Juntos a la par
Candy se miraba en el espejo mientras cepillaba su larga cabellera rubia rojiza. A lo lejos se escuchaba una música suave y melodiosa. Había llegado el momento. Ésa era la noche, la noche que tanto había hablado Albert: la gran cena de fin de semana. Se miraba sin perder detalle en su reflejo, pensativa, y hasta un poco nerviosa. Aún no podía creer en el embrollo en que estaba metida. Sin perder detalle y con manos hábiles armó un rodete con su cabello prendiéndolo con una de sus hebillas favoritas con forma de mariposa, dejando caer unos cuantos mechones rubios enmarcando su rostro. Nunca se había sentido cómoda que otras personas la peinen y maquillen. Sólo ella entendía su cabello rebelde, sólo ella sabía qué colores le combinaban mejor. Con la ilusión a flor de piel, se puso un poco de maquillaje suave y un poco de brillo en los labios. También unos delicados aros con forma de pequeñas rosas blancas brillantes y una gargantilla a juego. No necesitaba más. Con algo de impaciencia, logró deslizar el elegante vestido por su cuerpo. Había escogido un vestido entallado de color rosa perlado con escote y espalda descubierta. Y finalizaba su atuendo con unas sandalias rosa plateadas tacos altos. Con una sonrisa satisfecha, se miró una vez más en el espejo enterizo de la suite principal de la mansión.
-Hermosa… -escuchó decir a una voz masculina a su espalda. Por el reflejo del espejo podía verlo. Albert la miraba embelesado.
Sonriendo se dio media vuelta quedando frente a él.
-Tú también… -contestó.
Albert vestía un traje oscuro de dos piezas, camisa blanca, corbata gris perlada y zapatos negro de cuero. Candy lo miró de arriba abajo, mientras se le encogían los dedos de los pies.
Él se acercó suavemente y le tomó delicadamente la mano, depositando un suave beso.
- ¿Vamos, señora Andrew? -preguntó sonriendo con un brillo pícaro en la mirada.
-Por supuesto, señor Andrew.
Ambos caminaron por los pasillos tomados de la mano, sin dejar de mirarse. Envueltos en esa burbuja de ensueño, completamente ensimismados el uno en el otro.
- ¡Psst, William! -Se escuchó llamar a un costado. Albert giró inmediatamente y vio a George llamándolo desde una las habitaciones vacías. Con la mirada seria de su fiel confidente, el gran heredero ya sabía que algo grave pasaba.
-Eh… Adelántate pequeña, yo iré en un momento -la voz de Albert intentaba ser tranquilizadora, pero Candy lo conocía bien, algo pasaba.
- ¿Qué sucede…?
-No te preocupes, sólo debo hablar un momento con George, enseguida te alcanzo ¿de acuerdo?
Candy quería insistir en su curiosidad, pero antes de que pudiera reaccionar Albert ya había desaparecido tras la enorme puerta de madera.
- ¿Qué sucede George? -Albert hablaba en susurros, temía que alguien los oyera.
-William… mis fuentes me informaron que el señor Rockefeller está investigando la veracidad del matrimonio.
-Era de suponer George, pero fuimos precavidos.
-Sí, pero sabes bien que pueden descubrirlo William… -La actitud de George por fuera era inmutable, ese hombre parecía de acero, como si nada le afectara, pero Albert conocía muy bien a su mano derecha y podía darse cuenta cuando estaba preocupado.
-Bien, gracias por informarme George. Entonces sabes qué hacer.
George hizo un asentimiento de cabeza y salió de la habitación sin decir ni una palabra más.
La cena transcurría tranquilamente. Música suave instrumental envolvía el ambiente, y un enorme candelabro iluminaba la sala-comedor. Todos se encontraban sentados alrededor de una mesa larga de madera de forma ovoide, perfectamente decorada. Los Rockefeller, todos elegantemente vestidos, Lidia y John en uno de los lados, y las mellizas que parecían Barbies con sus hermosos vestidos de noche, sentadas frente a sus abuelos. William Albert Andrew se encontraba sentado a la cabeza de la mesa, y su fiel compañera, Candice White Andrew en el otro extremo, justo frente a él. Según las normas de la etiqueta esta peculiar ubicación demostraba tácitamente a los invitados que ambos eran pares, socios de amor y de aventuras, compañeros en las buenas y en las malas, marido y mujer.
