Ben estuvo por lo menos una hora fingiendo que hacía la compra, sus nervios crecían más y más al ver que su caja habitual permanecía vacía. Sus pensamientos se amontonaban en una espiral de terror: ¿está enferma? ¿La han despedido? ¿Está en el hospital? Quizá es solo su día libre, pero ¿no lo habría comentado la semana pasada? Y si… Y si…
Para cuando quiso rendirse, el encargado ya había empezado a echarle miradas hostiles. La fila para la otra caja tenía tres personas y Ben se sumó a ella, con la mirada perdida en los anuncios descoloridos de la pared a lo lejos, intentando no entrar en pánico.
Bueno, vale, intentando no entrar aún más en pánico.
No es tu problema, se dijo a sí mismo mientras esperaba. Solo eres un cliente. Ni siquiera sabes su nombre.
Pero en el momento en el que llegó a la caja, Ben no pudo contener la pregunta.
—La otra cajera… ¿No está aquí hoy?
El joven, rubio de piel sonrosada, que llevaba una mascarilla quirúrgica común, se le quedó mirando por tanto tiempo que Ben llegó a pensar que no le había entendido, pero finalmente el chico parpadeó.
—Está mala.
Un escalofrío recorrió a Ben de la cabeza a los pies.
—¿Mala? —logró colar entre sus labios entumecidos.
El cajero se encogió de hombros y empezó a pasar los productos por el lector.
—¿Sabes dónde puedo encontrarla? —Era una pregunta ridícula, una pregunta inapropiada, pero la desesperación le controlaba ahora. El cajero se detuvo; aparentemente no podía pensar y escanear al mismo tiempo.
—Nop, pero su compañera de piso trabaja aquí al lado.
Retomó su tarea y Ben intentó calmar su respiración. Salir corriendo en mitad de la transacción probablemente no era una buena idea, y no podía permitir que le prohibiesen la entrada a la tienda. No ahora.
Tan pronto como salió, Ben se dio cuenta de que había olvidado preguntar dónde era "aquí al lado", pero teniendo en cuenta que la peluquería de la izquierda estaba cerrada en esos momentos, solo le quedaba para probar la licorería de la derecha.
El lugar era casi un equivalente de la tienda de ultramarinos: pequeña, sucia y con precios altísimos. Ben pasó con cautela por delante de los estantes de bourbon barato y ginebra aún más barata y se dirigió a la caja registradora acristalada situada frente a la puerta.
Una pequeña figura de pelo negro estaba sentada en el interior, escribiendo en su teléfono móvil; una mujer bajita sentada en un taburete alto, como pudo apreciar al acercarse más. Ella alzó la vista cuando se detuvo, sus ojos se veían aburridos por encima de su mascarilla de bandera pirata.
—¿Te ayudo?
Ben abrió la boca, luego la cerró, intentando decidir qué decir.
—Estoy buscando a la mujer que trabaja en el otro local —dejó escapar—. Es, bueno, ¿eres su compañera de piso?
La mujer se giró en el taburete para mirarle de frente, con una mirada inquisidora.
—¿Quién te ha dicho eso?
—El otro cajero, no sé su nombre —Ben se mordió el labio, la tela se tensó alrededor de su barbilla—. Por favor, ¿puedes decirme si está bien?
Sus cejas se alzaron, entonces la mujer levantó su teléfono y le sacó una foto.
—Espera un momento.
Volvió a inclinarse sobre el teléfono, Ben empezó a cambiar el peso de un pie al otro, preguntándose, desolado, si estaba escribiendo a la policía para decirles que había un chiflado de dos metros en la licorería. Pero unos treinta segundos después su teléfono sonó y contestó.
—Si, ¿es él?
Ben parpadeó.
—Sí, bastante —la mujer le evaluó con la mirada—. ¿Qué? Vale, se lo diré —colgó—. Así que tú eres el cliente favorito de Rey —dijo, sonando mucho más amigable—. Ha cogido un resfriado algo chungo, pero está bien.
Le pareció que su columna se derretía del alivio.
—¿No es el corona?
—No, se hizo una PCR la semana pasada. Ese gilipollas de Plutt la despidió ayer, pero de todos modos no puede volver a trabajar hasta que esté mejor —la mujer entrecerró los ojos—. ¿Estás bien?
Ben apretó los dientes y se dijo que no iba a apoyarse contra la pared de la cabina, que era un hombre hecho y derecho que no se desmayaba en público.
—Es- estaba preocupado.
