Marcela nunca había llegado a pensar que tendría la oportunidad de estrenar, en la mismísima Bogotá, un original Gianni Versace de la colección Spring ready-to-wear 2000. La blusa de estampado verde tropical, más una falda negra, eran el outfit ideal para ese día que comenzaba rozando los veinticinco grados, temperatura inédita en la siempre fría, Bogotá. Era un regalo de su futura suegra en su paso por Milán, y desde entonces, había estado esperando la oportunidad para vestirlo.
Se dio un último vistazo al espejo, y salió de la habitación. Por cada taconeo que repicaba en el piso de porcelanato, Marcela sentía a su belleza reafirmarse, a su elegancia tomar vuelo. Llegó al comedor, donde encontró a la empleada doméstica de su prometido, limpiando los restos de un desayuno.
—¿Armando ya se marchó? —preguntó.
—Buenos días doña Marcela —contestó, deteniendo su quehacer—. Está en el balcón, señora.
Marcela apenas cabeceó en entendimiento, y se dirigió hasta allí, poniendo énfasis en el repique que hacían sus tacos al pisar. Así anunciaba su llegada. Sin embargo, encontró a su prometido como de costumbre: neurótico, y sin hacerle el más mínimo caso. Caminaba de un lado al otro, sobándose continuamente la frente, y hablando con tal rictus en la boca, que parecía que la mandíbula se le iba a quebrar de la tensión que llevaba encima. Ella recostó el hombro sobre uno de los ventanales, y lo saludó, esperando que reconociera lo distinta que se veía aquella mañana.
—Hola mi amor, buenos días —saludó, llevando la inflexión de su voz al tono más dulce que tenía, pero él no la escuchó—. Armando —insistió, elevando la voz.
Su prometido volvió la vista hacia ella, apartó por un momento el teléfono, y se acercó a darle un beso rápido en los labios, para continuar hablando. Marcela rodó los ojos; del cambio de look que llevaba ese día, él ni se había enterado. Apenas la había mirado.
La empleada doméstica de Armando, Gloria, si mal no recordaba, le alcanzó a su novio un agua aromática. Marcela vio como Armando se desajustaba la corbata, se arremangaba la camisa, y volvía su vista a los cerros de Bogotá. Se abanicó con un periódico, y activó el altavoz del teléfono para mayor comodidad. Marcela oyó la voz del vicepresidente comercial de Ecomoda.
—Hermano, los ejecutivos de Nomadic Collector fueron muy específicos con las fechas de entrega: no podemos, escúcheme bien, no podemos retrasarnos siquiera un día del plazo, ¡ni una hora!
Armando levantó los brazos hacia arriba, como si pidiera la ayuda de alguna entidad que se encontrara en ese sol radiante, que comenzaba a despuntar en la ciudad.
—¿Y qué quiere que haga Calderón? ¿ah? ¿que me ponga yo mismo a arreglar el maldito transformador? ¡qué culpa tengo yo que justo ahora se le dio por explotar! ¡dígame! —Marcela se tapó los oídos, cuando el bramido de Armando llegó al máximo nivel. Él apretaba la baranda del balcón con tanta fuerza, que las venas de sus brazos resaltaban—. Llámelos, explíqueles la situación.
—¡Hermano no me ponga en esas! —La voz del íntimo amigo de Armando, se oía apenas un poco menos nerviosa que la de su prometido. Marcela estuvo a punto de volverse al interior de la casa, pero se dio cuenta que Armando no notaba que ella seguía allí, y quizás, Mario soltaría alguna perla, algún dato sobre las andanzas de aquellos dos. Estaba segura que él no sabía que Armando tenía el teléfono en altavoz.
—¡Ese es su trabajo Calderón! ¡Apaciguar a los compradores! —respondió, iracundo.
—Armando, Armando —La voz de Mario había bajado un tono, intentando ser conciliador—. No me eche a la basura el negocio, con todo lo que me costó. ¿Acaso olvidó quien más andaba detrás de ese contrato? El gran monstruo del rubro en Perú, Textil del Valle.
A Marcela se le escapó un silbido de admiración. Armando se dio la vuelta brevemente, para mirarla con furia, y regresó la vista a los cerros. Marcela se tapó la boca, ocultando una risa.
«¿Textil del valle? ¡Bravo Mario!», pensó. Esa firma era una de las compañías líderes de la industria textil, en Latinoamérica. Aunque Marcela Valencia odiaba al mejor amigo de su prometido, no podía negar que ese mujeriego era un as en los negocios.
—Deje de echarse flores Calderón —contestó Armando, en medio de una carcajada sarcástica—, que, sin Betty en esa reunión, a usted solo le hubiese devuelto el llamado la recepcionista.
Marcela endureció la mandíbula. Aún no había desayunado, pero escuchar ese nombre, siendo apenas las siete de la mañana, era el equivalente a sufrir una indigestión con diarrea.
Alguien se aclaró la garganta detrás de ella, y tanto Armando como Marcela voltearon. La empleada doméstica llevaba el celular de su jefe en la mano, y parecía incómoda.
—Disculpe Don Armando, no quise atender su celular, pero como sé que esperaba la llamada de la Doctora Beatriz…
«¿La Doctora Beatriz?», se preguntó, proyectando una mirada de ceño fruncido en la empleada doméstica: el reinado de esa mujer se extendía hasta en la misma casa de Armando.
—¡Pásemelo, pásemelo! —urgió, sacudiendo la mano. La empleada le alcanzó el celular, pero Marcela se lo arrebató antes. Armando la miró con el gesto más funesto que podía tener; ella no se inmutó, ya estaba acostumbrada.
—Buenos días mi amor —insistió, pero esta vez, sin la candidez anterior, más bien, con toda la irritación que había mantenido a raya—. ¿Podemos hablar? Hoy tenemos un compromiso muy importante.
—¿Qué? —respondió, echando una carcajada que, de cómica, no tenía nada. Él le quitó el celular de las manos, y volvió a darle la espalda—. Betty, buenos días. Sí, dígame.
Marcela apretó los puños, con rabia, pero permaneció allí, sobre todo, cuando entendió que Armando también había activado el altavoz del celular. Su voz insoportable, ridícula y tan fea como ella, se escuchó en uno de los pisos más exclusivos de Bogotá. Marcela ardía en deseos de agarrar ese aparato, y revolearlo lejos de allí, directo a los cerros que rodeaban la ciudad.
—Doctor, tengo novedades. Setenta por ciento buenas.
