El sol estaba alto en un cielo sin nubes. El calor, la sed y el hambre hacían que Goro Mayugorô sintiera su cabeza pesada y confundida. Continuaba su búsqueda por la montaña guiado nada más que por la dirección inicial que había recibido temprano por la mañana en aquella extraña y sorprendente revelación.
El extraño sueño con el que había despertado y el perentorio mensaje de Hanako de "Encuéntrame y llévame con mi familia" le hacían sentir angustia. ¿Estaba ella herida? ¿No podía moverse? Si era así, Hanako podía estar cobijada en algún rincón de la montaña esperando por su auxilio. ¿Pero qué tipo de lugar podía ser ese? No tenía ninguna pista.
Esa incertidumbre había enlentecido su avance. Se detenía con frecuencia intentando descubrir señales de Hanako, buscando alguna pista que revelara su paradero. Pero ya pasado el mediodía el agotamiento y la desesperación lo estaban consumiendo al no haber encontrado nada.
Goro llegó a un pequeño pastizal que bordeaba una parte del bosque que había sido consumido por el fuego. Estuvo revisando el área por un rato, llamando a gritos a Hanako. Cuando se cansó de llamarla y mirar en todas partes, decidió continuar avanzando en dirección a un grupo de árboles que estaba al otro lado de la explanada y que se habían librado del fuego.
Los árboles estaban en una ladera que descendía en forma más pronunciada hasta llegar a un pequeño salto de agua que era visible desde la parte superior. La caída de agua formaba una piscina natural no demasiado grande, pero hermosa a la vista.
La sed y el cansancio se apoderaron de los pensamientos de Goro en cuanto vio ese paraje. Bajó de forma apresurada a satisfacer su sed. Se arrojó de rodillas al lado del estanque y comenzó a mojarse a cabeza y el cuello con la fría agua, agradecido de poder refrescarse.
Cuando terminó se puso de pie mirando con más cuidado el lugar en el que estaba. Descubrió sorprendido que a unos pocos metros de él había múltiples huellas de pisadas de zapatos. Parecían huellas recientes.
Goro miró ansioso en todas direcciones, sintiendo una extraña mezcla entre esperanza y preocupación.
—¡Hanako!... ¡Soy Goro!... ¡Dónde estás! —gritó mirando en todas direcciones.
No hubo ninguna respuesta.
Goro se acercó a las huellas y las examinó con atención. Como artesano de los zapatos conocía bien los tipos de suelas que cada tipo de zapato tenía. Esas huellas mostraban distintas formas y tamaños. Dedujo que tenían que ser de varias personas.
Algunas huellas eran de un tipo de humilde waraji debido a las marcas de las fibras en la arena barrosa. Otras parecían ser de zouris de madera de buena calidad, por las marcas planas y definidas que habían dejado.
Goro se dio cuenta que la forma de las suelas en esas huellas eran diferentes a las que ellos fabricaban en taller de Mayugorô. Además, había al menos dos tamaños diferentes. Comprendió que los dueños de esos zapatos podrían ser de alguien de fuera de Itomori y, mirando con más atención, descubrió otras huellas diferentes.
Su corazón dio un vuelco. Vio las huellas inconfundibles de un zapato geta femenino ¿eran de Hanako? Si eran de ella ¿De quiénes eran entonces esas otras huellas? ¿Había caído en manos de bandidos?
—¡Hanako! ¡Donde estás! —volvió a gritar desesperado. De nuevo no hubo ninguna respuesta.
La idea de que Hanako hubiera sido capturada por bandidos le encogió el corazón. Siguió con la vista las huellas y vio que se alejaban entre los árboles, bajando la montaña.
Goro comenzó a moverse con precaución por entre los árboles, intentando no hacer ruido ni ser descubierto. Mientras avanzaba por el bosque no vio a nadie.
Después de un minuto de avanzar por entre los árboles salió a un descampado plano. Descubrió que no había nadie a la vista.
La angustia volvió a invadirlo. ¿Dónde estaba ella entonces? La volvió a llamar a gritos, siempre sin respuesta.
Entonces Goro miró con cuidado el paraje que se abría ante él. Era una zona de pasto de unos treinta metros de diámetro. Al fondo vio el camino que volvía hacia Itomori.
Caminó unos pocos metros y encontró varias zonas donde el pasto estaba aplastado. Alguien había estado largo rato deambulando en ese lugar. Miró alrededor y dio con las cenizas de una fogata. Se acercó y puso una mano cerca. ¡Aún estaban tibias! Quien fuera que había estado ahí se había ido no hacía demasiado tiempo.
—Hanako ¿dónde estás? ¿Por qué no puedo encontrarte? —se preguntó Goro hablándose a sí mismo, sintiendo un nudo en la garganta.
Goro se puso las manos en la cabeza intentando pensar que hacer a continuación. Pensó que no tenía como saber si Hanako había estado ahí. Además, si ella había pasado por aquí, con el camino a la vista, ella habría vuelto por sí misma al pueblo.
Ese razonamiento tranquilizó por unos segundos a Goro, que entonces decidió seguir buscando en otra parte. Se giró mirando de regreso a la montaña, sopesando por dónde continuar su búsqueda.
Y entonces el nítido sonido de un cascabel Shinto lo alcanzó desde atrás de él.
Goro se giró de un salto, quedando estupefacto al comprobar que no había nadie.
—¿Hanako? —preguntó Goro en voz alta, haciendo una bocina con sus manos.
Se quedó quieto varios segundos intentando escuchar de nuevo el cascabel, o algún ruido. No pasó nada. Pero él estaba seguro que lo que había escuchado era real, así que comenzó a caminar en la dirección de donde él creía que había venido ese sonido.
Después de avanzar unas decenas de metros llegó al camino hacia Itomori. Miró hacía donde el camino se adentraba entre los árboles, formando un área con mucha sombra.
Goro pensó que, si Hanako estaba herida, de seguro ella habría buscado cobijo en un área fresca y sombreada como esa. Comenzó a caminar mirando con cuidado a su alrededor y entonces, a un costado del camino y a par de metros desde donde comenzaba la sombra de los árboles, vio un túmulo de rocas alargado, de unos sesenta centímetros de alto por unos dos metros de largo.
Miró extrañado las rocas. Eso estaba por completo fuera de lugar. Además, el túmulo parecía ser muy reciente ya que las rocas aún tenían tierra húmeda y pasto pegadas en ellas.
