Kaori despertó desorientada. Al comenzar a volver su consciencia, su primera sensación fue tener mucho frío, y su primer impulso fue acomodarse en el cuerpo que estaba apegado al suyo.

—Mamá… ¿mamá? —preguntó adormilada, abrazándose al pecho de su acompañante, en busca de algo de calor.

Su segunda sensación fue sentir mucha hambre. Entonces comenzó a abrir los ojos lentamente.

Pero todo lo anterior fue reemplazado por una extraña perplejidad cuando Kaori observó el brillo del cielo del amanecer frente a su cara.

Por unos pocos segundos su cerebro se negó a entender lo que sus ojos veían: una pradera de pasto mecida suavemente por la briza, e iluminada por la tenue luz crepuscular del amanecer. Nada de eso era lo que solía ver al despertar cada mañana.

Sin entender dónde se encontraba, se empujó suavemente con sus brazos para separase del tibio cuerpo sobre el que dormía, y entonces vio a Ayami durmiendo debajo de ella.

La cara de Ayami mostraba una expresión de dolor y pena, y sus mejillas estaban marcadas por el paso de lágrimas que habían dejado surcos claros por entre el tizne negro del hollín que ensuciaba su cara.

—¡Ayami-san! —exclamó al final Kaori, sin poder entender qué estaba pasando.

Ayami balbuceó algo incoherente, y comenzó a despertar, quejándose al intentar moverse y sentir la dureza de la roca bajo ella. Por un par de segundos miró extrañada a Kaori, y luego a su alrededor, intentando también comprender dónde estaba.

—¿Kaori-sama? —preguntó confundida Ayami—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué le sucede?

—Ayami-san, ¿dónde estamos? —preguntó la niña, aún sin entender la situación.

Ayami miró a Kaori, y de pronto su mente despertó de golpe. Abrió los ojos y miró alrededor alarmada, buscando cerciorarse que no hubiera ningún peligro acechándolas.

—Sshh, Kaori-sama, espere un momento —dijo Ayami, intentando incorporarse y mirando en todas direcciones, arriba, abajo y afuera de la pequeña gruta en la que estaban cobijadas.

Ayami salió de la gruta en la que habían pasado la noche con dificultad. La dureza de la roca y el frío habían entumecido su cuerpo. Luego de estirarse lo mejor que pudo, ayudo a la niña para salir junto a ella.

Kaori aún medio dormida seguía mirando todo a su alrededor con una cara de profunda extrañeza. Dio un par de pasos y se volvió a mirar la mole de piedra de la que estaban saliendo, y de pronto todos los recuerdos de la noche anterior vinieron a su mente como un mazazo.

—Ayami-san… mi hermana… Hanako ¿dónde está? ¿Dónde están mis padres? —preguntó alarmada, mirando a la mujer.

Ayami sintió un nudo en la garganta. Miró a la distancia, hacia donde calculaba debía estar el santuario, y solo vio volutas de humo blanco que subían lentamente a la distancia en el frío aire matutino.

—Yo… no lo sé, Kaori-sama. Debemos buscarlos ahora, debemos volver y pedir ayuda. Sus padres y su hermana deben estar muy preocupados por usted, así que es mejor que volvamos.

—¡Quiero a mi mamá! ¡Quiero estar con mamá! —dijo Kaori comenzando a llorar desconsolada.

Ayami se acercó a la niña y la abrazó para calmarla y reconfortarla.

—Ya, ya, tranquila, tranquila, todo estará bien, volvamos y encontrémonos con todos ¿le parece? Mejor vayamos de inmediato, para que ellos no estén preocupados.

—¿Pero… ellos… están bien? —preguntó la niña entre hipos.

—Tienen que estarlo. Tienen que estarlo… —intentó darse ánimos a sí misma Ayami—. Vamos.

—¡Pero quiero que vayamos a casa! —reclamó Kaori.

—Anoche apenas si escapamos del fuego por entre el bosque, no es seguro volver por esa misma ruta. Mejor lleguemos por abajo y tomemos la ruta de las escaleras. Tranquila, será más fácil por ahí.

Ayami recuperó la manta con la que se habían cobijado y la puso sobre ambas, y comenzaron a caminar abrazadas.

Con la luz del amanecer, Ayami pudo reconocer en que zona de Itomori estaban. Con el lago como referencia, habían avanzado unos dos kilómetros en diagonal montaña arriba. Recordó que el camino en torno al lago tenía que estar cerca. Si lo alcanzaban podrían moverse con facilidad para encontrar ayuda en Itomori y regresar al santuario.

—Mire, Kaori-sama, ahí, ¡hay un árbol con moras! —dijo con alegría Ayami apuntando a unos árboles silvestres cargados de frutos que estaban un poco más adelante en su camino.

—¿Podemos comerlas? —preguntó entusiasmada la niña.

—Sí, vamos por algunas, necesitamos comer algo.

Kaori y Ayami avanzaron por una huella silvestre, siempre deteniéndose en los árboles con frutas. Ayami, mucho más alta que la niña, alcanzaba las ramas y las agitaba, haciendo reír a Kaori, que se cubría la cabeza de la lluvia de frutos, y luego recogía las moras que caían al suelo. Kaori se quedaba los frutos más maduros y dulces, y por un rato el miedo y el cansancio se alejaron de sus mentes. Y así siguieron avanzando hasta que ambas aliviaron su hambre.

Poco rato después se encontraron con el camino que rodeaba al lago, y alcanzaron una de las zonas pobladas de Itomori cuando los primeros rayos del sol comenzaron a asomar sobre las montañas.

La actividad matutina estaba comenzando, algunos campesinos y tenderos salían de sus casas para dedicarse a sus labores. Mujeres estaban abriendo las puertas de las casas para ventilarlas. Pero toda la gente se detenía a mirar a Ayami y a Kaori con algo de sorpresa y preocupación en sus caras.

Kaori notó la extraña atención que estaban recibiendo, y se apretó contra el cuerpo de Ayami.

—¿Qué está pasando, Ayami-san? ¿Por qué nos miran así?

Ayami también había notado la extraña actitud de la gente, e intentaba seguir caminando sin llamar aún más la atención.

—No lo sé, puede que sea por nuestras ropas —respondió Ayami con lo primero que se vino a su cabeza.

—Pero si son ropas del santuario, ellos las conocen de siempre.

—Cierto, no lo entiendo…

Siguieron caminando en ese ambiente acercándose a la zona más densa de construcciones donde se instalaba el pequeño mercado local y el pozo central del mercado.

Entonces ambas mujeres se detuvieron en seco por la sorpresa de un espectáculo inesperado. Había varias decenas de personas muertas, de diversos tamaños y edades, acostadas una al lado de la otra, algunas tapadas con esterillas, otras con telas, y muchas aún estaban expuestas sin ninguna protección. La mayoría de los cadáveres mostraban señales inequívocas de las quemaduras por el fuego.

Ayami se quedó pasmada por algunos segundos sin moverse, solo observando. De pronto reparó en que Kaori estaba al igual que ella en shock mirando la escena. La tomó por los hombros y la giró hacia ella, abrazándola y ocultando la imagen de los ojos de la niña.

—Kaori-sama, no debe ver eso, no debe ver eso, perdóneme… —se excusó Ayami, intentando mantener el control pues ella misma estaba a punto de estallar en llanto por la impresión.

Siguieron así abrazadas casi un minuto, inmóviles en un borde de la plaza.