La asistente de Armando habló, pero, lo peor de todo, fue ver la sonrisa de su prometido, al escucharla.
—Ay Betty, no se ande con sus porcentajes, ¿quiere? —rogó, impaciente, pero Marcela pudo captar una estela de cierto humor, uno franco, cotidiano, impreso en su voz. Logró ignorar, con bastante aplomo, la sensación del corazón estrujándose en el pecho—. Calderón, estoy con Betty al teléfono —explicó al otro aparato, caminando de un lado a otro. Armando se parecía a la recepcionista, Aura María, hablando con dos teléfonos en línea a la vez.
—Conseguimos un grupo electrógeno, en una hora ya estará por aquí Doctor.
Armando cerró en sus puños ambos aparatos, y festejó al cielo.
—¿Y entonces Betty? ¿cuál es el treinta por ciento malo? —preguntó, y luego habló al teléfono de hogar—. Calderón, lo llamo después —avisó, y cortó de inmediato, sin esperar ningún tipo de contestación.
—Quizás sea mejor que hable con el jefe de mantenimiento, Don Armando, él puede explicarle mejor.
Marcela movió la boca imitando la voz medrosa de "esa sapa". Sabía que estaba siendo infantil, pero no podía evitarlo.
—¡No, no, Beatriz! —gritó, impaciente—. Hágame un resumen.
—Bueno… —empezó. Marcela advirtió, con cierto regocijo, que ella no se oía tan segura como cuando hablaba de proyecciones y presupuestos—. Como sabe Doctor, con este corte de luz, varias empresas fueron afectadas, y con mucha suerte pudimos conseguir este generador. Pero solo podrá abastecer al área de producción, Doctor, las áreas administrativa y comercial, no podrán estar operativas el día de hoy. El jefe de sistemas dice que las bajas eventuales de tensión podrían arruinar los computadores y…
Armando bufó ruidosamente, cerrando el discurso.
—Sí, sí, Betty. Ya entendí —finiquitó—. Mire, hable con Gutiérrez, y dígale que coordine con los jefes y coordinadores de los demás sectores, que hoy sus equipos de trabajo no deberán asistir a la oficina. Solo los responsables de cada departamento atenderán las urgencias.
A ese punto, Marcela se rio con una estruendosa carcajada. Por primera vez en toda la mañana, Armando la miró directamente a ella.
—¿Qué, les regalaras el día? ¡Armando por favor! —reprochó, y, por la forma que su novio apretó la boca, parecía estar a punto de lanzarle un insulto. Él volvió su atención al celular.
—Betty, vaya informándole al gerente de producción sobre esta situación, necesitamos a todo el personal de planta disponible, trabajando. Dígale que autorizaremos las horas extras, en caso de ser necesario, ¿me escuchó?
—Sí, Doctor.
—Bueno Betty, tengo algunas reuniones primero, pero luego salgo para Ecomoda. Nos vemos en un rato, creo que llego al mediodía —contestó, y cortó. Armando entró como una ráfaga al piso nuevamente. Tomó el saco que Gloria le entregó, pero se lo dejó colgando del brazo.
—Armando.
—¡Qué! —gritó, y luego bajó el tono de voz—, ¿qué, mi amor?
Marcela quería ahorcarlo: ella estaba bellísima, con un outfit primaveral que difícilmente podía lucir en la siempre helada Bogotá, pero su prometido ni siquiera se dignaba a mirarla lo suficiente.
—Por si no te acuerdas, hoy es el evento de compromiso de la sobrina del embajador. Y estamos invitados.
Armando rodó los ojos.
—Mi amor, ya viste en la que estamos metidos, ¿no? —preguntó, acercándose a ella y dándole un beso rápido en los labios—. El corte de luz se comió un día entero de producción, si no cumplimos con los plazos establecidos, se cae el contrato más grande que cerramos en lo que va del año.
—Pero ya tienes todo perfectamente bajo control —objetó, cruzándose de brazos—. Tanto que confías en Beatriz, ¡deja que ella se encargue!
—Marcela, no voy a discutir esto. Apenas sepa que la situación está controlada, iré directamente al coctel…
—Afternoon tea, Armando —corrigió, en un perfecto acento británico.
—Lo que sea, ¿bien?
Marcela no respondió, resopló enojada y se volvió a la habitación, esperando que, como siempre, él la siguiera por detrás para conversar y conciliar. Sin embargo, a los pocos segundos, escuchó el sonido que hacían las puertas del ascensor al cerrarse y descender.
…
Desde que había entrado a Ecomoda, Beatriz no había tenido un segundo para aburrirse, o, mucho mejor, para extrañar su antiguo puesto en el Banco de Montreal. Si bien los números se le daban de maravilla, después de un tiempo, su trabajo allí había empezado a sentirse como arte abstracto, algo sin forma concreta. Los números acababan convirtiéndose en otros números, pero en ningún momento ella alcanzaba a ver el real alcance de su trabajo: la producción y la economía colombiana, la que se desarrollaba en las distintas fábricas e industrias a lo largo del país. Por eso, y a pesar de todos los contratiempos, empezar a trabajar en Ecomoda había sido como pasar al plano real y material de la vida: sus cálculos presupuestales, se materializaban en los rollos de tela que transitaban en los brazos de los operarios, caminando por los pasillos. También, en los nuevos puestos de trabajo que se generaban, en los nuevos rostros que se agregaban a la nómina. Trabajar en Ecomoda tenía un plano de realidad que ella adoraba, pero al mismo tiempo, era una experiencia por demás agotadora.
Beatriz se secó el sudor del cuello con un pañuelo. Su saco de siempre, había quedado en la silla de "El Hueco". La temperatura inusual en Bogotá convertía a las áreas administrativas de la empresa en un caldo, y a su oficina en particular, en un horno a leña. Aparte de ello, el grupo electrógeno, que tanto trabajo había costado conseguir, apenas alcanzaba a iluminar algunas oficinas; otras, habían quedado en total penumbra. De prender los aires acondicionados, debían olvidarse.
Ya eran las diez de la mañana, había trasladado sus papeles de trabajo a la sala de juntas dónde había mejor iluminación, pero, con el piso prácticamente en silencio, y las luces bajas, parecían que eran las siete de la tarde.
El teléfono de la sala sonó, y Beatriz atendió sin demora.
—¿Betty?
La voz de Aura María sonó del otro lado del teléfono. Ella y la recepcionista, habían sido las únicas del cuartel a las que les había tocado permanecer en sus puestos de trabajo. Y por supuesto, la siempre afable Inés Ramírez, quien optó por quedarse ordenando el taller.