Goro quedó boquiabierto intentando entender qué significaba eso. Recorrió las rocas con la vista hasta llegar al final del túmulo, y vio que en su extremo había un trozo de rama gruesa y recta, cortada de forma tosca con algún tipo de hacha; se erigía vertical al estar afirmado entre las rocas del túmulo, por unos cuarenta centímetros por sobre las rocas. Y en el extremo superior de la rama había un pañuelo de tela blanca anudado con una cuerda colorida.
Goro se acercó a la rama y desató el pañuelo. Entonces se dio cuenta que no era una sino dos cuerdas diferentes: una roja en las puntas, que cambiaba al anaranjado del atardecer y luego azul en el centro; la segunda cuerda era azul oscuro en las puntas y cambiaba a un azul claro del cielo con líneas blancas en el centro.
Goro sintió como si su corazón se hubiera detenido, y un frío glacial recorriera todo su cuerpo. Esas eran cuerdas kumihimo como las que hacían en el santuario Miyamizu. Y la cuerda azul era similar a la que Hanako solía usar como un tocado en su cabello.
Las manos de Goro comenzaron a temblar de miedo.
Miró el pañuelo en su mano y se dio cuenta que había algún tipo marcas oscuras en su interior que apenas se traslucía en el fino pañuelo. Comenzó a desdoblarlo con cuidado, y vio que alguien había hecho marcas de escritura con un trozo de carbón, ocultas de la vista por los dobleces de la tela.
Goro estiró el pañuelo frente a su cara y pudo ver:
宮
水
の
美
人
巫
女
Con la voz temblorosa, Goro leyó en voz alta
«Miyamizu no bijin miko»
("Bella doncella Miko Miyamizu")
El aire le comenzó a faltar. Miró el túmulo de piedras y entonces Goro Mayugorô comprendió qué podía ser ese túmulo de rocas que acababa de encontrar.
El miedo se transformó en pánico.
—No… no… ¡no, por favor, no, Hanako, no me hagas esto! —clamó Goro angustiado.
En total desesperación comenzó a sacar una a una las rocas que alguien había colocado con mucho cuidado, como un castillo de rocas para formar el túmulo. Goro las fue arrojando lejos una por una, hasta que pudo dejar al descubierto una figura humana cubierta por varias capas de gruesas y elegantes telas de colores.
Goro se detuvo sobrecogido por el miedo, por el temor de lo que iba a descubrir.
Después de vacilar por varios segundos, tomó las telas que cubrían la cabeza de la figura, cerró los ojos, y la removió con suavidad. Entonces abrió los ojos.
Era Hanako Miyamizu.
Hanako yacía inerte, pálida y fría, sus ojos y labios ya amoratados, pero con una profunda cara de tranquilidad, mostrando su belleza final, aquella que solo la muerte puede revelar.
Goro cayó de rodillas, sin poder dar crédito a sus ojos. No podía respirar, no podía pensar, no podía hacer nada.
Hasta que, como una avalancha incontenible, desde el interior del pecho de Goro surgió un aullido de dolor, y luego gritos de angustia, de desesperación y congoja, uno tras otro, sin parar.
Goro Mayugorô comprendió con el corazón desgarrado que había sido primero engañado, luego utilizado como un arma, y que al final había sido traicionado por el Dios dragón de la forma más vil. La promesa del Dios dragón de que tendría a Hanako para él había sido la mentira final. Y ahora lo había perdido todo. La había perdido a ella para siempre.
§
La tarde en la plaza del mercado de Itomori tenía una actividad frenética, pero fuera de lo habitual. Los pocos granjeros que habían llegado en la mañana con sus productos habían montado algunos puestos solo en un rincón del lugar, pero ya todos se habían retirado temprano de forma inusual; ahora la mayor parte del espacio del lugar estaba ocupado por decenas de cadáveres alineados unos con otros. Eran las víctimas del fuego y el humo que la noche anterior había arrasado con Itomori.
Vecinos y familiares recorrían los pasillos que se formaban entre los cuerpos, algunos intentando encontrar a sus familiares, otros presentando sus respectos ante sus seres queridos y amigos que yacían inertes en el piso.
El sonido del llanto de hombres y mujeres se escuchaba en todas direcciones, a medida que nuevos cuerpos iban siendo recuperados y llevados a ese lugar, o bien cuando alguna persona encontraba a uno de sus seres queridos entre las filas de cuerpos.
Algunas familias habían comenzado poco a poco a llevar los cuerpos de sus familiares a un lugar diferente, donde estaban organizando improvisadas ceremonias de despedida para proceder a cremar sus restos. Lo usual era que esa actividad la lideraran los sacerdotes del santuario Miyamizu, pero con la pérdida del santuario no había nadie ordenado que pudiera llevar a cabo tales ritos. Entonces las familias estaban haciendo lo posible para recordar las oraciones y rituales requeridos, y con solo ese recuerdo intentaban emular de la mejor posible la ceremonia ritual necesaria para despedir a sus familiares muertos de acuerdo a la tradición Shinto.
Una parte importante de los fallecidos eran las víctimas del santuario. Durante la mañana varios grupos de voluntarios habían apoyado a Masaru Ishida, realizando múltiples viajes al santuario Miyamizu, y trayendo uno a uno los cuerpos sus familiares, amigos y compañeros que habían perdido la vida en el santuario.
En la plaza del mercado habían quedado las sacerdotisas Miko Ayami y Amane, que se habían turnado en cuidar a Kaori. Al principio la niña solo pudo llorar, hasta que quedó en silencio, en shock, abrazada a Ayami. Entonces Amane tuvo que asumir la misión de ir revisando una a una a las personas fallecidas que ya estaban en la plaza y que seguían llegando; las dos mujeres adultas casi no quisieron verbalizarlo para no agobiar aún más a la niña, pero ellas temían que en cualquier momento pudiera aparecer Hanako entre las víctimas.
Pero la búsqueda de Amane fue infructuosa. Al comenzar la tarde, Amane volvió donde su hermana y Kaori. La falta de malas noticias le hacía tener un poco más de esperanza de que Hanako volviera sana y salva, pero tanto tiempo sin noticias de ella también la preocupaba.
La familia de Ame-san, la dueña de la tienda de había albergado a Amane y a Masaru, les había llevado comida a la hora del almuerzo. Las tres mujeres comieron en silencio agradecidas, pero cabizbajas, sin poder superar la pena y la preocupación que las consumía.
Cuando llegaron los últimos cuerpos desde el santuario, Ayami y Amane confirmaron que Hanako tampoco estaba ahí. Pero ver a todos sus amigos y familiares del santuario sin vida drenó la poca energía que les quedaba.
Por ello, a esas horas de la tarde Kaori estaba desesperada. Quería encontrar a su hermana y a su hermanito recién nacido. La falta de noticias hacía que su angustia se desbordara.
