El Lector
Por circunstancias que ya no recuerda, y de la boca de la propia Inesita, Armando había oído por primera vez la leyenda de El Silbón. Esa tonalidad calma en su voz, de señora mayor; era perfecta para los relatos.
—Mi madre, que en paz descanse, nos decía que, si escuchas cerca los silbidos, es porque el Silbón está lejos y puedes estar tranquilo. Pero, si los escuchas lejos —La asistente de Hugo Lombardi, ensombrecía no solo el tono de su voz, sino su dedo índice, al que sacudía con advertencia—, es que no tienes escapatoria: el Silbón está cerca, y corres peligro.
Armando sabía que Inés era oriunda de los llanos orientales, donde abundaban esa clase de mitos campesinos, con espectros y fantasmas vengativos. Jamás podría mofarse de las supersticiones de una empleada tan querida como ella, pero para Hugo Lombardi, burlarse de los otros era una segunda vocación.
—Oiga Inesita —preguntó, guiñándole un ojo cómplice a él; Armando revoleó los ojos—. ¿Y es que será buen mozo ese tal Silbón?
Inés hizo tres carcajadas marcadas, captando la burla, pero sabiendo también como retrucarla.
—Pues no. Además, el Silbón castiga a borrachos y mujeriegos. Y usted no entra en ninguna de esas categorías. Mucho menos en la última —afirmó, haciendo una risita sarcástica—. Puede estarse tranquilo, Don Hugo.
El diseñador replicó con una carcajada que rayaba lo teatral. Aprovechando el dardo venenoso de su asistente, lo redireccionó hacia él:
—Armando, vea, Inesita le está hablando.
—¡Don Hugo!
Esa conversación la recordaba sin esfuerzo, por la identificación instantánea que Armando tuvo. A la leyenda, él le puso un rostro: Marcela Valencia. La comparación era obvia. Cuando Marcela lo llamaba, lo circundaba, o se cercioraba con terceros por dónde andaba, Armando contaba con una seguridad retorcida: él también sabía dónde ella estaba. Su silbido se escuchaba cerca. Pero, cuando esa persecución desaparecía, Armando iniciaba su paranoia: ¿dónde estaba Marcela? ¿acaso aparecería detrás de ese mesero, justo cuando él estaba acariciando la pierna de alguna hermosa modelo? Si el silbido de Marcela se oía lejos, es porque ella podía aparecerse, en cualquier momento, en cualquier circunstancia.
—Marcela, sé que estás escuchando estos mensajes. Tuvimos algunos contratiempos, pero ya estoy en camino.
Armando volvía a colgar el teléfono, después de grabar el cuarto mensaje en el contestador de su novia. El embajador británico en Colombia, había sido compañero de golf de su padre, y, sabía, era un vínculo que sus padres procuraban mantener. Si Marcela le iba con el cuento de su ausencia, estaba seguro que tendría a ambos llamándole la atención, desde una línea al otro lado del océano atlántico.
Armando improvisó una vestimenta con lo que tenía en el vestidor, y salió al corredor, finalmente iluminado. La electricidad había regresado hacía media hora atrás.
—¡Doctor Gutiérrez! —Armando estaba a punto de llamar al ascensor, pero afiló el oído, cuando escuchó una voz desconocida de mujer—. ¡No puede pretender que dé por cumplimentada la inspección, con la documentación en este estado!
Volvió sobre sus pasos, a la sala de juntas; ambas puertas corredizas estaban separadas por unos centímetros. La ceja de Armando se elevó, ante lo que veía: una cabellera larga, rubia, y sedosa, oscilaba sobre una cintura estrecha y un trasero contundente. Cumplió con el protocolo acorde a las circunstancias: se ajustó la corbata, se alisó el saco, y, olvidando a El Silbón y su castigo, deslizó ambas puertas, entrando a la sala de juntas.
—Buenas noches —saludó, amable pero redundante. La mujer volteó, y Armando notó en su expresión, que el factor sorpresa había sido exitoso. En sus ojos verdes, sombreados y delineados, y en su boca rojiza, vio prenderse la chispa de la atracción. Esa mujer era un bombón sacado del mejor catálogo de modelos. Armando sonrió con toda galantería, y extendió su mano hacia ella—. No tuvimos oportunidad de presentarnos. Armando Mendoza, presidente de esta empresa, un gusto conocerla.
Ella sonrió, y Armando la vio activar sus herramientas de seducción: acomodaba los hombros, oscilaba la cadera, y profundizaba la mirada. Con Mario lo llamaban, "Ritos de apareamiento".
—Karina Beltrán —Ella estrechó su mano, devolviéndole el saludo—, el gusto es mío.
Gutiérrez, oliendo lo evidente, se quedó rezagado a un costado, y en silencio.
«¡Ay Mendoza!, bendito y maldito seas entre todas las Karinas». Armando contaba con varias Karinas en su hoja de vida, y la última, Karina Larson, era el espécimen más acabado entre todas ellas. Había sido una pena despacharla de su vida: sus curvas perfectas envueltas en lencería de encaje rojo, eran algo difícil de olvidar.