—Sí Aura María, dígame —respondió, abanicándose con una copia del contrato con Nomadic Collector. Sentir ese calor en Bogotá era algo tan inusual, que hasta se sentía surreal.
—Aquí hay unas personas que dicen ser de la Inspección General del Trabajo.
Beatriz dejó de abanicarse y se reacomodó en su silla.
—¿Qué? ¿justo hoy? —preguntó, y escuchó como Aura María bajaba el tono de su voz, hablando casi en susurros.
—Sí Betty, intenté llamar a Gutiérrez, pero está dele que dele con el teléfono. Da ocupado todo el tiempo —explicó. Beatriz supuso que, en ese momento, Gutiérrez estaría necesitando tres orejas: una para el celular, otra para el teléfono, y la adicional, para el walkie-talkie. Cuando Beatriz le había informado la decisión de su jefe, pensó que el vicepresidente financiero tendría una parálisis facial allí mismo. Gutiérrez podía ser alguien desagradable, pero si la cúpula decidía conservarlo en su puesto, era por su efectividad y buen desempeño.
«Pensándolo bien, en algo nos parecemos: ¡nos menosprecian tanto como nos necesitan!», reflexionó fugazmente, pero la voz de la recepcionista la devolvió al momento actual.
—¿Le avisas Betty, por favor?
—Sí, yo me ocupo Aura María —la tranquilizó, y colgó.
El ambiente se sentía húmedo, pegajoso, y Beatriz pensó en su vestuario de pura ropa abrigada. Llevó los dedos a los botones de su camisa cerrada al cuello, tentada en liberar al menos, tres de ellos. Sabiendo que se encontraría con el depravado número uno de Ecomoda, dudo por unos instantes, pero inmediatamente se rio de sí misma. Se desabotonó el primer botón, recordando un chiste recurrente que compartían con Nicolás:
—¡Mi papá aun sueña con que alguien se propase conmigo!
Bebió un trago largo de agua, y salió en búsqueda del vicepresidente.
…
—Sí Doctora, of course que contamos con toda la documentación pertinente al día, ¡all legal!
Aura María codeó a Beatriz en las costillas, y le habló al oído, haciendo una risita:
—Mire como frunce la boca el baboso ese. Se muere por hacerle esto —señaló, y apoyando un dedo sobre el bozo a modo de bigote, movió los labios, imitando al vicepresidente y su tic insignia. Beatriz escondió los labios detrás de la carpeta de poderes legales.
—Y que ni se le ocurra hacerlo —susurró, mirando a la inspectora. Una mujer de cabello rubio, tan elegante y bella, que, al verla, Beatriz la había confundido con una modelo—. Como le haga el mínimo gesto, lo denuncia y demanda por acosador.
—¡Ay amiga! Quien pudiera ser mujer, y tener ese poder —lamentó la recepcionista.
Beatriz cabeceó en acuerdo, sintiendo pena por su compañera. Tan joven como bella, siempre acababa por ser víctima del asedio de Gutiérrez. Entre todas las del cuartel, se amañaban para nunca dejarla sola con él, pero a veces, sus artimañas de "viejo verde", les sacaban ventaja. Si, como decía su padre, el diablo era puerco, ese hombre debía ser su representante legal.
«Bueno. Ser la fea debía tener algún beneficio», razonó, como si estuviese intercambiando bromas mentales con el mismísimo Nicolás. Y es que su condición de fea le permitía desplazarse por las calles, entre los hombres, con cierta tranquilidad. «¡Salvo que quieran asaltarme!».
Aura María creyó escuchar una risotada, pero al mirar a su compañera, la encontró sofocada por un ataque repentino de tos.
—Señor Gutiérrez, usted debe estar al tanto del monto de las multas por negarse a una inspección de…
—No, ¡my lady!, ¡it´s not like that! —negó, con una sonrisa tensa y congelada—. Como sabrá, estamos sin energía eléctrica, y actualmente tenemos un generador que solo provee al área de producción. En este momento, las oficinas administrativas tienen una luz mínima, y no es la situación más confortable para…
—Señor Gutiérrez, vinimos a cumplir procedimientos, no a tomar el té.
—Of course, of course —respondió, restregándose las manos insistentemente, mirando a un lado y a otro—. ¡Bertha! ¡Bertha! ¿Where is Bertha?
Beatriz decidió intervenir en favor de su compañera: con sus hijos sin escuela por la falta de electricidad, Gutiérrez había accedido a que continuara trabajando desde el computador de su casa.
—Doctor Gutiérrez, si quiere puedo ayudarlo con la documentación necesaria. Todo está en depósito, y puedo hablar por teléfono con Bertha, para que me guíe. Será mucho más rápido, el tráfico a esta hora es fatal.
Gutiérrez la miró encandilado, como trabajador a fin de mes, que se topa con un billete olvidado en el pantalón.
—¡Thank you very much, Doctora Pinzón! —agradeció, y Beatriz advirtió en él, el reflejo de un abrazo involuntario, que Gutiérrez detuvo de inmediato, probablemente, al recordar cuál era la mujer que tenía en frente. Beatriz vio esa ligera contracción de desagrado en sus labios: estaba tan acostumbrada a ver esa clase de reacciones, que ya ni tomaba cuenta de ello.
Gutiérrez se volvió a la inspectora con una brillante sonrisa, y prosiguió con una verborragia de explicaciones en spanglish, que pretendían ser bilingüe. Aura María volvió a susurrarle:
—Este bobo, a más nervioso, más chapucea con su inglés.
Beatriz escondió la cara detrás de la carpeta para reírse. Aura María era perfecta: joven, bella, buena compañera, siempre predispuesta a ayudar, y, además, graciosa. No se lo diría a nadie, pero ella era su "fea", preferida.
—Doctora Beatriz, voy a llamar a Charles, para que la ayude a subir la documentación. Estaremos en la sala de juntas —luego se dirigió a los inspectores, y con una floritura de mano, que bien podría competir con las maneras de Freddy, les enseñó el camino a las escaleras—. In this way, please.
«This way», corrigió Beatriz, en sus pensamientos. Agradeció que su jefe no se encontrara allí, para sufrir a Gutiérrez y su improvisado inglés. Siempre lo sacaba de los nervios.
Intercambió una última mirada de complicidad con Aura María, y se marchó a Archivo.