Una mujer de mediana edad con una escoba en la mano salió de una de las tiendas cerradas de alrededor de la plaza a unos pocos metros de donde estaban las chicas. Iba a comenzar a barrer frente a su local cuando vio a Ayami y Kaori abrazadas como estatuas.

—¡Por todos los dioses! ¿Es usted? ¿Ayami-san, es usted? —preguntó la mujer dejando caer la escoba en forma sonora.

—¿Ume-san? —preguntó Ayami sorprendida, volviéndose a la mujer.

La tendera se envaró mirándolas por un par de segundos, y luego plantó la carrera de vuelta al interior de su tienda dando voces, como si hubiera visto un fantasma.

Ayami y Kaori quedaron perplejas mirando al lugar donde la mujer había desaparecido, sin atinar a decir nada. Entonces escucharon como desde el interior de esa casa alguien corría hacia el exterior.

La primera en salir fue una muchacha joven, vestida como sacerdotisa Miko. Dio tres o cuatro pasos mirando en todas direcciones, y cuando las vio, corrió hacia ellas para abrazarlas.

—Ayami, hermana ¡estás viva! ¡Estás viva!

—¡Amane-chan! —gritó sorprendida Ayami abriendo un brazo para recibir a su hermana menor que saltó a sus brazos.

—¡Estás viva! —exclamó la sacerdotisa Miko separándose de las dos y mirándolas angustiada—. ¡Kaori-sama! ¿Están heridas? ¿Cómo… cómo lograron…?

—Estamos bien, hermanita, estamos bien. Salimos anoche del santuario con Hanako-sama y Kaori-sama, cuando el fuego estaba llegando. Pero nos separamos de Hanako-sama cuando escapábamos ¿está contigo? —preguntó Ayami, ansiosa.

—No, no está… —respondió Amane.

—¿Pero la han visto? —preguntó ansiosa Kaori.

—No, no la hemos visto, Kaori-sama, lo siento, solo ruego que esté viva…

—¿Y por qué estás aquí, en la casa de Ume-san? ¿Dónde están los demás? —preguntó Ayami, algo extrañada.

Amane abrió la boca, pero no pudo decir nada. Como buscando ayuda, se giró hacia la casa de dónde salió. En ese momento la señora Ume junto a Masaru, el hijo del señor Koba, salieron de la casa.

Masaru, al verlas, corrió también hacia ellas, pero al llegar al lado de las mujeres cayó de rodillas y se aferró al kimono de Kaori.

—Kaori-sama, lo siento mucho, no pude hacer nada, no pude hacer nada…

—¿Qué ocurre? —preguntó la niña, mirando confundida a Ayami y a Amane.

—¿No… lo saben? —preguntó Amane.

—¿Qué cosa? Amane-chan, Masaru-san ¿Qué está ocurriendo? —preguntó alarmada Ayami.

Amane retrocedió un par de pasos, y no pudo seguir mirándolas a la cara. Haciendo pucheros, comenzó a hablarles entre hipos.

—El santuario… el santuario… ya no existe.

—¿El fuego lo destruyó todo? —preguntó asombrada Ayami—. ¿Pero… dónde están los demás?

—Nosotros… Amane-san y yo vinimos a buscar provisiones ayer en la tarde —comenzó a relatar Masaru, con la vista perdida—. Vinimos a la casa de Ume-san, y cuando comenzamos a volver… escuchamos los gritos de fuego… quisimos volver al santuario, pero el fuego había llegado a la escalera del santuario y no pudimos avanzar… y tuvimos que volver… entonces nos encontramos con mi padre, que venía desde sector de artesanos, pero no pudimos hacer nada. Tuvimos que volver…

—¿Entonces están con Koba-san? —preguntó esperanzada Ayami.

—Él está en la casa de Ume-san, pero está postrado —explicó Amane.

—¿Por qué? ¿Está herido?

—Él… él está ensimismado, sin habla —continuó Masaru—. Nosotros tres estuvimos hasta tarde ayudando a la gente en el pueblo, sin poder acercarnos al santuario, pero en la madrugada el fuego había cedido, papá y yo pudimos subir… y… no quedaba nadie... —pero las palabras de Masaru se atoraron por el nudo en la garganta.

—¿Mamá y papá no están en el santuario? —preguntó extrañada Kaori.

—Kaori-sama, lo siento tanto… no queda nadie vivo. ¡Todos murieron! ¡Todos! —respondió Amane, llorando.

—No, no, no ¡No puede ser, yo los vi salir de los edificios! —dijo Ayami.

—¡Están todos muertos! —gritó Masaru—. ¡Encontramos todos sus cuerpos, calcinados o destrozados por el fuego!

—¿Destro… zados? —repitió con incredulidad Ayami.

—Keitaro-sama, Hiroshi-sama, mi madre, Jiro…! ¡Todos! ¡Todos! ¡Aaggghh! —gritó en agonía Masaru que comenzó a golpear el suelo con sus puños, descontrolado.

—No… papá no puede… mamá no puede… —Kaori miró a Ayami tirándole la ropa y luego golpeándola con sus pequeños puños —. Ayami-san, me dijiste que ellos estaban bien ¡Me dijiste que estaban bien! ¿Por qué? ¿Por qué?...

—Kaori-sama… lo siento mucho… lo siento mucho —dijo Ayami, abrazando a Kaori para contenerla—. No lo sabía… ¡No lo sabía!

—Ahora… estamos… solos —dijo Amane.

—¡Noooo! ¡Noooo! —gritó Kaori entre lágrimas—. ¡Mamá! ¡Mamá!

Pero los gritos de dolor de Kaori y de sus compañeros no pudieron tener ninguna respuesta. Solo pudieron recibir las miradas de lástima de Ume-san y su familia, que habían salido al exterior, y la de otros viandantes matutinos que se encontraban alrededor de ellos a esa hora.


§

—Kiyo-sama, Kiyo-sama, despierte por favor.

Kiyo abrió los ojos, y vio a Masao de rodillas cerca de ella. Dio un bostezo con pereza y miró alrededor. El cielo estaba apenas aclarando; el amanecer estaba pronto a llegar, y el ruido de los pájaros anunciaba el nuevo día.

—¿Qué sucede, Masao-san?

—Conseguí leche para el bebé, en esa granja que divisamos en el camino ayer.

—¿En serio? ¡Qué bien! Pero ¿Cómo se la vamos a dar? —preguntó extrañada Kiyo, acomodándose para mirar al bebé que dormía apegada a su cuerpo.

—Si quiere siga durmiendo, yo me ocuparé.

—Te voy a ayudar, no quiero perderme esto, dame un minuto.

Kiyo se movió un poco al lado y tomó el pequeño bulto en sus brazos. Ver al bebé tan de cerca, durmiendo, la llenó de un deseo de querer abrazarlo y protegerlo como nunca había sentido antes por nadie.

—Vas a poder alimentarte, pequeño bebito. Tu hermana mayor te ayudará.

Masao fue a buscar un cuenco y una pequeña olla de cobre para calentar la leche, bajo la observación atenta de Kiyo.

—Fue difícil conseguir esto —explicó Masao mientras preparaba todo—. Aún estaba oscuro y los granjeros salieron con palos pensando que yo era un bandido. Pero logré entenderme con ellos y convencerlos de darme leche.

—Vaya, que amables —dijo la chica con un cierto alivio por el resultado.

—¿Amables? Fuh —resopló Masao con desdén—. Los granjeros no saben de amabilidad. Solo fueron amables cuando les ofrecí un monme de plata por la leche.

Kiyo abrió los ojos por la impresión. Miró el recipiente que Masao había traído con él. No debían ser más de 2 litros de leche.