—Ya lo veo —la mujer sacudió la cabeza, su voz algo más divertida—. Te ofrecería un trago, pero…
La risa sorprendió a Ben, saliendo de su abdomen antes de que supiese que estaba formándose.
—¿De verdad soy su cliente favorito?
—Bueno, estás mano a mano con la mujer mayor que le enseña fotos de su gato, pero diría que sí. Rey te menciona tanto que yo misma podría reconocerte, la verdad.
Rey. Se llama Rey. Ben sentía como si una pequeña pieza del universo se hubiese alineado en él, encajando en su sitio. ¿Habla de mí?
Pero ese pensamiento fue echado a un lado por una preocupación más urgente. Está enferma, es pobre, acaba de perder su trabajo.
—¿Vas a estar aquí un buen rato? —preguntó Ben. La mujer le miró confusa.
—¿Supongo? Hasta el cierre.
—Ahora vuelvo —le dijo, y salió corriendo hacia la puerta.
La tienda de ultramarinos era la más cercana, claramente. Ben tiró las bolsas de tonterías varias en el todoterreno y volvió, esta vez comprando con un propósito. Sopa, zumo de naranja, galletas saladas, paracetamol, un termómetro, las dos últimas cajas de pañuelos. Ese horrible té de Lipton que ella decía que le encantaba. Chocolate, porque había oído que lo mejoraba todo. Incluso echó al carro un bálsamo labial y, por impulso, un par de calcetines de pelo que colgaban con tristeza en el pasillo de cosas sueltas.
Quería pasar por la sección de lácteos, coger leche y mantequilla, también huevos y fruta fresca, pero solo era mediodía y no vendían neveras portátiles ni hielo. Tal y como estaban las cosas, no podía llevar todas las bolsas de vuelta a la licorería en un solo viaje.
La compañera de piso de Rey estaba justo donde la había dejado, jugando nuevamente en el teléfono ante la ausencia de clientes. Ben se adentró, casi volcó una botella cuando una de las bolsas se balanceó demasiado.
—¿Puedes darle esto a Rey? —preguntó, casi sin aliento. Los ojos de la mujer se abrieron como platos.
—¿Todo eso? —Ben miró hacia abajo.
—No es mucho. Solo algunas cosas para que se sienta mejor —dejó las bolsas en el mostrador y entonces se acordó. Sacó el paquete habitual del bolsillo de su camisa y lo metió en una de las bolsas.
—Es té de flores —dijo—. Creo que le gustará.
La mujer le estaba mirando.
—Eres muy raro — dijo después de un tiempo—. Pero se lo daré.
—Gracias —Ben dudó, intentando pensar qué decir ahora, pero una voz seca resonó desde la trastienda.
—¡Oye!, no se permite merodear. Compra algo o vete.
La mujer maldijo en voz baja y se bajó del taburete.
—Será mejor que guarde esto antes de que suba. Y tú deberías irte.
—Claro —dijo Ben hastiado—. Gracias, otra vez.
Se montó de nuevo en su todoterreno, se quitó la mascarilla y puso el aire acondicionado al máximo. Apoyado en el reposacabezas, cerró los ojos e intentó asimilar la última media hora. No está bien, pero está bien. ¿Y yo soy su cliente favorito?
Eso tenía que ser una hipérbole, se dijo con resignación. En realidad no significaba nada, especialmente si estaba compitiendo con fotos de gatitos. Pero había sido bonito escucharlo.
Se llama Rey.
Ben ya estaba de vuelta en casa, quitándose el sudor del día en la ducha, cuando se dio cuenta de que no iba a volver a verla.
—¿Estás despierta?
La voz suave hizo que Rey abriese los ojos, parpadeando. Rose estaba de pie en la puerta de su habitación, con una taza en la mano.
—Ajá —Rey tosió y se forzó a incorporarse, logrando sonreír a medias. Tenía la cabeza embotada, cada músculo le dolía y su garganta parecía estar llena de cristales rotos, pero estaba mejor que ayer y aún mejor que antes de ayer.
—Bien —Rose pasó a la habitación, dejando una taza en su mesilla de noche y alejándose nuevamente, no por miedo al corona, sino porque ninguna de las dos quería que Rose se contagiase—. Más sopa.
Rey cogió la taza e inspiró el vapor, agradecida. No podía oler nada, pero…
—¿Del Hombre Alto?
—Todavía tienes la voz fatal —comentó Rose—. Sí, había como cuatro latas y quedan dos más.
Rey tomó un sorbo con cuidado (no necesitaba quemarse la boca también) y dejó que el líquido caliente se deslizase por su garganta.
—Me encantaría agradecérselo.