—Sabrá disculpar la interrupción Doctora, pero no pude evitar escuchar el reclamo que le hacía a nuestro vicepresidente —explicó, y Gutiérrez alzó la mano, dando un torpe "Presente".
—Sí, Don Armando, la Doctora aquí nos decía que-
—Gutiérrez —interrumpió, sin retirar la atención, y mucho menos la sonrisa, a esa mujer—. Deje hablar a la señorita.
Armando bien sabía que la inspectora no era una señorita, había visto su alianza marital en el dedo anular, pero siempre funcionaba alabar a las mujeres con la ilusión de la juventud.
—Doctor Mendoza, le estaba diciendo a su vicepresidente, que no podemos dar por cumplimentada la inspección, no con los libros salariales en este estado —explicó, señalando a la mesa. Armando miró la documentación, y tuvo que aguantar la risa: si le ponía empeño, hasta podía unir los puntos rojos, y delinear el rostro de Méndez en esas hojas ensangrentadas. Ya se imaginaba los ojos de sapo que pondría Beatriz, cuando se enterara de las multas sustanciosas que Ecomoda tendría que pagar.
«¡Pero qué delicia fue romperle la cara a ese tipo!», se regocijó, haciendo rotaciones de su muñeca derecha.
—Es mi culpa Karina, ¿me permite llamarla por su nombre? —pidió, con los gestos seductores bien aprendidos. Ella cabeceó, sonriendo y siguiendo el juego—. Hoy estuvimos escasos de personal, por lo que yo también ayudé recolectando toda esta documentación, pero ya ve —Armando alzó la mano y le mostró el moretón en la misma. La inspectora abrió su boca roja, mostrándose francamente preocupada—, estas manos están hechas para otras cosas.
Ella se rio y bajó las pestañas; Armando supo que la inspectora había entendido el mensaje. Gutiérrez, de fondo, hacía anotaciones mentales de lo que estaba viendo. Su jefe no solo era su jefe, también, era su ídolo semental.
—Don Armando, ¿quiere que llamemos a enfermería? —preguntó. Armando negó con la cabeza, sin dedicarle ni una mirada.
—¿Podrá perdonar a este torpe presidente? —pidió. No conocía mujer que no fuera compasiva. Apelar a un sentimiento maternal, siempre había dado excelentes resultados—. Si usted dispone una nueva fecha, le prometo que tendremos la documentación rectificada, ¡y sin manchas de sangre!
El timbre de su celular prorrumpió en el bolsillo del pantalón, y Armando dio un respingo.
«¡Marcela!», presagió, procurando no alterarse por la urgencia. Le hizo una sonrisa de disculpa a la inspectora, y se alejó a una esquina de la sala.
—Aló.
—Hola tigre… —La sonrisa guasona, su amigo la arrastraba hasta en la voz. No necesitaba verla, para imaginarla—. Óigame, ¿en qué anda usted? Tengo tres llamadas de Marcela, que por supuesto no atendí, Hugo se pasó hace un rato por Producción y confirmó que todo está de ututuy para Nomadic Collector, así que, dígame, ¿cuáles andan siendo sus coordenadas?, ¿eh?
—Ecomoda —respondió, metiendo una mano en el bolsillo del pantalón. Echó una mirada a los presentes: Gutiérrez y la funcionaria acordaban nueva fecha para la inspección, pero ella, tornaba cada tanto su mirada hacia él—. Se complicaron las cosas aquí, Calderón.
—¡No, hermano! ¡No me diga que los de Corte volvieron a arruinar las telas! Los de Nomadic hasta están pensando en nosotros para-
—Deje ya la histeria Calderón, no es eso —interrumpió, harto ya de escuchar el nombre de ese cliente—. Es Betty —Su lengua deslizó el nombre de su asistente, antes de siquiera considerarlo. Se abofeteó la frente y arrugó la cara, sabiendo que la había liado. Contarle todos los detalles de su vida a Calderón, era algo tan habitual como su medida diaria de Whiskey.
—¿Betty? Qué, ¿ya le crecieron las alitas negras?
Su mirada viajó hasta una engrapadora puesta sobre la mesa. Tuvo una imagen intrusiva: la hacía volar, directa y sin escalas, al rostro burlón de Mario.
—Calderón, tengo que cortar. Marcela me espera en un compromiso, y ya llevo varias horas de retraso.
—¿Y será que tendré que recoger sus pedazos, o podrá pasar a tomarse unas copas conmigo luego? —preguntó, y antes que pudiera responder, su amigo agregó: —. Y a contarme qué ocurrió con vampirín, por supuesto.
«Condenado Calderón». Era de esperarse que no se lo iba a dejar pasar.
