El fic está más o menos situado en el movieverse de la película Yorozuya Forever.


LOS RESTOS DE ESTA HSITORIA

Capítulo Inicial


Es extraño, piensa Okita, agitando su vaso de sake, justo antes de beberlo de un sorbo y dejar el pensamiento inconcluso, sin embargo, la imagen de ella se evoca desde el fondo de su consciencia. Un cheongsam rojo. Unos cabellos largos. La brisa del mar salado. Regresa su vista a los árboles desnudos por el frío de mediados del otoño que bailan al compás del viento, con una tranquilidad que contrasta ferozmente con la soledad del páramo.

—¿Cuál es la ocasión? —cuestiona Hijikata, no sin poco interés. El sake está reservado para eventos especiales porque no tienen suficiente. Tampoco suficiente arroz para hacer más. O para comer adecuadamente.

—Los viejos tiempos. Buenas noticias, quizá.

Hijikata Toushiro parece comprender; se acomoda a su lado en el porche de la casona en la que se encuentran refugiados junto con el resto del Shinsengumi, muy en las afueras de Edo. Okita rellena el vaso con sake, pero deja que el Vicecomandante lo vacíe en dos grandes sorbos.

—¿Se ha sabido algo de la Yorozuya?

El samurai niega con la cabeza, lo que sabe o, más bien, lo que intuye, poco le puede servir a Hijikata. Él tiene un interés especial en el líder, al final de cuentas. Mas todo lo que vio fueron cabellos rojos por el rabillo del ojo, cuando se escurría fuera del hospital luego de visitar a Shimura Tae.

—A este punto, no tener noticias significa buenas noticias, ¿no crees, Hijikata-san?

—Supongo —Hijikata enciende un cigarrillo, dejando de lado el sake. Ambos pensando en su capitán alejado en una prisión impenetrable hasta el día de su ejecución.

—Me tomaré el día de mañana libre —rompe el silencio, la botella a menos de la mitad de su contenido. Era nueva.

—De cualquier manera —Hijikata se levanta, sacudiendo sus pantalones— siempre estás durmiendo en el trabajo —entonces, se marcha sin palabras de precaución de por medio, pero el otro sabe que están ahí. Que el Vicecomandante espera que vuelva después de su pequeña vacación.

Es extraño, vuelve a pensar Okita, mucho tiempo después de que su superior lo ha abandonado, un último trago de sake quemando por su garganta.

—Es extraño cómo es que he recordado que hoy es tu cumpleaños, China —le dice a nadie en particular. Al viento, quizá.

Ni siquiera recuerda cuándo fue el suyo.

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Nunca fue un visitante frecuente para empezar, así que las miradas sorprendidas de los miembros del snackbar de Otose no causan ninguna emoción dentro de él.

—¡Oh! ¡Otose-san! ¡Un visitante indeseado! —el escándalo es de la mujer gato, quien limpia la barra con poca intención—. ¡Llamemos a la policía! ¡Quizá obtengamos una recompensa!

—Cállate, Catherine —Otose regaña, haciendo de menos las aspiraciones de su empleada de volverse ricas a costa de él—. Es un invitado especial.

Okita se sienta sobre uno de los bancos, recargando su codo sobre la barra y, a su vez, su semblante aburrido sobre una de sus manos—. No creo haber hecho una hazaña merecedora de su trato especial, pero lo tomaré.

—Los miembros del Shinsengumi son bienvenidos a mi bar. Nos hace falta un guardia de seguridad en estos tiempos impredecibles.

El pensamiento del samurai se eleva al piso de arriba, lo que era la casa y oficina de la Yorozuya luce tan abandonada como en su última visita hace casi dos años.

—Creo que solo necesita terminar las vacaciones de su servicio de seguridad.

—Sí —la mujer suspira, tomando un vaso de cristal y vertiendo licor amarillo sobre él—, me gustaría, pero primero debo localizar a mis empleados —Otose empuja el vaso hacia Okita, quien inclina la cabeza con una mirada sospechosa. Nada es gratis en el lugar por más que lo parezca—. Pero dime, ¿qué hace aquí el Capitán Okita Sougo? Aunque el alcohol se encuentra escaso, dudo mucho que valga la pena recorrer todo el camino hasta Kabukicho para llegar a este bar atendido por unas viejas. Tampoco es porque sea tu lugar favorito.

—¡Oye, Otose! ¡Yo no soy una vieja! Puedes hablar por ti y tus cabellos blancos, pero yo sigo joven como una veinteañera —grita la mujer gato, exaltada, pero nadie le hace caso.

La vieja, razona Okita, es muy lista para mentirle y sus intenciones son muy transparentes, incluso antes de llegar. No habría otra razón para que él estuviera allí de cualquier modo. Empero, de igual manera decide buscar la tangente en la conversación.

—Esperaba encontrar historias.

—¿Más historias de las que hay en el hospital? —Otose arquea una ceja. Su breve visita a Otae Shimura debe ser ya de conocimiento público.

—Sí.

