Capítulo 16: Tus palabras sobre la arena


—Dime lo que hace —pide Song Lan cuando están a refugio en el modesto cuarto en el que duerme Xue Yang— contigo.

Lo mira directamente, ignorando al Xue Yang que se postra ante sus pies. Le pide que se confiese, que vaya deshilando, uno a uno, todos los secretos que ha escondido entre los besos de Xue Yang.

—Zichen.

—Por favor. Quiero saberlo.

«Puedes negarte», ofrece su mirada.

—Dime cómo lo hace, dime cómo recorre tu piel.

—¿Por qué, Zichen? —pregunta Xiao Xingchen.

—Díselo, Daozhang.

—¿Por qué? —repite.

—Porque quizá, si tengo suerte —y Xue Yang sonríe a medias cuando empieza a hablar— hará conmigo al menos la mitad de lo que hago contigo. Y ah, Daozhang, muero por ver de lo que es capaz tu marido.

Xiao Xingchen traga saliva.

—Siempre cubre mis ojos —empieza, mirando a Song Lan—, casi siempre.

—Le gusta, general —interrumpe Xue Yang—, ¿lo ha oído gemir entonces?, cuando no sabe lo que se acerca, cuando sólo puede adivinarlo, cuando el tacto es una sorpresa sobre su piel.

Es justo en ese momento que Xiao Xingchen se da cuenta de que, si Xue Yang no ha dejado de hacerlo es porque le gusta, porque puede escucharlo en su voz, en sus ruegos, en la manera en la que suplica. Xue Yang no lo dice, pero pone atención y cuidado y Xiao Xingchen siente que las piernas le tiemblan ante la seguridad de que Xue Yang no corre detrás de su placer: se preocupa también por el suyo.

Song Lan extiende una mano hasta Xue Yang.

—La cinta de tu cabello.

Es una cinta azul marino. Xiao Xingchen nunca lo ha visto sin ella. Aun cuando Xue Yang lo ha visto a él con el cabello suelto y se ha tomado el tiempo de deshacer el recogido sobre el cual descansa su emblema de príncipe de la montaña, Xiao Xingchen nunca lo ha visto sin la media coleta alta que siempre usa. Hay algo irremediablemente íntimo el presenciar a un hombre que suelta su cabello y lo deja caer libre sobre su espalda. La mano de Xue Yang duda un momento, pero acaba por hacerlo y su cabello cae, en cascada, sobre sus hombros, sobre su espalda. Mira a Xiao Xingchen cuando se suelta la cinta y sonríe de lado. Aparenta confianza.

Xiao Xingchen, antes, sólo había visto a Song Lan con el cabello completamente suelto. Sólo había permitido que Song Lan lo viera así y, un par de veces, Xue Yang.

Aprecia la vulnerabilidad, aún cuando está escondida tras capas de sonrisas a medias y ojos que intentan engañar a quien los mira.

Xue Yang le ofrece a Song Lan la cinta, volviendo su mirada hacia él una vez más.

—¿Puedo? —pregunta Song Lan.

—Haga lo que quiera, general.

—Ese no es un sí ni un no, Xue Yang —dice Song Lan—, si quieres obtener algo…, ya sabes la respuesta.

—El «sí» está implícito, general.

—Preguntaré de todos modos, Xue Yang —responde Song Lan—, y tendrás que responder cada vez, sabiendo lo que va a pasar. Escucharé todos tus «sí», Xue Yang, uno a uno.

Xiao Xingchen lo ve tragar saliva, lentamente.

—Así que, Xue Yang, ¿puedo?

—Sí, general.

Y Xiao Xingchen ve sus ojos desaparecer tras la cinta del cabello. La sonrisa permanece, a medias, peligrosa.

—Mis manos —sigue, recordando los dedos de Xue Yang recorriendo su piel, su cuerpo—, siempre… No puedo usarlas. A veces lo hace contra… con los doseles del lecho. Otras veces, una contra la otra…, no, no puedo ver.

—Díselo todo, Daozhang. —Xue Yang no quita la sonrisa—. Cada detalle. Cuéntale cómo te arranco las súplicas. Enséñale cómo arrancármelas a mí, si es que puede.

Y Xiao Xingchen no se detiene. Le dice a Song Lan como Xue Yang lo deja inmóvil, cómo lo va desnudando, poco a poco, cómo le recorre la piel con las manos, los labios, la lengua, los lugares que elige para dejar sus marcas. Mientras habla, ve la sonrisa de Xue Yang. Ah, Daozhang, apuesto a que no te habías dado cuenta, parece decir, la atención que pongo, el modo en el que dejé tu placer al descubierto. Y ve como, poco a poco, Song Lan hace exactamente lo mismo sobre el cuerpo de Xue Yang.