—Kaori-sama, por favor no pierda las esperanzas —intentaba consolarla Amane.
—Ella dijo que sabía que estaríamos bien. Mamá dijo que estaríamos bien… tengo que encontrarla… tengo que encontrarla… —repitió con una voz apagada Kaori.
—¿Quién le dijo q-? —intentó preguntar Amane, que no alcanzó a detenerse cuando vio los gestos que Ayami le hizo para que no tocara ese tema con Kaori. Pero la niña entendió la pregunta.
—Ayer… mamá… mi mamá dijo que sabía que estaríamos bien… ella sabía… ella… sabía que yo iba a estar bien. Y que… que Hanako iba a estar bien. ¿Por qué ella no aparece? Ayami-san, Amane-san ¿Por qué ella no está con nosotras?
La niña miró a sus maestras y la sobrecarga emocional la abrumó. Sus piernas no pudieron sostenerla y cayó sentada, sollozando, sin poder controlar más sus emociones.
Amane miró a la niña sintiéndose culpable, sin saber qué más decirle; Ayami abrazó a la niña, intentando consolarla, y dio una mirada enojada a su hermana.
Amane no pudo soportar la situación, y se alejó unos pasos de ellas. Miró en dirección a dónde sabía estaba el cuerpo de Kyomi Miyamizu, y las lágrimas comenzaron a aflorar de nuevo en sus ojos.
—Perdóneme, mi señora, yo no quería…
Pero las palabras no le salieron. Intentó deshacer el nudo que sentía en la garganta, limpiando sus ojos, y decidió continuar con la tarea que Kaori les había encomendado durante toda la tarde: preguntar a cada persona que veían o que llegaban a la plaza del mercado para obtener alguna noticia o pista del paradero de Hanako y del bebé Toshiki. Se puso de pie y se alejó entre la gente.
Cuando llegó Masaru de regreso después de haber terminado la tarea de recuperar los cuerpos de los fallecidos del santuario, vio a las mujeres y se acercó para reportarse ante Kaori. Su cara mostraba un cansancio y una pena tremenda.
—Kaori-sama, ya terminamos de traer a todos.
Kaori asintió haciendo un puchero, y asintió, pero conteniéndose. Masaru decidió no decir nada más de ese tema; miró a la niña y quiso darle ánimo y esperanza.
—Ahora vamos a encontrar a su hermana —continuó Masaru—. Ella es ahora la jefa del clan. Y Hanako-sama es una mujer muy fuerte, estoy seguro de que ella aparecerá en cualquier momento, no se preocupe, Kaori-sama.
Pero su convicción era bastante débil. Masaru se acercó a Amane y le habló al oído en forma disimulada.
—¿Han tenido noticias de ella?
Amane negó en forma suave, moviendo la cabeza.
—Entonces, yo iré a buscarla —le respondió en un susurro—. No se muevan de aquí.
Masaru miró hacia la tienda de Ame-san. Vio a su padre sentado contra el muro, con la vista perdida en el suelo, inmóvil.
—Amane-san, ¿mi padre ha dicho algo?
La mujer miró hacia la tienda, y negó de nuevo con la cabeza.
— Koba-san no ha dicho nada…; él comió un poco a la hora de almuerzo. Después lo dejamos sentado ahí. No se ha movido desde entonces.
—Entiendo… yo voy a-
Una extraña perturbación en el ambiente interrumpió a Masaru, y se quedó en silencio, extrañado. Fue como si de pronto el ruido del lugar se hubiera comenzado a apagar en forma abrupta, al punto de ser notorio para todos. Mucha gente también lo notó, así que todos miraban extrañados a su alrededor.
Kaori se puso de pie, también extrañada, y mirando preocupada en todas direcciones. Entonces vio a uno de los niños del lugar que corría hacia ellas.
—Kaori-chan, es ella, es ella —le gritó el niño haciendo gestos hacia el camino que llegaba a la plaza.
Eso alertó a los sobrevivientes del santuario que algo importante pasaba. Kaori se puso de pie, apoyándose en Ayami,
—Viene… ¿es mi hermana? —dijo con esperanza Kaori, que comenzó a caminar hacia el lugar que apunto el chico.
Los tres adultos comenzaron a seguirla en silencio, expectantes.
A medida que Kaori caminaba, las personas que estaba alrededor comenzaron a moverse, abriéndole el paso. Desde el extremo de la plaza estaba ocurriendo una reacción similar, lo que hizo que se formara un pasillo separando la cincuentena de personas que estaban en el lugar.
A unos veinte metros delante de Kaori caminaba hacia ella un hombre joven trayendo a una persona en brazos, envuelta en una brillante tela de seda azul.
Kaori se detuvo en seco, mirando sin entender. Primero reconoció al muchacho y se dio cuenta que era Goro Mayugorô, el joven que el día anterior había sido capturado como un delincuente por su padre y su tío en el santuario.
Goro caminaba con lentitud, mirando el piso, casi ausente de lo que pasaba alrededor de él. Ni siquiera levanto la vista cuando decenas de murmullos entre la gente comenzaron a generarse.
Kaori miró ansiosa a la persona que Goro llevaba en brazos. Parecía ser una mujer. La cara de la mujer estaba oculta, apoyada en el hombro del joven. Kaori solo pudo ver su largo cabello negro colgando. Y entonces ella vio uno de los brazos de mujer que colgaba, sobresaliendo por entre la tela azul que la envolvía.
Kaori descubrió que ese brazo estaba envuelto en una manga de kimono idéntico al que ella misma usaba. Y entonces supo quién era.
—Her-mana… Hanako… ¡Hanako! —gritó Kaori, corriendo hacia el recién llegado, quien recién solo entonces levantó la vista y vio a la niña y a los otros miembros del santuario corriendo hacia él.
Goro bajó a la chica con la mayor suavidad que pudo, dejándola en el piso, y arrodillándose al lado de ella, al momento en que Kaori y Ayami lo alcanzaron, lanzándose sobre la chica.
—¡Hanako! ¿Hermana? ¿Hanako? —gritaba la niña, intentando mover a su hermana y hacerla reaccionar—. Ayami, ¿qué le pasa a Hanako?
Ayami vio la cara de la chica en el suelo, pálida e inmóvil, y solo pudo dejar una exhalación de sorpresa. Tomó a Kaori por los hombros y la arrastró con suavidad pero con firmeza hacia atrás, separándola de Hanako.
—¡No, ¿qué haces, Ayami-san? —protestó la niña—. ¡Hanako, despierta!