—Si estás esperando encontrar la Yorozuya abierta —interrumpe Catherine— estás perdiendo tu tiempo, niño. Ese negocio ya está bien quebrado. Pero si ves a Gintoki por ahí, tráelo para hacer que nos pague la renta por todos estos años de ausencia.

Sougo acerca el vaso a sus labios. Es whisky. Si el pago por el alcohol es que busque al Jefe, ya lo está haciendo.

—No sabemos nada de Gintoki —Otose se voltea, dándole la espalda, ocupándose en reorganizar las botellas y los vasos al fondo de la barra— Shinpachi y Kagura siguen peleados. Pero de verdad me gustaría ver a esa niña. Hace más de un año, después de pelearse, se marchó buscando pistas de él y no ha regresado una sola vez a visitar a esta vieja desde entonces. Al menos al chico puedo encontrarlo de vez en cuando con Otae. Pero ella ni en esas circunstancias se deja ver.

—Si ese es el caso —Okita sonríe de medio lado, entendiendo el encargo—, creo que necesito otro vaso.

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Al momento de su salida, Okita está seguro de dos cosas: ella está en Edo. Lo que vio el otro día eran sin duda sus cabellos. Lo otro es que la vieja sabe cosas o, al menos, se las imagina, por eso le ha dado una excusa para seguir buscando por ella. La próxima vez, decide, pagará por los tragos.

Encontrarla, sin embargo, no es una tarea sencilla. No es solo que no puede caminar por las calles de la ciudad a placer, sino es el hecho de cuán poco sabe de ella. Qué le gusta, a dónde iría. Sus lugares seguros ya no existen: la Yorozuya, el parque, el dojo Shimura, el Shinsengumi. Son sitios llenos de fantasmas que ahora no representan nada. No sin las personas y mucho menos con la Plaga Blanca.

Decide, con las estrellas colgando en el cielo, que el lugar más seguro es el hospital. Es un riesgo por el que Hijikate le haría cometer seppuku por tomar de manera tan frecuente y a la ligera, pero es su único curso de acción. De igual manera Hijikata ya le pediría cometer seppuku por faltar dos días al trabajo.

Se escabulle al cuarto de Otae por la noche, cuando su hermano y cualquier otra visita fuera de la que él espera se ha marchado. La mujer no se sorprende, pero siente su presencia de inmediato. Igual que la vieja del bar, Otae siempre fue una mujer muy lista. Okita siempre la vio con el aire de una sabia hermana mayor con tendencias homicidas, más allá de considerarla la mujer de su comandante y muy a pesar de tener la misma edad, veintidós años.

—Okita-san —la voz de Tae es tan animada como su volumen es apagado—, no pensé que visitarías de nuevo y tan rápido.

—No lo estaba planeando —es honesto, sin ningún tipo de malicia. Ahora, con ella en ese estado, le tiene un lado suave reservado. En ausencia de su comandante y en recuerdo de Mitsuba—. Pero pensé que sería un buen lugar para dormir.

—Oh, no lo es. La cama es dura y el olor a medicinas es muy malo. No es un lugar que le guste a la gente normal.

—Lo sé.

—Pero realmente no estás aquí para dormir, ¿verdad? Si quisieras esconderte del gobierno hay lugares mucho mejores para hacerlo en lugar de debajo de una vieja cama de hospital.

—Hey, le concede mucho crédito al gobierno, Otae-san. En cuatro años no se han dado cuenta de que estamos viniendo aquí, mientras nos paseamos justo debajo de sus narices. ¿No crees que exactamente eso es lo que lo hace el mejor lugar para dormir?

Otae ríe, suave, se sienta en su cama de nuevo, Okita se acomoda mejor en el alféizar de la ventana. Los cabellos de ella siguen de un tono castaño poco lustroso, pero la plaga está ahí, se nota, en sus ademanes faltos de energía, en su tono de voz suave, en su pasiva indulgencia. El samurai se pregunta, no por primera vez, cuánto tiempo le quedará y si será suficiente para liberar a su Comandante para una despedida. Espera que sí. El Shinsengumi, como siempre, lo va a lograr.

—Estuvo aquí hace un par de días —Otae sonríe, mirándolo—. Me dio el privilegio de ser la primera persona en desearle feliz cumpleaños.

Eso es algo que China haría.

—¿Fue su cumpleaños? —finge demencia. Aunque puede aceptar que Otae sepa que está buscándola, no puede concederse más honestidad.

—Dieciocho años. Ya es toda una mujer.

—¿Dijo algo? —indaga—. Sobre el Jefe. ¿Ha encontrado algo?

La mujer niega suavemente con la cabeza—. No. Nada. Es por eso que le da vergüenza pasarse por aquí. Teme que pensemos que no ha hecho nada por encontrar a Gin-san, aunque sea todo lo contrario. Ella y Shin-chan trabajan todos los días en eso.

—Lo mismo el Shinsengumi, puede que Hijikata-san no lo admita. Aunque no puede ser todo el día. Tenemos otras prioridades.

Tras su respuesta, ve a Otae apretar sus manos sobre su regazo antes de preguntar—: ¿Él se encuentra bien? —y en un arrebato de honestidad, agrega—. Me gustaría verlo.