—¿Les pagaste… un monme de plata… por ese poco de leche?

—Prometimos salvar a este bebé, ¿verdad?

Masao miró a la chica Miko. La luz de la mañana le daba una extraña belleza, casi sobrenatural. Si él no supiera que estaba gravemente herida, hubiera pensado que era una diosa durmiente. Luego miró a Kiyo que sostenía al bebé, que estaba comenzando a quejarse débilmente.

—Anoche la chica despertó por un minuto. Yo estaba con ella. Me pidió que salvara a su hermano. Yo no puedo… dejar que otro bebé muera. No puedo…

—Masao-san, tranquilo, está bien, lo vamos a salvar.

El hombre asintió sin poder hablar más. Continuó preparando la leche en silencio. Kiyo guardó respetuoso silencio ante la cara de pena de Masao. Solo lo interrumpió cuando vio que la leche comenzaba a sacar vapor.

—Masao-san, ¿eso no estará demasiado caliente?

—La mujer del granjero me recomendó calentar la leche muy bien, pero me dijo que era muy fuerte para un bebé pequeño, que la mesclara mitad leche, mitad agua limpia. Y que me fijara que estaba tibia con el dedo pequeño, no debía quemar. Con el agua fresca debería enfriarse.

—Oh, vaya… nunca he tenido que hacer eso —exclamó Kiyo—. En casa esas cosas las hace mi madre, ella siempre veía a mis hermanos pequeños.

—Algún día tú también serás madre, Kiyo-sama. Y entonces aprenderás eso y muchas otras cosas.

Ser madre. La idea le sonó tan extraña en la mente de Kiyo. Un día antes hubiera pensado que era una locura, pero ahora con el pequeño bebé en brazos, la idea quedó revoloteando en su mente. Una extraña sensación tiraba de ella para cuidar a ese pequeño bebe. «¿Esto se sentirá ser madre?» pensó Kiyo, sonriendo para sí misma.

—Bien, la leche está lista, voy a enfriarla y se la daremos —dijo Masao, llamando la atención de Kiyo.

—Eh, pero… ¿cómo se la daremos?

—Uhm… —Masao miró alrededor pensando—. ¡Ya lo sé! Mojemos un pequeño paño con la leche y así el bebé podrá sorberla como si fuera un pecho.

—¿Eh? Oh… ya entiendo —dijo Kiyo admirada por el ingenio del hombre.

Masao volvió al carro y buscó entre las telas hasta encontrar un trozo que le pareció apropiado.

—Kiyo-sama, necesito que sostenga al bebé como si fuera a darle pecho, para que él se sienta cómodo, pero le acercaré a la boca el paño.

Ambos se acomodaron y Masao puso el paño empapado en leche cerca de la boca del bebé. El bebé estaba tan débil y adormilado que al principio no reaccionó, pero cuando algunas gotas de leche llegaron a su boca se activó y comenzó a buscar por más con avidez. Con sus manitas comenzó a asirse al pecho de Kiyo mientras sorbía la leche del paño.

—¡Está funcionando! —exclamó extasiada Kiyo—. La sensación de tener al bebe contra su pecho y verlo mamar le produjo una cadena de emociones que no podía contener.

—Te vamos a salvar, bebito. Vas a estar bien. Y tu hermana de sangre también lo va a estar.

Cuando el bebé se hartó de beber leche, Masao lo tomó con cuidado y lo llevó para acunarlo y hacerlo dormir. Kiyo se levantó y fue a ver a su hermano Jisuke, que estaba comenzando a despertar.

—Buenos días hermano. ¿Pudiste dormir bien?

—Buenos días Kiyo-chan. Dormí algo, creo.

Jisuke se incorporó y miró a la sacerdotisa Miko que estaba a su lado. Toco su cara. Estaba tibia, y parecía dormir, pero el silbido de su respiración hacía notar que respiraba con mucha dificultad.

—Lo lograste, bella muchacha —le habló Jisuke con ternura.

El hombre se puso de pie, y comenzó a moverse para preparar el desayuno. Pronto el campamento estaba en plena actividad.

—¿Qué haremos ahora, Jisuke-sama? —preguntó el conductor de bueyes Tetsuo cuando estaban todos reunidos comiendo.

—Esperaremos a que vuelva Tanaka-san. Espero que el peligro haya pasado, no quiero correr riesgos innecesarios.

Los cuatro siguieron comiendo en silencio. Sin saberlo, todos pensaban en qué les depararía el destino ese día.


§

Hanako había estado flotando en un limbo mental que fluctuaba entre la consciencia y la inconsciencia. Había despertado un par de veces y se había visto en la noche, rodeada de desconocidos. Parecían amistosos y preocupados, pero estaba tan débil que ni siquiera tuvo la capacidad de tenerles miedo. A duras penas les había logrado pedir que salvaran a su hermanito Toshiki. Era la única preocupación que estaba en su mente.

Estuvo así en varias ocasiones. Hasta que de pronto se sintió consciente nuevamente. Una extraña tibieza la envolvió. El dolor y la angustia de respirar de pronto se sintieron lejanos, hasta desvanecerse. Abrió los ojos, y se encontró sentada en una tranquila playa de arenas grises, frente a un lago. Pequeñas olas hacían un suave sonido rítmico al romper contra la orilla. El cielo celeste era muy luminoso.

Hanako miró con una paz mental única el paisaje por largo rato, hasta que de pronto se percató de que ese no era el lago Itomori. No había montañas rodeándolo. "¿Esto es el mar?" pensó para sí, recordando los relatos de su padre de sus viajes.

Miró al cielo y se asombró de ver que en el celeste cielo no estaba el sol. Se giró y detrás de sí vio árboles y plantas de un tipo desconocido, y más allá el paisaje se difuminaba en una extraña bruma.

"¿Dónde estoy?" pensó, pero la tranquilidad no la abandonó. Siguió mirando alrededor, hasta que vio que de un extremo de la playa dos figuras borrosas se acercaban a ella, avanzando a través de la bruma. Cuando ya estaban a unos quince metros de ella, las figuras comenzaron a definirse. Eran sus padres.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó la chica, poniéndose de pie y corriendo hacia ellos.

Los padres de Hanako la esperaron y la recibieron sonriendo con los brazos abiertos.

—Sabía que te encontraríamos aquí —dijo Kyomi, con una sonrisa—. Ya todo está bien, Hanako.

—Yo tenía mucho miedo por ustedes. Papá ¿dónde estamos? ¿Dónde…?

De pronto Hanako se dio cuenta que estaba sola.

—¡El pequeño Toshiki! ¡Mamá, no sé dónd-!

Kyomi puso un dedo sobre la boca de Hanako y la hizo callar con dulzura.

—Shh, tranquila. Él está bien. Kaori también está bien. Ellos no vendrán por un tiempo con nosotros. Aún tienen que seguir con sus tareas. Ellos aún deben cumplir con los designios de Musubi.

—Entonces, eso significa… —preguntó Hanako, abriendo los ojos asombrada.

—Significa que nosotros ya cumplimos con nuestro papel, hija mía —respondió Hiroshi—. Ahora todo por lo que luchamos e hicimos hecho está. Nada de eso ahora importa, porque ya no está en nuestras manos. Solo Shitori-no-kami sabe qué acontecerá, y él seguirá guiando a los Miyamizu a cumplir nuestro destino. Él guiará a Kaori y a Toshiki.