—Dígame en dónde va a estar —requirió. La inspectora, miraba de reojo hacia él: sabía que ella estaba escuchando—. Ajá, en Peñón del Águila —confirmó, elevando la voz. Su vicepresidente y la Doctora estaban acordando una nueva fecha, con un apretón de manos, pero ella, miraba descaradamente hacia su lado. Armando le guiñó un ojo—. Bien, allí estaré Calderón.
Armando vio salir a un contingente de personas de la sala de eventos del club, arreglados a conciencia para un evento de día: trajes grises o claros para los hombres, y vestidos o faldas de colores pasteles para las mujeres. La última hora de la tarde se estaba retirando, el "Afternoon tea" había terminado, y él, recién estaba arribando:
—Ay Armandito, estás muerto —canturreó, estirando el cuello para buscar a Marcela entre todo el gentío. Se sintió un idiota parado allí, mientras los invitados pasaban a su lado, estrechando sus manos, o haciéndole bromas por la situación que preveían para el presidente de Ecomoda.
Bastaron unos minutos, para divisarla entre los invitados: Marcela caminaba hacia él, acompañada de lo que Mario llamaba, "Un ramillete para la discordia": Patricia Fernández y Mercedes Domínguez.
—Hola Armando —Patricia coqueteaba un saludo, contoneando las caderas, y llevando algunos pasos de ventaja a su amiga—. Sabes que casi apuesto a que no llegabas a tiempo.
—¡Qué pena Patsy Pats! —La ironía brotaba naturalmente, cuando se trataba de esa mujer—. Si lo hubieses hecho, ya tendrías para cancelar las acciones que adeudas al club, ¿cómo te dejaron ingresar? ¡adivino! ¡tuviste que saltar la verja!
El gesto avinagrado de su secretaria, contrastó con la cuidada carcajada de Mercedes Domínguez.
—¡Armando! No seas malo, ¿cómo has estado, cariño? —Se saludaron con un beso volátil en la mejilla. Detrás de esta, los ojos oscuros de Marcela le tiraban dardos de odio y reclamo, sin embargo, ella avanzó hasta él, le rodeó el cuello con un brazo, y le dio un beso en la boca.
—Hola mi amor, ¿mucho trabajo? —preguntó, con una melosidad tan amable, que Armando captó que debía seguirle el juego. La tomó por la cintura y le devolvió el beso, sabiendo que alrededor, todo el mundo estaba viendo. Divisó, por el rabillo del ojo, a los fotógrafos sociales de diversas revistas de la farándula.
—¡Qué pena Armando! —habló Mercedes, compungida. Armando mantuvo la cintura de Marcela cerca de él, porque sabía que, cuando esa mujer abría la boca, todos quedaban salpicados con su veneno—. Si hubieses llegado tan solo diez minutos antes, podrías haber salido en la foto grupal junto a tu prometida. Marce, querida, ¿al lado de quién te tocó?
Armando mantuvo la misma sonrisa ensayada para esas situaciones, pero a Marcela, disimular su ira le estaba siendo más difícil. Ella, sin embargo, contestó:
—Marta Silchenko.
—¡Ah, sí! —Chasqueó la lengua, suspirando sentida—. Junto a la viuda de Rodrigo, ¡pobre mujer, se la notaba tan sombría! Esperemos que no te contagie su palidez en la foto, querida.
—¡Bueno! —Armando hizo un aplauso junto a una carcajada tan genuina, como las promesas de amor de Mario. Las fosas nasales de Marcela, aleteaban de ira—. Nosotros nos vamos retirando, que pasen buena noche, un gusto verlas, ¿ah? —saludó, y tiró del brazo de Marcela, quien dio una breve resistencia, antes de dejarse llevar.
De fondo, escuchó a Patricia preguntando si podía unírseles a la cena.
—¡Otra vez me hiciste quedar como una estúpida!
A Marcela la llevaban sus tacos, pero la arrastraban los vientos huracanados de la furia. Avanzaba apresurada sobre el suelo irregular del parqueadero, y apenas podía mantener la estabilidad en esos tacos aguja. Armando la seguía con un ligero trote por detrás.
—Marcela, para ya, ¡te vas a caer! —Armando podía asegurar que, previendo que todo acabaría con esa cuota de dramatismo, Marcela había aparcado el carro en el sector más alejado, donde ya no quedaban autos ni testigos. Un lugar donde poder desquitarse con él, a gusto—. Marcela, volvamos en mi carro. Allí te explico todo.
Marcela buscó, nerviosa, las llaves del auto en su cartera. Al dar con ellas, las sacó con rabia, y estas volaron al suelo. Armando las levantó y se las ofreció. Marcela tomó sus llaves, pero también, su mano derecha.
—Qué es esto —preguntó, mirando la mancha violácea que se extendía en sus nudillos. Cuando él no dio respuestas, su pregunta pasó a ser una exigencia—. ¡Qué le pasó a tu mano Armando!