Ayami, rodeada de Amane y Masaru, miraban a Hanako sin poder dar crédito a lo que veían. Solo Kaori siguió protestando sin entender.
—¿Ella… está…? —preguntó Amane a Goro, sin poder completar la pregunta.
El hombre levantó la vista. Estaba llorando en silencio. Solo pudo asentir débilmente con la cabeza.
Kaori se quedó pasmada al ver la respuesta del hombre. Giró la cabeza hacia sus maestras.
—Amane-san, Ayami-san, ¿qué le pasa a Hanako?
Amane se tapó la cara con las manos sin poder contener el llanto.
Ayami giró a la niña hacia ella y la abrazó, respondiéndole entre sollozos.
—Kaori-sama, lo siento mucho. Su hermana… Hanako-sama… está muerta.
La niña abrió los ojos y sus brazos cayeron sin fuerza a su lado. La verdad de esas palabras chocó contra su consciencia, dejándola paralizada por el dolor.
—Lo siento, Kaori-sama, lo siento tanto… —siguió repitiendo Ayami, intentando consolar a la niña.
Masaru estaba estupefacto mirando la escena. Se recuperó del shock inicial, y encaró a Goro.
—Tú eres Goro-san ¿Verdad? ¿Cómo…? ¿Qué le sucedió a Hanako-sama…? ¿Cómo la encontraste? Y ¿Dónde está el bebé?
Los ojos de Ayami y Kaori se abrieron de par en par en horror y se volvieron hacia el recién llegado.
Goro los miró con la vista confundida, como si no entendiera la pregunta.
—¿DÓNDE ESTÁ EL BEBÉ MIYAMIZU? —gritó Masaru sin poder controlarse.
Kaori se sintió de pronto libre del abrazo de Ayami, y se giró mirando a Goro con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Dónde está mi hermanito? ¿Qué le pasó a mi hermanito?
Goro Mayugorô miró a las mujeres confundido, con la mente en blanco. ¿De qué bebé estaban hablando?
Masaru dio la vuelta alrededor de Hanako y llegó hasta Goro, tomándolo por la ropa y levantándolo del suelo.
—¿Dónde está el hijo de Kyomi-sama? ¿Dónde la encontraste a ella? ¡Responde por favor… por favor!
Goro comenzó a balbucear de forma incoherente. Masaru lo soltó y Goro cayó al piso, con las manos en el suelo.
—Y-yo… yo… no lo sé… Yo quería encontrarla… yo quería salvarla, y ella apareció en mis sueños, ella me pidió que la encontrara, que la trajera… a ustedes… y seguí su llamado… caminé por la montaña… y… esta mañana… la encontré… ella ya estaba… así… alguien la había sepultado… bajo un túmulo de piedras… al borde del camino que viene… a Itomori. Y yo no pude hacer nada… no pude hacer nada… por mi Hanako…
Goro se llevó una mano a pecho, mientras rechinaba los dientes… y entonces levantó la vista y miró a Masaru, y luego a las mujeres, gritando como si el dolor rompiera su pecho.
—¡ELLA ERA TODO PARA MÍ Y NO PUDE HACER NADA POR ELLA! Y alguien la encontró… y la dejó ahí… sola… sin ningún bebé… no había… ningún bebé, y solo dejaron… esto…
Goro metió una mano entre sus ropas y sacó una tela blanca, enrollada por dos cuerdas kumihimo.
Amane estiró la mano y tomó el bulto de telas.
Kaori y Ayami las reconocieron al instante: eran la cuerda kumihimo de Hanako, y la cuerda kumihimo de Kyomi que ella había dado a Hanako para que la llevara junto al bebé.
—¿Por qué? ¿Ayami-san, donde está mi hermanito? —preguntó Kaori.
—No lo sé, Kaori-sama… yo… no puedo saberlo —respondió Ayami—. Ahora… estamos solos. Ni siquiera… ni siquiera Hanako-sama se salvó… y el bebé Miyamizu ya no está… si ella… si ella… —la voz de Ayami se ahogó en su garganta.
—Kaori-sama, ahora solo queda… usted —dijo Amane, arrodillándose ante la niña.
—Kaori-sama —dijo también Masaru, poniendo una rodilla en el suelo, e inclinándose también ante ella.
Kaori miró confundida alrededor. Murmullos de la gente de Itomori que rodeaban la escena comenzaron a propagarse.
Unos pasos arrastrados y el golpe de un palo en el suelo indicaron que alguien se acercaba.
—¿Papá? —preguntó Masaru, al ver que el señor Koba estaba aproximándose, con un paso cansado, apoyándose en un bastón. Era como si al ya anciano hombre le hubieran lanzado diez años más encima en unas pocas horas.
El señor Koba se detuvo ante el grupo.
—¿Usted, Mayugorô-san, encontró a Hanako-sama y la trajo de vuelta con nosotros? —habló el anciano, con una voz cansada.
Goro apenas asintió con la cabeza, sin atreverse a mirarlo.
—Entonces la familia Miyamizu estará en deuda con usted por siempre —dijo el señor Koba—. Pobre Hanako-sama, ella era la heredera del clan Miyamizu…
El hombre se quedó en silencio, cabizbajo y con los ojos cerrados durante varios segundos, elevando una plegaria mental por Hanako, y luego levantó la cabeza, hablando a toda la gente que lo rodeaba.
—Habitantes de Itomori —dijo el señor Koba, levantando la voz lo que más pudo—. Esta tragedia nos ha golpeado duramente. Muchos hemos perdido… todo. Nuestro hogar, nuestras familias, a los seres que amamos… yo perdí… a mi esposa y a mis dos hijos mayores…
Más murmullos se levantaron entre la gente que los rodeaba.
El señor Koba tuvo que detenerse, se limpió los ojos con los dedos, y luego hizo una fuerte inspiración para poder intentar controlar sus emociones y continuar.
—…hoy no solo perdimos a nuestra familia —continuó—. También perdimos el santuario Miyamizu, que era el corazón de Itomori. Ese santuario es la razón de existir de este pueblo, y por decenas de generaciones la familia Miyamizu lo dirigió. Los Miyamizu ayudaron a Itomori a sortear sus épocas más oscuras. Muchas generaciones de personas como ustedes o como mi familia trabajamos por el santuario, que era nuestro orgullo…
Voces de aprobación se escucharon alrededor.
—Lo más terrible es que casi perdimos a la sangre de la familia Miyamizu. Vi con mis propios ojos como perdimos a nuestro sumo sacerdote, Miyamizu Hiroshi. A su hermano Miyamizu Keitaro. A Miyamizu Kyomi, la madre de estas niñas… y también perdimos a Miyamizu Hanako, que era la heredera del clan…
El señor Koba dio un par de pasos y se acercó a Kaori. Puso una mano sobre su hombro, y luego miró a todo el mundo a su alrededor.