—Los caminos de nuestro Dios pueden ser difíciles de entender —agregó Kyomi—. A la larga él conoce nuestro destino y nos guía, aunque nosotros no sepamos cómo. Nosotros tres ya terminamos nuestra tarea. Y ahora podremos reunirnos con nuestros ancestros.

—¿Ya no volveremos? —preguntó con un dejo de tristeza Hanako.

—No, nuestro tiempo ya pasó. Pero tú lo hiciste muy bien, Hanako. Me siento orgulloso de ti —dijo Hiroshi, sonriendo a la chica—. Algún día aquellos que dejamos atrás también se nos unirán. Ahora vamos, quiero que conozcas a alguien que sé que te alegrara ver… y que podrá resolver todas esas preguntas que yo ni nadie pudo responderte.

Hiroshi abrazó cariñosamente a su hija. Y ella realmente sintió que ahora todo estaba bien.

—Vamos, mis amores —dijo Kyomi con ternura—. Nos esperan.

Hiroshi, Kyomi y Hanako comenzaron a caminar abrazados los tres, de regreso por la playa, hasta desaparecer en la bruma de ese mundo sin sol.


§

Goro Mayugorô estaba tirado entre el pasto de una explanada de la montaña. Había caminado intentando llegar al santuario Miyamizu durante toda la noche, pero el fuego le había impedido el paso por todos los lugares por los que intentó llegar. En la madrugada el agotamiento lo venció y Goro cayó extenuado, quedándose dormido en el lugar.

La luz de la mañana se filtraba entre el pasto, pero no logró despertarlo. La luz comenzó a colarse en su psique, moldeando sus sueños. Había tenido sendas pesadillas durante la noche, pero ahora en su sueño se vio en paz, sentado frente al lago Itomori, mirando como el viento mecía un bote de pescadores.

Goro veía el agua brillar en la luz del atardecer. ¡Todo era tan pacífico! Ese era el lago que tanto le gustaba mirar junto a Hanako…

Al recordar a su amada, una súbita desesperación lo invadió ¡Tenía que encontrarla! En el sueño iba a ponerse de pie cuando dos brazos se cruzaron frente a su pecho y lo abrazaron. Y la voz que más deseaba escuchar le habló al oído.

—Sabía que me buscarías.

—¡Hanako! —respondió Goro abrazando los brazos de la chica, y tirándola hacia él, sintiendo la tibieza del cuerpo de la muchacha en su espalda—. ¡Sabía que te encontraría! ¡Lo sabía!

—Aún no lo has hecho. Pero sé que lo harás. Goro, recuerda que lo que ocurrió no es tu culpa. Lo que sucedió es Musubi. El destino tenía que cumplirse.

Goro se giró quedando su cara frente a la de la chica, mirándola extrañado. Ella le sonrió, acariciando la cara de su amado.

—Sé que no lo entiendes ahora —continuó Hanako—. Las cosas no salieron como nosotros queríamos. El destino tiene preparadas cosas que a veces no esperamos, y que no podemos evitar. Pero debemos cumplir nuestro papel en la historia. Sin ti, lo que pasó no hubiera ocurrido, y nuestro presente sería diferente, pero nuestro futuro y el futuro de Itomori estaría en peligro. El dolor de hoy es la felicidad del mañana.

—Yo… no te entiendo… ¿de qué futuro estás hablando? —dijo Goro tomando la mano de la chica sobre su mejilla —. Yo quiero tener un futuro contigo ¿Lo recuerdas? Estar juntos, aun si eso significa dejar Itomori atrás.

—Yo también lo quería —dijo Hanako con un rictus de tristeza.

—¿Ya no? —preguntó alarmado Goro—. ¿Ya no quieres… estar conmigo?

—No es eso. Siempre quise estar contigo, hasta el último instante. Pero ahora la distancia que nos separa es más de lo que podemos remontar. Te estaré esperando cuando llegue el día en que podamos vernos de nuevo.

—No te entiendo ¿qué quieres decirme? ¿De qué distancia hablas?

—Lo sabrás cuando me encuentres. Y cuando lo hagas, llévame con mi familia. Es lo último que te pido, mi amado Goro. Ayúdame a iniciar el nuevo futuro de la familia Miyamizu.

—¡Hanako! ¿Qué quieres decir? ¡Háblame con claridad! —respondió angustiado Goro.

Pero la chica se separó de él, suavemente, escapando de entre las manos de Goro, que no pudieron asirla.

—Búscame. Musubi te guiará. Cuando me encuentres, por favor llévame con mi familia. Y recuerda que siempre te amé y siempre te amaré.

La chica se dio media vuelta, y se comenzó a alejar rápidamente, como si flotara en el aire.

—No, Hanako, espérame ¡Hanako! ¡HANAKO!

El grito desperado del chico fue tal que se verbalizó en un grito en el mundo real. Goro despertó abriendo los ojos de golpe. Frente a su cara, el pasto alto que lo rodeaba era lo único que pudo ver. Sintió como gruesas lágrimas sin control caían por sus mejillas.

El chico se paró, mirando a su alrededor en todas direcciones.

—¿Hanako? ¡Hanako!... ¡Hanako! —comenzó a gritar, llamando a la chica.

Pero estaba totalmente solo en un lugar indeterminado de la montaña. A su derecha veía el reflejo del cielo de la mañana en las aguas del lago Itomori, y a su izquierda gruesas volutas de humo blanco se levantaban a la distancia, por cientos de metros donde el fuego había consumido el bosque hasta las cenizas.

—¿Cómo?... ¿Cómo voy a… encontrarte? —se preguntó Goro angustiado, sintiendo la impotencia de no poder encontrar a Hanako.

Pero de pronto, sintió resonar un latido de su corazón en su cabeza, y escuchó el claro sonido de un cascabel, parecido a los usados en las ceremonias Shinto que usaba Hanako al hacer sus bellas danzas kagura.

Asombrado, se puso de pie, y algo en él le hizo sentir que Hanako no estaba ya en el santuario, en esa dirección donde sólo había humo y cenizas. Entonces sintió como si una cuerda lo jalara en otra dirección, a sus espaldas. Se giró en esa dirección, y una pulsión, un llamado le hizo sentir que ella estaba hacia allá.

Y así tan de improviso como esa sensación había comenzado, cesó de golpe y desapareció.

Goro quedó boquiabierto, sin saber qué hacer. Pero la sensación de apremio por encontrarla venció todos sus bloqueos. Y la voz de Hanako llegó a su mente, tal como la había oído en su sueño:

"Encuéntrame…"

—Hanako… espérame… ¡te voy a encontrar! —Goro tomó aire, y gritó con todas sus fuerzas—. ¡TE VOY A ENCONTRAR!

Con solo la pista de la dirección, el chico comenzó a dar pasos algo atolondrados, mirando en todas direcciones, esperando ver a su amada en cualquier momento.


§

El campamento de los comerciantes estaba en calma. Habían desayunado temprano, y luego habían desarmado y guardado sus camas de campaña en su carreta. Ahora tenían lo mínimo necesario para esperar por algunas horas, pues todo lo demás ya estaba empacado, y estaban listos para partir de ser necesario.

Lo único que quedaba visible del campamento nocturno eran las mantas y un delgado colchón donde aún yacía la sacerdotisa Miko herida, que aún permanecía inconsciente. Los hombres la habían tomado por las mantas y la habían transportado bajo la sombra de algunos árboles cercanos, para proteger a la muchacha del sol directo. A su lado estaba cuidándola Kiyo, que observaba preocupada la difícil y silbante respiración de la sacerdotisa.