—Kondo-san está bien —después de todo, no tener noticias son buenas noticias, se recuerda a sí mismo—. Nosotros somos los que estamos mal sin él. Pero conociéndolo, ya debe haber engañado con su carisma a toda la prisión.

Ella asiente, parece estar de acuerdo. No se ríe por su intento de broma, sin embargo—. Te toma por sorpresa, ¿no? —pero no espera respuesta—. Darte cuenta de que en realidad no te sorprende que añoras a alguien de quien antes pensabas que no podía hacer una diferencia.

Si está hablando de ella y Kondo o de él y Kagura, Sougo no sabe, pero su corazón está de acuerdo.

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Son las cinco de la mañana y el alba está a punto de romper. Okita se levanta de un salto del alféizar donde ha pasado las últimas seis horas de la madrugada, aunque no ha producido ningún sonido (ha tenido cuidado con eso), Otae despierta.

—¿Supongo que te veré esta noche de nuevo? —pregunta ella, aunque suena más a una afirmación.

Entre los dos flota el nombre de Kagura, de la visita que Sougo no esperaba, pero quería que hiciera, a su amiga más cercana.

—Si no tengo suerte.

Ella lo mira fijo y se recuesta de nuevo.

—Si la veo, le diré que estuviste aquí.

—Sí —sonríe él sin fuerza ante su aliada inesperada—. Si lo veo, yo también lo haré.

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Es el quinto día desde que abandonó al Shinsengumi y ya puede escuchar las palabras de Hijikata instándolo a cometer seppuku por no regresar a tiempo. Ha vuelto a la habitación de Otae todas las noches, encontrando inesperadamente reconfortante la presencia de ella. En general, no hablan mucho. Ella parece más cansada cada día y duerme inmediatamente después de saludar.

No quiere ser encontrada por nadie. Esa es la conclusión más obvia, él también debe ser de las últimas personas con las que ella quiere hablar. Quizá debe concederle esa gracia. El dejar de buscarla. Lo dejó claro por la abrupta manera en la que se marchó en su último encuentro, hace ya más de un año.

—Oi —saluda con una mano al aire, deslizando la ventana suavemente. Sabe que está despierta.

—Llegas tarde, Okita-san.

—Yo no diría eso —dice, sacudiéndose las ropas. Es pasada la medianoche. Para él, es la hora correcta.

—No —Otae no sonríe—. Es tarde. Ella ya se ha ido.

La expresión lo traiciona, porque siente cómo sus ojos se abren unos milímetros más por la sorpresa.

—¿Cuándo? —y la nota de urgencia en su voz no pasa desapercibida para la mujer en la cama ni para él.

—Hace poco más de una hora.

—¿Dijo a dónde iba?

—No —Otae niega con la cabeza—. Pero estaba terriblemente triste. ¿Dónde más podría estar?

Él asiente y se marcha.

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No es discreto al abrir la puerta corrediza de la entrada de la Yorozuya. No hay luces, sin embargo, sabe que ella está ahí. Siente su presencia y la de su perro. Además, sus zapatos se encuentran en la entrada.

Ha sido un largo año, piensa nada más verla. Sus ropas han cambiado. Su cheongsam rojo ha desaparecido para ser reemplazado por una yukata blanca enfermizamente similar a la del Jefe. No son sólo sus ropas y su estilo lo que es diferente en ella, también su cuerpo ha crecido: su altura, lo largo de sus piernas, lo esbelto de sus brazos, su cadera y sus pechos que forman la silueta de una reloj de arena. Su cabello está suelto al aire, más largo de lo que pudo notar aquella vez… Su perro se alerta, con la cola levantada, pero sin ladrar, mas no parece reconocerlo como una amenaza.

—Ha pasado tiempo, China.

Ella le mira con el rabillo del ojo por un segundo, luego vuelve a dirigir su vista al escritorio de Gintoki.

—No lo suficiente.

—¿Esa es la manera de saludar a un viejo amigo?

—Mmmm.

—Por tu respuesta, puedo notar que no estás contenta de verme. Eso me rompe el corazón, China. Porque yo estuve buscándote.

—No veo por qué —responde, volteando a verlo finalmente.

Está enojada. Pero no es esa rabia con la que ha estado viviendo los últimos años desde que Gintoki desapareció y la Plaga Blanca comenzó a llevarse no solo su estilo de vida, sino a sus amigos. Es una rabia dirigida a él en particular. ¿Por qué? Es la pregunta que flota en el aire.

—Después de la manera en la que te fuiste aquella noche, debería ser yo quien esté molesto.

Kagura arquea una ceja y cruza los brazos encima de su pecho. No parece que las palabras de Okita tengan sentido para ella—. ¿Por qué deberías estar molesto? No hice nada que no quisieras.

Es curiosa la manera en la que habla de aquello, como si no le importara, cuando la ocasión fue algo que le sentó tan mal que tuvo que desaparecer por un año de la vida de todos.