—¡PERO NO TODO ESTA PERDIDO! —dijo el señor Koba con una voz desgarrada, casi gritando, de una forma que casi no se condecía con su frágil estado—. ¡Los dioses fueron misericordiosos, y Musubi permitió que los Miyamizu aún estén con nosotros!
El señor Koba se alejó de Kaori, y encaró a todos los que lo escuchaban en silencio.
—Esta niña, Miyamizu Kaori, ¡es la última Miyamizu con vida! Ella es el verdadero tesoro de Itomori. Ella ahora es la única heredera del clan Miyamizu, y la única esperanza para Itomori. El santuario no puede morir mientras aún tengamos a los Miyamizu entre nosotros…
El señor Koba abrió los brazos, como si quisiera abrazar a todos lo que estaban escuchándolo.
—Les pido, no… les ruego a todos que reconozcamos a esta niña, como la legítima heredera del clan Miyamizu, y que entonces lo reconstruyamos, todos juntos, desde las cenizas. Si queremos reconstruir el pueblo de Itomori, debemos reconstruir el santuario Miyamizu. Así podremos honrar de verdad a todos los que perdimos hoy…
El anciano se volvió de nuevo hacia Kaori, y puso una rodilla en el suelo, apoyó sus manos en la otra rodilla, y se inclinó.
—Juro por la vida que me queda, que seguiré sirviendo a la familia Miyamizu. Juro que reconozco a Miyamizu Kaori como la heredera del clan. Y juro que lucharé y daré hasta mi último aliento por reconstruir el santuario Miyamizu, con la ayuda de la gente de Itomori…
El señor Koba tomó una gran bocanada de aire, y habló con la voz más fuerte que pudo dar, para que todos en la plaza pudieran escucharlo.
—En el año tercero de la era Kyōwa, declaro a Miyamizu Kaori como la heredera legítima del clan Miyamizu, y ahora líder del clan.
El anciano se giró hacia la niña y se inclinó ante ella lo más que pudo.
—Kaori-sama —dijo Koba san, en la máxima postura de sumisión que pudo lograr con su viejo y cansado cuerpo.
—¡Kaori-sama! —repitieron Ayami, Amane y Masaru, que se arrodillaron e inclinaron hacia la niña de la misma manera.
Y después de un par de segundos, uno a uno los habitantes de Itomori que habían sido testigos del discurso del señor Koba comenzaron a arrodillarse en dirección a Kaori, repitiendo "Kaori-sama" en señal de aceptación de su nuevo estatus.
La niña se quedó de pie boquiabierta, sin poder atinar a decir nada. Miró a Ayami, atemorizada, y le habló en voz baja.
—Pero… Ayami-san… yo solo… soy una niña.
Ayami se incorporó y se acercó a ella, tomó una de sus manos, y le habló con suavidad, cerca de su cara.
—Los Miyamizu me acogieron y salvaron mi vida y la vida de mi hermana, cuando nosotras éramos aún niñas. Y me educaron, alimentaron y enseñaron todo lo que hoy sé. Prometo ponerme a su disposición para que todo lo que aprendí de su madre, de danzas y oraciones, nunca se pierda. Nunca podré reemplazar a Kyomi-sama, pero juro por mi vida que la cuidaré a usted tal como ella cuidó de mí y de mi hermana.
Amane siguió los pasos de su hermana, y tomó la otra mano de Kaori.
—Y yo también juro que estaré bajo sus órdenes, Kaori-sama, para transmitir todo lo que su madre me enseñó del hilado de las cuerdas sagradas kumihimo, para que el legado de su madre no desaparezca.
Masaru se puso de pie y se paró al lado de su padre. Tomó aire, y con la voz más fuerte que pudo, habló en todas direcciones.
—¡Reconstruiremos Itomori, y reconstruiremos de nuevo el santuario Miyamizu junto a Kaori-sama!
Masaru hizo una pausa y entonces dio el grito ritual de sanbon-jime, para cerrar el acuerdo con los habitantes de Itomori.
—¡Ote wo haishaku!
Masaru comenzó a batir sus palmas en forma rítmica, terminando con un grito de "iyō'o", en tres ocasiones. A su llamado se unieron todos los presentes como una sola persona.
Luego, una a una las más de cincuenta personas que estaban en la plaza se fueron acercando a Kaori para saludarla y mostrarle su lealtad. También se inclinaban ante Hanako, como muestra de respeto.
Goro había observado toda esa ceremonia desde el suelo. Volvió a mirar a su amada, que yacía frente a él. Luego miró por entre la gente que los rodeaba y vio las decenas de cuerpos de fallecidos por el incendio a algunos metros de distancia. Tal vez entre esos cuerpos ahora estaban su propia madre y su hermana Sumi. Todas muertas. Todos ellos muertos.
Goro sintió que la culpa comenzó a corroerlo. Recordó la imagen de Hanako en su sueño. "No es tu culpa", le había dicho ella. Pero ahora Hanako estaba muerta. ¿Esa era la gran distancia que los separaría para siempre?
Sin poder contener más su pena y la culpa, se puso de pie, y comenzó a alejarse del lugar, con paso cansino.
Una vecina de Goro que estaba saludando con reverencial respeto a Hanako se incorporó y le llamó la atención ver al muchacho que se alejaba.
—¿Mayugorô-san? —gritó la mujer, por sobre el ruido ambiente, dejando a todos en silencio por lo repentino del grito.
Goro se volvió, mirando confundido a la mujer.
—¡Yo… yo te conozco! —continuó la mujer, con la voz en alto, con un tono cada vez más enfurecido—. ¡El fuego que quemó mi casa, y que me arrebató a mi esposo y a mi hija partió desde tu casa, desde los baños de tu casa! ¡Yo misma vi como el fuego partió desde ahí!
La gente comenzó a murmurar y arremolinarse en torno a Goro. Él miró con temor a su alrededor, sin atinar a decir nada.
—¿No vas a decir nada? ¿No vas al menos a disculparte en el nombre de tu familia por todo el dolor que ustedes causaron? —dijo la mujer, enardecida—. ¡Di algo, maldito asesino!
La gente se comenzó a enardecer. Las caras de varios de los habitantes comenzaron a mostrar su odio al muchacho, en especial los que habían sido afectados por el fuego.