-Exquisita cena, Albert. Creo que tendré que robarme a tu chef -comentó en un momento John Rockefeller Jr. risueño. Un pequeño brillo en su nariz, indicaba que el vino comenzaba a hacer efecto.
-Puedes intentarlo John, pero no te será nada fácil despegar a Dorothy de Lakewood. Adora trabajar aquí. Y te lo digo por experiencia, más de una vez quise llevármela conmigo a Chicago, y no quiso por nada del mundo ¿No es así, cariño? – comentó Albert también risueño mirando a Candy con ojos brillantes.
Candy desde el otro extremo de la mesa se sentía un poco lejos, pero aquel brillo y esa sonrisa cariñosa llegó a ella con tal fuerza que logró enrojecer sus mejillas.
-Sí, es así… -sólo logró decir. No sabía si también era el vino, la noche o simplemente el torbellino de sentimientos que la envolvía, pero todo le parecía un sueño… la cena, los invitados, la música, la elegancia por doquier, el anillo en su dedo, aquellos ojos celestes que no paraban de mirarla…
El ambiente era ameno y agradable, y todos estaban de buen humor. Luego del almuerzo al aire libre, tanto los invitados como Albert y Candy se habían ido a descansar y a prepararse para la gran cena. Y ese buen descanso parece que les había sentado a todos de maravilla, porque se podía sentir el buen humor en el aire.
-Y cuéntame Albert... -los interrumpió en un momento Lidia Rockefeller - ¿cómo fue la boda? Siempre me llamaron la atención las bodas en las Vegas y su veracidad… -dijo esto último como si sus palabras fueran deslizándose por lo bajo.
De un plumazo Candy salió de la ensoñación y enfocó su mirada en Albert, pero éste se encontraba sumamente tranquilo sin perder la sonrisa y sin dejar de mirarla.
-Con Candy llevamos tanto camino recorrido… Nos conocemos desde hace tantos años… ¿Sabían que nos conocimos siendo niños? -preguntó el gran heredero en general sin responder directamente a la mujer mayor que en aquel momento escudriñaba cada detalle buscando algún indicio de verdad. John, sin embargo, ya se lo veía tocado por el vino y sólo asentía a cada palabra que Albert decía.
- ¿Quieres contar cariño, cómo nos conocimos? Siempre me encantó tu versión de la historia… -le preguntó amorosamente Albert a Candy. Ella lo miró preocupada, pero luego suspiró no sin antes tomar un trago de su bebida. Le tocaba decir la verdad. No era ningún secreto su historia de vida, y cómo los Andrew la habían adoptado.
-Albert fue… mi príncipe que vino a rescatarme en su caballo blanco… -comenzó a decir ella -Yo apenas era una niña de 10 años, huérfana, que vivía en las calles y pedía dinero para sobrevivir. Aquel día, no había sido un buen día, tenía frío, me dolían los pies de tanto caminar y estaba realmente hambrienta. Creo que para ser tan pequeña ya había vivido tantas cosas y a esa corta edad mucho no se puede hacer más que llorar. Así que me hice un bollito en la esquina de un banco y empecé a llorar a cántaros. Hasta que sentí una dulce voz junto a mí consolándome, diciéndome que no llorara, que todo se iba a solucionar. Yo lo miré sorprendida y a la vez tan encantada. Aquel muchacho que creo que en aquel entonces no contaba con más de 16 años de edad era tan hermoso, rubio, ojos claros y no me acuerdo qué broma había dicho él o yo, o los dos, que al cabo de unos segundos estábamos ambos riendo a carcajadas. Fue en ese momento, donde él me dijo su primer piropo.
- ¿Qué piropo te dijo? -preguntó Lidia que no podía negar que la historia se le hacía sumamente interesante y hasta romántica. Albert sonrió, porque había escuchado esa historia cientos de veces de la voz de Candy, y siempre le causaba el mismo sentimiento de cariño y… amor…
-Que era más bella cuando sonreía -finalizó su relato Candy, con las mejillas enrojecidas ya que Albert no había dejado de mirarla en ningún momento.
