere y todo sale bien, quizá este año tus vacaciones de verano cambien de La Costa Azul, por una buena temporada en ¡la fantástica Las Vegas!
Y diciendo esto último, desapareció por los pasillos de la constructora así como lo hizo Edward, dentro del ascensor.
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—Una buena temporada en Las Vegas —gruñó Edward mientras conducía.
Desde que Garrett le reveló su decidora resolución, su nivel de frustración aumentaba exponencialmente. Ya nada podía ser peor.
No solo bastaba con que no quisiera trabajar en el proyecto, ahora, si deslumbraba a los Egipcios ―como Garrett esperaba que lo hiciera―, tendría que cambiar sus vacaciones de verano junto a su hija y hermana en la Riviera Francesa, por estar metido en la horrible, seca, polvorienta y desértica ciudad del pecado, derritiéndose a cuarenta y cinco grados de calor.
—¡Fantástico! —masculló cabreado tomando la rampla N13 en dirección al este, para dirigirse a su casa.
Aceleró, tocó el claxon con furia para desquitarse con un conductor imprudente y soltó varios juramentos, no podía creer que por andar distraído como un sentimental idiota, se le había escapado la fecha de inicio del proyecto.
«No puedo llevar de vacaciones a mi hija a esa horrible ciudad», se lamentó mortificado, pensando en que esas, no serían unas lindas vacaciones para Anne.
Inspiró profundo e intentó contener su ira, cuando comenzaba a ingresar al acomodado sector residencial donde vivía, nada ganaba con mortificarse antes de tiempo, ni siquiera sabía si los inversionistas estarían de acuerdo con sus propuestas. «Podría arruinarlo», la maligna frase bailó en su mente en un minuto de desesperación, pero raudamente la desechó, más que nada porque no echaría por la borda, el renombre que con tanto esfuerzo se había ganado.
Cuando llegó a casa, estacionó el Volvo en el lugar acostumbrado, tomó las cosas que traía con él y descendió de este, para entrar a la vivienda por la puerta que conectaba el garaje con la cocina.
Una vez dentro, se preguntó si se había equivocado de dirección.
Rachel tatareaba feliz, revolviendo una salsa frente al fuego; Rebecca cantando al igual que su compañera, revisaba que las copas de la cena no tuvieran marcas agua y Claire, que bebía un té sentada en la isla del centro, ojeaba una revista. Las sirvientas ni siquiera se percataron de su presencia, pero lo que más le extrañó, era la música que provenía del subterráneo y las risas amortiguadas, que viajaban a través de los ductos de ventilación.
―Buenas tardes…―saludó y las tres mujeres, dieron un respingo de la impresión.
―¡Señor Cullen! ―exclamaron al unísono, su jefe jamás acostumbraba a entrar por la puerta que daba al estacionamiento.
Claire de un salto se puso de pie y presurosa caminó hasta él, para tomar su abrigo y demás cosas, y a modo de disculpa dijo―: Señor, no lo esperábamos tan temprano.
―Tengo que hacer mi equipaje ―contestó aun algo confundido y frunció el ceño al ver a Claire parada enfrente de él, con la manos extendidas―. ¿Qué?
―¿Me permite sus cosas?
Edward negó con la cabeza y le ordenó en apenas un susurro―: No se preocupe, siga tomando su té…
Las tres mujeres se miraron sin entender y Edward se quedó ahí, escuchando las notas y las vaporosas risas, sin saber muy bien qué decir o qué hacer.
Por las tardes, cuando llegaba cansado de una larga jornada de trabajo, generalmente lo recibían dos situaciones: un silencio sepulcral que hacía que la mansión que le heredó su adorada abuela, se le asemejara a un mausoleo o la niñera furiosa esperándolo en la puerta, para relatarle una nueva diablura de Anne.
Por eso de manera estúpida, se preguntó si es que estaba en su casa, ya que no le cabía en la cabeza el ambiente relajado, lleno de música y risas, como cuando era niño. Esa tarde ¿no habría bichos horrendos, ni atentados terroristas a los cosméticos o la ropa de la señorita Swan?
―¿Anne? ―Fue la siguiente palabra capaz de articular.
―En la piscina con la señorita Isabella ―contestó Rebecca, fascinada porque hace mucho que en la casa, pasaban una tarde tranquila; de hecho, ya casi no las recordaba.
―Bien…―aceptó Edward rodeando la isla para salir de la cocina y otra vez frunció el ceño, para deliberar si iba directo a ver qué es lo que estaba haciendo su hija o a su despacho. Antes de salir de la habitación preguntó―: Rachel, ¿macarrones con queso?
―Los favoritos de Anne ―consintió ella, regalándole una sonrisa.
A la mujer de mediana edad no le intimidaba su carácter, de hecho a ninguna de ellas lo hacía, todas lo consideraban un jefe bueno y preocupado, a pesar de su comportamiento frío, huraño y volátil.
Sin saber qué esperar de la situación que acontecía en el subterráneo, Edward pasó primero por su despacho, dejó su maletín y el portaplanos encima del escritorio, se quitó el abrigo, la chaqueta y corbata, y desabotonó los primeros botones de la camisa cuando cerró la puerta y se encaminó hacia la piscina, siguiendo los clásicos compases.
Al bajar la escalera de mármol y adentrarse por el pasillo las risas y la música se hicieron más fuertes e imaginó a Isabella, cuidando de Marie Anne sentada en una de las reposeras como lo habían hecho las demás niñeras; sin embargo la situación era abismalmente distinta y Edward, jamás en la vida se habría imaginado la escena que encontrarían sus verdes esmeraldas, al llegar al umbral de la puerta de entrada.
Ahí bailando en una orilla de la piscina se encontraban Isabella y su hija, la primera le enseñaba pasos de ballet al son de la música y la segunda, imitaba sus movimientos muerta de la risa.
«Hermoso», fue la primera palabra que vino a sus pensamientos y se quedó en la entrada contemplando su interacción, completamente hechizado.
―…en seguida, haces un fouetté en tournant ―la dulce voz de Isabella llegó a sus oídos por sobre la partitura, mientras giraba en su propio eje elevada sobre un pie con rapidez y destreza― y como final révérence…
Edward observó los movimientos de la bailarina: sus agraciados pasos, el elegante movimiento de sus brazos, su cuello largo, orgulloso y erguido, la distinguida reverencia que hizo con su precioso y atlético cuerpo, ataviado en un pequeño bikini blanco. Ese ínfimo pedazo de tela, fue lo que lo terminó de desarmar, ya que había hecho hasta lo imposible para no mirarla con ojos de hombre, para no sumar otro mal a sus nuevos tormentos.
Pero ya era tarde…
Cuando alguien te dice que no reniegues porque la vida, tarde o temprano te dará una bofetada en la cara, así mismo le estaba pasando a Edward, porque la bailarina casi desnuda frente a sus ojos, no le pareció horrible ni flacucha, mucho menos cercana a la anorexia, él simplemente la encontró perfecta, tanto que pensamientos nada castos nublaron su mente; imágenes que implicaban a Isabella, su nívea y hermosa piel, húmeda contra la suya, en ese mismo lugar.
«¡Mierda!», jaló su cabello y trago pesado intentado aplacar su lujuria, ardor que se desvaneció gracias a las alegres y musicales carcajadas de su hija, mientras replicaba los pasos que le enseñaba su niñera, que aún no se percataba que él las observaba.
―¡Parezco un pato! ―exclamó la pequeña, intentando hacer la reverencia.
―¡Un pato, porque no dejas de reír! ―Bella también rio, alzó una ceja con divertida maldad, sorpresivamente cogió a Anne en sus brazos y gritó―: ¡Al agua! ―Y de un salto las zambulló dentro de la piscina.
Ambas chicas gritaron cuando salieron a la superficie y comenzaron a tirarse agua, y Edward mientras más la miraba, no daba crédito a lo que veían sus ojos; solo llevaban juntas unas cuantas horas y ya parecían amigas de toda la vida. ¿Qué diferencia habría visto Anne en Isabella con respecto a las otras mujeres, que aún no la hacía víctima de ninguna de sus fechorías? Estaban tan felices que hasta tuvo deseos de unírseles, aunque con obviedad, eso no pasaría.
Determinado a enterrar sus deseos más primitivos o mejor dicho no mirar a Isabella en absoluto, caminó por la orilla de la piscina, tomó una de las toallas prolijamente dobladas y dispuestas, encima de la mesa de uno de los pequeños y blancos livings que adornaban los laterales de esta, y se detuvo donde jugaban.
―Buenas tardes ―elevó la voz para llamar su atención.
De inmediato la guerra de agua terminó y las dos chicas voltearon en su dirección.
—Buenas tardes —correspondió Bella, mirando hacia arriba.
Desde la posición en que se encontraba Edward se le asemejó a un gigante, uno que iba bastante más desordenado que esa mañana, logrando que se viera de la edad que en efecto tenía, con aquel cabello que ya no estaba prolijamente peinado, sino que apuntando en todas direcciones; el cuello de la camisa abierto, revelando una parte de un esculpido pecho y las mangas de la camisa, arremangadas hasta los codos. Sintió como sus mejillas se arrebolaron, la imagen que tenía frente a sus ojos era imposiblemente bella y gracias a que él la ignoraba, lo contemplaba con descaro.
―¡Papi! ―chilló Anne llena de felicidad, al ver su figura al costado de la piscina―. ¡He tenido una tarde genial! ―Le informó de sopetón, su corazoncito estaba desbordante de calidez y alegría, al extremo que desde que vio a Bella, no pasó por su ingeniosa cabeza, ni la más mínima travesura.
―Así veo… ―observó Edward sin dedicarle una mirada a Bella y le hizo un gesto con la mano para que saliera del agua, cosa que ella entendió en seguida―. ¿Te has portado bien con la señorita Swan? ―inquirió levantando una de sus pobladas cejas y siguió a Anne por el borde, hasta llegar a la escalera.
La niña subió los escalones y en cuanto estuvo en el rellano, Edward la envolvió con la toalla y ella contestó―: Muy bien, papi.
—¿Segura? —Insistió llevándola hasta uno de los sillones, donde la puso de pie para comenzar a secarla.