—Perdón si sueno sentimental, China, pero dejar a tu amante en la cama por la madrugada sin siquiera decir adiós no es lo que una señorita decente haría.

—¿Ah? ¿Y qué buscabas? ¿Qué te preparara el desayuno?

Esa es una pregunta a la que todavía no encuentra contestación y a la que esperaba darle respuesta encontrándose con ella de nuevo. Por eso está allí, frente a frente, mas todavía no sabe por qué lo ha hecho. No es para saber si estuvo bien, siempre supo que lo estaba, al menos físicamente. Si hubiera estado muerta o agonizando, se habría encargado de hacérselo saber al menos a las personas cercanas a ella. No se permitiría desaparecer sin más al igual que Gintoki, no sabiendo cómo se sentía estar colgada en la incertidumbre.

Sin embargo, en lugar de profundizar en sí mismo, replica con un comentario sarcástico—. No seas idiota. Ni siquiera sabes cocinar.

Ella no responde.

Se da cuenta entonces. Su cambio físico es lo más pequeño de todo, su ira es un aditamento también, es su personalidad la que ha mutado. Las bromas —los restos de ellas— han desaparecido con ella ese último año, junto con la familiaridad por las personas. Su mirada afilada no es el desdén juguetón que todavía poseía la última vez que se encontraron, sino que es cauta, peligrosa. Aquella mirada de quien tantea si la persona con la que está hablando es un amigo o un enemigo.

Estúpida, piensa. Ellos no son amigos. Siempre han sido rivales.

—Si eso es todo lo que querías decir, me marcho.

Ah, repara. Su acento también se ha ido. China… No, Kagura es, de hecho, una persona completamente diferente a aquella con la que convivió el otoño pasado. De alguna forma, razona para sí, esperaba encontrarla como antes. Pero ahora le parece un bonito cascarón vacío de todas las emociones que aquella niña de catorce años le hacía sentir cuando peleaban juntos bajo los árboles de cerezo, en el parque o en cualquier otra parte. Lo que está buscando ya no está. Se ha ido. Entonces, ¿qué queda de ella? ¿Qué queda para él?

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La pregunta flota en sus pensamientos como una balsa en medio del mar, naufragando sin sentido. Distrayéndolo en medio de las conversaciones, cuando camina por el huerto o cuando atraviesa el páramo para entrenar. Hijikata, por otra parte, le ha pedido que haga harakiri tan pronto como lo vio llegar al amanecer, vistiendo una cara de despreocupación que no hacía juego con lo que sentía.

—¿Dónde diablos has estado?

Se encoge de hombros—. En Edo.

—¿Haciendo qué?

—Solo tenía ganas de estar por aquí y por allá.

—Espero que sepas que esta salida tuya puede considerarse deserción, ¿cierto?

—¿Y debo cometer seppuku? Vamos, Hijikata-san. Solo necesitaba ir a Yoshiwara a desestresarme. Estoy harto de ver penes flácidos por aquí —miente con insolencia. Porque eso es lo que hace para mantener el equilibrio en su relación con Hijikata mientras Kondo no está.

Hijikata se molesta, obviamente, y le exige cometer seppuku.

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Aparte de buscar una forma de sacar a Kondo de la cárcel, el Shinsengumi se ocupa de otras tareas poco glamorosas, más destinadas a la supervivencia que a la resistencia: sacar agua de los pozos, criar gallinas y un par de lechones, cuidar un pequeño campo de arroz y un huerto de otras cosechas. Fregar los pisos, lavar baños y preparar la comida del día.

Suceden tres días después de su regreso, mientras Okita cosecha calabacines junto con otros camaradas y bajo el sol abrasador, que se permite reflexionar sobre Kagura, la ira subyacente en sus ojos azules y la fachada de desinterés que su semblante mantenía. ¿Cómo podía una persona cambiar tanto en tan solo un año?

Sacude la cabeza, con incredulidad. No hace tanto todavía se aferraba a las pocas migajas que tuvieran una remembranza del pasado.

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Todavía recuerda las consecuencias de aquella misión de rescate en septiembre pasado, hace casi catorce meses. Fue la última vez que la Yorozuya, o más bien los que le sobrevivían, hicieron juntos un trabajo. El Shinsengumi aseveró que no los necesitaba, pero, como siempre, los destinos de ambas organizaciones parecían estar entretejidos diligentemente para hacer que un encuentro entre ambos fuera inevadible.

Al final, a pesar de todos los planes de Hijikata y Elizabeth, de todas las precauciones de Okita y Shinpachi, algo salió mal y fueron atrapados antes de siquiera desembarcar en la isla de la prisión. Fueron bombardeados desde la fortaleza, como si los estuvieran esperando, y al menos la mitad de sus camaradas y otro gran tanto de los patriotas Joui no volvieron a casa. Quedaron como picadillo flotando en el mar.

Hijikata mismo había sido alcanzado por al menos tres flechas cerca de puntos vitales y fue destinado al descanso tan pronto como la retirada fue satisfactoria. Okita solo estaba exhausto de intentar proteger a sus camaradas y fallar, negándose a ver que la pérdida de sangre por la metralla que le alcanzó también le ameritaba una cama por al menos los próximos tres días.