Pregunta cada vez: «¿Puedo?»

Y Xue Yang, cada vez, dice «sí».


Los días de primavera, cuando el calor es apenas soportable, Xiao Xingchen se acerca hasta las puertas de la fortaleza, allí donde crecen unas cuantas hierbas rebeldes porque da la sombra y el agua de los soldados que vuelven con cubos llenos chorrea y deja que a su rostro lo salpique el sol. Allí escucha las noticias.

Los soldados las dicen por lo bajo, cuando reciben a los mensajeros vestidos de dorado, con la peonia de Jinlintai en sus pechos.

«Lianfang-zun viene al norte».

Aquella es la primera vez que Jin Guangyao los honrará con su presencia. Tras el último asedio fallido en los túmulos funerarios de Yiling, comandado por Jiang Wanyin, Sandu Shengshou, el rey de los manantiales del desierto, casi diez años atrás, nunca se había acercado a aquella zona. El rey de reyes, Jin Guangyao, siempre fue quien demandó la presencia del general en Jinlintai. Pero ahora viene. La caravana está en camino, dicen los mensajeros, y en los ojos del general se pinta la desconfianza.

«Estará aquí la próxima luna, general Song, quiere saber qué han encontrado en Yiling».


Xiao Xingchen vuelve a los libros del Yiling Lazou. Wei Wuxian dejó rollos llenos de información sobre fantasmas y rituales prohibidos. La biblioteca de la fortaleza del norte alberga todo aquello que pudieron encontrar en Yiling y, a pesar de que Song Lan prohíbe su lectura, se ha negado a destruirlos todos aquellos años.

―¿Curiosidad de nuevo, Daozhang?

Xue Yang se pasea siempre muy cerca de él. Evita a los soldados y tampoco sigue a Song Lan con excesiva insistencia, ahora que todas sus cartas están sobre la mesa.

―Todo el desierto desea saber qué se esconde en estos rollos ―responde―, a pesar de que todos estuvieron de acuerdo en entregar su custodia al norte. Me pregunto por qué los quiere Lianfang-zun.

―Podrías preguntarme, Daozhang.

―¿Responderías? ―Xiao Xingchen alza la cabeza, apartando los ojos de su lectura.

―Quizá. Si suplicas lo suficiente.

―¿Y si preguntara el general, Xue Yang?

Xue Yang sonríe a medias y se acerca, queda de rodillas frente a Xiao Xingchen y recarga la cabeza en su regazo.

―Si Song Zichen preguntara, guardaría silencio, Daozhang. Y entonces…, me pregunto qué haría. Tu marido es como una pregunta sin respuesta, nunca sé exactamente qué es lo que pretende. Tú lo sabes, ¿no? ―Xue Yang se entretiene jugando con la tela del hanfu blanco―. Puedo adivinar algunas cosas en su mirada, pero no sé… Guardaría silencio, Daozhang, lo provocaría de tal manera que no le quedara más remedio preguntar si puede atar mis manos, tapar mis ojos, sacármelo ahogándome en el placer; entonces, quizá, le permitiría arrancarme alguna respuesta.

»¿Quisieras verlo, Daozhang?

El cuerpo nunca miente; Xiao Xingchen desearía que algunas veces Xue Yang no lo leyera tan fácil como a un libro abierto.

―¿Por qué Jin Guangyao quiere los secretos del Yiling Lazou, Xue Yang? ―pregunta Xiao Xingchen.

―Sé que tú lo sabes. Todas las formas en que Song Zichen me imagina. ¿No sería más divertido que él arrancara las respuestas?

―Xue Yang.

El tono es de advertencia, pero no demasiado convincente. No cuando Xue Yang se pierde entre los pliegues de la ropa.

―Xue Yang.

―Si no haces ningún ruido, Daozhang, quizá te responderé.

Deja caer el rollo del Yiling Lazou y la madera que lo sostiene se estrella contra los pisos de piedra de la fortaleza. Las manos de Xiao Xingchen aferran el alfeizar donde se sienta a leer.

―Xue Yang, por favor…

Xue Yang no responde.

No hagas ruido, Daozhang, podrían descubrirnos.