―Se ha portado muy bien, señor Cullen ―Bella confirmó las palabras de la pequeña, cuando salió del agua y pasó junto a ellos en busca de una toalla.
Para Edward, fue imposible no seguirla con la mirada.
—Papi… —Anne le jaló la camisa, para llamar su atención.
Edward, que estaba embelesado mirando la retaguardia de Bella —con exactitud, aquella parte donde la espalda pierde el nombre—, fijó su vista en Anne, ella se empinó en la punta de sus pies para hablarle al oído y él, entendiendo el mensaje se agachó a su altura, para escuchar qué es lo que necesitaba.
—Papi —susurró poniendo sus húmedas manitos alrededor de su oreja—. ¿Puede Bella cenar con nosotros?
Edward, abrió los ojos sorprendido, esa era una pregunta que no esperaba ni en un millón de años. Observó a la traviesa criatura y se preguntó si estaría tramando alguna perversidad, ya que por mucho que estuviera portándose bien, en ella no se podía confiar. Luego de evaluarlo un momento, contestó un rotundo—: No.
―Por favor, papi. Di que sí…
―Parece que a una señorita, se le olvida que está media castigada…―Edward le recordó su última fechoría como intento de escapatoria, no compartiría con la mujer culpable de sus renovadas aflicciones, más que lo justo y necesario.
«¿Media castigada?», llegó a los oídos de Bella y se preguntó qué tipo de castigo era ese. ¿Cómo podías estar media castigada? Y lo más importante, ¿qué es lo que habría hecho la adorable Anne, para merecer media amonestación? Decidió dejarlo pasar y continuó secándose, no debía inmiscuirse en su conversación.
―Prometo que seré una niña muy buena… ―insistió Anne, estaba tan feliz con Bella, que no quería separarse de ella―. Hoy me he portado muy bien…―suplicó otra vez, pero con una adorable sonrisa instalada en sus labios.
―Oh, Dios…―Edward resopló, al ver en su hija la irresistible sonrisa de Lili y mortificado pensó, «estoy jodido, más que jodido»―. Está bien…―aceptó asintiendo rendido.
―Wiiiiiii… ―chilló la pequeña dando saltos de felicidad—. ¡Vamos a invitarla! —Y tironeó a Edward de una de sus manos, para llevarlo hasta ella―. ¡Bella, papi dice si quieres cenar con nosotros!
―¿Qué? —preguntó la muchacha sin comprender, estrujándose el cabello con la toalla.
―Honestamente… —rectificó Edward, mirando sus negros zapatos, que de repente le comenzaron a parecer de los más interesantes—…es que Anne, es quién lo desea, pero si quiere acompañarnos por mí está bien —señaló encogiéndose de hombros.
«¡Petulante, ni siquiera es capaz de verme a los ojos!», gruñó Bella en sus pensamientos, para el patético intento de invitación; invitación que no deseaba, ya que una cosa era pasar el tiempo con la niña y otra muy distinta, hacerlo con él.
No queriendo ser descortés al negarse sin siquiera sopesarlo, con inteligencia contestó—: Señor Cullen, ¿dónde quedó? «Yo no tengo familiaridad con mis empleados».
―Es verdad —consintió mirándola con el ceño fruncido—, pero usted no pertenece a la servidumbre.
―Y si perteneciera, no le veo a eso ningún problema —rebatió Isabella, dándole una mirada asesina, anudó la toalla a la altura de su pecho y se cruzó de brazos.
«¡Qué exasperante mujer!», pensó Edward y comenzando perder la paciencia demandó—: Bueno, ¿cenará con nosotros o no cenará con nosotros, «la señorita lo discuto todo»?
―Por favor, Bella ―suplicó Anne, con sus ojos verdes llenos de ilusión.
La joven observó a la pequeña. ¿Cómo negarle algo a esa inocente e ilusionada carita?
―Está bien...―aceptó a regaña dientes.
―Perfecto ―siseó Edward y tomó la mano de Anne para llevarla escaleras arriba, caminaron hacia el pasillo, pero antes de salir agregó―: Cuando deje de parecer un gato mojado, la esperamos en comedor.
―¡Papi!
―¿Qué?
Y discutiendo, desaparecieron por el umbral de la puerta.
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—Mientras yo no esté, debes recordar que le prometiste a la señorita Swan portarte bien…
Bella escuchó como la aterciopelada voz de Edward, le recordaba a su hija la promesa que hizo esa mañana, lo que la llevó a preguntarse el motivo de tanta insistencia; habiendo advertido que no era la primera vez, que se lo recordaba durante el día.
«¿Será que la adorable Anne es toda una malandrina?», se preguntó la muchacha, imposibilitada de creer que la simpática niña con que compartió toda la tarde era problemática.
Contempló su atuendo en el espejo de rococó marco dorado que había antes de entrar al comedor, era sencillo: jeans, tenis negras y suéter azul. Consideró que estaba presentable para una cena cotidiana.
«Al menos ya no parezco gato mojado —observó furibunda, arreglando su cabello —ya seco— que caía en libres ondas por su espalda—. ¡Estúpido engreído!», por más que Isabella intentó bajar sus niveles de molestia mientras se arreglaba, le fue imposible, Edward lograba cabrearla a niveles insospechados.
Inspiró profundo, intentando recobrar la calma perdida y pidiendo «permiso», entró al comedor.
—Tome asiento, Isabella —Edward ordenó sin voltearse.
Ella hizo lo que su jefe le indicó y tomó asiento en el puesto vacío a la izquierda de él, quedando sentada enfrente de Anne, que ya estaba vestida con su pijama de ositos. Observó el entorno y sintió que no estaba en lo más mínimo presentable, para la «cotidiana» cena.
La habitación era una belleza. Del alto techo colgaba una enorme lámpara de lágrimas; las paredes de color crema, estaban adornadas con doradas y barrocas molduras y unas pesadas cortinas blancas, cubrían los ventanales franceses que daban al jardín. Por supuesto que la decoración de la mesa —que era para una veintena de personas—, no se quedaba atrás. Estaba vestida con un largo mantel de lino blanco, servilletas a juego, todos los servicios puestos y también las copas; como toque final, dos candelabros plateados, adornaban el centro con sus respectivas velas encendidas. A Bella le pareció demasiado exagerado, empero, muy acorde a como era el arquitecto.
—Espero que le gusten los macarrones con queso —dijo Edward sacándola de su inspección, al mismo tiempo que Rebecca entraba al comedor, para servir los platos.
—Están bien, me gustan. Gracias.
—Si considera que engordan, puede comerse solo la ensalada o le puedo pedir a Rachel que le haga algo menos calórico, como lechu…
«Además de idiota, prejuicioso», reprochó Bella.
—Señor Cullen —lo cortó—. No todas las bailarinas, estamos obsesionadas con las calorías, tenemos anorexia o bulimia. Ese es un tema que usted debería estar enterado gracias a su hermana. Por lo demás, rechazarlos, sería un acto muy mal educado de mi parte.
Edward contuvo una sonrisa.
—Los macarrones con queso —intervino Anne sin percatarse de la subterránea discusión de los adultos, ella solo estaba desbordante de felicidad porque Bella estaba cenando con ellos— es mi comida preferida y también la de mi papi. Rachel siempre los cocina antes que él, se vaya de viaje.
«¡Oh! ¿El plato preferido del idiota es comida de niño?», Bella cuestionó asombrada, ya que no condecía en lo absoluto con su imagen de importante ejecutivo, ella habría apostado a algo suntuoso como el foie gras.
Una vez que la pasta estuvo en los platos y el néctar servido en las copas, Rebecca se retiró y los tres comensales empezaron a cenar en silencio, hasta que Anne que deseaba saber más y más cosas de su nueva niñera, preguntó—: Bella, ¿tu novio sabe cocinar?
Fue una consulta inocente, sin segundas intenciones o malicia, la pequeña solo estaba ávida de conversar con ella.
Isabella sintió como el rubor tiñó sus mejillas y se removió incómoda en la silla, al ver que dos pares de penetrantes ojos verdes esperaban por su respuesta; unos dulces y curiosos, los otros, como siempre fieros.
«Sí, Isabella, cuéntanos si «Mister tutú», te hace ricas comidas», Edward elaboró en su mente el sardónico comentario que la hubiese gustado soltar, sin comprender por qué diablos, le había puesto un mote al novio de Bella y a la vez alarmado, ya que no deseaba oír ni el más mínimo detalle de lo que ella tuviera para decir sobre «ese» tema.
—Realmente…, no lo sé…―admitió contrariada, ya que por culpa de la ingenua pregunta, se dio cuenta que sabía muy pocas cosas de Riley y no supo deliberar, si era por falta de interés de su parte o porque no se había presentado la oportunidad.
Edward suspiró aliviado.
—Tía Alice dice, que cuando tenga novio, debo que buscar uno que sepa cocinar.
—¿Ah, sí? ―inquirió Edward levantando una ceja—. ¿Y quién te dejará tener novio?
Bella se mordió el labio inferior para aguantar la carcajada que estuvo a punto de escapársele, gracias a la cavernícola amenaza de Edward; sus absurdos celos, le parecieron encantadores.
―¡Papi!
―Marie Anne Cullen, no hablaremos de esto hasta que al menos, tengas treinta. Mejor, explícame la «famosa» teoría de Alice al respecto.
—Tía Ali dice, que los hombres que saben cocinar, serán los mejores maridos porque son atentos y buenos.
—¡Oh, por el amor de Dios! ―Edward gruñó, se restregó el rostro con sus grandes manos y jaló su cabello lleno de frustración―.Otra vez tendré que regañar a Alice, por estar enseñándote porquerías.
Tomó el tenedor y llevó un poco de macarrones a su boca, pensando que en su vida había escuchado tamaña estupidez; él sabía cocinar y no creía en absoluto que el pueril acto, lo hiciera un mejor hombre. Había tenido que aprender por culpa de la adversidad y no por gusto, solo para no matar de hambre a su bebé.
—Bella —continuó Anne—, mi papi sabe cocinar muy rico…
—Anne…—advirtió Edward para que no continuara, ya que el conocimiento lleva a preguntas y esas, eran respuestas que él no quería contestar, mucho menos a Isabella.