—Yo… ¡No fue mi culpa! —gritó Goro, tomándose la cabeza—. Yo también perdí a mi familia, perdí a mi madre, perdí a mi hermana, y perdí a la mujer que amaba. ¡Yo lo perdí todo! Pero yo no quería que nada de esto sucediera, no lo quería, no quise prender el fuego, ¡no fue mi culpa!
—¿Tú prendiste ese fuego, maldito infeliz? —se escuchó gritar a alguien de entre la multitud.
—¡Responde, asesino! —replicó la mujer, ante la propia auto incriminación de Goro.
—¡Yo no quería hacerlo! —respondió Goro— ¡Yo no fui! Fue… ¡fue un kamiyadori! ¡El Dios dragón que maldijo Itomori lo hizo! ¡Él se metió en mí cuerpo y fue el dragón el que prendió el fuego! ¡Yo no pude hacer nada! ¡Él lo hizo! ¡Ese maldito Dios dragón lo hizo!
—¡Mayugorô, mentiroso asesino! —gritó la mujer. Tomo una piedra que estaba cerca de ella y la lanzó a Goro.
Goro se encogió cuando la piedra alcanzó uno de sus brazos. Otras personas se enardecieron y comenzaron a abuchearlo y arrojarle piedras o lo que fuera que tenían a mano. Él comenzó a retroceder, hasta que una piedra lo golpeó en la cabeza y cayó al suelo.
—¡Alto, deténganse! —gritó Kaori, con una autoridad que ella misma no esperaba en su voz.
Los adultos de la plaza se detuvieron, y vieron a Kaori respirando con agitación, mirándolos a todos.
—Mayugorô Goro-san era el hombre que mi hermana amaba —dijo Kaori mirando a todos a su alrededor—. Hanako hubiera dado su vida por él. Y ella ahora ella está muerta ¡Murió intentando salvar a mi hermano! ¡Ella murió intentando salvar vidas! ¡No quiero más muertes en este lugar! ¡No quiero que nadie más pierda su vida! ¡Dejen ir en paz a Mayugorô Goro-san!
Kaori miró a su hermana. Pensó en lo que Hanako hubiera hecho, tal como dos noches antes su hermana se había arrojado sobre ese muchacho para salvarlo de la lanza que empuñaba su padre. Entonces supo que su decisión era la correcta.
La mujer que había acusado a Goro comenzó a gimotear de frustración, ante el conflicto entre el odio que sentía por Goro y el respeto a la orden que había dado Kaori, que ahora era una autoridad de Itomori. La mujer dejó caer la piedra que estaba sosteniendo en su mano, y se llevó las manos a la cara, llorando con desconsuelo.
El resto de la gente que estaba atacando a Goro dudó al principio, pero luego siguieron el ejemplo de la mujer, y dejaron de atacar a Goro, soltando las piedras y otros objetos que estaban a punto de arrojarle.
—Mayugorô-san, por favor, vete de aquí —dijo Kaori, con un nudo en la garganta.
Goro se puso de pie, sosteniendo su cabeza sangrando, y comenzó a caminar alejándose de la plaza, saliendo por entre la gente que fue haciéndose a un lado a su paso.
Ayami se puso al lado de Kaori, y la abrazó por los hombros.
—Kaori-sama, acaba de dar su primera orden. Ya ve, usted será una gran líder.
—Solo seguiré el camino que me dejó mi padre, mi madre… y mi hermana —respondió Kaori, mirando con una mueca de dolor a Hanako—. Llevemos a mi hermana junto a mis padres. Quiero que ellos puedan… estar juntos de nuevo.
—Así se hará —dijo Ayami—. Koba-san, Masaru-san, llevemos a Hanako-sama con su familia.
Los hombres asintieron, y se prepararon para tomar a Hanako, aprovechando la fina tela azul que ya envolvía su cuerpo como si fuera una manta.
—Les prometo que reconstruiremos todo, papá, mamá, hermana. El santuario Miyamizu será de nuevo nuestro hogar —dijo Kaori, en voz baja.
—Y nosotras estaremos ahí con usted, Kaori-sama —dijo Amane, que escuchó la promesa de la niña.
La niña miró a sus dos hermanas maestras, y las abrazó.
—Pondremos nuestras esperanzas en su futuro, Kaori-sama. El futuro del clan Miyamizu es ahora usted —dijo Ayami, limpiando la cara de la niña.
—¿Encontraremos a mi hermanito, Ayami-san? —preguntó Kaori.
—Lo buscaremos. Si es la voluntad de Musubi, lo vamos a encontrar, pero…
Ayami miró a Hanako, que estaba siendo llevada por el señor Koba y Masaru.
—Si Hanako-sama no pudo salvarlo, y ahora… ella nos dejó, temo que su hermano… él… ya esté en la compañía de sus padres y sus ancestros, Kaori-sama.
Kaori abrazó a Ayami, apretándose contra su pecho. Entonces, ella sí era la última Miyamizu.
Amane la miró, y luego miró las cuerdas kumihimo que ella aún tenía en su mano. Sintió ganas de volver a llorar. Pero se contuvo. Desenrolló las cuerdas de la tela blanca, las ordenó y se las entregó a Kaori con una reverencia.
—Kaori-sama, esto es suyo. Es un tesoro y una herencia que usted debe tener.
Kaori tomo las cuerdas y las llevó a su pecho. Cerró los ojos, pensando en su madre y su hermana. Estas cuerdas era lo único que ahora ella tenía de su familia. Serían su tesoro por el resto de la vida.
Y entonces las tres mujeres comenzaron a caminar, siguiendo al señor Koba y a Masaru, que ya se habían alejado llevando con lentitud a Hanako al lugar donde se realizarían los rituales de cremación, donde los Miyamizu que habían dejado este mundo iniciarían su viaje final de regreso con sus ancestros.
Cuando ya salían de la plaza, Kaori se detuvo por unos momentos para mirar hacia atrás. Miró a las decenas de personas que seguían moviéndose en esa plaza. Ahora esas personas serían su responsabilidad, como la líder del santuario Miyamizu. Ellos la reconocían como una líder de Itomori y ella tendría que estar a las alturas de esa responsabilidad.
A lo lejos vio que Goro Mayugorô también se había detenido en el otro extremo y miraba hacia ellos, viendo como Hanako se alejaba para siempre de él.
Kaori no supo si agradecer a ese hombre por amar a su hermana, por encontrarla y traerla de vuelta a ellos, o si odiarlo por el daño que decían que había causado ¿era él un monstruoso asesino? ¿O era verdad lo que él había dicho respecto de ese Dios dragón? No supo que pensar. Entonces vio como Goro giró y comenzó a alejarse hasta desaparecer de su vista. Ella nunca imaginó que esa era la última vez en su vida que ella, como todos en Itomori, volverían a ver a Goro Mayugorô.