—¡Ya, ya, Marcela! —Armando se soltó de su agarre, y aplicó la misma excusa que había utilizado con la inspectora—¡Eso es lo que quería explicarte! —respondió, conteniendo su mal humor entre los dientes—. Nos cayó una inspección laboral. Me retrasé porque estuve ayudando a recolectar la documentación.
«Dios mío, ¡no permitas que mañana esto se convierta en el chisme del día!». Si Marcela se enteraba, la mentira le saldría cara y por partida doble; esconderle la verdad de la pelea, y también, la causa del plantón: cuidar de su asistente, la empleada que su novia más odiaba.
—¿Tú te metiste en ese hueco del subsuelo? —Marcela exhalaba una risa, incrédula. Con una mano en la cintura, pero con la otra acusándolo a él, ella lo señalaba con una uña de perfecta manicura—. Ni siquiera fuiste capaz de pasar primero por tu departamento para cambiarte, mírate, ¡pareces sepulturero!
Armando rodó los ojos. No había tenido otras ropas en el vestidor, más que el conjunto de camisa, saco y pantalones negros que usaba para eventos nocturnos, un estilo que Marcela siempre le reprochaba.
—Bien, ya, tírame con todo lo que tengas —alentó, abriendo los brazos.
—Te dejé preparada una ropa en tu departamento, pero ni siquiera fuiste capaz de pasar antes, como me habías asegurado que harías. Llegas tarde, justo en el momento en que todos están saliendo, ¡me dejaste sola, todas estaban con sus parejas! ¿La escuchaste a Mercedes Domínguez, como se burló de mí? —El dedo de Marcela seguía señalando hacia él, incisivamente—. Preferiste quedarte metido en ese hueco, haciendo qué, ¿levantando cajas? ¡Para qué, Armando!, ¡para qué les diste el día libre a los empleados!
—¡Pero Marcela! —Armando sacudió las manos con los dedos crispados, como cada vez que ella lo atizaba con todas sus críticas y acusaciones, una detrás de otra, y sin derecho a réplica—. No había luz, ni computadores, y hacía un calor de los mil demonios, ¿qué sentido tenía hacerlos ir?
Marcela volvió a aferrar su mano moreteada, y se la puso a la altura de los ojos, como prueba irrefutable.
—Este es el sentido —finalizó. Ella subió a su auto, lo puso en marcha, y poniéndolo en reversa, salió del parqueadero sin mirarlo siquiera. Él no hizo nada para detenerla.
Armando se quedó de pie, recuperando la respiración, con los puños apretados. Las discusiones con Marcela siempre lo dejaban exhausto. Iba a retornar hacia su auto, pero un empleado de los establos pasó a lo lejos, y lo saludó. Él levantó su mano para reconocerlo, y allí quedó, suspendida en el aire. Los colores anaranjados del atardecer teñían su piel, avivando el color del moretón. No se sentía orgulloso de haber perdido de esa manera los estribos con un empleado raso, pero tampoco podía decir que estaba arrepentido.
—Betty, Betty, Betty —cantó, moviendo, por cada repetición, un dedo. Aún sentía entumecimiento. Levantó la mano izquierda, y por comparación, corroboró que la derecha se había hinchado. Armando se rio, y esa sonrisa residual le relajó el rostro—. Ay Betty —suspiró—. Para que vea, que usted también sabe meterme en líos.
El vicepresidente comercial tenía una risa atorada en el diafragma. La contenía apretando los labios, tapándose la boca con la mano, asintiendo con un énfasis solemne, a todo lo que le venía narrando su amigo.
—¡Y que dé gracias a Dios, Calderón, que justo llamó Gutiérrez, porque le juro que mataba a ese cretino!
Armando se ilustró a sí mismo, crispando las manos y ahorcando en su imaginación al tal Méndez. Mario se echó disimuladamente hacia atrás; esas manos estaban demasiado cerca de su propio cuello, y los ojos asesinos de su amigo, le decían que él estaba ansioso por repetir la secuencia. Cuando el presidente de Ecomoda entraba en sus espirales de ira, era poseído por lo que Mario Calderón consideraba una mezcla de niño berrinchudo e italiano gesticulador.
«Y cuando se pone así hermano, ¡mejor andarse con cuidado!», pensó, mientras tomaba un trago de su whiskey, y seguía atento al relato. Armando agarró del brazo al barman, y Mario vio al joven entrar en paro cardíaco, para luego resucitar cuando su cliente solo le quitó el paño con el que estaba secando las copas: Mendoza hizo del trapo un bollo, y empezó a propinarle puñetazos, dándole al relato una realidad casi filmográfica.
Por el rabillo del ojo, Mario vio al barman huir a una esquina de la barra.
Armando había llegado al bar, apenas una hora después de la llamada telefónica. Lo había saludado de una forma bastante escueta, y se había sentado junto a él, en la barra. Se puso a beber casi de inmediato, envuelto por un inusual silencio de misa. Mario, quien consideraba conocer a Armando mucho más que la propia Marcela, que su familia entera, sabía que él en realidad estaba tapando las ganas de hablar, con las de beber.