Sin embargo la niña que solo quería resaltar las cualidades de su progenitor, continuó—: Siempre cocina para nosotros los fines de semana. Si alguna vez…
—¡Basta, señorita! Mucha charla, poca comida.
—Lo siento, papi ―se disculpó dejando el tenedor encima del plato y se sentó muy derecha.
No fue un correctivo violento, pero si contundente, tanto que hasta Bella, que estaba entretenida escuchando a Anne y observando cómo se enfurruñaba Edward, también se irguió en el puesto.
—Anne —dijo Edward, inhaló profundo y expulsó todo el aire de sus pulmones—, me parece perfecto que estés entretenida con Bella, pero en la mesa, debes comportarte como una señorita. Ya hemos conversado de esto.
―Sí —admitió la pequeña asintiendo con frenesí.
―Los codos, ¿dónde van?
—Fuera de la mesa, papi.
—¿Y la servilleta?
—En el regazo.
―¿Y el tenedor?
―Jamás se toma con toda la mano.
―¿Con cuáles dedos se toma?
―Este, este y este…―respondió adorable, mostrando primero el dedo pulgar, el índice y por último el anular.
Edward asintió y le regaló una sonrisa, mientras Bella, observaba fascinada la interacción padre-hija.
En la cotidiana lección que presenciaba, no había palabras edulcoradas o amorosas para Anne, tampoco una fugaz caricia en el cabello o tiernos besos en sus sonrosadas mejillas; Edward era estricto, pero dedicado. Era paciente y mientras le enseñaba, sus verdes ojos reflejaban el más puro y genuino amor. Ellos eran un equipo, eran cómplices, se tenían el uno al otro en esa vida, como ella siempre deseó tener a su padre.
Las explicaciones de Edward para Anne, comenzaron a desvanecerse como palabras que se las lleva el viento, pero sin llevar consigo, tristes recuerdos que Isabella deseaba olvidar con fervor…
Forks, Washington, octubre de 2000
—¡Bella, cariño, apresúrate! —Renée la llamó alarmada, al percatarse que no estaba por ninguna parte y que Charlie, ya se estaba sentando a la mesa—. No queremos hacer esperar a papá, ¿recuerdas? Él trabaja mucho para nosotras vivamos felices y siempre llega con hambre.
—Aquí estoy, mami…
Isabella entró al comedor y Renée le ayudó a sentarse al lado izquierdo de su padre, en seguida con premura y los nervios a flor de piel, ella se sentó a la derecha de su aborrecible esposo.
Comenzaron a cenar en silencio, en apariencia todo estaba tranquilo, pero el ceño fruncido de Charlie y sus ojos castaños refulgiendo perversos, le indicaban a Renée que en cuanto se le presentara la oportunidad, iba a explotar; cosa, que no demoró en pasar…
—¡¿Qué diablos es ese ruido de mierda que escucho?! —rugió logrando que ambas dieran un respingo de terror—. ¡¿Estás sorbiendo la sopa, niña?! —Golpeó la mesa con un puño y sus ojos, se clavaron asesinos sobre Bella.
—No, papi —contestó la pequeña y con frenesí negó con la cabeza, mientras su cándido corazón, comenzaba a latir desbocado.
—Pues, no es lo que a mí me parece…—siseó fijando su vista en Renée—. Mujer inepta, ¿no eres capaz de enseñarle a comer a tu hija como la gente civilizada? ¡¿Tengo que sentarme a la mesa, después de lidiar todo el día con delincuentes, a comer junto a un pequeño animal?!
Renée inspiró profundo, para contener la ira que le provocaban sus brutales palabras, para que el dolor que lacerante atravesaba su corazón no la desgarrara y mostrara debilidad, ya que Charlie al ser un hombre sádico por naturaleza, disfrutaría sacando ventaja de ello. Tragó sus lágrimas que le escocieron la garganta y lo más tranquila que pudo expresó—: Charlie, por favor… Bella no está haciendo ruido con su comida adrede, hoy ha perdido un diente, ¿cierto, princesa?
—Sí —asintió tímida y con inocencia agregó—: Mami, dijo que se lo vamos a dejar al Hada de los Dientes.
Renée vio la siniestra expresión que atravesó el rostro de su marido y lamentó a ver sacado el tema a colación. «Oh, mi pobre Bella».
—¿Ah, sí? —inquirió Charlie, sonriendo con maldad—. ¿Y crees que el Hada de los Dientes le va a dejar dinero bajo la almohada, a una estúpida que no sabe comer como tú?
Los ojos de Bella comenzaron a inundarse de lágrimas, cosa que enfureció aún más a Charlie.
—¡Siéntate derecha y no llores! —ordenó feroz y con brusquedad, le enderezó la espalda con una mano—. ¡Toma la maldita cuchara con la mano derecha! ¡De la parte de atrás! ¡Quiero ver tu mano izquierda sobre la mesa! ¡Sin el codo!
Bella con su manito temblorosa, hizo lo que él le ordenó.
—¡Con tres dedos! —rugió al ver que por culpa del nerviosismo, no tomó el cubierto como debía.
Agarró sus pequeños deditos y los reacomodó con violencia.
—Charlie, por favor, solo tiene seis años…—rogó Renée.
—¡Tú, te callas…!
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―¿Señorita Swan?
La aterciopelada y masculina voz que preocupada la llamaba, le pareció proveniente del más allá, mientras Bella luchaba por volver al presente y desligarse de las remembranzas, que le hacían tanto daño.
―Isabella…—Edward volvió a llamarla, pero ella parecía no escuchar.
Solo cuando una de las grandes y cálidas manos del joven acarició la de ella y, aquel toque electrizante y delicioso le hormigueó la piel, pareció despertar del extraño transe en que repentinamente se había sumergido.
—¿Se encuentra bien?
—Sí ―aseguró sin ninguna convicción, tragándose las lágrimas que escocieron sus ojos y garganta, y cogió la copa que tenía enfrente, esperanzada en que el dulce sabor del néctar, le ayudara a pasar el sinsabor del horrible recuerdo.
Edward la contempló alarmado.
Ahí, sentada junto a ellos, no había rastros de la hermosa chica que sin miedo ni dudar, disfrutaba con ponerlo en su lugar, cuando él se comportaba como un completo imbécil. Sus castaños ojos estaban anegados de lágrimas, sin embargo estoica, no había derramado ninguna, permanecía dominada, firme como un roble, actitud que a Edward le pareció demasiado frágil. Ansioso, quiso saber cuál era el motivo de su repentina aflicción, acunarla entre sus brazos, consolarla y asegurarle que todo estaría bien. Por supuesto que no lo haría, la lucha de amor y odio hacia Bella Swan que lo torturó el día entero, seguía presente.
Bella apretó los puños bajo la mesa, lamentando haber asustado a sus acompañantes con sus traumas infantiles, pero entender la interacción entre ellos tristemente le afectó. Clavó las uñas en sus palmas —para desviar el dolor de su recuerdo a otra parte— y prometió que jamás le volvería a pasar algo así. Se lo debía a su madre, que había dado todo por sacarla de ese infierno en el que vivían y proveerle una vida normal. También, sintió que se lo debía a Marie Anne. No era justo compartir sus penas con una pequeña, que lo más probable, sufriera lo suficiente por no tener madre.
Se obligó a sonreír porque ya no había motivos para no hacerlo y, para alivianar la tensión del ambiente, preguntó—: Anne, ¿cuál es tu helado favorito?
La niña que aun la miraba contrariada, al ver que la pregunta de Bella venía acompañada de una linda sonrisa, de inmediato se relajó y feliz contestó—: ¡El de chocolate, con chipas de chocolate y bañado en salsa de chocolate! ¡Yummy!
—¡Oh! —Bella exclamó sorprendida por la coincidencia y rio enternecida, a medida que avanzaba el día, Anne le parecía más y más adorable—. ¡También el mío!
—¡Y el de mi papi! —agregó, aplaudiendo y dando alegres saltitos en su puesto.
Edward bufó frustrado.
Aunque sinceramente esa bomba de calorías también era su helado favorito, ya había llegado al límite de su paciencia con el plan: «Recalquemos las cualidades de papá». Plan, que Alice era la maquiavélica artífice y la traviesa su cómplice. Ya no tenía dudas de eso. Si en algún instante durante el día, quiso darle crédito a su hermana de que la llegada de Bella a su vida, fue nada más que una coincidencia del destino, lo desestimaba por completo.
Se sintió engañado, timado como un estúpido crio, enfurecido de ver a su inocente hija, involucrada en un ardid para el cual, estaba claro fue aleccionada. Iba a tener una buena, pero no agradable conversación con Alice; estaba harto de que no se rindiera. Infinitas veces habían discutido por esa razón y siempre terminaban en lo mismo: Alice sentida o haciéndose la desentendida y Edward, cabreado al máximo de que ella no entendiera que él, jamás volvería a tener novia, ni nada que se le pareciera.
No obstante de toda la maquinación, había ciertos puntos que debía excluir.
Primero, Alice no tenía cómo saber de aquel primer desafortunado encuentro entre ellos tras bambalinas y mucho menos, podía vislumbrar que desde esa fría noche días antes de Navidad, sería imposible para él olvidarse de Bella. Segundo, no comprendía la coincidencia y mucho menos qué vio Alice en ella, que a él le podría gustar; Isabella no era su prototipo de mujer, pero era un hecho, su hermana lo conocía y muy bien. Y tercero, Anne no era tan manejable. Sí, esa vez había caído en el juego, lo más probable sin entender muy bien el por qué, solo por el hecho de amar a su tía y querer ayudarle, pero tan irrefutable como que la semana tiene siete días, en ese momento Anne podía adorar a Bella y mañana odiarla.
La cena prosiguió su curso sin contratiempos, Anne y Bella continuaron con su mutuo interrogatorio de las cosas que les gustaban y Edward, más lacónico que de costumbre. Debido a su colérico estado, prefirió mantenerse en silencio, ya que una cosa es que fuera un completo idiota, pero otra muy distinta, es que su hija lo viera furioso.