-Ahhh -suspiraron al unísono las mellizas.
-Es así… -tomó la palabra nuevamente Albert sin quitarle la vista de encima a Candy -Entre los dos hay tanto camino recorrido. Tantas aventuras, tantas idas y venidas… Sus ojos verdes me cautivaron desde el primer momento, y aquella sonrisa me tiene enamorado desde siempre.
Candy inspiró profundamente al oír aquello, no sabía si esas palabras eran ciertas, pero se sentían tan bien, como si lo fueran.
-Fue hace un par de meses que comenzamos lo nuestro, y ni bien comenzó todo yo estaba seguro que no quería perder tiempo -Albert tomó un largo trago a su copa de vino tinto, dejando a todos en suspenso -Así que una noche se lo propuse, armamos nuestro bolso y nos fugamos a las Vegas.
-La capilla era pequeña pero acogedora… -se sorprendió Candy continuando el relato. Aquello era tan de ensueño, pero a la vez tan romántico, que las palabras simplemente salían solas de sus labios -El vestido me lo compré ese mismo día en una tienda del hotel, creo que fue una auténtica locura, pero como el inicio de nuestra historia lo indica, debíamos terminar así… Siendo el uno para el otro, hasta que la muerte nos separe ¿no, querido? -Candy no sabía si era el vino o la mirada de Albert que no se desviaba de la suya, pero su corazón latía sin cesar llevando a borbotones la ilusión a flor de piel.
Albert sin mediar palabra se levantó de su asiento y fue caminando lentamente hacia donde se encontraba ella. Tomó su mano, levantándola delicadamente. Pasó un brazo por su cintura y con la otra mano levantó suavemente su rostro.
-Sí, hasta que la muerte nos separe… - dijo casi susurrando, y antes de que Candy pudiera reaccionar sus labios se sellaron en un beso.
Y ella simplemente se dejó llevar, qué importaba que aquello fuera mentira, en ese momento se sentía tan rematadamente bien. Todo, las caricias de Albert, los labios besando sus labios, aquella lengua traviesa que jugaba con la suya y el delicioso sabor a vino que se fundía entre ambos.
-Wouw, qué romántico -exclamó Angeline, una de las mellizas.
- Hace calor aquí, ¿no? -la secundó Jennifer, agitando sus manos como si quisiera hacerse algo de viento.
Estos comentarios despertaron a la pareja, logrando que se separen suavemente, pero sin dejar de abrazarse.
-Bueno, creo que podríamos bailar, ¿no les parece? -comentó risueño John, carraspeando su garganta.
-Pero, John… -quiso intervenir Lidia, ella quería seguir escuchando la historia hasta los más finos detalles.
-Ya está bien, cariño -le respondió susurrando su marido - ¿O acaso no lo ves? -preguntó esto último señalando a la joven pareja que se miraba mutuamente todavía abrazados.
- ¡Siiii, vamos a bailar! -exclamaron casi gritando las mellizas Rockefeller, logrando que definitivamente Candy y Albert rompieran el contacto visual.
La noche continuó con un baile en el salón principal. La música envolvía cada rincón. La mansión de Lakewood estaba diseñada tanto para grandes fiestas con orquestas incluida, como pequeñas reuniones donde se pudiera manejar la música cómodamente desde una consola, ya que pequeños parlantes estaban ubicados estratégicamente en cada rincón. Albert se había tomado el trabajo de investigar los gustos musicales de la familia Rockefeller, tanto de John y Lidia, como de las jóvenes mellizas y hasta había conseguido algo de cotillón, así que no fue difícil lograr que todos bailaran hasta muy tarde, riéndose, haciendo trencitos, divirtiéndose sin parar.
El reloj marcaba pasada las 3 de la mañana, cuando una muy cansada Candy abrazada a un muy agotado Albert ingresaban a la suite principal. Ella llevaba sus zapatos en la mano, y Albert sin el saco, llevaba su camisa blanca fuera del pantalón y la corbata floja colgando aún del cuello.
- ¡Wouw, qué noche! -exclamó la rubia, dejándose caer sobre la enorme cama del dormitorio.
