Nota: Este fanfic fue creado para el Matsuri Mítico de la página de Facebook ShikaTema: Hojas de la Arena. Basado en los mitos de Artemisa y la Cierva de Cerinea, pero no exactamente. Más bien tomé la idea de desarrollar algo nuevo alrededor de la figura de una de las ninfas que acompañan a la diosa.
Tres capítulos. Leve mención de violencia, muerte de personajes.
Espero les guste!
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Capítulo 1
La furia de una diosa podía llegar a ser demasiado cruel, sobre todo si su enojo terminaba convirtiéndose en mortal castigo hacia todo aquel que se atreviera a irrespetar sus ideales y, especialmente, su privacidad divina.
Temari, ninfa del bosque en el que nació y creció, ayudante y compañera de Artemisa, al inicio no le había dado mayor importancia a los actos con que había reaccionado la diosa de la caza y la castidad en contra del hombre que había visto su cuerpo en desnudez mientras ella se bañaba en un arroyo. El mortal no era el primero ni sería el último a quien la poderosa deidad castigaría por sus ofensas, la diosa habiéndolo convertido en un gran venado que deambuló y corrió por el bosque hasta que finalmente había muerto bajo las garras y colmillos de sus propios perros de caza.
Terrible destino, sí, y esa vez Temari lo había visto todo, subida en la alta rama de un esplendoroso árbol, demasiado lejos para poder lanzar con inmediata facilidad una de sus propias flechas y ayudar al desdichado mortal, haciendo traspasar una afilada punta a través de su ojo y cráneo.
No obstante, luego de nivelar mejor su arco y tomar un profundo respiro, al final lo había conseguido permitiendo que la muerte del hombre fuera menos agonizante, su flecha atravesando el aire silenciosa para no llamar la atención hacia su pequeño acto de misericordia.
Aún así el hombre debió haberlo sabido, debió haber sido más precavido, debió haber sido menos arrogante y ocultado sus ojos tan pronto observó a la hija de Zeús bañándose en el arroyo con otras ninfas. Debió haberse arrodillado en ese justo momento y haber pedido clemencia, si acaso realmente había sido sólo una casualidad sorprender a la diosa en tan íntima situación.
Pero los humanos eran estúpidos y los altos dioses demasiado inclementes.
Temari muchas veces había agradecido que ella misma fuera una deidad menor sin particular obligación con los humanos más allá de cuidar los árboles a su alrededor y segura de que nunca ofendería a un dios del Olimpo.
No habría posibilidad.
Ella misma, por mucho que nunca contrajera enfermedad alguna ni envejeciera, tampoco era inmortal y podía morir por la agresión de alguien, envenenamiento o por mandato divino, aún así no entendía la mayoría de las veces a los humanos ni su casi constante impulso por desafiar a los dioses a pesar de llevarles bastante desventajas. Quizá la juventud los hacía temerarios, siempre aplazando el tiempo que era inevitable para ellos, y sólo envejecer les aliviaba la carga de un cuerpo lleno de experiencias, no por nada eran los sabios ancianos quienes mejor entendían a los dioses.
El hombre que murió, no obstante, había sido un joven con todas las cualidades de un buen cazador pero claramente necio de corazón. Si hubiese sido ella, habría suplicado a Artemisa y habría prometido arrancarse los ojos, los habría ofrecido como sacrificio por su impertinente mirada, sin embargo para desconcierto de Temari, cuando el hombre había visto desnuda a la diosa había actuado sin pensar y no había pedido siquiera clemencia, muy a pesar de que Artemisa era ampliamente conocida por su naturaleza vengativa y por no tolerar contacto con ninguna figura masculina más que la de su hermano Apolo.
Así, Temari sólo podía concluir que los humanos, en mayoría, eran realmente estúpidos, a veces sin detenerse a pensar en lo que era demasiado obvio.
Eso sí, aunque no tuviese gran empatía ni entendimiento hacia ellos, sí tenía un gran aprecio por las cosas que vivían en su bosque y por los animales que pisaban el suelo verde. Por eso había alzado su arco y su flecha hacia la cabeza del hombre convertido en venado en un intento por acabar con su agonía.
Era buena en eso, en apuntar y acertar las flechas que llevaba colgadas tras su espalda. Quizá no tan excelentemente como su diosa —y Temari no se atrevería a mostrar una gran mejoría en ello cuando hacerlo podría causar celos y enfado en Artemisa—, pero era lo suficientemente buena para acompañar a la deidad durante sus cazas, o para acabar con el dolor de un animal por enfermedad, por una mala herida debido a algún cazador novato, o por peleas de jerarquías entre los mismos animales, siempre honrando la vida que tomaba.