—Una pena —coincidió Rose, cruzándose de brazos y apoyándose en el marco de la puerta—. Es decir, sigue siendo un poco siniestro, pero bueno.
Rey resopló, entonces tuvo que sonarse la nariz. Ya había gastado las dos cajas de pañuelos que el Hombre Alto le había enviado, pero aún les quedaban algunas cosas en oferta.
—En serio, es buena persona.
—No te lo discuto, pero no sabes nada de él, a parte del hecho de que es jodidamente alto y le gusta tomar té raro —era un argumento demasiado trillado a estas alturas, pero a Rose le gustaba usarlo.
—Le hace la compra a sus padres, lo que significa que es un buen hijo. Probablemente —Rey tomó otro sorbo de sopa; resfriado o no, tenía hambre, cómo no—. Y siempre es muy educado.
—Puede estar tendiéndote una trampa —dijo Rose con tono sombrío, aunque a juzgar por su pequeña sonrisa, en ese momento estaba discutiendo por diversión.
—Dijo la mujer que se ha comido más de la mitad del chocolate —Rey arqueó una ceja y Rose negó con la cabeza.
—Tenía que asegurarme de que no tenía ninguna droga. Hablando de eso, ¿necesitas más pastillas? Tengo que irme pronto.
—No, todavía no. Que tengas buen día.
—Vuelve a dormirte cuando termines eso —le ordenó Rose y se marchó.
Rey sonrió con los labios en la taza y escuchó a Rose coger las llaves y la mochila y cómo se cerraba la puerta de entrada.
Su diminuta casa era lo que Rose llamaba un "préstamo a largo plazo", pero Rey sabía que era más una "estancia prolongada en la casa del amigo de una amigo que vivía al otro lado del país y no quería que se quedase vacía". Fue un buen trato, la verdad, teniendo en cuenta que todo lo que tenían que pagar era luz y agua a cambio de mantener el jardín y la casa en buen estado. Y, lo más importante ahora mismo, significaba que Rey tenía su propio baño, así que Rose tenía menos riesgos de contagiarse con su resfriado monstruoso.
Volvió a recostarse contra el cabecero, cansada pero no lista para echarse otra vez a dormir. El regalo inesperado de su amigable cliente había sido un verdadero salvavidas. Rose acababa de empezar en un trabajo mucho mejor, pero su primer sueldo no llegaría hasta dentro de otras dos semanas, y Rey no tenía ninguna esperanza de ver el último pago que Plutt le debía. Tenían suficientes paquetes de ramen instantáneo y botes de crema de cacahuete para sobrevivir, pero la sopa y el paracetamol habían hecho sus días mucho más fáciles.
Sin mencionar los pañuelos que no me dejan la nariz en carne viva.
Incluso le había mandado té decente, en vez de las peculiares muestras que seguía llevándole a la tienda. No había tenido el valor de decirle que le parecían horribles; era tan dulce cuando hablaba del tema, dándole pequeños datos sobre cada tipo y cómo prepararlo…
Estaba segura de acordarse de la primera vez que había entrado en la tienda, allá en marzo, cuando hasta su pequeña y patética tienda parecía una casa de locos; tenía los ojos desorbitados y un aspecto ligeramente ridículo, con la bandana torcida sobre su nariz y boca, pero, a diferencia de muchos otros clientes ese día, él no la había gritado o se había quejado, solo se le había quedado mirado un poco y murmuró un "gracias". En ese momento, había destacado por su altura y supuso que mucha gente le encontraba intimidante, pero algo en la forma de sus hombros y en la inclinación de su cabeza le hacía ver, no inofensivo exactamente, sino poco amenazante.
Lo más probable habría sido que no hubiese vuelto a pensar en él, salvo que volvió. Todas las semanas, como un reloj suizo. Las dos primeras veces apenas había hablado con ella, pero, movida por la curiosidad, ella sí habló con él, intentando provocar una respuesta. Antes de darse cuenta, estaban hablando sobre la pandemia (por supuesto), libros y té.
Rey no tenía ni idea de cómo se veía el Hombre Alto bajo la mascarilla, mucho menos sabía su nombre, pero sí notaba el cambio en su voz que, combinado con la forma en la que sus ojos se entrecerraban, quería decir (casi con total seguridad) que estaba sonriendo; sabía que se le ponían las orejas rojas cada vez que le hacía un cumplido; sabía que sus padres estaban divorciados y eran mayores, y ocasionalmente exasperantes.