§
El anochecer había llegado en la ciudad de Takayama. El ajetreo del fin del día era notorio, con los comerciantes cerrando sus tiendas, y algunas mujeres y viandantes caminando con prisa para llegar de regreso a sus casas. La luz comenzaba a escasear, y en algunas propiedades las lámparas ya estaban encendidas.
Por las calles oscurecidas caminaba Masao, llevando un bebe en brazos, seguido por una mujer joven, mucho más pequeña que él.
La mujer vestía un kimono de un solo color azul oscuro, de apariencia modesta. Llevaba en sus manos delante de ella un pequeño paquete de ropa en una especie de bolsa improvisada.
La mujer, apenas si más que una adolescente, caminaba mirando con curiosidad a su alrededor, viendo las residencias acomodadas de Takayama. Su curiosidad hacía notorio que ella no solía frecuentar ese lado de la ciudad.
Masao se detuvo al final frente a la entrada de su casa, una residencia de una planta de tamaño mediano, de aspecto distinguido. Las lámparas de su casa ya estaban encendidas. Se giró hacia la chica que lo seguía, y le habló con nerviosismo en su voz.
—Por favor no diga nada hasta que yo termine de hablar con mi esposa.
La chica asintió con la cabeza con timidez, sin decir nada.
Masao entró a su casa, y abrió la puerta con cuidado, pensando en no sobresaltar a su esposa, que sabía que no estaba esperando su regreso sino hasta dentro de casi una semana.
—¿Keiko? Querida ¡Ya estoy en casa! —dijo Masao en voz alta.
Unos pasos apresurados se escucharon venir desde una habitación contigua. Una mujer de mediana edad se asomó asustada al pasillo.
—¿Masao? —dijo con voz dudosa al ver al hombre—. ¡Querido! Pero ¿porqué…?
La mujer quedó paralizada al ver a su esposo parado en la puerta de la casa, llevando a un bebé que justo comenzó a llorar, y un paso más atrás de él a una mujer joven que ella no conocía.
—¡Masao…! ¿Qué… significa esto? ¿Quién… es…?
—Cariño, por favor, tranquila, ¡no es lo que piensas! —se apresuró a responder Masao—. Te lo contaré todo, pero por favor, ¡escúchame hasta el final!
Los ojos de Keiko se clavaron en el bebé que lloriqueaba en brazos de Masao.
—¿De… de quién es ese bebé?
—Cariño… él, es un bebé recién nacido. No debe tener más que unos pocos días… ahora… él será mi hijo. Nuestro hijo.
La mujer sintió que sus piernas no la sostenían y cayó sentada por la impresión, llevando sus manos a la boca. Comenzó a mirar a su esposo, y luego a la mujer. La chica que miraba el suelo mostrando claro nerviosismo por la situación.
—O sea… que ese viaje… ¿me mentiste, Masao? ¿Todo era una mentira?
La mujer intentó apoyar su mano en el suelo y retroceder, como asustada de lo que estaba viendo.
—¡No, Keiko, no es lo que piensas! ¡Escúchame! —suplicó Masao, estirando una mano para detener a su esposa—. Ayer en la mañana partimos con Jisuke-sama a ese pueblo en las montañas, Itomori, tal como yo te dije. Todo eso es verdad. Pero pasaron cosas inesperadas, pasó una tragedia que nadie esperaba. Ayer en la tarde casi llegábamos al pueblo cuando se desató un incendio enorme, que destruyó al pueblo y mató a todos en el santuario a dónde nos dirigíamos.
La mujer abrió los ojos por la impresión.
—Y… ¿estás bien? ¿Jisuke-sama está bien?
—Sí, ni Jisuke-sama, ni Kiyo-sama ni nadie del grupo está herido, porque no alcanzamos a llegar, solo vimos el incendio desde lejos. Tuvimos que acampar en el bosque, nunca llegamos al pueblo. Entonces en la madrugada Kiyo-sama se alejó un momento del campamento y encontró en el bosque a una sacerdotisa Miko que estaba herida y había escapado del incendio. Ella llevaba a este bebé. Era su hermana.
—¿Es… ella? —preguntó Keiko, apuntando a la chica que estaba detrás de Masao. La mujer levantó la vista y negó con la cabeza con vehemencia.
—No, no, no, no es ella —replicó Masao—. La doncella Miko estaba herida de gravedad, debe haber aspirado mucho humo del incendio y del fuego. Apenas si recuperó la consciencia en un par de ocasiones, y cuando lo hizo me rogó que salvara a su hermano. Que yo salvara a este bebé. Yo le prometí que lo haría, y ella… y ella…
Las palabras se atascaron en la garganta de Masao. Tuvo que cerrar los ojos, respirar profundo, y retomar control de sí mismo.
—Esa doncella Miko murió esta mañana producto de sus heridas…; no hubo nada que pudiéramos hacer por ella. Y este bebé quedó solo. Es un huérfano, sus padres murieron en el incendio, toda su familia también murió. Ya no tiene a nadie en este mundo, él es el único sobreviviente…; este bebé no tiene la culpa… y yo juré por mi honor hacerlo mi hijo.
Masao miró al niño, y luego se inclinó hacia su esposa.
—Ven, Keiko. Acércate para verlo.
La mujer se paró dubitativa, se acercó y se puso de rodillas frente a su esposo, y estiró sus brazos casi temblando.
—Bien, tómalo con cuidado.
Masao depositó al bebé en los brazos de Keiko, y la mujer sintió que su corazón se derretía.
—Es… es tan pequeño… ¡de verdad es un recién nacido! —dijo asombrada. Miró a su esposo con ojos llorosos—. ¿De verdad… de verdad lo vamos a criar?
—Keiko, yo sé cuánto nos ha costado tener hijos, y nuestra hijita… nadie ni nada jamás la reemplazará. Ella era solo una bebita… —Masao tuvo que parar para tragar e intentar deshacer el nudo que se formó en su garganta—. Nuestra bebé era hermosa, pero los dioses decidieron que volviera con nuestros ancestros. Pero siento que los dioses pusieron a este bebé, a este niño en nuestro camino. Prometí salvar su vida. Y prometí por mi honor ser su padre.
Masao se arrodilló frente a su esposa y puso sus manos en sus hombros.
—Nadie jamás podrá reemplazará a nuestra hermosa Mei-chan en nuestro corazón, pero… los dioses nos dieron una nueva oportunidad de poder ser padres. De este niño. Quieres… ¿Quieres ser su madre, Keiko?