—Oye, Chihuahua —Kagura se había acercado, sus manos vendadas, algunas partes de su cheongsam rojo desgarradas, un parche cubriendo el costado derecho de su cuello, un curita por encima de su ceja izquierda. Tenía dieciséis años en ese entonces—. También necesitas tratamiento.

Para ese momento, China ya tenía la desolación impregnada en la mirada, como si hubiera un pozo vacío dentro del azul de sus ojos. La diferencia era que se esforzaba en imprimirle vida a sus palabras, a sus ademanes y a cada uno de sus golpes. Quizá engañándose con que todo sería como antes si actuaba como tal.

—No seas tonta —él, como usual, estaba siendo un terrible testarudo; no solo era la muerte de sus compañeros, sino el sabor del fracaso por otra derrota. Una más en su cuenta—. Sé que estás algo ciega y que, de hecho, deberías usar lentes, pero yo estoy bien.

Ella se había cruzado de brazos, mirándolo desde arriba, altanera. El ceño fruncido por una preocupación que él se negó a aceptar en ese momento, oculta en una fachada de falsa molestia—. Acepta la ayuda, niño, ahora que Kagura-sama la está ofreciendo. No le hará ningún bien a nadie que te desmayes y tengamos qué cargarte como peso muerto.

—¿A quién le dices peso muerto? ¿Seguro no estás hablando de ti, China? No te vi hacer nada ahí afuera aparte de gritar como una mariquita.

—Kagura-sama estaba liretalmente salvándoles el trasero. Una vez más probamos que ni el Shinsengumi ni los patriotas Joui son nada ante la poderosísima Yorozuya.

—Quisiste decir "literalmente", ¿no?

Entonces ella se había puesto en cuclillas junto a él y le pidió que se abriera la camisa con una autoridad impropia que él se negó a desacatar, poniendo ungüento y parchando las heridas de la forma más desastrosa que Okita había visto a nadie jamás hacerlo, tocando sin cuidado por aquí y por allá. Ella todavía tenía el ceño fruncido por la concentración cuando colocó la última gasa en su pómulo izquierdo —como si de verdad le importara dar correctamente los primeros auxilios— cuando subió la mirada y se encontró con los ojos rubí de él. Ella lo sintió apenas, pero él ya estaba en ese punto debido a su cercanía y sus toques inocentes. El aire estaba enrarecido entre los dos y, a pesar del ruido de los heridos de su alrededor, todo lo que Okita escuchaba era su respiración cerca de su rostro, todo lo que sentía era su respiración encima de su mejilla. Se preguntó en el fondo de su subconsciente qué pensaba ella en ese momento. Sobre él. Sobre ella misma. Sobre ambos.

Okita se inclinó, sin medir consecuencias, pero tampoco aceptándolas, porque se paralizó también en esa posición. Estaba consciente de lo que estaba a punto de hacer, pero no lo estaba razonando. Bajó la mirada a los labios de ella y la subió de nuevo para encontrarse nuevamente con sus ojos. La distancia no era tan corta, pero no era insalvable tampoco. Si se encontraban a medio camino sería fácil de cerrar. Luego ella pareció a punto de ceder a esta idea, porque sus párpados comenzaron a cerrarse, la sorpresa siendo desechada fuera de su mirada. Hasta que el grito de un camarada en agonía la asustó, provocando que cayera sobre su trasero hacia atrás.

—Ja ja ja ja —fue su risa nerviosa antes de levantarse y salir corriendo, con la excusa de que tenía hambre.

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—¿Pasa algo, Sougo?

—¿Qué? —respondió saliendo de su ensoñación—. Creí que habías ido a Edo, Hijikata-san.

—Bueno pues acabo de volver.

—¿Tan rápido?¿No tomaste mi sugerencia de pasar por Yoshiwara?

Toushiro hace caso omiso al segundo comentario, solo respondiendo al primero—. No se necesita tanto tiempo para conseguir mayonesa.

Okita se levanta de debajo del desnudo árbol de mandarinas que le hacía compañía, su largo cabello castaño lleno de hojitas secas atoradas por aquí y por allá.

—Yamazaki me ha dicho que has estado distraído últimamente.

—Es solo que la vida del campo no es para mí. Después de vivir en Edo, ser un pueblerino está por debajo de mis estándares.

—Tú no mereces tener estándares —asevera el vicecomandante, perdiendo su poca paciencia con las evasivas de Sougo—. Incluso Shimaru-san y Elizabeth dijeron que estás más meditativo de lo normal. ¿Se puede saber qué pasó en Edo?

—No, no se puede saber —sacude la hojarasca de sus pantalones. El sol ya se ha puesto. No lo ha sentido en absoluto. En un segundo era el atardecer y al otro todo era oscuridad.

—Está bien, sea lo que sea no me importa —levanta las manos en rendición—. Solo digo que no deberías dejar asuntos sin resolver si al final vas a estar distraído en el trabajo, eso es todo.