Los hombres estaban sentados también a la sombra de un árbol cercano, discutiendo que hacer; mientras hablaban, Masao cargaba al bebé, que después de alimentarse en un par de ocasiones durante la madrugada ahora dormía plácidamente en sus brazos.

—Bien, es mejor enviar a un explorador —resolvió finalmente Jisuke Kusakabe—. No podemos quedarnos esperando aquí para siempre, y no sabemos nada de Takeda-san. Además, necesitamos llevar a esos dos con su familia…

Jisuke se volvió al hombre que estaba a su lado, que parecía distraído jugueteando con la manita del bebé dormido.

—Masao, necesito que vayas rápido a ver qué está pasando en el pueblo y vuelvas cuanto antes a contarnos las novedades.

Masao levantó la cabeza y se encontró con la mirada de Jisuke y Tetsuo, que lo observaban esperando alguna respuesta suya.

—Oh… claro, Jisuke-sama. Iré de inmediato.

El hombre se incorporó y llevó al bebé donde Kiyo, y se lo pasó con mucho cuidado para que la mujer siguiera cuidándolo. Luego él y Tetsuo se fueron a preparar su caballo para su salida de exploración.

Estaban casi terminando los preparativos cuando escucharon ruido de cascos de caballo acercándose por el camino por entre el bosque. Los tres hombres se pusieron en alerta intentando identificar quién podía ser el jinete.

En el giro del camino apareció el samurái Takeda, que al ver a los hombres más adelante apuró el paso del caballo para llegar hasta ellos, y los saludó con la mano mientras se acercaba.

Tetsuo corrió a recibir las riendas del caballo del samurái para asegurar al caballo. Su jinete descabalgó moviéndose en forma pesada. Los comerciantes se dieron rápidamente cuenta que Takeda lucía muy cansado y ojeroso.

Jisuke y Masao lo rodearon ansiosos, esperando recibir las noticias.

—Takeda-san, que bueno que haya regresado ¡esperábamos que volviera pronto! —dijo Jisuke haciendo una reverencia ante el samurái.

Takeda respondió el saludo con una reverencia leve.

—Me alegro que estén bien y hayan seguido mis instrucciones —respondió el samurái—. ¿Tuvieron algún contratiempo desde que los dejé?

—No, no tuvimos ningún problema, llegamos al anochecer a este lugar y acampamos sin inconvenientes —respondió Masao haciendo un gesto al espacio detrás de ellos que los había guarecido.

—Ya veo, pero…

El ruido del gorjeo de un bebé llamó la atención de Takeda. El samurái se quedó perplejo mirando como Kiyo se estaba acercando a ellos llevando a un bebé en brazos.

—¿De dónde salió ese bebé? —preguntó Takeda cuando salió de su aturdimiento, mirando al bebé en los brazos de la Kiyo que ya estaba al lado de él.

—Anoche encontramos a una sacerdotisa Miko con este bebé. Estaba tirada inconsciente a lado de un estanque que está un poco más arriba en la montaña —respondió Jisuke.

—¿Una… sacerdotisa Miko? —repitió con pasmo Takeda—. ¿Dónde está ella?

—Está allá, en la arboleda —dijo Jisuke apuntando hacia donde habían dejado a la chica.

El samurái siguió con la vista la indicación y vio el bulto de la chica acostada en el suelo. Sin quitarle la vista caminó hacia la sacerdotisa abriéndose paso entre los hombres casi atropellándolos, como si de pronto no los viera. Los hombres apenas alcanzaron a moverse fuera de su camino y se miraron extrañados entre ellos sin entender qué le ocurría al samurái.

Takeda se puso en cuclillas al lado de la chica y la observó detenidamente por uso segundos. Entonces tomo su mano entre las suyas por largo tiempo, cerrando los ojos con la cabeza agachada como si estuviera haciendo una plegaria por ella. Luego dejo su mano al costado con suavidad, y emitió un cansado suspiro mientras se ponía de pie y refregaba sus ojos intentando limpiarlos.

El samurái encaró al grupo que de comerciantes que habían llegado hasta él, rodeándolo.

—Hace años tuve la oportunidad de venir a Itomori y conocer a la familia que controlaba el santuario —explicó Takeda—. Ahí conocí a la madre de esta chica. Era una mujer muy bella.

Takeda se giró para mirar a la doncella Miko, sin poder ocultar la pena en su rostro.

—Esta chica sin duda que era su hija. Pude reconocerla por sus facciones. En ese entonces ella era solo una niña pequeña…

Jisuke miró a sus compañeros con una sonrisa de felicidad.

—¡Estupendo! Sabía que esa chica tenía que ser alguien de importancia en el santuario. Sus ropas y su belleza lo atestiguan. Y ¿Cómo están las cosas allá, Takeda-san?

El samurái miró confundido a Jisuke. Después de parpadear un par de veces, la cara de Takeda pasó de la extrañeza al enojo ante esa repentina muestra de alegría del comerciante, como si tal actitud fuera una falta de respeto.

—¡Casi no queda pueblo! —respondió con voz ronca el samurái—. El fuego se inició en una zona de artesanos con muchas viviendas, destruyó todo a su paso. En el pueblo hay por lo menos unas cincuenta personas muertas.

—¿Cincuenta? —dijo Jisuke—. Pero… pero… ¿y el santuario?

El samurái bajó la vista y se dejó caer, sentándose con las piernas cruzadas, y las manos apoyadas en las rodillas. Quedó mirando un punto del suelo delante suyo, con la vista perdida, como recordando imágenes en su mente. Demoró en responder.

—Cuando llegué anoche, el fuego estaba activo, así que logré organizar a varios hombres y entre todos salvamos a muchas personas. Cuando terminamos en el pueblo, intenté ir al santuario para ver cómo estaban, pero el bosque que rodea las escaleras que daban al santuario estaban en llamas. Era imposible acercarse. Volví al pueblo y descansé por algunas horas, y luego en la madrugada volví a subir acompañado de algunos de los aldeanos. El fuego ya había consumido todos los árboles y estaba casi apagado, entonces llegamos al santuario y…

El samurái se quedó callado, sin poder continuar. El grupo vio como el hombre apretaba la mandíbula casi rechinando los dientes.

—¿Takeda-san? ¿Se encuentra bien? —preguntó Kiyo al hombre.

—Tráele un poco de agua —ordeno Jisuke a Tetsuo.

Tetsuo asintió y rápidamente fue por un vaso de madera a la carreta. A los segundos llegó de regreso donde el samurái y le extendió un vaso con agua fresca. El hombre lo recibió y tomó varios sorbos, aclarando su garganta y mirando agradecido al grupo.

—Lo lamento, es que… nunca había visto nada igual —continuo Takeda—. En todos estos años he tenido que luchar batallas por mi señor, he visto incendios, he visto gente descuartizada. Sé lo que es la muerte. Pero… nunca vi algo como esto.

—¿Qué… pasó en el santuario? —preguntó con temor Kiyo.

Takeda levantó la vista y miró a los cuatro.

—Cuando llegamos, aún había humo que salía de todos los árboles quemados. Era pesado respirar y costaba ver por la oscuridad, solo se veían las brasas de todas las construcciones del templo y algunas llamas aún encendidas… no quedó nada en pie.

—¿Se quemó todo? —exclamó asombrado Masao.

—Sí, todo. Pero… entonces avanzamos al centro de la explanada… y los encontramos a todos muertos. Hombres, mujeres… jóvenes, viejos… todos ellos...

—¿Los mató el humo? —preguntó extrañado Masao.

El samurái negó con la cabeza.