…
Los fines de semana de Beatriz se distribuían en tratar de recuperar el sueño perdido durante la semana, ir al cine con Nicolás, ayudar a su mamá en algunos quehaceres del hogar, y, sobre todo, hacerle un resumen a su papá sobre lo acontecido en la semana. Nicolás lo llamaba el "Telediario Ecomoda". Su padre, quien había trabajado toda su vida para una misma compañía, era un ávido oyente de las tareas rutinarias, de las únicas, y hasta de las más extrañas, en la empresa de moda.
Entre todas aquellas conversaciones de fin de semana, con el diario del domingo y varios tintos preparados por su mamá, Beatriz le contaba a su padre las peripecias de trabajar para una empresa familiar. Porque sin demora, Beatriz había advertido que trabajar para una multinacional como lo era el Banco de Montreal, era diametralmente opuesto a trabajar para una empresa familiar, como lo era Ecomoda. De aquello se había percatado en sus primeras semanas de trabajo, y para citar apenas un ejemplo, le había contado a su papá todo el drama que se había montado entre Hugo Lombardi y todos los sectores administrativos, por un asunto que, en principio, podía parecer nimio.
El subsuelo donde en ese momento estaban Beatriz y Carlos Méndez, el encargado de Librería que Gutiérrez había enviado para que la asistiera, había sido territorio de disputa entre el diseñador de moda y toda administración. Mientras que Hugo Lombardi defendía su natural derecho de guardar allí revistas de moda antiguas, catálogos añosos, "¡Porque un alma creativa siempre necesita regresar a su pasado!", y otras cosas que juntaban moho, los sectores administrativos exigían más espacio para guardar su propio archivo. El drama había ascendido hasta el punto de, nuevamente, tener al diseñador estrella con amenaza de renuncia, y, por lo tanto, a su jefe a punto del colapso nervioso. Pero Beatriz Pinzón Solano, una vez más, había salvado el día llamando a una empresa administradora de archivos, quien había accedido a realizar una rebaja adicional, asegurando a Hugo Lombardi que todos sus efectos personales estarían bajo el más estricto celo y cuidado.
—Y así, papá —Le había contado Beatriz, durante algún desayuno de domingo—, las áreas administrativas ganaron varios metros de archivo, y Don Hugo tiene un espacio en algún lugar del que ya, ¡ni debe recordar! —había relatado, riéndose de una anécdota que, en realidad, había ocasionado varios dolores de cabeza.
Beatriz se sacudió la camisa sobre la piel caliente, húmeda de sudor. Liberó un botón más, aunque fuera una batalla perdida: en ese subsuelo apenas se renovaba el aire, y el calor y la humedad parecían salir de los mismos papeles, de las cajas y los biblioratos.
—¡Betty, gracias! Usted siempre tan querida, ¡una santa!
Beatriz sonrió por el halago zalamero de Bertha.
—¿Hay alguna santa que sea fea y haya muerto de calor? Esto se parece a un sauna, Bertha — exhaló, abanicándose con un listado de empleados de la década del setenta, de papel amarillento, que había encontrado por ahí.
—Mijita, ¿me creería si le digo que prefiero estar allí con ustedes? A ver, espéreme un rato —Beatriz oyó como ella alejaba la boca del teléfono—. ¡Ustedes dos! —El bramido de Bertha le atravesó el tímpano, haciendo que alejara la oreja del aparato— ¡Se calman ya mismo o los calmo yo! ¡Andresito, deja al maldito gato en paz que luego te trae a puros arañazos! —Con un resoplido, volvió a la llamada—. Perdone Betty, es que no tengo dos hijos, ¡tengo dos demonios!
Beatriz volvió el tubo del teléfono a su oído, y se rio.
—Bertha —dijo anonadada, pero divertida—. No le conocía esos gritos.
—Ya verá usted cuando tenga los suyos, ¡cuando tenga hijos se enterará porqué Dios nos dio garganta y pulmones!
Beatriz se rio, mirando la etiqueta identificadora de una caja. La abrió, y sacó uno de los libros allí archivados.
—Para eso necesitaría un hombre, Bertha —mencionó. Entre la oreja izquierda y el hombro, sostenía el tubo del teléfono, mientras revisaba las cajas que Carlos Méndez iba separando. Abrió una de ellas y corroboró que allí se encontraban los libros de horas extras rubricadas del año noventa y siete, que la inspectora también había solicitado. El requerimiento era exhaustivo. Con una sonrisa de amabilidad, le indicó al hombre que ese material también debían subirlo.
—Bueno, pero usted ya está trabajando en su tinieblo, ¿a que no? —repreguntó, incapaz de evitar el impulso por el chismorreo. Beatriz imaginó a los labios de Bertha curvándose en una sonrisa zorruna, con los ojos chispeantes y hambrientos por la actualización de un chisme—. ¿Cómo anda su romance con el tal Nicolás, ah?
Beatriz rodó los ojos y suspiró, arrepentida de haber echado mano de esa mentira. La camisa le empezó a pesar más.
—Bertha, ¿qué tal si termina de decirme, en cuál armario están las cajas con los libros sueldo de los últimos cinco años? —preguntó, evadiendo la pregunta con otra pregunta.
—Ay, pero mire usted como aprendió a hacerse la sonsa.
—Bertha… —imploró, con cansancio, y justo cruzó miradas con el señor Méndez, quien le sonrió en complicidad. Supuso que había alcanzado a escuchar algo de la conversación con Bertha, ya que su amiga no estaba hablando en susurros.
—Ay, sí, sí. Discúlpeme Betty, le debo una, ¡y una grande! Dígale a Aura María, que hoy pasamos con el gordo a buscarlas, para llevarlas a sus casas.
Beatriz sonrió ante la mejor noticia del día: regresar más temprano y en la comodidad de un carro, era, para el trabajador de transporte público, una bendición.
El señor Méndez había desaparecido por unos instantes, pero apareció descendiendo por las escaleras, trayendo consigo una jarra repleta con agua y hielos. Le sirvió un vaso, y Beatriz, desacostumbrada al buen trato por parte de la mayoría de los hombres, le agradeció haciendo una sonrisa de brackets platinados. Beatriz bebió un trago largo, sedienta.
—¡Muchas gracias! —agradeció devolviendo el vaso, pero Bertha, quien pensaba que le hablaba a ella, fue quien contestó.
—Por nada mijita —dijo, y volvió al tema principal de la llamada—. Bueno, usted dícteme el listado que le dio la inspectora, y tome apuntes de lo que yo diga.
Beatriz anotó prolijamente todo lo que Bertha iba dictando y, mientras tanto, su ayudante iba bajando las cajas que localizaba.