—Entonces, ¿en dónde y con quién fue el primer round? —preguntó, señalando la mano hinchada y moreteada. Había sido lo primero que había notado, cuando lo vio ingresar al bar. Él se miró su propia mano, y le restó importancia.
—Como si los cortes de luz no hubiesen sido suficiente problema, tuvimos una inspección del Ministerio del Trabajo. Me lo hice manipulando las cajas.
—Ajá —acordó. Estaba mintiendo. Mario conocía el estilo de pelea de su amigo, la precisión de sus puñetazos, y, sobre todo, como quedaban luego de una pelea. Esa hinchazón, esos moratones, no se los había hecho levantando cajas. Armando iniciaba su segundo trago—. Y usted ¿por qué está tomando tanto?
—¡Qué pasa con la preguntadera hombre! —rezongó exasperado, sin embargo, respondió—. Lo de siempre, Marcela.
«Ay, mi querido presidente, por qué insiste en mentirme». Mario sabía que, para su amigo, pelear con su prometida era algo tan rutinario como cepillarse los dientes. Armando estaba conflictuado por otro tema, pero faltaba poco para que comenzara a desembuchar.
—¿Y qué pasó con Betty?, ¿ya regresó a su casa, o me la dejó nuevamente trabajando horas extras? —insistió, masticando algunas de las aceitunas de cortesía. Su jefe lo miró de reojo, sin apartar el vaso de la boca. Sacarle la verdad al Doctor Mendoza era igual a descorchar una botella de vino: ofrecía algo de resistencia al principio, pero una vez hallado el mecanismo, se deslizaba sin resistencia—. Usted es un miserable Doctor Mendoza, ¿la dejó trabajando en ese hueco sin luz? Mire que a estas horas esas oficinas meten miedo, un lobo feroz puede aparecer y-
La banqueta y Armando giraron en una lentitud casi espeluznante. Le resultó curioso que él se viera más alarmado que enojado.
—Repita eso Calderón —demandó, nervioso. Mario exhaló una carcajada, estupefacto: había dicho tantas cosas al querer sonsacarle información, que no sabía cuál de todas era la que había dado en el blanco. Al no recibir respuesta inmediata, Armando lo apuró sacudiendo la mano—. ¡Venga hombre, hable pues! ¡por qué dijo eso! ¿quién se lo contó? ¿Fue Freddy, fue alguien de Producción?
—Du calme, messire, dis-moi ce qui se passe —habló. La dicción de su perfecto francés, o apaciguaba o enervaba a su amigo, y Mario disfrutaba de la adrenalina de no saber cuál tocaría esta vez—. Hombre, ¡es que estoy perdido! Me ayudaría si me cuenta qué está pasando.
Armando suspiró, se pasó la mano por el pelo, y descansó las manos en las rodillas. Mario sabía que había dado en la tecla, tenía que ser su asistente, no era difícil: cualquier persona mínimamente observadora, notaría que, en los últimos meses, toda solución y conflicto desembocaban en un solo nombre: Beatriz Pinzón.
—Usted va a mantener esa boca cerrada, Calderón —advirtió, y los ojos de Mario brillaron de la emoción; tanto, que debía esconder la sonrisa expectante detrás de sus dedos—. Nada de lo que yo le cuente saldrá de aquí, ¿me entendió?
Mario hizo el gesto de cerrar su boca como una cremallera.
—Soy una tumba, mi presidente —juró, pasándose la lengua por los labios, y acomodándose mejor en la banqueta, ansioso. Su jefe, apuró lo que quedaba del segundo trago.
—Hoy, alguien… —comenzó, buscando expresarse con palabras, gesticulando con las manos—. Alguien intentó algo con Betty. Sobrepasarse, quiero decir.
Mario se rascó la barbilla, desorientado.
—¿Sobrepasar? —corroboró—. Qué, ¿otra vez se le metieron al computador?
Armando revoleó los ojos.
—Pero ¿qué es tan difícil de entender Calderón? ¡Un tipo manoseó a Beatriz!
A Mario le bastaron dos pestañeos para llevar la información a su cerebro, pero la explosión de risa, llegó primero. Logró ahogarla estrujándose la boca, y le dio un ataque de tos. Afortunadamente, Armando ya se había zambullido en su propio vómito verbal, y no lo había notado. Ayudaba también, que el bar estuviese en su punto máximo de contaminación acústica: conversaciones animadas, risas, y hits de moda vibrando en los parlantes.
—Me duele la mano Calderón, ese tipo tiene una mandíbula de hierro, ¡ay, pero no sabe qué delicia verlo llorar como un bebé, cuando le dije que lo despedía! Aunque por supuesto, no puedo hacerlo, ¿sabe lo que me pidió Betty?
Mario se ocupó de dar un orden cronológico a todo lo que su amigo empezó a contar: su humor y sus ánimos estaban tan exaltados, que Armando iba narrando los hechos no como se habían dado, sino como le iban brotando de su genio.