Así fue como se enteró que el color favorito de Isabella era el azul, que sabía conducir y que su auto era una viejo y destartalado monovolumen de color rojo, que por razones obvias se quedó en Las Vegas; que tenía una rara afición por la películas y música de los años ochenta —que ella suponía, era gracias a su madre— y que su paseo preferido de niña fue cuando Renée, la llevó al Gran Cañón a contemplar las estrellas. Su mayor anhelo, obtener el papel protagónico en el Lago de los Cisnes.
―Bien ―dijo interrumpiendo la conversación, cuando vio que Anne le daba la última cucharada al flan de caramelo―. Hora de dormir.
Bella que notó el incompresible cambio en el estado de ánimo de Edward y que comprendía a la perfección el dicho, «a buen entendedor pocas palabras», limpió su boca con la servilleta de género, la dejó encima del plato de pan, se puso de pie y rodeó la mesa.
―¿Vamos a dormir, cariño? ―dijo con voz dulce, le extendió una mano y la ayudó a bajar de la silla.
―¿Me leerás un cuento? ―preguntó la pequeña aceptando la mano que Bella le ofrecía y se le escapó un bostezo, sus preciosos ojos verdes estaban brillantes y soñolientos.
―Stuart Little ―informó Edward, algo aturdido de escuchar como Bella llamó a Anne.
Isabella, que no era niñera de profesión, era la primera ―del enorme desfile de mujeres que había pasado por la casa― en llamar a su hija de forma afectuosa.
―No, La Bella y la Bestia ―rebatió Anne con otro bostezo.
―Pero tu libro preferido es Stuart Little ―insistió Edward.
―Pero no de princesas.
―Está bien…―aceptó rendido y suplicó en su interior que Anne no quisiera explicarle de nuevo, el motivo de su amor por el condenado cuento.
―¿Usted viene? ―preguntó Bella al ver que Edward no se levantaba.
―No.
―Oh ―susurró la muchacha con algo de decepción, sin saber muy bien qué hacer―. Entonces… ―decidió titubeante―, dale un beso de buenas noches a papi, Annie.
Edward tampoco esperaba ese pedido, mucho menos que Bella llamara a su hija como él, le decía a su abuela. Todas las niñeras —quienes jamás cenaron junto a ellos—, llegada la hora de dormir, aparecían en el comedor y se llevaban a la niña sin decir una palabra.
La pequeña, ya acostumbrada a que en los días de semana, Edward no fuera la persona que le leyera el cuento de las buenas noches, se elevó en la punta de sus pies y con sus delgados bracitos le rodeó el cuello, como si no lo quisiera dejar ir nunca más. Lo amaba, con todo su corazón lo amaba y con la compresión que un niño puede llegar a tener, ella sabía que él a su manera, la amaba también.
―Buenas noches, papi…―musitó adorable y dejó un beso en su mejilla.
Edward devolvió la muestra de cariño con dificultad y dijo―: Dulces sueños, Anne ―besó su frente, acarició su largo cabello y la dejó ir―. Buenas noches, Señorita Swan.
―Buenas noches, señor Cullen ―se despidió Bella, enternecida de la única demostración de afecto de parte de Edward, que vio en todo el día.
Tomadas de las manos salieron del comedor, con Bella pensando que gracias a las incesantes e inteligentes preguntas de Anne, ahora Edward sabía más de ella de lo que sabía Riley y no supo decidir, cómo le parecía aquello.
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—Erase una vez, en un país muy lejano, un joven y apuesto príncipe que vivía en un resplandeciente castillo…
Bella leyó para Anne, que adormilada escuchaba el cuento de buenas noches, acunada en sus brazos; los dedos de la niña, jugueteaban con las puntas de su largo y castaño cabello.
―A pesar de tener todo lo que podía desear ―continuó con voz suave― el príncipe era egoísta, déspota y consentido…
Al leer la última frase, el rostro de inhumana belleza de Edward apareció en su mente. Quiso reír al especular que su carácter, no estaba muy alejado al que tenía la Bestia.
―Una lluviosa noche de invierno, llamó al castillo una anciana mendiga…
«Toc, toc, toc», golpeó con un puño la mesa de noche, para acompañar la lectura con «efectos especiales», al igual como alguna vez lo hizo su madre.
Anne, rio suavecito.
―La pobre vieja, le pidió al príncipe que le permitiera entrar para resguardarse de la fría lluvia que estaba cayendo y le ofreció como pago, una simple rosa… Repugnado por el desagradable aspecto de la mendiga, el príncipe despreció el regalo y…
La lectura del principesco cuento, quedó flotando en el aire, cuando las nostálgicas notas de La Bella y la Bestia, irrumpieron la penumbra de la habitación, convirtiendo la atmósfera más íntima, perfecta. La interpretación era sublime, prolija, llena de sentimiento, como si el mismo compositor estuviera acariciando las teclas de marfil.
—Es mi papi —musitó Anne, al ver que Bella abandonó la lectura y cerró los ojos para perderse en la excelsa cadencia de la preciosa melodía.
Isabella abrió los ojos sorprendida.
—Oh…—fue todo lo que fue capaz de decir, casi en estado de shock.
¿Quién tocaba el piano con tal emoción, al punto de que los ojos se llenaban de lágrimas, era el insoportable Edward Cullen?
«Nadie que toque de esa pasión, puede tener frío el corazón», reflexionó la muchacha que bien comprendía lo que era entregar el alma a un arte; y sobre todo porque aunque desbordes talento, no todo el mundo es capaz de trasmitir el sentimiento.
—Toca todas las noches…—agregó Anne—. Lo hace lindo, ¿verdad?
«¿Todas las noches? ¿No se supone que sale todas las noches?», pensó Bella, sin comprender.
—Sí…—fue la única palabra que se sintió capaz de musitar, mientras de nuevo se hacía presente la infinita montaña de dudas y reflexionó en que tal vez —y no estaba muy alejada— ese era el peculiar estilo que tenía Edward de decir «buenas noches, Marie Anne».
Las melancólicas notas, continuaron acompañando la lectura. Los párpados de Anne poco a poco fueron pesando, hasta que cayó en un profundo sueño. Isabella se deslizó de la cama con sumo cuidado, no quería despertar a la pequeña que en medio día, literalmente, se robó su corazón. Dejó el libro en la mesa de noche, apagó la luz y la habitación quedó iluminada por una flotante constelación de estrellas, que silenciosa rotaba por los muros.
Contempló a Anne e imaginó lo hermosa que debió ser su madre. La niña era una princesa, aunque para Bella la mayor parte de sus rasgos, definitivamente eran de Edward.
―Dulces sueños, Annie ―dijo en un susurro casi imperceptible, se inclinó para darle un suave beso en la frente y con sigilo dejó la habitación.
Cuando cerró la puerta, apoyó la espalda en ella sintiendo como la tensión y las diversas emociones del día, comenzaban a pasarle la cuenta. Estaba agotada, pero feliz. Fuera de todo pronóstico y de lo difícil que podía llegar a ser Edward, su primer día terminó bastante bien.
Su mullida cama la llamaba, así como el cuerpo le pedía a gritos un merecido descanso, sin embargo su mente le ordenó hacer otra cosa. En vez de dirigirse a dormir, su delgada anatomía —hipnotizada por unas románticas notas—, se encontró sin saber muy bien cómo en la mitad de la escalera.
Bajó el último tramo de peldaños que quedaban para llegar a la planta baja y sus danzantes pasos, fueron guiados por los emotivos compases, hasta que llegó a la fuente del prodigioso sonido. Suspiró encantada, cerró los ojos, apoyó sus manos y la frente en la puerta, e imaginó al hombre culpable de semejante perfección.
Los rasgos hermosos y atormentados que vio en Edward esa tarde antes de volver al trabajo, aparecieron tras sus párpados: su broncíneo cabello convertido en un caos y esas enormes, lindas y níveas manos, paseándose expertas por el teclado.
Se le contrajo el corazón.
¿Para quién dedicaría esas notas interpretadas con tanta devoción? ¿Tal vez para la madre de Anne? ¿Aún lloraría su ausencia? Era el hombre tras el piano, ¿el mismo que destilaba antipatía y esa engreída frialdad? Volvió a contraerse su corazón…
«¡Oh, Edward!».
En la penumbra de la sala de música, Edward paseaba con agilidad sus dedos por sobre las escalas, tenía los ojos cerrados y la mente perdida en el pasado. Sus pensamientos divagaban sin orden ni predilección y algunos, tan rápido como llegaban, también se iban…
Los cálidos brazos de una mujer lo rodearon, sus labios le besaron la frente y aunque era alto para su edad, lo alzó para mecerlos al son de una antigua canción.
—¿Bailarás conmigo, cuando ya no sea capaz de tomarte en brazos? —Había preguntado riendo.
Su risa se coló en sus recuerdos, tan cálida y clara, como si ella estuviese ahí con él, en la sala de música donde hace muchos años, pasaban las tardes escuchando viejas canciones. Edward fue capaz hasta de evocar su delicado perfume a rosas y su dulce voz cantándole al oído...
—Toi, si Dieu ne t'avait modelé, Il m'aurait fallu créer, pour donner á ma vie sa raison d'exister…¹Cuando un día ames a una mujer con toda tu alma, no olvides cantarle esta canción, con el mismo amor que yo la canto para ti...
A pesar que casi un par de décadas habían pasado, para Edward era un vívido recuerdo, una hermosa reminiscencia que no olvidaría y una romántica lección que no llegó a interpretar; porque ciertamente, jamás llegó a cantarle esa canción a Lili.
Los motivos eran diversos y con el pasar de los años, más bien borrosos y confusos... La locura del primer amor, los deseos de hacerlo reprimidos por la timidez de su adolescencia, posteriormente los primeros problemas, hasta el sentimiento desgarrador y su idea desvaneciéndose en el caos…
Y en ese momento, cuando la presión de sus dedos sobre las teclas cobraba sentimiento e intensidad, aparecía tras sus parpados la imagen de la única mujer que, después de la partida de Lili, quizá le hacía honor a la letra…
Un bello ángel, gracias a su forma de danzar y un demonio que con su inocente candor, lo tentaba sin igual… La inquietante paz que le provocaba estar cerca de ella, paz que a la vez era tormento, por miedo a recobrar la felicidad perdida que en un abrir y cerrar de ojos, podía convertirse en tristeza y desolación…
Esperanza…
Una mísera pero potente palabra, ya que si se entregaba a ella, tal vez podría cambiar su vida; lamentablemente, estaba aterrado de hacerlo y se resistía a doblegarse ante tal posibilidad.