—Ellos habían estado sacando cosas del templo al patio. Es claro que vieron venir el fuego, y quisieron salvar lo más que pudieron, sacaron cosas desde los edificios, supongo que objetos sagrados, muebles, documentos… pero… a pesar que estaban en la mitad del patio, todas esas cosas estaban reducidas a cenizas…

—¿Pero estaban lejos de las construcciones incendiadas? —preguntó extrañado Jisuke

—A decenas de metros —respondió Takeda—. Basta alejarse unos cuantos metros de una construcción en llamas para estar a salvo. Ellos estaban a mucho más lejos que eso, pero fue como si el fuego… los hubiera atacado a pesar de la distancia.

Los cuatro comerciantes se miraron entre ellos extrañados. Takeda los miró con impotencia, al darse cuenta que no lo comprendían.

—Ellos… sus cosas estaban quemadas, pero ellos además tenían heridas, mordeduras… carbonizadas… como si… ¡unas fauces de fuego los hubiera mordido y destrozado!

—Takeda-san, eso… tal vez se quemaron mientras salían de los edificios… —dijo Jisuke, intentando encontrar sentido a las palabras de Takeda.

—¡Se lo que vi! —lo interrumpió Takeda con vehemencia—. Algunos de ellos… cayeron muertos en círculo, espalda con espalda, buscando defenderse de alguien… de algo… que los atacó… y… en algunos de ellos… sus caras… aún mostraban el terror…; otros estaban tirados en el camino, con esas mordeduras de fuego en sus cuellos y espalda… parece que corrían a refugiarse en los edificios… y entonces encontramos más cadáveres que terminaron calcinados en los edificios, bajo los escombros, abrazados intentando protegerse…

El samurái estaba tan afectado que miró a los cuatro de pie con los ojos llorosos por la impotencia. Estalló de ira al sentirse que ellos lo miraban con extrañeza e incredulidad.

—¿Qué no lo entienden? ¿Quién correría a esconderse a un edificio que está en llamas, en medio de un incendio, si es que no hay un peligro aún peor afuera? ¡Esas heridas no eran hechas por hombres! ¡Esto fue obra de los dioses! ¡O demonios oni de fuego!

Los comerciantes quedaron estupefactos ante tal explicación. Sin saber qué decir, se quedaron en silencio mirándose entre ellos, sin atinar qué más decir. Al final Jisuke rompió el silencio.

—¿Pero entonces… hay sobrevivientes en el santuario?

El samurái negó con la cabeza.

—La única persona del santuario que vi fuera de él es esta chica. Todos los demás que estaban en el santuario están muertos. Los aldeanos que me acompañaban reconocieron a los sumos sacerdotes. Uno de ellos estaba muerto en el patio, horriblemente quemado, intentando proteger un baúl que estaba completamente incendiado. El guía conocía el santuario y buscamos entre los restos de la casa del sumo sacerdote. Y también encontramos su cadáver entre los escombros.

—Entonces, si no queda nadie de su familia, ¿qué haremos con la chica? —preguntó Masao.

—Llevémosla a los aldeanos, ellos la ayudarán —respondió Jisuke.

—Los aldeanos apenas si lograron sobrevivir, y ya tienen decenas de muertos de los que encargarse ¿Para qué les llevarán otro cadáver? —lo increpó con amargura Takeda.

—¿Cómo que un cadáver? ¡Hemos estado cuidando a esta chica toda la noche!

El samurái se giró y miró a la chica con cuidado.

—Esta doncella Miyamizu está muerta. Ya no respira ¿Acaso no se dieron cuenta? —preguntó Takeda sorprendido.

Los cuatro comerciantes quedaron helados. Quedaron congelados y boquiabiertos mirando a la muchacha sin saber cómo reaccionar. Después de unos segundos interminables, Jisuke logró salir de la estupefacción y se abalanzó sobre la muchacha.

—No… no, no ¡No! —gritó Jisuke. Se puso a su lado e intentó reanimarla moviéndola, y solo entonces él se dio cuenta de que ella estaba totalmente pálida y fría. Sus labios estaban amoratados.

—Escúchame, muchacha, ¡despierta! ¡No nos hagas esto! ¡Por favor, despierta! ¡Despierta! —rogó Jisuke, pero la chica ya no reaccionaba.

Jisuke dejo con cuidado su cabeza sobre la improvisada almohada, y puso su cara contra la nariz de la chica.

—Ya no hay nada que hacer… —intentó mediar Takeda.

—Shhh —lo hizo callar Jisuke, poniendo su alma en percibir la más mínima señal de respiración en la chica.

Masao, Tetsuo y Kiyo contenían la respiración esperando el veredicto de Jisuke, quien estuvo largos segundos sin moverse. Hasta que se rindió. Se sentó y se cubrió la cara de la rabia.

—Se ha ido… no pudimos…

Kiyo no pudo soportar la pena, y estalló en llanto, lo que despertó al bebé, quien se puso a llorar también.

Masao se acercó a Kiyo y le hizo un gesto con los brazos para que le pasara al bebe. La chica se lo entregó y se acuclilló, compungida por la tristeza que la abrumó.

—Ella… esa chica era tan bella… y tan joven… no lo merecía… no merecía eso… —dijo Kiyo.

Masao hacía su mejor esfuerzo para arrullar al bebé que seguía llorando, meciéndolo para tranquilizarlo.

—Jisuke-sama… ¿qué haremos ahora? —preguntó.

—Todo este viaje está perdido. Teníamos que llegar a ese santuario…

—Si lo hubiéramos hecho, ahora estaríamos todos muertos junto con los sacerdotes —respondió Tanaka—. Considérense afortunados. Los dioses fueron misericordiosos, y la suerte estuvo de nuestro lado de que ese incendio demoniaco comenzara antes de que nosotros llegáramos.

—¿Qué tiene de misericordioso todo esto? —se quejó amargamente Jisuke—. ¡Hay decenas de gente muerta! ¡Y ahora esta chica…!

Pero Jisuke no pudo continuar, se alejó dando zancadas hacia la explanada de pasto, con las manos en la cabeza, intentando calmarse, caminando en círculos. Sentía ganas de gritar, maldecir ese lugar cruel al que iban… al santuario al que tenían que ir…

Entonces Jisuke recordó que tenía en su poder la carta del Daimyo que debía entregar al sumo sacerdote del santuario. Ahora que él sabía que estaban muertos, entendió que su misión había sido un total fracaso.

Jisuke metió la mano entre sus ropas, encontró el bolsillo secreto donde llevaba la carta y la sacó con cuidado.

Takeda observó cuando Jisuke sacó la carta y la comenzó a abrir.

—Oiga ¡qué cree que está haciendo! ¡Esa es la carta de mi señor!

—Su destinatario ya no existe —replicó Jisuke con una sonrisa sardónica—. Al menos quiero saber si aún hay algo que valga la pena hacer en este lugar caído en la desgracia...

El samurái se quedó mirándolo sin saber qué responder a eso. Jisuke fue leyendo la carta lentamente, hasta que estalló en una risa nerviosa que luego terminó en un amargo quejido.

—Esto… esto… ¿cómo los dioses pueden ser tan crueles? —dijo Jisuke, estirando la carta al samurái, que se acercó a él y la recibió con recelo, pero su curiosidad fue más fuerte, y también la comenzó a leer en silencio.

—¿Qué dice la carta? —preguntó Masao.