—¡Y es que no lo podía creer hombre! ¡No podía ser Betty, no Beatriz Pinzón! Ella apenas puede ver a los modelos de Hugo sin camisa, imagínate que estuviera haciendo porquerías en algún rinconcito de la empresa, ¡imposible! ¡era eso, o que las planchadoras estaban mintiendo porque sí, por arpías y ya!
La reconstrucción no era demasiado compleja: el presidente de Ecomoda había terminado a las piñas con un empleado de la empresa, por defender a su asistente de un inverosímil, pero a los hechos cierto, abuso hacia ella. Armando habría escuchado todo aquello de casualidad, y se había ido a corroborarlo por sí mismo, al subsuelo del archivo:
—Vea, yo había hablado con ella en la mañana, ¿se acuerda?
—Claro —respondió, y sus ojos se perdieron en un trasero que pasó a su lado.
—Y había estado todo de lo más normal, normal si hablamos de Betty, claro, pero cuando me la cruzo por las escaleras, ¡estaba toda rara! Yo intuía que algo le pasaba Mario, ¡lo intuía! —Cuando el trasero salió de su campo visual, Mario volvió la atención a Armando—. Tendrías que haberla visto, cuando abrí la puerta de su oficina. Estaba todo oscuro, y Betty estaba allí…
«¡Dios me libre!», pensó, persignándose.
—¡Temblaba, hombre! Y le juro Calderón, que casi me vuelvo al subsuelo y mato a ese tipo.
—Pero hombre, no me contó lo que Méndez hizo —Mario se aburría. Sabía que su amigo había desarrollado cariño y preocupación por su asistente, pero él necesitaba otra clase de detalles, necesitaba, morbosidad—. ¿Qué hizo?
«¿Le peinó los pelos del bozo, le dio brillo a los brackets?», pensó, mordiéndose la lengua.
—Se lo escuché decir a las operarias, pero también, lo escuché de la boca del mismo cretino, cuando fui al subsuelo —Armando se acercó a él, bajando la voz. Era algo totalmente innecesario, teniendo en cuenta que el barullo alrededor ensordecía, y que todos estaban metidos en sus propios asuntos. Eso era lo bueno de ir a bares donde no frecuentaban los de su clase social: nadie los conocía—. La tenía arrinconada, y…
—¿Y…? —Mario no sabía qué estaba disfrutando más, si el último relato que habría creído posible escuchar en la vida, o la pacatería de su amigo. Se habían contado tantas historias de cama, con tanto detalle y sin ninguna clase de vergüenza, que le causaba risa que su amigo se viera contrariado por contarle algo tan banal.
Armando apoyó un brazo, y se frotó la frente.
—Le metió la mano debajo de la falda —soltó, dando puñetazos repetidos, pero contenidos, sobre la barra del bar—. ¿Y quiere saber lo que dijo?, ¿eh? —preguntó. Mario ni había alcanzado a responder, cuando lo asió por las solapas de su saco, y lo acercó tanto a él, que hasta pudo oler el vaho de alcohol saliendo de su boca, o ver sus caninos amenazantes—. Freddy, usted no sabe lo que es apretar ese culito —repitió, y lo soltó.
Mario se llevó las manos al rostro, fingiendo indignación.
—Dios mío, ¡qué terrible! —teatralizó, y su amigo asintió, volviendo la vista al mostrador, con su hilera de botellas importadas. Mario sacudió la cabeza: ni de cerca había interpretado su socarronería—. Óigame, Doctor, venga aquí —Armando acercó la oreja a su amigo—. Usted, cuando agarró a ese tipo…
—Sí…
—¿No se fijó si al pobre se le derritieron los deditos? —Armando volteó a verlo, y la carcajada de Mario le explotó en la cara, salpicándolo de saliva—. ¡Hombre, es que a ese Méndez no hay que despedirlo por depravado, sino por mal gusto! ¡O no, mejor aún! ¡agéndele cita con el oftalmólogo, que de seguro anda necesitando lentes! —Mario estaba llegando al punto de ahogarse con su propia risa, y ni con el gesto que estaba poniendo su amigo, era capaz de parar—. ¿Y si el tipo estaba queriendo sacarle un pedazo de comida atorado en los brackets?
—Calderón, a veces me pregunto, cómo un tipo tan siniestro llegó a ser mi mejor amigo —perjuró. Mario quiso responderle, pero en cuanto intentó tomar un respiro, su garganta redobló la apuesta y volvió a reírse a tales niveles, que las personas a su alrededor empezaron a mirarlos—. Deje de reírse, ¡deje de reírse, carajo! —Armando manoteó el cuenco de aceitunas que el bartender acababa de llenar, y tomando algunos, los convirtió en proyectil. Mario pudo esquivarlos por centímetros—. Usted es un desgraciado —Otra aceituna voló y rebotó en una mesa vacía, pero lejos de amedrentarlo, la situación envalentonaba las risotadas de Mario—. ¡Usted tiene escarcha en lugar de alma!