«¡No!», negó con vehemencia, tanto en su mente como en su corazón y dejó de teclear, provocando un ruido malsonante, que hizo eco en la penumbra de la habitación. Se paró de golpe, con furia cerró la tapa del piano y resolvió aplacar sus desesperadas ansias, igual que siempre, de modo errado.
Isabella, que aún permanecía cautivada por los preciosos compases, dio un respingo al oír las desafinadas notas, seguidas por pasos fuertes y decididos sobre el cuadriculado piso de mármol. Asustada de que Edward la atrapase espiándolo, corrió en la punta de los pies al ventanal más cercano, se ocultó detrás de las gruesas cortinas y contuvo la respiración, sintiendo como el corazón le martilleaba frenético contra el pecho.
Justo entonces, la puerta se abrió y se cerró con violencia, luego el mismo caminar pasó frente a ella y lo sintió alejarse, pero no lo suficiente como para salir de su escondite; menos aún, cuando el crujido de una nueva puerta llegó a sus oídos. Se hizo un silencio que duró unos segundos y los resueltos pasos se reanudaron hasta que se extinguieron con un portazo, que a Bella le pareció que provino de la entrada.
Cuando consideró que era seguro, salió al pasillo preguntándose si es que Edward había dejado la casa; dos luminosos faros, que iluminaron la media luz del jardín delantero, le dieron la respuesta: el plateado Volvo pasó como un rayo y así mismo, desapareció para adentrase en la noche.
«¿Será esta una de sus habituales salidas nocturnas?», se preguntó Bella con la vista clavada por donde se esfumó Edward, como si ahí en la oscuridad, escondida para los ojos mundanos, estuviese la respuesta.
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Una hora más tarde, Edward intentaba perderse en el placer carnal que le brindaba, la pecaminosa unión de su cuerpo con el de Irina.
La poseía con violencia, subyugada contra uno de los muros de la opulenta habitación, sus largos dedos enterrados en las torneadas caderas y sus ojos cerrados, deseando entregarse por completo al erótico vaivén de sus arremetidas, pero al parecer esa noche no obtendría la falsa sanación del sexo y mucho menos, el momentáneo olvido. No lograba poner su mente en blanco, borrar sus atribulados pensamientos y cambiarlos por un soplo de anhelada paz, porque en cada uno de ellos aparecía Isabella Swan.
Sus rosados labios…
Él besando esos rosados labios…
Su hermoso y delicado cuerpo…
Él conquistando, adorando ese hermoso y delicado cuerpo, tatuando de húmedos besos y pasionales caricias su nívea piel…
Abrió los ojos, intentando con desesperación ahuyentar a Bella de su cabeza, lo que no esperaba es que la imagen que contempló, le pareció aún peor… La mujer que gemía enloquecida bajo su duro trato, no era la que él quería poseer y mucho menos así. Sus inclementes arremetidas cesaron, se separó del sudoroso cuerpo de Irina, con rapidez recogió su ropa repartida por el piso de la habitación y prácticamente, corrió a encerrarse en el baño.
En la soledad de la habitación, Irina suspiró derrotada. Ninguno de sus amantes la había dejado abandonada o necesitada, en medio de lo que ella consideraba una cogida sensacional, aunque no es como si le importase si es que alguno de ellos lo hacía —solo los usaba para satisfacer sus lujuriosos instintos—, pero con certeza sí le importaba, si lo hacía el hombre que ella amaba: Edward.
Intentando normalizar su respiración, deliberó si debía esperarlo, quizá él se arrepentiría; para su tristeza la respuesta la obtuvo, cuando escuchó el agua correr... Edward se estaba arreglando.
Caminó en busca de la bata que descansaba a los pies de la cama, se vistió con ella y se instaló en el living del cuarto para disfrutar de un corto de Whiskey, junto al placer de aspirar tabaco, como siempre lo hacía al término del acto sexual. Claro que esa noche, todo era diferente. Irina no se sació de Edward y por lo visto, él ya no estaba interesado en hacerlo de ella.
La visita de su amado fue una agradable e inesperada sorpresa.
Deseaba verlo antes de que partiera a Las Vegas y así se lo hizo presente, sin embargo él con su acostumbrada desidia, rechazó la invitación argumentando que tenía cosas más importantes qué hacer, que revolcarse con ella. Por consiguiente, cuando su masculina belleza apareció en la puerta de suntuosa morada, el corazón casi le explotó de gozo… Pero ya no sabía qué creer…
«O más bien, no lo quieres aceptar», se regañó a sí misma, frente a los hechos que estaban a la vista y eran irrefutables.
Edward no se parecía a ninguno de sus amantes. No era un hombre hablador como los otros o le contaba detalles personales sobre sus hijos, esposas o simplemente conversaban de la vida. Él, sólo acostumbraba a hacerle promesas eróticas, para nada decentes. Juntos se divertían teniendo buen sexo, encuentros que para su pesar, habían comenzado a escasear; poco a poco, Edward se le escapaba como arena entre los dedos y esa noche, su distanciamiento, fue mucho más evidente.
El halo de torturada tristeza lo envolvía por completo y ni siquiera articuló un «hola», cuando se le abalanzó a los brazos como un sediento, busca agua en el desierto. Luego, preso del frenesí de su ardorosa unión, se le escapó un nombre y no uno cualquiera, sino que uno de mujer: Isabella.
Tantas noches soñando con que su nombre fuese el que pronunciara, mientras la tomaba con pasión, para que después de dos largos años de espera, el nombre de otra escapara por sus labios. En ese efímero instante, Irina vaticinó que ese sería el principio del fin para su peculiar relación, hecho que confirmó con la inesperada huida de Edward hacia el baño.
Tomó un sorbo de whiskey que le escoció la garganta, aspiró el cigarrillo y cerró los ojos con tristeza. Ese era el plazo que tanto había temido y que suplicaba llegara jamás; tendría que dejar ir a su joven y único amor…
Dentro del cuarto de baño, Edward ya vestido y arreglado, contemplaba su reflejo en el espejo. Tenía los ojos brillantes y el semblante tranquilo, imagen contraria a la lucha que se blandía a muerte en su interior. Había acicalado su cuerpo con rudeza, como si quisiera borrar todo rastro de las diversas mujeres, con las que alguna vez estuvo; su piel ardía y estaba enrojecida, y aun así, no le parecía suficiente castigo.
Cuando volviese a la soledad de su habitación, lo haría de nuevo, necesitaba con desesperación expiar sus errores, así como también necesitaba con urgencia, hablar con alguien de todos estos sentimientos que lo estaban carcomiendo. Alguien que supiese escuchar, que no fuese entrometido y no hiciera preguntas incómodas; una persona como Irina.
Abrió la puerta, entró a la habitación y la recorrió con la vista. Encontró a su amante sentada en el lugar de siempre, se veía serena y hermosa, como si ningún problema aconteciera en su vida, no obstante, sabía que Irina al igual que él, era víctima de las circunstancias y al reflexionarlo, una punzada de culpa se alojó en su pecho.
Su relación estaba delimitaba solo a términos sexuales, por eso nunca se molestó en tratarla con propiedad o como merecía, sin embargo ella siempre fue paciente, apasionada, descarada, divertida y dulce. Sabía respetar su volátil temperamento y jamás lo importunó, salvo dos o tres veces que le ofreció su confianza, mostrando genuina preocupación y aprecio por sus alicaídos estados de ánimo; muestras de cariño que rechazó como un maldito bastardo, a pesar de estar consciente, que las necesitaba con locura. Se dio cuenta que le hubiese gustado amarla, no le importaba que fuese mayor, de hecho le cautivaba la experiencia que reflejaban sus profundos ojos azules; desgraciadamente cuando la conoció, estaba demasiado roto para entablar una relación más allá de la carne y, todo lo que podría haber sido entre ellos, se convirtió en nada más que un pecaminoso y satisfactorio vicio.
Quiso pedirle perdón por el rechazo de esa noche y por todas las veces que se comportó como un desgraciado, pero no sabía cómo hacerlo o si era adecuado. Se acercó hasta a Irina y tomó la cajetilla de cigarros que descansaba encima de la mesa de centro, sacó uno de su interior, lo llevó a sus labios y lo encendió, luego inhaló profundo y a pasos cansados caminó hacia la ventana, la abrió y expulsó el humo disfrutando de la gélida brisa invernal, que parecía despejar sus atormentados sentidos.
Irina siguió con la mirada cada uno de sus movimientos, esperando a que la abandonase, igual que siempre, sin decir una palabra; cuando pasó todo lo contrario, no supo cómo reaccionar ni qué decir. Pasaron unos cuantos minutos, que para ambos se hicieron eternos, en la habitación no se escuchaba nada más que sus respiraciones, las profundas caladas a los cigarros y el zumbido de los autos que provenía de afuera.
Cuando Edward casi terminaba su cigarrillo, reunió las fuerzas que le faltaban para hablar:
—¿Crees…? —dijo en un imperceptible susurro, aun con su vista perdida en la negra noche—. ¿Crees en el amor a primera vista?
Esa inocente pregunta, fue la dura confirmación de aquello que Irina tanto temía y ya imaginaba; había perdido la escasa posibilidad que le quedaba, lo había perdido para siempre. Su Edward, su hermoso Edward, al parecer estaba enamorado; otra mujer se había robado sus pensamientos y su fiera fragilidad, otra mujer… se había robado su corazón.
¿Cuándo pasó? Ni siquiera quería saberlo.
Apagó el cigarrillo, bebió el último sorbo de whiskey, se levantó del sillón, caminó hacia él, lo abrazó por detrás, apoyó la mejilla en su esculpida espalda y entrelazó las manos en su tonificado abdomen. Inspiró su masculino aroma, para disfrutar —tal vez— de la última oportunidad de tenerlo entre los brazos.