Keiko sintió como sus ojos se llenaban de lágrimas, e hizo un puchero, mientras asentía.
—Sí, Masao, sí quiero, ¡sí quiero!
El bebé comenzó a gimotear más fuerte, y luego a llorar.
—Oh, ¡debe tener hambre! —dijo Keiko, mirando preocupada a su esposo—. ¡Cómo lo vamos a alimentar, es muy pequeño y yo… yo ya no puedo…!
—¡Cierto! Perdón… —Masao se puso de pie, y se paró al lado de la muchacha que había estado en silencio todo el tiempo, mirando la escena.
—Keiko, ella es Yui-san. Cuando llegué a Takayama pregunté si alguien conocía a alguna mujer que pudiera ser una nodriza para el bebé. Uno de mis hombres sabía que una muchacha cerca de su casa había tenido un bebé hace poco, y me dio sus señas, así que fui a buscar a Yui-san.
Yui dio un paso adelante, e hizo una profunda reverencia.
—Es un placer conocerla, Keiko-sama.
Masao asintió complacido, y continuó.
—Yui-san tuvo un niño hace algunas semanas, aunque… —el rostro del hombre se ensombreció—. Ella me contó que… su bebé murió de fiebre hace algunos días.
La muchacha bajó la vista y asintió con tristeza.
—Oh… yo… ¡Cuánto lo lamento, Yui-san! —dijo Keiko, conmovida—. Sé… cuánto… cuánto duele eso…
Yui levantó la vista y e intentó dar una sonrisa agradecida, aunque su cara no pudo evitar revelar la pena que aún sentía.
—Gracias, Keiko-sama —dijo la chica.
—Bueno, pero lo importante es que ya conversé con Yui-san y con su familia, y ella me confirmó que aún puede amamantar. De hecho, el bebé venía muy agotado por el viaje, y ella me pudo ayudar a limpiarlo, y le dio pecho… y el bebé se reanimó y ésta mucho mejor ahora.
—Pero… ¡parece que aún tiene hambre! —dijo Keiko.
—Es verdad, este día el pobre ha podido alimentarse muy mal. Yui-san, permíteme mostrarte tu habitación, y ¿podrías amamantar al bebé ahora?
—Por supuesto, Masao-sama.
—¿Su habitación? —preguntó intrigada Keiko.
—Oh... cierto, cierto. Decidí contratar a Yui-san para que sea la nodriza del bebé. Ella vivirá con nosotros. Así el bebé podrá recuperar fuerzas y crecer sano. Pero además ella podrá ayudarte con las labores de la casa, todos los días ¿Te acuerdas me dijiste que querías tener a alguien para que te ayudara?
La cara de Keiko se iluminó.
—¡Gracias, querido! Entonces… bienvenida a casa, Yui-san.
—¡Gracias por recibirme y por contratarme, Keiko-sama! Prometo servirla y obedecerla en todo lo que me ordene, mi señora. Y a cuidar a su bebé como si fuera mi propio hijo —dijo Yui, haciendo una gran reverencia.
—Muy bien. Entonces, por favor ayúdanos con el bebé ahora, Yui-san —dijo Masao.
—Como ordene, Masao-sama —dijo la chica.
Yui estiró los brazos hacia Keiko, y ella le entregó con mucho cuidado al bebé. Entonces la muchacha siguió a Masao, que estaba esperándola un poco más adentro de la casa, y desaparecieron por el pasillo.
Keiko se quedó sentada, a la entrada, y de pronto se hizo consciente del frío aire nocturno que estaba entrando a la casa. Se puso de pie y cerró la puerta. Entonces sintió pasos detrás de ella, y vio que Masao volvía. Ella no pudo aguantarse y corrió donde él y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Querido, estoy feliz de que hayas vuelto sano y salvo, y ¡Ahora me has vuelto a hacer madre! ¡Es el mejor regalo que jamás me has dado!
—¡Mi Keiko! —dijo Masao con ternura, acariciando el cabello de su mujer—. Tú sabes que te daría todo lo que pueda por verte feliz, y ahora sé que ese bebé te traerá la felicidad que habíamos perdido…
—Nuestro bebé —dijo Keiko, separándose de Masao y mirándolo con severidad.
—Sí, nuestro bebé. Nuestro hijo.
Ambos se abrazaron de nuevo, riendo de felicidad.
—Y… ¿cuál es su nombre? —preguntó Keiko, dándose cuenta que todo el tiempo solo habían hablado del 'bebé' y del 'niño'.
Masao abrió la boca y… no supo que decir.
Keiko lo miró hacia arriba extrañada y confundida.
—¿No sabes su nombre?
—La verdad, es que la doncella… su hermana, nos pidió que salváramos a su hermano, pero, yo no escuché cuál era su nombre; no sé si Jisuke-sama o Kiyo-sama lo escucharon…
—Pues… entonces, nosotros ¡podemos ponerle el nombre que deseemos! —dijo entusiasmada Keiko.
—Bueno, es verdad… es que no lo había pensado —dijo Masao, sonrojándose y sintiéndose de pronto muy tonto.
—Entonces… ¿cómo deberíamos…? —dijo para sí misma Keiko, pensativa.
Masao se puso a pensar, y a divagar en voz alta.
—Ese niño fue salvado por los dioses. Es un regalo de los dioses para nosotros… y lo encontramos en la montaña…
—Si eso es verdad… ¿Qué tal… Ryousuke? —dijo Keiko, con sus ojos brillando.
Masao comenzó a escribir el nombre con su dedo en el aire, como si estuviera escribiéndolo en una carta:
崚
祐
—¿Ryousuke? ¡Claro! ¡El niño de "la montaña empinada" salvado por la "ayuda de Dios"! ¡Eres muy inteligente, Keiko! —dijo Masao, abrazando a su mujer.
—Tachibana Ryousuke. Me encanta como suena —dijo Keiko, apretándose contra el pecho de Masao.
—¿Tachibana Ryousuke? Me gusta mucho también. Ese niño será un verdadero Tachibana. Nuestro hijo. Nuestro regalo de los dioses.
Keiko miró a Masao con ternura.
—Ahora somos de nuevo una familia completa. Gracias por darme un nuevo hijo, por traer a Ryousuke-kun a nuestro hogar ¡Te amo, Tachibana Masao, eres el hombre de mi vida!
Y Keiko le dio un beso apasionado a Masao, cerrando los ojos y sintiendo como se unía a él, convencida de que ahora su vida cambiaría para siempre gracias a Ryousuke, el niño salvado por los dioses.