—Creo que con esto estaremos bien Bertha —indicó, dejando el bolígrafo y notando que su compañero ya había adelantado lo suficiente.
—Óigame Betty, pídale ayuda a alguien con eso, usted no va a poder con todo ese archivo, es demasiado pesado.
—Tranquila Bertha —contestó, riendo como de costumbre y mirando al encargado de Librería. Beatriz no conocía demasiado a Carlos Méndez, apenas sabía que era el hijo de un ex empleado de Ecomoda, quien se había jubilado allí mismo. Aquel señor, casi tan querido como la misma Inesita, le había pedido a Roberto que le permitiera a su hijo menor trabajar allí, favor que no había supuesto ninguna clase de inconveniente. En una empresa como Ecomoda, abundaban los lazos familiares entre los empleados—. El señor Méndez está haciendo casi todo el trabajo.
Él le respondió con una sonrisa, y Beatriz le devolvió el gesto. Siempre la había tratado bien, con amabilidad. Por lo menos, él era de los pocos que no susurraba comentarios hirientes cuando creían que ella no estaba escuchando. Se sumaba a ello el haber oído, de la boca de algún jefe, que cuidaba de una esposa gravemente enferma, y de unos hijos pequeños. Hasta podía reconocer, que el señor Méndez era un hombre fornido y apuesto.
«Aunque no tanto como Don Armando», pensó, sonrojándose involuntariamente. Llamó su atención el silencio absoluto al otro lado de la línea. Tratándose de Bertha, era algo muy extraño.
—¿Bertha?
—Betty, ¿está usted con Carlos Méndez? ¿el de Librería?
—Sí, ¿por? —repreguntó, aun con el tubo del teléfono entre la oreja y el hombro. Abrió una de las cajas y descubrió que estaba mal rotulada: allí había puros packs de diskettes vírgenes.
«Uf, ¿tendré que revisar las cajas antes de subirlas? Esto va para rato…», pronosticó.
—Doctora —la llamaron. Beatriz alzó la vista; su ayudante estaba subido en el último peldaño de la escalera corredera, ubicada frente a los estantes—. Creo que va a ser mejor que compruebe usted misma si estas son las cajas, ¿puede subir? Es que no entiendo la letra.
—Ya voy señor Méndez —respondió, y volvió la voz al teléfono—. Bertha, gracias, creo que ya tenemos la mayoría. Cualquier cosa vuelvo a llamarla, ¿sí?
Y Beatriz colgó, sin alcanzar a oír a Bertha decir:
—¡No, Betty! ¡No me cuel…!
…
Aura María estaba teniendo el peor de sus días. Sin la ayuda del siempre fiel Freddy, su esposo laboral, su secretario, su bufón personal, y mucho más, Aura María estaba ahogada entre las llamadas para cancelar citas y reuniones, las tareas normales de recepción, y la atención de modelos que llegaban y se marchaban, ofendidas, por no haber sido puestas en sobre aviso de la situación. Las líneas no paraban de sonar, y cuando levantó una vez más el teléfono, casi lo hace gastándose la garganta:
—¡Ecomoda, a la orden!
—¡Ay niña, por qué me grita! —respondieron. Era Bertha. Aura María se llevó una mano a la frente.
—Bertha, estoy tapadísima de trabajo, no estoy para ningún chisme.
—¡No me corte, no me corte usted también! —gritó Bertha, con un tono dramático que la alarmó.
—Ay, pero qué pasó, ¿quién se murió?
—Nadie aun —respondió Bertha—. Escuche, baje ya mismo a Archivo y tráigase a Betty.
—¿Y eso por qué? Si la necesita llame a la línea del subsuelo, ¡que estoy ocupada le digo!
—¡Que lo desconectaron boba! ¡Si no, no la estaría llamando a usted! ¡piense mijita! —contestó—. ¡Betty está sola con el zángano de Méndez!
Aura María soltó el sobre que estaba catalogando. Justo en ese momento, las puertas de Ecomoda se abrieron, y su fiel lacayo, Freddy Stewart Contreras, entró haciendo una reverencia.
—¿Cómo dice que le va, mi brillante, húmeda, y transpirada recepcionista?
—¡Se calla, idiota! —contestó, chistando, y el mensajero se irguió mirando hacia todos lados, sin entender el porqué de ese insulto gratuito—. ¿Méndez? ¿Carlos Méndez? —preguntó, sintiendo tan funestas vibraciones, que hasta podía hacerle competencia a las de Mariana— ¡Pero Gutiérrez dijo que la mandaría con un tal Charles!
—¡Charles en inglés es Carlos, boba!
—Ay, ¡no! —Aura María hizo un gritillo, y agitó, nerviosa, la mano libre.
—Ay, ¡qué! —Freddy la imitó en gestos, y se ganó el revoleo de una engrampadora, que su copete apenas alcanzó a eludir.
—¡Y qué haces! ¡Ve a buscarla!
—Pero si dejo la recepción sola, Gutiérrez me mata, y ¡Don Armando puede llegar en cualquier momento!
—¡Aura María, por dios! —gritó Bertha, y Aura María estuvo a punto de decirle que se parecía a cierta señora entrada en años. Miró nerviosa de un lado a otro, y haciendo un gemido derrotado, resolvió:
—Ah, ¡qué importa! —Arrojó el teléfono sin colgar, y rodeó la recepción. Tomó a Freddy de la mano y lo arrastró a las puertas que daban al subsuelo.
—¿A qué intersticios subterráneos, de esta bien emérita empresa, me arrastra, mi doncella telefónica?
—¡Cierra la boca y me sigue! —ordenó. En el teléfono sin colgar de la línea uno, se podía escuchar la voz de Bertha, repitiendo sin cesar:
—¿Aló, aló?
…
De todas las disciplinas escolares de su infancia y adolescencia, la única en la que Beatriz siempre había fallado estrepitosamente, era gimnasia. Las profesoras acababan por aprobarla de pura lástima, y porque sabían que, salvo por sus torpes pies, era una alumna brillante.
Beatriz miró la escalera deslizable en donde el señor Méndez había estado subiendo y bajando las cajas, sin el menor de los inconvenientes. Aunque había dicho que sí, pararse sobre esas enclenques barras de aluminio, le daba casi tanto miedo como cuando la profesora de gimnasia la obligaba a saltar el cajón de madera. El resultado era siempre el mismo: estrolada contra el suelo, y con todo el curso riéndose alrededor de ella.