Sonrió ante tamaña ironía. ¿Qué respuesta le brindaría consuelo? Creía en el amor a primera vista, creía con fervor y esperanza, como una loca quinceañera que cree en el primer amor y creía porque de esa manera, se había enamorado de él; aunque siempre supo que era un imposible. Pensó cómo podría ayudarlo, porque deseaba hacerlo de corazón, aunque eso implicara perderlo; aunque en realidad, no puedes perder a alguien que jamás has tenido.
Su amor hacia Edward no era egoísta, quería su felicidad por sobre todas las cosas, por lo que con sinceridad musitó―: Sí ―calló considerando si debía preguntar de vuelta y arriesgarse a una respuesta adversa; no le importó, quería apoyarlo, por lo tanto, valía la pena el riesgo―. ¿Y tú?
Edward se estremeció al escuchar la pregunta. Hace años que no hablaba abiertamente de sus sentimientos, pero ahora que había tomado el valor, no quería parar. Eran años y años de estar guardando dolor y ya no lo soportaba más, sentía que si no hablaba iba a explotar, por lo que admitió—: Hace muchos años…
—¿De la madre de tu hija? —aventuró Irina, sabiendo que pisaba terreno peligroso.
—Sí ―confirmó, hablando de Lili por primera vez, con otra persona.
—¿Qué pasó con ella?
El oír la pregunta, todos los músculos de Edward se tensaron, pero no se molestó.
—Ese es un tema del cual por ahora, prefiero no hablar ―su voz era un estrangulado murmullo.
—Está bien, cariño. No tienes por qué hacerlo, si no quieres —Irina lo calmó, acariciando casi imperceptiblemente sus abdominales—. Entonces, si me preguntas por el amor a primera vista, es porque… ¿de nuevo te has enamorado de esa forma?
—No lo sé, no lo creo… ―negó con la cabeza y suspiró cansado expulsando todo el aire de sus pulmones―. Es absurdo, apenas la conozco… Además, no la soporto…
Irina quiso reír para la última afirmación, se le hizo demasiado tierna, ya que nunca vio a Edward en ese plano; había sonado como un niño. Uno que discute con su compañerita de clase, la trata mal y le tira las coletas, porque no sabe cómo decirle que está loco por ella.
—Pero no puedes dejar de pensar en ella ―no fue una pregunta, fue una afirmación.
—No, no puedo ―aceptó frustrado.
Ya no sacaba nada con negarlo, Isabella Swan, parecía haberse colado en él como una segunda piel, desde la noche en que colisionaron sus cuerpos.
—¿A qué le tienes tanto miedo, Edward?
Esa peligrosa pregunta, lo hizo volver a sus viejas memorias y cerrarse en rotundo. No estaba preparado para hablar de lo que había pasado con Lili, ni de cuánto había sufrido y de lo mucho que aún lo hacía, así que queriendo dar por terminado el tema sentenció―: Olvida lo que te he preguntado, es una tontería, yo mismo debería olvidarlo. Parezco un estúpido crío, haciéndote todas estas pusilánimes preguntas. Ya no importa...
Irina, al oír sus palabras ―y como siempre le pasaba―, Edward se le asemejó a un ángel de alas rotas y sintió la necesidad de reconfortarlo. Se separó de su alta figura, para enfrentarlo.
—Edward, cariño…—lo llamó poniendo una mano en su mejilla y mirarlo directo a sus bellos ojos—. Quizá yo no soy la persona más adecuada para darte un consejo, menos en materia de amor, pero solo te puedo decir que no puedes cerrar el corazón, para lo que no quieres sentir, porque lo sentirás de todos modos, por más que lo niegues y por más que lo intentes.
Edward la observó absorbiendo el poder de sus simples, pero sabias palabras, la abrazó, besó su frente y dijo―: Gracias…, por todo…
Ese beso marcaría un antes y un después en la relación de Edward e Irina; fue un beso de amistad, ternura y redención, un beso que sellaría un nuevo comienzo.
El joven sintiéndose más tranquilo, aunque aún bastante atribulado y confundido, soltó a la mujer para buscar su abrigo y las llaves del auto; debía volver a casa.
—Que tengas buen viaje…—dijo ella viéndolo partir, sintiendo con el dolor de su alma que había perdido a su amor, pero ganado un amigo—. Adiós, mi amor…—musitó cuando Edward desapareció por el umbral y cerró la puerta.
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—Esto es estúpido… —gruñó Edward al releer la lista de teléfonos e indicaciones que había escrito para cada uno de ellos, con tal de no tener que explicárselos a Isabella antes de partir.
No quería hablar con ella más que lo justo y necesario y, enseñarle toda esa inmensa lista de cosas, le llevaría un rato. Decidió irse por el camino fácil, he ahí el objeto de la lista.
«O por el camino más cobarde», se regañó mientras revisaba que ningún número ni explicación, se le quedara en el tintero. Tenía claro que se estaba comportando como un insensato adolescente, pero no sabía qué más hacer.
La noche anterior mientras conducía de vuelta a casa, las simples pero poderosas palabras de Irina, se repitieron una y otra vez en su mente: «No puedes cerrar el corazón, para lo que no quieres sentir». Ella tenía razón y, muy en el fondo, él siempre lo supo. Años de lucha contra la vorágine de sentimientos que lo roían y jamás obtuvo solución para espantarlos; solo que haber escuchado la frase en los labios de otra persona, parecía cobrar sentido.
Sin embargo, había un problema.
Fuera lo que fuera que estaba sintiendo por Isabella Swan, todavía no estaba preparado para ponerle nombre, ni buscarle un significado. Por otra parte, esperaba que no fuese más que un deslumbramiento pasajero y, cuando este pasara, volvería a su centro.
O mejor dicho, intentaba convencerse de eso.
Aunque Edward no quisiera reconocerlo, sabía que algo estaba cambiando dentro de él. Algo que había partido hace ya varios días, cuando deseó no usar más el sexo desenfrenado, como vía de escape para sus sentimientos. Más contundente todavía era el hecho que, luego de la acostumbrada visita nocturna a Marie Anne, con sigilo se dirigió a la puerta de Isabella y, como el experto que era para colarse en habitaciones sin ser visto —mala costumbre que aprendió en el internado—, estuvo tentado en entrar y contemplarla dormir; gracias al ápice de cordura que aún le quedaba, no lo hizo.
«Idiota —volvió a auto-flagelarse y se puso de pie, había llegado el minuto de partir—. O quizá me salvé de que no me diera un sartenazo en la cabeza», recordó que Isabella amaba los sartenazos de Rapunzel, aunque dudaba que tuviese un artefacto de esos, escondido en la habitación.
Tomó la lista la dobló en dos y salió del despacho, para ir en busca de ella y despedirse de Marie Anne. Cuando llegó al recibidor, a los pies de la escalera, se encontró con Bella.
—Buenos días —saludó incómodo y se pasó las manos por el cabello, para contemplarla de soslayo.
Su vestimenta era sencilla, sin embargo, al igual que la noche anterior, pensó que se veía hermosa: jeans, un suéter negro, tenis, su castaño cabello cayendo en ondas por sus hombros y espalda, ni una gota de maquillaje cubría su precioso rostro.
—Buenos días —correspondió ella, examinándolo también.
Edward iba impresionante, como siempre, sin embargo Bella pensó con reproche, «¿quién puede viajar quince horas arriba de un avión con traje? —Y sin reflexionarlo se auto-respondió—: Alguien tan engreído como Edward Cullen».
—Tenga —dijo él, extendiéndole la lista, mientras más rápido se despidiera de ella mucho mejor.
Bella tomó el papel doblado en dos, lo desplegó, frunció el ceño y leyó. En el estaban escritos, con la hermosa y prolija letra del joven, los teléfonos del doctor, ambulancia, policía y bomberos, Kate y Garrett, colegio, Paul, Carlisle, el de la casa, por supuesto que el de él mismo y muchas instrucciones con respecto a Anne.
De todas las indicaciones ahí escritas, ninguna le llamó la atención, todas le parecieron aprensiones normales de un padre que se va de viaje. Tampoco le extrañó que en la lista de personas a quién recurrir, no estuviese la madre; lo comprendía debido a lo que Edward le reveló el día anterior. Solo hubo un detalle en el que reparó y ese fue, que el listado estaba escrito por completo en su lengua materna.
—Está en inglés —musitó la muchacha sorprendida, más para ella que para él, y no supo cómo calificar ese hecho.
¿Era un gesto de amabilidad de parte de Edward o nada más que mera presunción?
—Bueno, no pensará, que si voy a trabajar a Las Vegas, no sé hablar inglés —dijo Edward, avergonzado de que ella se fijara en ese detalle; jamás admitiría que lo escribió así por cortesía.
«Maldito presumido», pensó y de inmediato rebatió—: Señor Cullen, jamás he pensado eso.
—Señorita Swan —Edward suspiró cansado—, sea buena y no me discuta esta mañana, ¿sí?
Bella quiso ignorarlo, pero mirándolo bien, Edward se veía estresado y abatido. Negras y hundidas ojeras, enmarcaban sus preciosos ojos verdes como si no hubiese dormido, cosa que le extrañó, ya que lo sintió llegar antes de la media noche y no pasaron más de dos horas, desde que había salido.
—¿Se encuentra usted bien? —Escapó de sus labios sin poderse contener, tal vez estaba preocupado por dejar a su hija, al cuidado de una completa extraña.
«No. Y tú, pecosa, eres la culpable», le hubiese gustado responder a Edward y plantarle un buen beso, para ver si de una vez por todas callaba su contestadora boca y él, calmaba las locas ansias que comenzaba a tener por ella.
Clavó su mirada en los rosados labios de la muchacha y se relamió el labio inferior preguntándose a qué sabrían, peligrosos deseos que desechó con rapidez, cerró los ojos, inspiró profundo y se tomó el puente de nariz con dos dedos, intentando serenarse. Cuando los abrió, para cambiar de tema preguntó—: ¿Alguna duda con la lista?
—No, por ahora, supongo que no —expresó Bella.
De lo rápido que había leído, todo le pareció bastante claro y bien explicado.
—Fantástico… —Edward se removió inquieto, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro, sin saber qué más decir o mejor dicho, cómo despedirse de Isabella—. Voy a ver a Anne…—anunció para arrancar del penoso momento.