Y sabía que esperaba sus visitas. Su breve conversación le alegraba las tardes aburridas, y su cortesía era tranquilizadora tras una serie de clientes maleducados. Rose podía burlarse, pero Rey no podía creer que tuviese alguna mala intención.
Le gustaba su risa abrupta y los comentarios irónicos que hacía, y la forma en las que sus ojos se iluminaban cuando la hacía reír.
Rey suspiró y se terminó la sopa. Sí que es una pena. El montón de provisiones le había sorprendido tanto como a Rose, y le habría gustado poder agradecerle, por lo menos; pero había desaparecido antes de que a Rose se le hubiese ocurrido preguntar su nombre. Y aunque él volviese a la tienda de Plutt, nadie a quien Rose había preguntado parecía recordarle. Espero que esté bien…
Dejó la taza a un lado y buscó su botella de agua. Rose podría estar fuera por horas, pero con toda seguridad escribiría a Rey para echarle una charla sobre mantenerse hidratada ya que no estaba allí para hacerlo en persona. El pensamiento la hizo sonreír. Que gracia haber perdido nuestros trabajos al mismo tiempo.
Pero Rose ya había encontrado un trabajo en la distribuidora local de marihuana, que no solo pagaba mejor, sino que le ofrecía un seguro médico. Rey había empezado a mirar ofertas de trabajo cuando tenía energía; no había muchas opciones, pero estaba segura de que al menos podía encontrar otro trabajo como cajera, una vez se hubiese recuperado.
Preferiría algo que pueda hacer desde casa, pero no hay que pedirle peras al olmo. Las opciones para aquellos sin un título universitario eran limitadas en el vecindario, y mucho más durante una pandemia.
Era muy consciente de que ser cajera era una especie de ruleta rusa, incluso con todos los protocolos de seguridad posibles, y era aterrador. Pero tenemos que comer. Ni siquiera el nuevo sueldo de Rose podía cubrir a ambas.
Bostezó, volvió a sonarse la nariz y volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Déjalo para luego. Puedes tomar un poco más de zumo de naranja cuando te levantes.
La idea la hizo sonreír, no tanto el zumo como el recuerdo del tímido entusiasta del té sin nombre que había sido tan amable. Algunas veces creía que podía escucharle todo el día.
Voy a echarle de menos.
Rey se durmió, y soñó con una tetera llena de pequeñas luces danzantes, y una voz grave hablándole sobre ella.
Es lo mejor, Ben se dijo a sí mismo, tumbándose en la cama y mirando al techo. Te estabas convirtiendo en un acosador pirado.
No significó nada, pensó mientras se ponía al día con su bandeja de entrada, su ordenador de trabajo justo en frente de su ordenador personal.Puede que le gustes, pero sigues siendo solo un cliente.
No habría llegado a pasar nada, mientras preparaba la cena y se la comía sentado en la isla de su cocina. Eres un desastre neurótico y ella se merece algo mejor que eso, mientras corría en la cinta. Contrólate y madura, mientras se afeitaba, mirándose en el espejo.
Ni siquiera erais amigos.
Ben sabía que era uno de los inmensamente afortunados. Tenía un trabajo que podía hacer a distancia y, lo más importante, disfrutaba la soledad. Quedarse dentro y evitar a la gente era prácticamente su sueño, y aunque echaba de menos salir a correr cuando y donde quisiese, o llevarse un libro a su restaurante favorito, estaba muy contento con cómo estaban las cosas. Había pasado tanto tiempo trabajando en un empleo que había acabado odiando, estresado y enfadado, que retirarse a la paz de su apartamento y no tener que hablar con nadie había sido una bendición.
Si no hubiese sido por Han y Leia, probablemente habría salido solo una vez al mes para conseguir suministros. Tenía trabajo, internet, todo lo que necesitaba estaba en su huella dactilar. Podía pasar el chaparrón tranquilamente.
Pero los días que siguieron a su visita a la licorería parecieron estrujarle el corazón que no estaba del todo seguro de tener, dejándolo dolorido y maltrecho. Sabía que no tenía motivos para estar tan deprimido, pero no podía evitarlo. Por mucho que señalase la parte lógica de la situación, esta no se hacía más llevadera.
Estuvo a punto de suplicar que no le mandasen a comprar la siguiente semana; Leia y Han tenían más que comida suficiente para aguantar. Sólo la certeza de que ninguno de los dos lo dejaría pasar si lo hacía lo impulsó a salir del apartamento y adentrarse en un día esplendorosamente soleado.