-Sí… -respondió Albert, sacándose de puntadas los zapatos de los pies.
- ¿Sabes? -continuó Candy mientras se sentaba al borde de la cama -Me caen muy bien los Rockefeller, son una familia encantadora.
Albert copiándola, también se sentó al borde de la cama junto a ella.
-Sí, son una hermosa familia, por eso nuestras familias son amigos desde principios de siglos.
-Gracias Albert…
- ¿Por qué, pequeña?
-Porque es un fin de semana de locos, pero la estoy pasando de maravilla.
-Yo también, pequeña…
En ese momento, Candy levantó la mirada encontrándose con la suya. Albert la miraba serio y a ella inmediatamente se le borró la sonrisa. Estaban solos, no había nadie a quien mentir, o con quien fingir.
-Albert, yo…
Candy se sentía atrapada en esa mirada. El vino que había bebido, la noche que habían pasado, los besos que se habían dado, la enorme cama matrimonial detrás de ellos, las cosquillas que empezaron a aparecer en su vientre, y su loco enamoramiento, estaban haciendo estragos en ella. La luz de la luna que se filtraba por la ventana junto con la luz tenue de las lámparas de noche, todo hacía parecer como si estuviera dentro de un sueño, en uno de los tantos sueños que ella había tenido donde sus más locas fantasías se hacían realidad.
-Albert…
-Sí, Candy… -él no la perdía de vista, y de pronto comenzó a acariciar sus mejillas mientras el cálido aliento se mezclaba entre ambos.
-En la cena, aquello que dijiste... Lo que dijimos...
-¿Sí?
-Se sentía tan real...
Él no la dejó continuar. Sus labios la cerraron en un beso. Pero era un beso distinto a los otros. Éste era un beso más pasional. Era fuerte y suave a la vez, húmedo y profundo. Y sin que ella se diera cuenta ambos se encontraban entrelazados sobre la cama. Candy sin pensarlo dos veces, desabotonó la camisa blanca de él, tocando sus pectorales con ansia mientras clavaba sus dientes en el grueso cuello masculino. Un fuerte gemido llenó sus oídos. Albert comenzó a acariciarla con deseo, ansia, pero a la vez sin urgencia. Empezó a acariciar suavemente sus muslos, deslizando su vestido hasta que Candy se vio nada más que en ropa interior entre sus brazos. Ella sin mediar palabra desabrochó su pantalón, bajó la cremallera y casi sin dudarlo se metió de lleno allí encerrando la erguida dureza, envolviéndola con su pequeña mano. El gemido de ambos se mezcló en el ambiente.
Ya estaban allí, sólo los dos, y no había vuelta atrás...
Albert la besaba por todos lados, sus labios, su cuello, bajando por sus pechos, su abdomen hasta que llegó ahí, entre sus piernas. Candy bajó la mirada, y vio una rubia cabellera metiéndose de lleno en su intimidad. Oh Dios, nadie jamás le había hecho sentir aquello, se sentía tan delicioso… Albert estaba en la gloria, jugaba con la lengua, los dedos, por fin aquello era suyo…
Candy en un momento se agarró de sus hombros y se arqueó, estaba casi tocando el cielo, casi, faltaba tan poco… Entonces, Albert se retiró un momento y buscó algo en su mesita de noche. Candy estaba tan extasiada su interior palpitaba con tanta fuerza, que no pudo aguantar más, y lo empujó sobre la cama, sentándose inmediatamente sobre él. Albert no pudo hacer más que gemir mientras ella lo invitaba a invadir su interior. Y entre vaivenes pasaron los suspiros, alternándose con fuertes gemidos, hasta que ambos entrelazados en cuerpo, alma y corazón, tocaron el cielo…
Continuará…
¡Hola! Pasaron años desde mi última actualización, lo sé, y perdón... Estoy bien, no me pasó nada, sólo que desde la pandemia, mi vida fue un torbellino, mucho trabajo, mucha familia. Pero acá estoy nuevamente. Veremos si puedo darle el fin que corresponde a este hermosa historia. Gracias por seguir allí leyendo mis locuras, un abrazo enorme.