—El Daimyo "invita al sumo sacerdote Miyamizu a la próxima luna llena para concurrir con su familia a su palacio, para formalizar su compromiso de matrimonio de su hija con el cuarto hijo de la familia Matsudaira..." —recitó Jisuke en voz alta, como si hubiera estado leyendo la carta en forma pública—. Él tenía que ir con su hija… con su hija…

Jisuke se cubrió los ojos, intentando controlarse. Luego miró a la muchacha ya fallecida. Se acercó a ella y tomó su mano. La piel de la muchacha estaba totalmente fría. Acarició su cara y le ordenó el cabello que estaba desordenado en su frente. Dejó la mano de la muchacha suavemente a su costado. Jisuke miró hacia el cielo, intentando contener sus emociones.

—¿Entonces esa chica…? —dijo Masao mirando a la muchacha muerta.

—Probablemente es la hija del sumo sacerdote —respondió Takeda—. Ella debe ser la hija de la que habla esta carta. Su parecido con su madre es la prueba. Tendré que informar a mi señor que ese matrimonio ya nunca se llevará a cabo.

—¿Y entonces qué haremos con el bebé, Jisuke-sama? —inquirió Masao—. Si su hermana y toda su familia está muerta…

—Lo llevaremos a los aldeanos —respondió Jisuke.

—Creo que eso tampoco vale la pena —dijo Takeda, poniéndose pesadamente de pie—. Ese bebé ahora es un huérfano. Toda su familia está muerta, y entregarlo a los aldeanos o campesinos de Itomori es condenarlo a la miseria. Solo será una carga para ellos.

—Pero este es su hogar, ¡tiene que haber alguien que quiera cuidarlo! —dijo Kiyo angustiada levantando la voz—. ¡Es un bebé! ¡Alguien… alguien lo va a cuidar! ¿Jisuke? Alguien lo va a cuidar, ¿verdad?

—¡Ustedes no entienden nada! —respondió airado Takeda—. ¡El pueblo mismo de Itomori puede que desaparezca después de esto! No me extrañaría que ese bebé termine muriendo de hambre, o siendo devorado por esos mismos desdichados aldeanos que lo perdieron todo y ahora enfrentaran el invierno luchando por no morir de hambre y frío.

Kiyo, reaccionó violentamente ante la descripción del samurái.

—¡No puede estar hablando en serio, Takeda-san! ¡Cómo esas personas podrían hacer algo tan cruel con un niño inocente!

Jisuke se paró y le habló fuerte a su hermana.

—¡Kiyo! ¡Tranquilízate! Lo que dice Takeda-san es verdad. Yo sé de familias que en la última hambruna devoraron a sus propios hijos cuando la comida escaseó. Eso es real, y ya ha pasado antes.

—Entonces es mejor que acabemos con la miseria de ese niño —dijo Takeda, cerrando la carta de Daimyo y colocándola entre sus ropas—. Lo mejor que puede pasarle es que pueda reunirse con sus padres y sus ancestros con una muerte limpia y honorable, sin sufrimiento.

Takeda llevó la mano a su cintura, y desenvainó su espada wakizashi. Todos a su alrededor quedaron petrificados ante el sonido y ante la vista de la brillante espada.

—Entrégame a ese bebé —dijo Takeda a Masao, estirando una mano para que se lo entregara—. Te prometo que no sufrirá

—Takeda-san, por favor deténgase, no hablará en serio —intentó mediar Jisuke, con las manos hacia adelante, en un gesto de paz.

—¿Es que prefieren que lo enterremos vivo con su hermana? ¿O que lo dejemos que muera de hambre? ¿O que sea destrozado por las bestias de la montaña? —replicó Takeda, con dureza—. ¡Esto es lo mejor para él!

—¡No! —respondió Masao, ocultando a bebé detrás de él, y ofreciendo su costado al samurái—. ¡Takeda-sama, tenga piedad de este niño! ¡Por favor!

—Es por piedad que debemos dejarlo descansar junto a su familia y sus ancestros.

—¡Prometimos salvarlo! ¡Yo prometí a su hermana que lo salvaría! —gritó Masao, desesperado—. ¡No puedo dejarlo morir! ¡No dejaré que él muera porque sí!

—¿Y qué harás, mercader de pacotilla? ¿Acaso lo vas a criar tú? —dijo Takeda con desprecio—. Mi espada ha sido desenvainada y no puede volver sin sangre a su saya. ¿Quieres que mi espada conozca la sangre de ese niño o que conozca la tuya? ¡Elige bien tus próximas palabras!

—¡No, Takeda-sama, por favor! —intentó calmarlo Jisuke, pero sin moverse de su lugar, aterrado ante la espada del samurái.

—¡Silencio! —ordenó el samurái—. Este hombre dice que hizo una promesa ¿no es así? ¡Veamos dónde está el honor de los mercaderes!

Takeda dio dos pasos más hacia Masao, quedando a menos de dos metros de él.

—Pero si tú palabra solo vale cuando es por dinero, mejor entrégame a ese niño y ¡déjame terminar con su miseria ahora mismo, para que vaya con sus ancestros con dignidad!

Masao se encogió contra el suelo con el niño contra su pecho, ocultándolo del samurái.

—¡Por favor! Takeda-sama ¡Perdone su vida! ¡Deje a este niño vivir!

—Ese niño ya está muerto ¿Qué no lo entiendes? ¡Dámelo!

—¡No! ¡No, tiene que vivir! Yo… ¡Yo lo criaré! ¡Lo haré mi hijo! ¡Este niño será mi hijo! ¡Déjelo vivir! ¡Déjelo vivir! —gritó Masao, sollozando sobre el bebé que estalló en llanto ante los gritos de todos.

Durante varios segundos el samurái se quedó en silencio, congelado con la mano izquierda estirada hacia Masao y la derecha sosteniendo el wakizashi a su costado, listo para atacar. Kiyo miraba con los ojos desorbitados, tapando su boca, paralizada por el pánico, mientras Jisuke y Tetsuo estaban quietos sin casi poder moverse por el miedo y el shock. El único sonido era el llanto de bebé y los sollozos de Masao intentando protegerlo.

Takeda relajó su postura, levantó el wakizashi en lo alto, y se volvió a tensar.

—¿Lo que dices es verdad? ¿Estás dispuesto a dar tu sangre por ese niño, Masao-san? —preguntó Takeda—. ¡Responde!

—¡Déjelo vivir! ¡Haga lo que quiera conmigo, pero déjelo vivir! —respondió Masao encogido sobre sí mismo, con los ojos cerrados.

—¡Noooo! —gritó Kiyo.

—¡Silencio y quietos todos! —ordenó Takeda, con un grito de autoridad—. Todos ustedes han escuchado a este hombre. Si esa es su voluntad, voy a honrarla a favor de este niño. Masao-san, ¡Estira tu brazo!

—¿Qué…? —dijo débilmente Masao, incorporándose y mirando temeroso al samurái. Al verlo parado al lado de él con la espada en alto, casi de desplomó por el miedo. Después de unos segundos de duda, estiró su mano con la palma abierta, mientras giraba la cabeza en sentido contrario, cerrando los ojos e intentando proteger al bebé con su cuerpo.

Takeda avanzó hacia Masao y tomó su brazo por la muñeca. Masao solo pudo emitir un gemido ahogado. El samurái giro el brazo de Masao hasta dejar la palma de su mano hacia arriba, bajó la espada suavemente, y apoyó su filo con suavidad en el pulgar de Masao, y luego la alejó. Al segundo, un delgado hilo de sangre corrió por la mano de Masao. Entonces el samurái lo soltó y retrocedió.

—Entonces está hecho. Diste de tu sangre por ese niño. Ahora es como tu sangre y es tu familia. Y deberás cuidarlo como tu propia familia, como tu propia sangre, hasta tu muerte. Por tu propio honor, jamás olvides eso.