Tuvo suerte con Leia. Estaba al teléfono cuando llegó, ocupándose de alguna situación de crisis, ya que no colgó, sino que solo le saludó con una exagerada expresión pensativa. Ben se limitó a dejar las bolsas en el porche de su casa, cogió la que había para él (galletas esta vez) y le devolvió el saludo mientras se marchaba.
Han le echó un vistazo y entrecerró los ojos, pero no dijo nada hasta que hubo llevado su compra al interior. Volvió a salir con una cerveza y la colocó en la parte trasera del todoterreno aún abierto.
— Papá… —empezó Ben, exasperado, pero Han sacudió la cabeza y retrocedió.
—Las guardo para Chewie, pero no se ha acercado a beber desde que empezó toda esta mierda. Creo que te vendrá bien.
Normalmente, Ben no bebía en mitad del día, pero en ese momento no parecía importarle tanto. Abrió la botella con las llaves de casa y dio un paso atrás antes de bajarse la mascarilla y dar un buen trago.
—No quiero hablar de ello —dijo Ben mientras bajaba la botella, y Han se rió.
—No me sorprende. Te propongo algo, chico; me voy a volver a sentar y tú puedes sentarte en el parachoques, y podemos no hablar de ello por un rato.
Fue sorprendentemente apacible. No hablaron de nada en absoluto; Han se recostó en su silla, con la cara vuelta hacia el sol oculto por el toldo, y Ben se bebió el resto de la cerveza más despacio, con los codos apoyados en las rodillas. Sabía que podría conducir sin problemas, una cerveza no era suficiente para afectarle, pero aun así se quedó un rato al sol.
No dolía menos, pero había paz dentro de su cabeza.
Tenía pensado ir a casa por otro camino. Pero la costumbre era más fuerte que la memoria, y se encontró conduciendo por la carretera que llevaba a la tienda de Rey. No hay razón para parar, se recordó. Solo sigue conduciendo.
Salvo por…
La compañera de Rey. Estaría dispuesta a darle alguna noticia, ¿verdad? Para hacerle saber si Rey se encontraba mejor. No era mucho preguntar, ¿no?
Tomó la salida usual y entró en el destartalado aparcamiento, su estómago se retorcía en una incómoda mezcla de esperanza y culpabilidad, pero todo desapareció cuando se detuvo ante la licorería.
La licorería que tenía el cierre echado y el escaparate vacío.
Había una especie de nota pegada en la puerta de entrada, pero Ben no llegó a mirarla. De hecho, para cuando quiso volver en sí, ya estaba a mitad de camino de su casa, sin ningún recuerdo de los kilómetros que había recorrido.
Le sorprendió estar tan agobiado como para ser así de inconsciente, y terminó el trayecto con especial cuidado, aparcando en su plaza reservada y subiendo por las escaleras hasta su piso; estos días evitaba los ascensores, incluso cuando no había nadie en ellos.
Abrió la puerta, entró, la cerró y echó el pestillo, y entonces… se detuvo.
Idiota.
No se había dado cuenta de cuánto esperaba su subconsciente tener noticias de Rey otra vez. Cuánto dependía de ello.
Pero no sabía cómo se apellidaba. No sabía cómo se llamaba su amiga.
Ni siquiera sé cómo es.
Ben dio un paso tembloroso hacia delante, luego otro, dirigiéndose al sofá del salón. Podría cruzarme con ella por la calle y nunca lo sabría.
Se dejó caer en el sofá, una pierna puesta sobre el reposabrazos y la descansando en el suelo, las palmas de las manos apretando sus ojos, no se había molestado ni en quitarse la mascarilla. Tú. Eres. Un. Idiota.
Había construido algo de la nada. Lo sabía. Pero no se había dejado ver cuánto de sí mismo se había adentrado en ese castillo imaginario.
Cuánto de su corazón.
Seis meses antes, si le hubiesen preguntado, Ben habría negado tener algo parecido a un corazón, si se hubiese molestado siquiera en contestar a esa acusación. Pero la risa de Rey, sus ojos entrecerrados, sus palabras amables, todo ello había actuado en él, despertando ese marchito órgano como un beso de amor verdadero.
Y, desgraciadamente, que el sueño estallase como la burbuja que era, no le había devuelto el corazón a su estado inicial.
Nunca tuviste ningún derecho a esperar nada.
Ben tragó. Apartó las manos, se arrancó la mascarilla y la tiró por la habitación. Y se dio la vuelta justo a tiempo para enterrar la cara en el cojín que estaba debajo de él antes de que el primer llanto roto y estrangulado se abriese paso.
N/A: Yo: Actualizaré este sábado / La vida: Va a ser que no / Yo: Pues va a ser que no...