—Muere, Hijikata-san —le responde a la espalda de su superior alejándose de regreso a sus aposentos.

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Otros quince días más corren después de su encuentro.

Durante ese tiempo, sus esfuerzos están concentrados en reducir la fuerza del gobierno para darle la oportunidad a Kondo de un motín desde dentro. Saben, gracias a los rebeldes Joui, que no son los únicos descontentos en ese lugar. Harán un alboroto en la capital, pequeñas explosiones por aquí y por allá, unos cuantos batallones de hombres para comenzar pequeñas revueltas. Hacer que el gobierno crea que su prioridad es derrocarlos y no rescatar a sus líderes, para que concentre su poder en la capital y deje desprotegidas otras áreas, como las prisiones, es su nueva estrategia. Suena desesperado pero es porque están desesperados. Han intentado de todo en los últimos cuatro años y no parecen haber avanzado en nada. Si al caso, sienten que han retrocedido, pues las comunicaciones con Kondo y Zura llevan meses desde que han cesado.

—Sougo, tú dirigirás el primer escuadrón, como siempre. Será un ataque frontal al castillo.

—¿Cuántos hombres?

Hijikata no le mira directamente.

—Quince.

Una sonrisa sardónica se forma en el rostro de Okita, su voz está marcada de una diversión que no llega a sus ojos ni a sus palabras—. Oye, Hijikata, con quince hombres apenas y se le puede llamar un ataque. ¿Y frontal? Va a ser un suicidio.

—Tendremos a los escuadrones tres y cuatro en la puerta este —prosigue. No es que Hijikata no sepa, es precisamente porque Hijikata sabe que no le responde. Desde que comenzó la Plaga Blanca, las misiones dejaron de ser obligatorias y pasaron a ser voluntarias. Las manos arriba nunca se hacen esperar. Entre morir en batalla y morir por una enfermedad, los hombres prefieren morir con valentía, finalmente, la mitad ya se encuentran infectados de todos modos.

—¿Qué hay del oeste? —indaga.

—Elizabeth lo dirigirá junto a sus hombres.

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—¿Y los pasajes en la parte trasera del castillo?

—Cubiertos por Shimaru-san —asevera—. Tendremos al segundo y quinto escuadrón causando pequeños incendios por aquí y por allá, comandados por Yamazaki, para dispersar la atención y tendremos un pequeño contingente de 10 personas para primeros auxilios, que nos estará esperando en una casa de seguridad en la ruta cinco y uno más de 5 personas listas en la ruta 2. ¿Entendido?

Los hombres en la habitación asienten en algunos casos y, el resto, responde con un feroz "entendido", casi ensordecedor.

—Esta misión no es para tomar el castillo —reitera Hijikata—, es para darle un mensaje al gobierno. Para recordarles que estamos aquí y para poder salvar a Katsura-san y Kondo-san. Si mueven al ejército a cubrir la capital, la cárcel quedará desprotegida y será pan comido sacar a nuestros líderes de ahí. Así que, recuerden: Si pierden su vida o llegan aquí lastimados de alguna forma, ¡tendrán que cometer seppuku!

—Eso no tiene sentido —arguye Sougo, pero en los corazones del Shinsengumi tiene todo el sentido del mundo.

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La misión termina justo como Okita anticipó que terminaría: un suicidio. Del batallón de 15 hombres que le asignaron, sólo puede contarse a sí mismo y a otros dos corriendo exhaustos, intentando seguirle el paso. De nuevo, lo único que pudo hacer es intentar proteger a su gente y no protegerla de verdad.

Sougo echa un vistazo hacia atrás y ve al menos a una cuadrilla de 30 hombres perseguirlos a toda velocidad, con sus espadas en la cintura. Frena en seco y le pide a sus subordinados seguir adelante, con voz en grito, con la firmeza de un capitán—. Sigan avanzando, nos veremos en la casa de seguridad de la ruta cinco. Yo me encargaré de estos.

Los ve vacilar, pero los ve también sangrar, mucho más profusamente que él. Quizá ni siquiera lleguen a la ruta 5, pero tiene que creer. Lo último que escucha de ellos son sus pasos alejándose y se consuela pensando que al menos ha salvado a unos pocos de su gente.

Está cansado, pero aún así se abalanza con la espada, que pierde filo cada vez que corta a alguien más: en el pecho, un brazo, una pierna, el cuello. No es tímido al asesinar, pero cada vez llegan más y más enemigos y, honestamente, preferiría estar en cualquier otro lado en lugar de ahí mismo.

—Denme un descanso, es un hombre contra un ejército. ¿No saben que es una lucha desleal? Son unos montoneros.

—Tu cabeza —dice un hombre calvo, con ojos pequeños, negros y amenazantes— vale su peso en oro, hitokiri Okita Sougo.

—Tsk —chasquea la lengua—, supongo que mi reputación me precede.

El hombre calvo blande su espada.

Okita también.