Bella asintió.
—Cualquier cosa que necesite o duda que tenga con respecto a Anne —agregó antes de comenzar a subir por las escaleras—, puede llamarme, por más mínima que sea. Si no me encuentra, a la primera persona que debe recurrir es a Alice.
—Lo sé. No se preocupe, Señor Cullen, estaremos bien —Bella intentó infundirle confianza con una sonrisa, aunque no creía haberlo logrado.
—Nos vemos —dijo Edward como despedida y cual rayo se fue hacia la segunda plata, subiendo los escalones de dos en dos.
—Nos vemos —repitió Bella y con una extraña sensación de vacío alojada en su pecho, continuó su camino hacia la cocina.
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Tomar desayuno para Bella había sido un difícil, pero exquisito trámite. Rachel, apenas la vio entrar a la cocina, comenzó a tentarla con las más deliciosas comidas del típico desayuno francés: croissants, tostadas con mermelada de frutilla y mantequilla, magdalenas, café con leche y por supuesto que no podía faltar el huevo pasado por agua.
Un triunfo fue que ella aceptara que Bella estaba bien con un vaso de leche y fruta picada. Refunfuñó tanto que hasta la había comparado con el señor Cullen, diciendo: «¡Ese flacucho niño, sólo tomó café!», lo que a Bella le provocó mucha risa, ya que lo más probable es que Edward, no supiera que Rachel lo llamaba «flacucho niño» y tampoco creía que le gustase.
Miró su reloj, faltaban veinte minutos para las ocho. Se debía apurar, el mensaje que Alice le había enviado hace una hora, le indicaba que pasaría por ella pronto.
—Muchas gracias por el rico desayuno, Rachel ―agradeció dejando el plato y el vaso que ocupó en el lavado.
—Cuando quiera, señorita —contestó la mujer con amabilidad, preparando una bandeja, desayuno que Bella supuso era para Anne.
Bella rodó los ojos, no llevaba ni un día en la casa y ya estaba harta de escuchar el ceremonioso «señorita»; estaba esperando que Edward se fuera, para cortar de raíz la pomposa prosa.
—¿Vuelve usted a almorzar? ―Investigó la mujer, deseosa de saber los horarios de la muchacha.
—No ―negó caminando hacia la puerta―. Nos vemos en la tarde.
―Que tenga un lindo día.
―Igual, gracias.
Isabella salió de la cocina entusiasmada de retomar sus clases, comenzaba una nueva temporada en la compañía de ballet, lo que implicaba nuevos e importantes desafíos y papeles que conquistar. Debía mantener y en el mejor de los casos, mejorar el lugar que con tanto esfuerzo se había ganado, si quería alcanzar su principal objetivo: Obtener el anhelado contrato en el elenco estable del afamado Ballet de París.
Por el camino hacia su habitación, fue repasando la lista, quería cerciorarse que en ausencia de Edward, todo andaría bien. No es como si creyese que se había vuelto indispensable en un día, pero el hecho que él no estuviese en Francia y ahora ella, fuese la responsable de Anne, le provocaba cierta ansiedad. Su rutina diaria, implicaba muchas horas fuera de casa y le preocupaba que el día libre de la adorable niña, lo pasara en soledad.
Respiró más tranquila al recordar que los miércoles, Anne tenía clases de inglés por la mañana —con una mujer llamada Kate Vulturi—, y por la tarde clases de natación —con otra llamada Angela Weber—. Nombres que aprendió, gracias a la lista y a la elegante letra de Edward.
―¿Kate es la esposa del jefe de Edward? ―musitó para sí, al leer esa información que le llamó la atención, aunque eso, no era lo que consideró de real importancia.
Lo que le extrañó en verdad era que ella y su esposo, fueran las siguientes personas a las que debía llamar, si algún imprevisto ocurría con Anne.
«¿Qué querrá hablar conmigo? —Se preguntó Bella al leer que Edward le pedía que por favor llamara a Kate, además de intrigada de que las segundas personas al mando, fuesen entrecomillas unos extraños y no el abuelo paterno, lo que la llevó a tener una nueva interrogante—. ¿Qué será de los abuelos maternos?».
Sumando así, otro enigma a su montaña de dudas.
Cuando llegaba el segundo piso, se encontró con Paul que venía bajando la escalera a toda prisa, llevando dos enormes y elegantes maletas.
—Buenos días, señorita Isabella —saludó como siempre con una gran sonrisa.
Bella rodó los ojos para el «señorita» y también sonriendo contestó—: Buenos días, Paul.
—¿Ya se va al ballet? —preguntó el chofer con genuina preocupación—. Porque si quiere que la llevemos, nos vamos en diez minutos.
—No, muchas gracias, Paul. No será necesario. Alice vendrá por mí esta mañana.
—Bueno, cualquier cosa que necesite, no olvide que puede llamarme —dijo esto, retomando su ajetreado recorrido escaleras abajo.
—Sí, muchas gracias —Bella agradeció otra vez, pensando en que lo último que haría sería molestarlo, todos estos meses se había manejado bastante bien por sus propios pies.
Dobló la lista que llevaba en las manos, la guardó en el bolsillo trasero de sus jeans —para repasarla más tarde— y comenzó a hacer un chequeo mental, de las cosas que necesitaría para el día. Cuando pasó por la puerta de Anne, gracias a que estaba entreabierta, escuchó:
—…nada de arañas, ni bichos aterradores…
La extraña afirmación la paralizó.
«¿Arañas? ¿Bichos?», cuestionó, aunque no estaba segura de haber escuchado bien, pero el claro tono de advertencia en la aterciopelada voz de Edward, le dijo que era mejor para ella quedarse a oír esa conversación.
Poniendo alerta todos sus sentidos, se acercó a la puerta en la punta de sus pies, para no perder detalle de las voces provenientes del interior. La diminuta rendija, por donde se colaba el sonido, la invitaba a escudriñar por ella y observar que estaba sucediendo dentro, pero decidió que eso era tentar demasiado la suerte, ya que de hecho, era horrible lo que estaba haciendo.
—Tampoco más intentos de emancipación a horribles animales, como ratas y sapos…
Bella estaba estupefacta, ¿todas esas advertencias eran para su adorable Anne? ¿Era la tierna y simpática niña con la que compartió el día anterior, una tremenda malandrina?
La confirmación, llegó de los propios labios de la personita en cuestión:
—Sí, papi. Lo prometo, nunca más.
«¡Oh, por Dios! —Bella gimió no dando crédito a lo que sus oídos escuchaban, cuando por fin lo comprendió—: ¡Por eso tanta advertencia!».
—Y por sobre todas las cosas…—Edward continuó—, por favor Anne, no le vayas a hacer vestidos a tus muñecas con la ropa de Bella.
«¡¿Con mi ropa?! ¡Maldición, si tengo muy poca! —La muchacha pensó con terror, decidiendo que antes de salir, cerraría la puerta de su habitación con llave; posteriormente mataría a Alice por haberle mentido, asegurándole que su sobrina era un ángel, cuando era un pequeño y travieso demonio—. ¡Espera! Edward… me acaba de llamar ¿Bella?».
—La ropa de Zafrina se parecía al espantapájaros del Mago de Oz y olía raro —intentó defenderse Marie Anne y la masculina risa de Edward se escuchó—. Bella se viste lindo y huele a pastel de fresas.
Sincero postulado, para el cual Isabella se derritió. Al punto de esfumarse su miedo a quedarse sin ropa y olvidar cuánto le gustó, que Edward la llamara Bella.
«Tiene una hermosa risa —reflexionó atenta a los últimos espasmos de las musicales carcajadas, que le provocaron sonreír—. Debería hacerlo más seguido».
—No me importa —la voz del joven padre, ahora seria, interrumpió sus cavilaciones—, por eso es que estás media castigada.
―Ya sé, nunca más papi.
«¡Oh, he ahí la razón del medio castigo!».
—Y por último —agregó con el mismo tono—, no quiero enterarme de que te has vuelto a pelear con Kim Newton.
«¡Madre mía! —Bella de nuevo estaba sorprendida—. Además de traviesa, ¿belicosa?».
—¿Aunque ella vuelva a burlarse de mí porque no tengo mami?
Al oír la pregunta de la dulce Anne, Bella sintió que se le partía el corazón en dos. ¿Qué clase de alimaña insensible puede burlarse de una niña que no tiene madre? Sintió una imperiosa necesidad de estrangular a ese pequeño monstruo llamado Kim Newton, con sus propias manos.
—Anne, ya conversamos de esto, ¿recuerdas? —Edward sonó dolido y mortificado.
Bella sintió empatía, la situación, también debía ser muy triste y difícil para él.
—Sí…
La respuesta de Anne fue un imperceptible y lloroso susurro que se apagó en el silencio. Pasó un lapso donde Bella no escuchó nada más que su acompasada respiración y al parecer, un ronco gemido.
―Adiós, pequeña —musitó Edward quebrando la calma—. Nos vemos en dos semanas…
Para Bella, su despedida sonó tan triste, que le pareció que podía palpar el dolor de su partida, partida que a la vez, le pareció muy al estilo de Edward, sin grandes demostraciones de cariño, ni edulcoradas palabras.
«¡¿Le costaba mucho decirle que la ama?!», en rabiada reprochó el actuar del arquitecto, a pesar que podía identificar el desconsuelo impreso en la cadencia de su voz.
Las pisadas fuertes y decididas que lo caracterizaban resonaron dentro de la habitación, pasos que le advirtieron que era mejor que desapareciera de su escondite, si no quería ser pillada infraganti, escuchando una conversación que no le correspondía. De igual modo que se ocultó, corrió hasta a su cuarto e ingresó a este, justo cuando Edward salió al pasillo para encaminarse hacia la planta baja.
Unos deseos imperiosos de saber cómo estaba Anne la invadieron, así que sin pensarlo dos veces y sin importarle si se encontraba con Edward —aunque lo dudaba—, se dirigió a cerciorase cómo estaba la niña.