Así, en un mundo lleno de hombres con plegarias que buscaban abundantes y gloriosas cacerías a través de las cuales hallar prestigio entre sus semejantes, Temari buscaba que cada muerte hecha bajo sus flechas o daga fuera rápida y limpia, dando lugar a la siguiente y evitando un sufrimiento innecesario. Se compadecía de los animales de su bosque, no le gustaba el llanto ni el dolor en ellos, quizá porque esa era su labor y para eso había nacido, quizá porque a pesar de ser la más despiadada de entre las demás ninfas, a la vez entendía qué era ser gentil o cuándo una situación merecía de su toque justo.
Fue por eso que, días después de la muerte del cazador, cuando escuchó los lamentos de los mismos perros de caza que ella había visto morder y despedazar a su propio amo, y los vio olisquear y correr a través de los árboles sufriendo por no encontrar al hombre, Temari casi que sintió el mismo desconsuelo que habría sentido por un animal de su bosque y buscó la manera de aliviarlos un poco, así fuera con su sola compañía.
De esa manera, arrodillada en un claro del bosque y con su mano acariciando detrás de las orejas de uno de los entristecidos perros sobre su regazo mientras los demás se echaban al suelo alrededor de ella, Shikamaru la encontró, reticente él de apartar la mirada por unos momentos, no sólo haciendo juicios de valor según la información que hasta ahora él había recolectado sino también entendiendo el evidente encanto de lo que sus ojos captaban.
Sacudiendo entonces su cabeza y despejando su mente, Shikamaru luego observó hacia la palma de su mano, al objeto que ahí llevaba, y con lentitud para no generar innecesaria alarma decidió pisar una delgada rama para hacer notar su presencia.
En su mano, reflejándose tan igual de brillante a los ojos que de inmediato fijaron su mirada en él —verde azuladas joyas gracias a algunos rayos del atardecer que traspasaban el dosel de los árboles—, una punta de flecha se veía exactamente igual a las que llevaba la ninfa en su carcaj.
Shikamaru no vaciló en decirle su nombre cuando la voz de la mujer le preguntó con firmeza quién era y qué hacía ahí, como si fuese más una amenaza y enunciando desde ya que su paso por ese bosque no tenía bienvenida alguna.
Y si alguno de los dos hubiese tenido el poder de la videncia habrían reconocido con mayor facilidad que era el inevitable destino lo que lo había llevado hasta ahí a encontrarla, y que los futuros actos de él tendrían un gran peso en la vida de ella.
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Bastante tiempo después, cuando el verde lentamente se convirtió en naranja y muchas hojas cayeron, cuando él tuvo que buscar refugio porque el viento helado maltrataba su nariz y mejillas, enfermándolo y pocas veces pudieron verse, cuando la nieve desapareció y ella con una corona de flores rodeando su dorada cabeza volvió a verlo —él sonrojado por la visión que la ninfa le ofrecía—, y cuando luego todo volvió a ser verde y las estrellas retornaron a sus puestos justo como la primera vez en que se conocieron, Temari aún no caía en cuenta que había estado despertando el enojo de su diosa y que sería castigada por ello.
Un año atrás el mortal podría haber sido sólo un transitorio personaje de su bosque, alguien buscando por respuestas a la desaparición de uno de los mejores cazadores de su aldea. Si bien Shikamaru había ciertamente encontrado una de las causas en forma de mujer —o quizá, técnicamente hablando, la verdadera causa al haber sido la flecha de ella el arma que había dado fin a la vida de dicho cazador—, eventualmente su humana curiosidad no fue saciada al encontrar esas respuestas y su paso por el bosque se volvió habitual. Tanto que capturó la total atención de una ninfa y el enojo de una diosa.
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Fue luego de ese primer encuentro cuando la ninfa le había relatado todo después de considerar que él no podría traer peligro alguno al bosque ni buscaba venganza, que Shikamaru siguió pisando el denso suelo, acomodaba trampas creadas por él y se echaba en algún apacible lugar a ver pasar las nubes y a esperar porque sus artefactos capturaran conejos tan sanos y gordos como no había visto en ningún otro lugar.
Al inicio no hizo las cosas con gran intención, sólo haciendo el mínimo esfuerzo en su nueva posición como el mejor cazador de su aldea, porque si llevaba al menos dos conejos de regreso, si bien no sería aplaudido tampoco sería regañado, además aún tenían una apropiada cantidad de trigo y cebada y ninguna festividad estaba cerca como para que realmente se le fuese encomendado la tarea de cazar a algún gran animal que abasteciera algún festín cívico.