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La única razón por la que para de caminar y entra a esa vieja casa rompiendo los vidrios en la ventana es porque escucha, a lo lejos, un perro ladrar. Aguanta un quejido en el fondo de su garganta y se arrastra contra una pared, recargándose y jadeando pesadamente. A lo lejos, el perro sigue ladrando, pero le da la sensación de que cada vez está más cerca.

Hace un recuento de los daños con la poca consciencia que le queda: no solo ha dejado detrás de sí un rastro de sangre, sino que su entrada a ese momentáneo refugio está anunciado, con los vidrios rotos y trozos de la tela de su yukata atorados en ellos. Si el ejército va detrás de él, estará muerto. Tiene una pierna rota y la mano derecha no le responde bien. Asimismo, entre la pérdida de sangre por los cortes que han alcanzado a tajarle la piel y el golpe en la cabeza, está perdiendo la consciencia.

El perro ladra ahora desde afuera de la casa. La puerta se abre de una patada.

—Sadaharu —dice ella—. Este no es un buen lugar para que hagas popó. Apesta.

Amablemente, el enorme perro se acerca a Okita y, en gesto de camaradería o de un verdugo de tortura, le ayuda relamiendole las heridas.

—No te ves bien —si ella está sorprendida de verlo ahí, hecho una piltrafa, no lo demuestra.

—Pronto estaré peor —concede.

Antes de la Plaga Blanca, siempre creyó que moriría por las heridas de alguna batalla en soledad, sin nadie llorando por él, porque es lo que merece un asesino. Después de la Plaga Blanca, con la disminución de humanos en el país y en el planeta, pensó que su destino final sería a causa de esa maldita enfermedad. Cabellos blancos, pérdida de visión, agonizando en el lecho de alguna casa en el campo, con sus compañeros del Shinsengumi rindiéndole honores por su último adiós, como él lo había hecho ya a tantos de sus compañeros. Pero entonces la vida es misericordiosa en sus propias maneras, por lo que le está dando un poco de ambas.

—No es por cargarte la mano, China. Pero me gustaría que entregaras mis últimas palabras —su voz es ronca y, antes de continuar, tose un poco de sangre—. Dile a Hijikata que esta mañana enterré toda su mayonesa debajo del árbol de mandarinas.

Con eso, Sougo cierra los ojos y se desvanece.

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Sobraron muchos camarotes en el buque después del ataque, un recordatorio de que fallaron en la misión y perdieron amigos en el camino. Asignaron los cuartos más amplios para atender enfermos con los pocos suministros que les quedaban. Okita salió de su camarote rumbo a la popa, una manzana roja en su boca. No había mucho para comer y tampoco había mucho que él pudiera hacer por sus hermanos en agonía, al menos no más de lo que hizo en batalla de todos modos.

La vista del mar, tan vasto como solo él podía ser, distraía a Okita lo suficiente para hacerle dejar de pensar en lo de la noche anterior. No era tiempo para esos contratiempos, se reprendió a sí mismo, pero sus pensamientos seguían vagando hacia aquellos ojos azules. Notó, podía jurarlo por encima del Kyokucho Hatto, que ella estuvo de acuerdo…

—¡Kagura-chan! ¡Por favor sal de aquí! —escuchó a lo lejos los gritos de Shimura Shinpachi que poco a poco se acercaban a la superficie—. ¡Te estoy diciendo que aplicas mucha fuerza! ¡Solo estás logrando que esos pobres hombres sufran aún más!

—¡Nooo! ¡Shinpachi!

Un portazo, después, Kagura salió a la superficie. Okita no la vio, pero supo que se había quedado estática ante la mera visión de él.

Ella debía estar pensando en eso también. Al menos no era el único.

—Te dije que no eras una buena enfermera —rompió el silencio, porque ¿qué más podía hacer? ¿Permitir que esa incomodidad se extendiera hasta que llegaran a tierra firme y separaran sus caminos?

—Cállate —dijo ella con voz cauta—. Tú estás bien gracias a Kagura-sama. No admito quejas de tu parte.

—¿Bien? —arqueó una ceja a pesar de que seguía dándole la espalda y ella no lo veía—. Estuvieron a punto de ponerme un cabestrillo en el brazo izquierdo por culpa de tus vendajes.

—Patrañas —refunfuñó—. Es gracias a mí que estás bien, Chihuahua.

—Sí, sí, lo que digas.

Debido a su breve intercambio de palabras, ella debió hacerse a la idea de que era seguro encontrarse en su presencia, porque se acercó a su lado en la barandilla. No tan cerca como para que él pudiera percibir el olor del champú barato que había en el barco y que ella tendría que haber usado para darse un baño el día anterior, pero lo suficiente para que pudieran conversar.

—A mami —comenzó ella, un tono melancólico arropaba sus palabras— siempre le gustó la Tierra. Cuando era pequeña hablaba de un planeta azul donde había esperanza y nuevas oportunidades. Hablaba del mar como de algo que le gustaría visitar —hizo una pausa para recargar sus manos en la barandilla y su mentón sobre ellas. "Es peligroso", pensó Okita. Pero sería una mala broma del destino si la muerte de China se diera por caer en el mar por el que tanto estaba reflexionando—. He estado en el mar y en la playa. Pero creo que nunca lo he apreciado como mami lo habría hecho.