—¿Tiene miedo? —preguntaron a sus espaldas, y Beatriz se volteó a ver a su ayudante, quien estaba maniobrando otras cajas voluminosas. Sintió vergüenza: él había hecho la mayor parte del trabajo, y solo le estaba pidiendo que identificara unas etiquetas del cuarto estante, antes de bajarlas.
—No, no se preocupe señor Méndez.
Beatriz aferró ambas manos al costado de la escalera: a pesar del seguro, sentía un ligero vaivén. Tragó saliva, tratando de aplastar la horrorosa imagen de una caída mortal que acabara en su cuello quebrado, con los ojos abiertos mirando al vacío.
«Por eso Nicolás te dice que tienes que ver menos películas de terror». Su mente, la sermoneaba.
Puso un pie en la primera varilla. Se sentía aceptable. Elevó la rodilla y ubicó el otro pie. Todo estaba bien. Repitió la acción una vez más, evitando mirar hacia abajo, y entonces, el timbre del teléfono casi la manda con San Pedro. Beatriz se aferró a la escalera, como si se le fuera la vida en ello. El teléfono sonó varias veces más.
—Atiendo yo —dijo su ayudante, y Beatriz, sin animarse a voltear, cabeceó.
—S-sí, por favor —pidió. Sintió que descolgaban el teléfono, pero Carlos Méndez no habló. Se animó a voltearse ligeramente.
—¿Quién era? —preguntó.
—Nadie —respondió él, con una sonrisa de dientes blancos. Luego, bajó el teléfono. Beatriz volvió la vista al frente: solo le faltaban dos escalones más—. No respondieron, se habrán equivocado —agregó él, y ella murmulló un "Entiendo".
Con una sonrisa de orgullo hacia ella misma, Beatriz llegó al cuarto estante, dónde estaban los archivos que más necesitaba la inspectora: la documentación legalizada de sueldos del año anterior. Beatriz quebró la boca, como siempre hacía cuando algo le extrañaba: las cajas estaban perfectamente rotuladas, y la caligrafía de Bertha era clara y totalmente legible.
«Creo que alguien necesita lentes», canturreó, en su cabeza. Si hubiese tenido la suficiente confianza, Beatriz se habría animado a bromear del tema, como hacía con Nicolás o con cualquier integrante del Cuartel. Pensaba en cuan atinado sería tener una deferencia con él, y preguntar por su familia, cuando sintió un sacudón de la escalera. Sus pies perdieron estabilidad, y con el terror de un microsegundo, resbaló del peldaño. Previendo el peor final cerró los ojos, pero un brazo fuerte la rodeó por la cintura.
Beatriz exhaló aliviada, sintiendo que volvía a la vida.
—¡Gracias señor Méndez! —contestó, y se rio, aún tan nerviosa, que no pudo evitar sonar desafinada. Qué espectáculo habría sido, si hubiese terminado toda desarmada en el suelo, con las faldas arremolinadas sobre ella—. ¡Por poco y me mato!
Había ocurrido tan rápido, que apenas se dio cuenta que había aterrizado en el primer escalón. Quiso descender al suelo, pero el brazo de él no la soltó.
—¡Estoy bien! —volvió a reírse, y dejó de hacerlo, cuando un empujón la llevó contra los estantes.
—Tenga cuidado Doctorcita —El aliento de él, le llegó al cuello. Tenía a sus pechos demasiado aprisionados contra las cajas, y tuvo que acomodar la mejilla sobre el frío metálico de la escalera. Algo raro estaba ocurriendo. La respiración, empezó a estrangularse en su garganta.
—No-no me voy a caer —alcanzó a responder, en un hilo de voz insignificante. Iba a decirle que ya podía soltarla, cuando sintió una mano grande, dominante, arrastrándose sobre las medias que cubrían sus muslos. Recorriéndolos hacia arriba, hasta acomodarse en sus nalgas. Entonces las apretó con fuerza; Beatriz abrió la boca, pero no salió más que un quejido de su respiración agitada.
—Qué rica que está —le susurró, y los labios empezaron a temblarle, los ojos chispeaban las primeras lágrimas. La mano que la había sostenido al caer, se movió sobre su vientre, y sus dedos, empezaron a meterse en el espacio entre los botones de su camisa, haciendo contacto con su piel desnuda—. Ay Doctorcita, yo sabía que mi ojo no se equivocaba con usted —Sus dedos se sentían fríos y robustos, y Beatriz se encontró con los músculos agarrotados, la garganta apresada. Era como el peso de un ropero cayendo sobre ella. Se sintió culpable, ¡ay, tan absurda!, por pensar en las películas de terror que veía, en sus víctimas, en sus últimos segundos, paralizados de pánico—. ¿Puedo ver lo que hay aquí debajo, ah?
—¡Betty, por qué no atiende el…!
La mano, el brazo, su inmensa corporalidad, y toda la presencia detrás de ella, se esfumó. Beatriz sintió que volvía a respirar. Volteó lentamente, para descubrir a Freddy y Aura María, mirándolos desde la escalera que descendía al Archivo.
—¡Freddy! ¿Quiubo? —saludó de pronto el señor Méndez. Beatriz apenas se animó a levantar los ojos y mirar hacia donde estaba Aura María. Le alcanzó a ver el gesto desencajado de Freddy, para bajar la cabeza hacia el suelo inmediatamente. Beatriz descendió el último peldaño de la escalera—. ¿Vio el partido entre Millonarios y Santa Fe?
Beatriz se alisó la pollera, sin saber hacia dónde moverse. Aura María bajó las escaleras y se acercó a ella, tomándola por los hombros. Miró a Méndez con el ceño fruncido, con unos ojos que decían muchas cosas por si solos.
—Sí —respondió Freddy, con la voz aletargada, sin rastro de chistes o bromas—. Mucha jugada sucia, ¿no?
—Lo de siempre —respondió, encogiéndose de hombros—. Doctora, ¿entonces le bajo estas cajas?
Beatriz comenzó a subir las escaleras, con las manos de Aura María sobre sus hombros.
—Sí, señor Méndez —respondió, y no reconoció en ella misma, aquella voz—. Toda esa hilera por favor. Gracias.
Ascendió a la superficie, sintiendo un pitido insistente en sus oídos.
…
El ruido incesante de las máquinas de coser, de muchísimas agujas a la vez creando puntadas sobre la tela, taparon el sonido del corazón latiendo en sus oídos. Beatriz avanzó en el espacio que había entre las máquinas de producción, con Aura María siguiéndola por detrás.
—¡Betty, Betty! ¡no se haga la boba, que vi todo!