Así, por varios días con el pasto verde bajo su espalda y la posibilidad de lluvia casi nula, su sistema había funcionado a la perfección: entraba al bosque, armaba trampas, esperaba y volvía a hacer lo mismo cuando le era pedido; no obstante fue así sólo hasta cuando una gran sombra se ubicó encima de él.
—Si hicieras un mejor trabajo podrías cazar un jabalí.
Era la ninfa, con sus ojos como joyas observándolo con una mezcla de curiosidad y cautela.
—Soy consciente —respondió él volviendo a cerrar sus ojos—, pero no estoy tratando de hacer un mejor trabajo o de cazar un jabalí, eso significaría más problemas de los que estoy dispuesto a permitir.
—Aún así, y sólo porque encuentro rareza en cómo haces las cosas, ¿podrías capturar uno como lo haces con los conejos?
Shikamaru abrió uno de sus ojos.
—Lo siento, mujer, justo ahora no tengo lo necesario para armar una trampa lo suficientemente grande; además los jabalíes tienen un gran instinto... Si realmente quieres saber, en realidad creo que eso sería más fastidioso que simplemente capturar uno con mi arco.
—¿Entonces eres bueno con el arco? Porque veo que no llevas contigo una lanza, y los jabalíes de mi bosque son los más rápidos y fuertes que podrás encontrar.
En sus palabras sonaba orgullosa, confidente de sí misma y de lo extraordinario que era el bosque bajo su cuidado, pero por muy calmado e imperturbable que la apariencia de él daba a conocer, Shikamaru no era alguien a quien le gustara ser asociado con la total mediocridad.
—Soy el mejor de mi aldea, dado que el que tenía antes esa posición yace ahora con su cráneo convertido en uno de venado.
—Pobre hombre, debió haberlo sabido mejor —dijo ella casi que con decepción—. Y si acaso mientes y no eres tan bueno, procura darme una señal si decides cazar un jabalí con tu arco. No quiero que hagas sufrir innecesariamente a un animal de mi bosque.
Con eso ella se despidió, girando sobre sus talones y con gracia alejándose de él, quizá pensando que no lo volvería a ver especialmente si se trataba de un aburrido mortal que sólo capturaba uno o dos conejos.
Al día siguiente, no obstante, Shikamaru cazó un jabalí al cual le dio muerte sin dolor con una de sus flechas, la punta impactando un nervio que lo dejó de inmediato inconsciente en el suelo.
—¿Ahora crees que soy el mejor cazador de mi aldea? —dijo él mientras diligente amarraba las patas del animal y notaba la presencia de la ninfa detrás de él.
—Creo que eres el mejor cazador de jabalíes.
Shikamaru giró a verla. En los ojos de ella había un poco de humor, y en los de él sutil interés. Él no era alguien que se impulsara a aceptar indirectos retos, no obstante, bueno, el bosque hasta ahora había sido el sitio perfecto para él y estar en buenos términos con la ninfa que lo cuidaba no parecía ser una mala jugada.
Si algo, Shikamaru estaba seguro que si aún podía pisar el verde suelo era porque ella se lo permitía, y si él servía de entretenimiento para alguien que claramente poco contacto con humanos tenía, él podía ser un poco indulgente en ello.
—Vendré mañana y cazaré un venado —prometió él antes de sopesar la mejor manera de llevar al jabalí a su aldea y pensar también a cuáles perros de caza traer, los que fuesen más rápidos y resistentes pero menos agresivos.
Quizá sí se estaba metiendo en más problemas de los que estaba dispuesto a hacer.
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Desde la primera vez que había puesto sus ojos en Temari supo que era una ninfa, y sabía también que eran caprichosas, inmensamente problemáticas y posiblemente unas brujas hacia las cuales tener cuidado; había escuchado relatos sobre sus encantamientos, de cómo hombres caían físicamente enfermos luego de un primer encuentro con ellas, y de cómo otros pensaban realmente amarlas cuando no era más que locura.
No obstante Shikamaru no había caído enfermo, ni había empezado a balbucear incoherencias y tampoco, al menos en ese primer encuentro, había pensado que la amaba.
Lo que había entendido ese primer día era que la flecha que había recolectado luego de seguir huellas humanas que se habían convertido lentamente en pisadas pertenecientes a un gran venado, no podía provenir del arma de un odioso ser, y también había entendido que Temari —ninfa compasiva de los perros de caza que él mismo tan bien conocía— no había dado despiadada muerte a su amigo.
Así, no había nada que reclamar y ciertamente Shikamaru no tenía prevalencia alguna con las decisiones de los dioses, mucho menos con la que debía ser la deidad más problemática de todas y quien con sólo el chasquido de sus dedos había transformado a un sano hombre en animal.