Cuando entró a la habitación, la imagen que encontró, le desgarró el alma. Marie Anne estaba sentada en su cama, lágrimas silenciosas rodaban por sus sonrosadas mejillas y abrazaba con todas sus fuerzas al peluche de la Bestia.
—Oh, no llores cariño—dijo Bella con voz dulce y se acercó a Anne, la acunó dentro de sus brazos, besó el tope de su cabeza y la meció despacito intentando consolarla—. Ya verás que dos semanas pasan muy rápido… Tú y yo, la pasaremos tan bien, que apenas nos daremos cuenta de los días y de la noche a la mañana, papi ya estará de vuelta.
La nena que continuaba llorando, asintió en silencio.
Los motivos de su inconsolable tristeza, no se debían a las advertencias de su padre y mucho menos a su viaje. Dentro de lo que su niñez le permitía comprender, ella sabía que el deber de él era trabajar, su desconsuelo radicaba solo en el hecho, que lo echaría muchísimo de menos; Edward, era todo para la niña.
Ambos tenían un vínculo que solo ellos llegaban a comprender, un lazo ajeno al mundo exterior, a los seres queridos que los rodeaban y a los ojos inquisidores y curiosos. Uno que se forjó el devastador día en que perdieron a su madre y quedaron solos; uno que se vio plasmado en ese último y silencioso abrazo, y en el devoto beso que su padre depositó en su frente, antes de partir.
—¿Lo prometes? —musitó Anne contra su pecho.
Bella con ternura le acunó el rostro con una mano y lo levantó para mirarla directo a sus llorosos ojos y en un tono animado, para intentar aplacar su tristeza dijo—: Lo prometo, cariño. Ya verás que lo pasaremos genial.
Un atisbo de sonrisa se asomó en la comisura de los labios de la niña, mientras en la mente de Bella se edificaba una idea grandiosa, a raíz de la peluda figura que yacía aprisionada entre sus dos cuerpos.
A su vez Anne, gracias a la promesa de Isabella, que le brindó la calidez y la confianza que jamás le entregó ninguna de sus niñeras, se animó a preguntar―: Belle, ¿quieres venir a mi presentación de ballet?
—¡Oh! —expresó Bella sorprendida, esa era una invitación que no esperaba y para la cual estaba encantada—. Por supuesto. Sería un honor para mí.
Apenas aceptó, una nueva idea pasó por su mente, una tan maravillosa que estaba segura que ayudaría a calmar casi por completo, la tristeza de Anne.
—Edward, ¿estará en París, para esa fecha? —preguntó para corroborar si podría llevar a cabo su plan.
Anne, que aún no comprendía muy bien de tiempo, ni de fechas, frunció el ceño y contó con los dedos, cuenta que abandonó cuando recordó la promesa de su padre.
—Sí. Papi dijo que vendría.
—¡Grandioso! —Bella aplaudió emocionada y de un salto se supo de pie—. ¿Te gustaría que te ayudara a preparar la coreografía? Así cuando vuelva papi le damos la sorpresa, que eres la niña que baila más lindo de todas tus compañeritas.
—¿Más lindo que Kim Newton? ―preguntó Anne con sus ojos brillando de ilusión.
—¡Más lindo que Kim! ―aseguró la bailarina, queriendo desintegrar a la mocosa de solo escuchar su nombre―. ¡Más lindo que todas!
—¡Sí! —aceptó Marie Anne poniéndose de pie arriba de la cama y comenzó a saltar llena de felicidad.
—Ahora —dijo Bella—. ¿Quieres ir a besar a papi?
Solo bastó el ofrecimiento, para que Anne saltara a sus brazos.
«Espero que aún no se haya ido», pensó Bella saliendo de la habitación en busca de Edward, convencida que un último beso de parte de él, ayudaría a disminuir el desconsuelo de la adorable pequeña.
Cuando ambas mujeres llegaron al recibidor, se encontraron con la siguiente situación: Claire sostenía la puerta de entrada, por la cual se podía vislumbrar la alta figura de Edward Cullen, a punto de montarse en la limusina.
—¡Señor Cullen! —Bella lo llamó con urgencia, para impedir que se subiera al vehículo.
Sin comprender qué pasaba, él se volteó al escuchar el apremiante llamado; sus verdes ojos se abrieron sorprendidos, al ver que la joven atravesaba la puerta de entrada, con Anne prendada a una de sus caderas.
Si había algo que Edward odiaba —de la larga de lista de cosas aborrecía de la vida—, eran las despedidas, y en ese instante con ambas frente a él, tendría que hacerlo de nuevo y no estaba dispuesto hacerlo.
—Señorita Swan, entre por favor. Anne todavía está en pijama, hace mucho frío y puede enfermar —ordenó en un rápido intento de arrancar de la situación.
—No sin que antes, le dé un último beso a Annie ―Bella le rebatió con vehemencia.
—¡¿Qué?! ―inquirió Edward y alzó una ceja, incrédulo de que tuviese la desfachatez de darle órdenes.
«Ya verás, pecosa. La única persona que da órdenes en esta casa, soy yo», pensó furioso, fabricando una respuesta inteligente, para dejarla callada.
Bella, intuyendo que el engreído saldría con uno de sus extravagantes argumentos, decidió contraatacar. No ingresaría a la casa hasta que el idiota de Edward Cullen, le diera un tierno y cariñoso beso a Anne.
—Deséale un lindo viaje a papi —susurró Bella en el oído de la niña, silenciosa orden que por supuesto, Edward escuchó.
—¡Que tengas un lindo viaje, papi!
—Y pídele que te traiga muchos regalos —volvió a la carga, con una sonrisa perversa y sin dejar de enfrentarlo con la mirada.
—¡Y quiero muchos regalos! —repitió Anne estirando los brazos hacia su padre.
«¡Jodida pecosa del demonio! ―Edward maldijo para sí, mortificado de no poder escapar―. Esta me la vas a pagar».
No solo bastaba con que la hermosa mujer que tenía en frente lo volviera loco, sino que también, para sumar un nuevo tormento, ella lo estaba presionando para que él realizara abiertas muestras de cariño, que le costaban una infinidad demostrar.
Edward suspiró rendido, tomó a Anne en sus brazos y dijo—: Te traeré muchos regalos, solo si cumples lo que me prometiste.
Marie Anne, asintió con frenesí y besó su mejilla.
—Bien…—Edward gruñó apesadumbrado—. Entonces, adiós —musitó la última palabra mirando a su adorada hija a los ojos, intentando demostrarle con su profunda mirada, cuánto la amaba.
«Te amo, pequeña», depositó un largo beso en la frente de Anne y después con infinita delicadeza, la puso en brazos de Bella.
Cuando iba a voltearse para subirse al vehículo, su hija lo detuvo diciendo—: ¡Papi, no le diste un beso de despedida a Belle!
Edward se congeló, su alma era un cúmulo de emociones dispares; quería regañar a Marie Anne, tanto como quería agradecerle.
Sería un farsante consigo mismo, si rechazara una oportunidad como esa. Desde su reencuentro ―o mejor dicho hace días― que llevaba preguntándose cómo sería el sabor de los labios de Isabella y cómo se sentiría al tacto, su hermosa y nívea piel. ¡Qué decir de los pensamientos que reproducía en su mente! No eran para nada castos...
Dio un paso al frente, acto que intimidó a Bella —que hasta ese segundo, estaba segura que él, no cumpliría el pedido de Anne—, Edward estaba demasiado cerca, así que nerviosa balbuceó—: No es necesario… No…― palabras que quedaron atascadas en su garganta, cuando la alta y masculina anatomía se cernió sobre ella, invadiendo su espacio personal.
El rostro de Edward se acercó con lentitud al de Bella y dejó un atrevido beso en la comisura de sus labios. Luego, casi sin separarse de ella, exhalando su embriagador aliento, susurró—: Hasta pronto, señorita Swan —y lamentando dejar ir el momento, se volteó para subirse a la limusina.
—Hasta pronto —Isabella murmuró aturdida por culpa de la seductora despedida, observando como Edward desaparecía dentro de la negra carrocería—. Dile adiós a papi, Anne —dijo de igual forma, acariciando con la yema de los dedos, el lugar donde los suaves labios la besaron y aún permanecía una deliciosa calidez.
—¡Adiós, papi! —La niña agitó una mano al viento.
El vehículo se puso en marcha y Edward contempló a las dos mujeres que lo despedían con una sonrisa en los labios. Una, dueña de su corazón y la otra, tal vez dueña de sus esperanzas, pero también de sus tormentos. La visión fue demoledora. Ahí, frente a sus ojos, estaba representada la imagen de la familia que alguna vez soñó tener y se estremeció al darse cuenta, que a pesar de tanto sufrimiento, aquel sueño se mantenía intacto.
Sí, Isabella Swan, había llegado a poner su mundo de cabeza, su vida jamás volvería a ser igual… Todo, había cambiado.
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Nota del autor:
1.Toi, si Dieu ne t'avait modelé, Il m'aurait fallu créer, pour donner á ma vie sa raison d'exister…: Si Dios no te hubiera esculpido, hubiera tenido que crearte, para darle a mi vida, su razón de existir.
Bien aquí estoy con un capítulo bastante largo en compensación a mis demoras. Gracias por la paciencia por la fidelidad y la espera. Estos capítulos me cuestan bastante construirlos, porque los detalles son lo que importan, sobre todo para el desenlace de la historia, que creo que no me será fácil.
Bueno, poco a poco he ido develando algunas cosillas, que espero no se les hayan pasado… ¿Qué opinan hasta ahora? Como siempre espero ansiosa sus hermosos comentarios y divertidas conjeturas que me sacan mucho más que una simple sonrisa.
Ya sé, algunas odian a Irina, lo siento ¡yo, la amo!
Y sí las canciones son importantes en el capítulo. La canción en francés y que Edward toca al piano, es la canción "She" que sale en Notting Hill con Julia Roberts y Hugh Grant, pero la letra en inglés (cover) poco tiene que ver con la letra de la original en francés, por si alguna le interesa saber lo que dice.
¡Y hasta aquí llego por hoy! Millones de gracias por sus lindos comentarios, por agregarme como autora e historia favorita, a las hermosas que fielmente me comentan y también las que pasan por aquí silenciosas
Millones de besos
Sol