—No sé de qué habla Aura María —negó, aún con el listado amarillento de empleados antiguos. No supo en qué momento lo había agarrado al salir, pero lo llevaba contra su pecho, como si fuese alguna clase de escudo—. Vuelva a Recepción, no le dé razones a Gutiérrez para que la amoneste.
La recepcionista dio dos tramos largos de sus cortas piernas, y se puso frente a ella, deteniéndola.
—¡Betty! —reafirmó, cruzándose de brazos. A Beatriz no le quedó otra opción que dejar de caminar y mirarla a la cara, aunque se moría de la vergüenza— ¡Le estaba metiendo la mano en el…!
Beatriz se abalanzó sobre su amiga, y le tapó la boca.
—¡Shhh, Aura María! —acalló, mirando a ambos lados. Afortunadamente, todos los operarios estaban demasiado metidos en sus tareas, y los ruidos de la maquinaria tapaban toda conversación. Su amiga le quitó las manos de su boca, y en un tono más bajo, insistió:
—Betty, ese tipo estaba metiéndole mano, no me diga que no, ¡yo sé de esas cosas!
Beatriz se tomó la frente, y tomó un respiro, intentando que su voz sonara calma y segura. Cuando empezó a hablar, la falta de fuerza en su voz casi la delata.
—Aura María —respondió, y tosió para limpiarse la garganta—. Aura María, yo me caí de la escalera y él estaba sosteniéndome, solo eso.
Debía ser solo eso. La escalera se había movido y ella había perdido el equilibrio. Pero, ¿realmente la escalera se había movido sola?
«Sí, así tuvo que haber sido Beatriz Pinzón. Los hombres no hacen esas cosas con feas como usted. Esto fue un error», se reafirmó, e inconscientemente posó una mano sobre su pecho, como si quisiera calmar al corazón que todavía resonaba en su cabeza. Sin embargo, esa sensación invasiva, pegajosa, de la mano pesada arrastrándose por su cadera, por sus nalgas, y por la hendidura entre ellas... Beatriz sintió que necesitaba salir a la calle. Respirar.
—¿Y por eso la cara de susto que lleva ahora? ¿Ah, Betty? ¡Usted debe contarle de esto a Don Armando!
El rostro de Beatriz se convirtió a perplejidad, primero, y luego a horror absoluto. Parecía que le habían propuesto asesinar a un perrito.
—¿Qué? ¡usted está loca Aura María! —rechazó, y retomó la caminata. Aura María la siguió, sin dejarle de insistir, firme a su lado.
—¡Sí señora! No quiero imaginarme lo que hubiese pasado si con Freddy no llegábamos a tiempo. ¡La rabia que me da que ese tipo se salga de nuevo con la suya! —maldijo, sacudiendo ambos puños.
Beatriz entonces dejó de caminar y la miró. Un operario de corte pasó entre ellas con un rollo de tela, y ambas lo dejaron pasar primero, antes de volver a hablar.
—¿A qué se refiere con eso, Aura María?
—Que sí, Betty —explicó, mirando hacia ambos lados y acercándose más a ella, para hablar bajito—. Hay ciertos rumores, ¿usted se acuerda de Antonella Londoño, la chica de planchado, la que entró como temporaria y pasó a planta permanente?
Beatriz asintió dubitativa, porque no estaba tan segura. Beatriz no contaba con el mismo tiempo libre que sus compañeras, y no estaba tan atenta al chisme de todo el personal, como ellas. Lo único que recordaba de esa chica, era de aquella vez en que había suplantado a Sofía en la entrega de cheques, y había notado que la chica era muy tímida, apenas pronunciaba palabra. Había sentido una momentánea simpatía, porque había sido como verse en un espejo. Con la diferencia de que la muchacha, era muy bonita. De un momento a otro, y sin explicaciones, la joven había comenzado a ausentarse, y sin previo aviso, su carta de renuncia había llegado.
—¿Y que hay con ella? —preguntó.
—Las muchachas de planchado dicen que fue por su culpa —explicó, con ese tono de secretismo y alerta que su amiga siempre usaba—. Y que ella no fue la primera. Pero como tiene a todos los supervisores y jefes de amigos, y el buen nombre de su padre, nadie, ¡nadie, mijita! se quiere meter con él. Además…
Beatriz observó como Aura María dejaba esa última palabra en suspenso, como si no supiera prudente continuar hablando.
—¿Además qué, Aura María?
La recepcionista se estaba mordiendo insistentemente un labio, sin saber si decirlo. Al final dio un suspiro casi teatral, como si soltara algo que tenía guardado dentro.
—¡Que usted es su tipo!
Beatriz se puso una mano en la cintura, como cuando estaba a punto de discutir algo muy absurdo.
—¿Yo? ¿su tipo? —preguntó, señalándose a ella misma con una mano en el pecho, y tratando de imitar una risa sarcástica.
—¡Sí, Betty! Así, toda tímida, toda calladita —reveló. Beatriz se permitió unos segundos en silencio, y se pasó la mano por el capul.
—Y si yo era su "perfil de victima" —agregó, haciendo comillas con los dedos, sarcásticamente—, ¿por qué ni usted, ni Bertha, ni ninguna del cuartel me pusieron en sobre aviso? ¿ah?
Aura María frunció los labios, y miró para otro lado, incómoda.
—Amiga… —susurró. Betty sopló inflando los cachetes, queriendo dar por terminada esa discusión.
—¿Quiere que le diga por qué Aura María? Por una simple razón, ¡por fea! —declaró, abriendo las palmas, gesticulando como si estuviese explicando algo obvio, simple y sin objeciones—. Los hombres nunca se han propasado conmigo, no lo hicieron, y nunca lo harán. Lo que ocurrió allí dentro fue una confusión, me caí, y él me sostuvo como pudo, ¿bien?
En Ecomoda, Beatriz había aprendido a defender argumentos de los que ni ella misma estaba segura. Aquel, estaba sumándose a la lista.
—¡Pero amiga! —contrarió Aura María, sacudiendo los brazos, impotente.
—Disculpe Doctora —interrumpieron. Ambas voltearon a ver al recién llegado: era uno de los técnicos de Mantenimiento Industrial—. Ya tenemos los presupuestos de las fileteadoras Kingter y Jontex. Pero creo que tendremos que comprar unos repuestos importados para las overlock, ¿tiene un momento?
—Claro que sí —respondió, y empezó a caminar al sector de mantenimiento.