Arrojó una última aceituna, con tanta mala suerte, que Mario corrió la cabeza, y cayó en el Martini de un sujeto ubicado en la barra. Armando iba a iniciar una disculpa, pero el hombre volteó, los observó detenidamente, y levantó la copa hacia ellos, con una sonrisa que a Mario le recordó demasiado a las de Hugo Lombardi. El escalofrío los dejó tiesos, y Armando resolvió devolver a las aceitunas, su función de alimento.
Mario ondeó una servilleta de papel, en son de paz. Armando se la quitó y se limpió las manos. Era evidente que odiaba la sensación aceitosa sobre la yema de los dedos.
—Usted es un desgraciado, Calderón.
—¿Yo un desgraciado? —Mario se puso las manos en el pecho, y después lo señaló a él—. No mi estimado, ¡usted es el desgraciado!
—¿Y eso? —Mojó la servilleta de papel en el vaso de hielos derretidos. La grasitud no se iba de los dedos, y parecía nervioso—, ¿yo por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Le ahuyentó el único pretendiente a nuestra virgencita! —Armando abrió la boca, asqueado—. Ay hermano, pobrecita de Betty —suspiró, volviendo a su trago.
—¿Usted se escucha lo que está diciendo? —Armando chasqueó los dedos frente a su cara, y le pateó la banqueta, haciendo que Mario girara nuevamente hacia él—. ¿Dónde tiene el interruptor para desactivarle al enano maldito que lleva adentro, eh?
—¿Pero por qué un enano? —resopló, y Armando hizo un aspaviento de soltar la mano y darle una cachetada; Mario se cubrió riendo, sabiendo que solo eran pantomimas.
—Esto no es un juego Calderón, ¡el cretino poco más y la viola! —Armando dejó de pronto de hablar, y bajó los ojos. Mario se dio cuenta que, a pesar de todo lo que había contado, él no había tomado consciencia plena de ello, hasta que salió de su propia voz—. Hombre, ¿y si Freddy y Aura María no llegaban a tiempo? —meditó, y le dio un trago a su whiskey. Posaba su mirada hacia la nada, sosteniendo el vaso sin ganas—. Usted sabe Calderón, es mi empresa, y sí, todos allí son mi responsabilidad, pero…
Mario lo dejó algunos segundos procesando la idea, pero acabó por darle forma él mismo:
—Pero sobre todo Betty —insinuó.
Armando lo miró, y cabeceó.
—Sobre todo, Betty.
Los hombros de su jefe se veían abatidos. Mario siempre se entretenía jugando con las contradicciones de Armando, pero también, sabía cuáles eran los límites y sus márgenes. Porque conocía e intuía su perfil depresivo, entendió que era el momento de reencauzar la conversación. Mario chasqueó los dedos al barman, y le hizo el gesto de cambiar la bebida a su jefe.
—Bueno, ya, ya, hombre. Eso no pasó —Le palmeó un hombro—. Su fiel Sancho Freddy Panza salvó a su Felcinea. El mundo está en calma.
—¿No existe algo que usted pueda tomarse en serio? —preguntó, aunque Mario notó que le había sacado una sonrisa—. Tenemos un depravado sexual rondando nuestras oficinas, y no puedo echarlo a patadas como se merece. Pero miren a quién le pregunto, si usted es igual.
—¡Ah no!, momentito ahí —negó, alistándose la corbata—. Yo seré depravado, pero zoofílico, ¡nunca!
Armando puso los ojos en blanco, y gruñó, rendido a seguir discutiendo.
—¿Y ella ya volvió a su casa?, ¿o la dejó solita trabajando en esa cueva, con el lobo acechando a su alrededor?
—¿Cómo cree?, Wilson me confirmó que se fueron con Aura María, en el carro de Bertha. Ellas la llevaban hasta su casa.
—¿Fue Wilson quién se lo contó, o usted se lo preguntó?
—Yo se lo pregunté, ¿y qué diferencia hace eso, hombre?
—No, ninguna —respondió, mascando otra aceituna. Mario sabía que a Armando solo le interesaba saber del paradero de Marcela, cuando necesitaba de tiempo libre para hacerle honor a su vida de soltero. En lo demás, sabía que él era completamente indiferente al espacio y tiempo de su prometida—. Absolutamente ninguna.
«Marcela, va a ser mejor que empieces a dejarte crecer el bozo», reflexionó.
—Óigame hermano, yo creo que usted tendría que mandar a Betty de vacaciones por dos semanas, porque si Marcela se entera que el plantón fue por su asistente, lo va a matar a usted, y después, va a encontrar la manera de desquitarse con ella.