Pero luego de establecer que ni él era una amenaza ni Temari una descorazonada o cruel ninfa, Shikamaru en un inicio volvió al bosque porque le había parecido un buen lugar. Allí podía cazar, descansar e incluso dormir, y repetir el ciclo por otros días más hasta que el verano llegara a su fin. No obstante, luego de algunas visitas más, de cazar un jabalí y un venado y aún faltando más soles resplandeciente hasta que llegara el mes de la cosecha de uvas, Shikamaru empezó a visitar el bosque en busca de ella.
Temari, quien aún a veces lo miraba con desconfianza e intensos ojos, era también gentil y respetuosa, y sabía hacer preguntas ante las cuales él siempre hallaba placer en responder, y daba réplicas que Shikamaru estaba seguro que no escucharía de ninguna otra mujer. Había una calma en sus conversaciones, y la riqueza tímbrica de la voz de la ninfa añadía un sutil atractivo a sus palabras.
Lentamente su propósito allí se extendió, y sin poder evitarlo empezó a apreciar tanto la compañía de ella y sus visitas al bosque que incluso a veces olvidaba sus flechas en casa.
Aún así cada vez que Temari le preguntaba qué hacía ahí Shikamaru se encontraba así mismo indeciso de confesar que era por ella, no se atrevía a decirle que era para verla y escucharla, y terminaba por halagar el lugar y afirmaba una y otra vez que su bosque era el más ideal para la caza, un excelente sitio desde donde ver las nubes pasar. Él, siendo un buen cazador —tan bueno como ella y quizá más talentoso que un dios porque no sólo se apoyaba en su fuerza sino en su mente—, perseguía a bestias y aves y los preparaba ante la atenta mirada de la ninfa, y así llegó un día en que empezó a alargar tanto el proceso que pasaban fríos amaneceres y cálidas noches antes de que él por fin, reticente, regresaba a su aldea.
Algunas veces, incluso, competían sobre quién era el más hábil arquero y quién podría acertar mejor a un difícil objetivo como lo era una fruta aún colgando de un lejano árbol, o atravesar la limpia circunferencia del ojo de un olvidado cráneo.
Fue así como pasaron varios días del verano, las visitas de Shikamaru atrayendo cada vez más la atención de Temari. Y fue así como también pasaron los días durante el otoño, viéndose tan frecuentemente que caminar uno al lado del otro se había vuelto rutina en medio de un contraste entre tonos rojos y naranjas y la naturaleza cobrando vida como Shikamaru no había experimentado antes.
No obstante, cuando el suelo se llenó de oscuras hojas y el viento estaba más helado, Temari volvió a preguntarle a su nuevo amigo por qué visitaba tanto su bosque, obteniendo como respuesta la misma de siempre: «Porque amo tu bosque, es el lugar perfecto para yo estar y nunca he cazado mejor». Desafortunadamente para ese entonces Shikamaru no sabía cuánta aflicción le causaría sus palabras a la ninfa ni que sería el real comienzo de sus futuras preocupaciones, casi tan pronto como se hizo el invierno.
Shikamaru fue a donde ella cuando los primeros copos de nieve cayeron, y luego volvió cuando hubo luna llena y cuando sólo la mitad izquierda estuvo brillante. Días después regresó pero sólo por una última vez mientras la nieve lo cubría todo. Esto, cuando la nieve había hecho que los animales muy poco salieran y las copas de los árboles estuvieran completamente pintadas de blanco haciéndolas perder su color, había causado gran aflicción en Temari porque él no volvió y entonces era cierto, él sólo necesitaba de su bosque para cazar, era lo único que apreciaba.
Sin los animales asomando sus cabezas por entre los árboles no había razón para él estar allí y por tanto el corazón de la cuidadora del bosque sintió resquebrajarse, sin siquiera estar segura del porqué, simplemente anhelando ahora la presencia de él, misma presencia que él había dejado de ofrecerle.
Su diosa Artemisa tenía razón: los hombres aunque no tuviesen poder podían causar un gran daño, incluso inadvertidamente. Y podían hacer doler el corazón de una deidad y era mejor evitar el contacto con ellos. Así, apenada y poco consciente de que lo que sentía era amor, Temari no buscó consuelo con las otras ninfas ni salió de su propio refugio. Sólo esperó hasta que sus animales volvieran a salir, hasta cuando todo se derritiera y las cabezas de las nuevas pequeñas crías llamaran por su atención y las flores volvieran a ser tantas que podría ocupar su cabeza en cuidar de éstas y no en sus propios lamentos.
Gracias por leer!