Takeda entonces se giró y comenzó a caminar alejándose de ellos. Hizo un giro con la espada, pasó la hoja por entre el brazo y codo de su kimono, limpiandola, y envainó el wakizashi con sonoro sonido metálico.

Al instante, Kiyo y Jisuke corrieron hasta donde estaba Masao. Ambos lo abrazaron y se pusieron a llorar. A un par de metros Tetsuo no pudo aguantar más y calló sentado al suelo, pues sus piernas no pudieron sostenerlo.

Jisuke se separó de Masao, que siguió sollozando abrazado al bebé, mientras que Kiyo lo abrazaba intentando consolarse a sí misma y tranquilizarse al hombre.

—¿Es usted un animal? —gritó Jisuke al samurái, tan enceguecido por la adrenalina que no midió sus palabras—. ¿Por qué casi mata a mi amigo, y casi nos mata a todos de miedo?

Tanaka se giró hacia ellos, con las manos apoyadas en sus espadas. Su cara de enojo había desaparecido, y los miró con una mirada que reflejaba una mescla de cansancio y desprecio.

—Ustedes los mercaderes siempre buscan su propia conveniencia. Todo es por la ganancia. ¡No confío en ustedes!

Tanaka miró su espada. Acarició con sus dedos el pomo de la empuñadura.

—Pero acá hay una vida de por medio. Yo conocí a la familia de ese bebé, y por respeto a ellos hubiera tomado su vida para evitar su sufrimiento. Y por lo mismo no podría dejarlo en las manos de cualquier hombre… a menos que supiera que es alguien con el honor suficiente de ser capaz de poner su vida por delante por ese niño.

El samurái volvió sobre sus pasos, y se acercó de nuevo hacia Masao. El hombre temblaba, pero no podía quitar la vista de la imponente figura del samurái delante de él.

—Hoy ganaste mi respeto. Pero ese es un bebé muy pequeño. Si sigues aquí, sin duda morirá. Es mejor que te lo lleves de aquí cuanto antes, si es que te importa su vida.

Masao miró a Jisuke, y le habló con una voz temblorosa extraña en él.

—Jisuke-sama, quiero… por favor… permítame llevarme al niño de vuelta a Takayama… ahora mismo.

—Tenías tu caballo preparado para partir ¿verdad Masao? Toma al niño y ve a tu casa. Tu mujer sabrá mejor como cuidarlo que tú —dijo Jisuke, acercándose a Masao y poniendo una mano sobre su hombro y la otra para ayudarlo a ponerse de pie.

—Kiyo-chan, ¿tú sabes cómo colocar al bebé en esas telas que traía la sacerdotisa? —preguntó Jisuke—. Masao va a necesitarlas para llevarlo.

—Sí, eso era un onbuhimo. He visto como se usan —respondió la chica—. Venga conmigo, Masao-san.

Jisuke se volvió al samurái, y le habló en forma respetuosa.

—Lamento haberlo insultado, Takeda-sama. No debí decirle eso antes.

—Entiendo por qué lo dijo y por qué lo pensaba. Es usted un hombre valiente. Pero cuide su lengua. Si no hubiera sido yo, y hubiera sido otro, ahora estaría acompañando a la sacerdotisa.

Jisuke miró a la chica muerta y dio un largo suspiro.

—¿Y qué haremos con ella? —se preguntó en voz alta.

—No tiene sentido llevarla al pueblo. No ahora —respondió Takeda—. Ella era alguien importante para la gente de esta zona. Sería una falta de respeto dejarla así, tirada en la montaña, a merced de las bestias del campo.

—¿La sepultamos entonces?

—Si la sepultamos, jamás la encontrarán, y quedará sola por la eternidad —reflexionó Takeda—. Hagamos una tumba temporal, y cubrámosla con piedras. Eso la protegerá de las bestias. Y éste es un camino que es transitado, pronto algún aldeano la encontrará, y le podrán dar la ceremonia kokubetsu-shiki como esa chica merece.

—Está bien, hagamos eso —dijo Jisuke—. ¡Tetsuo! Necesitamos tu ayuda, recolecta en los alrededores tantas piedras grandes como puedas.

—Sí, Jisuke-sama —respondió el hombre, y se fue a realizar su cometido.

—Hermano, ¡mira! —gritó Kiyo, agitando una cuerda en su mano, mientras corría hacia Jisuke—. Esto estaba entre las telas del onbuhimo.

—¿Qué es esto? —preguntó Jisuke, cuando recibió de Kiyo una fina cuerda trenzada, roja en los extremos, y que iba cambiando paulatinamente de color hacia el anaranjado, y luego cambiaba al azul del cielo oscuro en el centro, en un intrincado patrón de hilos y colores.

—Esa es una de las cuerdas kumihimo que hacían en el santuario Miyamizu—explicó Takeda—. Las vi en mis viajes anteriores. Sus mujeres las solían usar también como un adorno en el pelo.

—¿En serio? —dijo Kiyo, mirando hacia la sacerdotisa. Se acercó con lentitud hacia ella, temerosa, y sin atreverse a tocarla. Se agachó y miró con atención la cabellera de la chica.

—¡Es cierto, ella está usando una también! —dijo Kiyo, apuntando a la chica.

—Tengo una idea, creo que eso será una ayuda para ella —dijo Jisuke.

Masao había terminado de arreglarse y se acercó a los hombres, llevando al bebe en su pecho, en el onbuhimo, tal como lo habían encontrado con su hermana. Mantuvo una distancia prudente del samurái, a quien miraba con disimulo, pero sin poder ocultar su recelo.

—Estoy listo, Jisuke-sama, me iré de inmediato.

—Que los kami te protejan, Masao. Avisa a mi padre en Takayama lo que sucedió, y dile que estamos yendo de regreso ahora mismo.

—¿No llevará la carga a Itomori? —preguntó extrañado Masao.

—No lo haremos. Si ahora los aldeanos y campesinos están en medio de una tragedia, ciegos por la desesperación, lo peor que podemos hacer es presentarnos con cosas de valor ante ellos. Podrían desvalijarnos, o algo peor. Es mejor que volvamos a Takayama en cuanto terminemos de sepultar a la chica. Takeda-san, ¿volverá con nosotros también?

El samurái los miró, luego miró en dirección al pueblo de Itomori, y dio un largo suspiro.

—Ese pueblo está maldito. No quiero volver a acercarme a él. Está bien, volveré con ustedes, y lo protegeré a usted el resto del camino tal como me lo encomendó mi señor.

A los pocos minutos Masao se alejaba cabalgando lo más rápido que podía evitando agitar demasiado al bebé, que iba inquieto sobre su pecho, seguro entre las telas del onbuhimo.

—Vamos, bebito, vamos, aguanta, aguanta. Tenemos que llegar hoy mismo a Takayama —le daba ánimos Masao.

Llegó a un recodo del camino donde de ahí en adelante perdería de vista el lugar del campamento. Detuvo un momento el caballo y se volvió a mirar por última vez el lugar.

—Bella doncella Miko, le prometí que salvaría a su hermano. Juro por mi vida que cumpliré mi promesa y juro que lo cuidaré y lo haré mi hijo. Él vivirá por ustedes.

Un segundo después Masao estaba de nuevo cabalgando a máxima velocidad, solo pensando en llegar a su hogar con el bebé con vida lo antes posible.


Próximo capítulo 8: "Familia"

Por publicarse el 1 de agosto de 2023.