—Sí, ¡lo sé, lo sé! —refunfuñó—. ¿Y sabe quien más se nos va a caer encima, y mucho peor que Marcela? —Mario pensó que podría estar hablando de su padre, Roberto Mendoza. Pero además de algunas llamadas de atención incómodas, ese señor no haría nada más. Negó con la cabeza—. Su papá, Don Hermes.
Mario chasqueó los dedos, dándole la razón.
—¡Y la sacaría de Ecomoda, hermano! —acordó, digiriendo la idea con un trago. Ahora sí, la perspectiva empezaba a tornarse oscura: ninguno de ellos dos, era capaz de sobrevivir sin la asistente de presidencia.
—No quiero que esto se convierta en asunto nacional, Mario. Ya es muy humillante para Betty que yo me haya enterado, imagínese que se entere su padre, o peor, ¡la empresa entera!
A Mario se le dibujó una sonrisa: mientras él estaba rumiando en cuánto dependían del cerebro de Beatriz, Armando se preocupaba por evitarle una nueva humillación. Recordó una línea, muy breve, de un libro que había releído la semana anterior:
«Y aunque sea pequeña, es feroz».
Mario observó al presidente: tomaba su whiskey en silencio, taciturno.
«Usted me enternece, mi estimado amigo».
—Por eso se lo ruego Aura María, esto debe quedar entre nosotras.
—Ay mijita pero eso va a estar bien difícil —Del otro lado del teléfono, Beatriz escuchaba de tanto en tanto la voz de Jimmy, el hijo de su compañera, reclamándole por atención. Afortunadamente, su madre estaba en el baño preparándole la ducha, y su padre, ayudando a unos vecinos que seguían sin electricidad—. Yo no diré nada, Freddy tampoco, Bertha ya le juró por sus hijos que no dirá ni una palabra, ¿pero las operarias de planchado, Betty? A ellas no las conozco tanto.
Beatriz suspiró, frotándose las sienes. En el viaje de regreso, sus amigas habían confesado el plan urdido para que el presidente supiera todo, y aunque sabía que lo habían hecho de buena fe, ella no dejaba de pensar en las consecuencias.
«Debí insistirle a Don Armando para que no se quedara, seguro debe haber llegado tarde al evento, y Doña Marcela no debe estar nada contenta».
—¡Betty! —La voz de su madre la llamó—. ¡Ya está lista la ducha!
—¡Ya voy mamá! —gritó, y volvió al teléfono—. Yo me ocupo de eso Aura María, usted asegúrese que Bertha no le diga nada ni a Mariana, ni a Sandra, ¡y mucho menos a Sofía!
—Fresca Betty, usted despreocúpese —garantizó. Beatriz iba a despedirse y cortar, pero Aura María siguió hablando, ahora, con un dejo pícaro en la voz—. Confiese Betty, ¿a que no se siente bien rico que un hombre la haya defendido a puñetazos, ah? ¡Y mijita, no es cualquier hombre, estamos hablando de Armando Mendoza!
—Hasta mañana, Aura María —se rio, y cortó.
El vapor del agua caliente salía del baño e inundaba toda la casa. Beatriz cerró la puerta y se quitó la ropa, dejándola hecha un bulto en el suelo. Cuando ya estaba dentro de la ducha, su madre entró para llevarse las prendas sucias. Beatriz asomó la cabeza, por detrás de la cortina.
—Mamá, no es necesario que lave esa ropa. Ya no voy a usarla.
Julia arqueó las cejas, confundida.
—¿Pero por qué Bettica? Si esta es su camisa favorita.
Beatriz sonrió, esperando que su madre no hiciera ninguna lectura adicional sobre eso.
—Me cansé de usarla mamá —respondió, y se metió debajo de la ducha de agua caliente. Tomó el jabón, y empezó a pasárselo con insistencia sobre el cuerpo—. Solo eso.
Notas del autor:
Si googlean "Los chalchaleros", verán que era un grupo de folclore argentino de larga trayectoria. En Argentina siempre se hace el chiste de que ese show, era el show de despedida, y así pasaron años, "despidiéndose". Bueno, yo con esto de que "el próximo capítulo será el último", ando más o menos en las mismas, jaja.
La idea principal es que esto fuera un one shot… Qué optimista fui, por favor.
Sé que había dicho que en este capítulo iba a cerrar la historia, pero cada vez que pienso en el final que quiero escribir, me doy cuenta que, primero, debo profundizar en determinados temas, para que sea algo sensato y, sobre todo, fiel a los personajes.
Fue un capítulo que me costó horrores escribir, y se imaginarán quien es el culpable: Mario. Este hombre es todo un misterio, y pretender ponerme en sus zapatos, y describir las escenas desde su punto de vista, fue realmente algo muy difícil. Espero que haya resultado creíble.
En fin, gracias por leer, y nos vemos en el próximo (y espero que último), capítulo.
PD: "Du calme, messire, dis-moi ce qui se passe", significa "Cálmese, señor, dígame qué está pasando". Y la frase que Mario recuerda, pertenece a "La vida es sueño" de Shakespeare.