—Eso es porque eres una pequeña cerda —ella no tomó la puya, porque su pensamiento ya estaba más allá: entre las olas de espuma blanca y el sol poniente en la inmensidad del firmamento y ciertamente también con su madre. Quizá entre sus brazos, en alguna cama, con algún cuento de hadas para hacerla dormir.

Sougo entonces se dio el tiempo de contemplarla de la misma manera en la que sabía lo había estado haciendo en las últimas veces, en los pocos momentos robados que tenían sólo para los dos: pelirroja, con una menudez que escondía su fuerza bruta, de piel brillantemente pálida, el azul de sus ojos sacado directamente del mar al que tanto admiraba.

Era cuestión de tiempo, siempre lo supo, que terminara mirándola de esa manera. Un sentimiento forastero haciéndose lugar en su pecho con un delicado cosquilleo.

Le gustaba, era un hecho. Puede que un poco más que eso. Años y años de peleas, de luchar a su lado, de compartir risas y angustias le llevaron a ello. No era un pensamiento que aceptaba en voz alta, mucho menos que encontraba bienvenido. Pero de alguna forma había comprendido que esa era la desembocadura natural de su relación: el querer estar con ella de una forma en la que él mismo no se permitiría.

—China —la llamó, interrumpiendo sus ensoñaciones al igual que las propias—, si murieras hoy, ¿de qué te arrepentirías?

Ella frunció el ceño, su boca en un minúsculo puchero—. Yo no quiero morir, muérete tú, Sádico.

—Yo sé de qué me arrepentiría, al menos en este mismo momento.

La miró intensamente y ella tuvo la delicadeza de sonrojarse. Frecuentemente tenían esa conexión, la de entender los pensamientos del otro. Y ella entendió perfectamente lo que él estaba pensando, por eso no se movió de allí, sino que se aferró a la baranda con fuerza, sus nudillos blancos, sus labios apretados en una línea sin saber qué responder.

—¿Bien? ¿Qué hay de ti?

Kagura sacudió la cabeza en negación.

—No sé. Muchas cosas —musitó.

Era el momento, pensó. Ese instante los redefiniría. de ahora en adelante. Un riesgo de todo o la nada, pero ya había resuelto que un salto al vacío era su siguiente carta—. Creo que puedo ayudarte con una de ellas.

Okita siempre se había considerado un hombre de pueblo con modales de campo y un rostro promedio, un sádico de corazón con una facilidad de convertir en masoquistas a cierto tipo de mujeres. Lo había probado en el pasado, pero nunca se definiría a sí mismo como un mujeriego, ni siquiera un tipo con suerte cuando se trataba del sexo opuesto. Así que cuando dio los tres pasos que lo acercaron a Kagura de una vez y por todas no lo hizo con intenciones ocultas, sino con la honestidad de la reflexión y la intensidad del momento.

Ella cerró los ojos de inmediato, casi por instinto, paralizada y aferrada en la barandilla. Si hubiera querido se habría podido deshacer de él con facilidad: un empujón, un puñetazo, en cambio no hizo nada, solo quedarse ahí, estática. Él la sintió tensa, el primer beso fue un roce de nada.

—China —la llamó. La voz a medio susurro—. Hey, mírame.

Testaruda, Kagura no lo hizo, entonces él subió su mano hasta su rostro, sosteniendo su mejilla derecha, sus frentes tocándose—. China —repitió y ella soltó su agarre de la barandilla, también abrió los ojos.

—Eres un sucio… —la besó rápido, su otra mano acunando por completo su rostro—. Maldito… —la besó nuevamente—. Chihuahua.

Después de insultarlo, como debía ser, pareció relajarse. Tal vez había llegado a la franca conclusión de que así era como se suponía que debían terminar algún día. Y ese día era aquel.

Okita la besó, devorándola con un hambre que no sabía que sentía por ella, intensificada por el cúmulo de emociones en su pecho que poco tenían qué ver con todo aquello. Ella, azorada, intentaba seguirle el ritmo, pero él no le dio ninguna oportunidad, deslizando una mano detrás de su nuca y la otra en su espalda, aplastando su cuerpo más pequeño contra el pecho de él, Kagura no tuvo más remedio que aferrarse a los pliegues de su camisa con fuerza.

—Maldita China —susurró sin aliento a menos de medio palmo de distancia de sus labios. Ella jadeaba frente a él, aferrándose a los hombros de él para no caer. Bebió con sus ojos carmesí la imagen de ella sonrojada, sus ojos azules entrecerrados, y disfrutó la solidez de su cuerpo presionado contra el suyo—. Me has hecho arruinarlo todo.

Entonces la besó.

Y la besó otra vez.

Y otra vez.

Y una vez más.

Y ella correspondió a cada uno de sus besos.


Este fanfic reemplaza al inconcluso Under The Sheets, el cual transmutó de un destino darks a un destino fluff después de 5 años. En próximas semanas probablemente lo estaré borrando o colocando alguna nota de descontinuado.