—¡Betty! —llamó Aura María, intentando una última vez. Beatriz se volteó brevemente, y suspiró, volviendo a hablar con suavidad y dulzura a su amiga. Sabía que su preocupación era real, y eso siempre la conmovía.
—Aura María, muchas gracias, pero no tiene que preocuparse, fue solo un malentendido, ¿bien? —acordó, haciendo esfuerzo por sonreír—. Este tema acaba aquí —sentenció, y se dio la vuelta, siguiendo al empleado de Mantenimiento.
«Sí, eso es lo que fue, un malentendido», se repitió a sí misma. Porque así debía ser, ese era el orden natural de las cosas: ella había nacido fea. A las feas, los hombres no las miraban, no les decían guarangadas en la calle, ni les metían la mano debajo de las faldas. No tocaban, con sus dedos fríos, pegajosos, y gruesos, la carne temblando, los músculos agarrotados, la piel en pánico, de una mujer como ella. No, a las feas no le ocurrían esas cosas.
"Qué rica que está". El sonido arrastrado, el golpeteo incesante de las máquinas de coser, estaba perdiendo la pulseada contra los ecos de la propia mente de Beatriz. Ese susurro, que le cerraba la garganta, que la dejaba sin aire.
"Ay Doctorcita, yo sabía que mi ojo no se equivocaba con usted".
…
Aura María regresó a una recepción en la que los teléfonos parecían arder, sonando todos a la vez. Se apresuró para sentarse en su silla, y tratando de recuperar el aliento luego de la corrida, levantó la primera de las líneas.
—¿Ecomoda, a la orden?
—¿Aura María? ¿Otra vez dejó abandonada la recepción? ¡Qué tanto hacía, sin contestar!
Era la inconfundible voz del presidente, Armando Mendoza. De fondo, podían escucharse los bocinazos y el ruido del tránsito al mediodía. Su jefe debía estar conduciendo en pleno tráfico.
—Doctor, buenos días —saludó, toda remilgada—. Sí, disculpe, tuve que ayudar a Betty con un inconveniente, ¿qué se le ofrece?
—¿Betty? —respondió el Doctor Mendoza—. No atiende en su línea, ¿ocurrió algo?
Aura María inspiró una vez, y apretó fuerte el teléfono, tentada de contarle todo. Él seguramente haría algo. Todos allí sabían que, si existía algún empleado favorito para el Doctor Mendoza, esa debía ser sin duda alguna, Beatriz Pinzón Solano.
Pero recordó la conversación con su amiga, y sabía que ella nunca le perdonaría el haber abierto la boca.
—No, Doctor, solo que llegaron unos funcionarios de la Inspección General del Trabajo, y Betty estaba ayudando a Gutiérrez con la documentación en Archivo.
—¿Qué? ¿justo hoy? —gritó, y Aura María alejó el teléfono de su oído. Aun así, podía escuchar a su jefe maldecir— No, sí es que cuando uno anda de malas, ¡hasta los perros le ladran! ¡maldita sea! —Aura María no supo qué responder, aunque el presidente enseguida retomó el hilo de la conversación—. Aura María, estoy a unos quince minutos de la oficina. Si la ve a Betty, avísele que primero pasaré por Producción para ver cómo va todo, y luego necesito reunirme con ella.
—Ok Doctor —respondió—. Como usted diga, Don Armando —confirmó, y cuando sintió el impulso de contarle todo lo que había ocurrido, cortaron. Aura María suspiró, y volvió a atender la otra línea.
—¿Ecomoda, a la orden? —respondió, desahuciada y sintiéndose una cobarde.
—¿Aura María? ¡Al fin contesta niña!
—Ay Bertha —contestó, toda desesperada.
—Qué, ¿qué ocurrió? ¡cuente, no me deje en ascuas!
—Lo que suponíamos amiga. Cuando bajamos a archivo, el tipo tenía a Betty acorralada contra los estantes, ¡y estaba metiéndole la mano debajo de la falda!
Aura María escuchó el chillido de su compañera, al otro lado de la línea.
—¿Y qué hizo? ¿Le pegaron, lo mataron?
—¡Qué va! La pobre Betty salió como alma en pena de allí —respondió. Tomó un bolígrafo, y empezó a hacer garabatos en un papel—. ¿Y sabe qué es lo peor de todo? ¡dice que fue solo un malentendido!
—No, si yo le digo mijita, ¡si el tipo se las busca siempre así, es por algo!
—Y la muy boba no quiere contarle nada a Don Armando —dijo, exasperada y arrojando el bolígrafo a un costado. La tercera línea estaba sonando, pero no tenía ganas de atenderla—. Él llamó antes que usted, y ¡casi que le cuento todo!
—¿A Don Armando? —preguntó Bertha, con un tono suspicaz que Aura María pasó por alto.
—Pues claro boba, a quien más —respondió—. Dijo que está regresando a la empresa y que necesita hablar con Betty, pero que primero pasará por Producción, o algo así… ¿Bertha? ¿me escucha? —Aura María miró el teléfono, cuando parecía que del otro lado no había nadie—, ¿sigue ahí?
—Claro que si mijita, claro que sí —respondió, y por el tono de su voz, y por todos los años de trabajo juntas, Aura María sabía que esa mente estaba planeando algo. Dio un chillido de entusiasmo.
—Algo se le ocurrió, ¿verdad? ¡Cuente, cuente!
La recepcionista se reacomodó en la silla y escuchó expectante, olvidando por completo que había dejado a su fiel lacayo, en el subsuelo.
…
Notas del autor:
¡Muchas gracias por leer! Originalmente, esta historia iba a ser un one shot, pero la extensión de la misma hizo que lo hiciera en dos partes. Me encantaría decirles que pronto tendré el segundo capítulo, pero para ser sincera no sé cuándo podré subir lo que sigue. Mi trabajo se come doce horas diarias, lo que me deja poco tiempo para dedicar a este mundo del fanfiction que tanto me gusta.
Llevo casi dos décadas trabajando para distintas empresas, y lo que escribo acá no es muy original para ser sincera: departamentos que se pelean entre sí por una oficina, o un lugar donde meter sus papeles, cortes de luz imprevistos que llevan a las empresas a resolver sobre la marcha (algo muy típico de Latinoamérica), y abuso de poder, amiguismos que hacen la vista gorda, y permiten que ciertas injusticias sean silenciadas. Por suerte, esto viene cambiando estos últimos años.
En fin, espero que les haya gustado, y me encantaría leer sus opiniones.
Les mando un abrazo a todos.
Nadesiko-san