Unos días después, encuentra a Xue Yang en las almenas, viendo hacia la lejanía, allí donde las huestes de Jin Guangyao, todavía invisibles en el horizonte, se mueven, acercándose casa vez más. Su cabello ondea al viento, sus ojos se quedan fijos en las dunas tras las que el sol empieza a esconderse.

—¿Te preocupa, Xue Yang?

—Jin Guangyao ya no es mi amo —responde, pero su voz suena demasiado golpeada, habla demasiado rápido. Entre un mantra y la necesidad de convencerse a sí mismo.

—Eres libre, Xue Yang —dice Xiao Xingchen.

—Son sólo palabras, Daozhang, y a las palabras se las lleva el viento, como la arena del desierto. Las palabras cambian, no pueden mantenerse inertes. Soy libre mientras esté confinado a los muros de la fortaleza que me ha acogido, mientras camine protegido en tus faldas. ¿Qué clase de libertad es esa, Daozhang?

Xiao Xingchen no responde; no puede.

—Allá afuera, en cuanto alguien viera la marca de la esclavitud en mi cuerpo, me dejarían morir, si tengo suerte. Otros me arrastrarían de vuelta a Jinlintai, deseando conseguir una recompensa por devolver un esclavo escapista. Y quien sabe, si Jin Guangayo quisiera recuperarme, podría. Llevo su marca en el hombro, la peonia de los Jin. Si Liafang-zun lo deseará, Daozhang, podría devolverme a los sótanos de Jinlintai, allí donde duermen los esclavos. Ponerme las cadenas, adornar mi cuello con un collar de metal. Ah, Daozhang. La libertad es una mentira.

Los ojos de Xue Yang se pierden en el horizonte.

—Mientras estés aquí, no dejaré que Jin Guangyao te arrebate de mi lado. Nuestro lado.

Xue Yang ríe.

—¿Te opondrás al rey de reyes? La fortaleza del norte aun responde ante él. ¿Provocarás una guerra por un esclavo, Daozhang?

Xiao Xingchen lo entiende: es insensato. En el gran esquema del mundo, salvar a Xue Yang para condenar a miles es desmesurado. Pero desea decirle que sí, que se pondrá frente al rey de reyes si llega el momento y luchará por él, porque Xiao Xingchen es un héroe, porque Xue Yang lo llama Daozhang nuevamente.

Pero no dice nada, porque el mundo nunca ha sido tan simple y la risa de Xue Yang se torna ácida.

—Lo que pensé.

—No… No puedo sacrificar a otros, Xue Yang, no puedo empezar una guerra. Pero si tuviera que elegir, si tuviera que salvarte, me sacrificaría a mí mismo. Por ti o por Zichen, Xue Yang, entregaría mi vida, si llegara el caso.

»No puedo entregar a un ejército, las vidas de los soldados no me pertenecen.

»Pero puedo entregar mi vida. Lo haría sin dudar. Me entrenaron como a un héroe, Xue Yang, no puedo abandonar a aquellos en necesidad de salvación.

Xue Yang no deja de ver al horizonte. A Xiao Xingchen le parece que pestañea muy fuerte; lo ve tragar saliva, como si estuviera buscando las palabras exactas, adecuadas.

—Ojalá no te arrepientas nunca de esas palabras, Daozhang —dice, con los ojos fijos en la arena—. Lo bueno es que todavía son sólo palabras. Puedes dejarlas ir, con el viento, con la arena que cambia el paisaje cada día.

—No tengo miedo de morir, Xue Yang.

—Todos los humanos lo tienen, lo he visto, Daozhang. Incluso los héroes. Debajo de sus corazas y sus leyendas, siguen siendo humanos. No te guardaré rencor, si llega el momento y dejas que a tus palabras se las lleve el tiempo. Nadie lloraría la muerte de un esclavo; pero el mundo lloraría tu pérdida, Daozhang, tu belleza, tu valor, tu espada. La tragedia sería tal, que lloraría la luna y las estrellas y el sol se escondería el tiempo que dure tu duelo.

—¿Y yo, Xue Yang, acaso soy nadie?

Xue Yang por fin voltea a verlo y Xiao Xingchen alcanza a ver que tiene los ojos húmedos, aunque pestañea con fuerza y lo oculta.

—¿Quién dice, Daozhang, que yo no soy el mundo?


1) Cada que escribo un capítulo de este fic acabo completamente drenada. Lo estoy usando de terapia, no sé que tan útil sea.

2) El POV de Xue Yang que sigue va a estar intenso. No sé que sea, no sé de qué se trate, pero mi cerebro sabe que va a estar intenso.


Andrea Poulain